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GOTICO

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jueves, noviembre 15, 2007

SUCESOS NOCTURNOS... // AMBROSE BIERCE

AMBROSE BIERCE

LOS SUCESOS NOCTURNOS EN EL BARRANCO DEL MUERTO





Un relato que es falso




Hacía una noche especialmente fría y clara, como el corazón de un diamante. Las noches claras tienen la peculiaridad de ser perspicaces. En la oscuridad puedes tener frío y no darte cuenta; sin embargo, cuando ves, sufres. Esa noche era suficientemente sagaz para mor­der como una serpiente. La luna se movía de modo misterioso tras los pinos gigantes que coronaban la Montaña del Sur, haciendo que la dura corteza de la nieve produjera destellos y subrayando contra el negro Oeste los contornos fantasmales de la Cordillera de la Costa, más allá de la cual se extendía el Pacífico invisible. La nieve se amontonaba en los claros del fondo del barranco, en las extensas sierras que subían y bajaban, y en las colinas, donde parecía que el rocío manaba y se desbordaba. Rocío que en realidad era la luz del sol, reflejada dos veces: una desde la luna, y otra desde la nieve.

Sobre ésta, muchas de las barracas del abandonado campamento minero aparecían destruidas (un mari­nero podría haber dicho que se habían ido a pique.) La nieve cubría a intervalos irregulares los altos caba­lletes que una vez habían soportado el peso de un arroyo al que llamaban «flume»; porque «flume», claro está, viene de flumen. El privilegio de hablar Latín se cuenta entre las ventajas de las que las montañas no pueden privar al buscador de oro. Este, al referirse a un compañero muerto dice: «Se ha ido "flume" arri­ba», que es una bonita forma de decir: «Su vida ha retornado a la Fuente de la Vida.»

Mientras se ponía la armadura contra los ataques del viento, la nieve no había descuidado ninguna posición estratégica. Cuando es perseguida por el vien­to, la nieve no es muy distinta a un ejército que se repliega. En campo abierto se alinea en grados y batallones. Si puede ganar una posición, opone resis­tencia; donde puede refugiarse, lo hace. Detrás de un trozo de pared derruida pueden verse pelotones com­pletos de nieve encogidos de miedo. La vieja carretera tortuosa, excavada en la ladera de la montaña, estaba llena de ellos. Un escuadrón tras otro se habían afana­do por escapar por este flanco, pero el hostigamiento había cesado de repente. Es imposible imaginar un lugar más desolado y espantoso que el Barranco del Muerto en una noche de invierno. A pesar de ello, Mr. Hiram Beeson, su único habitante, eligió vivir allí.

En la ladera de la Montaña del Norte, muy arriba, su pequeña cabaña, construida con troncos de pino, proyectaba un delgado rayo de luz desde el único cristal de la ventana, y parecía un escarabajo negro sujeto a la ladera con un flamante y luminoso alfiler. En el interior, Mr. Beeson se sentaba delante de una lumbre que ardía con fuerza, con la vista clavada en el foco candente, como si nunca hubiera visto una cosa igual en toda su vida. No era un hombre atractivo. Tenía el pelo cano y su atuendo estaba raído y sucio. La cara tenía un aspecto pálido y ojeroso, y los ojos le brillaban con excesiva fuerza. En cuanto a su edad, si alguien hubiera intentado adivinarla, primero podría haber dicho que rondaba los cuarenta y siete, después corregiría y diría setenta y cuatro. En realidad tenía veintiocho. Estaba demacrado; quizás, hasta donde podía arriesgarse, pues en Bentley's Flat había una funeraria muy necesitada y en Sonora un forense muy emprendedor. La pobreza y el celo son como las piedras superior e inferior de un molino. Es peligroso colocar una tercera en esa especie de «sandwich.»

Mientras Mr. Beeson permanecía allí sentado, con sus raídos codos apoyados sobre unas rodillas aun más raídas y sus esqueléticas mandíbulas hundidas entre sus esqueléticas manos, sin ninguna intención aparen­te de irse a la cama, parecía que el más ligero movi­miento podía dejarlo hecho añicos. Sin embargo, du­rante la última hora había pestañeado no menos de tres veces.

