CANTÓ UN GALLO
GUY DE MAUPASSANT
Berta de Avancelles había desatendido hasta entonces todas las súplicas de su desesperado admirador el barón Joseph de Croissard. Durante el invierno en París, el barón la había perseguido ardorosamente, y después organizaba diversiones y cacerías en su residencia señorial de Carville, procurando agradar a Berta.
El marido, el señor de Avancelles, no veía nada ni entendía nada, como siempre acontece. Según pública opinión, estaba separado de su mujer por impotencia física, motivo suficiente para que la señora le despreciase. Además, tampoco su figura le recomendaba: era un hombrecillo rechoncho, calvo, corto de brazos, de piernas, de cuello, de nariz, de todo.
Berta, por el contrario, era una arrogante figura, una hermosa mujer, morena y decidida, riendo siempre con risa franca y sonora; y, sin preocupárse jamás de la presencia de su marido, quien públicamente la llamaba «señora puches», miraba con cierta expresión complacida y cariñosa los robustos hombros, los bigotes rubios y soberbios de su admirador invariable y tenaz, el barón Joseph Croissard.
Sin embargo. Berta no había hecho aún concesión alguna.
El barón se arruinaba por ella, proyectando sin cesar fiestas campestres, cacerías, placeres nuevos, a los cuales invitaba a las más distinguidas personas que veraneaban en aquella comarca.
Todos los días los perros aullaban por el bosque, persiguiendo al zorro y al jabalí; cada noche, deslumbrantes fuegos artificiales mezclaban sus resplandores fugaces con los de las estrellas, mientras que las ventanas del salón proyectaban sobre los paseos ráfagas de luz cruzadas a cada punto por movibles sombras.
Era en otoño. Las hojas caídas de los árboles revoloteaban sobre el césped como bandada de pajarillos. El aire estaba impregnado con perfumes de tierra húmeda como el olor de la carne cuando se despoja una mujer, después de una fiesta, de los vestidos que la cubrieron.
II
Cierta noche, al principio del verano, la señora de Avancelles había respondido al señor de Croissard, que la hostigaba con sus ruegos:
—Si he de caer, amigo mío, será cuando caigan las hojas de los árboles. Por ahora no tengo tiempo; estoy muy distraída.
El recordó siempre aquella frase burlona y atrevida: y a fuerza de insistir un día y otro, acortaba las distancias, conquistando el corazón de la mujer, que, sin duda, sólo resistía ya por cierto respeto a las conveniencias mundanas.
Se trataba de una gran cacería, y la víspera la señora de Avancelles le había dicho al barón, riendo:
—Si mata usted a un jabalí, me obligo a premiarle.
Desde antes de amanecer, el barón estaba ya en el monte reconociendo todos aquellos lugares en que la fiera podía ocultarse; acompañó a sus monteros, dispuso la traílla, lo oragnizó todo, preparando su triunfo, y cuando los cuernos de caza dieron aviso para la partida, compareció embutido en un estrecho traje, rojo y oro, irguiéndose con tantas energías como si en aquel instante acabase de abandonar la cama.
Salieron los cazadores. El jabalí, perseguido por los perros, corrió a través de las malezas; los caballos galopaban por los angostos senderos del bosque, mientras que por los caminos más anchos, algo distantes, rodaban sin ruido los coches del acompañamiento.
Berta, maliciosamente, retenía lo más posible al barón en un paseo interminable, bordeado por doble fila de encinas que lo cubrían formando bóveda.
Estremeciéndose de amor y de inquietud, escuchaba con un oído la conversación burlona de su adorada, y con el otro escuchaba sin cesar el trompeteo de los ojeadores y los ladridos de los perros que se alejaban.
¿Ya no me quiere usted? —decía ella.
—¿Cómo puede usted imaginarlo? —contestaba él.
—Porque la caza. le interesa más que yo —proseguía Berta.
—¿No me ha ordenado usted que mate un jabalí? —suspiraba el barón.
—Sí; pero es necesario que lo mate usted estando yo presente —añadió ella con seriedad.
Entonces, el barón, estremecido, clavó la espuela y dijo, impacientándose:
—Pero, señora, es imposible si no salimos de aquí.
—Nada; como dije ha de ser —añadió Berta, riendo—, y si no es como dije..., peor para usted.
Entonces ella le habló con ternura, apoyando una mano en el brazo del hombre o acariciando, como distraída, las crines de su caballo.
Torcieron a la derecha, por un camino estrecho, y de pronto, para evitar una rama que le impedía el paso, ella se inclinó sobre su acompañante, de tal modo, que le hizo cosquillas en la cara con su abundante y rizado cabello. Entonces él no pudo contenerse y, apoyando en la mejilla de la mujer sus bigotazos rubios, la besó con fiereza.
