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viernes, abril 20, 2012

LEYENDAS de BECQUER -- La cruz del diablo

La cruz del diablo


Que lo crea o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
I
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las
pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada
llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por
detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de
granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una
ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han
abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima
se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea
divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto,
remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes,
se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de
mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos
fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha
roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen
algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras
una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y
deteniendo mi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz,
muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas
ligerísimas, sin forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de
luz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente
noche y la vaga melancolía de mi espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché
maquinalmente pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi
memoria una de aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de
aquellas oraciones, que cuando más tarde se escapan involuntarias de
nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las
lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me
sacudían con violencia por los hombros.
Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una
indescriptible expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme
consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una
interrogación enérgica, aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio,
contestó a ella con estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en
las que había un acento de verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su
madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la
cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted
que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que
estaba loco; pero él prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted
al cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán
en una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la
raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del
porche de nuestra iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que
tiene de Dios, está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por
eso le llaman La cruz del diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta
a mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y
que me rechazaba como una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del
diablo! ¡Nunca ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada de
dos ideas tan absolutamente enemigas!... ¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya,
vaya! Fuerza será que en llegando a la población me expliques este
monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus
cabalgaduras, se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves
palabras lo que acababa de suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las
campanas de la parroquia llamaban lentamente a la oración, cuando nos
apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver.
II
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del
grueso tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que
se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o
tomaban formas gigantescas, según la hoguera despedía resplandores más o
menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como
cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que
formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La
cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de
consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se
echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la
boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros
ocupaban aún la mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y
las villas y aldeas pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez
prestaban homenaje a otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a
referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó
silencio durante algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y
prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras
formaban parte del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se
levantó por muchos siglos sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre,
del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que,
cubiertas de jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el
camino que conduce a este pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien
por su crueldad detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey
admitía en su corte, ni sus vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con
su mal humor y sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados
colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción
propia de su carácter, lo cual era bastante difícil después de haberse cansado,
como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y
ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin
ejemplar, una idea feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban
a partir juntos en una formidable armada a un país maravilloso para conquistar
el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se
determinó a marchar en su seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas,
derramando su sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un
punto donde sus malas mañas no se conociesen, se ignora; pero la verdad del
caso es que, con gran contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y de
iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío, mediante
una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya más que el peñón
del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres, desapareció
de la noche a la mañana.
La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si
despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las
muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar
agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por
sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la
trocha a los ballesteros de su muy amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que
sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo
dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con
voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los
pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del
Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o
abortado de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como
suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo
podrán figurar mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando
sus vendidos derechos, que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito
se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar con más recursos
que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan
desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta
costa habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus
alquerías y a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las
cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y
colgó a los farautes de una encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se
pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y
tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al
diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en
todos sitios y a todas horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la
llanura, en el día y durante la noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear.
Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra
ni brillaba un solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por
una reciente victoria, se repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores,
en mitad de la loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor
de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de
las blasfemias, que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como
palpitan las almas de los condenados envueltas en los pliegues del huracán de
los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en
la villa que reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa,
apoyados en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos
aldeanos, resueltos a morir y protegidos por la sombra, comenzaron a escalar
el cubierto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los
centinelas salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la
muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al puente y al rastrillo, se
comunicó con la rapidez del relámpago a los muros; y los escaladores,
favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con
los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los
enebros, humeaban aún los calcinados escombros de las desplomadas torres;
y a través de sus anchas brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno
de los negros pilares de la sala del festín, era fácil divisar la armadura del
temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y polvo, yacía entre los
desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros
compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos
patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las campanillas
azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de
la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se
deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio
de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos
moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas
del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto,
causa incesante de hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante
el día, herido por la luz del sol, o creían percibir en las altas horas de la noche
el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el
viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se
fraguaron, y que en voz baja se repetían unos a otros los habitantes de los
alrededores, no pasaban de cuentos, y el único más positivo que de ellos
resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más que regular, que cada
uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como decirse
suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el
diablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda
con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas,
volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron
de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar
consistencia y a hacerse de día en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido
observar un extraño fenómeno.
