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viernes, febrero 01, 2008

ESPERANDO EL FIN DEL TIEMPO ... // EL LIBRO DE LOS MARTIRES // MICHAEL MPORCOCK

ESPERANDO EL FIN DEL TIEMPO...


Soplaban vientos crudos sobre Tanet-tur-Taac, y el hedor a sal del mar llegaba a la nariz de
Suron y la impregnaba día y noche porque las aguas estaban subiendo mientras la luna caía.
Vientos crudos desgajaban las nubes sobre Tanet y a veces llevaban nieve y a veces llevaban
lluvia caliente y a veces sólo hacían olas en el mar.
Con el largo pelo flotando al viento, Suron-riel-J'ryec miraba fijamente la luna y tras ella a la
estrella Kadel, que en otros tiempos había estado tan lejos de Tanet, el último mundo del Borde.
Había varias estrellas grandes en el cielo ahora, y pronto ellas y sus planetas serían un cuerpo
inmenso. También Tanet formaría pronto parte de aquel cuerpo.
Desde donde estaba, en la torre más alta de la ciudad, Suron podía ver las montañas
distantes y alteró su visión para captar cierta zona concreta con una perspectiva más detallada.
Estaba seguro de haber visto moverse algo, allí, de nuevo. Pero el viento revolvía la nieve en las
laderas. Quizás hubiera sido eso lo que había visto.
Suron miró tras sí, hacia las esbeltas torres de la ciudad que se llamaba Rion-va-mëy
(Esperanza Inevitable), una ciudad que era también una máquina. Suron había construido Rionva-
mëy y había bautizado a la ciudad-máquina diseñada para hacer de Tanet un mundo
completamente independiente de su sol, para apartarlo de la fuerza de atracción de la Masa
antes de que fuera demasiado fuerte para cruzar el espacio intergaláctico y hallar una galaxia
que aún siguiera en equilibrio. Por eso habían elegido para su experimento aquel mundo del
Borde, porque era el mundo menos habitable que había en los confines de la galaxia.
Y la galaxia estaba condenada a sufrir un cambio monstruoso en el que nada seguiría como
antes.
La galaxia estaba condensándose.
Ellos ya sabían qué iba a suceder, pues sus científicos habían llegado a desentrañar la
naturaleza de los cuerpos inmensos y oscuros que yacían en el centro de la galaxia.
Megaquasares con una masa tan grande que ni siquiera los fotones podían escapar a ellos,
habían empezado a engrosar su masa con todos los cuerpos que penetraban en su campo
gravitatorio.
Y ahora, toda la galaxia vacía dentro de aquel campo y todos los soles y sus satélites eran
arrastrados inexorablemente hacia allí, mientras los megaqúasares se consolidaban en una sola
masa, tan inmensa, que no podía inventarse ningún nombre real para denominarla. Los que
aludían a ella, no podían darle más nombre que el de Masa.
Suron contempló de nuevo el cielo, mientras el día se iba oscureciendo rápidamente. Su plan
había fracasado al hacerse evidente que era demasiado tarde. Rion-va-mëy, era la máquina más
perfeccionada que hubiese inventado nunca la humanidad. Podía proporcionar un medio
artificial complejo, alterar un planeta tan fácilmente como una nave espacial, pero jamás podría
utilizarse para su propósito básico. Lo único que le cabía hacer, era ayudar a Tanet a eludir la
inevitable colisión unos cuantos días más.
Apenas funcionaba ya como una ciudad, pues la mayoría de sus ciudadanos se habían ido al
comprender que el plan de Suron había fracasado. Se habían ido con la esperanza de llegar a
sus mundos natales antes de que sus soles se los tragasen, soles que serían a su vez tragados
por otros soles mayores hasta que la Masa se lo tragase todo.
Suron se había quedado, Tanet era ya su mundo. Lo amaba. Y aquél que amaba a Suron se
quedó con él.
Al principio, el proceso había sido gradual. Unos cuantos miles de años atrás apenas si había
sido perceptible. Hacía mil años, sin embargo, que se había hecho patente lo que se fraguaba.
Cien años antes, la Masa había absorbido a la mitad de los soles y planetas de la galaxia y ahora
los soles y planetas del Borde iban aproximándose entre sí.
Unos días más, pensaba Suron, e iniciaremos el último viaje hacia el interior. Y en menos de
un año, si eran correctas las teorías de los científicos, la Masa se desmoronaría debido a su
propia gravitación y se iniciaría de nuevo el proceso entrópico. Nuevas estrellas, nuevos
planetas: un nuevo ciclo.
¿Se repetiría a sí mismo el ciclo?, se preguntaba Suron. ¿Estaba programada la galaxia para
formarse y reformarse eternamente? ¿Renacería la humanidad y recrearía su historia quizás por
millonésima vez?
Desde la cúspide de la torre más alta, con el cuerpo pálido expuesto a los elementos, Suron
contemplaba las aguas. Habían alcanzado ya algunas de las estructuras más lejanas. Miró de
nuevo hacia la luna que dominaba el cielo. Estaba un poco más cerca que el día anterior; y
Tanet estaba un poco más cerca de su sol, y las estrellas estaban reunidas en un grupo algo
más compacto.
Falta poco, pensó.
Pasó la breve noche. El color del cielo pasó de azul oscuro a violeta y a verde claro y las
nubes se alejaron por el horizonte y desaparecieron. Asomó el sol y Suron sintió al instante su
calor.
Se oyó un susurro detrás de Suron.
—Así que no sirvió de nada.
Mis'rn-bur-Sen, colocó una mano suave sobre el brazo de Suron.
—El sol está más cerca, Suron.
Suron se volvió y sonrió a su marido.
—Soñé con la humanidad. ¿Qué fue lo que no sirvió de nada?
Mis'rn se acercó a la balaustrada. Su piel era transparente como la de Suron y mostraba las
venas y órganos de su cuerpo hermafrodita. El cálido viento ondulaba su pelo claro.
—Toda la lucha, y el dolor, y la muerte. Todos los esfuerzos de quienes aspiraban a ayudar al
género humano a lograr la tranquilidad y la seguridad, que tan recientemente conseguimos.
Todo inútil, Suron. La humanidad ha sido engañada. Cuando triunfaba sobre su condición, sobre
la mortalidad, sobre el entorno, la naturaleza aún sigue gastando sus bromas, aún logra hallar
un medio de destruirnos.
Suron sonrió y dijo:
—Una visión un poco antropomórfica del universo. ¿No nos basta saber que la humanidad
triunfó al fin, que logró alcanzar lo que los antiguos habían llamado "un estado de gracia"? ¿No
es el afecto que nos tenemos, una especie de recompensa por tantos milenios de lucha?
Mis'rn inclinó la cabeza.
—Quizás —dijo.
La torre tembló. Se oscureció el cielo al llegar nuevas nubes barriendo el horizonte. El
estruendo del mar ahogó el rumor del viento. Suron puso la punta de un largo dedo sobre la
balaustrada y trazó un círculo.
Un campo de fuerza formó una cúpula invisible sobre la torre y el azotar del viento y el aullar
del mar quedaron bloqueados. Suron y Mis'rn se miraron fijamente, en el nuevo silencio.
—Pero nuestros hijos han muerto —dijo al fin Mis'rn.
Hacía unos cincuenta años que ambos habían dado a luz al hijo del otro, simultáneamente.
Los dos vastagos habían permanecido en el planeta en el que habían nacido y los dos estaban
ya consumidos.
Suron había aceptado este hecho sin amargura, pero Mis'rn, cuyo temperamento se
complementaba con el de Suron, aún se afligía. Y por eso Suron confortaba ahora a su marido.
Expresaba sin palabras su comprensión y Mis'rn comunicaba sin palabras su gratitud. La torre
volvió a estremecerse.
—¿Cuál fue tu sueño sobre la humanidad? —preguntó Mis'rn.
—No recuerdo las imágenes, sólo el ambiente. Yo estaba allí y soñaba y luego despertaba y,
Mis'rn, me sentía feliz.
—Has compartido eso conmigo. Ojalá pudiese tener un sueño así. Pero todos mis sueños,
cuando los tengo, son de conflictos y desastres.
Suron señaló hacia las montañas.
—Después de mi sueño, creí ver moverse algo allá, en las laderas. Quizás formase parte del
sueño.
—Eso creo. Somos los únicos que quedamos en Tanet. Y aquí no hay animales. De eso se
encargaron nuestros ancestros.
—Sin embargo, sentí el impulso de ir a las montañas... a mirar.
—Es demasiado peligroso, Suron. Toda la energía de la ciudad se está utilizando para resistir
la fuerza de atracción de nuestro sol y para impedir que la luna nos caiga encima. Si sales de su
radio de acción, quizá no pudiara protegerte.
—Lo sé.
Suron cogió una mano de Mis'rn y susurró algo.
Fueron transportados inmediatamente al corazón mismo de la torre, a una estancia de luz
suave y cambiante, que irradiaba elementos nutritivos en sus organismos. Luego, hicieron el
amor de un modo tierno y dulce... apenas sin tocarse,mientras se movían por la habitación en
un gracioso y emocionante ballet.
Y la torre tembló una vez más y la luz parpadeó, un instante antes de reanudar sus
transformaciones.
Mis'rn detuvo su danza y Suron vio los rastros de una emoción olvidada que empezaban a
surgir en su rostro. La emoción era miedo.
