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viernes, diciembre 05, 2008

DAGÓN -- LOVECRAFT

DAGÓN
H. P. Lovecraft

Escribo esto bajo una considerable tensión mental, ya que al caer la
noche mi existencia tocará a su fin. Sin un céntimo, y agotada la provisión
de droga que es lo único que me hace soportable la vida, no podré aguantar
mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana de esta buhardilla a la
mísera calle de abajo. Que mi adicción a la morfina no les lleve a
considerarme un débil o un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas
apresuradamente garabateadas, podrán comprender, aunque no
completamente, por qué debo olvidar o morir.
Fue en una de las zonas más abiertas y desoladas del gran Pacífico
donde el buque del que yo era sobrecargo fue alcanzado por el cazador de
barcos alemán. Entonces la gran guerra se hallaba en sus comienzos y las
fuerzas oceánicas del Huno aún no habían llegado a su posterior
decadencia; así que nuestra nave fue presa según las convenciones, y su
tripulación tratada con el respeto y consideración debida a prisioneros de
guerra. De hecho, la disciplina de nuestros captares era tan relajada que
cinco días más tarde logré huir en un botecillo con agua y provisiones para
bastante tiempo.
Cuando finalmente me encontré con las amarras cortadas y libre,
tenía muy poca idea de mi posición. No siendo navegante avezado, tan sólo
podía suponer vagamente, por el sol y las estrellas, que me encontraba al
sur del ecuador. Desconocía mi longitud, y no había a la vista ni islas ni
costas. El tiempo permanecía bonancible y durante un número
indeterminado de días navegué sin rumbo bajo el sol abrasador, esperando
el paso de un barco o la arribada a las playas de alguna tierra habitable.
Pero ni barcos ni tierra hacían su aparición, y yo comencé a desesperar en
mi soledad, en medio de aquella oscilante inmensidad de azul ilimitado.
El cambio tuvo lugar mientras dormía. Jamás conocí los detalles, ya
que mi sueño, aunque problemático y repleto de visiones, fue
ininterrumpido. Cuando desperté, lo hice para encontrarme medio hundido
en una cenagosa extensión de infernal fango negro que me rodeaba en
monótonas ondulaciones hasta tan lejos como llegaba la vista, y en el que
mi bote se encontraba embarrancado a cierta distancia.
Aunque podría suponerse que mi primera sensación ante esa
prodigiosa e inesperada transformación del paisaje fuese la del asombro, en
realidad me encontraba más espantado que perplejo; ya que había en la
atmósfera y en el suelo putrefacto una cualidad siniestra que me helaba
hasta la médula. La zona era un pudridero de cadáveres de peces
descompuestos, así como de otras cosas menos descriptibles que pude ver
insinuándose entre el asqueroso légamo de aquella interminable llanura.
Quizás no debiera intentar el transcribir con simples palabras la indecible
abominación que parecía asentarse en el absoluto silencio y la estéril
inmensidad. No había nada al alcance del oído, ni de la vista, excepto una
inmensidad de negro limo; y, sin embargo, la absoluta quietud y la
monotonía del paisaje me agobiaban con un terror nauseabundo.
El sol llameaba en un cielo que me pareció casi negro en su cruel
ausencia de nubes, como reflejando las ciénagas de tinta que había bajo mis
pies. Mientras me arrastraba hacia el bote atorado, comprendí que tan sólo
había una teoría que pudiera explicar mi situación. Debido a algún
cataclismo volcánico sin precedentes, parte del lecho marino debía haber
emergido, revelando áreas que parecían haberse mantenido ocultas durante
millones de años en las insondables profundidades oceánicas. Tan grande
era la extensión de esa nueva tierra alzada bajo mis pies que, por más que
aguzase el oído, no se captaba el menor rumor de oleaje. Tampoco había
allí ninguna ave marina que se alimentase de los seres muertos.
Durante algunas horas permanecí pensando o cavilando en el bote,
que yacía de costado y prestaba una ligera sombra según el sol corría el
cielo. Al avanzar el día, el suelo fue perdiendo algo de fluidez, pareciendo
en poco tiempo lo bastante seco como para permitir viajar a su través. Esa
noche dormí, aunque poco, y al día siguiente preparé un paquete con
comida y agua, necesario para una marcha en busca del mar desaparecido,
así como de un posible rescate.