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del
peñón del Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al
parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer
para alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas,
cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y
los confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos
conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar mucho, cuando tres o
cuatro alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los cadáveres de
algunos caminantes despeñados en los precipicios, pusieron en alarma a todo
el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en
los subterráneos del castillo.
Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en
determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la
ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas,
emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a
la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los
niños eran arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres,
para servirlos en diabólicos festines, en que, según la creencia general, los
vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque
de oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se
creían seguros de los bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el
nombre de su misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y
que nadie podía resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego
que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que antes
ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán
de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con una que, de no
ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con
que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de
sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que
éstos se distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las
abandonadas armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de
sus secuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la
medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos, el
contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud,
mis locas prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza
la cólera de mis deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al
expirar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin duda
debió sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban en una
situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de un porvenir
de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante en suscribir a mis
designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor,
despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante
vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del país, hasta tanto
que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su voluntad,
según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras
expediciones futuras, y escogimos como punto el más a propósito para
nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre, lugar seguro no tanto por
su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido contra el vulgo por
las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una
hoguera que iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose
una acalorada disputa sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban
entre sí con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas
por la embriaguez, habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para
dirimir la cuestión, cuando de repente oímos un extraño crujir de armas,
acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cada vez se hacían más
distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada de
desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de
permanecer inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de
elevada estatura completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro
con la visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres
podrían apenas manejar, y poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos
de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda, semejante al rumor
de una caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en
el castillo del Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de
estupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una
copa de nuestro vino, la cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz,
que en vano procuramos distinguir a través de las rejillas de hierro que la
ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los
juramentos, y a la siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En
ella nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le
ataja, ni los peligros le intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca
despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en nuestras manos, como
cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuando las
mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor,
y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz
alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después
de la victoria, ni participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le
hieren se hunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni
se retiran teñidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su cota, y aún
prosigue impávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas; desprecia el
oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado,
que por un resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra
convencido de que es el mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los
labios y sin arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en
diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían
nuevos prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y
desesperados, no acertaban ya con la determinación que debería tomarse para
concluir de un todo con aquel orden de cosas, cada día más insoportable y
triste. Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a
esta sazón, en una pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo
hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre
en olor de santidad, merced a sus saludables consejos y acertadas
predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría
encomendaron los vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema,
después de implorar la misericordia divina por medio de su santo Patrono, que,
como ustedes no ignoran, conoce al diablo muy de cerca y en más de una
ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se emboscasen durante la
noche al pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca; en cuya
cima se encontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí, no
hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración
que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las crónicas que
San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas
esperanzas se habían concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la
alta torre de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza
Mayor, se contaban unos a otros, con aire de misterio, cómo aquella noche,
fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una poderosa mula, había
entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre.
De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla
a término, ni nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo;
pero el hecho era que gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos,
la cosa había sucedido tal como se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa
en casa, la multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a
reunirse a las puertas de la prisión. La campana de la parroquia llamó a
concejo, y los vecinos más respetables se juntaron en capítulo, y todos
aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante sus
improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para
administrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos
malhechores, deliberaron un momento, pasado el cual, mandaron comparecer
al delincuente a fin de notificarle su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el
prisionero debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se
encontraban, la impaciente multitud hervía como un apiñado enjambre de
abejas. Especialmente en la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba
cada vez mayores proporciones; ya los animados diálogos, los sordos
murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en cuidado a sus
guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión,
completamente vestido de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un
sordo y prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de entre las
compactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella
armadura, objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio
suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar
el negro penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran
contra su señor; todos le habían visto agitarse al soplo de la brisa del
crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas a
la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que
entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos
dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras muchas, y por
qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el completo
esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables
confusiones.