—Hemos de aceptarlo, Mis'rn —dijo—. Bautizamos esta ciudad con el nombre de Esperanza
Inevitable, porque era inevitable que tuviésemos esperanza. Pero ahora esa esperanza está
muerta. Hemos de aceptarlo.
—No puedo —murmuró Mis'rn—. El sueño ayudó a nuestros ancestros de este modo cuando
no podían tolerar las implicaciones de la realidad. Por eso dormían.
—Lo intentaré.
Suron trazó un signo determinado sobre la pared de luz cambiante, y el aire del centro de la
estancia cuchicheó y susurró y apareció un lecho.
Mis'rn se dirigió hacia el lecho y se tendió en él, mirando, desde allí, a Suron.
—Cierra los ojos —dijo Suron, y Mis'rn los cerró—. Yo vendré a despertarte —prometió.
Y Suron volvió a lo alto de la torre, pestañeando ante la intensa luz. Hizo que la cúpula se
oscureciera para poder contemplar el paisaje.
En las montañas se había fundido la nieve. El mar se movía inquieto alrededor de las torres
más bajas. El monstruoso sol cruzaba el cielo.
Suron centró los ojos de modo que la ladera de la montaña pareció acercarse.
Cuidadosamente, inspeccionó cada roca amarillenta, cada sombra de un negro intenso, todas
las hendiduras. Pero sólo se movían las sombras por la rápida carrera del sol por el cielo.
Y luego, cuando Suron dirigió su mirada a las lomas más altas, vio una sombra que se movía
en dirección opuesta y que desaparecía tras uno de los largos colmillos de roca que un temblor
reciente de tierra había cortado del cuerpo principal de la montaña.
Así que era cierto, había allí una criatura viva. ¿Un hombre?
Suron estaba seguro de que ningún hombre podía sobrevivir bajo el calor a menos que
llevara ropa protectora adecuada.
¿Un visitante, entonces, de uno de los mundos internos?
Imposible. Ninguna nave espacial podía soportar las inmensas fuerzas gravitatorias que
existían ya en el espacio. Y no había ningún receptor de materia en funcionamiento en Tanectur-
Taac.
Suron se preguntó si la criatura habría venido de una galaxia próxima.
Tomó una decisión. Sin dejar de mirar fijamente hacia la ladera, esperó con toda calma a que
llegase el oscurecer.
Ahora la oscuridad era ya completa en Tanet, pero cuando el sol llegó al extremo del
horizonte y la luna empezaba a asomar su masa monstruosa sobre las cimas de los montes y el
cielo se volvía de un azul intenso y las estrellas hacían su aparición de nuevo, Suron dejó Rionva-
mey, la ciudad-máquina de Esperanza Inevitable.
Sobre la espalda desnuda, llevaba un equipo de campo de fuerza ligero que le protegería
contra los elementos y le serviría de medio de propulsión sobre las rocas.
Se elevó unos centímetros del suelo, voló contra el viento, mientras las nubes se espesaban y
el cielo se oscurecía, trayendo las primeras nieves del anochecer.
Suron aumentó la temperatura de su cuerpo para contrarrestar el frío, y los copos de nieve
que caían sobre sus hombros desnudos, se fundieron inmediatamente.
Tras él, la ciudad había cambiado de color. Ahora tenia un peculiar tono anaranjado. Suron
sabía que sus recursos estaban casi agotados. El mar cubría aún más las torres, y las que
quedaban, habían empezado de nuevo a balancearse y a estremecerse.
Suron llegó al pie de las laderas de las montañas y empezó a ascender.
El cielo se volvió de una púrpura intenso y el viento rasgó las nubes, de modo que la luna
pudo verse otra vez. Estaba aún más cerca. Suron tuvo casi la sensación de que si alzaba una
mano podría tocarla. Dominaba el paisaje.
Mirando al frente, creyó ver la sombra móvil, cerca de la cima de la montaña. Aumentó su
velocidad.
Llegó a la cima. El viento era ya tan fuerte que se vio obligado a utilizar más potencia para
que no le desplazase de su condición. La luna parecía amenazar aplastarle. Parecía llenar todo el
cielo.
Justo debajo de él, surgió un cuadrúpedo antropoide de detrás de una roca. Se aferraba a la
ladera, el cuerpo peludo cubierto de nieve, el pelo alisado por el viento. Sus ojos inteligentes
miraron a Suron y Suron lo identificó.
Se le escapó un grito de sorpresa.
El antropoide movió la cabeza y le observó receloso. Abrió la boca y habló, y el aullar del
viento ahogó sus palabras.
Suron descendió por la ladera hacia la criatura.
El ser retrocedió y desapareció. Suron vio que la roca ocultaba una fisura de la ladera... una
cueva.
Entró en la cueva sin vacilar.
Llegó luz. La cueva era artificial. Era una habitación o quizás una más de una serie, y su
contenido había sido destrozado y dispersado por los temblores de tierra. La criatura estaba
plantada sobre sus cuatro piernas en medio de la habitación, rodeada de desperdicios y sentada
en una silla de extraña forma. Miraba muy seria a Suron.
—Creí que tu especie estaba extinta —dijo Suron, luego añadió ceñudo: —¿Entiendes mi
lengua?
La respuesta fue clara, firme, musical:
—La entiendo. Mi especie fue... extinguida. La destruyó la tuya hace mucho tiempo.
—No lo sabía —dijo Suron.
—Había vegetación y belleza. Había paz. Hace eras, tu gente llegó con fuego y quemó toda la
belleza, asesinó a todos los míos. Yo me oculté en las profundidades de la tierra. Luego tu gente
se fue. Nunca pude descubrir por qué destruyeron nuestro mundo.
—¿Cómo aprendiste nuestra lengua?
—Un viajero —dijo la criatura, señalando con una mano. Suron vio un cráneo. Era el cráneo
de un hombre pre-hermafrodita. Debía tener siglos.
—¿Le mataste tú?
—Murió. Eramos amigos, creo.
—¿Y él no sabía por qué quemaron vuestro planeta?
—Hablaba de una guerra. Dijo que este mundo probablemente ocupase una importante
posición táctica... algo parecido. Dijo que si hubieran sabido de nosotros quizás no lo hubiesen
quemado, pero supusieron que criaturas que caminaban con cuatro patas no eran inteligentes...
como si tuviera algo que ver.
—Mis ancestros hacían en otros tiempos diferenciaciones entre seres que razonaban como
ellos y otros de carácter menos inquisitivo,
—Los que estaban contentos fueron destruidos.
—Así fue, sí. Pero tú sobreviviste todos estos años.
—Sí... al parecer, para morir con los que me robaron la felicidad. ¿Se debe esta catástrofe a
otra de vuestras acciones?
—No lo creo. Yo me llamo Suron-riel-J'ryec.
—Yo soy Mollei Coyshkaery. ¿Cuál es entonces la causa de esto?
Suron se lo explicó.
La criatura antropoidea pareció animarse.
—Así que nadie ganó. Lo que nos pasó a nosotros os está pasando a vosotros.
—Con una diferencia: no quedará nadie para recordar a la humanidad, cuando desaparezca.
—Se lo tiene merecido.
—Supongo que sí.
—Tú no eres como mi amigo —dijo Mollei señalando el cráneo—. Eres más tranquilo... tienes
un aspecto distinto.
—Nuestra raza había empezado a evolucionar hacia especies completamente distintas.
Eramos casi inmortales, lo mismo que tú. No teníamos conflictos entre nosotros ni enemigos
que nos amenazasen. Dedicábamos nuestro tiempo a adaptarnos a lo que veíamos. Habríamos
evolucionado aún más, pero —Suron hizo una pausa— habíamos aprendido el hábito del amor,
y habíamos olvidado el hábito del odio.
—Yo aún no he aprendido a odiar —dijo Mollei—. Y ahora ya es demasiado tarde.
—Lo siento.
—¿Crees que es bueno odiar?
—Creo que es bueno conocer todos los sentimientos —el cráneo atraía de nuevo la mirada de
Suron.
Mollei se sacudió la nieve derretida de la piel. De pronto, soltó con expresión meditabunda:
—Antes había música. Hace tanto que no oigo música.
—Quizás vuelvas a oírla.
—¿Qué quieres decir?
—Hay quien cree que la galaxia pasa por un ciclo perpetuo de nacimiento, muerte y
renacimiento... que su historia se repite una y otra vez con diferencias sólo secundarias.
—Pero eso significa que volveré a conocer el dolor. Tus palabras no me traen ningún
consuelo, Suron-riel-J'ryec.
—Admito —dijo Suron con un suspiro— que la idea también es aterradora.
—No parece afectarte lo que está a punto de suceder.
—Es inevitable, Mollei Coyshkaery.
La caverna se balanceó. A pesar de su campo de fuerza, Suron se vio lanzado contra la
pared. Con él se desplazaron objetos. El cráneo chocó contra la pared y se fragmentó. Mollei
intentó salvarse, pero quedó atrapado justo debajo de Suron, gritando de dolor e intentando
incorporarse. Caían piedras del techo. Un gran estruendo lo llenó todo, mientras la caverna
seguía estremeciéndose. Luego, todo volvió a quedar quieto.
Suron descendió hasta el ángulo que formaban el suelo y la pared, donde estaba tendido
Mollei. Su mirada expresaba dolor. Era evidente que tenía algunos huesos rotos.
