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lunes, marzo 19, 2007

POLARIS // H.P. LOVECRAFT

Polaris

H.P. Lovecraft

El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.
Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.
Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre picos extraños. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba vigilante esa Estrella Polar. Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía. Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad.
Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro. Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces bajo los rayos cálidos y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca.
Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el paisaje como una presencia incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo: "Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi ventana?"
Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas, experimenté un cambio, y noté que al fin tenía forma corporal. Pero no era un extraño en las calles de Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota. Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados, amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.
Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de nuestro país. En este momento hablaba de los peligros que había que afrontar y exhortaba a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados, quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), barrieron gallarda y victoriosamente a los gnophkehs, caníbales velludos y de largos brazos que se oponían a su paso. Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.
Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez:
"Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará el pasado tu puerta".
En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano soñado. Y aún continúo soñando.
En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman "esquimales".
Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir.

LA BELLEZA INUTIL // GUY DE MAUPASSANT

La Belleza Inútil

Guy de Maupassant

I

Delante de la escalinata del palacio esperaba una victoria muy elegante, tirada por dos magníficos caballos negros. Era a fines del mes de junio, a eso de las cinco y media de la tarde, y por entre el recuadro de tejados del patio principal se distinguía un cielo rebosante de claridad, luz y alegría.
La condesa de Mascaret apareció en la escalinata, en el momento mismo en que su marido, de regreso, entraba por la puerta de coches. Se detuvo unos segundos para contemplar a su mujer, y palideció ligeramente. Era muy hermosa, esbelta, y el óvalo alargado de su cara, su cutis de brillante marfil, sus rasgados ojos grises y negros cabellos le daban un aire de distinción. Subió ella al carruaje sin dirigirle una mirada, como si no lo hubiese visto, con actitud tan altanera que el marido sintió en el corazón una nueva mordedura de los celos que lo devoraban desde hacía mucho tiempo. Se acercó y la saludó, diciendo:
-¿Sale usted de paseo?
Ella dejó escapar cuatro palabras por entre sus labios desdeñosos:
-Ya lo ve usted.
-¿Al Bosque?
-Es probable.
-¿Me permitirá acompañarla?
-Usted es el dueño del carruaje.
Sin manifestar extrañeza por el tono en que ella le contestaba, subió al coche, tomó asiento junto a su mujer y ordenó:
-Al Bosque.
El lacayo saltó al pescante, junto al cochero, y los caballos, siguiendo su costumbre, piafaron y saludaron con la cabeza, hasta que pisaron la calzada de la calle.
Los dos esposos permanecían uno al lado del otro, sin despegar los labios. El marido buscaba la manera de trabar conversación, pero era tal la dureza del semblante de su mujer, que no se arriesgaba a ello.
Deslizó disimuladamente su mano hacia la mano enguantada de la condesa, y tropezó con ella como por casualidad; pero su mujer retiró el brazo tan vivamente y con un gesto de tal repugnancia, que lo dejó desconcertado, a pesar de sus hábitos autoritarios y despóticos.
Entonces dijo en voz baja:
-¡Gabriela!
Ella le preguntó, sin volver la cabeza:
-¿Qué quiere usted?
-La encuentro a usted adorable.
Ella no contestó, y siguió arrellanada en el coche con aire de reina irritada.
Subían por la cuesta de los Campos Elíseos hacia el Arco de Triunfo de la Estrella. A un extremo de aquella larga avenida, el inmenso monumento abría su arco colosal sobre un cielo rojo. Parecía que el sol, cayendo sobre él, levantaba por todo el horizonte un polvillo de fuego.
Los carruajes, salpicados de destellos luminosos en los cobres, en la plata y en la cristalería de sus arneses y linternas, formaban un río de doble corriente, una hacia el Bosque, la otra hacia la ciudad.
El conde Mascaret volvió a decir:
-¡Mi querida Gabriela!
Ella, entonces, sin poderse contener más, le replicó con voz exasperada:
-Le ruego que me deje en paz. Ya no me queda ni la libertad de pasear sola en mi coche.
Hizo él como que no la había oído, e insistió:
-Está usted hoy más hermosa que nunca.
La mujer, que había llegado al limite de su paciencia, le contestó, abandonándose a su cólera:
-Hace usted mal en fijarse en mi hermosura, porque yo le juro que jamás volveré a ser de usted.
Esta vez sí que el marido quedó estupefacto y desconcertado; pero, dejándose llevar por sus hábitos de violencia, lanzó un "¿Cómo dice usted?", que delataba, más que al hombre enamorado, al amo brutal.
Aunque sus servidores no podían oírlos, por el ruido ensordecedor de las ruedas, ella repitió en voz baja:
-¡Ya está ahí el de siempre! ¿Cómo dice usted? ¿Cómo dice usted? Pues bien: ¿se empeña en que se lo diga?
-Sí.
-¿En que yo se lo diga todo?
-Si.
-¿Todo lo que llevo como un peso encima del corazón desde que vengo siendo la victima de su egoísmo feroz?
El marido se había puesto rojo de asombro y de irritación; y gruñó con los dientes cerrados:
-Sí, hable usted.
Era hombre de mucha estatura, hombros anchos, poblada barba roja; un hombre apuesto, un caballero del gran mundo, reputado de marido modelo y padre excelente.
Por vez primera desde que habían salido del palacio se volvió ella para mirarlo cara a cara:
-Sea, pues. Va usted a oír cosas muy desagradables; pero sepa que estoy dispuesta a todo, que lo desafiaré todo, que no temo a nada y a usted menos que a nadie.
También él la miraba a los ojos, alterado ya por la ira, y resolló:
-¡Está usted loca!
-Lo que no estoy es dispuesta a seguir siendo la víctima del suplicio odioso de perpetua maternidad que me viene usted imponiendo desde hace once años. Quiero vivir alguna vez como mujer de sociedad, porque tengo derecho a ello, como lo tienen todas las mujeres.
El marido volvió a palidecer súbitamente, y balbuceó:
-No entiendo lo que quiere decir.
-Sí que me entiende usted. Hace tres meses que di a luz a mi último hijo, y ya le parece a usted que es hora de que vuelva a estar encinta, porque soy todavía muy hermosa, y, a pesar de todo lo que usted hace, no pierdo mis formas, como usted mismo ha advertido hace un momento, el verme en la escalinata.
-¡Usted desvaría!
-No. Tengo siete hijos y treinta y dos años; hace sólo once que nos casamos y usted echa cuentas de que seguiremos así diez años más. Hasta entonces no dejará usted de estar celoso.
El marido la agarró del brazo y se lo oprimió:
-No le tolero que siga usted hablándome de ese modo.
-Pues yo estoy resuelta a no callar hasta que le haya dicho todo lo que tengo que decirle. Como trate usted de impedírmelo, alzaré la voz para que me oigan los criados que van en el pescante. Si consentí en que subiese al coche fue por eso, porque aquí tengo testigos que le obligarán a escucharme y a dominarse. Óigame bien. Siempre me fue usted antipático, y se lo demostré en toda ocasión, porque yo no miento nunca, caballero. Me casé con usted contra mi voluntad; violentó usted la de mis padres, aprovechando que es usted rico y que ellos se hallaban en situación difícil. Después de muchas lágrimas, tuve que ceder.
"Usted me compró, y luego, cuando me tuvo en su poder, cuando yo empezaba a ser una compañera dispuesta a quererle, a olvidar sus procedimientos de intimidación y de coerción, acordándome únicamente de que tenía el deber de portarme como esposa abnegada, dándole todo el cariño de que yo era capaz, usted se convirtió en un marido celoso, celoso como nadie lo ha sido jamás, con unos celos de espía: bajos, innobles, degradantes para usted y ofensivos para mi persona. No llevaba casada ocho meses y ya usted me creyó capaz de todas las perfidias. Hasta llegó a dármelo e entender. ¡Qué ignominia! Como no podía usted impedirme ser hermosa y agradar, que me calificasen en los salones y en los periódicos como una de las mujeres más hermosas de París, se dio usted a buscar un medio para apartar de mi persona los homenajes que me dedicaban, y se le ocurrió la idea execrable de hacerme pasar la vida en una preñez perpetua, hasta que mi cuerpo inspirase repugnancia a todos los hombres. No; no lo niegue usted. Mucho tardé en comprenderlo; pero, al fin, lo adiviné. Llegó usted a jactarse de ese propósito delante de su hermana, que me lo repitió, porque me quiere y porque le indignó semejante grosería, propia de un hombre zafio.
"¡Acuérdese de las veces que hemos reñido! ¡De las puertas rotas y de las cerraduras forzadas! Me ha tenido usted condenada durante once años a una existencia de yegua madre, recluida en una casa de remonta. En cuanto se manifestaba mi preñez, usted mismo se alejaba de mí, y se pasaba meses sin que lo viese. Me expedía usted al campo, al castillo de la familia, al verde, al prado, para que fuese gestando a mi hijo. Y cuando yo reaparecía, hermosa y lozana, indestructible, siempre seductora y siempre asediada de homenajes, y cuando yo esperaba poder llevar por algún tiempo la vida de una mujer rica, joven y relacionada en sociedad, despertaban otra vez los celos de usted y se iniciaba de nuevo la persecución a que lo empujaba ese anhelo infame y rencoroso que ahora mismo lo aguijonea al verse a mi lado. No es el anhelo de poseerme -nunca me negaría yo a ese deseo-, es el anhelo de deformar mi cuerpo.
"Ha habido más. Ha habido une táctica abominable y misteriosa que me ha costado mucho tiempo descifrar -pero en su escuela he aprendido a ser astuta-: el cariño que siente usted por sus hijos arranca de que ellos constituían la seguridad suya cuando yo los llevaba en mis entrañas. El amor a los hijos lo ha forjado usted con todo el aborrecimiento que por mí sentía, con los viles recelos momentáneamente calmados, con el gozo de ver cómo mi talle se deformaba.