El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio
profundo sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al
oír resonar bajo las altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus
acicates de oro. Uno de los que componían el tribunal, con voz lenta e
insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para
no perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó a
encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no
pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o
parecida contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -
comenzaron a gritar los vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se
descubra! Veremos si se atreve entonces a insultarnos con su desdén, como
ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas,
lanzándose sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la
paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito general de
sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de un
inconcebible estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente,
en parte caída sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente
vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la
armadura se estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al
suelo con un ruido sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio,
abandonaron tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que
aguardaba impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la
vocería, que ya a nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba,
esto es, que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había heredado los
feudos de Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la
maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la
atribulada villa hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los
que no tardaron muchos días en tornar con la resolución de estos personajes,
resolución que, como suele decirse, era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si
el diablo la ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a
reunirse en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y
cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la
armadura, en corporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso
requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al
edificio, un hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de
los aturdidos circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita
dentro de la armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos
reconocieron al alcaide de las prisiones-, para mí... porque las armas... han
desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se
encontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la
posición en que se encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente
relación del aterrado guardián no les hubiera hecho agruparse en su alrededor
para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré
nada, siquiera sea en contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las
armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble
personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia pública no permitía ni
descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de
confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez
tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando
sorprender su misterio, si misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y
aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada puerta de su calabozo; ni un
rumor se percibía.
En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido
en el muro; arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros
rincones, permanecían un día y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando
convencerme por mí mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de
misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones, levanté sus dobles
aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en que todo no pasaba de un
cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera
hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí
sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el
profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se
removían y chocaban al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero
al asir sus hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con
un guantelete, que después de sacudirme con violencia me derribó bajo el
dintel. Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que me encontraron mis
servidores falto de sentido, y recordando sólo que, después de mi caída, había
creído percibir confusamente como unas pisadas sonoras, al compás de las
cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta
perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió
luego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con
la novedad, pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva
desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una
nueva persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de
sus perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San
Bartolomé, la cosa no era ya muy difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la
colgaron de una horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el
objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las
desunidas armas veían dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a
tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, que
era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las
piezas de la armadura, que acaso por la centésima vez se encontraba en sus
manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los iluminó con sus consejos,
decidiera lo que debía hacerse de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por
tres días en el fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos
dispuso que se fundiesen las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares
del castillo del Segre, se levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores
prodigios llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a
enrojecerse, largos y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha
hoguera, de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen
la acción del fuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules danzaba en
la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como si una
legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de
aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura
perdía su forma para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el
yunque, al que veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente
metal, que palpitaba y gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya
comenzaba a formarse la cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se
retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo
de los desgraciados que pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte, se
enroscaba en anillas como una culebra o se contraía en zigzag como un
relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron,
por último, vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el
diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de
Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos
se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que
los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su
presencia. En el invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que
la protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a
los caminantes, que entierran a su pie después que los asesinan; y cuando la
tempestad se desata, los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al asta
de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.

LEYENDAS de BECQUER -- El rayo de luna





El rayo de luna


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que
parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una
verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en
aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa;
yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos
podrá entretenerles un rato.
I
Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito
clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un
instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última
cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio
de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban
a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en
afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas
veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro
del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a
ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el
puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos;
o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del
cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que
cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte
estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que
algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le
siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la
imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones,
hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían
satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los
había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego
de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos
encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de
las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta
chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente
y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u
ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el
monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las
peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de
seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las
mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios
rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche
entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las
estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras
preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si es
verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos
de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre
las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de
esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!...
¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los
muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por
donde se empieza.
II
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras
de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo
convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la
opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya
abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de
los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy,
cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las
prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el
viento con un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía
muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí
misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la
mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos
de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se
confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las
ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de
fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el
penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose
como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria
de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de
rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul,
luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de
atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la
ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y
ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los
Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido
remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en
una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del
Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa,
de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca,
que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una
mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje,
en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles
penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es
la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido
como una saeta.
III
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las
ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy
lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una
claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -
dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra
que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por
entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que
iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó
entonces.- Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que
arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de
aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra
vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira
entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido
oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado...
¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras
pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había
desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus
propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que
aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se
burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas.
¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para
escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya
en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la
margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de
San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a
través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la
ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una
gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente
impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al
tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí
una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una
mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus
sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas
con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma
podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de
terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la
otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la
entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio,
entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo
llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas
almenas.
IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado
por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la
casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en
la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por
sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y
tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían,
ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el
relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al
pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas
veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última
esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban
a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas
horas, corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y
antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión
de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos
llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través
de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y
grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja
sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el
postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio...
en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en
vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones,
puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y
fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que
en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al
caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño,
giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un
escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano,
restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces
de dar envidia a un cocodrilo. Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue
obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A
qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta fue
la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre
escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos
espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero
mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se
encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su
hermana; o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde
toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo,
mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más
asombro que el que le causaron estas palabras.
V
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi
seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir...
pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que
vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me
bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos
aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están
sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso
rumor de sus ininteligibles palabras...
¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...
pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi
corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas
las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de
una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a
dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja,
arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad;
y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la
litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje
de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de
poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como
el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos,
tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son,
seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me
parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no
me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una
cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta
y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos
ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus
doseles de granito!
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento
en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las
cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de
adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo
que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento
de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar
como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas
las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto...
¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como
todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el
silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de
Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en
cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con
un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella
mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a
sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atrevesar absorto
en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se
perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
VI
La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud
en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las
hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través
de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al
Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un
grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco,
del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un
loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer;
pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un
rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va
creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera
convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente,
horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos,
pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por
entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la
alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e
inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su
madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te
consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que
amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus
escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire
vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se
encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén
Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;- no
quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas...
mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos
en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos
tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el
contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

jueves, abril 19, 2012

LEYENDAS de BECQUER -- El caudillo de las manos rojas - Tradición india


El caudillo de las manos rojas
Tradición india


Canto primero
I Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta
montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira,
a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y
sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.
II El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la
azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles,
robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el
soplo de un espíritu.
III Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los
melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por
las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un himno a la Divinidad levanta
la Creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del
Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce,
vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.
IV La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak,
para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese
caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo tiempo que la luna se
levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a cuyos pies corre el
Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?
V Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates
y a la muerte, tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede
adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su
cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo
chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y
hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra
de Dios e hijo de los astros luminosos?
VI Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del
lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus
oscuras facciones el resplandor de una noche serena, o el aspecto terrible de
una tempestad en las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero ¿qué
aguarda?
VII ¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar
entre las sombras los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca
túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio?
Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche;
esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la
amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a
la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus
manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
VIII Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la
cumbre que toca el primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que
no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la presencia del tigre, late
violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad
que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -exclaman al verse, y caen el uno
en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas
del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo
al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con
la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo
cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.
IX Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una
ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en
grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aún bajo el verde abanico de
una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un
sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal,
y retrocede diez pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja
de su agudo puñal damasquino.
X ¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos
ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible
serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas
pupilas que arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su
hermano.
Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien
estaba desterrado de Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a Kattak,
poniendo la mano sobre el ara de su Dios.
XI Siannah le ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda
inmóvil, como si la mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos
rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y
exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro como dos
leopardos que se disputan una presa... Corramos un velo sobre los crímenes
de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror
de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande
Espíritu.
XII El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de
las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de
diamantes, dejando en pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro
que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los
bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen una sola voz, y esta voz
entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo a los ecos
de este solemne cántico?
XIII Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una
mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su
inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas. en las orillas
del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas apenas
retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las
ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con un acento
de terrible desesperación: -¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído
sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies hay un cadaver y cuyas
rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de
señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por la muerte de su
hermano y antecesor...

Canto segundo
I -¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el
fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida?
Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los ojos, como las visiones de un
sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la
mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar cuanto toca manchado de sangre!..,
¡Oh! ¡Esto es espantoso!
II Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y
torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el
humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara; en balde la seda de
brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de tigre para que
descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por siete
veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El
Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito
lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo: que
golpea su frente con dolor al escucharlo.
III Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de
záfiro y entre nubes de ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del mar,
cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los
cantares de los espíritus invisibles que refrescan con sus alas los cansados
párpados de los justos, no pasan como una tromba de luz y de colores en el
sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan
bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio terrible, imágenes
espantosas y confusas de desolación y terror; éstos son los fantasmas que
engendra su mente durante las horas del reposo.
IV Por eso el magnífico señor de Osira puede gustar la copa del beleño con
que los dioses brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre las
puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de sus vestidos que abrillantan
las perlas y el oro, y depositando un beso sobre la frente de su amada, sale de
palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad
que domina la cumbre del Jabwi.
V Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba
en sábanas de plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se
desliza silencioso entre las guijas y las flores para ir a confundir sus rizadas
ondas con las ondas del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes
peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve de taza a estas olas en
su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin
que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta,
el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o el salvaje
grito d e los cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.
VI Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le
siguen, y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que,
serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace
el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde va el
señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada túnica, del amarillo
chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su vestidura por
el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras
en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las
penas que el resto de los hombres no comprende?
VII No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar
en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil
fatigan el eco de los bosques; cien ágiles esclavos le preceden arrancando las
malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus
plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro, y veinte rajás siguen
su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.
La soledad es el imperio de la conciencia.
VIII El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el
torrente; sobre su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo
alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para
templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a cazar
en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un
brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones
al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una
venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
IX El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad
han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un
anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en
que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables;
sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su
juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente
inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a
la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen
su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le
revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el
espíritu bajo las formas de un brahmín.
X ¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se
sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a
ella para pedirle un remedio contra los males desesperados; una revelación
para conocer el término de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente
a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de éstos es Pulo, porque a la
gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los
aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar sus
remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para
que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.
XI Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes
del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre,
suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El
caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre restalla,
produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el
rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario aparece. -Elegido del
Grande Espíritu -exclama al verle el caudillo, inclinando la frente-, que el enojo
de Schiven no se amontone sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de
los montes. -Hijo de mortales -replica el anciano sin responder a la salutación-,
¿qué me quieres?
XII -Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso,
cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a
los adivinos de Brahma; las penitencias que me impusieron han sido inútiles; el
remordimiento vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima me sigue a
todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú,
a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en
las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de
este crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me
ocultas, haya desaparecido -exclama el terrible brahmín lanzando una mirada
de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la
sabiduría del solitario.
XIII ¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. -No te
conozco, pero sé quién eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y
el brahmín prosigue de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño
había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo
rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el
hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire frío y silencioso vino
de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas
alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis
huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra
tan pesada como un mundo descansar sobre mi hombro en tanto que me
contaba al oído tu historia.
XIV -Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer
que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi
sangre toda no podrá borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida para
expiar este delito, y Schiven está airado, porque has hecho uso de tus
facultades para la destrucción, obra que a él sólo está encomendada. -Pues
bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me protegerá contra su
hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí. -
¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí. -¿Has dejado de cazar
durante nueve días? -También. -Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se
hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.
XV Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea
confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes
monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para
aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de
conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se
estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre
se helaba al escucharlos.
XVI Las palabras del dios se guardan y son éstas: -Asesino marcado por
Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que
puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, a través de los
pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El
remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del
Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el
más escondido de los manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a
tus plantas. Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa
Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.
XVII ¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul
y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada,
sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la luna se
desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico rey de
Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.
Canto tercero
I Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas
las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por
sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del
imperio de los Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han
cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus
tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses
con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak,
cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.
II También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de
Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de
miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las
caravanas de peregrinos que de todos los puntos de la India acuden a sus
templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del
Océano.
III Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero
¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han
prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kiangar, conocido
por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante
a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombrios donde
el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros;
Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países,
ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras
del Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.
IV Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las
pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto
por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las
amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de
atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a Siannah sobre
sus espaldas.
V El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros,
fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se
aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de
cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se lanza
al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri, que pasea
sus miradas sobre medio mundo.
VI Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los
juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas
de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las
ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el ámbar
miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y
esmeraldas.
VII Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus
labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las
cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y
melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las aguas
y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas,
recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se
menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante
su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un
panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el
porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la
expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un
fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su
diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases
vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se
sienta a la par de los amantes sin ser sentido.
VIII El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa
sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los
países tropicales, el mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen
esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y
tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz del sol como un
torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah,
respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio.
Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?
IX Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya
no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren
nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la
materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz entre
las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin
límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus
alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color
que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio,
que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre
nuestros brazos.
X Pulo es el primero que interrumpe el silencio.
-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento
que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas
de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes!
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo
de tu respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que
murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda
los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños
de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me
narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base
de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el
aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su
túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?
