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viernes, diciembre 05, 2008

DAGÓN -- LOVECRAFT

DAGÓN
H. P. Lovecraft

Escribo esto bajo una considerable tensión mental, ya que al caer la
noche mi existencia tocará a su fin. Sin un céntimo, y agotada la provisión
de droga que es lo único que me hace soportable la vida, no podré aguantar
mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana de esta buhardilla a la
mísera calle de abajo. Que mi adicción a la morfina no les lleve a
considerarme un débil o un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas
apresuradamente garabateadas, podrán comprender, aunque no
completamente, por qué debo olvidar o morir.
Fue en una de las zonas más abiertas y desoladas del gran Pacífico
donde el buque del que yo era sobrecargo fue alcanzado por el cazador de
barcos alemán. Entonces la gran guerra se hallaba en sus comienzos y las
fuerzas oceánicas del Huno aún no habían llegado a su posterior
decadencia; así que nuestra nave fue presa según las convenciones, y su
tripulación tratada con el respeto y consideración debida a prisioneros de
guerra. De hecho, la disciplina de nuestros captares era tan relajada que
cinco días más tarde logré huir en un botecillo con agua y provisiones para
bastante tiempo.
Cuando finalmente me encontré con las amarras cortadas y libre,
tenía muy poca idea de mi posición. No siendo navegante avezado, tan sólo
podía suponer vagamente, por el sol y las estrellas, que me encontraba al
sur del ecuador. Desconocía mi longitud, y no había a la vista ni islas ni
costas. El tiempo permanecía bonancible y durante un número
indeterminado de días navegué sin rumbo bajo el sol abrasador, esperando
el paso de un barco o la arribada a las playas de alguna tierra habitable.
Pero ni barcos ni tierra hacían su aparición, y yo comencé a desesperar en
mi soledad, en medio de aquella oscilante inmensidad de azul ilimitado.
El cambio tuvo lugar mientras dormía. Jamás conocí los detalles, ya
que mi sueño, aunque problemático y repleto de visiones, fue
ininterrumpido. Cuando desperté, lo hice para encontrarme medio hundido
en una cenagosa extensión de infernal fango negro que me rodeaba en
monótonas ondulaciones hasta tan lejos como llegaba la vista, y en el que
mi bote se encontraba embarrancado a cierta distancia.
Aunque podría suponerse que mi primera sensación ante esa
prodigiosa e inesperada transformación del paisaje fuese la del asombro, en
realidad me encontraba más espantado que perplejo; ya que había en la
atmósfera y en el suelo putrefacto una cualidad siniestra que me helaba
hasta la médula. La zona era un pudridero de cadáveres de peces
descompuestos, así como de otras cosas menos descriptibles que pude ver
insinuándose entre el asqueroso légamo de aquella interminable llanura.
Quizás no debiera intentar el transcribir con simples palabras la indecible
abominación que parecía asentarse en el absoluto silencio y la estéril
inmensidad. No había nada al alcance del oído, ni de la vista, excepto una
inmensidad de negro limo; y, sin embargo, la absoluta quietud y la
monotonía del paisaje me agobiaban con un terror nauseabundo.
El sol llameaba en un cielo que me pareció casi negro en su cruel
ausencia de nubes, como reflejando las ciénagas de tinta que había bajo mis
pies. Mientras me arrastraba hacia el bote atorado, comprendí que tan sólo
había una teoría que pudiera explicar mi situación. Debido a algún
cataclismo volcánico sin precedentes, parte del lecho marino debía haber
emergido, revelando áreas que parecían haberse mantenido ocultas durante
millones de años en las insondables profundidades oceánicas. Tan grande
era la extensión de esa nueva tierra alzada bajo mis pies que, por más que
aguzase el oído, no se captaba el menor rumor de oleaje. Tampoco había
allí ninguna ave marina que se alimentase de los seres muertos.
Durante algunas horas permanecí pensando o cavilando en el bote,
que yacía de costado y prestaba una ligera sombra según el sol corría el
cielo. Al avanzar el día, el suelo fue perdiendo algo de fluidez, pareciendo
en poco tiempo lo bastante seco como para permitir viajar a su través. Esa
noche dormí, aunque poco, y al día siguiente preparé un paquete con
comida y agua, necesario para una marcha en busca del mar desaparecido,
así como de un posible rescate.