Entonces se oyeron unos golpes secos en la puerta. Esto, a aquella hora de la noche y con aquel tiempo, podría haber sorprendido a cualquier común mortal que llevara viviendo dos años en el barranco sin ver una cara humana y que, por tanto, no podía descono­cer que la zona estaba intransitable; pero Mr. Beeson ni siquiera apartó la vista del fuego. Incluso al abrirse la puerta, se limito a encogerse un poco más, como quien espera algo que preferiría no ver. Se puede observar este gesto entre las mujeres, en una capilla mortuoria, mientras se coloca el féretro en el pasillo que hay junto a ellas.

Pero cuando un anciano alto envuelto en un capote, con la cabeza rodeada por un pañuelo y la cara prácti­camente oculta por una bufanda, con anteojos verdes y un color de tez (donde se podía apreciar) de una blancura deslumbrante, entró sigilosamente en la ha­bitación y colocó una mano rígida y enguantada sobre el hombro de Mr. Beeson, olvidó sus buenos modales hasta el grado de levantar la vista y poner una expresión de considerable asombro; fuera quien fuera aquel a quien estaba esperando, evidentemente no contaba con encontrarse a alguien semejante. A pesar de ello, la visión de aquel inesperado invitado produjo en Mr. Beeson la siguiente secuencia: una sensación de asom­bro; después un sentimiento de gratificación, y, por último, una impresión de profunda buena voluntad. Levantándose del asiento, retiró aquella mano nudosa de su hombro y la estrechó con un fervor inexplicable, pues el aspecto del anciano no tenía nada de atractivo y sí mucho de repulsivo. Sin embargo, la atracción es una característica demasiado general para que no sea compartida por la repulsión. El objeto más atractivo del mundo es el rostro que instintivamente cubrimos con un paño. Cuando se hace incluso más atractivo, fascinante, echamos siete pies de tierra sobre él.

-Amigo -dijo Mr. Beeson soltando la mano del anciano, que al desplomarse contra su muslo produjo un golpe seco-, hace una noche muy desagradable. Por favor, tome asiento; me alegro mucho de verle.

Mr. Beeson habló con un tono bastante educado, un tono que uno nunca habría esperado teniendo en cuenta la situación. Realmente, el contraste entre su aspecto y sus modales fue suficientemente sorprenden­te para ser uno de los fenómenos sociales más comunes en las minas. El anciano dio un paso adelante, hacia el fuego, que se reflejaba sobre los anteojos verdes como en una caverna. Mr. Beeson añadió:

-¡Ya lo creo que me alegro!

La elegancia de Mr. Beeson no era muy refinada; había hecho razonables concesiones al gusto local. Hizo una pausa y recorrió con la vista desde la embo­zada cabeza de su invitado, pasando por la hilera de enmohecidos botones que cerraban su capote, hasta sus verdosas botas de cuero manchadas de nieve, que había empezado a fundirse y escurría por el suelo formando pequeños regueros. Hizo un inventario de aquel personaje y quedó satisfecho. ¿Y quién no habría quedado? Entonces prosiguió:

-La comida que puedo ofrecerle está, por desgracia, en relación con mis posibilidades; pero me sentiría tremendamente agraciado si se dignara a aceptarla en vez de buscar algo mejor en Bentley's Flat.

Con un especial refinamiento de humildad hospi­talaria, Mr. Beeson hablaba como si la estancia en su cálida cabaña una noche como aquella, comparada con una caminata de catorce millas con la nieve hasta el cuello y un mendrugo en el bolsillo, fuera una desgracia insoportable. En respuesta, el invitado se desabrochó el capote. El anfitrión echó leña seca al fuego; después barrió el hogar con una cola de lobo y añadió:

-Aunque creo que sería mejor que se largara.