"¡Cuántas veces he tenido la sensación de ese gozo suyo, y lo he descubierto en sus ojos, y lo he adivinado! Quiere usted a sus hijos como a otras tantas victorias conseguidas, no porque lleven su sangre. Son victorias obtenidas sobre mí, sobre mi juventud, sobre mi belleza, sobre mis encantos, sobre las galanterías que me dirigían y sobre las que, sin decírmelas directamente, se susurraban en voz baja a mi alrededor. Por eso está usted orgulloso de ellos, y los pasea en break por el Bosque de Bolonia o los hace cabalgar en borriquitos por Montmorency. Y los lleva usted por la tarde al teatro para que, viéndolo rodeado de sus hijos, diga la gente: '¡Qué padre modelo!', y lo vayan repitiendo por..."
El marido la había cogido de la muñeca con brutalidad salvaje, y se la estrujaba con tal violencia que ella se calló, ahogando un lamento que reventaba en su garganta.
Al fin le dijo, en tono muy bajo:
-Quiero a mis hijos, ¿lo oye usted? Es vergonzoso oír a una madre expresarse como lo ha hecho usted. Pero usted me pertenece. Soy el señor..., su señor..., y puedo exigirle lo que quiera y cuanto quiera... La ley..., está de mi parte.
Apretaba con las tenazas de su puño musculoso, como queriendo destrozarle los dedos. Ella, lívida de dolor, hacia esfuerzos inútiles por liberar la mano de aquel torno que se la estrujaba; respiraba fatigosamente y se le saltaban las lágrimas.
-Ya ve usted que soy yo quien manda, y que soy el más fuerte -le dijo el marido.
Aflojó un poco la presión, y entonces ella le dijo:
-¿Cree usted que soy una mujer creyente?
-Sí -balbuceó él, sorprendido.
-¿Está usted convencido de que creo en Dios?
-Desde luego.
-¿Me supone capaz de jurar en falso delante de un altar en el que está guardado el cuerpo de Cristo?
-No.
-¿Quiere usted acompañarme a una iglesia?
-¿Para qué?
-Ya lo verá. ¿Quiere?
-Si usted se empeña, sí.
Ella llamó en voz alta:
-Felipe.
El cochero, inclinando un poco el cuello, pero sin apartar la vista de los caballos, pareció que volvía únicamente la oreja hacia su señora. Ésta siguió diciendo:
-A la Iglesia de San Felipe de Roule.
La victoria, que estaba ya llegando al Bosque de Bolonia, volvió a tomar la dirección de París.
Marido y mujer no cambiaron entre sí una sola palabra en todo este trayecto. Cuando el carruaje se detuvo delante de la puerta del templo, la señora de Mascaret saltó al suelo, y entró en él, seguida a pocos pasos por el conde.
Avanzó sin detenerse hasta la verja del coro, se arrodilló en una silla y oró. Oró largo rato, y el marido, que permanecía en pie a sus espaldas, advirtió, por fin, que lloraba. Lloraba silenciosamente, como suelen llorar las mujeres en los momentos de pena desgarradora. Era un estremecimiento ondulatorio de todo su cuerpo, que terminaba en un débil sollozo, oculto, ahogado; entre sus dedos.
El conde de Mascaret juzgó que la situación se prolongaba con exceso, y la tocó en el hombro.
Este contacto la hizo volver en sí como si hubiese recibido una quemadura. Se irguió y clavó sus ojos en los de él.
-Lo que tengo que decirle es esto. No me asusta nada y puede hacer usted lo que mejor le parezca. Puede matarme si le parece bien. Uno de sus hijos no es suyo. Lo juro delante de Dios que me está escuchando. Era la única venganza que podía tomarme de usted, de su execrable tiranía de macho, de los trabajos forzados de perpetua preñez a que me tiene condenada. ¿Que quién fue mi amante? No lo sabrá usted jamás. Sospechará usted de todos, pero no logrará descubrirlo. Me di a él sin amor y sin placer, sólo por engañarle a usted. Y también él me hizo madre, como usted. Son siete los que tengo, ¡busque! Pensaba habérselo dicho más adelante, mucho más adelante, porque la venganza de engañar a un hombre no es tal mientras él no lo sabe. Usted me ha obligado a que se lo confesase hoy. No tengo más que decir.
Huyó hacia la puerta de la iglesia, que estaba abierta, calculando oír detrás de ella el peso presuroso del marido así provocado y esperando caer de un momento a otro al suelo bajo el golpe aplastador de su puño.
Pero nada oyó, y fue hasta su coche. Subió a él de un salto, crispada de angustia, jadeante de miedo, y gritó al cochero:
-¡Al palacio!
Los caballos arrancaron a trote ligero.
II
Encerrada en su habitación, la condesa de Mascaret esperaba la hora de la cena, lo mismo que un condenado a muerte espera la del suplicio. ¿Qué haría su marido? ¿Había regresado a casa? ¿Qué habría meditado, qué prepararía, qué tendría resuelto aquel hombre despótico, arrebatado, dispuesto siempre a la violencia? En el palacio no se oía el menor ruido, y ella miraba a cada instante las agujas del reloj. Vino la doncella para vestirla de noche, y después se marchó.
Dieron las ocho, y casi en el acto dieron dos golpes en la puerta.
-Adelante.
Apareció el mayordomo, y dijo:
-La señora condesa está servida.
-¿Ha vuelto el señor conde?
-Si, señora condesa. El señor conde está en el comedor.
Tuvo por un instante el pensamiento de armarse de un pequeño revólver que había comprado hacía poco, en previsión del drama que se preparaba en su corazón. Pero se le ocurrió pensar que estarían allí todos los niños, y sólo se armó de un frasco de sales.
Cuando entró en el comedor, su marido esperaba en pie junto a su silla. Cruzaron un ligero saludo y tomaron asiento. Después de ellos, se sentaron los hijos. Los tres varones, con su preceptor, el abate Marín, a la derecha de la madre; las tres niñas, con el aya inglesa, la señora Smith, a la izquierda. El más pequeño, de tres meses, era el único que se quedaba en la habitación con su nodriza.
Las tres niñas, completamente rubias, la mayor de diez años, y con vestidos azules adornados de puntillitas blancas, parecían otras tantas muñecas exquisitas. La más pequeña no había cumplido aún los tres años. Todas eran bonitas y prometían llegar a ser tan hermosas como su madre.
Los tres niños, dos de pelo castaño claro y el otro, de nueve años, castaño oscuro, presentaban perspectivas de desarrollarse como hombres vigorosos, de mucha estatura y anchos hombros. Toda la familia parecía de la misma raza, fuerte y llena de vida.
El señor abate rezó la bendición según tenía por costumbre cuando no había invitados, porque cuando había gente extraña a la casa no se sentaban los hijos a la mesa. Después se pusieron a comer.
La condesa, atenazada por una emoción que no había previsto, no levantaba los ojos. El conde miraba tan pronto a los tres niños como a las tres niñas; sus ojos, inseguros, enturbiados por la angustia, examinaban una a una aquellas cabezas. De pronto, al colocar su copa en la mesa, se le quebró, y el liquido rojizo se corrió por el mantel. Bastó aquel ligero ruido para que la condesa se levantase, sobresaltada, de su silla. Se miraron por vez primera marido y mujer. Y siguieron cruzando a cada momento sus miradas; a pesar suyo, a pesar del encrespamiento de su carne y de su corazón que provocaba cada uno de aquellos encuentros, las pupilas de uno buscaban las del otro como se buscan las bocas de dos pistolas.
El sacerdote se daba cuenta de que algo embarazoso ocurría, y se esforzaba en insinuar una conversación. Iba desgranando temas, sin que sus inútiles tentativas hiciesen brotar una idea o arrancasen una palabra.
Dos o tres veces intentó contestarle la condesa, por delicadeza femenina, obedeciendo a sus instintos de mujer de mundo; pero fue en vano. En el desconcierto de su espíritu le fallaban las frases apropiadas, y casi le daba miedo oír su voz en medio del silencio del gran salón, en el que sólo se oía el tintineo de los cubiertos de plata y de la porcelana.
De pronto se inclinó su marido hacia ella y le dijo:
-¿Me jura usted aquí, en medio de sus hijos, que lo que hace un rato me dijo era sincero?
El rencor fermentado dentro de sus venas la sacudió con una súbita rebelión, y contestando a la pregunta con igual energía que contestaba a sus miradas, alzó las dos manos, la derecha hacia la frente de sus hijos, la izquierda hacia la de sus hijas, y dijo con acento firme resuelto, y sin vacilaciones:
-Juro sobre la cabeza de mis hijos que lo que le he dicho es la verdad.
El conde se levantó, tiró la servilleta a la mesa con gesto irritado; al darse la vuelta dio un empujón a la silla, enviándola contra la pared, y salió sin agregar palabra.
Ella, entonces, dejó escapar un profundo suspiro, como si hubiese obtenido la primera victoria, y siguió hablando con mucha tranquilidad.
-No le den importancia, hijitos. Su papá ha tenido hace un rato un gran disgusto, y sufre mucho todavía. En cuanto pasen unos días ya no le importará nada.
Conversó con el abate; conversó con la señora Smith; tuvo para todos sus hijos palabras tiernas, cariñosas, y mimos de madre que ensanchan de felicidad los corazoncitos de los pequeños.
Terminada la cena, pasó al salón con toda su pollada. Hizo charlar a los mayores, contó cuentos a los más pequeños, y cuando llegó la hora de acostarse todos, les dio un beso muy largo, los envió a dormir, y se retiró sola a su habitación.
Aguardó, porque estaba segura de que él vendría. Y como ya sus hijos estaban lejos de ella, se aprestó a defender su vida de ser humano, del mismo modo que había defendido su vida de mujer de mundo, y ocultó en un bolsillo el pequeño revólver cargado que había adquirido unos días antes.
Las horas pasaban; sonaban las horas en el reloj. Se apagaron todos los ruidos del palacio. Únicamente se oía a lo lejos, a través de las tapicerías de los muros, el retumbo suave y lejano de los coches en las calles.
La condesa aguardaba, enérgica y nerviosa. Ya no le temía; estaba dispuesta a todo, y se consideraba triunfante, porque el suplicio a que lo tenía sometido duraría toda la vida, sin darle un momento de tregua.
Las primeras luces del día se deslizaron por debajo de los flecos de las cortinas, y el conde no había aparecido todavía en el cuarto. Entonces ella comprendió que no volvería nunca más, y se quedó estupefacta. Cerró la puerta con llave y corrió el cerrojo de seguridad que ella había hecho colocar; luego se acostó y permaneció en la cama con los ojos abiertos, meditando, sin acabar de comprender, sin poder adivinar qué haría su marido.
III
Fue en el teatro de la Ópera durante un entreacto de Roberto el Diablo. Los caballeros estaban en pie en el patio de butacas, con el sombrero en la cabeza, vistiendo chaleco de ancha boca, que dejaba ver la camisa blanca, en la que brillaban el oro y las piedras preciosas de las abotonaduras; miraban a los palcos, cuajados de mujeres escotadas, llenas de diamantes y de perlas, como flores de un invernadero en el que la belleza de los rostros y el esplendor de los hombros desnudos abriesen sus cálices a todas las miradas, con un acompañamiento de música y de conversaciones.