XI Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros
ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso
semejante al reflejo de una estrella en un lago.
-Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese
alejado por algunos instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya
sombra causa la muerte?
-Es cierto -responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir a
los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo
dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su
esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.
XII -Pulo -exclama a los pocos instantes la hermosa- ¿es verdad que existe
un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor?
-Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas...
¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este
bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando el sol
abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y
la luz comience a palidecer.
-Esperemos -murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos de los
míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.
XIII -Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y
puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea...
Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño
como una madre, ya que no como una esposa.
La beldad de las trenzas de ébano canta:
I
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas
se templa con sangre.»
«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan
entre la nube de polvo que levantan, son los hierros de nuestros
enemigos.»
«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a
mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión
de la pelea.»
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas
se templa con sangre.»
II
«Allá van semejantes en...»
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto.
-¿Por qué -exclama el príncipe- no escucho ahora las canciones de mi
patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el
corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para
que los recite una hermosa?
XIV -Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los
címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las
aras.
-Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu
voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente
como una ola que se hincha coronada de espuma.
LA VUELTA DEL COMBATE
I
«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia
de su adorada.»
LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero
beber en ella el sudor y el polvo de la gloria.»
EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero
beber en ellos la muerte en una copa de rubí.»
II
LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las
setenta alas!, ¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de
la noche a coronar con tu aureola a los que arden en tu llama.»
EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa!
¡esperanza del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el
alcázar de los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona
de laurel del caudillo.»
III
LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán;
tu mano, que busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre
se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de
sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis
ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué
espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a
su contacto?» EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que pasa.»
XV El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un
beso.
¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para
combatir las funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que,
como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del
huracán los arrebata.
Canto cuarto
I -Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la tierra y sé el mensajero de mis
iras.
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los
soñolientos ojos y agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene
una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. -¿Qué me quieres,
realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que sirviera de eslabón
invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las
almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta
que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?
II Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen:
-Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la destrucción del
príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano buscaba la
ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le
defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos,
cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De
repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un
joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el vacío,
fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.
III De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío,
dilatándose en él como los círculos en un lago donde se arroja una piedra.
Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y
sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la
mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte.
Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a
Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los
astros, volviéndole a la vida.
IV He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su
promesa, y ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su
ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre
sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño de agonía y ansiedad,
de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el
corazón como una montaña de plomo.
V El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un
alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes. El silencio
le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y
confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios,
embriones de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la
fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.
VI La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el
príncipe descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa,
después un entorpecimiento general, y por último, sus párpados caen con el
peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro. El
Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso vaso
de ópalo.
VII Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del
caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se
reviste de una forma imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para
lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones del sueño, que le fingen un
mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica,
profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la
conserva, la visión del caudillo.
VIII La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas
ramas del boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de
fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba
dilatándose de eco en eco en los abismos de las cordilleras; la lluvia azota el
penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la
tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso murmullo de las
hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y
estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.
IX Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no
hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo
parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las
profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que rompían el
secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.
X De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y
a la frente en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario
para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan
terrible.
XI Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los
dientes. Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso.
-¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz que resuena en la espesura? -Es el
viento que azota los palmares -responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo,
una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes que
bordan las lindes del sendero.
XII Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez
más terrible. -¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? -
interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la lluvia que agita las lianas -añade el
príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. -¿Oyes? -
vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor nuestro. -Échate en tierra -
grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.
XIII Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.
La flecha del príncipe parte.
A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta;
Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla,
esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la diestra. Siannah está
desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies yace.
XIV La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del
tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste,
cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y
sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y a la muerte.
Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose
entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta
los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.
XV La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y
súbito resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una
luz indecisa semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves,
que se habían guarecido de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la
selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero
la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una
mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a
impulsos de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las
pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los
cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al
soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque,
pierden el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino
que se acerca al fuego. Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo,
que un tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles
efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella
el mundo.
XVI El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas
partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro
le causa es ver el sangriento cadáver del tigre estremecerse, y poco a poco,
perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible
transformación, las de una serpiente.
-Ya no me queda ningún género de duda -exclama- Schiven desea mi
muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo
un dios para luchar con los dioses!... Mas no importa; mortal miserable como
soy, venderé cara mi vida.
