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jueves, abril 19, 2012

LEYENDAS de BECQUER -- El caudillo de las manos rojas - Tradición india


El caudillo de las manos rojas
Tradición india


Canto primero
I Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta
montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira,
a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y
sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.
II El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la
azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles,
robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el
soplo de un espíritu.
III Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los
melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por
las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un himno a la Divinidad levanta
la Creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del
Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce,
vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.
IV La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak,
para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese
caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo tiempo que la luna se
levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a cuyos pies corre el
Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?
V Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates
y a la muerte, tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede
adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su
cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo
chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y
hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra
de Dios e hijo de los astros luminosos?
VI Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del
lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus
oscuras facciones el resplandor de una noche serena, o el aspecto terrible de
una tempestad en las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero ¿qué
aguarda?
VII ¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar
entre las sombras los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca
túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio?
Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche;
esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la
amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a
la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus
manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
VIII Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la
cumbre que toca el primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que
no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la presencia del tigre, late
violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad
que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -exclaman al verse, y caen el uno
en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas
del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo
al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con
la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo
cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.
IX Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una
ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en
grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aún bajo el verde abanico de
una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un
sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal,
y retrocede diez pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja
de su agudo puñal damasquino.
X ¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos
ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible
serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas
pupilas que arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su
hermano.
Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien
estaba desterrado de Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a Kattak,
poniendo la mano sobre el ara de su Dios.
XI Siannah le ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda
inmóvil, como si la mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos
rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y
exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro como dos
leopardos que se disputan una presa... Corramos un velo sobre los crímenes
de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror
de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande
Espíritu.
XII El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de
las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de
diamantes, dejando en pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro
que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los
bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen una sola voz, y esta voz
entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo a los ecos
de este solemne cántico?
XIII Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una
mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su
inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas. en las orillas
del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas apenas
retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las
ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con un acento
de terrible desesperación: -¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído
sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies hay un cadaver y cuyas
rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de
señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por la muerte de su
hermano y antecesor...