—Ha sido el peor de todos —murmuró Mollei—. Me pregunto qué lo provocaría...
—Ha caído ya la luna. Creo que a cierta distancia de nosotros.
—¿Qué significa eso?
—Significa que dentro de poco tu planeta se hundirá en su sol, casi en el mismo instante en
que el sol se una a otras estrellas. Estamos desplazándonos todos hacia el centro, Mollei. Unas
cuantas horas después de morir, nuestra galaxia no será más que una masa. Después, se cree
que la masa explotará y la galaxia empezará de nuevo.
—La muerte llega rápido —balbució la criatura—, pero la vida tarda tanto tiempo en
formarse...
—¿Vendrás conmigo a Rion-va-méy, mi ciudad? —preguntó Suron—. Hay allí medios para
aliviar tu dolor.
—Estoy muñéndome —dijo Mollei—. Déjame morir solo.
—Como quieras.
Suron buscó la entrada de la cueva, pero había quedado bloqueada al caer la luna. Volvió
junto a la criatura agonizante.
—Parece que estoy atrapado.
Mollei se incorporó sobre un codo y señaló una entrada.
—Hay varias salidas. Quizás alguna no esté bloqueada.
—Gracias.
—Adiós, Suron-riel-J'ryec.
Suron se dio cuenta de que empezaba a debilitarse la potencia de su campo magnético.
Cruzó el oscuro umbral y ensanchó los ojos para poder ver en el negror de la sala contigua.
Había allí cuadros y artefactos de todas clases. Se dio cuenta de que Mollei había utilizado el
sistema de cuevas como museo: un monumento a su raza asesinada. Suron experimentó lo que
imaginó podría ser sentido de culpabilidad.
Se abrió paso a través de varias cámaras similares, deteniéndose sólo a contemplar un
relieve muy antiguo que parecía indicar que la raza de Mollei había tenido en otros tiempos
enemigos indígenas... era una escena de guerra. Las criaturas simiescas expulsaban
triunfalmente a un tipo de gente asexual similarmente armadas.
Y luego vio una hendidura en el techo por la que entraba luz.
Suron aumentó la potencia y subió hasta el techo, cruzó la hendidura y salió a la superficie
del planeta.
Gimió cuando la luz golpeó sus ojos y se los tapó con las manos. Sabía que le quedaba poca
potencia en su campo magnético, pero aumentó la intensidad del campo aún más y se aisló del
calor asfixiante y de la luz lo más que pudo.
Miró hacia abajo, hacia la montaña, y luego hacia el mar.
El mar hervía. Nubes de vapor rodeaban lo que quedaba de Rion-va-mëy. Inmensas fisuras
negras se abrían en la montaña. Empezó a descender todo lo rápido que se atrevía.
La pantalla que cubría su cuerpo, temblequeaba. Suron sabía que si se estropeaba, moriría...
moriría con peores sufrimientos y mucho más deprisa de como habían muerto sus ancestros, de
piel más gruesa.
Cruzó sobre una grieta recién formada y, mientras la cruzaba, el extremo más alejado de él
empezó a pandearse y a ensancharse más y más. Inundó sus oídos un estruendo monstruoso.
Todo el planeta se estremeció.
Con una sensación de pánico creciente, llegó por fin al otro lado.
Una de las torres cayó y luego, otra se balanceó y se desplomó también. Suron se dio cuenta
de que al fin la máquina se había estropeado.
El cielo se hizo aún más brillante y parecía que el calor calcinaba su piel. La superficie del
lejano mar burbujeaba ya y pudo oír el silbar de sus aguas al convertirse en vapor.
La pantalla volvió a fallar y los pies de Suron golpearon las ardientes rocas.
La torre más alta, que aún seguía en pie, se hallaba a cierta distancia. Vio que uno de los
grandes haces de energía que habían mantenido unido el planeta, se pandeaba y luego se
quebraba como cuando se corta un alambre de acero. Las diversas secciones saltaron en el aire
vibrando y retorciéndose y luego cayeron. Se desplomó otra torre en el mar hirviente.
Suron se sintió mareado. Se le nubló la vista. Se dio cuenta de que iba a morir muy pronto,
sin poder regresar a la habitación donde yacía dormido Mis'rn.
El caos absoluto le rodeaba, una confusión aterradora de rocas volando y de remolinos de
vapor.
Ya no podía ver Rion-va-mëy. Quizás había desaparecido para siempre la ciudad de
Esperanza Inevitable. El sol se hizo aún mayor. Suron gritaba de dolor. Luego, sin cejar en su
avance se desmayó.
—¡Suron!
Hacía más fresco. Abrió los ojos y vio los de Mis'rn-bur-Sen. Había en ellos ansiedad.
—Suron. ¡Estás vivo!
—Sí, estoy vivo. Pero debería estar muerto.
—Desperté y te busqué. Me di cuenta de que te habías ido a la montaña. Cogí una nave y te
busqué hasta hallarte sin sentido. Te traje a nuestra torre.
—¿Entonces sigue aún en pie?
—Por poco tiempo. He desviado hacia ella toda la energía que quedaba.
—Creí que estabas dormido, marido mío.
—Algo me despertó... imagino que fue la luna al caer, o la sensación de que estabas en
peligro. O quizás ambas cosas. Tuve sueños profundos, Suron... sobre la humanidad.
—¿Y te angustiaban? —Suron se levantó del lecho e intentó mantenerse de pie sobre el suelo
tambaleante. La luz de las paredes ya no cambiaba de color. Era de un verde claro continuo.
—Me consolaron, Suron. Es mejor morir amando a la humanidad que odiándola.
Suron asintió con un cabeceo.
—Mollei estará ya muerto.
—¿Mollei?
—Encontré en la montaña a una criatura, Mis'rn. El último habitante indígena de Tanet-tur-
Taac. Nuestros ancestros destruyeron a los suyos con fuego. Destruyeron toda la vegetación del
planeta. El sobrevivió durante siglos y sin embargo nunca conoció el odio... sólo la inseguridad y
el desconcierto. No sabía por qué matamos a su pueblo.
—¿Lo sabes tú?
—Sólo sé que la humanidad mató a muchas otras razas al extenderse por la galaxia.
—¿Y ahora tú odias a la humanidad?
—No. Pero comprendo el desconcierto de Mollei. Pues ahora la humanidad está destruida.
Probablemente seamos los últimos que siguen vivos. Y pronto habremos muerto.
—Pero nos destruye una naturaleza irracional.
—¿Y no fue esa fuerza la que eliminó a los habitantes de este planeta?
—Les matamos nosotros.
—Sí. Pero puede que sólo nos imaginemos que realmente lo hicimos. Utilizamos nuestros
pensamientos para justificar acciones que teníamos que realizar de todos modos...
Mis'rn cabeceó. Se trasladó a uno de los dos lechos y se tumbó en él.
—Es cierto que no conquistamos nada —dijo—. Y ahora estamos conquistados.
—Nos conquistamos a nosotros mismos. Y una vez logrado eso, morimos.
—¿Crees que ése fue el objetivo de nuestra existencia?
—Jamás pensé que nuestra existencia tuviese un "objetivo". Y sin embargo nuestros
ancestros creían en ello. Que habíamos nacido para aprender a amar y que haciéndolo nos
integrábamos con el universo.
Mis'rn cerró los ojos.
—¿Por qué no dejas entrar un poco de luz, Suron, para que podamos ver una vez más este
mundo?
Suron tocó la pared y trazó un signo. El muro exterior se hizo opaco y luego transparente y la
luz cegadora inundó la estancia. Con ella llegó el calor, pero esta vez le dieron la bienvenida.
Suron ocupó su lugar en su lecho y se tendió. Extendió la mano y tocó la de Mis'rn.
—Y ahora vamos a dormir —dijo. Y se durmieron en amor.
Y entonces Suron y Mis'rn soñaron con la humanidad.
Soñaron con todo lo que había luchado por ser, con todo lo que había logrado ser, con todos
sus fracasos. Y era un sueño de amor.
Soñaron con las estrellas y los planetas de su galaxia y con los que habían abandonado el
planeta Tierra hacía muchos milenios, con los que habían explorado y destruido y se habían
embrutecido por creer que el conocimiento proporcionaba amor y tranquilidad.
Y pareció que soñaban la historia toda de la galaxia, desde su nacimiento hasta su muerte,
que presenciaban la formación de cada estrella y de cada planeta, que vivían la vida de toda
criatura individual que había alcanzado la existencia en aquellos planetas.
Y en sus sueños acabaron comprendiendo que el Tiempo era una idea sin sentido y que la
Muerte no significaba nada y apenas muy poco la Identidad.
Y mientras ellos soñaban ardió la última torre y Tanet-tur-Taac cayó en el rugiente corazón
de su sol. Luego este sol se unió a la Estrella Kadel y un centenar de soles más se agruparon
para formar un globo ardiente y único.
Fue el último fuego que fugazmente ardió en la oscuridad. Luego, también él cayó en la
Masa.
Y donde había habido una galaxia hubo sólo tinieblas.
Pero ya empezaba a sucederle algo a la Masa, empezó a implosionar bajo su propio inmenso
peso.
Quizá Suron y Mis'rn o algo que había sido ellos siguiese soñando, al menos hasta el
momento en que empezasen a reaparecer relámpagos de luz y la galaxia empezase a renacer
tal como podrían renacer también Suron y Mis'rn, una eternidad después.