Ella no se rebeló de momento, quedando inmóvil bajo aquella caricia abrasadora; pero al poco rato se sacudió violentamente, y, sea por casualidad, sea de intento, sus labios encontraron los del hombre.
Luego el caballo de Berta salió al galope y el barón la siguió; así fueron mucho rato en silencio y sin dirigirse ni una mirada.
El tumulto de la cacería estaba ya próximo; la espesura parecía estremecerse, y de pronto, rápido, tronchando las ramas de los arbustos, ensangrentado, sacudiendo a los perros que le hacían presa, el jabalí apareció.
Entonces el barón, riendo triunfalmente, dijo:
—Quien me quiera, que me siga.
Y desapareció entre los matorrales como si el bosque lo hubiera tragado.
Cuando Berta llegó, minutos después, a una calva del bosque donde no había malezas ni árboles que privaran la vista, el barón se levantaba del suelo, manchado, con la chaquetilla rota y las manos ensangrentadas; el jabalí,tendido a sus pies, mostraba en el cuello el cuchillo de caza del barón, hundido hasta el puño. Regresaron de noche, con antorchas encendidas, en un ambiente suave y melancólico. La luna plateaba los resplandores rojizos de las teas; columnas de humo ennegrecían el azul del cielo. Los perros comían las entrañas y tripas del jabalí, saltando y ladrando. Los ojeadores y los monteros hacían ruidosa música, turbando el silenció del bosque, repetida por los ecos ocultos de lejanos valles, despertando a los ciervos y turbando en sus madrigueras a los conejos.
Las aves nocturnas revoloteaban, sorprendidas, y las damas, alteradas por tantas emociones dulces y violentas. apoyándose en el brazo de los caballeros, se apartaban por las avenidas arenosas, antes que los perros acabaran su festín.
IV
Dominada por los entusiasmos y placeres del día, Berta dijo al barón:
—¿Quiere usted que demos un paseo por el parque?
Y él, sin responder, tembloroso, emocionado y desfallecido, la siguió.
Se besaron bajo las ramas, casi desprovistas de hojas, que dejaban paso a la claridad suave de la luna, y su amor, sus deseos, su ansia de caricias’ adquirieron tal vehemencia, que a punto estaban de caer al pie de un árbol.
Los cuernos de caza habían enmudecido. Los perros no ladraban ya.
—Retirémonos —dijo Berta.
Cuando se hallaron frente a la casa, ella murmuré con voz temblorosa:
—Amigo mío, estoy fatigada; quiero acostarme.
Y mientras él abría los brazos para estrecharla dándole el último beso, ella escapaba murmurando:
—No, no...; voy a dormir. ¡Quien me quiera que me siga!
Pasada uno hora, cuando toda la casa, en silencio, parecía muerta, el barón salió de su cuarto, acercándose a paso de lobo a la puerta de su amiga. Llamó dulcemente;pero como ella no respondía, se resolvió a entrar. El pestillo no estaba echado.
Ella deliraba, de codos en la ventana.
El se arrojó a sus pies, besando el cuerpo de la mujer a través de la bata de noche; Berta callaba, hundiendo sus dedos finos en la cabellera del barón.
Y de pronto, desligándose, como si hubiera tomado una importante resolución, murmuró con su expresión atrevida, pero en voz baja:
—Vuelvo en seguida; aguárdeme usted aquí.
Entonces, a tientas, confundido, con las manos temblorosas, el barón se desnudó de prisa y se hundió entre las sábanas; se revolvía y se estiraba con delicia; casi olvidaba sus amores al sentir acariciado por el suave lienzo su cuerpo rendido.
V
Ella no volvía; acaso tardaba expresamente para que languideciera su esperanza. El barón cerraba los ojos, se hundía gozoso en un bienestar exquisito; soñaba dulcemente, aguardando con delicia la cosa deseada. Pero poco a poco se entumecía toda su carne; su pensamiento se oscurecía, incierto, borroso. La fatiga poderosa le venció al fin; se quedó dormido.
Dormía con un sueño pesado; el invencible sueño de los cazadores. Durmió hasta la aurora.
De pronto, como había quedado abierta la ventana, resonó en la habitación el canto de un gallo. Bruscamente sorprendido por aquel grito penetrante, abrió los ojos el barón.
Sintiendo junto a su cuerpo el de una mujer, hallándose en un lecho que no era el suyo y no recordando nada, sorprendido, preguntó al despertar:
—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Qué sucede?
Entonces Berta, que no había dormido en toda la noche, mirando, a aquel hombre despeinado, con los ojos enrojecidos, los labios secos, respondió, con la misma implacable altivez que usaba para tratar a su marido:
—No es nada. Que ha cantado un gallo. Vuelva usted a dormirse, caballero, y no le importe; ya no tiene usted nada que hacer.