El anciano tomó asiento junto al fuego y, sin qui­tarse el sombrero, acercó las grandes suelas de sus botas a las llamas. En las minas sólo se quita uno el sombrero si también se quita las botas. Sin más comentarios, Mr. Beeson se sentó en una silla que había sido anterior­mente un tonel y que, por su carácter original, parecía haber sido diseñada para recoger sus cenizas cuando quisiera desmenuzarse. Durante un rato no hubo más que silencio; luego, desde algún lugar entre los pinos, llegó el fuerte gruñido de un coyote y, simultáneamente, el crujido de la puerta en el marco. Entre los dos incidentes no había otra relación que la aversión del coyote por las tormentas y el alboroto del viento; sin embargo, parecía existir una especie de conspiración sobrenatural entre los dos, y Mr. Beeson se estremeció con una imprecisa sensación de terror. En un momen­to se recuperó y volvió a dirigirse a su invitado:

-Aquí ocurren cosas extrañas. Voy a contárselo todo, y si decide marcharse le acompañaré durante el primer tramo del camino; hasta donde Baldy Peterson disparó contra Ben Hike; seguro que conoce el sitio.

El anciano asintió con ampulosidad, como si diera a entender que no sólo conocía el lugar, sino que lo conocía de verdad.

-Hace dos años -comenzó Mr. Beeson-, otros dos compañeros y yo ocupamos esta casa; pero cuando todo el mundo se marchó hacia Bentley's Flat, noso­tros nos fuimos con ellos. En diez horas el barranco quedó desierto. Aquella tarde, sin embargo, me di cuenta de que había olvidado una pistola muy valiosa (ésa) y volví por ella; pasé la noche solo aquí, tal y como he hecho todas las noches desde entonces. He de explicar que unos cuantos días antes de que nos mar­cháramos nuestro criado chino tuvo la desgracia de morir cuando la tierra estaba tan helada que era impo­sible cavar una tumba de la manera habitual. Así que el día de nuestra precipitada partida cavamos ahí, en el suelo, y le enterramos como pudimos. Pero antes de hacerlo, tuve el mal gusto de cortarle la coleta y clavarla sobre su tumba, en aquella viga donde usted la ve ahora; o mejor dicho, ahora que el calor le ha dado a usted la oportunidad de verla.

» ¿He dicho ya (creo que sí), que el chino murió por causas naturales? Por supuesto, yo no tuve nada que ver con eso, y volví, no por una atracción irresistible o por una fascinación morbosa, sino sencillamente por­que había olvidado la pistola. Esto queda claro ¿ver­dad, amigo?

El visitante asintió solemnemente. Parecía ser hom­bre de pocas palabras, casi de ninguna. Mr. Beeson continuó:

-De acuerdo con la religión china, el hombre es como una cometa: no puede subir al cielo sin su coleta. Bien; para abreviar esta tediosa historia (que, a pesar de todo, creo mi obligación relatar), aquella noche, mientras me encontraba aquí solo, pensando en cual­quier cosa menos en él, el chino volvió por la coleta.

» Pero no se la llevó.

En este punto Mr. Beeson cayó en un silencio incomprensible. Quizás estaba fatigado por el insólito ejercicio de hablar; o quizás había evocado un recuerdo que exigía su total atención. El viento soplaba ahora cerca de la casa y los pinos de la ladera susurraban con singular claridad. El narrador prosiguió:

-Usted dice que no ve nada especial en ello, y debo confesar que yo tampoco.

» ¡Pero la cuestión es que sigue viniendo!

Se produjo otra larga pausa, durante la cual se dedicaron a mirar fijamente al fuego, sin mover un miembro. Entonces, clavando los ojos sobre lo que podía ver de la cara impasible de quien le escuchaba, Mr. Beeson estalló, casi con fiereza:

-¿Dársela? Mire, no tengo ninguna intención de molestar a nadie pidiéndole consejo sobre este asunto. Usted me perdonará, estoy seguro (aquí se mostró espe­cialmente persuasivo), pero me he arriesgado a sujetar con clavos esa coleta y he asumido, en cierto modo, la onerosa obligación de conservarla. Por tanto, me es imposible llevar a cabo su considerada sugerencia.

