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lunes, junio 09, 2008

1ª SELECCION MAUPASSANT __ UN BANDIDO CORSO

SELECCION MAUPASSANT
UN BANDIDO CORSO
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El camino ascendía suavemente hacia el centro del bosque de Al-tone. Los desmesurados abetos formaban sobre nuestras cabezas una bóveda quejumbrosa, dejaban oír algo así como un lamento continuo y triste, mientras que a derecha e izquierda sus delgados y rectos troncos semejaban un ejército de tubos de órgano, de los que parecía salir la monótona música del viento en las cimas.
Al cabo de tres horas de marcha, el número de aquellos largos y juntos maderos disminuyó; de trecho en trecho un árbol gigantesco, apartado de los demás, y abierto como una sombrilla enorme, ostentaba su copa de un sombrío verde; y de pronto llegamos al límite del bosque, a unos cien metros por debajo del desfiladero que conduce al inculto valle de Niolo.
En las dos altas cumbres que dominan este paraje, algunos viejos árboles disformes parecen haber subido penosamente, como exploradores enviados delante de una compacta muchedumbre. Volviéndonos, divisamos todo el bosque, extendido a nuestros pies, semejante a una inmensa cubeta de madera cuyos bordes, que parecían tocar el cielo, eran desnudas rocas que lo cerraban por todas partes.
De nuevo nos pusimos en marcha, y diez minutos después llegábamos al desfiladero.
Entonces contemplé un país sorprendente. A la conclusión de otro bosque un valle, pero un valle como no los había yo visto, una soledad de piedra de diez leguas de longitud, extendida entre dos montañas de dos mil metros de altura y sin un sembrado, sin un árbol a la vista. Es el Niolo, la patria de la libertad corsa, la inaccesible ciudadela de donde nunca los invasores pudieron expulsar a los montañeses.
—Ahí es también donde están refugiados todos nuestros bandidos—me dijo mi acompañante.
Pronto llegamos al fondo de aquel agujero inculto y de indescriptible belleza.
Ni una hierba, ni una planta; granito, nada más que granito. Delante de nosotros, hasta donde alcanza la vista, un desierto de granito resplandeciente, calentado como un horno por un furioso sol que parece expresamente suspendido sobre aquel desfiladero de piedra. Cuando se alzan los ojos hacia las cuestas, se queda deslumbrado y estupefacto. Se muestran rojas y labradas como festones de coral; todas las cimas son de pórfido; y el cielo, por encima de ellas, parece violeta, lila, descolorido por la vecindad de aquellos extraños montes. Más abajo el granito es gris chispeante, y a nuestros pies parece raspado, molido: caminamos sobre un polvo reluciente. A nuestra derecha, en un largo y tortuoso carril, un tumultuoso torrente ruge y corre. Y se tambalea uno bajo aquel calor, entre aquella lava, en aquel valle ardiente, árido, inculto, cortado por aquel arroyo turbulento, que parece tener prisa por huir, impotente para fecundar las rocas, perdido en aquel horno que se lo bebe ávidamente sin verse nunca por él atravesado y refrescado.
Pero de pronto apareció a nuestra izquierda una cruz de madera clavada en un pequeño montón de piedras. Un hombre había sido muerto allí. Dije a mi acompañante:
—Hábleme usted de sus bandidos.
El me contestó:
—He conocido al más célebre, al más terrible de todos ellos, al llamado Santa Lucía, y voy a referir a usted su historia.