Dos amigos, vueltos de espaldas a la orquesta, charlaban, mirando al mismo tiempo aquella colección de elegancias, aquella exposición de encantos, verdaderos o falsos, de joyas, de lujo, de jactancia, que se explayaban en círculo alrededor del gran teatro.
Roger de Salins, que era uno de los dos, dijo a su compañero, Bernardo Grandin:
-Fíjate qué hermosa sigue siempre la condesa Mascaret.
Entonces el otro miró con fijeza a un palco de enfrente, en el que había una señora alta muy joven, y que atraía todas las miradas de la sala con su deslumbrante belleza. Su tez pálida, con reflejos de marfil, le daba un aire de estatua; y sus cabellos, negros como la noche, ostentaban una estrecha diadema de diamantes, que brillaba como una vía láctea.
Bernardo Grandin, después de mirarla un buen rato, contestó con acento juguetón, en el que se transparentaba un sincero convencimiento:
-¡Vaya que si es hermosa! ¿Qué edad puede tener?
-Espera. Te lo voy a decir con exactitud. La conozco desde su niñez. Estuve presente cuando debutó en sociedad, de jovencita. Tiene..., tiene... treinta..., treinta..., treinta y seis años.
-No es posible.
-Estoy completamente seguro.
-Aparenta veinticinco.
-Ha tenido siete hijos.
-Es increíble.
-Viven los siete y es una buena madre. Visito de cuando en cuando su casa, que resulta agradable, muy tranquila y de un ambiente sano. Esta mujer ha realizado el fenómeno de vivir en familia sin dejar la vida social.
-¿Te parece extraordinaria? ¿Y nunca ha dado motivo a que se hable de ella?
-Nunca.
-Y ¿qué me dices de su marido? Es un tipo extraño, ¿verdad?
-Sí y no. Tal vez hay entre ellos un pequeño drama, uno de esos pequeños dramas del matrimonio cuya existencia se sospecha, que no llegan a clarearse bien, pero que se adivinan con bastante aproximación.
-Y ¿cuál es?
-Yo no sé nada. Mascaret, que era antes un marido perfecto, es hoy un gran juerguista. Cuando era buen marido, tenía un carácter infernal, siempre suspicaz y áspero. Desde que se dedica a divertirse, se ha hecho muy tratable; pero se diría que oculta una preocupación, un pesar, un gusano que lo roe. Y envejece mucho, al revés de su mujer.
Los dos amigos dedicaron entonces unos minutos a filosofar acerca de las penas secretas, misteriosas, que pueden surgir en una familia como consecuencia de la diversidad de caracteres o de antipatías físicas inadvertidas al principio.
Roger de Salins, que seguía con la atención fija en la señora de Mascaret, agregó:
-¿Quién va a creer que esa mujer ha tenido siete hijos?
-Pues los ha tenido, sí señor, en once años. Cuando llegó a los treinta, cerró su período de producción, para entrar en el de exhibición, cuyo final no se adivina todavía.
-¡Pobres mujeres!
-¿Por qué las compadeces?
-¿Por qué? Ponte a pensar un poco, amigo mío. ¡Once años de preñez para una mujer como ésa! ¡Qué infierno! Es la juventud entera, es toda la belleza, son las esperanzas de triunfo, todo el ideal poético de una vida brillante lo que se sacrifica a esa ley odiosa de la reproducción, que convierte a una mujer normal en una simple máquina de hacer hijos.
-Y ¿qué le vas a hacer? Es la Naturaleza.
-Sí; pero yo sostengo que la Naturaleza es nuestra enemiga, que debemos luchar siempre contra ella, porque tiende siempre a reducirnos a la vida animal. Lo que hay en la tierra de limpio, de bonito, de elegante y de ideal no es obra de Dios, sino del hombre, del cerebro humano. Somos nosotros los que nos hemos apoderado de la creación, cantándola, interpretándola, admirándola como poetas, idealizándola como artistas, explicándolo como sabios, que se equivocan, es cierto, pero que encuentran rezones ingeniosas y un poco de gracia, de belleza, de encanto oculto y de misterio a los fenómenos. Dios no hizo sino unos seres groseros, llenos de gérmenes de enfermedades, y que, después de unos pocos años de florecimiento animal, envejecen con todas las dolencias, fealdades y decrepitudes humanas. Parece que no los hubiera hecho sino para reproducirse asquerosamente y morir a continuación, como los efímeros insectos de las noches otoñales. He dicho "para reproducirse asquerosamente" y lo sostengo, e insisto. ¿Hay, en efecto, algo más innoble y repugnante que el acto indecente y ridículo de la reproducción de los seres, acto contra el cual se rebelan y se rebelarán eternamente todas las almas delicadas? Este Creador económico y malévolo que a todos los órganos ideados por Él dio dos finalidades distintas, ¿por qué no confió esta misión sagrada, la más noble y la más sagrada de las actividades humanas, a otros órganos menos desaseados y sucios? La boca, que nutre al cuerpo con los alimentos materiales, derrama también la palabra y el pensamiento. Sana la carne, al mismo tiempo que comunica la idea. El olfato, que proporciona el aire vital a los pulmones, lleva al cerebro todos los perfumes del mundo: el de las flores, el de los bosques, el de los árboles, el de la mar. La oreja, con la que recibimos la comunicación de nuestros semejantes, nos ha permitido asimismo inventar la música, y con ella el ensueño, la dicha, el infinito, además del placer físico del sonido. Pero cualquiera diría que el Creador, astuto y cínico, quiso privar para siempre al hombre de la posibilidad de ennoblecer, revestir de belleza, idealizar su unión con la mujer. Sin embargo, el hombre ha descubierto el amor, lo cual ya es algo, como réplica al Dios marrullero, y ha sabido ataviarlo tan bien de poesía literaria, que consigue que la mujer olvide a veces los contactos a que se ve sometida. Y aquellos de nosotros que sienten su impotencia para engañarse exaltándose, han inventado el vicio y refinado el libertinaje, lo cual constituye igualmente una manera de chasquear a Dios y de rendir homenaje a la belleza, aunque sea un homenaje impúdico. Pero el ser normal hace hijos a estilo de bestia apareada por la ley. ¡Fíjate en esa mujer! ¿No da grima pensar que semejante alhaja, que una perla como ésa, nacida para ser hermosa, admirada, festejada y adorada, haya tenido que pasar once años de su vida dando herederos al conde de Mascaret?
Bernardo Grandin contestó, riéndose:
-Hay mucho de verdad en lo que has dicho; pero hay muy pocas personas capaces de comprenderte.
Salins se fue animando.
-¿Sabes cómo concibo yo a Dios? -dijo-. Como a un monstruoso órgano creador, desconocido de nosotros, que siembra por el espacio millones de mundos, de la misma manera que un pez sembraría sus huevos en la mar si estuviese solo. Crea, porque crear es la función de Dios; pero no sabe lo que hace, es estúpidamente prolífico y no tiene conciencia de toda la serie de combinaciones a que da lugar con la difusión de sus gérmenes. Uno de los pequeños accidentes imprevistos de sus fecundidades ha sido el pensamiento humano; accidente local, pasajero, imprevisto, condenado a desaparecer con la tierra, para resurgir aquí o en otra parte, igual o distinto, en alguna de las combinaciones nuevas del eterno recomenzar de las cosas. Este pequeño accidente de la inteligencia tiene la culpa de que nos sintamos tan incómodos en lo que no había sido hecho ex profeso para nosotros, en lo que no estaba preparado para recibir, alojar, alimentar y dar satisfacción a seres dotados de pensamiento; y él también nos obliga a luchar constantemente, una vez que hemos llegado a ser verdaderamente refinados y civilizados, contra eso que se sigue llamando los designios de la Providencia.
Grandin, que lo escuchaba con atención, porque conocía de tiempo atrás las deslumbradoras paradojas de su fantasía, le preguntó:
-Según eso, ¿el pensamiento humano es un producto espontáneo de la ciega fecundidad divina?
-¡Desde luego! Una función fortuita de los centros nerviosos de nuestro cerebro, por el estilo de las reacciones químicas imprevistas producidas por nuevas mezclas por el estilo también de una producción de electricidad creada por frotamientos o yuxtaposiciones inesperadas, parecidas, en fin, a todos los fenómenos engendrados por las fermentaciones infinitas y fecundas de la materia viva. Amigo mío, basta mirar a nuestro alrededor para que se nos entre la prueba por los ojos. Si un creador consciente hubiese previsto que el pensamiento humano había de llegar a ser lo que es hoy, una cosa tan distinta del pensamiento y de la resignación de los animales, exigente, investigadora, agitada, inquieta, ¿hubiera creado para recibir al hombre de hoy este incómodo recinto de animaluchos, este campo de hortalizas, esta huerta de legumbres silvestres, rocosa y esférica, que nuestra imprevisora Providencia nos preparó para que viviésemos en él desnudos, dentro de grutas o en los árboles, alimentándonos con la carne de los animales, hermanos nuestros, qué matásemos, o con hierbas crudas que crecen a la intemperie del sol o de la lluvia?
"Basta un segundo de reflexión para comprender que este mundo no ha sido hecho para criaturas como nosotros. El pensamiento, que brotó y se desarrolló por un milagro nervioso de las células de nuestro cerebro, hace de todos nosotros, los intelectuales, unos lamentables y perpetuos desterrados en la tierra, porque es y será siempre impotente, ignorante y lleno de confusiones.
"Contémplala, a esta tierra nuestra, tal y como Dios la ha entregado a los que en ella habitan. ¿No es evidente que está dispuesta, con sus plantas y bosques, únicamente para que vivan en ella animales? ¿Qué se encuentra en ella para nosotros? Nada. Ellos, en cambio, lo tienen todo: las cavernas, los árboles, el follaje, los manantiales, el cobijo, el alimento y la bebida. Por eso las personas exigentes como yo se encuentran siempre en ella a disgusto. Tan sólo aquellos que se parecen mucho al bruto están aquí contentos y satisfechos. Los demás, los poetas, los exquisitos, los soñadores, los investigadores, los inquietos... ¡Ah, qué pobres diablos!