» ¿Es que me toma usted por un pelele?

Nada podría superar la repentina ferocidad con que hundió este reproche indignado en el oído de su invitado. Era como si le hubiera golpeado en la cara con un guantelete de acero. Se trataba de una protesta, pero también de un desafío. Ser confundido con un cobarde, ser tomado por un pelele: estas dos expresio­nes son la misma. A veces es un chino. -«¿Es que me toma usted por un chino?», es una pregunta que se hace con frecuencia a los que mueren bruscamente.

La bofetada de Mr. Beeson no tuvo ningún efecto, y tras una pausa durante la cual el viento estuvo resonando en la chimenea como si echaran terrones de tierra sobre un ataúd, prosiguió:

-Aunque, como usted dice, está acabando conmi­go. Siento que mi vida durante los dos últimos años ha sido un completo error, un error que se corrige a sí mismo; ya ve cómo. ¡La tumba! No; no hay quien la cave. El terreno también está helado. Pero sea usted bienvenido. Aunque no es importante, puede usted decirlo en Bentley's. Sí, fue difícil cortarla: suelen colocar seda trenzada dentro de sus coletas. Uaagh.

Mr. Beeson hablaba con los ojos cerrados mientras paseaba de un lado a otro. Su última palabra fue un ronquido. Al cabo de un rato, respiró hondo, abrió los ojos haciendo un esfuerzo y, tras un simple comenta­rio, se quedó profundamente dormido. Lo que dijo fue lo siguiente:

-¡Están robando mis cenizas!

Entonces el extraño anciano, que no había dicho una palabra desde su llegada, se levantó del asiento y, pausadamente, se quitó la ropa de abrigo, dejando ver una figura en ropa interior de lana tan delgada como la de la difunta Signorina Festorazzi, una mujer irlandesa de seis pies de altura y cincuenta y seis libras de peso, que solía exhibirse en camisola ante la gente de San Francisco. Luego, después de haber situado un revólver a mano según la costumbre de la región, se metió en uno de los camastros. Lo había cogido de una repisa, y era el revólver que Mr. Beeson había mencionado y por el que había vuelto al barranco dos años antes.

Mr. Beeson se despertó al cabo de un rato y, al ver que su invitado se había retirado, hizo lo mismo. Pero antes se acercó al largo y trenzado mechón pagano y le dio un fuerte tirón para asegurarse de que estaba bien sujeto. Las dos camas (meras tablas cubiertas con mantas no muy limpias) estaban situadas una frente a la otra en sendos extremos de la habitación, y la pequeña trampilla cuadrada que daba acceso a la tum­ba del chino quedaba entre ellas. Ésta, por cierto, estaba atravesada por una doble fila de clavos. En su resistencia a lo sobrenatural, Mr. Beeson no había olvidado tomar precauciones materiales.

El fuego había languidecido y sus llamas azuladas y mortecinas centelleaban de vez en cuando proyectan­do sombras espectrales en las paredes; sombras que deambulaban misteriosamente, separándose o juntán­dose. Sin embargo, la sombra de la coleta, suspendida del tejado en el extremo más alejado de la habitación, permanecía melancólica y distante, como si fuera una llamada de admiración. El susurro de los pinos en el exterior había aumentado hasta alcanzar la dignidad de un himno triunfal. En los momentos de pausa el silencio era espantoso.

Fue precisamente en uno de esos momentos cuando la trampilla del suelo comenzó a levantarse. Se iba alzando lenta pero ininterrumpidamente, del mismo modo que la embozada cabeza del anciano se elevaba del camastro para verla. Entonces, con un golpetazo que estremeció la casa hasta los cimientos, fue lanzada completamente hacia atrás y se quedó con las puntas de los clavos, horrorosas y amenazantes, hacia arriba. Mr. Beeson se despertó y, sin levantarse, se tapó los ojos con los dedos. Temblaba; los dientes le rechina­ban. Su invitado descansaba sobre un codo mientras observaba la evolución de los hechos con los anteojos, que relucían como lámparas.