A la tercera mañana descubrí que el suelo se encontraba lo bastante
seco como para caminar con facilidad. La peste a pescado era exasperante,
pero me hallaba demasiado absorto en asuntos de más importancia como
para preocuparme por eso, y, resuelto, me puse en marcha hacia una meta
desconocida. Durante todo el día avancé siempre hacia el oeste, guiado por
un lejano montículo que descollaba sobre las demás elevaciones de aquel
desierto ondulado. Acampé aquella noche, y al día siguiente aún estaba en
camino hacia el montículo, aunque parecía apenas más próximo que
cuando le había avistado por primera vez. El cuarto atardecer alcancé el pie
del promontorio, que resultó ser mucho más alto de lo que parecía a
distancia; un valle interpuesto hacía aún más pronunciado su relieve sobre
la superficie. Demasiado cansado para ascenderlo, me dormí a la sombra de
la colina.
No sé por qué mis sueños resultaron tan estrafalarios esa noche;
pero antes de que la menguante luna, fantásticamente gibosa, se hubiese
elevado mucho sobre la llanura oriental, me encontraba despierto, bañado
en sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones habidas resultaban
demasiado como para atreverse a arrostrarlas de nuevo. Y al resplandor de
la luna comprendí cuán necio había sido al viajar de día. Sin el brillo del
sol abrasador, mi viaje hubiera resultado menos fatigoso; de hecho, me
sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que había
descartada al ocaso. Recogiendo mi hatillo, empecé a subir hacia la cumbre
de la elevación.
Ya he comentado que la interminable monotonía de la ondulante
llanura era fuente de vago horror para mí, pero creo que mi espanto se vio
acrecentado cuando alcancé la cima del montículo y miré al otro lado de un
inconmensurable barranco o cañón cuyas negras profundidades la luna, aún
no lo bastante alta, no llegaba a iluminar. Me sentí como en el fin del
mundo, atisbando al borde de un caos insondable de noche eterna. En mi
terror me venían curiosas reminiscencias del Paraíso perdido y del odioso
ascenso de Satán a través de remotos territorios de oscuridad.
Al ascender más la luna, comencé a distinguir que las cuestas del
valle no resultaban tan perpendiculares como había supuesto. Salientes y
afloramientos de piedra proporcionaban apoyos fáciles y seguros para el
descenso, además de que a partir de unos pocos cientos de metros la
pendiente se hacía más gradual. Acuciado por un impulso que me resulta
difícil de analizar por completo, descendí dificultosamente las rocas y
alcancé la más suave ladera de abajo, ojeando aquellas profundidades
estigias que la luz aún no había penetrado.
Sobre todo, mi atención se vio prendida por un objeto grande y
singular de la ladera opuesta, que se alzaba a pico un ciento de metros más
adelante; un objeto que relucía blanquecino a los recién llegados rayos de
la luna en ascenso. Era tan sólo una gigantesca pieza de roca, como pronto
pude cerciorarme; pero yo había tenido una clara idea de que su contorno y
ubicación no eran completamente obra de la naturaleza. Un examen más
detenido me colmó de indescriptibles sensaciones; ya que a pesar de su
enorme tamaño y de que se encontraba situado en un abismo abierto en el
fondo de los mares desde la juventud de la tierra, vi más allá de cualquier
duda razonable que el extraño objeto era un monolito perfectamente
tallado, cuya inmensa mole había conocido el trabajo y quizás la adoración
de criaturas vivas y racionales.
Aturdido y espantado, aunque no sin cierto escalofrío de placer
propio de un científico o arqueólogo, examiné los alrededores con mayor
detenimiento. La luna, ahora próxima al cenit, brillaba de forma extraña y
vívida sobre los colosales peldaños que circundaban el abismo, revelando
el hecho de que un regato de agua fluía al fondo, perdiéndose de vista en
ambos sentidos y casi llegando a lamer mis pies cuando fui a detenerme al
pie de la ladera. Al otro lado del barranco, las pequeñas olas golpeteaban la
base del ciclópeo monolito, en cuya superficie puede ver entonces
cinceladas inscripciones y toscos relieves. La escritura estaba formada por
un sistema de jeroglíficos desconocidos para mí, distinto a cuanto hubiera
visto en los libros; consistía en su mayor parte en símbolos acuáticos
convencionales, tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos,
ballenas y cosas así. Algunos caracteres, obviamente, representaban seres
marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en
descomposición yo había observado en la llanura surgida del océano.