Al ser muerto su padre en una disputa, por un joven del país, según se dijo, Santa Lucia quedó solo con su hermana. Era un muchacho débil y tímido, pequeño, enfermizo, sin ninguna energía. No prometió la vendetta al asesino de su padre. Todos sus parientes le fueron a ver, le suplicaron que se vengase; él permanecía sordo a sus amenazas y sus ruegos.
Entonces, siguiendo la vieja costumbre corsa, la hermana, llena de indignación, le quitó su ropa negra, a fin de que no llevase luto por el fallecimiento de una persona muerta sin venganza. Pues también insensible a este ultraje, y, por no descolgar la escopeta, aún cargada, de su padre, se encerró en un aposento de la casa, dejando de salir en absoluto, incapaz de arrostrar las desdeñosas miradas de los mozos del país.
Transcurrieron dos meses. Parecía haber olvidado hasta el crimen, y vivía con su hermana en el fondo de su casa.
Y, un día, aquel en quien recaía la sospecha del asesinato, se casó. A Santa Lucia no pareció impresionarle la noticia; mas he aquí que, para desafiarle sin duda, el supuesto criminal pasó, al ir a la iglesia, por delante de la morada de los huérfanos.
El hermano y la hermana comían, asomados a la ventana, unos pastelillos fritos, cuando el joven divisó a la gente de la boda desfilando delante de su casa. De repente empezó a temblar; se incorporó, sin decir una palabra; se santiguó; tomó la escopeta, qué tenía colgada en el hogar, y salió a la calle.
Cuando, más adelante, hablaba de esto, decía:
—No sé lo que sentí; fue como un calor súbito en la sangre; y comprendí que era necesario hacer aquello; que, a pesar de todo, yo no hubiera podido resistir, y fui a esconder la escopeta en el bosque del camino de Corte.
Una hora después regresaba sin nada en las manos, con su aire habitual, fatigado y triste. Su hermana se creyó que no tenía ninguna idea.
Pero, al anochecer, desapareció.
Su enemigo debía ir a Corte aquella noche misma, a pie y con sus dos testigos de boda.
Avanzaban por el camino cantando; Santa Lucía se irguió de pronto ante ellos, y, mirando frente a frente al asesino, exclamó:
—¡Ha llegado tu hora!
Luego, a quema ropa, disparó sobre él su escopeta.
Uno de los testigos escapó; elotro miraba al joven, murmurando:
—¿Qué has hecho, Santa Lucía? Qué has hecho?
Después quiso ir a Corte a buscar quien auxiliase al herido.
Pero Santa Lucía le gritó:
—Si das un paso más, te rompo una pierna.
El otro, que conocía su timidez, le replicó:
—No eres capaz.
Y siguió corriendo.
Más no tardó en caer con el muslo roto de un balazo.
Y Santa Lucía, acercándose a él, agregó:
—Voy a examinar tu contusión. Si no es grave, me contentaré con eso; si es grave, te remataré.
Miró detenidamente la herida; juzgándola mortal, volvió a cargar lentamente la escopeta, invitó al herido a rezar una oración y le partió el cráneo.
Al siguiente día estaba en el monte.
—¿Y sabe usted lo que el tal Santa Lucia hizo luego?
Toda su familia fue detenida por los gendarmes. Su tío el cura, quien se sospechaba le había incitado a la venganza, fue también encarcelado y acusado por los parientes del muerto. Pero se escapó, cogió a su vez una escopeta y se reunió con su sobrino en el bosque.
Entonces Santa Lucía mató, uno tras otro, a los acusadores de su tío, sacándoles los ojos para enseñar a los demás a no afirmar lo que no hubiesen visto.
Mató a todos los parientes, a todos los aliados de la familia enemiga. Mató además a catorce gendarmes, incendió las casas de sus adversarios y fue hasta su hasta su muerte el más terrible de todos los bandidos de que se tiene memoria.
*