De pronto, el bramido de una ráfaga de viento se precipitó por la chimenea, desparramando cenizas y humo en todas direcciones y dejando la habitación a oscuras durante un rato. Cuando el fuego de la chime­nea volvió a iluminar la habitación, se pudo ver, sentado calladamente en el borde de un taburete que había junto al hogar, a un hombre pequeño, de tez morena, aspecto agradable y vestido con buen gusto, que asentía en dirección al anciano con una sonrisa amigable y simpática. «De San Francisco, claro está», pensó Mr. Beeson, que había conseguido recuperarse del susto e intentaba buscar una solución a aquellos acontecimientos nocturnos.

Pero en ese momento apareció otro actor en escena. Desde el negro agujero cuadrado que había en medio del suelo surgió la cabeza del difunto chino que, con ojos vidriosos y concentrado en la coleta que pendía sobre él, dirigió desde sus pronunciadas hendiduras la mirada hacia arriba con un gesto de ansiedad indes­criptible. Mr. Beeson emitió un gemido y volvió a cubrirse la cara con las manos. Un suave olor a opio inundaba la habitación. El fantasma, vestido sólo con una corta túnica azul de seda acolchada, cubierta del moho de la sepultura, se incorporó lentamente, como impulsado por un débil resorte. Tenía las rodillas a nivel del suelo cuando, tras dar un rápido salto hacia arriba semejante al de una llama que arde de repente, estiró el cuerpo, agarró la coleta con las dos manos y mordió la punta con sus horribles dientes amarillos. Así quedó colgado, con aparente frenesí y sin emitir sonido alguno; gesticulaba de un modo espantoso, saltando y hundiéndose una y otra vez en sus esfuerzos por desenganchar su propiedad de la viga. Era como un cadáver convulsionado artificialmente por medio de una batería eléctrica. ¡El contraste entre su actividad sobrehumana y su silencio resultaba horroroso!

Mr. Beeson se encogió en la cama. El hombrecillo de tez morena descruzó las piernas, dio con impacien­cia unos cuantos golpes con la punta de la bota y consultó su pesado reloj de oro. El anciano se incor­poró y cogió el revólver con sigilo.

¡Bang!

Como un cuerpo que se desploma en la horca, el chino se hundió pesadamente en el agujero oscuro, con la coleta entre los dientes. La trampilla giró y se cerró de un fuerte golpe. El hombrecillo de San Fran­cisco dio un ágil brinco desde su taburete, atrapó con el sombrero algo en el aire, como un niño caza una mariposa, y desapareció por la chimenea como si hubiera sido succionado.

A través de la puerta abierta, desde algún lugar lejano en la oscuridad llegó un grito débil y distante, un lamento de sollozos, parecido al de un niño estran­gulado en el desierto, o al de un alma perdida captu­rada por el Adversario.

Aunque pudo haber sido el coyote. Durante los primeros días de la primavera siguiente, un grupo de mineros que se dirigía hacia las nuevas explotaciones pasó por el barranco y, al recorrer las cabañas abandonadas, encontró en una el cuerpo de Hiram Beeson, tendido sobre un catre, y con un agujero de bala en el corazón. La bala había sido disparada, evidentemente, desde el otro extremo de la habitación, pues en una de las vigas superiores de roble había una pequeña abolladura de color azul: la bala había dado en un nudo de la madera y se había desviado posteriormente hacia abajo hasta alcanzar el pecho de la víctima.

Sujeto fuertemente a la misma viga, se encontraba lo que parecía ser el extremo de una trenza de pelo de caballo, que había sido segada por la bala en su trayectoria. No se descubrió nada más de interés, salvo unas ropas mohosas y estrafalarias, de las que varias prendas fueron después identificadas por testigos respetables como las que llevaban ciertos ciu­dadanos del Barranco del Muerto cuando fueron en­terrados años antes. Pero no es fácil comprender cómo pudo ocurrir eso, a menos que, claro está, las prendas hubieran sido utilizadas como disfraz por la misma Muerte, lo que resulta difícil de creer.


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