GUY DE MAUPASSANT
Berta de Avancelles había desatendido hasta entonces todas las súplicas de su desesperado admirador el barón Joseph de Croissard. Durante el invierno en París, el barón la había perseguido ardorosamente, y después organizaba diversiones y cacerías en su residencia señorial de Carville, procurando agradar a Berta.
El marido, el señor de Avancelles, no veía nada ni entendía nada, como siempre acontece. Según pública opinión, estaba separado de su mujer por impotencia física, motivo suficiente para que la señora le despreciase. Además, tampoco su figura le recomendaba: era un hombrecillo rechoncho, calvo, corto de brazos, de piernas, de cuello, de nariz, de todo.
Berta, por el contrario, era una arrogante figura, una hermosa mujer, morena y decidida, riendo siempre con risa franca y sonora; y, sin preocupárse jamás de la presencia de su marido, quien públicamente la llamaba «señora puches», miraba con cierta expresión complacida y cariñosa los robustos hombros, los bigotes rubios y soberbios de su admirador invariable y tenaz, el barón Joseph Croissard.
Sin embargo. Berta no había hecho aún concesión alguna.
El barón se arruinaba por ella, proyectando sin cesar fiestas campestres, cacerías, placeres nuevos, a los cuales invitaba a las más distinguidas personas que veraneaban en aquella comarca.
Todos los días los perros aullaban por el bosque, persiguiendo al zorro y al jabalí; cada noche, deslumbrantes fuegos artificiales mezclaban sus resplandores fugaces con los de las estrellas, mientras que las ventanas del salón proyectaban sobre los paseos ráfagas de luz cruzadas a cada punto por movibles sombras.
Era en otoño. Las hojas caídas de los árboles revoloteaban sobre el césped como bandada de pajarillos. El aire estaba impregnado con perfumes de tierra húmeda como el olor de la carne cuando se despoja una mujer, después de una fiesta, de los vestidos que la cubrieron.
II
Cierta noche, al principio del verano, la señora de Avancelles había respondido al señor de Croissard, que la hostigaba con sus ruegos:
—Si he de caer, amigo mío, será cuando caigan las hojas de los árboles. Por ahora no tengo tiempo; estoy muy distraída.
El recordó siempre aquella frase burlona y atrevida: y a fuerza de insistir un día y otro, acortaba las distancias, conquistando el corazón de la mujer, que, sin duda, sólo resistía ya por cierto respeto a las conveniencias mundanas.
Se trataba de una gran cacería, y la víspera la señora de Avancelles le había dicho al barón, riendo:
—Si mata usted a un jabalí, me obligo a premiarle.
Desde antes de amanecer, el barón estaba ya en el monte reconociendo todos aquellos lugares en que la fiera podía ocultarse; acompañó a sus monteros, dispuso la traílla, lo oragnizó todo, preparando su triunfo, y cuando los cuernos de caza dieron aviso para la partida, compareció embutido en un estrecho traje, rojo y oro, irguiéndose con tantas energías como si en aquel instante acabase de abandonar la cama.
Salieron los cazadores. El jabalí, perseguido por los perros, corrió a través de las malezas; los caballos galopaban por los angostos senderos del bosque, mientras que por los caminos más anchos, algo distantes, rodaban sin ruido los coches del acompañamiento.
Berta, maliciosamente, retenía lo más posible al barón en un paseo interminable, bordeado por doble fila de encinas que lo cubrían formando bóveda.
Estremeciéndose de amor y de inquietud, escuchaba con un oído la conversación burlona de su adorada, y con el otro escuchaba sin cesar el trompeteo de los ojeadores y los ladridos de los perros que se alejaban.
¿Ya no me quiere usted? —decía ella.
—¿Cómo puede usted imaginarlo? —contestaba él.
—Porque la caza. le interesa más que yo —proseguía Berta.
—¿No me ha ordenado usted que mate un jabalí? —suspiraba el barón.
—Sí; pero es necesario que lo mate usted estando yo presente —añadió ella con seriedad.
Entonces, el barón, estremecido, clavó la espuela y dijo, impacientándose:
—Pero, señora, es imposible si no salimos de aquí.
—Nada; como dije ha de ser —añadió Berta, riendo—, y si no es como dije..., peor para usted.
Entonces ella le habló con ternura, apoyando una mano en el brazo del hombre o acariciando, como distraída, las crines de su caballo.
III
Torcieron a la derecha, por un camino estrecho, y de pronto, para evitar una rama que le impedía el paso, ella se inclinó sobre su acompañante, de tal modo, que le hizo cosquillas en la cara con su abundante y rizado cabello. Entonces él no pudo contenerse y, apoyando en la mejilla de la mujer sus bigotazos rubios, la besó con fiereza.