El sol desaparecía detrás de Monte Cinto y la sombra inmensa de la montaña de granito se extendía sobre el granito del valle. Apretamos el paso para llegar antes que anocheciera al pueblecillo de Albertacce, especie de montón de piedras pegadas a los costados de piedra del árido desfiladero. Y dije pensando en el bandido:
—¡Qué terrible costumbre la de vuestra vendetta!
Mi acompañante replicó con resignación: —¿Qué quiere usted? ¡Se cumple con un deber!

CANTO DE UN GALLO -- GUY DE MAUPASSANT -- SELECCION Y 2ª

CANTÓ UN GALLO
GUY DE MAUPASSANT


Berta de Avancelles había desatendido hasta entonces todas las súplicas de su desesperado admirador el barón Joseph de Croissard. Durante el invierno en París, el barón la había perseguido ardorosamente, y después organizaba diversiones y cacerías en su residencia señorial de Carville, procurando agradar a Berta.
El marido, el señor de Avancelles, no veía nada ni entendía nada, como siempre acontece. Según pública opinión, estaba separado de su mujer por impotencia física, motivo suficiente para que la señora le despreciase. Además, tampoco su figura le recomendaba: era un hombrecillo rechoncho, calvo, corto de brazos, de piernas, de cuello, de nariz, de todo.
Berta, por el contrario, era una arrogante figura, una hermosa mujer, morena y decidida, riendo siempre con risa franca y sonora; y, sin preocupárse jamás de la presencia de su marido, quien públicamente la llamaba «señora puches», miraba con cierta expresión complacida y cariñosa los robustos hombros, los bigotes rubios y soberbios de su admirador invariable y tenaz, el barón Joseph Croissard.
Sin embargo. Berta no había hecho aún concesión alguna.
El barón se arruinaba por ella, proyectando sin cesar fiestas campestres, cacerías, placeres nuevos, a los cuales invitaba a las más distinguidas personas que veraneaban en aquella comarca.
Todos los días los perros aullaban por el bosque, persiguiendo al zorro y al jabalí; cada noche, deslumbrantes fuegos artificiales mezclaban sus resplandores fugaces con los de las estrellas, mientras que las ventanas del salón proyectaban sobre los paseos ráfagas de luz cruzadas a cada punto por movibles sombras.
Era en otoño. Las hojas caídas de los árboles revoloteaban sobre el césped como bandada de pajarillos. El aire estaba impregnado con perfumes de tierra húmeda como el olor de la carne cuando se despoja una mujer, después de una fiesta, de los vestidos que la cubrieron.

II

Cierta noche, al principio del verano, la señora de Avancelles había respondido al señor de Croissard, que la hostigaba con sus ruegos:
—Si he de caer, amigo mío, será cuando caigan las hojas de los árboles. Por ahora no tengo tiempo; estoy muy distraída.
El recordó siempre aquella frase burlona y atrevida: y a fuerza de insistir un día y otro, acortaba las distancias, conquistando el corazón de la mujer, que, sin duda, sólo resistía ya por cierto respeto a las conveniencias mundanas.
Se trataba de una gran cacería, y la víspera la señora de Avancelles le había dicho al barón, riendo:
—Si mata usted a un jabalí, me obligo a premiarle.
Desde antes de amanecer, el barón estaba ya en el monte reconociendo todos aquellos lugares en que la fiera podía ocultarse; acompañó a sus monteros, dispuso la traílla, lo oragnizó todo, preparando su triunfo, y cuando los cuernos de caza dieron aviso para la partida, compareció embutido en un estrecho traje, rojo y oro, irguiéndose con tantas energías como si en aquel instante acabase de abandonar la cama.
Salieron los cazadores. El jabalí, perseguido por los perros, corrió a través de las malezas; los caballos galopaban por los angostos senderos del bosque, mientras que por los caminos más anchos, algo distantes, rodaban sin ruido los coches del acompañamiento.
Berta, maliciosamente, retenía lo más posible al barón en un paseo interminable, bordeado por doble fila de encinas que lo cubrían formando bóveda.
Estremeciéndose de amor y de inquietud, escuchaba con un oído la conversación burlona de su adorada, y con el otro escuchaba sin cesar el trompeteo de los ojeadores y los ladridos de los perros que se alejaban.
¿Ya no me quiere usted? —decía ella.
—¿Cómo puede usted imaginarlo? —contestaba él.
—Porque la caza. le interesa más que yo —proseguía Berta.
—¿No me ha ordenado usted que mate un jabalí? —suspiraba el barón.
—Sí; pero es necesario que lo mate usted estando yo presente —añadió ella con seriedad.
Entonces, el barón, estremecido, clavó la espuela y dijo, impacientándose:
—Pero, señora, es imposible si no salimos de aquí.
—Nada; como dije ha de ser —añadió Berta, riendo—, y si no es como dije..., peor para usted.
Entonces ella le habló con ternura, apoyando una mano en el brazo del hombre o acariciando, como distraída, las crines de su caballo.

