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miércoles, abril 23, 2008

EL HIPNOTIZADOR -- AMBROSE BIERCE


Ambrose Bierce
EL HIPNOTIZADOR

El Hipnotizador
Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo
con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen
preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios,
cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre
que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada
al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad
de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca
importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de
ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos
hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza
singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del
saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes
ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar...
tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su
indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras
ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella
concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la
naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y
egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que
soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el
que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis
poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que
presento simplemente como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes, me vino a los catorce
años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba
codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que
se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego
de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra
me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable
encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a
preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin
frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné
el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole
engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la
última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más
tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra
y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me
llenaban de una paz más allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan
satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo,
debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un
bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios
producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca
y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por
la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo
régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté
para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio
y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la
niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este
relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los
pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el
confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el
látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos
pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje
de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo
confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el
portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente
en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.
-Usted es un avestruz -le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de
artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el
esófago, un picaporte, lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa
inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del
que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis
penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en
aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se
habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió
una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero
solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor
Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al
mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De
todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido
incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez,
encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban
bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los
dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi
pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me
aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.
-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica
pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No
soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del
hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos
estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de
un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.
-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya
lo que eran.
-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano
caballero-, quizás atribuible a la edad.
-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la
señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo...
-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en
cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una
maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro
patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con
igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje
corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y
mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban
directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo
con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el
combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias
furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y
giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de
las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían,
golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez,
y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición
erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros;
las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la
sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la
remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más
auténticaniente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis
queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de
orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos
y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el
autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he
sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de
quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir
que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o
agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por
hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

LA CALLE -- H. P. LOVECRAFT

LA CALLE
H. P. LOVECRAFT
LA CALLE
HAY quienes afirman que las cosas y los lugares poseen un alma, y hay quienes lo
niegan; por mi parte no osaré dar opinión, sino que voy a hablar acerca de la Calle.
La Calle fue edificada por hombres fuertes y honorables; hombres buenos y valientes de
nuestra sangre, llegados de las Islas Benditas, al otro lado del mar. En un principio consistía
en un camino abierto por los aguadores que iban del manantial del bosque al racimo de casas
junto a la playa. Luego, según llegaban más hombres al creciente grupo de casas, buscando un
lugar donde instalarse, construyeron cabañas a lo largo del lado norte; cabañas de recios
troncos de roble con albañilería dando al bosque, ya que había muchos indios acechando en
esa parte con sus flechas incendiarias. Algunos años después, los hombres levantaron cabañas
en el lado sur de la Calle.
Hombres graves de sombreros cónicos iban arriba y abajo por la Calle, casi siempre
empuñando mosquetes o escopetas. Y también estaban sus esposas con sus tocas, así como
sus discretos hijos. Al atardecer, esos hombres, con sus esposas e hijos, se sentaban en torno a
gigantescos hogares a leer y hablar. Sumamente sencillas eran las cosas sobre las que leían y
hablaban, aunque eran cosas que les infundían valor y bondad, y les ayudaban durante el día a
dominar el bosque y transformarlo en campos. Y los niños escuchaban y aprendían sobre
leyes y escrituras de antaño, así como sobre la querida Inglaterra que nunca vieran, o que ya
no podían recordar.
Hubo una guerra y, tras ella, lo indios no volvieron a amenazar a la Calle. Los hombres,
volcados en su trabajo, prosperaron y fueron todo lo felices que pudieron. Los niños crecieron
amparados y más familias llegaron desde la madre patria a vivir en la Calle. Y los hijos de los
hijos, junto con los hijos de los recién llegados, crecieron. El pueblo se transformó en ciudad,
y una tras otra las cabañas fueron dejando paso a casas; casas de madera y ladrillo hermosas y
sencillas, con escaleras de piedra y cristaleras de abanico sobre la puerta. No eran endebles
esas casas, ya que debían servir a más de una generación. Dentro había chimeneas cinceladas
y airosas escaleras, y muebles sensibles y agradables, porcelanas y plata llegada de la madre
patria.