De entre todo, no obstante, fueron los relieves pictóricos los que
más me subyugaron. Visibles con claridad al otro lado del agua interpuesta,
gracias a su enorme tamaño, formaban un cúmulo de bajorrelieves cuyos
motivos hubieran podido despertar la envidia de un Doré. Creo que podría
suponerse que aquellos seres representaban hombres... o al menos, cierta
clase de hombres; aunque se mostraba a las criaturas retozando como peces
en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo pleitesía en algún
santuario monolítico, al parecer también sumergido. No osaré entrar en
detalles acerca de sus formas y rostros, ya que el siempre recuerdo me
provoca vértigos. Grotescos más allá de la imaginación de un Poe o un
Bulwer, resultaban en líneas generales condenadamente humanos a pesar
de sus manos y pies palmeados, labios espantosamente gruesos y fofos,
vidriosos ojos saltones, así como otros rasgos aún menos agradables de
recordar. Cosa bastante curiosa, parecían cincelados sin guardar proporción
con su escenario oceánico, ya que una de las criaturas era representada en
el acto de matar a una ballena retratada como apenas un poco más grande.
Reparé, como digo, en su deformidad y extraña estatura, pero enseguida
decidí que se trataba sencillamente de los imaginarios dioses de alguna
primitiva tribu de pescadores o marineros; una tribu cuyo último
descendiente había muerto antes de que naciera el primer antepasado del
hombre de Piltdown o el del Neanderthal. Espantado por este inesperado
vistazo a un pasado más allá de la imaginación del más aventurado de los
antropólogos, estuve meditando mientras la luna vertía extraños reflejos en
el silencioso canal que había ante mí.
Entonces, bruscamente, lo vi. Con tan sólo un ligero chapoteo
indicando su llegada a la superficie, el ser apareció sobre las oscuras aguas.
Inmenso, semejante a un Polifemo, espantoso, se lanzó como un tremendo
monstruo de pesadilla hacia el monolito, al que rodeó con sus gigantescos
brazos escamosos al tiempo que abatía su monstruosa cabeza para
prorrumpir en algunos sonidos pausados. Creo que enloquecí entonces.
De mi frenético remonte de la ladera y el risco, así como de mi
delirante regreso al bote embarrancado, poco es lo que recuerdo. Creo que
canté durante largo trecho, y que reía de forma extraña cuando ya no fui
capaz de seguir cantando. Guardo confusos recuerdos de una gran tormenta
desencadenada algún tiempo después de llegar al bote; y de alguna manera
sé que oí retumbar de truenos, así como otros sonidos que la naturaleza
profiere tan sólo en sus más desbocados momentos.
Cuando volví de entre las sombras me hallaba en un hospital de San
Francisco, llevado allí por el capitán del barco norteamericano que había
recogido mi bote en mitad del océano. Había hablado mucho durante mi
delirio, pero descubrí que habían prestado escasa atención a mis palabras.
Mis salvadores nada sabían de tierras afloradas en el Pacífico, y no vi la
necesidad de insistir sobre cosas que sabía no creerían. En cierta ocasión
acudí a un famoso etnólogo y lo entretuve con curiosas preguntas acerca de
la vieja leyenda filistea de Dagón, el dios-pez; pero advirtiendo enseguida
que era irremisiblemente convencional, desistí de mi interrogatorio.
Es durante la noche, sobre todo, cuando la luna es gibosa y
menguante, cuando veo al ser. Probé la morfina, pero la droga ha resultado
ser tan sólo una solución pasajera y me ha atrapado entre sus garras como
esclavo sin esperanza de remisión. Así que voy a acabar con todo, habiendo
escrito una relación completa para el conocimiento o la engreída diversión
de mis semejantes. A menudo me pregunto si no habrá sido todo una
fantasía... un simple monstruo de la fiebre sufrida mientras yacía preso de
la insolación y enloquecido en el bote descubierto, tras mi huida del buque
de guerra alemán. Eso me digo, pero siempre me viene una espantosa y
vívida imagen a modo de respuesta. No puedo pensar en el profundo mar
sin estremecerme ante los indescriptibles seres que puede que en este
mismo instante estén reptando y removiéndose en sus fondos cenagosos,
adorando arcaicos ídolos de piedra y tallando sus propias y detestables
imágenes en obeliscos submarinos de rezumante granito. Sueño con el día
en que puedan emerger entre el oleaje y sumergir entre sus garras a los
restos de una humanidad débil y agotada por la guerra... el día en que la
tierra se hunda y el oscuro lecho marino se alce entre el pandemónium
universal.
El fin está próximo. Escucho un ruido en la puerta, como si un
cuerpo inmenso y resbaladizo se debatiera contra ella. No dará conmigo.
Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

EL CLERIGO MALVADO -- LOVECRAFT

EL CLERIGO MALVADO
H. P. LOVECRAFT

Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba
gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:
— Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toque nada. Su
curiosidad le vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche;
y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo
que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no
sabemos donde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa
sociedad.
— Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no
toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No
sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo.
Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.
Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático.
Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una
elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes
repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de
magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto,
Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de
descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba
acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del
suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran
de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble
antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me
parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que
entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que
se trataba de un pequeño puerto de mar.
El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía
manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica — o algo que parecía una
linterna — del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era
blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que
una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba
una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.
Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera,

2 The evil clergyman.

parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey.
Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto
de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz
pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas
violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la
vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación,
como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de
chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una
forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di
cuenta de que no estaba solo en la habitación... y me guardé el proyector de
rayos en el bolsillo.
Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los
momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde
inmensa distancia, a través de una neblina... Aunque, por otra parte, el
recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían
grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo
a alguna geometría anormal.
El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media,
vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta
años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente
era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente
peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo
crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las
facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo
había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión
más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En
ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía
nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los
libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la
habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no
había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con
avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor indeciblemente
nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las
carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador.
De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con
aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba
corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta
de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al
primero de los llegados. Parecía que le odiaban y le temían al mismo
tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una
expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una
silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y
la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón
de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto.
El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y
extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos
parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la
empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían
y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en
abandonar la habitación.
El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un
rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba
de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo
en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea
de disuadirle o salvarle. Entonces me vio, suspendió los preparativos y
miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de
inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí
con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.
Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño
proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me
sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus
facciones cetrinas, con una luz violeta primero, y luego rosada. Su
expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo
temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y
agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder
tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para
prevenirle; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás,
cayó por la abertura y desapareció de mi vista.
Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar
descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez
de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto
el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras
normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la
multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había
oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al
parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados.
Uno de ellos gritó de forma atronadora:
— ¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?
Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos
menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de
barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna.
Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a
subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:
— ¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha
pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un
tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe que es lo que él quiere.
Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy
extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la
personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar
ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia
y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee
regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a América.
— No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nada puede ser
como antes. El hacer — o invocar — cualquier cosa no serviría sino para
empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría
podido ocurrir..., pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y
establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido
más grave. — Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha
operado cierto cambio en... su aspecto personal. Es algo que él siempre
provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio.
Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a
sufrir una fuerte impresión..., aunque no será nada repulsivo.
Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre
barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo,
con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el
farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el
espejo fue esto:
Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un
traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes
sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina,
olivácea, anormalmente alta.
Era el individuo silencioso que había llegado primero y había
quemado los libros.
Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre

DEL OTRO LADO - LOVECRAFT

DEL OTRO LADO1
H. P. LOVECRAFT

RESULTA horrible más allá de cualquier imaginación el cambio
que sufrió mi mejor amigo, Crawford Tillinghast. No lo había visto desde
el día en que, dos meses y medio antes, me hablara de algunos de los
objetivos que guiaban sus experimentos físicos y metafísicos; cuando me lo
contó, mis objeciones espantadas y casi aterrorizadas provocaron que me
expulsara de su laboratorio y su casa en un arrebato de ira ciega. Yo sabía
que ahora pasaba casi todo el tiempo en el laboratorio del ático con esa
maldita máquina eléctrica, comiendo apenas y manteniendo fuera incluso a
los criados, pero yo no sabía que un lapso tan corto como son diez semanas
pueden alterar y desfigurar hasta tal punto a un ser humano. No resulta
agradable la visión de un hombre robusto súbitamente enflaquecido, y es
aún peor cuando la piel fláccida se torna amarillenta o grisácea, los ojos
hundidos y ojerosos, resplandeciendo de forma extraña, la frente surcada de
venas y arrugas, y las manos trémulas y nerviosas. Si a eso unimos una
repulsiva falta de higiene, un salvaje desaliño en el vestir, una pelambrera
de cabellos oscuros encanecidos en las raíces y unas tupidas barbas sobre el
rostro otrora bien afeitado, el efecto acumulado resulta bastante impactante.
Pero tal era la apariencia de Crawford Tillinghast la noche en que su
mensaje, coherente sólo a medias, me hizo acudir hasta su puerta tras
semanas de distanciamiento; tal era el espectro que temblaba al
franquearme el acceso, vela en mano y ojeando furtivamente sobre el
hombro como si temiese la presencia de seres invisibles en la antigua y
solitaria mansión ubicada tras Benevolent Street.