III


Torcieron a la derecha, por un camino estrecho, y de pronto, para evitar una rama que le impedía el paso, ella se inclinó sobre su acompañante, de tal modo, que le hizo cosquillas en la cara con su abundante y rizado cabello. Entonces él no pudo contenerse y, apoyando en la mejilla de la mujer sus bigotazos rubios, la besó con fiereza.
Ella no se rebeló de momento, quedando inmóvil bajo aquella caricia abrasadora; pero al poco rato se sacudió violentamente, y, sea por casualidad, sea de intento, sus labios encontraron los del hombre.
Luego el caballo de Berta salió al galope y el barón la siguió; así fueron mucho rato en silencio y sin dirigirse ni una mirada.
El tumulto de la cacería estaba ya próximo; la espesura parecía estremecerse, y de pronto, rápido, tronchando las ramas de los arbustos, ensangrentado, sacudiendo a los perros que le hacían presa, el jabalí apareció.
Entonces el barón, riendo triunfalmente, dijo:
—Quien me quiera, que me siga.
Y desapareció entre los matorrales como si el bosque lo hubiera tragado.
Cuando Berta llegó, minutos después, a una calva del bosque donde no había malezas ni árboles que privaran la vista, el barón se levantaba del suelo, manchado, con la chaquetilla rota y las manos ensangrentadas; el jabalí,tendido a sus pies, mostraba en el cuello el cuchillo de caza del barón, hundido hasta el puño. Regresaron de noche, con antorchas encendidas, en un ambiente suave y melancólico. La luna plateaba los resplandores rojizos de las teas; columnas de humo ennegrecían el azul del cielo. Los perros comían las entrañas y tripas del jabalí, saltando y ladrando. Los ojeadores y los monteros hacían ruidosa música, turbando el silenció del bosque, repetida por los ecos ocultos de lejanos valles, despertando a los ciervos y turbando en sus madrigueras a los conejos.
Las aves nocturnas revoloteaban, sorprendidas, y las damas, alteradas por tantas emociones dulces y violentas. apoyándose en el brazo de los caballeros, se apartaban por las avenidas arenosas, antes que los perros acabaran su festín.



IV

Dominada por los entusiasmos y placeres del día, Berta dijo al barón:
—¿Quiere usted que demos un paseo por el parque?
Y él, sin responder, tembloroso, emocionado y desfallecido, la siguió.
Se besaron bajo las ramas, casi desprovistas de hojas, que dejaban paso a la claridad suave de la luna, y su amor, sus deseos, su ansia de caricias’ adquirieron tal vehemencia, que a punto estaban de caer al pie de un árbol.
Los cuernos de caza habían enmudecido. Los perros no ladraban ya.
—Retirémonos —dijo Berta.
Cuando se hallaron frente a la casa, ella murmuré con voz temblorosa:
—Amigo mío, estoy fatigada; quiero acostarme.
Y mientras él abría los brazos para estrecharla dándole el último beso, ella escapaba murmurando:
—No, no...; voy a dormir. ¡Quien me quiera que me siga!
Pasada uno hora, cuando toda la casa, en silencio, parecía muerta, el barón salió de su cuarto, acercándose a paso de lobo a la puerta de su amiga. Llamó dulcemente;pero como ella no respondía, se resolvió a entrar. El pestillo no estaba echado.
Ella deliraba, de codos en la ventana.
El se arrojó a sus pies, besando el cuerpo de la mujer a través de la bata de noche; Berta callaba, hundiendo sus dedos finos en la cabellera del barón.
Y de pronto, desligándose, como si hubiera tomado una importante resolución, murmuró con su expresión atrevida, pero en voz baja:
—Vuelvo en seguida; aguárdeme usted aquí.
Entonces, a tientas, confundido, con las manos temblorosas, el barón se desnudó de prisa y se hundió entre las sábanas; se revolvía y se estiraba con delicia; casi olvidaba sus amores al sentir acariciado por el suave lienzo su cuerpo rendido.