Así la Calle bebió de los sueños de un pueblo joven, regocijándose cuando sus
moradores se tornaron más donosos y felices. Donde una vez hubiera fuerza y honor, ahora
tenían también cabida el buen gusto y la sabiduría. Libros y pinturas y músicas llegaban a esas
casas, y los jóvenes iban a la universidad edificada en la llanura del norte. En vez de
sombreros cónicos y mosquetes usaban sombreros de tres picos y espadas livianos, y lazos y
pelucas blancas como la nieve. Y había empedrados que resonaban al paso de los caballos de
casta y sobre los que traqueteaban multitud de coches dorados, y muros de piedra con anillos
y postes para amarrar caballos.
Había muchos árboles en esta calle, olmos y robles, y arces venerables, así que en
verano el paraje resultaba de un amable verdor, lleno por el gorjeo de los pájaros. Y tras la
casa había rosaledas cercadas, con caminos flanqueados por los setos, y relojes de arena
donde al caer la tarde brillaban de forma encantadora la luna y las estrellas mientras las
fragantes flores brillaban cubiertas de rocío.
Así soñaba la Calle, conociendo guerras, calamidades y cambios. Una vez se fueron
casi todos lo jóvenes y algunos no regresaron. Fue cuando arriaron la vieja bandera y
colocaron en su lugar otra de estrellas y barras. Pero aunque los hombres hablaban de grandes
cambios, la Calle no los notó, ya que sus gentes seguían siendo las mismas, hablando de las
cosas de siempre con la vieja y familiar entonación. Y los árboles aún albergaban pájaros
cantores, y, al caer la tarde, la luna y las estrellas contemplaban flores llenas de rocío en las
rosaledas valladas.
Con el tiempo pasaron las espadas, los sombreros de tres picos y las pelucas. ¡Cuán
extraños resultaban los vecinos con sus bastones de paseo, altas castorinas y cabellos al
descubierto! Nuevos sonidos brotaban en la distancia... primero un extraño resoplar y gritar y
retumbar en el río, como a una milla; luego, muchos años después, otro extraño resoplar y
gritar y retumbar en dirección contraria. El aire no era tan límpido como antaño, pero el
espíritu del lugar no había cambiado. La sangre y el espíritu de la gente era la sangre y el
espíritu de aquellos antepasados que edificaran la Calle. Ni siquiera varió el espíritu cuando
abrieron la tierra para alojar extraños tubos o cuando colocaron altos postes que sustentaban
curiosos cables. Había mucha sabiduría antigua en esa Calle, y el pasado no podía olvidarse
con facilidad.
Entonces llegaron días de maldad, cuando muchos de los que conocieran de antiguo la
Calle ya no la conocieron, y muchos que no la habían conocido antes dieron con ella. Y esos
recién llegados no eran como los que se fueron, ya que sus acentos eran estridentes y
groseros, y sus apariencias y rostros desagradables. Su forma de pensar, también, chocaba con
el espíritu justo y sabio de la Calle, por lo que ésta sufría en silencio mientras sus casas se
sumían en la decadencia y sus árboles morían uno tras otro, y sus rosaledas eran devoradas
por la maleza y la basura. Pero sintió un ramalazo de orgullo el día en que de nuevo partieron
los jóvenes, algunos para no regresar. Esos jóvenes vestían de azul.
Con el paso de los años, la suerte de la Calle fue a peor. Sus árboles se habían
esfumado, y sus rosaledas fueron desplazadas por las zagas de nuevos edificios, feos y
baratos, construidos en calles paralelas. Aunque quedaban las casas, a pesar de los estragos
causados por años y tormentas y gusanos, ya que habían sido levantadas para durar. Muchas
cataduras se vieron en la Calle; rostros morenos y siniestros de ojos furtivos y facciones
extrañas cuyos propietarios hablaban palabras ignoradas y colocaban carteles en caracteres
conocidos y desconocidos sobre la mayoría de las mohosas moradas. Carros de mano
abarrotaban los albañales. Un hedor sórdido e indefinible se impuso sobre el lugar y el viejo
espíritu estaba aletargado.