Pues Tiempo nada significaba y nada significaba Muerte e Identidad significaba sólo un poco


ISLAS // EL LIBRO DE LOS MARTIRES // MICHAEL MPORCOCK

ISLAS


Schmeling volvió a la penumbra de su sala de estar y acomodó su elegante y voluminoso
cuerpo en el sillón opuesto al mío.
—Disculpa por haberte dejado tan bruscamente —dijo, refiriéndose a la llamada telefónica
que le había hecho salir de la habitación.
—Pareces nervioso —dije, advirtiendo el brillo emocionado de su mirada.
—Lo estoy —dijo—. Claro que lo estoy.
Tuve que dejarlo en eso, pues no parecía dispuesto a hablar del asunto.
Pareció rechazar lo que estuviese pensando y me concedió una breve sonrisa.
—Bueno —dijo—, ¿cómo van las cosas en los círculos sociológicos?
—En círculos, para mí, en este momento —dije animadamente—. Tengo ahora un caso
particularmente interesante. Según todos los datos, medio ambiente, antecedentes familiares,
índice de inteligencia, etc., debería corresponder directamente a determinada categoría amplia,
Pero no es así. Muestra, en su pensamiento y en su conducta, todos los síntomas clásicos de un
niño de barrio bajo y pobre, un niño de un hogar destrozado... cuando, en realidad, su origen es
casi exactamente el contrario.
Schmeling parecía sólo ligeramente interesado por mi trabajo, pero se aferró a algo que dije
y eso le desvió por otra ruta.
—¿De veras? ¿Crees realmente que todas esas influencias superficiales ejercen un efecto
profundo en el individuo?
—Normalmente sí. No las considero superficiales. Pueden tener un significado profundo y
perdurable para una persona.
Sonrió paternalista.
—Yo considero los llamados rasgos heredados también superficiales... por no decir
inexistentes.
— ¡Eso me asombra! —dije, animosamente.
Schmeling parecía a punto de entregarse a uno de sus ejercicios verbales en los que
adoptaba una postura dogmática respecto a un tema que en el fondo no le interesaba
seriamente. Tal ejercicio solía ser entretenido y me dispuse a participar en el asunto, adoptando
una posición contraria a la suya e igualmente dogmática.
—Hablamos de la herencia —dijo Schmeling agitando una mano—, como de un hecho, y
hablamos de experiencia mutua como un hecho. Sin embargo, ¿cuánta experiencia se
comparte?
—Toda —dije de inmediato.
Schmeling inclinó pensativo su cabeza alargada y aguileña y luego me miró con una seriedad
insólita.
—A la gente le resulta muy fácil atribuir una pauta a la psique humana, pues hay muchas
similitudes superficiales entre los hombres. Creo, sin embargo, que deberíamos más bien
aceptar una pauta que explique las cosas cómodamente, en vez de intentar captar la idea de la
variedad y la complejidad infinitas de la experiencia humana. Una variedad sólo limitada por el
número de individuos que existen en el mundo. Yo sostengo que cada hombre es, mental y
físicamente, un individuo total, único.
—No existe eso que se llaman individuos —señalé—. Sólo existen pequeñas diferencias
superficiales de conducta.
—Yo digo que hay pequeñas similitudes superficiales que hemos llegado a aceptar como
constitutivas de la psique humana total. Pero hay abismos, amigo mío, cuya exploración aún no
se ha iniciado. Y además —dijo, con una nota de triunfo en la voz— ¿cómo explicarías el
aumento que ha experimentado en este siglo la esquizofrenia? No hay dos esquizofrénicos
iguales.
—Eso es discutible —dije.
Schmeling frunció el ceño.
— ¡Y tú te dices individualista!
—Y lo soy... dentro de ciertos límites —dije, algo acalorado.
—Tú eres un individuo —contestó él, retrepándose en su asiento y estirando los pies ante el
fuego. Me daba cuenta de que empezaba a disfrutar con la discusión, lo cual quería decir que
estaba muy seguro de poder derrotarme.
—Lo eres, realmente —insistió—. La misma imposibilidad de comunicación plena entre
nosotros lo demuestra de forma concluyente. ¿Cuánto tiempo es un elefante?
—¿Eh?
—¿Puedes contestar?
— ¡La pregunta es absurda!
—Para ti quizás, pero no para quienes conciben el tiempo en términos de masa... que son
muchos. Experimentos recientes han demostrado que la pregunta obtiene tantas respuestas
como individuos a quienes se formula. Hay muchos otros datos que demuestran mi teoría, los
que ven el domingo como un color determinado, mientras que otros lo ven como una línea de
determinada longitud; todo lo visto con los ojos de la mente, oído con los oídos de la mente,
inhalado con la nariz de la mente, tocado con el tacto de la mente, saboreado con el paladar de
la mente, significa algo completamente distinto para cada cual. Yo sostengo que es ahí donde
está la realidad, en los sentidos de la mente, donde experimentamos lo que queremos
experimentar y no lo que nos han dicho.
—Esta conversación no nos lleva a ninguna parte —dije—. Las preguntas abstractas respecto
a la naturaleza humana, sólo pueden llevar a respuestas abstractas.
—Cierto —dijo mirándome triunfalmente, como si deliberadamente me hubiese inducido a
admitir algo—. Pero cuando aparece una solución concreta, produce el efecto de hacer también
concreto el problema. ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—Bueno, recibí prueba concreta, no hace mucho, del hecho de que cada hombre existe como
individuo, total e irreversiblemente, de que, aunque el medio y la "herencia" actúen sobre él
desde el nacimiento, actúan para hacerle parecer un no individuo. ¿Captas la diferencia?
Empieza por ser un individuo completo, pero influencias superficiales le fuerzan a no ser,
¿comprendes?
—Decías que la sociedad impone al individuo una pauta que, en general, consideramos
inherente a él. Tu ejemplo extremo sería el individuo de clase media que se adapta
rigurosamente, imagino.
—Podrían citarse ejemplos más trágicos... el Zeitgeist que dominó Alemania en los años
treinta, por ejemplo.
Hizo una pausa, aparentando pensar en su país natal, que había abandonado hacía ya tantos
años.
—Un término alemán —musitó— para describir la Enfermedad Germana: la necesidad de
aplicar pautas y generalizaciones a todos los aspectos de la existencia humana. Al insidioso
Freud, el alemán debía resultarle un idioma, hecho a la medida, para sus doctrinas. Un idioma
con tantas palabras inconcretas, lleva a una especie de pensamiento inconcreto que a mí me
parece detestable.
Se encogió de hombros y cabeceó.
—Pero el burgués es un buen ejemplo.
Se levantó. Su cuerpo grande y vital se tensó como si fuese un actor a punto de soltar un
parlamento, pero en vez de hablar de inmediato, me dejó en suspenso, mientras se servía una
porción de su horrible tabaco de yerbas de una caja del aparador. Una vez cargada y encendida
su pipa de boquilla metálica, invadió mis narices el humo dulzón, mucho menos agradable que
el tabaco ordinario; volvió a ocupar su asiento junto al fuego.
—Y quizás el psicópata esquizofrénico (el rebelde sin causa) sea el ejemplo extremo del
individuo que experimenta el evidente error que entraña este conformismo, y reacciona contra
él violentamente.
—Un millón de burgueses no puede equivocarse —dije irónicamente, y él sonrió sin sacar la
pipa de la boca.
—Un solo psicópata tampoco puede equivocarse. Un psicópata aislado, según su propio y
pequeño universo, está absolutamente en lo cierto, absolutamente justificado para adoptar
cualquier curso de acción que elija... ¡simplemente porque él lo elige!
—Pero, por desgracia, esta actitud desemboca en la anarquía —dije—. Si el individuo no se
adapta hasta un cierto grado, sus acciones interfieren con las de otras personas, produciendo
caos si tiene éxito, o una mayor limitación de su libertad. Tengo razón yo.
—Tienes razón hasta cierto punto —dijo, con un cabeceo—. Pero si todos aceptasen el
derecho del individuo a ser un individuo y se eliminase la tiranía del conformismo, quizás
pudiésemos dar a la existencia una mayor dignidad... y seguir trabajando juntos como
individuos que ayudan a individuos...
—Casi estás hablando de política —le advertí con una sonrisa, añadiendo: —O de religión...
las dos pertenecen al reino de lo indemostrable.
—Las dos atraen a los psicópatas, en cierto modo. La prueba es el hecho de que tanto los
movimientos religiosos como los políticos, tienden claramente a disgregarse casi en tantos
grupúsculos como los individuos que los componen.
—De acuerdo —dije yo—. ¡Pero dijiste que tenías pruebas concretas de que todos los
hombres son distintos!
—No señor... siempre que entre en esta discusión "la igualdad", yo diría que había
demostrado que todos los hombres son iguales en que todos son distintos y existen —hizo una
pausa teatral y le envidié por su gesto, por su voz resonante— ¡existen en universos físicamente
distintos!
— Vamos, qué dices...
—El tiempo y el espacio son relativos. Y el tiempo y el espacio de un individuo son relativos al
tiempo y el espacio de los demás. Pero no son lo mismo. Tengo pruebas de que cada hombre
existe en su continuo espacio temporal propio, así como en el más amplio que todos
compartimos. ¿Por qué una hora para un hombre pasa lentamente y para otro rápidamente?