A la tercera mañana descubrí que el suelo se encontraba lo bastante
seco como para caminar con facilidad. La peste a pescado era exasperante,
pero me hallaba demasiado absorto en asuntos de más importancia como
para preocuparme por eso, y, resuelto, me puse en marcha hacia una meta
desconocida. Durante todo el día avancé siempre hacia el oeste, guiado por
un lejano montículo que descollaba sobre las demás elevaciones de aquel
desierto ondulado. Acampé aquella noche, y al día siguiente aún estaba en
camino hacia el montículo, aunque parecía apenas más próximo que
cuando le había avistado por primera vez. El cuarto atardecer alcancé el pie
del promontorio, que resultó ser mucho más alto de lo que parecía a
distancia; un valle interpuesto hacía aún más pronunciado su relieve sobre
la superficie. Demasiado cansado para ascenderlo, me dormí a la sombra de
la colina.
No sé por qué mis sueños resultaron tan estrafalarios esa noche;
pero antes de que la menguante luna, fantásticamente gibosa, se hubiese
elevado mucho sobre la llanura oriental, me encontraba despierto, bañado
en sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones habidas resultaban
demasiado como para atreverse a arrostrarlas de nuevo. Y al resplandor de
la luna comprendí cuán necio había sido al viajar de día. Sin el brillo del
sol abrasador, mi viaje hubiera resultado menos fatigoso; de hecho, me
sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que había
descartada al ocaso. Recogiendo mi hatillo, empecé a subir hacia la cumbre
de la elevación.
Ya he comentado que la interminable monotonía de la ondulante
llanura era fuente de vago horror para mí, pero creo que mi espanto se vio
acrecentado cuando alcancé la cima del montículo y miré al otro lado de un
inconmensurable barranco o cañón cuyas negras profundidades la luna, aún
no lo bastante alta, no llegaba a iluminar. Me sentí como en el fin del
mundo, atisbando al borde de un caos insondable de noche eterna. En mi
terror me venían curiosas reminiscencias del Paraíso perdido y del odioso
ascenso de Satán a través de remotos territorios de oscuridad.
Al ascender más la luna, comencé a distinguir que las cuestas del
valle no resultaban tan perpendiculares como había supuesto. Salientes y
afloramientos de piedra proporcionaban apoyos fáciles y seguros para el
descenso, además de que a partir de unos pocos cientos de metros la
pendiente se hacía más gradual. Acuciado por un impulso que me resulta
difícil de analizar por completo, descendí dificultosamente las rocas y
alcancé la más suave ladera de abajo, ojeando aquellas profundidades
estigias que la luz aún no había penetrado.
Sobre todo, mi atención se vio prendida por un objeto grande y
singular de la ladera opuesta, que se alzaba a pico un ciento de metros más
adelante; un objeto que relucía blanquecino a los recién llegados rayos de
la luna en ascenso. Era tan sólo una gigantesca pieza de roca, como pronto
pude cerciorarme; pero yo había tenido una clara idea de que su contorno y
ubicación no eran completamente obra de la naturaleza. Un examen más
detenido me colmó de indescriptibles sensaciones; ya que a pesar de su
enorme tamaño y de que se encontraba situado en un abismo abierto en el
fondo de los mares desde la juventud de la tierra, vi más allá de cualquier
duda razonable que el extraño objeto era un monolito perfectamente
tallado, cuya inmensa mole había conocido el trabajo y quizás la adoración
de criaturas vivas y racionales.
Aturdido y espantado, aunque no sin cierto escalofrío de placer
propio de un científico o arqueólogo, examiné los alrededores con mayor
detenimiento. La luna, ahora próxima al cenit, brillaba de forma extraña y
vívida sobre los colosales peldaños que circundaban el abismo, revelando
el hecho de que un regato de agua fluía al fondo, perdiéndose de vista en
ambos sentidos y casi llegando a lamer mis pies cuando fui a detenerme al
pie de la ladera. Al otro lado del barranco, las pequeñas olas golpeteaban la
base del ciclópeo monolito, en cuya superficie puede ver entonces
cinceladas inscripciones y toscos relieves. La escritura estaba formada por
un sistema de jeroglíficos desconocidos para mí, distinto a cuanto hubiera
visto en los libros; consistía en su mayor parte en símbolos acuáticos
convencionales, tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos,
ballenas y cosas así. Algunos caracteres, obviamente, representaban seres
marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en
descomposición yo había observado en la llanura surgida del océano.