Ella no se rebeló de momento, quedando inmóvil bajo aquella caricia abrasadora; pero al poco rato se sacudió violentamente, y, sea por casualidad, sea de intento, sus labios encontraron los del hombre.
Luego el caballo de Berta salió al galope y el barón la siguió; así fueron mucho rato en silencio y sin dirigirse ni una mirada.
El tumulto de la cacería estaba ya próximo; la espesura parecía estremecerse, y de pronto, rápido, tronchando las ramas de los arbustos, ensangrentado, sacudiendo a los perros que le hacían presa, el jabalí apareció.
Entonces el barón, riendo triunfalmente, dijo:
—Quien me quiera, que me siga.
Y desapareció entre los matorrales como si el bosque lo hubiera tragado.
Cuando Berta llegó, minutos después, a una calva del bosque donde no había malezas ni árboles que privaran la vista, el barón se levantaba del suelo, manchado, con la chaquetilla rota y las manos ensangrentadas; el jabalí,tendido a sus pies, mostraba en el cuello el cuchillo de caza del barón, hundido hasta el puño. Regresaron de noche, con antorchas encendidas, en un ambiente suave y melancólico. La luna plateaba los resplandores rojizos de las teas; columnas de humo ennegrecían el azul del cielo. Los perros comían las entrañas y tripas del jabalí, saltando y ladrando. Los ojeadores y los monteros hacían ruidosa música, turbando el silenció del bosque, repetida por los ecos ocultos de lejanos valles, despertando a los ciervos y turbando en sus madrigueras a los conejos.
Las aves nocturnas revoloteaban, sorprendidas, y las damas, alteradas por tantas emociones dulces y violentas. apoyándose en el brazo de los caballeros, se apartaban por las avenidas arenosas, antes que los perros acabaran su festín.
IV
Dominada por los entusiasmos y placeres del día, Berta dijo al barón:
—¿Quiere usted que demos un paseo por el parque?
Y él, sin responder, tembloroso, emocionado y desfallecido, la siguió.
Se besaron bajo las ramas, casi desprovistas de hojas, que dejaban paso a la claridad suave de la luna, y su amor, sus deseos, su ansia de caricias’ adquirieron tal vehemencia, que a punto estaban de caer al pie de un árbol.
Los cuernos de caza habían enmudecido. Los perros no ladraban ya.
—Retirémonos —dijo Berta.
Cuando se hallaron frente a la casa, ella murmuré con voz temblorosa:
—Amigo mío, estoy fatigada; quiero acostarme.
Y mientras él abría los brazos para estrecharla dándole el último beso, ella escapaba murmurando:
—No, no...; voy a dormir. ¡Quien me quiera que me siga!
Pasada uno hora, cuando toda la casa, en silencio, parecía muerta, el barón salió de su cuarto, acercándose a paso de lobo a la puerta de su amiga. Llamó dulcemente;pero como ella no respondía, se resolvió a entrar. El pestillo no estaba echado.
Ella deliraba, de codos en la ventana.
El se arrojó a sus pies, besando el cuerpo de la mujer a través de la bata de noche; Berta callaba, hundiendo sus dedos finos en la cabellera del barón.
Y de pronto, desligándose, como si hubiera tomado una importante resolución, murmuró con su expresión atrevida, pero en voz baja:
—Vuelvo en seguida; aguárdeme usted aquí.
Entonces, a tientas, confundido, con las manos temblorosas, el barón se desnudó de prisa y se hundió entre las sábanas; se revolvía y se estiraba con delicia; casi olvidaba sus amores al sentir acariciado por el suave lienzo su cuerpo rendido.
V
Ella no volvía; acaso tardaba expresamente para que languideciera su esperanza. El barón cerraba los ojos, se hundía gozoso en un bienestar exquisito; soñaba dulcemente, aguardando con delicia la cosa deseada. Pero poco a poco se entumecía toda su carne; su pensamiento se oscurecía, incierto, borroso. La fatiga poderosa le venció al fin; se quedó dormido.
Dormía con un sueño pesado; el invencible sueño de los cazadores. Durmió hasta la aurora.
De pronto, como había quedado abierta la ventana, resonó en la habitación el canto de un gallo. Bruscamente sorprendido por aquel grito penetrante, abrió los ojos el barón.
Sintiendo junto a su cuerpo el de una mujer, hallándose en un lecho que no era el suyo y no recordando nada, sorprendido, preguntó al despertar:
—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Qué sucede?
Entonces Berta, que no había dormido en toda la noche, mirando, a aquel hombre despeinado, con los ojos enrojecidos, los labios secos, respondió, con la misma implacable altivez que usaba para tratar a su marido:
—No es nada. Que ha cantado un gallo. Vuelva usted a dormirse, caballero, y no le importe; ya no tiene usted nada que hacer.
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