De nuevo hubo gran excitación en la Calle. Guerra y revolución ardían allende los
mares; cayó una dinastía, y sus degenerados súbditos llegaban en bandadas de dudosas
intenciones hasta la tierra occidental. Muchos de ellos se instalaron en las destartaladas casas
que una vez conocieran el canto de los pájaros y el aroma de las rosas. Entonces la misma
tierra occidental despertó y se unió a la madre patria en su titánica lucha en pro de la
civilización. Sobre las ciudades ondeó una vez más la vieja bandera acompañada de la nueva,
así como por una más modesta aunque gloriosa tricolor. Pero no había muchas banderas en la
Calle, ya que allí no se albergaba sino el miedo, el odio y la ignorancia. De nuevo partieron
los jóvenes, aúnque no como aquellos otros de antaño. Algo faltaba. Y los hijos de aquellos
otros jóvenes, que partieron vestidos de caqui con el mismo espíritu que sus antepasados,
procedían de lugares distantes y nada sabían de la Calle y su antiguo espíritu.
Hubo una gran victoria en ultramar, y la mayoría de los jóvenes regresó en triunfo.
Aquellos que habían carecido de algo lo encontraron, aunque el odio y el miedo y la
ignorancia aún se alojaban en la Calle, ya que eran muchos los que se habían quedado, y una
muchedumbre de extranjeros había llegado desde lejanos lugares a las viejas casas. Y los
jóvenes que regresaron no se demoraron mucho. Los rostros de la mayoría de los extranjeros
eran morenos y siniestos, aunque entre ellos uno podía encontrar algunos semejantes a los de
aquellos que edificaron la Calle y forjaron su espíritu. Parecidos y, sin embargo, diferentes, ya
que lucían en los ojos un brillo salvaje y malsano de avaricia, ambición, rencor y celo mal
llevado. La inquietud y la traición moraban entre unos pocos malvados que planeaban un
golpe de muerte contra la tierra occidental para, sobre las ruinas, hacerse con el poder, tal y
como lo habían alcanzado los asesinos en esa tierra fría y desdichada de donde llegaba la
mayoría. Y el corazón del complot estaba en la Calle, cuyas casas destartaladas rebosaban de
extranjeros cizañadores, resonando con los planes y conjuras de aquellos que esperaban el
prefijado día de sangre, llama y crimen.
La ley señaló mucho pero pudo probar poco acerca de las diversas y extrañas asambleas
habidas en la Calle. Hombres de placas ocultas merodeaban con gran diligencia, prestando
oídos en sitios como la panadería de Petrovitch, la mísera Escuela Rifkin de Economía
Moderna, el Club Círculo Social y el Café Libertad. Se congregaba gran número de hombres
siniestros, aunque siempre hablando comedidamente o en lengua extranjera. Y aún
permanecían las viejas casas, con su perdido recuerdo de siglos más nobles y pretéritos; de
recios habitantes coloniales y rosaledas cubiertas de rocío a la luz de la luna. A veces era
entrevistado por un poeta solitario o un viajero, y trataba de describirla en su desvanecida
gloria, pero tales viajeros y poetas no resultaban demasiado frecuentes.