—Depende de su estado mental en el momento que experimenta el transcurso de esa hora,
sin duda...
—Su estado mental... exactamente. Impone su propio sentido temporal al tiempo que le
dicen que es correcto.
—¿Pero qué me dices de esa prueba de que hablábamos? —contesté, viendo que la
conversación perdía dinamismo.
—Está bien —dijo, mirando el reloj. Se retrepó en su asiento y empezó, a la manera de un
narrador de cuentos, eligiendo cuidadosamente todas las frases. Yo también me acomodé,
esperando que me entretuviese, pues Schmeling era un buen narrador que sólo necesitaba
público atento para desplegar su habilidad.
—Hace unos cuantos meses (dijo, con su voz profunda y levemente acentuada), estaba yo
gozando de un día de ocio en mi clínica de la calle Harley, distribuyendo simpatía y aspirina
disfrazada a las ancianas que financian mi investigación privada, cuando la arpía de la
recepcionista entró a toda prisa, hecho sumamente raro, dada su edad. A mis cuentas no les
gustan las recepcionistas jóvenes.
—Está en la sala de espera la señora Thornton —cloqueó.
—Pero si no tiene cita —dije irritado. Esas mujeres son hipocondríacas o incurables. Las elijo
con cuidado, puesto que en cualquiera de los casos me dan muy poco trabajo.
La señora Thornton era un poco ambas cosas: Una hipocondríaca incurable, y, por otra parte,
una mujer encantadora, al final de la mediana edad, muy rica y animosa aún, siempre que
descansaba de sus ataques de jaqueca, que ella misma se provocaba. Sí, era realmente muy
rica y, además, me agradaba bastante. En consecuencia, tras una breve deliberación, dije a mi
recepcionista que la hiciera esperar un poco más y la mandara pasar luego.
En una actividad como la mía, no debe atenderse de inmediato la visita inesperada de una
paciente. Si sacan la conclusión de que estás allí a disposición de todo el mundo, creen que no
vales nada como médico.
Así que pasó por fin la señora Thornton, piel deliciosa y un poquito de perfume demasiado
caro. La cara habilidosamente maquillada y el pelo gris teñido dispuesto en un lindo peinado.
Pero advertí que estaba alterada, percibí un pequeño chorrete de cosmético en la comisura de
su ojo izquierdo.
Ella, la equilibrada señora Thornton, parecía haber estado llorando en público.
Me levanté y le indiqué una silla para sentarse. Se sentó al borde.
—Parece usted enferma, señora Thornton —dije solícito, percibiendo que había deseado
tener una jaqueca especialmente grave.
—No es nada físico, doctor Schmeling —dijo ella—, pero no estoy segura de que el dolor
espiritual que sufro me produciré otra jaqueca.
Me sentí de nuevo irritado.
Mis pacientes suelen traerme sus problemas emotivos y esperan que los resuelva. En
realidad, suele bastar oírles con comprensión y decirles unas palabras ambiguas y suaves de
consuelo. Así pues, me preparé para oírla, tomando mentalmente nota de añadir aquella
consulta a la próxima factura.
—Ahora cálmese —dije con la voz ronca y cordial que da, al mismo tiempo, la impresión de
integridad profesional y calor humano.
—Explíqueme el problema, antes de pedirme que lo resuelva.
Esbozó una breve sonrisa agradecida, respondiendo maravillosamente a las claves emotivas
que yo estaba aplicándole.
—Se trata de mi sobrino, doctor; él es quien tiene problemas, no yo.
—¿Está enfermo?
No me agrada tratar a los pacientes masculinos, porque siempre hay grandes posibilidades
de que logren atravesar mi fachada, tan necesaria para poder continuar con mi trabajo privado.
Me dispuse, sin embargo, para lo peor, considerando que la aportación de la señora Thornton
era mucho mayor que las de mis otras pacientes.
—Físicamente no —dijo la señora Thornton dirigiéndome la mirada conmovedora de quien
confía en un amigo y espera ayuda.
—Mentalmente —apunté, sólo con el énfasis justo y prudente.
Asintió con un gesto.
—Pero, mi querida señora Thornton, dése usted cuenta de que no soy psicólogo. No soy más
que un simple médico...
Estaba mintiendo, por supuesto, puesto que aunque sólo tengo título de médico, mi trabajo
en realidad se centra en captar las peculiaridades psicológicas de mi clientela.
—Lo sé, lo sé —dijo ella con vehemencia—. Pero es usted tan comprensivo, doctor, en mi
propio caso. Usted se da cuenta de que la jaqueca se debe a la tensión mental, nerviosa y
emotiva, así que pensé...
Controlé el impulso de sonreír. Todos los que sufren de jaqueca tienden a atribuir causas no
físicas a su estado, cuando, por regla general, un simple acto físico de agacharse o comer un
alimento inadecuado es la causa de tal dolencia.
Así que en vez de sonreír, asentí firme y cordial.
—Cierto, cierto, cierto —murmuré a la manera mística de tantos psiquiatras, aludiendo a
cosas que sólo podrían saber los discípulos plenamente ilustrados de Freud. No hay duda al
respecto. Son el nuevo sacerdocio.
—Entonces... hágame un favor, doctor, venga a verle. Intente ayudarle. Le suplico que sea
discreto en este asunto... habría un verdadero escándalo público si...
—Por supuesto —dije en tono conspiratorio—. Y si yo no puedo ayudarle, puedo
recomendarle a un amigo sumamente discreto, un especialista de trastornos mentales. Un
hombre extraordinario, se lo aseguro, de inteligencia e integridad indudables.
Pero ella me quería a mí. Me dispuse, pues, a interpretar un papel particularmente largo.
¿Has advertido alguna vez cómo actúa la gente, de modo totalmente inconsciente, en pautas
establecidas de expresión y emoción que se ajustan a categorías concretas, simpatía, justa
indignación, desconcertada aflicción, etc., cuando en realidad, bajo la superñcie, aunque no lo
admitan ante sí mismos ni un instante, no sienten nada de lo que expresan hacia el exterior?
Gestos, gestos... apuntalando el absurdo disparatado de la vida moderna. Y gracias a las
modernas comunicaciones, nos convencen cada vez más, del Modo Correcto de Sentir en una
Situación Dada. Lo cual sin duda resulta confortante. Dios mío, somos como escarabajos
acuáticos que patinan por la viscosa superficie que cubre el agua clara y pura de abajo. Y, peor
aún, contribuímos a la propagación y el crecimiento del cieno, amontonándolo más y más hasta
que, de cualquier modo, nos hundimos con su peso hacia el fondo. ¿Qué crees que sucederá
luego? ¿Locura? Pero me desvío...
La casa que la señora Thornton tiene en la ciudad se encuentra en la tranquila Plaza
Belgravian. La llevé allí mismo, yo, en el coche, dejando una nota a mi recepcionista para que
cancelara las demás visitas del día.
En la entrada principal se alzaban dos columnas de mármol y cruzamos la gruesa puerta de
roble que daba a un frío e imponente vestíbulo, también del mismo mármol desnudo.
Entregamos los abrigos a una atractiva doncella, a quien la señora Thornton preguntó dónde
estaba el señor Davenport.
—En el estudio, señora —contestó la doncella mirándome inquieta.
—¿Querrá usted decirle que he traído al doctor Schmeling y que nos gustaría verle en el
salón?
Entramos en un salón grande y claro decorado con un estilo vagamente Victoriano. Un
pesado secretaire había sido convertido en mueble bar, y la señora Thornton me ofreció bebida.
Acepté un jerez seco y allí me quedé dándole sorbos mientras esperábamos a Nicholas
Davenport. La señora Thornton se movió nerviosa por la estancia un momento y por fin se
sentó en el brazo de un sillón.
Entró Nicholas: pálido, abatido, desafiante. Era un joven de pelo oscuro y apariencia
claramente frenética, que me estrechó la mano con demasiada firmeza cuando nos presentaron,
y se dirigió de inmediato al mueble bar y se sirvió un trago. Yo esperaba que proclamase que no
necesitaba ningún médico, pero, por el contrario, se volvió, aún mirándome desafiante, y dijo:
—Ojalá pueda usted hacer algo para resolver esto, doctor.
Aquella actitud de desafío era, al parecer, algo permanente y dirigido al mundo en general
más que a un individuo concreto.
—Quizá pueda —dije mirándole con cierto nerviosismo, preguntándome qué pensaría de mí—
¿Le importaría explicarme qué le pasa?
—Muchas cosas —dijo, adoptando una pose romántica junto a las cortinas.
Esto, decidí entusiasmado, va a ser una escena de alto nivel dramático. Pero, en aquel
momento, subestimaba a Daventport. Más tarde sabría que era un buen actor, en el sentido al
que sabes que me refiero. Pero, por alguna razón, había confundido completamente los versos,
había perdido las notas... o, al menos, aplicaba versos y notas propias a una obra que los
rechazaba y se sentía incómoda con ellos. Mi primer vislumbre de esto llegó poco después de
que la señora Thornton abandonase prudentemente la estancia y él y yo nos quedásemos
mirándonos con los vasos en la mano, como si nos hubiésemos desafiado a un duelo y nos
dispusiésemos ya a abrir fuego.
—Tengo entendido que usted no es psicólogo, doctor Schmeling.