1 From Beyond, written: 1920, published: 1934, in The Fantasy Fan.

El que Crawford Tillinghast pudiera haber estudiado alguna vez
ciencias y filosofía resultaba un error. Tales materias deben confiarse a
investigadores fríos e impersonales, ya que ofrecen dos alternativas
igualmente trágicas al hombre de espíritu o al de acción; el desánimo en
caso de errar en el experimento, y terrores inenarrables e inimaginables en
el caso de alcanzar el éxito. Tillinghast fue una vez presa del fracaso,
solitario y melancólico; pero ahora supe, con un nauseabundo temor por mí
mismo, que era presa del éxito. Ciertamente, yo le había advertido hacía
diez semanas, cuando me confió el relato de lo que pensaba estar a punto
de descubrir. En esos momentos estuvo rubicundo y exaltado, hablando con
voz alta y forzada, aunque en todo momento impregnada de pedantería.
— Qué sabemos — decía — sobre el mundo y el universo a nuestro
alrededor? Los medios de los que disponemos para recibir impresiones son
absurdamente pocos, y nuestras nociones sobre los objetos circundantes
infinitamente estrechas. Vemos cosas tan sólo porque estamos diseñados
para verlas, y no podemos hacernos idea de su naturaleza absoluta. Con
cinco débiles sentidos tratamos de asimilar el cosmos complejo e infinito,
aunque otros seres con sentidos más amplios, más fuertes o de clase
diferente podrían no sólo ver muy distintas las cosas que nosotros vemos,
sino también acceder y estudiar mundos completos de materia, energía y
vida que se encuentran al alcance de la mano, pero que jamás podremos
detectar con nuestros sentidos. Siempre he pensado que tales mundos
extraños, inaccesibles, coexisten junto a nosotros, y ahora creo haber
encontrado una forma de romper las barreras. No es broma. En las
próximas veinticuatro horas esta máquina que está junto a la mesa generará
ondas que actuarán sobre incógnitos órganos sensoriales que sobreviven en
nosotros como vestigios atrofiados o rudimentarios. Tales ondas nos
abrirán perspectivas desconocidas para el hombre, y algunas ignotas para
cualquier ente que podamos considerar vida orgánica. Veremos aquello a lo
que los perros aúllan en la oscuridad y lo que hace aguzar el oído a los
gatos tras la medianoche. Veremos tales cosas y otras que ninguna criatura
que respira viera. Nos impondremos al tiempo, espacio y dimensiones, y
sin movernos podremos indagar en los fundamentos de la creación.
Cuando Tillinghast dijo tales cosas lo recriminé, ya que lo conocía
suficientemente como para sentirme antes asustado que contento, pero era
un fanático y me echó de su casa. Ahora seguía siendo un fanático, pero su
deseo de hablar se había impuesto sobre su resentimiento y me había
reclamado imperiosamente con una escritura que apenas era capaz de
reconocer. Al llegar a la morada de mi amigo, tan súbitamente
transformado en una temblorosa gárgola, me infecté del terror que parecía
aguardar en cada sombra. Las palabras y creencias expresadas diez
semanas antes parecieron tomar cuerpo en la oscuridad que había más allá
del pequeño resplandor de la vela, y me sentí enfermar por la voz
cavernosa y alterada de mi anfitrión. Ansiaba la presencia de los criados y
no me gustó nada que me dijera que se habían marchado todos tres días
antes. Me resultó extraño que el viejo Gregory, al menos, hubiera
abandonado a su amo sin comunicárselo a un íntimo como era yo. Era él
quien me había suministrado toda la información que había recibido sobre
Tillinghast desde que éste me despachara lleno de rabia.
Aunque bien pronto subordiné todos mis temores a las crecientes
curiosidad y fascinación. Tan sólo podía conjeturar lo que Crawford
Tillinghast pudiera desear ahora de mí, pero ya no albergaba dudas sobre
que poseía un formidable secreto o descubrimiento aún por desvelar. Antes
yo me opuse a sus antinaturales intromisiones en lo desconocido; pero
ahora que, evidentemente, había triunfado, de alguna forma yo casi
compartía su estado de ánimo, por terrible que pudiera parecer el precio de
la victoria. Subiendo a través de la oscura vacuidad de la casa, seguía la
vela que temblaba en la mano de esta estremecida parodia de hombre. No
parecía haber corriente, y cuando pregunté sobre ello a mi guía, éste dijo
que había una buena razón para ello.
— Sería demasiado... no me atrevo — acabó murmurando.