XVII El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya
treinta veces mayor que la del boa secular que se despierta de dos en dos
lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores,
están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese arrojo
sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja
lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por
segunda vez su puñal.
XVIII La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma,
lanzando un silbo áspero y agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa,
se arroja a su cuello, tan grueso como el de una palma colosal, y hace
esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la
cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del
Jawkior.
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y
comienza a ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas,
y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada
de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.
XIX Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi
inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.
La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la
muerte.
El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin
sentirse sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es
deudor de la vida.
Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido
aún y el carcaj de las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de
pie; la frente del dios toca a las nubes, y su sombra es inmensa como la que
arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines del
Océano.
XX -Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para
qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias
aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo
habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla, en
prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora
sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:
-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he
aquí por qué me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las
fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en la medida de la culpa,
debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya
insuficiente para lavar tu alma.
XXI -Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había
logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -
exclama el príncipe.
-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco, descálzate las sandalias, y
abandonando las orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a
Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el seno del olvido un templo
que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por
mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en que
se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle
el lugar en que el templo se oculta: éste lo conocerás por los fuegos que
durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.
XXII Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su
verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el
tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y llena de armonía,
El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece
desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y
de sus labios se escapa un grito de sorpresa y ansiedad.
Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.
XXIII En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste,
convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo
seno se había dormido, y no la encuentra.
El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su
alfombra de colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos.
La Naturaleza comienza a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de
la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el cáliz de las
flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando en sus linfas
transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno
melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que
despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.
XXIV -Siannah -dice el caudillo con voz ahogada por el llanto.
-Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes? Siannah,
inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi
lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!, vuelve,
vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin
lágrimas.
XXV Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí,
corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su
esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien veces: todo es inútil. La
noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de
los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas de
un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.
XXVI -Insensato -dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la
boca de donde parte:- ¿que vas a hacer?
El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho,
se detiene sobrecogido y escucha estas palabras:
-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples
cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus manos desaparecerá para
siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.
Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira;
los dioses descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del
porvenir o recuerdos del pasado.
La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había
aparecido en sueños.
Canto quinto
I El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término
señalado por el genio. Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su
protegido, ha velado día y noche por su vida hasta dejarle en Kattak.
II La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden
el rocío en una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes
del mar se encienden y las crestas de sus olas brillan como las escamas de la
armadura de un guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún
con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de aromas en
emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las
nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los
brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa
máquina de los mundos.
III Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del
reino de Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido
entre su esposa y su conciencia.
-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me
hallo en presencia del ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete
de sus designios. Dios, que conservas cuanto existe, apartando las
tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no interpongas tu poder
entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del
tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo,
arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano
que los dirige.
IV El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose
por la cumbre del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces
las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas,
emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas,
cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas besan
o azotan las hirvientes olas del Océano.
V Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y
malezas que crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin
encontrarse en la cumbre del promontorio.
En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una
hendidura, y en el fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un
ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz
fantástica.
VI -Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido
del cuervo de la cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió
por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar
la muerte que el dios de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus
palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del día esperan las gotas
del rocío de la noche.
VII El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas
rocas, y, después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo
escucha en silencio y con la frente humillada en el polvo:
-Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de
la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil
que me lo refieras. El templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis
pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.
VIII El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al
pie del promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al
término de su descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a
saltos pequeños y sin abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje
de crestas de oro.
Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la
espuma, y cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de
espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de las playas, internándose
tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y
altísimos.
IX Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol
en un sudario de brumas, antes que descienda a su sepulcro.
La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa
murmura la oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos
juncos; el perfume de las flores que se abren en la sombra vaga en el espacio;
el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose
con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en
el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.
-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose en su camino,- he aquí que la
noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la
sombra te ha robado a mi vista.
El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le
temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus
traidores ataques.
Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada.
Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no
puede exterminar o vencer; si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me
guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy temo encontrar la
muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.
X -No temas -responde el cuervo;- el dios que nos envía cuidará de nosotros
desde su elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las
llanuras que vamos a atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven,
celoso del culto que éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que
te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que
ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las
sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los
predilectos de Vichenú.
XI Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se
extienden al pie de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube
de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la
luz del sol, atrajo su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se
aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás
portadores de su escudo y su aljaba.