V

Ella no volvía; acaso tardaba expresamente para que languideciera su esperanza. El barón cerraba los ojos, se hundía gozoso en un bienestar exquisito; soñaba dulcemente, aguardando con delicia la cosa deseada. Pero poco a poco se entumecía toda su carne; su pensamiento se oscurecía, incierto, borroso. La fatiga poderosa le venció al fin; se quedó dormido.
Dormía con un sueño pesado; el invencible sueño de los cazadores. Durmió hasta la aurora.
De pronto, como había quedado abierta la ventana, resonó en la habitación el canto de un gallo. Bruscamente sorprendido por aquel grito penetrante, abrió los ojos el barón.
Sintiendo junto a su cuerpo el de una mujer, hallándose en un lecho que no era el suyo y no recordando nada, sorprendido, preguntó al despertar:
—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Qué sucede?
Entonces Berta, que no había dormido en toda la noche, mirando, a aquel hombre despeinado, con los ojos enrojecidos, los labios secos, respondió, con la misma implacable altivez que usaba para tratar a su marido:
—No es nada. Que ha cantado un gallo. Vuelva usted a dormirse, caballero, y no le importe; ya no tiene usted nada que hacer.

Y 3º .SELECCION DE MAUPASSANT -- AHOGADO

AHOGADO
MAUPASSANT

I

Todos conocían en Fècamp la historia de la tía Patin. Era una mujer que no había sido feliz, ni mucho menos, con su marido; porque su marido la apaleaba lo mismo que se apalea el trigo en las granjas.
Era patrón de una lancha de pesca, y se casó con ella, de esto hacía tiempo, porque era bonita, aunque pobre.
Buen marinero, pero hombre violento, el tío Patin era cliente asiduo de la taberna del tío Aubán, en la que se echaba al cuerpo, los días en que no pasaba nada, cuatro o cinco copas, y los días en que se le había dado bien la pesca, ocho, diez o más, si se lo pedía el cuerpo, como él decía.
Servía el aguardiente a los parroquianos la hija del tío Aubán, una morena de buen ver, que si atraía a la clientela era únicamente por su buen palmito, porque jamás había dado que hablar con su conducta.
Cuando Patin entraba en la taberna, le producía satisfacción el verla, y le dirigía piropos corteses, frases moderadas de mozo formal. Después de la primera copa, ya la llamaba bonita; a la segunda, le guiñaba el ojo; a la tercera, se le declaraba: «Si usted quisiese, Deseada...», pero nunca acababa la frase; a la cuarta copa, intentaba sujetarla por la falda para darle un beso, y cuando llegaba a la décima, tenía que encargarse de seguir sirviéndole el mismo tío Aubán.
El tabernero, práctico en todos los recursos del oficio, hacía que Deseada tratase con la clientela, para que ésta hiciese más gasto; y Deseada, que por algo era hija del tío Aubán, se rozaba con los bebedores y bromeaba con ellos, siempre con la sonrisa en los labios y una expresión de picardía en los ojos.
A fuerza de beber copas de aguardiente, acabó Patln por hacerse a la cara de Deseada, y pensaba ya en ella hasta en el mar, cuando tiraba las redes, muy lejos de la costa, lo mismo en las noches de viento que en las de calma, lo mismo si era noche de luna que si era noche cerrada. Y mientras sus cuatro compañeros dormitaban con la cabeza apoyada en el brazo, Patín, a popa, con el timón en la mano, pensaba en Deseada. La vela sonriéndole siempre, y que le servia el aguardiente amarillo con un ligero movimiento del hombro, diciéndole antes de retirarse:
—¡Así! ¿Quiere algo más?
De tanto tenerla dentro de sus ojos y dentro de sus recuerdos, le entraron tales ansias de casarse con ella, que ya no pudo dominarse, y pidió su mano.
El era rico; la embarcación y los aparejos eran de su propiedad, y tenía una casa al pie de la colina, frente al rompeolas; el tío Aubán, en cambio, no poseía nada. Fue acogida su petición con la mayor solicitud, y la boda tuvo lugar lo antes posible, porque las dos partes tenían prisa, aunque por diferentes razones.