Especialmente reparé en su nuevo hábito de susurrar, ya que antes
no solía hablar para sus adentros. Entramos en el laboratorio del ático y vi
aquella detestable máquina eléctrica, resplandeciendo con enfermiza
luminosidad, siniestra, violeta. Estaba conectada a una potente batería
química, pero parecía no tener corriente; pero yo recordaba cómo en su
etapa experimental chisporroteaba y ronroneaba al ponerse en marcha. En
respuesta a mi pregunta, Tillinghast musitó que su permanente fulgor no
era de origen eléctrico en cualquiera de los sentidos que yo pudiera
entender esto.
Me hizo entonces sentar cerca de la máquina, de tal forma que ésta
quedaba a mi derecha, y giró un conmutador bajo el grupo superior de
bulbos de cristal. Comenzó el habitual crepitar, transformándose en
zumbido, y se resolvió en un rumor tan tenue que parecía haber vuelto al
reposo. Mientras, crecía la luminosidad, menguaba de nuevo, por fin llegó
a un color o mezcla de colores pálidos y extraños que no puedo clasificar ni
describir. Tillinghast, que había estado observándome, advirtió mi
expresión asombrada.
— ¿Sabes qué es esto? — susurró —. Es ultravioleta — gorgojeó
de forma espantosa ante mi sorpresa —. Creías que era invisible, y lo es...
pero esto, así como otras muchas cosas invisibles, lo podrás ver ahora.
«¡Escucha! Las ondas de esta máquina están despertando en
nosotros un millar de sentidos adormecidos; sentidos que hemos heredado
tras eones de evolución, desde el estadio de electrones dispersos al de
humanidad orgánica. Yo he visto la realidad y ahora he decidido
mostrártela. ¿Te preguntas cómo es posible? Yo te lo diré — entonces,
Tillinghast se sentó directamente enfrente de mí, soplando hasta apagar la
vela, escudriñando de forma espantosa dentro de mis ojos —. Tus actuales
órganos sensoriales, primeramente el oído, creo, serán capaces de
aprehender muchas de las impresiones, ya que se hallan estrechamente
conectados con los órganos dormidos. Luego entrarán otros en acción.
¿Has oído hablar de la glándula pineal? Me río de esos endocrinólogos
superficiales, tan falsarios y advenedizos como los freudianos. Esa glándula
es el órgano supremo de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto.
Después de todo, es parecido a la vista y transmite imágenes visuales al
cerebro. Si eres normal, ésa es la forma en que recibirás casi toda la
información... me refiero a las impresiones del otro lado.»
Observé alrededor; el inmenso ático con su pared sur inclinada,
levemente iluminada por rayos que el ojo cotidiano no puede ver. Las
esquinas alejadas estaban totalmente en sombras, y sobre todo el sitio se
asentaba en una brumosa irrealidad que entrevelaba su naturaleza,
invitando a la imaginación hacia el simbolismo y la fantasmagoría. Durante
el lapso en que Tillinghast guardó silencio me imaginé en algún vasto e
increíble templo de dioses muertos mucho tiempo atrás, algún difuso
edificio de innumerables columnas de piedra negra que se alzaban desde un
suelo de húmedas losas hacia alturas nubladas, más allá del alcance de mi
visión. La imagen resultó por un instante sumamente vívida, pero
gradualmente fue dejando paso a una escena más horrible, a una completa,
absoluta soledad de espacio infinito, ciego, sordo. Parecía tratarse de un
vacío y nada más, y sentí un miedo pueril que me llevó a empuñar el
revólver que siempre llevaba en el bolsillo desde que me atracaron en East
Providence. Entonces, desde las más lejanas regiones del apartamiento, el
sonido cobró suavemente vida. Resultaba infinitamente débil, tenuemente
vibrante e inconfundiblemente musical, aunque dotado con una cualidad de
estremecedora ajenidad que convirtió su reverbero en una delicada tortura
que cubrió todo mi cuerpo. Sentí sensaciones como las que se sienten al
hacer rechinar accidentalmente un cristal. Simultáneamente apareció algo
parecido a una corriente fría que, en apariencia, soplaba sobre mí desde el
mismo lugar del que provenía el distante sonido. Mientras aguardaba
conteniendo la respiración, noté que tanto el viento como el sonido
arreciaban; un efecto que me produjo una extraña impresión sobre mí
mismo, como si me encontrase atado sobre unas vías en el camino de una
gigantesca locomotora que fuese aproximándose. Hice gesto de hablar con
Tillinghast, y en el acto se esfumaron repentinamente todas aquellas
insólitas impresiones. Tan sólo vi al hombre, la máquina y la penumbrosa
estancia. Tillinghast se reía repugnantemente del revólver que había
empuñado en forma casi inconsciente, pero por su expresión me convencí
de que había visto y oído lo que yo, si no más. Le susurré lo que me había
ocurrido, y él me instó a permanecer tan quieto y atento como me fuera
posible.