—No, sólo soy médico. Pero tengo cierta inclinación personal hacia la psicología. Sin
embargo, si quiere usted consultar con un hombre más cualificado...
—No, no... perdone, pero temo que una persona que no esté muy familiarizado con...
trastornos mentales... podría calificar de absurdo lo que le dijera.
Negué con un gesto, curioso.
—No sucederá eso —le dije—. Aunque quizás me vea forzado a recomendarle un especialista,
si no me considero competente para tratar su caso.
—Me parece muy bien —dijo él—. Mi problema es que tengo ensueños, ilusiones.
Reprimí el impulso de discutir filosóficamente el significado de ambas palabras y, en vez de
hacerlo, enarqué las cejas.
—¿De qué clase, señor Daventport? —De muchas clases. Tengo ilusiones de un
distanciamiento físico completo, en el que mi mente mira hacia abajo y contempla mi cuerpo y
lo observa con objetividad clínica. Ilusiones de tamaño, en que soy a veces tan pequeño como
la punta de alfiler en la inmensidad del espacio infinito y, al mismo tiempo, tan grande como
para empequeñecer el universo. Ilusiones de oír voces que dicen frases que yo no podré oír
hasta días después o que debería haber oído días antes; ilusiones en las que un lugar me parece
conocido pese a no haberlo visitado nunca... deja vu, creo que le llaman... ilusiones en las que
un lugar que conozco desde hace años, por ejemplo esta casa, se vuelve de pronto extraño,
como si lo viese por primera vez. Le he enumerado algunas, muy pocas, doctor...
Fruncí el ceño, pensativo. En realidad, todas las ilusiones que me había mencionado eran del
mismo género. Eran lo que llamamos "imágenes hipnagógicas", las ilusiones que se
experimentan antes de dormirse, las ilusiones que se producen en el estado de duermevela,
entre el dormir y el soñar. He leído que tales ilusones se parecen muchísimo a las provocadas
por la mescalina y otras sustancias similares.
—Todos padecemos ilusiones de ese tipo —dije a regañadientes, al ver, desilusionado, que
su problema no era, en realidad, tan espectacular—. Yo mismo las tengo a veces.
—Sí claro —dijo rápidamente—. A veces. A veces, doctor. Pero, ¿las tiene usted siempre? ¿Se
ve usted obligado, como yo, a ejercer un control rígido y deliberado sobre sí mismo, a forzarse a
un comportamiento normal, para poder conversar razonable y lógicamente, para caminar unos
metros hasta un quiosco y comprar un periódico, a ejercer una tremenda concentración si desea
ver ese periódico en sus manos y leerlo?
—No, por supuesto que no —dije, sintiéndome ya interesado.
—Por supuesto que no —dijo él.
Con el pálido rostro crispado, frunció los labios, los humedeció y continuó:
—Hace algún tiempo, en circunstancias más o menos parecidas a las que le he descrito, me
tropecé con la fuente de una cita muy utilizada. Un poema de John Donne, ese charlatán, ese
místico estúpido... "Ningún hombre es una isla"... sin duda lo recuerda usted, ese absurdo
sermoneante y panteísta. Pues bien, yo soy una isla, doctor, estoy aislado de mis semejantes la
mayor parte del tiempo por mares más impenetrables que la inmensidad del espacio
intergaláctico... soy una isla que existe en mi propio espacio, en mi propio tiempo... En realidad,
en mi propio universo, que tiene escaso contacto con el universo que le rodea.
Debes darte cuenta de que por entonces, aunque interesado, no estaba tan convencido como
ahora de lo que es literalmente la individualidad física. Buscaba inútilmente algo que decir. Sólo
pude formular un tópico:
—¿Y cuando empezó a experimentar todo esto? —le pregunté.
—Hace algunos años —dijo con impaciencia—. Al principio, como usted indica, sólo entre la
vigilia y el sueño, luego entre el sueño y el despertar, luego continuaron a lo largo de la mañana
y luego todo el día y toda la noche. No estoy loco, doctor. Sé que no lo estoy. Pero pronto me
volveré loco con la tensión de tener que mantenerme anclado a la realidad.
—Bien, haga una cosa —le dije—. No aplique ningún control, para que yo pueda, digamos,
observar los síntomas como haría en un caso médico normal.
—No aplicar ningún control... Doctor, ni siquiera estoy seguro de poder recuperar luego el
control, si lo hiciese.
Pareció cavilar un instante y luego alzó los ojos hacia mí; el apagado brillo desafiante
sustituido por la mirada de súplica que he visto en los agonizantes que temen la muerte.
—Si eso significa que podrá usted curarme, lo haré.
—No puedo garantizárselo hasta ver de qué se trata —dije casi con la misma vehemencia
que él.
— ¡Entonces, vea, por dios!
Los músculos de su rostro parecieron relajarse hasta tal punto que parecía que se le alargara
toda la cara. Se tambaleó y le ayudé a sentarse en un sillón.
—Ya te lo he dicho, tía, no tengo ningún deseo de ver a un psiquiatra —su tía no estaba allí,
por supuesto. ¿Estaría reviviendo la discusión que había inducido a la señora Thornton a
consultarme?
Retrocedí cuando él se levantó del sillón e inició una extraña e inquietante pantomima. He
visto escenas similares en casos de conmoción extrema, en que el paciente reproduce la fase
que conduce a la experiencia traumática una y otra vez. Pero incluso en esto había algo extraño.
Sus labios formaban frases, pero yo no podía oír que decía. Luego hizo todos los
movimientos de quitarse la ropa, aunque su ropa seguía sob¿e su cuerpo. Luego se sentó.
¡Se sentó tranquilamente en el aire!
Asombrado, por no decir aterrado, me acerqué a él y le cogí, me arrodillé y palpé el aire bajo
suyo, vi que tenía los pies ligeramente alzados del suelo.
Luego sus brazos se movieron y le cayó la cabeza sobre el pecho, como si hubiera perdido el
conocimiento. No podía seguir allí contemplando aquello, así que le cogí y le zarandeé
suplicándole que despertase.
Abrió los ojos y miró a su alrededor, pero parecía que no me veía.
—Doctor —dijo— Creo que lo ha conseguido.
Pero miraba más allá de mí, a mi izquierda, dirigiéndose quizás a alguna imagen invisible de
mí mismo.
Antes de que yo perdiera por completo el control, le agarré de nuevo por los hombros y le
dije con angustia al oído:
—Daventport... Daventport... Soy el doctor Schmeling... está usted en el salón de casa de su
tía. ¿Puede oírme? ¿Me entiende?
Su pálido rostro se volvió lentamente y su cuerpo temblaba. Los músculos se tensaron una
vez más mientras miraba con dificultad hacia mí.
—Le entiendo. Recuerdo. Pero, ¿qué he hecho? No localizo ningún recuerdo de...
—Escuche —dije con vehemencia—. Quiero que venga usted conmigo a visitar a un íntimo
amigo mío, un físico llamado King... este caso no pueden resolverlo ni los psicólogos ni los
médicos, estoy seguro. Iremos a verle ahora... ¿está de acuerdo?
—¿Me ayudará?
—Si hay alguien que pueda ayudarle, sólo puede ner King —prometí nervioso.
—Está bien.
Expliqué a la señora Thornton una vaga historia de que su sobrino necesitaba que le
examinase en mi consultorio y le metí en mi coche. Cruzamos Londres y fuimos al Instituto de
Investigaciones Especiales que dirigía King.
Pronto estuvimos en el despacho de King y le expliqué cuanto sabía. Luego él escuchó la
historia de Davenport.
—Habéis hecho muy bien en venir aquí —dijo—. Te lo agradezco, Schmeling, pues sabes que
actualmente estoy investigando los diversos grados de conciencia física. Hay varios psicólogos
trabajando con nosotros, claro está, y entre todos podremos ayudar al señor Davenport, y de
paso —añadió sonriéndome—, obtener algunas informaciones valiosas de los experimentos que
quizás tengamos que realizar para hallar una cura.
—Así que voy a ser una especie de conejillo de Indias, ¿verdad? —dijo con aspereza
Davenport.
—Sí —contestó King—. Debe recordar usted que cuanto más sepamos sobre su... ejem...
trastorno, más fácil será la tarea de ayudarle a readaptarse a la realidad.
Poco después se acordó con la señora Thornton que Nicholas Daventport permanecería en el
Instituto hasta que estuviese curado. Prometimos máximo secreto y preferíamos realmente
mantenerlo, porque el trastorno de Daventport era tan asombroso que si llegaba cualquier
rumor a los voraces oídos de la prensa sensacionalista, nos caerían encima los informadores.
Pasó el tiempo y, por fin, King y su equipo lograron construir un prodigioso ejemplar de
máquina capaz de registrar las experiencias de Daventport mientras éste sufría sus ilusiones y
de retornarlo, al menos en cierto grado, a la realidad.
Los datos se acumularon, se seleccionaron y se investigaron. Y poco a poco fuimos llegando
a ciertas conclusiones respecto al carácter del problema de Daventport.
Daventport no sólo habitaba en un universo privado escasamente relacionado con nuestro
común y compartido tiempo y espacio, sino que si se le dejaba por entero dentro de él,
comprobamos que adoptaba un rumbo y una forma definidas, como sí su existencia tuviera una
progresión lógica a través del tiempo y del espacio. Sus experiencias pasadas, presentes y
futuras, estaban dispuestas de forma perfectamente ordenada salvo en un detalle: sus
experiencias pasadas existían, a veces, en nuestro futuro, y sus experiencias presentes o futuras
existían a menudo en nuestro pasado.