Pero a los tres días de la boda Patin estaba hecho un lío, y se preguntaba a si mismo cómo había podido metérsele en la cabeza aquella idea de que Deseada era diferente de las demás mujeres. Si que había hecho el idiota preocupándose por una que no tenía una perra, y que seguramente lo había embrujado con su aguardiente !Eso era, por su aguardiente, en el que habría mezclado algún asqueroso bebedizo!
Desde que empezaba la pesca no dejaba de blasfemar; rompía la pipa a fuerza de morderla, maltrataba de palabra a su tripulación, y después de jurar a boca llena contra todo lo habido y por haber, valiéndose de todas las fórmulas conocidas, descargaba las heces de su rabia contra todos los peces y crustáceos que iba sacando uno a uno de las redes, y no los echaba a los canastos sin dedicarles un insulto o una frase sucia.
Y como, al volver a su casa, era su mujer, la hija del tío Aubán, quien estaba al alcance de su boca y de su mano, pronto acabçp tratándola como a la mujer más arrastrada. Ella, que ya estaba acostumbrada a los malos tratos de su padre, le oía con resignación, y esta tranquilidad exasperaba a su marido, que una noche pasó de las palabras a los golpes. Y desde entonces la vida en aquella casa fue espantosa.
No se habló de otra cosa durante diez años en el muelle que de las palizas que Patin pegaba a su mujer, y de las palabrotas y blasfemias que soltaba cuando le dirigía la palabra. Era, en efecto un especialista en hablar mal, poseyendo una riqueza de vocabulario y una sonoridad de voz superiores a todo lo conocido en Fècamp. En cuanto su barca aparecía a la entrada del puerto, de regreso de la pesca, ponía todo el mundo atención, esperando oir la primera andanada que siempre lanzaba desde el puente de su embarcación contra el rompeolas así que divisaba el gorrillo blanco de su compañera.
Hasta en los días de mar gruesa, en pie en la popa, atento a la vela y al rumbo, y a pesar del cuidado que tenía que tener con aquella boca de entrada, estrecho y difícil, y con las olas de mucho fondo que se precipitaban como montañas por el estrecho corredor, se esforzaba por descubrir entre las mujeres de los marineros que esperaban a éstos, entre salpicaduras de espuma de las olas, a la suya, la hija del tío Aubán, la pordiosera.
Y en cuanto la descubría sin importarle el ruido de las olas y del viento, le largaba una rociada de insultos con voz tan estentórea que hacía reír a todos, aun que todo el mundo compadeciese a la mujer. Luego, cuando atracaba al muelle, tenía un modo de descargar su lastre de galantería, según frase suya, al mismo tiempo que el pescado, que atraía alrededor de su puesto de amarre a todos los pilluelos y desocupados del puerto.
Unas veces como cañonazos, secos, estrepitosos; otras veces como truenos que retumbaban durante cinco minutos, descargaba por su boca un huracán tal de palabrotas, que parecía tener en sus pulmones todas las tormentas del Padre Eterno.
Después, ya en tierra, al verse con ella cara a cara, en medio de los curiosos y de las sardineras, revolvía en lo más hondo de la bodega para sacar a flote todos los insultos que se le habían olvidado, y así por todo el camino hasta casa: ella delante, él detrás; ella llorando, él gritándole.
Y ya a solas con ella y a puerta cerrada, la golpeaba con el menor pretexto. Cualquier cosa le daba motivo para levantar la mano, y todo era empezar para no acabar ya, escupiéndole a la cara las verdaderas razones de su odio.
Cada bofetada, cada golpe, iba acompañado de una imprecación ruidosa: «¡Toma, zarrapastrosa! ¡Toma, arrastrada! ¡Toma, muerta de hambre! ¡Bonito negocio hice el día que me enjuagué la boca con el veneno del canalla de tu padre!»
La pobre mujer vivía siempre asustada, con el alma y el cuerpo en vilo, en una expectativa enloquecedora de injurias y de palizas.
Y así diez años. Era tan asustadiza que se ponía pálida para hablar con cualquiera, y ya no podía pensar en otra cosa que en los golpes que la esperaban, acabando por ponerse seca, amarilla y delgada como un pescado ahumado.