XII Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió
al victorioso rey con la sonrisa en los labios:
-¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de
peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca
hasta los más remotos confines del mundo.
Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de
polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz
terrible:
XIII -¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del
sol como las armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del
viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara armonía de sus trompas de
guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se
endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos si los
caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de
acostumbrarse a huir.
XIV -Valientes -prosigue dirigiéndose a los que le acompañan- dadme el arco
y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata
convoquen a mis huestes con sus bramidos.
Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde
en el pecho su misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en
los aires en ademán de triunfo prorrumpe a voces:
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de
Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el
humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!
XV En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano
llamar en su socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer
tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los puños crispados y
tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás
de sus instrumentos de bronce.
XVI Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a
las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles
bramidos del caracol sagrado, al que responden en la llanura las bocinas de
marfil de los guerreros de tu padre.
XVII -¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate?
¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que
ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y
ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al
rumor de la batalla con el grito de guerra.
XVIII Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros
y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes
alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte. Los defensores de
Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es presa de las
llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de
Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.
XIX Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus
temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el
casco de los valientes que habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que
yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.
Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha,
silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al
desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal,
que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva,
temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.
Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa
época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener
en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.
XX Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento
combate en que su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las
bayaderas al son de los címbalos, pero cuya terrible sencillez nunca había
arrancado una lágrima tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó
abrasadora sobre su mejilla.
XXI El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los espesos cañaverales,
encenderse una llama ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las
fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de
un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro formado de piedras toscas e
irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y
se detiene junto a los troncos de los árboles, y se multiplica subdividiéndoles en
mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado resplandor?
XXII Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te
protege sucumbieron al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la
rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba para guiarnos, a través de
la noche, del pantano y de las sombras de los valientes, al sitio en que
cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y silenciosas
hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.
XXIII Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama
roja, que lanzándose al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.
El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.
De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya
falda duerme el viento de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.
El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires
sobre las ruinas de la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado
y absorto, sube la suave pendiente que conduce al término de su
peregrinación.
Canto sexto
I -Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices
más celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las
antorchas durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad,
fatigando el eco de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de
los trabajadores, a los rudos y sonoros golpes del martillo.
II Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el
mundo de admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las
nubes y estallaran las tempestades, como en las crestas de las montañas.
Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore y
perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus
adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros,
flotantes moradas de los genios.
Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el
temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla.
Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen
impulsados por una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el
peregrino.
III Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible
descubrir un arcano!
Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de
seda y oro que cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso
viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le asombraría tanto como la
escena que se presenta a sus ojos.
IV El peregrino ha desaparecido.
En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de
alabastro, se ve el informe busto de un horroroso ídolo.
La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas
pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen
tan repugnante y terrible.
V No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en
cuyas facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la
noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la
fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún se presenta a los
ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas
pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está
contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.
Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.
La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.
VI Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -
exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que
aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de un lirio que besa el
simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que lo representa;
llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el
clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y
con él mi vida.
VII Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su
llamamiento, se apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas
vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros hieren sus escudos con el
pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo sueño
de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al
dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la
cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos
lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que
solemnizan su victoria.
VIII El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora
con la primera luz del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por
cien y cien magníficas lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se
elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y del áloe por los
extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo
chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras
está de rodillas ante el ara.
Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los
genios, han dado posesión al de la muerte del templo de Jaganata han
concluido.
IX -¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la
cólera de los dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada
pendiente de un cabello; mis manos, que desde la terrible hora en que subí al
solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas;
esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida
con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo
por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes,
caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer
de la tierra.
La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo,
volviéndose hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo,
dirigiéndose al informe ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda
e infernal sonrisa.
X -Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis
culpas apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última
ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la
contemple un instante por la postrera vez; que su boca reciba el frío y apagado
aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la
tumba.
XI La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el
príncipe y arroja un grito de horror.
Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre
que brotó de su herida saltó humeando al rostro del genio.
En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se
adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de Schiven.
-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo
antes de morir. -Y expira.
XII Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la
hermosura y del amor, la que formó Bermach en un delirio de placer,
combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad de los juncos
del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un diamante de
Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje
del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través
de su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero
vuelve.
Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el
cadáver de su esposo.

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