"Comemos repollos y zanahorias, sí señor, y cebollas, nabos y rábanos, porque no hemos tenido más remedio que acostumbrarnos a comer todas esas cosas y hasta a aficionarnos a ellas, porque es lo único que aquí se cría; pero lo cierto es que se trata de una comida de conejos y de cabras, lo mismo que la hierba y el trébol son alimentos de caballos y de vacas. Cuando contemplo las espigas de un campo de trigo maduro, no pongo ni por un momento en duda que aquello ha brotado del suelo para que se lo coma el pico de los gorriones o de las alondras, pero no mi boca. Por consiguiente, cuando mastico el pan, no hago otra cosa que robar lo suyo a los pájaros, lo mismo que les robo a la comadreja y a la zorra cuando como gallinas. La codorniz, la paloma y la perdiz, ¿no son la presa natural del gavilán? El carnero, el corzo y el buey, ¿no lo son de los grandes animales carniceros? ¿O es que creemos que están destinados al engorde, para que nos sirvan a nosotros su carne asada, con trufas que los cerdos desentierran ex profeso para nosotros?
"Los animales no tienen aquí abajo otra preocupación que la de vivir. Están en su propia casa, alojados y alimentados, y no tienen que ocuparse más que de pacer, cazar o comerse entre ellos, de acuerdo con sus instintos, porque Dios no previó jamás la benignidad y las costumbres pacíficas; lo único que Él ha previsto es la muerte de los seres, que se destruyen unos a otros y se devoran con encarnizamiento.
"En cuanto a nosotros, ¡qué de trabajo, esfuerzos, paciencia, inventiva, imaginación; qué de habilidad, talento y genio han sido necesarios para hacer casi habitable este suelo pedregoso y salvaje!
"Piensa por un momento en todo lo que hemos tenido que llevar a cabo, a pesar de la Naturaleza o contra la Naturaleza, para instalarnos de una manera menos que mediana, con muy poca comodidad y elegancia, en condiciones indignas de nosotros.
"Cuanto más civilizados, inteligentes y refinados seamos, más obligados estamos a vencer y domar el instinto animal, que es la representación dentro de nosotros de la voluntad de Dios.
"Piensa en que hemos tenido necesidad de inventar la civilización, conjunto que tantas cosas abarca, tantas, tantísimas, desde los calcetines hasta el teléfono. Piensa en todo lo que tienes delante de los ojos todos los días, en todas las cosas de que nos servimos de una manera u otra.
"Para hacer más llevadero nuestro destino de brutos, hemos descubierto y fabricado toda clase de objetos, empezando por las casas y siguiendo por los alimentos más exquisitos, bombones, pastelería, bebidas, licores, telas, vestidos, adornos, camas, colchones, carruajes, ferrocarriles y toda suerte de máquinas; hemos descubierto, además, las ciencias y las artes, La escritura y los versos. Sí; hemos creado las artes, la poesía, la música, la pintura. De nosotros, los hombres, arranca todo el ideal, y también toda la coquetería de la vida, el atavío de las mujeres y el talento de los hombres, cosas todas que han acabado por adornar, por hacer menos árida, monótona y dura esta existencia de simples reproductores, única para la que nos infundió aliento la divina Providencia.
"Fíjate en este teatro. ¿Qué ves aquí dentro sino un mundo no previsto por los destinos inmortales, ignorado por ellos, que sólo nuestras inteligencias son capaces de comprender; una distracción agradable, sensual e inteligente, inventada ex profeso para nosotros, bestezuelas descontentadizas e inquietas?
"Observa a esa mujer, la señora de Mascaret. Dios la hizo para vivir en una caverna, desnuda o arrebujada en pieles de animales. ¿No está mucho mejor tal como la vemos? Y, a propósito: ¿se sabe cómo y por qué su marido, teniendo a su lado una compañera como ella, la abandonó de pronto y se dio a correr detrás de cualquier perdida, sobre todo después de haber sido lo bastante patán para hacerla siete veces madre?
Grandin le contestó:
-¡Alto ahí, querido! Esa es probablemente la única razón, su cazurrería. Acabó descubriendo que el dormir en casa le salía demasiado caro. Llegó, por cálculos de economía doméstica, a las mismas conclusiones a que tú llegas con la filosofía.
Sonaron los tres golpes que indicaban que iba a empezar el tercer acto. Los dos amigos se volvieron de cara al escenario, se descubrieron y tomaron asiento.
IV
El conde y la condesa de Mascaret, sentados el uno al lado del otro dentro del cupé que los llevaba a casa, no despegaban los labios. Pero, de pronto, dijo el marido a su mujer:
-¡Gabriela!
-¿Qué me quiere usted?
-¿No le parece que esto ha durado ya bastante?
-¿A qué se refiere?
-Al suplicio ignominioso a que me tiene sometido desde hace seis años.
-Yo nada puedo hacer.
-¿Cuál de ellos es? Dígamelo de una vez.
-Jamás.
-Piense usted que ya no puedo mirar a mis hijos ni sentirlos a mi lado sin que la duda me destroce el alma. Dígame cuál de ellos es, y yo le juro que perdonaré y que lo trataré igual que a los demás.
-No tengo derecho a obrar de esa manera.
-¿No ve usted que ya no puedo soportar más esta vida, esta idea que me corroe, esta pregunta que me formulo constantemente y que constituye mi tormento cada vez que los miro? Acabaré por volverme loco.
-Entonces, ¿ha sufrido usted mucho?
-De un modo espantoso. Sin ese sufrimiento no me habría resignado yo al horror de vivir al lado de usted ni al horror, más grande todavía, de saber que hay entre ellos uno, que yo no puedo saber cuál es, que me impide querer a los otros.
Ella insistió:
-¿De modo que ha sufrido usted, real y verdaderamente?
El marido le contestó con acento que delataba su dolor:
-¿No le vengo repitiendo todos los días que ya no puedo soportar más semejante suplicio? Si yo no quisiese a mis hijos, ¿habría vuelto, habría seguido viviendo en esta casa, a su lado y al lado de ellos? Se ha portado usted conmigo de una manera execrable. Sabe usted perfectamente que todas las ternuras de mi corazón son para mis hijos. Soy para ellos un padre a la antigua, lo mismo que he sido para usted un marido por el estilo de las antiguas familias, porque yo sigo siendo un instintivo, un hombre primitivo, de otros tiempos. Sí, lo reconozco; usted despertó en mi unos celos atroces, porque es una mujer de otra raza, de otra alma, con otras necesidades. No olvidaré jamás sus palabras, no las olvidaré jamás. A decir verdad, a partir de aquel día no me he preocupado ya de lo que usted pudiese hacer. Si no la maté fue porque, matándola, desaparecería para mi toda esperanza de saber cuál de nuestros..., de los hijos de usted, no es mío. He esperado, pero he sufrido más de lo que usted podría imaginarse, porque ya no me atrevo a quererlos, con excepción quizá de los dos mayores; no me atrevo a mirarlos, ni a llamarlos, ni a besarlos, ni a coger a uno sobre mis rodillas, sin que en seguida me pregunte: "¿No será éste?" Y desde hace seis años me he conducido correctamente con usted, y hasta he sido cariñoso y complaciente. Dígame la verdad, y yo le juro que no haré nada malo.
A pesar de la oscuridad del carruaje, creyó él adivinar que su mujer estaba conmovida, y tuvo la sensación de que, por fin, iba a hablar. Por eso insistió:
-Se lo ruego, se lo suplico a usted.
Ella dijo con voz muy queda:
-Quizás he sido más culpable de lo que usted me supone; pero yo no podía, se lo aseguro, continuar con aquella vida odiosa de perpetua preñez. Sólo un recurso tenía para alejarlo a usted de mi lecho. Mentí delante de Dios, y mentí cuando juré con la mano levantada sobre la cabeza de mis hijos, porque jamás lo he engañado.
Él la agarró del brazo en la oscuridad y se lo estrujó de la misma manera que el día terrible de su paseo al Bosque, diciéndole:
-¿Es cierto?
-Es cierto.
Pero él, estremecido de angustia, gimió:
-¡Ahora me voy a ver envuelto en nuevas dudas, y no saldré de ellas jamás! ¿Cuándo mintió usted: entonces o en este momento? ¿Cómo voy a creerle lo que me dice? ¿Cómo dar fe, después de esto, a las palabras de una mujer? No conseguiré nunca saber a qué atenerme. Hubiera preferido que me dijese: "Es Santiago o es Juana..."
El carruaje entraba en el patio del palacio. Como siempre, cuando aquél se detuvo delante de la escalinata, descendió el conde el primero, y ofreció el brazo a su mujer para subir las escaleras.
Cuando llegaron al primer piso, volvió a decirle:
-¿Puedo hablar algunos instantes más con usted?
Ella le contestó:
-Con mucho gusto.
Entraron en un salón pequeño y un lacayo encendió las luces, sorprendido.
Cuando estuvieron a solas, siguió hablando:
-¿Cómo voy a saber la verdad? Mil veces le pedí que hablase, y usted se encerró en su mutismo, permaneció impenetrable, inflexible, inexorable, y ahora, de pronto, me dice usted que mintió. ¡Y me ha mantenido usted por espacio de seis años en semejante creencia! No; cuando miente es hoy; no sé por qué razón, por compasión quizá.
Ella le contestó con expresión sincera y convencida:
-Si no hubiese procedido así, habría tenido en estos seis años cuatro hijos más.
Entonces él exclamó:
-¿Es ése el lenguaje de una madre?
-¿Cómo? -contestó ella-. Yo no me siento madre de los hijos que aún no han nacido; me basta con serlo de los que ya tengo, y con amarlos con todo mi corazón. Yo soy..., nosotras somos mujeres de un mundo civilizado, caballero. No somos ya, y nos negamos a serlo, simples hembras destinadas a repoblar la tierra.
La condesa se puso en pie, pero él le agarró las manos.
-Una palabra, Gabriela; una sola palabra. ¡Dígame la verdad!
-Acabo de hacerlo. Jamás lo engañé.
Él la miró a la cara y la vio muy hermosa, con sus ojos grises como un cielo frío. Brillaba en su oscuro peinado, en la opaca noche de sus negros cabellos, la diadema salpicada de diamantes, semejante a una vía láctea. Y sintió de pronto, lo sintió por una especie de intuición, que aquel ser que tenía delante no era una simple mujer destinada a perpetuar su raza, sino el producto extraño y misterioso de tantos complicados anhelos que los siglos han ido amontonando en nosotros, anhelos que, apartándose de su primitiva y divina finalidad, persiguen una belleza mística, entrevista e inalcanzable. Así son algunas mujeres, flores de ensueño únicamente, ataviadas de todo cuanto la civilización ha puesto de poesía, de lujo ideal, de coquetería y de encanto estético en torno a la mujer, estatua de carne que despierta apetitos inmateriales en tanto grado como la fiebre de la sensualidad.
El esposo permanecía en pie delante de ella, estupefacto de aquel tardío descubrimiento, palpitando confusamente la causa de sus antiguos celos y sin ver claro todavía en aquel problema. Y, al fin, dijo:
-Creo lo que me dice. Me doy cuenta de que ahora dice usted la verdad. En aquella ocasión, efectivamente, tuve siempre el recelo de que mentía.
Ella le alargó la mano:
-Entonces, ¿quedamos amigos?
Él se la tomó y se la besó, contestándole:
-Quedamos amigos. Gracias, Gabriela.
Se retiró, sin dejar de mirarla, maravillado de lo hermosa que era todavía, sintiendo nacer en su interior una emoción extraña, más temible quizá que su antiguo y sencillo amor.