II

Una noche, estando su hombre en el mar, la despertó de pronto el gruñido de fiera que el viento deja escapar cuando llega como perro lanzado contra su presa. Se incorporó en la cama, emocionada; pero como ya no se oía nada volvió a acostarse; pero casi en seguida entró por la chimenea un bramido, que hizo estremecer toda la casa, y que llenó luego todo el espacio, como si cruzase por el cielo una manada de animales furiosos, resoplando y mugiendo. Se levantó y se dirigió hacia el puerto. Otras mujeres llegaban también de todas partes con sus linternas. Los hombres acudían corriendo, y todos se quedaban mirando en la noche hacia el mar, viendo rebrillar las espumas en la cresta de las olas. Quince horas duró la tempestad. Once marineros no regresaron, y uno de los once era Patín.
Restos de su barca, la Joven Amelia. fueron encontrados hacia Dieppe. Cerca de Saint-Valéry se recogieron los cadáveres de los hombres de su tripulación; pero jamás apareció el suyo. La quilla de la embarcación daba lugar a suponer que había sido partida en dos, y esto hizo que su mujer esperase y temiese durante mucho tiempo su regreso; porque si había habido un abordaje, era posible que el otro barco lo hubiese recogido a él solo y lo hubiese llevado lejos.
Después, y poco a poco, se fue haciendo a la idea de considerarse viuda, aunque bastase para sobresaltarla el que una vecina, un pobre o un vendedor ambulante entrasen de pronto en su casa.
*