Corrían ahora tremendos rumores sobre que esas casas albergaban a una gran banda de
terroristas que, el día señalado, desatarían una orgía de matanza encaminada a exterminar
América, así como todas las hermosas tradiciones que la Calle tanto había amado. Folletos y
periódicos revoloteaban sobre sucios albañales; folletos y periódicos impresos en muchas
lenguas y carácteres, pero todos portando mensajes de crimen y rebelión. En tales impresos
se instaba a la gente a destruir las leyes y virtudes que nuestros padres habían enaltecido, a
pisotear el alma de la vieja América... el alma que nos fuera legada tras milenio y medio de
libertad, justicia y moderación anglosajona. Se decía que los hombres morenos que habitaban
la Calle y que se reunían en sus podridas edificaciones eran los cerebros de una espantosa
revolución, que a su orden muchos millones de bestias descerebradas y embrutecidas
sacarían sus garras de las chabolas de un millar de ciudades y se desparramarían quemando,
matando y destrozando hasta aniquilar la tierra de nuestros padres. Y se rumoreaba y repetía,
y muchos esperaban atemorizados la llegada del 4 de julio, acerca del cual los escritos insinuaban
mucho; pero no pudo descubrirse nada que señalara a los culpables. Nadie podía
decir qué arrestos cortarían de raíz el abominable complot. Grupos de policías llegaron
muchas veces a buscar entre las tambaleantes casas, pero al final dejaron de ir, ya que ellos
también se cansaron de la ley y el orden, y abandonaron la ciudad a su suerte. Llegaron los
hombres de caqui con fusiles, hasta parecer que, en sus tristes sueños, la Calle había tenido
uno que recordara aquellos otros días, cuando hombres de mosquetes y sombrero cónicos
iban del arroyo del bosque al racimo de casas en la playa. Sin embargo, nada podían hacer
para parar el inminente cataclismo, ya que aquellos hombres morenos y siniestros eran
avezados en astucias.
Así que la calle dormía intranquila, hasta que una noche se reunieron en la panadería
de Petrovitch y en la Escuela Rifkin de Economía Moderna y en el Club Círculo Social y en
el Café Libertad, y en otros sitios de igual calaña, grandes hordas de hombres con los ojos
desorbitados por un triunfo y una expectación horribles. Los mensajes iban por ocultos hilos
y se habló mucho de mensajes aún más extraños que también debieron circular; pero de casi
todo eso no se supo hasta después, cuando la tierra occidental estuvo a salvo del peligro. Los
hombres de caqui nada supieron de lo que sucedía, o de lo que iba a pasar, ya que los
hombres morenos y siniestros eran duchos en artimañas y disimulos.
Y, sin embargo, los hombres de caqui siempre recordarán esa noche y se hablará de la
Calle por lo que ellos cuentan a sus nietos, ya que casi todos fueron enviados al día siguiente
a una misión muy distinta de la esperada. Se sabe que ese nido de anarquía era viejo, y que
las casas estaban vencidas por el castigo de años y tormentas y gusanos; pero lo ocurrido esa
noche de verano resultó una sorpresa por su extraña uniformidad. Fue, de hecho, un suceso
singularmente extraordinario, aunque bastante sencillo. Sin previo aviso, en la madrugada,
todos los deterioros de años y tormentas y gusanos llegaron a una tremenda culminación, y
tras el cataclismo no quedó en pie en la Calle sino un par de viejas chimeneas y parte de un
recio muro de ladrillos. Ninguno de sus moradores salió con vida de las ruinas.
Un poeta y un viajero, presentes entre la tremenda multitud llegada al lugar, cuentan
cosas extrañas. El poeta dice que en horas previas al amanecer contempló ruinas sórdidas
pero como enturbiadas al resplandor de las luces eléctricas, y que por encima de la catástrofe
se atisbaba otra imagen que podría resumirse en luz de luna y bonitas casas y olmos y robles
y arces venerables. Y el viajero afirma que en aquel lugar, efectivamente, en vez del habitual
hedor surgía una delicada fragancia de rosas en flor. ¿Pero no son los sueños de los poetas y
los cuentos de los - viajeros notoriamente falsos?
Hay quienes afirman que las cosas y los lugares poseen un alma, y hay quienes lo
niegan; por mi parte no osaré dar opinión, sino que os he hablado acerca de la Calle.

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