DE SADE // DIALOGO ENTRE UN SACERDOTE Y UN MORIBUNDO

Diálogo Entre Un Sacerdote Y Un Moribundo

Marqués de Sade


El Sacerdote: Llegado el instante fatal en que el velo de la ilusión sólo se desgarra para dejar al hombre reducido al cuadro cruel de sus errores y sus vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los múltiples desórdenes a los que te condujo la humana debilidad y fragilidad?
El Moribundo: Sí, amigo mío, me arrepiento.
El Sacerdote: Pues bien, aprovecha estos remordimientos felices para obtener del cielo, en este corto intervalo, la absolución general de tus faltas, y piensa que es por la mediación del santísimo sacramento de la penitencia que te será posible obtenerla del Eterno.
El Moribundo: No nos comprendemos.
El Sacerdote: ¡Cómo!
El Moribundo: Te he dicho que me arrepentía.
El Sacerdote: Así lo oí.
El Moribundo: Sí, pero sin comprenderlo.
El Sacerdote: ¿Qué interpretación?...
El Moribundo: Ésta... Creado por la naturaleza con inclinaciones ardorosas, con pasiones fortísimas, únicamente colocado en este mundo para entregarme a ellas y para satisfacerlas, y estos efectos de mi creación no siendo más que necesidades relativas a las primeras vistas de la naturaleza, o, si lo prefieres, sólo derivaciones esenciales de sus proyectos sobre mí, todos en razón de sus leyes, sólo me arrepiento de no haber reconocido bastante su omnipotencia, y mis únicos remordimientos sólo se refieren al mediocre uso que hice de las facultades (criminales según tú, según yo muy simples) que ella me había dado para servirla. La he resistido algunas veces, de eso me arrepiento. Cegado por tus sistemas absurdos, con ellos combatí toda la violencia de los deseos que había recibido de una inspiración más que divina, de eso me arrepiento. Coseché sólo flores cuando pude hacer una amplia cosecha de frutos... Estos son los justos motivos de mi pesar. Estímame en algo para no atribuirme otros.
El Sacerdote: ¡A dónde te arrastran tus errores, a dónde te conducen tus sofismas! Prestas a la cosa creada todo el poder del creador. ¿No ves que esas desdichadas tendencias que te extravían no son más que efectos de la naturaleza corrompida, a la cual atribuyes toda la potencia?
El Moribundo: Amigo, me parece que tu dialéctica es tan falsa como tu espíritu. Quisiera que razonaras más exactamente o que me dejaras morir en paz. ¿Qué entiendes por creador, y qué entiendes por naturaleza corrompida?
El Sacerdote: El Creador es el dueño del universo, es él quien lo ha hecho todo, lo ha creado todo, y quien conserva todo por un simple efecto de su omnipotencia.
El Moribundo: Es un gran hombre, sin duda. Pues bien, dime por qué este hombre, que es tan poderoso, ha hecho, sin embargo, según tú, una naturaleza corrompida.
El Sacerdote: ¿Cuál hubiera sido el mérito de los hombres si Dios no les hubiere dejado su libre arbitrio, y qué mérito hubiesen tenido para disfrutarlo si no hubiera habido en la tierra la posibilidad de hacer el bien y la de evitar el mal?
El Moribundo: Así, pues, tu dios ha querido hacerlo todo oblicuamente sólo para tentar o probar a su criatura. ¿No la conocía, pues no sospechaba el resultado?
El Sacerdote: Sin duda que la conocía, pero una vez más quería dejarle el mérito de la elección.
El Moribundo: ¿Para qué, desde el momento que sabía el partido que tomaría y sólo dependía de él, ya que le proclamas tan omnipotente, y sólo dependía de él, repito, el hacerla tomar el bueno?
El Sacerdote: ¿Quién puede comprender los designios inmensos e infinitos de Dios con respecto al hombre, y quién puede comprender todo lo que vemos?
El Moribundo: Aquel que simplifica las cosas, amigo mío, sobre todo aquel que no multiplica las causas para mejor enredar los efectos. ¿Para qué necesitas una segunda dificultad cuando no puedes explicar la primera, y desde el momento en que es posible que la naturaleza haya hecho por sí sola lo que le atribuyes a tu dios, por qué quieres buscarle un amo? La causa de que no comprendas es quizá lo más simple del mundo. Perfecciona tu física y comprenderás mejor la naturaleza, depura tu razón y entonces no tendrás necesidad de tu dios.
El Sacerdote: ¡Desdichado! Sólo te creía sociniano, tenía armas para combatirte, pero veo claramente que eres ateo, y desde el momento en que tu corazón se niega a la inmensidad de las pruebas auténticas que recibimos cada día de la existencia del creador, no tengo nada más que decirte. No se le da luz a un ciego.
El Moribundo: Amigo mío, admite un hecho: de los dos, el más ciego es seguramente aquel que se pone una venda que el que se la arranca. Tú edificas, inventas, multiplicas; yo destruyo, simplifico. Tú agregas error sobre error; yo los combato. ¿Cuál de los dos es el ciego?
El Sacerdote: ¿No crees, pues, en Dios?
El Moribundo: No. Y esto por una simple razón. Es perfectamente imposible creer en lo que no se comprende. Entre la comprensión y la fe deben existir conexiones inmediatas; la comprensión es el primer alimento de la fe; cuando la comprensión no actúa muere la fe, y ésos que en tal caso pretendieran tenerla, mienten. Te desafío a que creas en el dios que me predicas -ya que no sabrías demostrármelo, ya que no está en ti el definírmelo, y, por lo tanto, no lo comprendes- y desde el momento en que no lo comprendes no puedes suministrarme de él ningún argumento razonable, pues, en una palabra, todo lo que está por encima de los límites del espíritu humano es quimera o inutilidad. Si tu dios no puede ser más que una u otra cosa, en el primer caso sería un loco si creyera en él; un imbécil, en el segundo. Amigo mío, pruébame la inercia de la materia y te concederé el creador. Pruébame que la naturaleza no se basta a sí misma y te prometo suponerle un dueño. Hasta entonces, nada esperes de mí, sólo me rindo a la evidencia y sólo la recibo de mis sentidos; dónde ellos se detienen allí mi fe queda sin fuerzas. Creo en el sol porque lo veo, lo concibo como el centro de reunión de toda la materia inflamable de la naturaleza, su marcha periódica me complace sin asombrarme. Es una operación de física, acaso tan simple como la de la electricidad, pero que no nos está permitido comprender. ¿Qué necesidad tengo de ir más lejos? ¿Cuando me hayas levantado los andamios de tu dios por encima de esto, qué habré avanzado? ¿No necesitaré hacer tanto esfuerzo para comprender al obrero como el gastado en definir la obra? Por consiguiente, no me has prestado ningún servicio con la edificación de tu quimera, has turbado mi espíritu sin iluminarlo, y debo odiarte en vez de agradecerte. Tu dios es una máquina que fabricaste para que sirva a tus pasiones, y la has hecho mover a tu capricho, pero desde el momento en que incomoda los míos permíteme que la haya derribado. En el instante en que mi alma débil tiene necesidad de calma y de filosofía no vengas a espantarla con tus sofismas, que la asustarían sin convencerla, que la irritarían sin hacerla mejor. Amigo mío, esta alma es lo que la naturaleza quiso que fuera, es decir, el resultado de los órganos que ha querido formarme en razón de sus designios y de sus necesidades; y como ella tiene una necesidad igual de vicio y de virtud, cuando quiso llevarme hacia el primero así lo ha hecho, cuando ha querido la segunda, me ha inspirado deseos por ella, y me ha entregado a ambos de igual modo. Busca sus leyes como única causa de nuestra inconsecuencia humana, y no busques a sus leyes más principios que su voluntad y su necesidad.
El Sacerdote: Así pues, todo es necesario en el mundo.
El Moribundo: Seguramente.
El Sacerdote: Pues, si todo es necesario, todo está, pues, regulado.
El Moribundo: ¿Quién dice lo contrario?
El Sacerdote: ¿Y quién pudo arreglarlo todo como está si no es una mano omnipotente y sabia?
El Moribundo: ¿No es necesario que la pólvora se inflame cuando se le aplica el fuego?
El Sacerdote: Sí.
El Moribundo: ¿Y qué sabiduría encuentras en eso?
El Sacerdote: Ninguna.
El Moribundo: Es posible, pues, que haya cosas necesarias sin sabiduría, y posible, por consiguiente, que todo derive de una causa primera, sin que haya razón ni sabiduría en esta primera causa.
El Sacerdote: ¿A dónde quieres llegar?
El Moribundo: A probarte que todo puede ser lo que es y lo que no es, sin que ninguna causa sabia y razonable lo conduzca, y que efectos naturales deben tener causas naturales, sin que haya necesidad de suponerle otras antinaturales, como lo sería tu dios, ya que él mismo tendría necesidad de explicación sin suministrar ninguna. Y, por consiguiente, desde que tu dios no es bueno para nada, es perfectamente inútil; y como hay gran probabilidad de que todo lo inútil es nulo y de que todo lo nulo es la nada, así pues, para convencerme de que tu dios es una quimera no tengo necesidad de otro razonamiento fuera del que me suministra la certeza de su inutilidad.
El Sacerdote: Sobre este pie me parece innecesario hablarte de religión.
El Moribundo: ¿Por qué no? Nada me divierte tanto como la prueba del exceso de fanatismo y de la imbecilidad humana sobre este punto. Son extravíos tan prodigiosos que el cuadro, aunque horrible, a mi juicio es siempre interesante. Responde con franqueza, y, sobre todo, destierra el egoísmo. Si fuera tan débil que me dejara sorprender por tus ridículos sistemas de la existencia del ser que hace necesaria la religión, ¿bajo cuál forma me aconsejarías que le rindiera culto? ¿Quisieras que adoptara los desvaríos de Confucio mas bien que los absurdos Brahama? ¿Que adorara a la gran serpiente de los negros, al astro de los peruanos o al dios de los ejércitos de Moisés? ¿A cuál de las sectas de Mahoma quisieras que me rindiese? ¿Qué herejía de los cristianos es, a tu juicio, preferible? Cuidado con tu respuesta.
El Sacerdote: ¿Puede ser dudosa?
El Moribundo: Dila, pues, egoísta.
El Sacerdote: No, sería amarte tanto como a mí si te aconsejara lo que yo creo.
