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lunes, septiembre 22, 2008

POEMA -- ENTRE PERRO Y LOBO -- OLGA OROZCO

POEMA -- ENTRE PERRO Y LOBO -- OLGA OROZCO
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Olga Orozco -nacida en Toay, La Pampa- murió en Buenos Aires el 15 de agosto a los 79 años. Atrás dejó una obra poética sumamente importante, donde abordó temáticas como la muerte, el tiempo, el destino, la ausencia, la palabra y el amor. Fue parte de la generación argentina del cuarenta, conocida también como neorromántica, en la que también figura Enrique Molina. Entre la cautela y la elocuencia, sus versos destierran todo hastío. Sus poemas atrajeron a poetas de las nuevas generaciones. Recibió numerosos premios y publicó los libros Desde lejos (1946), Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice (1977), Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987), Con esta boca, en este mundo (1994) y la antología Relámpagos de lo invisible (1998).
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ENTRE PERRO Y LOBO

Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada
lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la
furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes
manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas
las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños
muertos entre celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera
que vaya,
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la
invasión del enemigo.
Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al
corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia
en el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los
hombres un aterciopelado veneno de piedad que raspa
en las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la
sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde
mis propios dientes?

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Testigos hasta el fin
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Perfeccioné penurias como dichas, engarcé por igual en la espesura lágrimas y fulgores, saqué lustre al destino por avaro, miserable que fuera, y de cada pedrusco del instante hice joyas eternas, sin saberlo.

Transporto así también al enemigo con sus lujosos odios esculpidos, a intrusos que conviven con mis mejores horas como vetas en la piedra pulida, a los protagonistas de un amor insoluble, de una leyenda inmóvil, a todos mis custodios, adictos o traidores, esos sobrevivientes que acampan a mi sombra y son mi propia tribu, fatalmente.

Sí, sí, conmigo hasta el final: nunca por el acierto o el error, ni siquiera por la belleza o la esperanza, sino sencillamente por el bien que nos une, por el mal que nos ata, por haberme acosado contra el fondo, por compartir la noche.

Ahora son testigos de mis acatamientos y de mis transgresiones, cada uno con su inverso sistema de medir, con su manera de cambiar de color de acuerdo con la pena o el indulto, anticipando el juicio en el relámpago o en el escalofrío con que se manifiestan o se tornan legibles.

Alertas, recelosos como fieras insomnes mis testigos, pero así como “el mundo es más profundo de lo que piensa el día” así será el alcance de sus pruebas.

Porque después igual que ahora y después igual que antes, ellos acudirán con esos espejados testimonios de los que emerjo yo siempre absuelta en azul o condenada en escarlata, siempre algo más acá o un poco más allá de mi oculta sustancia, donde la culpa es otra.

de “En el revés del cielo” (1987)
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Las muertes
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He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia, lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto, inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima; arena sin pisadas en todas las memorias.

Son los muertos sin flores. No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.

Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.

Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra, mas su destino fue fulmíneo como un tajo; porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames lechos vendidos por la dicha, porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida gota de salmuera.

Esa y no cualquier otra.

Esa y ninguna otra.

Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nueva vida.

de “Las muertes” (1952)

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