— No te muevas — me advirtió —, ya que estos rayos permiten
tanto que veamos como que seamos vistos. Ya te dije que los criados se
habían ido, pero no te conté cómo. Fue esa atontada ama de llaves...
encendió las luces de abajo a pesar de mis órdenes y los cables captaron
vibraciones simpáticas. Debió de ser espantoso... pude escuchar los gritos
desde aquí a pesar de lo que estaba viendo y oyendo de otras procedencias,
y después resultó bastante terrible encontrarme con aquellos montones de
ropas dispersos por la casa. Las ropas de la señora Updike estaban cerca del
conmutador... por eso sé que fue ella quien lo hizo. Pero en tanto en cuanto
no nos movamos estaremos razonablemente a salvo. Recuerda que nos las
vemos con un mundo espantoso en el que nos hallamos prácticamente
inermes... ¡Permanece inmóvil!
La impresión combinada de aquella revelación y la orden abrupta
me sumió en una especie de parálisis, y en mi terror de nuevo mi mente se
abrió a la sugestión que procedía de los que Tillinghast llamaba «otro
lado». Ahora me encontraba en un remolino de sonidos y movimientos, con
confusas imágenes pasando ante mis ojos. Veía los perfiles borrosos de la
estancia, pero desde algún punto del espacio parecía surgir una hirviente
columna de formas irreconocibles, o quizás nubes, traspasando el sólido
techo por un punto arriba y a la derecha. Entonces noté de nuevo el efecto
del templo, pero esta vez las columnas alcanzaban algún etéreo océano de
luz que envió un rayo cegador a través de la columna nubosa que viera
previamente. Tras eso, la escena se tornó completamente calidoscópica, y
en la barahúnda de visiones, sonidos e impresiones sensoriales sin
identificar sentí que estaba a punto de disolverme, o de perder la forma
corpórea. Siempre recordaré un instante bien definido. Por un momento
creí contemplar una porción de extraño cielo nocturno repleto de esferas
brillantes que giraban y, mientras retrocedían, vi que dos soles
resplandecientes formaban una galaxia o constelación de forma definida;
tal forma era el rostro distorsionado de Crawford Tillinghast. En otra
ocasión sentí cómo inmensos seres animados me rozaban al pasar y, en
ocasiones, traspasaban o se deslizaban a través de mi cuerpo,
supuestamente sólido, y, sin embargo, veía a Tillinghast mirarlos como si
sus sentidos, mejor entrenados, pudieran captarlos visualmente. Recordé lo
que dijera acerca de la glándula pineal y me pregunté que habría
contemplado con ese ojo preternatural.
Súbitamente yo mismo comencé a gozar de una especie de visión
aumentada. Por encima del caos luminoso y sombrío se alzó una imagen
que, aunque difusa, poseía elementos de consistencia y permanencia. De
hecho, se trataba de algo familiar, ya que la parte insólita se
sobreimpresionaba sobre la habitual tal y como una proyección
cinematográfica puede proyectarse sobre el telón pintado de un teatro. Vi el
laboratorio del ático, la máquina eléctrica y la repugnante forma de
Tillinghast frente a mí, pero nada del espacio no ocupado por objetos
familiares y materiales se encontraba vacío. Indescriptibles formas, vivas o
no, se entremezclaban en abominable tumulto, y junto a cada cosa conocida
se encontraban mundos enteros de alienígenas entidades desconocidas.
Igualmente, parecía que todos los seres conocidos entraban en la
composición de otras cosas desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre los
seres vivos se encontraban unas monstruosidades gelatinosas, negras como
la tinta, que tremolaban con flaccidez en sincronía con las vibraciones de la
máquina. Se encontraban presentes en una espantosa profusión, y para mi
horror descubrí que se superponían; que eran semilíquidas y capaces de
traspasar unas a través de otras, así como a través de lo que nosotros
entendemos como sólido. Tales seres nunca estaban quietos, sino que
parecían flotar alrededor siguiendo algún propósito maligno. A veces
parecían devorarse unas a otras, el atacante lanzándose sobre la víctima y
haciéndola desaparecer instantáneamente de la vista. Estremeciéndome,
creí descubrir lo que había hecho esfumarse a los infortunados criados, y no
pude alejar de mi mente tal pensamiento mientras intentaba observar otras
propiedades del mundo recién descubierto que subyacía invisible en torno
nuestro. Pero Tillinghast había estado observándome y me hablaba.
— ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿Ves los seres que flotan y caen en torno y a
través tuyo a cada momento de tu vida? ¿Ves las criaturas que forman parte
de lo que los hombres llaman aire puro y cielo azul? ¿No he logrado
romper la barrera, no te he mostrado mundos que ningún otro ser vivo ha
visto?
Yo escuchaba sus horribles gritos entre aquel horrible caos y
observaba su rostro distorsionado, ofensivamente cerca del mío. Sus ojos
despedían llamaradas y me observaban con lo que ahora entiendo era odio
estremecedor. La máquina zumbaba de forma detestable.
— ¿Crees que esos seres ameboides mataron a los criados? ¡Son
inofensivos, idiota! Pero los criados han desaparecido, ¿no? Intentaste
detenerme, me desanimaste cuando necesitaba cada brizna de valor que
pudiera reunir; tenías miedo de las verdades cósmicas, maldito cobarde,
¡pero ahora estás en mis manos! ¿Qué fue lo que mató a los criados? ¿Qué
fue lo que los hizo gritar así?... no lo sabes, ¿eh? ¡Pronto lo sabrás!
Mírame, escucha cuanto te digo, ¿crees que existen de verdad cosas tales
como tiempo y magnitud? ¿Crees que existen cosas como forma y materia?
¡Pues yo te digo que me he sumido en profundidades que tu pequeño
cerebro no alcanza siquiera a intuir! He visto más allá de los límites del
infinito y frecuentado a los demonios de las estrellas... he viajado a lomos
de las sombras que saltan de mundo en mundo sembrando la muerte y la
locura... el espacio me pertenece, ¿me oyes? Tengo a ciertos seres ahora a
mis talones, seres que devoran y disuelven, pero yo sé cómo escapar de
ellas. Te cogerán a ti, tal y como cogieron a los criados. ¿Te inmutas,
amigo mío? Ya te dije que es peligroso moverse. Hasta ahora te has
salvado gracias a la advertencia de que permanecieras quieto... salvado para
contemplar más visiones y oírme. Si te hubieses movido, hace rato que
hubieran caído sobre ti. No te preocupes, no te dolerá. No lastimaron a los
sirvientes... fue el contemplarlos lo que hizo gritar así a los pobres diablos.
Mis mascotas no resultan agradables, ya que proceden de lugares con
patrones estéticos... muy distintos. La desintegración resulta bastante
indolora, puedo jurártelo... pero quiero que los veas. Yo casi los vi, pero sé
cómo parar. ¿No sientes curiosidad? ¡Siempre supe que no tenías
temperamento científico! ¿Tiemblas, eh? ¿Tiemblas de ansiedad por ver a
los postreros seres que he descubierto? ¿Por qué no te mueves entonces?
¿Estás cansado? Bueno, no hay ningún problema, amigo, ya llegan... ¡Mira!
¡Mira! ¡Mira, maldito seas! justo sobre tu hombro izquierdo!
Queda muy poco por contar, y puede ser ya conocido por las
noticias de los periódicos. La policía escuchó un disparo en la vieja casa
Tillinghast y nos descubrió allí... Tillinghast muerto y yo inconsciente. Me
arrestaron por culpa del revólver hallado en mi mano, pero me liberaron
unas tres horas después, apenas comprobaron que Tillinghast había muerto
de apoplejía y que mi pistola había sido disparada contra la malsana
máquina que ahora se encuentra inservible sobre el suelo del laboratorio.
No conté mucho de cuanto viera, pues temía que el forense se mostrara
escéptico; pero por el evasivo esquema que le suministré, el doctor me dijo
que sin duda había resultado hipnotizado por aquel loco vengativo y
homicida.
Quisiera poder creer a ese médico. Resultaría de gran ayuda para
mis nervios alterados el que pudiera descartar lo que ahora pienso sobre el
aire y el cielo sobre y en torno mío. Nunca me siento solo o a gusto, y una
odiosa sensación de ser perseguido me hace estremecer a veces, cuando me
encuentro fatigado. Lo que me impide creer al médico es este sencillo
hecho... que la policía nunca encontró los cuerpos de aquellos criados
cuyas muertes se atribuyen a Crawford Tillinghast.

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