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lunes, abril 02, 2012

LA BIBLIOTECA DE BABEL Jorge Luis Borges




LA BIBLIOTECA DE BABEL

Jorge Luis Borges


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y
tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el
medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los
pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es
invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los
lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un
bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que
desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a
derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie;
otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se
abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente
duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca
no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero
soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede
de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada
hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he
peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis
ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas
leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me
tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá
largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que
es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que
las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo
menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala
triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una
cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta
de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese
libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca
es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es
inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada
anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de
unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro;
esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa
inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo
descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de
la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario
inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede
dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los
demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de
tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia
que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos
trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras
orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente
simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y
resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un
hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV
perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima
dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta
noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de
incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la
de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los
inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero
sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese
dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a
lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los
primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos
ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa
pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero
cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún
idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra
podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la
página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra
página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la
formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su
hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en
portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el
idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por
ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que
un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este
pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto.
También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la
vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo
que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles
combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque
vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas.
Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el
catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de
la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero,
el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario
del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de
cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros,
el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones,
los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores
de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya
elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado,
el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En
aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de
profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y
guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos
abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por
el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los
corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las
escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían
despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las
Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a
personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la
posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la
suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la
humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves
misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la
multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los
vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres
fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en
el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin
peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario;
alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.
Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y
de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta
blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras
y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros
canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La
secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se
ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y
débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con
fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico,
ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es
execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen
dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de
origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable,
pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de
facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma.
Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las
depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror
que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del
Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes,
ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro.
En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro
que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo
ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún
vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de
Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar
el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método
regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el
sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo
infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me
parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a
los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!
- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí,
que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo
sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme
Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable
(y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo
sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que
lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada
ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas
las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo
disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos
que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro
«Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son
capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y,
ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus
lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba
que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos
lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta
epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco
anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un
número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo
biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías
hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete
palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de
entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco
distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las
páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias
heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie
humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,
solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,
incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre
retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos
pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin
límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar
esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un
eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los
siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,
sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.


FIN

EL ALEPH -- BORGES





EL ALEPH
Jorge Luis Borges



O God, I could be bounded in a
nutshell and count myself a King of infinite
space.
Hamlet, II, 2.


But they will teach us that Eternity is
the Standing still of the Present Time,
a Nunc-stans (as the Schools call it);
which neither they, nor any else understand,
no more than they would a
Hic-stans for a infinite greatnesse of
Place.
Leviathan, IV, 46


La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al
miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado
no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el
incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero
de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica
vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo
podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle
Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era
un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el
crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus
muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los
carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda
con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del
Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino;
Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres
cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras
veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas
páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que
estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin
volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco
minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en
1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No
desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas
las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así,
en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente
confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el
oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos
Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué
cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario,
pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las
fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y
la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua,
apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en
ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas.
Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas
que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia",
repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más
inficionada de tus saetas."
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del
país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas
copas, una vindicación del hombre moderno
- Lo evoco - dijo con una admiración algo inexplicable - en su gabinete de estudio,
como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de
telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de
linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro
siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas,
ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición,
que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las
escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y
otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o
simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años,
sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos
que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la
imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase
de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca
digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera bre- ve. Abrió un cajón del
escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de
la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
Estrofa a todas luces interesante - dictaminó -. El primer verso granjea el
aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a
la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a
Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de
la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la
Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo,
decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios
gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de
todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima
rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos
tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera a
la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que
nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que
el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la
palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su
comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho
peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la
resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores.
Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención
de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo
modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era
extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa
extravagancia al poema (1 ).
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil
dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton
registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica
de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es
menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se
proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado
unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob,
un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la
parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la
calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no
lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la
zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la
relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa (2):
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
- ¡Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el
éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia,
en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio
que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a
denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta,
que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su
vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos
quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se
adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al
instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco
neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje
australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del
boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo
el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera
vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la
leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los
propietarios de mi casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te
importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil
encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco
menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público
mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos
Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que,
sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
- Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más
encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido
según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado,
ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era
bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería
lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos;
luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales
preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la
acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro".
Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa
prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la
portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por
el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales
de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba
a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado:
Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto
al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián
Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el
poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme
portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico,
"porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo
detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había
distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el
lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda
reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las
reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía
comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre
adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el
curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen,
encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con
Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo
me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo
infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví,
lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me
indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de
Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas
de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió - salvo el
rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una
delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me
habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira
balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su
desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! -
repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años,
todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de
una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese
delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri
persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría
ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una
seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri
dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que
solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le
era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró
que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
- Está en el sótano del comedor - explicó, aligerada su dicción por la angustia -.
Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera
del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien
dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero
yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada,
caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¡El Aleph! - repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos
desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no
podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre
burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código
en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la
Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas,
todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un
hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes
insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que
Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz(yo
mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi
implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas
crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de
Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos
habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño
estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una
flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de
Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de
ternura me aproximé al retrato y le dije:
- Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida
para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad;
comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
- Una copita del seudo coñac - ordenó - y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes,
el decúbito dorsal es indis-pensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad,
cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos
en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te
quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves
el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo
proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
- Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja;
muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más
ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el
baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas
de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en
un sitio preciso.
- La almohada es humildosa - explicó - , pero si la levanto un solo centímetro,
no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo
ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la
oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total.
Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de
tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que
yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba
loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la
rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el
Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de
escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un
pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito
Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance
prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro
que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo
centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel
de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen
con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen
equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad.
Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial,
de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue
simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin
embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera
tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada
cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la
veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde,
vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una
negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno
me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace
treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve,
tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada
uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la
violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra
seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un
ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un
tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras
de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi
la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar
el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de
Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi
caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las
sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo
temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos
Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi
el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los
puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y
lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre
usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible
universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman - dijo una voz
aborrecida y jovial - . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo
esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca
penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿La viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado,
nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano
y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa
metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave
energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la
seguridad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron
familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de
sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver.
Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me tra-bajó otra vez el olvido.
Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del
inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud
del conside-rable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos".
Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio
Nacional de Literatura (3). El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al
doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un
solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho
tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro
volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado
a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra,
sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la
lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la
Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo
que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el
mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el
símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de
las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó,
aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos
innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo
que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un
falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de
cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una
biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye
el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su
cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres
- la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una
torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en
la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del
Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y
hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y
añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores(además del defecto de no
existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita
de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de
las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede
verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco
tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden
de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En
las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros
para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las
cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy
falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto

Litigio de Homero y Hesiodo

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