De entre todo, no obstante, fueron los relieves pictóricos los que
más me subyugaron. Visibles con claridad al otro lado del agua interpuesta,
gracias a su enorme tamaño, formaban un cúmulo de bajorrelieves cuyos
motivos hubieran podido despertar la envidia de un Doré. Creo que podría
suponerse que aquellos seres representaban hombres... o al menos, cierta
clase de hombres; aunque se mostraba a las criaturas retozando como peces
en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo pleitesía en algún
santuario monolítico, al parecer también sumergido. No osaré entrar en
detalles acerca de sus formas y rostros, ya que el siempre recuerdo me
provoca vértigos. Grotescos más allá de la imaginación de un Poe o un
Bulwer, resultaban en líneas generales condenadamente humanos a pesar
de sus manos y pies palmeados, labios espantosamente gruesos y fofos,
vidriosos ojos saltones, así como otros rasgos aún menos agradables de
recordar. Cosa bastante curiosa, parecían cincelados sin guardar proporción
con su escenario oceánico, ya que una de las criaturas era representada en
el acto de matar a una ballena retratada como apenas un poco más grande.
Reparé, como digo, en su deformidad y extraña estatura, pero enseguida
decidí que se trataba sencillamente de los imaginarios dioses de alguna
primitiva tribu de pescadores o marineros; una tribu cuyo último
descendiente había muerto antes de que naciera el primer antepasado del
hombre de Piltdown o el del Neanderthal. Espantado por este inesperado
vistazo a un pasado más allá de la imaginación del más aventurado de los
antropólogos, estuve meditando mientras la luna vertía extraños reflejos en
el silencioso canal que había ante mí.
Entonces, bruscamente, lo vi. Con tan sólo un ligero chapoteo
indicando su llegada a la superficie, el ser apareció sobre las oscuras aguas.
Inmenso, semejante a un Polifemo, espantoso, se lanzó como un tremendo
monstruo de pesadilla hacia el monolito, al que rodeó con sus gigantescos
brazos escamosos al tiempo que abatía su monstruosa cabeza para
prorrumpir en algunos sonidos pausados. Creo que enloquecí entonces.
De mi frenético remonte de la ladera y el risco, así como de mi
delirante regreso al bote embarrancado, poco es lo que recuerdo. Creo que
canté durante largo trecho, y que reía de forma extraña cuando ya no fui
capaz de seguir cantando. Guardo confusos recuerdos de una gran tormenta
desencadenada algún tiempo después de llegar al bote; y de alguna manera
sé que oí retumbar de truenos, así como otros sonidos que la naturaleza
profiere tan sólo en sus más desbocados momentos.
Cuando volví de entre las sombras me hallaba en un hospital de San
Francisco, llevado allí por el capitán del barco norteamericano que había
recogido mi bote en mitad del océano. Había hablado mucho durante mi
delirio, pero descubrí que habían prestado escasa atención a mis palabras.
Mis salvadores nada sabían de tierras afloradas en el Pacífico, y no vi la
necesidad de insistir sobre cosas que sabía no creerían. En cierta ocasión
acudí a un famoso etnólogo y lo entretuve con curiosas preguntas acerca de
la vieja leyenda filistea de Dagón, el dios-pez; pero advirtiendo enseguida
que era irremisiblemente convencional, desistí de mi interrogatorio.
Es durante la noche, sobre todo, cuando la luna es gibosa y
menguante, cuando veo al ser. Probé la morfina, pero la droga ha resultado
ser tan sólo una solución pasajera y me ha atrapado entre sus garras como
esclavo sin esperanza de remisión. Así que voy a acabar con todo, habiendo
escrito una relación completa para el conocimiento o la engreída diversión
de mis semejantes. A menudo me pregunto si no habrá sido todo una
fantasía... un simple monstruo de la fiebre sufrida mientras yacía preso de
la insolación y enloquecido en el bote descubierto, tras mi huida del buque
de guerra alemán. Eso me digo, pero siempre me viene una espantosa y
vívida imagen a modo de respuesta. No puedo pensar en el profundo mar
sin estremecerme ante los indescriptibles seres que puede que en este
mismo instante estén reptando y removiéndose en sus fondos cenagosos,
adorando arcaicos ídolos de piedra y tallando sus propias y detestables
imágenes en obeliscos submarinos de rezumante granito. Sueño con el día
en que puedan emerger entre el oleaje y sumergir entre sus garras a los
restos de una humanidad débil y agotada por la guerra... el día en que la
tierra se hunda y el oscuro lecho marino se alce entre el pandemónium
universal.
El fin está próximo. Escucho un ruido en la puerta, como si un
cuerpo inmenso y resbaladizo se debatiera contra ella. No dará conmigo.
Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

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