En fin, el caso era que habíamos investigado a Nicholas Daventport y cabía la posibilidad de
que fuera sólo un caso raro y único, que no hubieran otros como él. Pero teníamos que ponerlo
a prueba... así que me ofrecí voluntario. Por entonces, sus experimentos con la primera
máquina, les habían capacitado para crear otra que, si operaba de acuerdo con el principio que
ellos habían previsto, podría tener el efecto de lanzarme a lo que empezábamos a llamar "el
estado hipnagótico permanente".
La máquina, una obra maestra, producía en el metabolismo humano los efectos controlables
de ciertas drogas, como la mescalina, el ácido lisérgico o el adrenolitín, ejerciendo control
electrónico directo sobre la mente y sobre el torrente sanguíneo.
Así pues, pasase lo que pasase, seguro que iba a disfrutar de algunas experiencias
personales interesantes.
Me senté en la silla mientras enfocaban la máquina sobre el cuerpo. También había un
instrumento del tipo que ya he mencionado.
Empezaron las pruebas.
Las ilusiones eran muy claras, de hecho bastante más nítidas que la mayoría de las
experiencias ordinarias. Incluían voz, imágenes, acción, olores y mi sentido del tacto, así como
un cierto estado de suave éxtasis emotivo que rápidamente podía convertirse en estado
suavemente depresivo. Esta confusión, luego empezó a aclararse, y las ilusiones y las
impresiones empezaron a formar una pauta definida hasta que sentí que vivía una vida
ordenada apenas distinta a la que vivía normalmente, salvo por el hecho de que parecía saber
mucho mejor cómo era todo; parecía, si lo prefieres, más familiarizado con todo.
Según supe más tarde, me soltaron luego de mi asiento y me permitieron moverme a mi
gusto y me situaron frente a Daventport, que se hallaba en un estado similar.
Aunque le vi con toda claridad, no sentí el menor interés por él, no sentí el menor deseo de
acercarme a él ni de interferir verbal o físicamente en su existencia personal. Sin embargo, al
cabo de un rato, él se me acercó y me dijo cortésmente:
—Así que es usted también libre, doctor Schmeling. Sin duda nos han puesto en contacto
deliberadamente y no sé cómo, pero si nos permiten seguir en este estado, deseo comunicarme
con usted en algún periodo en que el tiempo y el espacio del universo sean favorables para otro
encuentro... quizás nos hayamos encontrado ya en su pasado y en mi futuro, ¿no cree?
—Aún no —contesté.
¿Te das cuenta del nuevo estado de nuestra existencia? Estábamos viviendo sin estar
directamente implicados en lo que eran universos privados separados prácticamente por
completo. La naturaleza del tiempo había cambiado, o al menos nosotros habíamos cambiado
en relación con la naturaleza del tiempo, ¡y era muy posible que un individuo recordase un
encuentro que para otro aún no había tenido lugar! ¡Eramos libres! Eramos absolutamente libres
y estoy convencido de que vivíamos lo que es la verdadera y natural existencia del ser humano.
No sé qué extraño azar se produjo en la tierra, que nos llevó por el mal camino. Pero la
verdad, quedaba patente y clara. Los torpes tanteos de místicos, filósofos y científicos para
desvelar esta revelación, habían sido bloqueados por el mundo en general durante siglos.
Realizamos pruebas similares con grupos amplios. King estaba tan emocionado como yo. No
hicimos tentativa alguna de "curar" a Davemport, y en cuanto comprendimos lo que le había
sucedido, lo que debe haberles sucedido a miles de pobres "esquizofrénicos" y "víctimas de la
locura" encerrados en todo el mundo, aceptamos su estado como normal... y nuestros estados
como anormales.
Observando los experimentos con grupos amplios, vimos el paraíso, vimos el infierno, amigo
mío; bandadas de ángeles viviendo una existencia personal pacífica y ordenada, libres de las
cadenas de la supuesta uniformidad, de la posición de actores interpretando papeles en una
mala obra, hombres reales realizando acciones reales significativas e importantes para su
existencia personal.
Aquel estado excluía, además, cualquier interferencia en las vidas de sus semejantes.
Es lo que los políticos han estado proclamando durante años, sin lograrlo nunca.
Gracias al joven Nicholas Daventport, hemos logrado que la humanidad se libere de la
esclavitud de la uniformidad. Morirá la tribu, morirá la nación: habrá sólo hombres y mujeres
independientes.
Schmeling, estirando su alargada y aguileña cabeza se inclinó hacia mí y apoyó sus dedos
largos de uñas cuadradas sobre la tapicería del sillón.
—Libertad —repitió—. ¡Libertad auténtica!
Pero yo no compartía su entusiasmo. En realidad, la idea me horrorizaba. Era imposible, para
empezar. Pero la sola idea, aquel concepto irresponsable, bastaba para enfurecerme. Me
controlé lo mejor que pude.
—Un buen cuento, Schmeling —intenté sonreír—. Estás en forma. Pero, amigo mío, la idea
misma de una existencia tal, resulta pasmosa para un hombre inteligente. La sociedad, tal como
la entendemos, se derrumbaría. Sin organización no puede haber civilización, no podría haber
edificios ni ferrocarriles, ni siquiera periódicos.
—Pero podríamos tener libros... ¡libros amorosamente producidos por un hombre con su
propia imprenta!.
—¿Cuántos libros? ¿Y cómo se distribuirían? ¿Cómo conseguiría su tinta, sus tipos, las piezas
de repuesto para su imprenta? ¿Y quién los leería?
—¿Qué quieres decir?
—¿Acaso tienen los animales deseos de leer libros, Schmeling?
—¿Qué tiene eso que ver?
—Claro que tiene que ver... ese estado que te parece tan deseable es una existencia animal,
¿es que no te das cuenta?
—Tienes una visión limitada —dijo él, y pareció relajarse deliberadamente en su sillón—. En
realidad, la clase de comunicación a que me refiero no necesita ningún tipo de libros. Es un
estado de éxtasis, amigo mío... es el cielo en la tierra. ¡Es lo que nos han prometido durante
años!
—Muy bien, no hacen falta libros. Pero el hombre no vive sólo de libros... ¡También vive de
pan!
—El individuo encuentra las vitaminas que necesita por... bueno, por una especie de instinto
que no puedo explicar.
Lancé una sonora carcajada ante esta afirmación tan ingenua en un físico culto.
—Lo siento, Schmeling, pero nuestra conversación es cada vez más ridicula. Me metí
demasiado en tu historia. Olvidemos toda esta charla de "estados perfectos" y "experiencia
trascendente", pues de lo contrario acabaremos como dos viejos sacerdotes budistas disputando
en un monasterio.
Pero no quiso acceder a mi deseo de dejar el tema antes de que la discusión se enconase y
amenazase nuestra amistad.
—No —insistió—. Míralo de este modo: eres un hombre humanitario y liberal, ¿no es cierto?
Das al individuo derecho a sostener sus propias ideas siempre que no interfieran
perjudicialmente con otro individuo.
Asentí sin escuchar, en realidad, pues ya me aburría la discusión.
—Las ideas son grandes o pequeñas según el individuo —continuó—. ¿Aceptarías que si
criticamos sus ideas según nuestra propia escala de valores, estamos siendo injustos con este
hombre?
—Sí.
—Lo mismo que es posible que un número infinito de cosas ocupen el mismo espacio que
nuestro planeta, teniendo espacio y tiempo como nosotros pero existiendo asimismo en una
serie de dimensiones distintas, así también todo ser humano tiene "dimensiones" individuales
propias. Hay muchos casos en que se comparten dimensiones comunes, pero precisamente por
ser esto cierto no tenemos más remedio que concluir que en consecuencia se comparten ¡todas
las dimensiones! Has de admitir , luego, que el derecho de ese Hombre a ser un individuo es
una necesidad tanto física como filosófica. ¡Que el aceptar las dimensiones compartidas como
las únicas importantes o "reales" y rechazar las individuales deJ individuo como "antinaturales" o
"erróneas" es negar una verdad física!
—Vamos, Schmeling. Te has enredado en tu especulación demasiado para que podamos
seguir con este asunto. Cálmate, llena esa pipa que yo ya me iré dentro de un momento. He de
admitir que nunca esperé oír decir tantos disparates a un hombre de tu inteligencia y tu sentido
común. Lo que postulas tú es la anarquía total... un estado odioso para cualquier criatura
racional. Gracias a Dios, las cosas no son así.
Miré con curiosidad a Schmeling, que se había relajado del todo y llenaba su pipa como le
había propuesto. Rió para sí, como por algún chiste particular.
—Veo que te das cuenta de que tengo razón —dije, sonriendo y levantándome.
—Ya verás tú como la tengo yo —dijo, riendo entre dientes.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, mi querido amigo, hemos construido ya varías máquinas como la que te describí.
Grandes. Están situadas en puntos estratégicos del mundo. Dentro de unas horas inundaremos
el planeta con sus efectos y empezará la vida real para los seres humanos, la Nueva Era... ¡La
era de la salvación!
No pude aguantar más.
Conmovido y alterado al ver un comportamiento tan infantil en una inteligencia tan
magnífica, me volví a casa. Pero sin poder liberarme del presentimiento de que lo que me había
dicho no era más que la libertad.