El Moribundo: Y es querernos muy poco el escuchar semejantes errores.
El Sacerdote: ¿A quién pueden cegar los milagros de nuestro divino redentor?
El Moribundo: A quien no vea en él sino al más ordinario de todos los bribones y al más vulgar de todos los impostores.
El Sacerdote: ¡Dios, lo escuchas sin descargar tu ira!
El Moribundo: No, amigo mío, todo está en paz porque tu dios, sea por impotencia, sea por razón, o, en fin, por lo que tú quieras, es un ser al que admito por un momento sólo por condescendencia a ti, o, si lo prefieres, para prestarme a tus pequeños designios, porque ese dios, repito, si existiera como tienes la locura de creerlo, no puede, para convencernos, haber tomado los medios tan ridículos como los que tu Jesús supone.
El Sacerdote: ¡Cómo, las profecías, los milagros, los mártires, no son pruebas?
El Moribundo: ¿Cómo quieres, en buena lógica, que pueda recibir como prueba aquello que necesita probarse? Para que la profecía sea una prueba sería necesario, primeramente, que yo tuviera la certidumbre completa de que ha sido hecha; pues, al consignársela en la historia sólo tiene para mi la fuerza de los otros hechos históricos, dudosos en sus tres cuartas partes; y si a esto agrego la apariencia más que verdadera de que me han sido transmitidos por historiadores interesados, estaría, como lo ves, más que en mi derecho para dudar de ellos. ¿Quién me asegura, por otra parte, que esa profecía no ha sido hecha con posterioridad, que no ha sido el efecto de la combinación de la más simple política como la de concebir un reino feliz bajo un rey justo, o la de la helada en invierno? Y si esto es así, ¿cómo quieres que la profecía, al tener tanta necesidad de ser probada, pueda convertirse en prueba? Con respecto a tus milagros, ellos tampoco se me imponen. Todos los bribones los han hecho, y todos los tontos los han creído. Para persuadirme de la verdad de un milagro tendría necesidad de estar muy seguro de que el acontecimiento que tú llamas de esa manera fuera absolutamente contrario a las leyes de la naturaleza, pues sólo lo que está fuera de ella puede pasar por milagro. ¿Y quién la conoce bastante para atreverse a afirmar cuál es precisamente el punto en que se detiene y cuál es el que infringe? Bastan dos cosas para acreditar un pretendido milagro, un titiritero y unas mujerzuelas. Vamos, no busques jamás un origen distinto para los tuyos. Todos los nuevos sectarios los han hecho, y, lo que es más singular, todos encontraron imbéciles para creerles. Tu Jesús no ha hecho algo más singular que Apolonio de Tiana, y, sin embargo, nadie ha pensado en tomar a éste por un dios. En cuanto a tus mártires, éste es el más débil de tus argumentos, sólo falta el entusiasmo y la resistencia para hacer mártires, y mientras la causa opuesta me ofrezca tantos como la tuya, jamás estaré lo suficientemente autorizado para creer a la una mejor que la otra, sino muy inducido, en cambio, a suponer despreciables a ambas. ¡Amigo mío! Si fuera verdad que existe el dios que predicas, ¿tendría necesidad de milagro, mártir o profecía para establecer su imperio? Y si, como dices, el corazón humano fuera su obra, ¿no sería ése el santuario que hubiera elegido para su ley? Esta ley igual, pues emanaría de un dios justo, se encontraría de manera irresistible grabada igualmente en el corazón de todos, y, de un extremo al otro del universo, todos los hombres, al ser semejantes por ese órgano delicado, igualmente serían semejantes por el homenaje que rendirían al dios que le hubiera dado este corazón, no tendrían más que una manera de amarlo, más que una manera de adorarlo y servirlo y tan imposible les sería desconocer ese dios como resistir a la inclinación secreta de su culto. ¿En vez de eso, no veo en el universo tantos dioses como países; tantas maneras de servir a esos dioses como diferentes cabezas o diferentes imaginaciones hay? Esta multiplicidad de opiniones, en la cual físicamente me es imposible elegir, ¿sería, a tu juicio, la obra de un dios justo?. Vamos, predicante, ultrajas a tu dios al presentármelo de esta manera. Déjame negarlo completamente, pues si existiera, entonces le ultrajaría menos mi incredulidad que tus blasfemias. Vuelve a la razón, predicante, tu Jesús no vale más que Mahoma, Mahoma, menos que Moisés, y estos tres, menos que Confucio, quien, sin embargo, dictó algunos buenos principios mientras que los otros tres disparataban. Pero, en general, todos éstos no son más que impostores, de los cuales el filósofo se ha burlado, y a los cuáles la canalla ha creído, y a los cuales la justicia hubiera debido ahorcar.
El Sacerdote: ¡Ay de mí, sólo lo hizo con uno!
El Moribundo: Era el que más lo merecía. Sedicioso, turbulento, calumniador, bribón, libertino, grosero, farsante y malvado peligroso, poseía el arte de engañar al pueblo y mereció, por lo tanto, el castigo de un reino en el estado en que se encontraba entonces el de Jerusalén. Fueron muy prudentes al deshacerse de él, y es quizás el solo caso en que mis máximas, extremadamente dulces y tolerantes por lo demás, admiten la severidad de Temis. Excuso todos los errores, salvo aquellos que pueden ser peligrosos para el gobierno en que se vive. Los reyes y sus majestades son las únicas cosas que se me imponen, las únicas que respeto, pues quien no ama a su país y a su rey, no es digno de vivir.
El Sacerdote: Pero, en fin, admitirás algo después de esta vida, es imposible que tu espíritu no se haya complacido, algunas veces, en atravesar la espesura tenebrosa de la suerte que nos espera. ¿Qué sistema puede ser más satisfactorio que el de una multitud de penas para quien vivió mal y el de una eternidad de recompensas para quien vivió bien?
El Moribundo: ¿Cuál, amigo mío? El sistema de la nada nunca me ha espantado: es consolador y simple. Todos los otros son obra del orgullo, sólo éste lo es de la razón. Por lo demás, no es ni espantosa ni absoluta esa nada. ¿No tengo ante mi vista el ejemplo de las generaciones y regeneraciones de la naturaleza? Nada perece, amigo mío, nada se destruye en el mundo. Hombre hoy, gusano mañana, pasado mañana mosca, ¿no es siempre existir? ¿Y por qué quieres que me recompensen por virtudes cuyo mérito no tengo, o me castiguen por crímenes cuyo dueño no he sido? ¿Puedes conciliar la bondad de tu pretendido dios con este sistema, y puede él haber querido crearme para darse el placer de castigarme, y esto sólo a consecuencia de una elección de la que no he sido dueño?
El Sacerdote: Lo eres.
El Moribundo: Sí, según tus prejuicios. Pero la razón los destruye. Y el sistema de la libertad humana sólo fue inventado para fabricar el de la gracia que llegó a ser tan favorable a tus desvaríos. ¿Qué hombre en el mundo, si viera el patíbulo junto al crimen, lo cometería si fuera libre de no cometerlo? Una fuerza irresistible nos arrastra, y ni por un instante somos dueños de determinarnos por nada que no esté del lado hacia el cual nos inclinamos. No hay una sola virtud que no sea necesaria a la naturaleza; y, reversiblemente, ni un solo crimen del que no tenga necesidad, y toda su ciencia consiste en el perfecto equilibrio en que mantiene a ambos. ¿Podemos ser culpables del lado hacia el que nos arroje? Tanto como la avispa que clava su aguijón en tu piel.
El Sacerdote: Así, pues, ¿los crímenes más grandes no deben inspirarnos ningún espanto?
El Moribundo: No he dicho eso. Basta que la ley lo condene y que la cuchilla de la justicia lo castigue para que nos inspire la aversión o el terror, pero desde que desdichadamente se haya cometido, hay que saber tomar su partido y no entregarse a estériles remordimientos. Su efecto es vano, pues no pudo preservarnos de él; nulo, pues no lo repara. Es absurdo, pues, entregarse a los remordimientos, y más absurdo aun temer el castigo en el otro mundo si somos bastante dichosos de haber escapado al castigo de éste. Dios no quiera que vaya con esto a estimular el crimen, hay que evitarlo tanto como se pueda, pero es por la razón que es necesario huirle, y no por falsos temores que no consiguen nada, y cuyo efecto se destruye tan rápido en un alma firme. La razón, amigo mío; sí, sólo la razón debe advertirnos que perjudicar a nuestros semejantes no puede jamás hacernos felices, y nuestro corazón, que contribuir a su felicidad es lo más grande que la naturaleza nos haya acordado en la tierra. Toda moral humana se encierra en esta sola frase: hacer a los demás tan felices como uno mismo desea serlo, y no causarles nunca. un mal que no quisiéramos recibir. Estos son, amigo mío, estos son los únicos principios que debemos seguir y no hay necesidad de religión ni de dios para apreciarlos y admitirlos: Sólo se necesita un buen corazón. Pero siento que me debilito, predicante. Abandona tus prejuicios, sé hombre, sé humano, sin temor y sin esperanza, abandona tus dioses y tus religiones. Todo esto sólo es bueno para poner cadenas en las manos de los hombres, y el solo nombre de todos estos horrores ha hecho verter más sangre en la tierra que todas las otras guerras y plagas juntas. Renuncia a la idea del otro mundo, no lo hay, pero no renuncies al placer de ser feliz y de hacer la felicidad en éste. Esta es la única manera que te ofrece la naturaleza rara duplicar o extender tu existencia. Amigo mío, la voluptuosidad siempre fue el más querido de mis bienes, le he ofrecido incienso toda mi vida, y quiero terminarla en sus brazos. Mi fin se aproxima. Seis mujeres más bellas que el día están en el cuarto vecino, las reservaba para este momento. Toma de ellas tu parte, trata de olvidar en su seno, a ejemplo mío, todos los vanos sofismas de la superstición y todo los imbéciles errores de la hipocresía.
Nota: El moribundo llamó, las mujeres entraron y el predicante se convirtió en sus brazos en un hombre corrompido por la naturaleza, por no haber sabido explicar lo que era la naturaleza corrompida.