Canto segundo
I -¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el
fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida?
Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los ojos, como las visiones de un
sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la
mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar cuanto toca manchado de sangre!..,
¡Oh! ¡Esto es espantoso!
II Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y
torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el
humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara; en balde la seda de
brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de tigre para que
descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por siete
veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El
Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito
lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo: que
golpea su frente con dolor al escucharlo.
III Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de
záfiro y entre nubes de ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del mar,
cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los
cantares de los espíritus invisibles que refrescan con sus alas los cansados
párpados de los justos, no pasan como una tromba de luz y de colores en el
sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan
bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio terrible, imágenes
espantosas y confusas de desolación y terror; éstos son los fantasmas que
engendra su mente durante las horas del reposo.
IV Por eso el magnífico señor de Osira puede gustar la copa del beleño con
que los dioses brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre las
puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de sus vestidos que abrillantan
las perlas y el oro, y depositando un beso sobre la frente de su amada, sale de
palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad
que domina la cumbre del Jabwi.
V Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba
en sábanas de plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se
desliza silencioso entre las guijas y las flores para ir a confundir sus rizadas
ondas con las ondas del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes
peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve de taza a estas olas en
su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin
que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta,
el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o el salvaje
grito d e los cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.
VI Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le
siguen, y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que,
serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace
el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde va el
señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada túnica, del amarillo
chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su vestidura por
el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras
en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las
penas que el resto de los hombres no comprende?
VII No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar
en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil
fatigan el eco de los bosques; cien ágiles esclavos le preceden arrancando las
malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus
plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro, y veinte rajás siguen
su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.
La soledad es el imperio de la conciencia.
VIII El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el
torrente; sobre su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo
alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para
templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a cazar
en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un
brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones
al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una
venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
IX El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad
han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un
anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en
que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables;
sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su
juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente
inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a
la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen
su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le
revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el
espíritu bajo las formas de un brahmín.
X ¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se
sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a
ella para pedirle un remedio contra los males desesperados; una revelación
para conocer el término de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente
a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de éstos es Pulo, porque a la
gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los
aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar sus
remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para
que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.
XI Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes
del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre,
suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El
caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre restalla,
produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el
rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario aparece. -Elegido del
Grande Espíritu -exclama al verle el caudillo, inclinando la frente-, que el enojo
de Schiven no se amontone sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de
los montes. -Hijo de mortales -replica el anciano sin responder a la salutación-,
¿qué me quieres?
XII -Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso,
cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a
los adivinos de Brahma; las penitencias que me impusieron han sido inútiles; el
remordimiento vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima me sigue a
todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú,
a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en
las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de
este crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me
ocultas, haya desaparecido -exclama el terrible brahmín lanzando una mirada
de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la
sabiduría del solitario.
XIII ¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. -No te
conozco, pero sé quién eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y
el brahmín prosigue de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño
había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo
rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el
hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire frío y silencioso vino
de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas
alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis
huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra
tan pesada como un mundo descansar sobre mi hombro en tanto que me
contaba al oído tu historia.
XIV -Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer
que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi
sangre toda no podrá borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida para
expiar este delito, y Schiven está airado, porque has hecho uso de tus
facultades para la destrucción, obra que a él sólo está encomendada. -Pues
bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me protegerá contra su
hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí. -
¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí. -¿Has dejado de cazar
durante nueve días? -También. -Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se
hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.
XV Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea
confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes
monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para
aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de
conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se
estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre
se helaba al escucharlos.
XVI Las palabras del dios se guardan y son éstas: -Asesino marcado por
Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que
puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, a través de los
pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El
remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del
Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el
más escondido de los manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a
tus plantas. Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa
Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.
XVII ¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul
y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada,
sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la luna se
desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico rey de
Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.
Canto tercero
I Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas
las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por
sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del
imperio de los Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han
cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus
tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses
con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak,
cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.
II También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de
Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de
miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las
caravanas de peregrinos que de todos los puntos de la India acuden a sus
templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del
Océano.
III Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero
¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han
prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kiangar, conocido
por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante
a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombrios donde
el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros;
Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países,
ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras
del Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.
IV Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las
pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto
por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las
amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de
atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a Siannah sobre
sus espaldas.
V El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros,
fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se
aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de
cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se lanza
al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri, que pasea
sus miradas sobre medio mundo.
VI Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los
juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas
de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las
ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el ámbar
miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y
esmeraldas.
VII Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus
labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las
cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y
melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las aguas
y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas,
recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se
menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante
su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un
panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el
porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la
expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un
fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su
diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases
vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se
sienta a la par de los amantes sin ser sentido.
VIII El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa
sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los
países tropicales, el mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen
esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y
tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz del sol como un
torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah,
respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio.
Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?
IX Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya
no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren
nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la
materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz entre
las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin
límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus
alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color
que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio,
que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre
nuestros brazos.
X Pulo es el primero que interrumpe el silencio.
-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento
que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas
de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes!
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo
de tu respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que
murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda
los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños
de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me
narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base
de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el
aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su
túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?
XI Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros
ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso
semejante al reflejo de una estrella en un lago.
-Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese
alejado por algunos instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya
sombra causa la muerte?
-Es cierto -responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir a
los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo
dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su
esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.
XII -Pulo -exclama a los pocos instantes la hermosa- ¿es verdad que existe
un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor?
-Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas...
¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este
bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando el sol
abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y
la luz comience a palidecer.
-Esperemos -murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos de los
míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.
XIII -Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y
puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea...
Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño
como una madre, ya que no como una esposa.
La beldad de las trenzas de ébano canta:
I
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas
se templa con sangre.»
«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan
entre la nube de polvo que levantan, son los hierros de nuestros
enemigos.»
«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a
mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión
de la pelea.»
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas
se templa con sangre.»
II
«Allá van semejantes en...»
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto.
-¿Por qué -exclama el príncipe- no escucho ahora las canciones de mi
patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el
corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para
que los recite una hermosa?
XIV -Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los
címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las
aras.
-Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu
voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente
como una ola que se hincha coronada de espuma.
LA VUELTA DEL COMBATE
I
«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia
de su adorada.»
LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero
beber en ella el sudor y el polvo de la gloria.»
EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero
beber en ellos la muerte en una copa de rubí.»
II
LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las
setenta alas!, ¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de
la noche a coronar con tu aureola a los que arden en tu llama.»
EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa!
¡esperanza del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el
alcázar de los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona
de laurel del caudillo.»
III
LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán;
tu mano, que busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre
se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de
sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis
ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué
espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a
su contacto?» EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que pasa.»
XV El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un
beso.
¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para
combatir las funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que,
como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del
huracán los arrebata.
Canto cuarto
I -Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la tierra y sé el mensajero de mis
iras.
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los
soñolientos ojos y agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene
una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. -¿Qué me quieres,
realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que sirviera de eslabón
invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las
almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta
que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?
II Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen:
-Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la destrucción del
príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano buscaba la
ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le
defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos,
cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De
repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un
joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el vacío,
fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.
III De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío,
dilatándose en él como los círculos en un lago donde se arroja una piedra.
Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y
sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la
mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte.
Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a
Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los
astros, volviéndole a la vida.
IV He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su
promesa, y ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su
ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre
sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño de agonía y ansiedad,
de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el
corazón como una montaña de plomo.
V El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un
alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes. El silencio
le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y
confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios,
embriones de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la
fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.
VI La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el
príncipe descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa,
después un entorpecimiento general, y por último, sus párpados caen con el
peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro. El
Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso vaso
de ópalo.
VII Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del
caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se
reviste de una forma imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para
lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones del sueño, que le fingen un
mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica,
profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la
conserva, la visión del caudillo.
VIII La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas
ramas del boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de
fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba
dilatándose de eco en eco en los abismos de las cordilleras; la lluvia azota el
penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la
tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso murmullo de las
hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y
estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.
IX Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no
hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo
parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las
profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que rompían el
secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.
X De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y
a la frente en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario
para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan
terrible.
XI Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los
dientes. Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso.
-¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz que resuena en la espesura? -Es el
viento que azota los palmares -responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo,
una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes que
bordan las lindes del sendero.
XII Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez
más terrible. -¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? -
interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la lluvia que agita las lianas -añade el
príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. -¿Oyes? -
vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor nuestro. -Échate en tierra -
grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.
XIII Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.
La flecha del príncipe parte.
A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta;
Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla,
esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la diestra. Siannah está
desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies yace.
XIV La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del
tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste,
cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y
sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y a la muerte.
Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose
entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta
los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.
XV La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y
súbito resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una
luz indecisa semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves,
que se habían guarecido de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la
selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero
la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una
mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a
impulsos de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las
pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los
cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al
soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque,
pierden el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino
que se acerca al fuego. Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo,
que un tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles
efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella
el mundo.
XVI El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas
partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro
le causa es ver el sangriento cadáver del tigre estremecerse, y poco a poco,
perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible
transformación, las de una serpiente.
-Ya no me queda ningún género de duda -exclama- Schiven desea mi
muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo
un dios para luchar con los dioses!... Mas no importa; mortal miserable como
soy, venderé cara mi vida.
XVII El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya
treinta veces mayor que la del boa secular que se despierta de dos en dos
lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores,
están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese arrojo
sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja
lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por
segunda vez su puñal.
XVIII La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma,
lanzando un silbo áspero y agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa,
se arroja a su cuello, tan grueso como el de una palma colosal, y hace
esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la
cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del
Jawkior.
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y
comienza a ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas,
y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada
de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.
XIX Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi
inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.
La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la
muerte.
El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin
sentirse sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es
deudor de la vida.
Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido
aún y el carcaj de las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de
pie; la frente del dios toca a las nubes, y su sombra es inmensa como la que
arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines del
Océano.
XX -Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para
qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias
aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo
habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla, en
prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora
sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:
-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he
aquí por qué me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las
fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en la medida de la culpa,
debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya
insuficiente para lavar tu alma.
XXI -Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había
logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -
exclama el príncipe.
-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco, descálzate las sandalias, y
abandonando las orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a
Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el seno del olvido un templo
que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por
mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en que
se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle
el lugar en que el templo se oculta: éste lo conocerás por los fuegos que
durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.
XXII Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su
verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el
tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y llena de armonía,
El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece
desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y
de sus labios se escapa un grito de sorpresa y ansiedad.
Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.
XXIII En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste,
convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo
seno se había dormido, y no la encuentra.
El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su
alfombra de colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos.
La Naturaleza comienza a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de
la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el cáliz de las
flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando en sus linfas
transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno
melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que
despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.
XXIV -Siannah -dice el caudillo con voz ahogada por el llanto.
-Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes? Siannah,
inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi
lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!, vuelve,
vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin
lágrimas.
XXV Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí,
corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su
esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien veces: todo es inútil. La
noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de
los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas de
un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.
XXVI -Insensato -dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la
boca de donde parte:- ¿que vas a hacer?
El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho,
se detiene sobrecogido y escucha estas palabras:
-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples
cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus manos desaparecerá para
siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.
Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira;
los dioses descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del
porvenir o recuerdos del pasado.
La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había
aparecido en sueños.
Canto quinto
I El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término
señalado por el genio. Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su
protegido, ha velado día y noche por su vida hasta dejarle en Kattak.
II La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden
el rocío en una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes
del mar se encienden y las crestas de sus olas brillan como las escamas de la
armadura de un guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún
con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de aromas en
emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las
nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los
brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa
máquina de los mundos.
III Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del
reino de Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido
entre su esposa y su conciencia.
-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me
hallo en presencia del ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete
de sus designios. Dios, que conservas cuanto existe, apartando las
tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no interpongas tu poder
entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del
tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo,
arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano
que los dirige.
IV El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose
por la cumbre del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces
las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas,
emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas,
cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas besan
o azotan las hirvientes olas del Océano.
V Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y
malezas que crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin
encontrarse en la cumbre del promontorio.
En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una
hendidura, y en el fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un
ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz
fantástica.
VI -Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido
del cuervo de la cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió
por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar
la muerte que el dios de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus
palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del día esperan las gotas
del rocío de la noche.
VII El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas
rocas, y, después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo
escucha en silencio y con la frente humillada en el polvo:
-Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de
la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil
que me lo refieras. El templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis
pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.
VIII El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al
pie del promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al
término de su descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a
saltos pequeños y sin abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje
de crestas de oro.
Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la
espuma, y cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de
espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de las playas, internándose
tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y
altísimos.
IX Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol
en un sudario de brumas, antes que descienda a su sepulcro.
La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa
murmura la oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos
juncos; el perfume de las flores que se abren en la sombra vaga en el espacio;
el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose
con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en
el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.
-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose en su camino,- he aquí que la
noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la
sombra te ha robado a mi vista.
El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le
temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus
traidores ataques.
Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada.
Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no
puede exterminar o vencer; si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me
guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy temo encontrar la
muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.
X -No temas -responde el cuervo;- el dios que nos envía cuidará de nosotros
desde su elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las
llanuras que vamos a atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven,
celoso del culto que éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que
te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que
ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las
sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los
predilectos de Vichenú.
XI Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se
extienden al pie de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube
de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la
luz del sol, atrajo su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se
aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás
portadores de su escudo y su aljaba.
XII Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió
al victorioso rey con la sonrisa en los labios:
-¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de
peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca
hasta los más remotos confines del mundo.
Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de
polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz
terrible:
XIII -¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del
sol como las armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del
viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara armonía de sus trompas de
guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se
endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos si los
caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de
acostumbrarse a huir.
XIV -Valientes -prosigue dirigiéndose a los que le acompañan- dadme el arco
y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata
convoquen a mis huestes con sus bramidos.
Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde
en el pecho su misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en
los aires en ademán de triunfo prorrumpe a voces:
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de
Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el
humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!
XV En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano
llamar en su socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer
tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los puños crispados y
tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás
de sus instrumentos de bronce.
XVI Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a
las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles
bramidos del caracol sagrado, al que responden en la llanura las bocinas de
marfil de los guerreros de tu padre.
XVII -¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate?
¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que
ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y
ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al
rumor de la batalla con el grito de guerra.
XVIII Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros
y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes
alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte. Los defensores de
Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es presa de las
llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de
Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.
XIX Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus
temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el
casco de los valientes que habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que
yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.
Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha,
silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al
desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal,
que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva,
temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.
Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa
época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener
en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.
XX Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento
combate en que su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las
bayaderas al son de los címbalos, pero cuya terrible sencillez nunca había
arrancado una lágrima tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó
abrasadora sobre su mejilla.
XXI El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los espesos cañaverales,
encenderse una llama ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las
fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de
un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro formado de piedras toscas e
irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y
se detiene junto a los troncos de los árboles, y se multiplica subdividiéndoles en
mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado resplandor?
XXII Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te
protege sucumbieron al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la
rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba para guiarnos, a través de
la noche, del pantano y de las sombras de los valientes, al sitio en que
cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y silenciosas
hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.
XXIII Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama
roja, que lanzándose al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.
El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.
De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya
falda duerme el viento de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.
El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires
sobre las ruinas de la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado
y absorto, sube la suave pendiente que conduce al término de su
peregrinación.
Canto sexto
I -Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices
más celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las
antorchas durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad,
fatigando el eco de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de
los trabajadores, a los rudos y sonoros golpes del martillo.
II Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el
mundo de admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las
nubes y estallaran las tempestades, como en las crestas de las montañas.
Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore y
perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus
adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros,
flotantes moradas de los genios.
Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el
temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla.
Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen
impulsados por una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el
peregrino.
III Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible
descubrir un arcano!
Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de
seda y oro que cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso
viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le asombraría tanto como la
escena que se presenta a sus ojos.
IV El peregrino ha desaparecido.
En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de
alabastro, se ve el informe busto de un horroroso ídolo.
La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas
pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen
tan repugnante y terrible.
V No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en
cuyas facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la
noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la
fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún se presenta a los
ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas
pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está
contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.
Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.
La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.
VI Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -
exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que
aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de un lirio que besa el
simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que lo representa;
llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el
clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y
con él mi vida.
VII Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su
llamamiento, se apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas
vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros hieren sus escudos con el
pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo sueño
de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al
dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la
cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos
lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que
solemnizan su victoria.
VIII El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora
con la primera luz del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por
cien y cien magníficas lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se
elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y del áloe por los
extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo
chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras
está de rodillas ante el ara.
Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los
genios, han dado posesión al de la muerte del templo de Jaganata han
concluido.
IX -¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la
cólera de los dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada
pendiente de un cabello; mis manos, que desde la terrible hora en que subí al
solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas;
esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida
con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo
por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes,
caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer
de la tierra.
La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo,
volviéndose hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo,
dirigiéndose al informe ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda
e infernal sonrisa.
X -Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis
culpas apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última
ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la
contemple un instante por la postrera vez; que su boca reciba el frío y apagado
aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la
tumba.
XI La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el
príncipe y arroja un grito de horror.
Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre
que brotó de su herida saltó humeando al rostro del genio.
En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se
adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de Schiven.
-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo
antes de morir. -Y expira.
XII Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la
hermosura y del amor, la que formó Bermach en un delirio de placer,
combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad de los juncos
del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un diamante de
Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje
del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través
de su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero
vuelve.
Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el
cadáver de su esposo.