Habrían pasado cuatro años desde la desaparición de su marido. Una tarde, caminando por la calle de los Judíos, se detuvo delante de la casa de un antiguo capitán de barco que había fallecido hacia poco, y cuyos muebles estaban subastándose.
En aquel mismo instante se sacaba a la puja un loro, un loro verde, con la cabeza azul, que miraba a la concurrencia con disgusto e inquietud.
—¡Tres francos! — gritaba el vendedor—. Un pájaro que habla tan bien como un abogado, ¡tres francos!
Una amiga de la viuda de Patin le dio un golpecito con el codo:
—Usted, que es rica, debería comprarlo—le dijo—. Le serviría de compañía este pájaro, y vale más de treinta francos. Puede revenderlo cuando quiera en veinte o veinticinco.
—¡Cuatro francos, señoras. Cuatro francos!—repetía el subastador—. Canta vísperas y predica como el padre cura. ¡Es un fenómeno..., un prodigio!
La señora Patin pujó cincuenta céntimos. y le fue entregado aquel bicho de nariz corva dentro de una pequeña jaula que se llevó a casa.
Lo instaló en su sitio, pero al abrir la puerta de alambre con intención de darle de beber, recibió un picotazo en el dedo que le atravesó la piel e hizo brotar sangre.
—¡Vaya si es un mal bicho! —exclamó la mujer.
Sin embargo, después que ella le dio cañamones y maíz, consintió en que le alisase las plumas, aunque miraba con aire receloso su nueva casa y a su nueva dueña.
Empezaba a despuntar el día siguiente, cuando, de pronto, la la señora Patin oyó con toda claridad una voz fuerte, sonora, retumbante, la voz mismísima de Patin, que gritaba:
—¿Te vas a levantar o no te vas a levantar, mala pécora?
La acometió un terror tan grande, que se tapó la cabeza con la ropa de cama. Conocía bien aquellas palabras, porque eran precisamente las que todas las mañanas, desde que abría los ojos, le gritaba a la oreja su difunto marido.
Temblorosa, acurrucada, preparando la espalda a la paliza que veía encima, murmuraba entre las sábanas:
—¡Señor, Dios mío, ahí está! ¡Ahí está, Señor! ¡Ha vuelto, santo Dios!
Transcurrían los minutos; ningún ruido turbaba el silencio de la habitación. Sacó la cabeza, toda trémula, segura de que estaba allí, acechándola, dispuesto a pegarla.
Y no vio nada; tan sólo un rayo de sol que pasaba a través del-cristal de la ventana. Entonces pensó:
—Seguramente que se ha escondido.
Espero largo rato, y acabó por recobrar la tranquilidad, pensando:
—Habré soñado, porque no se le ve por ninguna parte.
Volvía ya a cerrar los ojos, tranquilizada casi, cuando estalló muy próxima la voz furibunda, la voz de trueno del ahogado, que vociferaba:
—¡Recontra, recrisma, recáspita! ¿Te levantas o no, puerca?
Saltó de la cama movida por el resorte de la obediencia, de su obediencia pasiva de mujer vapuleada, que no ha olvidado en cuatro años los palos, ni los olvidará nunca, y que se acordará siempre de aquella voz. Y contestó:
—Voy en seguida, Patin. ¿Qué es lo que quieres?
Pero Patin no contestó.
Aterrada, miró a su alrededor, buscó por todas partes: en los armarios, en la chimenea, debajo de la cama, pero no encontró a nadie, y entonces se dejó caer en una silla, loca de angustia y convencida de que era el espíritu de Patín el que había vuelto para atormentarla, y que lo tenía allí, junto a ella.
Se acordó súbitamente del granero, que tenía acceso por el exterior por medio de una escalera. De fijo que se había escondido allí para pillarla de sorpresa. Seguramente que habría ido a parar a alguna costa habitada por salvajes, y no había podido escapar antes de entre sus manos; pero había vuelto, y con peores intenciones que nunca. No le cabía duda alguna, después de oír el timbre de aquella voz suya.
Levantó la cabeza hacia el techo y preguntó:
—¿Estás ahí arriba, Patin? Patin no contestó.
Entonces ella salió de casa, y poseída de un miedo espantoso, que aceleraba los latidos de su corazón, subió por la escalera, se asomó a la lumbrera, miró al interior, sin ver nada; entró, registró, sin encontrar nada.
Se sentó encima de un haz de paja, y rompió a llorar; pero mientras sollozaba, oyó, traspasada de un terror angustioso y sobrenatural, en su habitación, debajo de donde ella estaba, la voz de Patín, que conversaba en tono menos colérico, más tranquilo, y que decía:
—¡Puerco de tiempo! ¡Y ese condenado mar! ¡Puerco de tiempo! ¡y yo sin desayunarme aún... carámbanos!
Ella le gritó a través del techo:
—Voy en seguida, Patin: te prepararé la sopa. No te enfades, que en seguida estoy ahí.
Y bajó comiendo.
No había nadie dentro de la toda casa.
Se sintió desfallecer, como si la hubiese tocado la mano de la Muerte, e iba ya a echar a correr para pedir socorro en la vecindad, cuando estalló junto a su misma oreja la voz:
—¡Que no me he desayunado, ree......contra!
Y el loro la contemplaba desde jaula con sus ojos redondos, en los que había una expresión de astucia y malignidad.
También ella le miró, fuera de sí, murmurando:
—¡Ah! ¿Conque eras tú?
Y entonces él agregó, moviendo la cabeza:
—Espera, espera, espera, que te voy a enseñar a estarte mano sobre mano.
¿Qué ocurrió entonces en el interior de aquella mujer? Tuvo la clara sensación y el convencimiento de que era él en persona, el muerto, que se le aparecía, que se había escondido bajo las plumas de aquel animal para volver a atormentarla; que no haría más que blasfemar de la mañana a la noche, como en otro tiempo, y morderla e injuriarla para que viniesen los vecinos y se riesen a costa suya. Entonces la señora Patin se abalanzó, abrió la jaula, cogió al pájaro, que se defendía con pico y garras, arrancándole la piel. Pero ella lo sujetaba con toda la fuerza de sus dos manos, y se tiró al suelo encima de él, y se revolvió una vez y otra vez con frenesí de poseída, lo aplastó, lo dejó convertido en una piltrafa, en una cosita blanda, verde, que ya no se movía, que ya no hablaba, de miembros flácidos; cogió un trapo de cocina y lo envolvió en él como en un sudario; salió de su casa en camisa, con pies descalzos, cruzó el muelle en el que se estrellaban las pequeñas olas del mar, sacudió el trapo y dejó caer aquella cosa muerta que parecía un puñado de hierba verde; volvió a su casa, se puso de rodillas delante de la jaula vacía, y pidió perdón al Señor, trastornada por lo que había hecho, sollozando como si acabase de cometer un horrendo crimen.

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