PENSAMIENTO DE UN NIÑO // DIOS Y PECADO

DIOS Y PECADO // RAZONAMIENTO


CUANDO "GEORGE BYRON" TENIA UN POCO MAS DE 4 AÑOS SU MADRE LO MANDO A LA ESCUELA DE MISTER BOWERS,DONDE LE PAGABAN CINCO CHELINES TRIMESTRALMENTE POR SER INICIADO EN LOS MISTERIOS DE LA LECTURA.

EN UNA DE LAS PRIMERAS PAGINAS DEL LIBRITO DE TEXTO EL PEQUEÑO BYRON LEYO ESTAS PALABRAS QUE NUNCA OLVIDO: "DIOS HIZO A SATAN--- Y SATAN HIZO EL PECADO...."

GEORGE HABIA SIDO EDUCADO POR SU NIÑERA MARY GRAY EN UN TEMOR "SALUDABLE" DE SATANAS Y DE SUS LLAMAS ETERNAS.

PERO AHORA EN EL LIBRO LE ENSEÑABAN QUE SATANAS HABIA SIDO HECHO POR DIOS Y QUE ESTE HIJO DE DIOS HABIA TENIDO POR HIJO AL PECADO. ¿COMO DIOS, ENTONCES , HABIA CREADO A SATANAS CON CAPACIDAD PARA ERRAR , PARA PECAR Y PARA HACER EL MAL ?....

DIOS ERA EL PADRE DE SATANAS Y SATANAS ERA EL PADRE DEL PECADO: LUEGO , PENSO EL NIÑO BYRON.... DIOS ES EL ABUELO DEL PECADO!!!!!..