LEYENDAS de BECQUER -- La ajorca de oro

La ajorca de oro


I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo;
hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal
vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la
tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la
amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios;
amor que se asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo
para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres
del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su
época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él, Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio
nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos
años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de
mi cosecha para caracterizarlos mejor.
II
Él la encontró un día llorando y le preguntó:
-¿Porqué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a
llorar.
Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo
en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y
tornó a decirle:
-¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que
se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de
la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua
interrumpía el alto silencio.
María exclamó:
-No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré
contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma
de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por
nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos
incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni
aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la
revelase, a
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a
reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con
voz sorda y entrecortada:
-Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré,
puesto que lo deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen,
colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un
ascua de fuego; las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por
el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando
maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué
mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se
fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder
explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era
la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que
descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis
ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar,
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una
manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y
amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de
fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan
con su brillo y su increíble inquietud...
Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la
imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con
aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?,
aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer
morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí,
porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una
mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La
ves? -parecía decirme, mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo
de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es
tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es
posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan
fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí,
entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable,
inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la
frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada,
levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-¡La del Sagrario! -murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror:
-¡la del Sagrario de la Catedral!...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma,
espantada en una idea.
¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y
apasionado-; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona
o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la
vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona,
yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que
pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del
mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.
III
¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de
granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica,
bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una
creación de seres imaginarios y reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan
y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas;
donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las
lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra
religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y
todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo
y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el
tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un
santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y
las mezquinas pasiones de la tierra.
La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas,
el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe. Pero si grande, si
imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se
penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan
profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa
religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de
alfombra y sus pilares de tapices.
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas
de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la
armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio
desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan,
entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios
que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su
omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se
celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la
Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero
ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las
luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo
habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano,
cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba
en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un
hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero.
Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a
poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de
horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo
su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el
sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio
profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores
confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién
sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo
que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas,
ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de
telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la
primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas
de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la
espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan
todos por una eternidad.
-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que
sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se
erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas
sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en
aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban
en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a
su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y
osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara,
y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo
se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa,
más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente
iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y
serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un
instante concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo
que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la
mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa
ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una
fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con
una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era
preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los
reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los
capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y
gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves,
pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de
sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos
y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el
ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas
y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies
oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los
arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus
lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los
machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas,
pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de
reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia
espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito,
un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar,
tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó
con una estridente carcajada:
-¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.

LEYENDAS de BECQUER -- Los ojos verdes


Los ojos verdes


Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este
título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes
en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé
si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales
ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se
resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para
hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que
pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la
sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han
flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros
acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por
San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los
perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los
corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la
fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas,
el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con
nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto
que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el
más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como
una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los
matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que
había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles
dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta,
Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se
pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué
haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi
mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el
fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines
de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los
Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El
que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá
salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza
alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero
reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,
pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero
perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese
ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de
cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí...
las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o
te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la
fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes
de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza;
después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían
inmóviles y consternados.
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies
de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no
sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante,
que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente
de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha
encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de
vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la
espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche
oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera
los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más
os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba
maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al
resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su
servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has
encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en
hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña...
Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en
mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás
a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para
mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto
al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste,
después de coordinar sus ideas prosiguió así:
-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la
fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra
superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una
peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de
las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al
desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un
instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido
semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por
entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se
oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y
corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el
lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares,
yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril
sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para
estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento
de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive
en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las
plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del
agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al
monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no;
iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una
locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar
en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez
una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices
parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía;
una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de
encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es
verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta
las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación.
Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y
entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí;
porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente;
unos ojos de un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e
incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que
iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres,
al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu,
trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color.
Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los
Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito
de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por
las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un
servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo
el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que
puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola
mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que
temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un
día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los
servidores que conducen tu litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te
envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré
tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a
grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la
niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a
envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a
desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba
temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa
amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno
de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo,
como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas
rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para
pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil,
doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los
juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-;
¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo
quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus
pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y
fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de
amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi
destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una
música-: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la
tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo
vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente,
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa
turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de
comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su
fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes
prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y
verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de
esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad
que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven,
la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las
ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los
álamos sus himnos de amor; ven... ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la
superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes
brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las
aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de
Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del
abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y
flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios
ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un
rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y
sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en
las orillas.

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