Y UNA DE DOS: O NO DEBIO PONER EN EL MUNDO A SATANAS O DEBIO HABERLO HECHO DE UNA SUSTANCIA MAS PURA, INCAPAZ DE PERJUDICARSE A SI MISMO Y A LOS DEMAS.

¿ RAZONAMIENTO DE NIÑO ?
DE ACUERDO , PERO ¿ACASO NO HA DICHO CRISTO QUE A LOS NIÑOS HA SIDO DADO COMPRENDER AQUELLO QUE ES OSCURO PARA LOS SABIOS ?.
SALVE NOBLES PENSADORES.

EL ENTIERRO PREMATURO // EDGAR ALLAN POE // CATALEPSIA

EN VERDAD POE FUE UNA PERSONA LLEA DE MIEDOS Y TERRORES OCULTOS, EL QUE MAS LE ALARMABA ERA EL SER ENTERRADO VIVO; ADEMAS TENIA LA CONSTUMBRE DE RECOPILAR LOS CASOS QUE LLEGABAN HACIA SUS OIDOS SOBRE ESTE TEMA, SIENDO LOS CASOS ESCRITOS EN ESTE CUENTOS VERDADEROS; EN AQUELLOS TIEMPOS ERA TAN "FRECUENTE ESTE HECHO, QUE HASTA LA IGLESIA CATOLICA HIZO UNA MAXIMA PARA CUANDO FUERAN A SANTIFICAR A UN DIFUNTO; QUE ANTES FUERA DESHUMADO, LLEGANDO A DARSE EL CASO DE QUE VARIAS PERSONAS QUE IBAN A SER SANTIFICADAS, TENIAN LOS ATAUDES CON ESCENAS DE LUCHA, INTENTANDO SALIR DE ELLOS, POR LO CUAL NO FUERON SANTIFICADOS, "POR SI EN SUS ULTIMOS MOMENTOS DE VIDA, HABIA MALDECIDO A DIOS. EN MUCHAS CULTURAS HAN HABIDO FORMAS DE QUERER SABER SI UNA PERSONA ENTERRADA ESTABA VIVA O MUERTA. LOS MARINEROS DE GUERRA DE SIGLOS PASADOS, AMORTAJABAN A LOS MUERTOS EN BATALLAS, COSIENDOLES LA MORTAJA ENCIMA, SIENDO LA ULTIMA PUNTADA DADA SOBRE LA NARIZ, ATRAVESANDOLA CON EL HILO, PARA SABER SI DESPERTABA O NO, DANDOSE TAMBIEN EL CASO DE GENTE QUE DESPERTO. ENTONCES LA VERDAD ES QUE EST HA SIDO PANANOIYA DURANTE MUCHO TIEMPO, Y EN MUCHAS CIVILIZACIONES DISTINTAS, HASTA EL PUNTO DE LOS MUERTOS, NO SER ENTERRADOS, SINO COLGADOS DE CAMAS AEREAS COMO EL CASO DE LOS INDIOS AMERICANOS.
El entierro prematuro

[Cuento. Texto completo]


Edgar Allan Poe

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.
La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.
En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.
La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.
Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.
El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.
Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.
Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.
Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.
El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.
Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..
Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.
Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:
-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú - pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!
Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:
-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?
Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"
Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.
Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.
Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.
-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..
-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.



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CATALEPSIA

Si hay una enfermedad que merece el título de "escalofriante", seguramente es la catalepsia. Para los que no esteis familiarizados son sus síntomas a modo de resumen esta es definición:Es un estado morboso caracterizado por la rigidez cérea de las extremidades, que pueden ocupar diferentes posiciones mantenidas durante un tiempo (cuerpo rígido e inmovil). El sujeto no responde a los estímulos, y el pulso y la respiración se vuelven lentos. La piel se pone pálida”.

Basta pensar en semejante acumulación de síntomas para darse cuenta de lo cercano que esa descripción se parece a la de la muerte, sobre todo porque son condiciones que pueden durar un respetable tiempo (se han dado casos de meses). Estos síntomas sin duda en determinados casos simulan una muerte perfecta, ni el pulso ni la respiración son apenas perceptibles y salvo que se haga un encefalograma es muy dificil determinar si alguien ha muerto realmente, del temor a "morir" de esta forma y posteriormente "resucitar" en un ataúd o con una suerte aún peor.


Le puede pasar a cualquiera, pero son mas propensos los epilépticos, aunque fueran leves. Un buen día, cualquier vecino despertaria en la mañana y comprobaria con sorpresa que no podía moverse. Ni siquiera la caja toráxica respondía a su voluntad. El corazón no se alteraria pese al pánico y uno parecería no respirar, aunque sí lo haría con la lentitud con que un yogui muy avanzado realiza sus ejercicios de Pranayama (Control de la respiración, más o menos.). No podría tragar, ni cerrar los esfínteres, ni abrir los párpados...


Enterrados vivos, han sido muchos los casos de exhumaciones de cadáveres en los que el fallecido aparecía mostrando síntomas de haber despertado en su ataúd, su sufrimiento hacía que algunos de ellos intentasen incluso suicidarse.Luego, claro, despertaba.

Últimamente (Desde 1978) se somete a todo "muerto sospechoso" a un Electroencefalograma, donde sí, se revela la Vida del presunto muerto.
Pero... ¿en cuantos pueblos o comunidades del tercer mundo hay electroencefalógrafos?Muchos turistas terminaron gritando en el ataúd de un exótico país extranjero.Después estaban los húngaros.Ellos tienen una costumbre, fruto de su obsesión por los no-muertos (Briscolakas.). Ningún velorio se salva de que en determinado momento la abuela de la familia clave una larga aguja en la planta del pié del fallecido; si la sangre sale carmesí, de un rojo vivo, se sabe que es un cataléptico.Los temas se agotaban: Estaba la gente que, colocadas en la bóveda familiar lograba romper parte del ataúd, entonces al entrar el aire pero no poder salir por estar empotrados en esas especies de bibliotecas mortuorias, padecían gritando, llamando a un cuidador que estaba lejos, durmiendo la siesta. Las fuerzas flaqueaban, al final, una semana después, morían de hambre y principalmente de sed, luego de estropear el hígado bebiendo su propia sangre...Estaban también los otros, los ignotos, los que eran enterrados: Si su cuerpo se momificaba, como pasa en muchos cementerios, por saturación de la tierra o por remedios o alcohol que ingería el muerto, se notaba algo raro cuando, al exhumarlos, la momia estaba boca abajo.

Los que se convertían en esqueletos nunca sería catalogados como catalépticos porque, es sabido, luego que los deudos se alejan llorando al abandonar a su ser querido, los enterradores golpean con picos y palas el ataúd para que la fauna cadavérica (Gusanos, babosas, escarabajos enterradores, hormigas, etc.)no tenga dificultad en su tarea; después de todo son compañeros de trabajo.

Momias enterradas vivas

Al maltratar la caja también golpean cruelmente al ser querido y cuando, años después es removido el cuerpo, es solo un amasijo de huesos confusos, un rompecabezas; nunca se sabrá si despertó en la tumba.Pero existe un lugar en el mundo donde La Catalepsia puede estudiarse con precisión, donde puede hacerse una Estadística seria. En Guanajuato, Méjico, la tierra tiene una rara particularidad: El exceso de Azufre (Sulfuro.)del suelo hace que ningún cuerpo se pudra en aquel cementerio; todos se momifican rápidamente, en unos 6 meses. Esto unido a la costumbre de cobrar una cuota mensual a la familia por la permanencia del muerto produce una atracción turística.

La cosa es así: Las familias locales son muy pobres, y como todos los pobres de Sud y Centroamérica comen muchísimo (Fíjense la diferencia de estos con los pobres de la India o África, casi esqueléticos.) y tienen montones de hijos. Esto hace que pronto se olviden de los que-se-fueron.El Municipio entonces toma una drástica medida: El fallecido es exhumado rápidamente y su momia es puesta en una Catacumba subterránea, parada, sostenida con una cadena que corre todo a lo largo de las paredes blanqueadas con cal. En algún momento de 1924 al Municipio se le ocurrió cobrar la entrada a este sitio de recogimiento y los turistas no tardaron en convertirse en buenos clientes. Incluso Ray Bradbury hizo un cuento "El Grito Mudo", creo, se llama, por la sensación que dan los cadáveres de estar gritando al aflojárseles la mandíbula.El espectáculo no puede ser más pavoroso: Miles de ex-vivos, con sus ropas cotidianas (Costumbre mejicana.) están parados frente a la curiosidad del público, con todo su pelo, músculos y piel. Con un peso mucho menor que en vida por la deshidratación, pero incluso con sus globos oculares velados, mirando al vacío. Allí puede verse al farmacéutico que murió hace 6 meses y a la nena tuberculosa que hace poco iba a la escuela. Pero el tema que nos interesa a nosotros es la Catalepsia. 123 momias arañándose la cara, mordiéndose las muñecas, hundiéndose los ojos, en posiciones fetales, en una coreografía del Dolor Extremo, muestran a cualquiera (No hace falta ser un experto.)que ese fue víctima de un Entierro Prematuro. Pero la joya (perdón, me extralimité.) de aquel reducto es una madre que parece gritar en su rostro acartonado y que tiene entre sus piernas, unido aún por un cordón umbilical como de cuero a un recién nacido que también parece dar alaridos, como un obsceno juguete.

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