Ahora estoy en casa y sentado en mi estudio éstas escribo para notas análisis era en ello lo
que mi nutrida esa convicción orden...

FLUJO // EL LIBRO DE LOS MARTIRES // MICHAEL MPORCOCK

FLUJO


Max File se echó hacia delante y dirigió una pregunta impaciente hacia el compartimento del
conductor.
—¿Cuánto falta para que lleguemos? —Luego recordó que aquel coche no tenía conductor.
Normalmente, como comandante en jefe de la Fuerza Nuclear Defensiva Europea, se permitía el
lujo de un chófer, pero aquel día su lugar de destino era secreto y ni siquiera él lo sabía.
El plan de ruta estaba guardado en la computadora del controlador automático del vehículo.
Se retrepó en el asiento, considerando que era inútil preocuparse.
El coche dejó la Ruta Principal como unos ochocientos metros antes de llegar al circuito
central de tráfico, que lanzaba vehículos y mercancías al sistema urbano circundante como una
gigantesca rueda giratoria. El coche se dirigía a los sectores más viejos de la ciudad, los más
próximos al suelo. File agradecía esto, aunque no se lo confesase a sí mismo. Sobre él seguía
aún aquel zumbar que abarcaba todo el horizonte y aquel vibrante murmullo de aquel paraíso
de ingenieros, pero era, al menos, más difuso. El ruido era de igual intensidad, pero más
caótico. Y a File le resultaba por ello más agradable. El coche se vio obligado a detenerse por
dos veces, ante las densas avalanchas de peatones que brotaban de las estaciones ferroviarias
públicas a presión, las caras crispadas y sudorosas, camino del trabajo.
File se mantenía impasible en estas paradas, aunque ya iba con retraso a la reunión. ¿Qué
sentido podía tener, se preguntaba, aquel Gargantúa que se asentaba aullando sin cesar, sobre
el continente? Jamás dormía; nunca cesaba de aullar, orgulloso, su propio poder. Y por muy
benévola que Europa fuese hacia sus cientos de millones de habitantes, no había duda de que
estos eran, todos y cada uno, sus esclavos.
¿Cómo habría surgido, cuál sería su fin? El exceso de desarrollo era ya tan notorio
internamente que los seres humanos apenas encontraban sitio para vivir allí. Mirando desde el
espacio, pensaba, no debían verse seres humanos. Debía parecer sólo una máquina de
movimientos rápidos y maravillosa potencia, sin ningún objetivo.
Max File no tenía gran fe en la capacidad de la Comunidad Económica Europea para
prolongar indefinidamente su existencia. Se había desarrollado muy deprisa, pero lo había hecho
sola, sin las ventajas de una planificación humana racional. Por eso podían percibirse ya,
pensaba, las semillas del derrumbe inevitable.
Pacientemente, el coche se lanzó a toda marcha a través de la multitud, enfiló un canal
despejado y siguió luego su complicada ruta. Más tarde, se abrió camino por un laberinto de
señales, direcciones y cruces elevados antes de parar frente a un pequeño edificio de tres
plantas que poseía un áspero pero sólido sello de autoridad.
Había guardias a la entrada, claro indicio de la gravedad de la emergencia. File fue escoltado
hasta la quinta planta. Allí le hicieron pasar a una cámara sin ventanas, con artesonado de
madera e iluminación agradable y pródiga. En la mesa oval se había reunido ya el gobienro de la
Comunidad Económica Europea, que esperaba silencioso su llegada. Los ministros alzaron la
vista cuando entró.
Constituían un grupo extrañamente tranquilo y serio, con sus clásicos trajes, todos oscuros,
el papel en blanco ante ellos en limpios cuadrados. Predominaba una atmósfera de prudente
contención. La mayoría de los ministros sólo dirigieron a File cabeceos distantes cuando entró y
luego bajaron parcamente los ojos, como antes. File devolvió los cabeceos. Les conocía a todos,
aunque no íntimamente. Todos tendían siempre, por alguna razón, a guardar las distancias con
él, pese a la elevada posición de que disfrutaba... y a la que parecía destinado desde la niñez.
Sólo el primer ministro, Strasser, se levantó a darle la bienvenida.
—Siéntese File, por favor —dijo.
File estrechó la mano que le ofrecía el viejo y luego se dirigió a su sitio. Strasser empezó a
hablar de inmediato; era evidente que pretendía que la reunión fuese breve y fructífera.
—Como todos sabemos —empezó—, la situación en Europa ha llegado al borde de la guerra
civil. Sin embargo, la mayoría de nosotros sabe también que no estamos hoy aquí para analizar
un plan de acción. Me dirijo especialmente a usted, File. Estamos aquí para comprender nuestra
posición y para proponer una misión.
Strasser se sentó e hizo un gesto protocolario al individuo que estaba a su derecha. Standon,
pálido y huesudo, inclinó la cabeza hacia File y dijo:
—Cuando nos sentamos por primera vez a analizar este problema, pensamos que no difería
de las demás crisis de la Historia... consideraríamos primero los objetivos y la intención de las
facciones políticas y económicas enfrentadas, y luego, decidiríamos a quien respaldar y a quien
combatir. Pronto descubrimos nuestro error. Comprendimos primero que Europa es sólo una
entidad política, no una entidad nacional, con lo que desaparécela la base más elemental de
actuación. Luego intentamos abarcar todo el sistema que consideramos Europa... y fracasamos.
¡Europa es inviable como una economía industrial!
Hizo una pausa y pareció brotar justo debajo de la superficie de su cara una extraña
emoción. Se agitó inquieto y siguió luego con tono más firme.
—Somos el primer gobierno de la Historia que tiene conciencia de no saber controlar los
acontecimientos y está dispuesto a admitirlo. El continente que tenemos a nuestro cargo se ha
convertido en el fenómeno más descomunal, complejo y tenso que haya existido jamás en la
superficie del planeta. No sabemos controlarlo, como no sabemos controlar el mecanismo que
rige el crecimiento de un organismo vivo concreto. Algunos somos de la opinión de que la
industria europea se ha convertido en realidad en un organismo vivo... pero un organismo que
no tiene la sensatez y la certeza de un buen desarrollo que tiene un organismo natural. Nació al
azar y siguió luego sus propias leyes. Hay uno entre nosotros —indicó al severo Brown Gothe,
que se sentaba al otro lado de la mesa— que compara a Europa con un cáncer.
A File le pareció curiosa la gran similitud que había entre las conclusiones del ministro y sus
propios pensamientos de unos minutos antes.
—Europa sufre de compresión —continuó Standon—. Todo está tan presurizado, energías y
procesos están tan sólidamente apoyados unos en otros, que todo el sistema se ha fundido en
un plenum sólido. En el plano político, no hay sencillamente espacio para maniobrar. No
podemos determinar, por tanto, el curso de los acontecimientos ni por computación ni por
cálculo ni por sentido común, y no podemos conocer las consecuencias de ninguna acción
determinada. En suma, ignoramos por completo el futuro, participemos o no en él.
File echó un vistazo a los reunidos. La mayoría de los ministros aún contemplaban
pasivamente sus cuadernos de notas. Uno o dos, con Strasser y Standon, le miraban
expectantes.
—Yo he llegado a la misma conclusión —dijo—. Pero supongo que habrán decidido ustedes
algo.
—No —dijo vigorosamente Standon—. Esa es la base del asunto. Si las cosas estuviesen tan
claramente definidas, no habría este problema... no tendríamos más que elegir uno de los dos
campos. Pero no hay dos facciones... hay tres o cuatro... tres o cuatro, con más de fondo. La
idea misma de qué es mejor pierde sentido cuando no sabemos lo que va a pasar. Lógicamente,
el único criterio de lo indeseable es la destrucción de la Comunidad, pero incluso en tal caso,
¿quién sabe? Quizá nuestro crecimiento haya llegado a ser tan monstruoso que no tengamos ya
posibilidad de seguir existiendo. No hay ideales que nos guíen y, en cualquier caso, ya no hay
una dirección deliberada en lo que a Europa se refiere.
Standon apartó los ojos de File y pareció meditar un instante.
—Podían añadir —dijo—, que después de disponer de varias semanas para pensar sobre el
asunto, opinamos que ha sucedido siempre esto en los asuntos políticos. Lo que le dio al
estadista del pasado la ilusión de que tenía libertad para determinar los acontecimientos, fue
sólo el que quedaba espacio libre aún para maniobrar. Ahora ya no lo hay, y la ilusión se ha
disipado, y nos damos cuenta de nuestra impotencia, y todo resulta mucho más aterrador, al
mismo tiempo.
Hizo otra pausa, se encogió de hombros, y luego continuó:
—Por ejemplo, Europa, debido a su inmensidad, podría absorber gran número de explosiones
nucleares de fusión y seguir funcionando. No hace falta que añada que, en el momento actual,
puede adquirir tales armas cualquier empresa grande. Creemos incluso que hay algunas bombas
de pequeña potencia en manos de grupos minoritarios.
File reflexionó con la mayor tranquilidad posible. De pronto, la crisis había saltado los límites
de las consideraciones prácticas para caer en los dominios de la filosofía. Parecía absurdo, pero
no cabía más que admitir el hecho.
File apreciaba la cautela de aquellos hombres tan serenos. Temía como ellos la tiranía, pero
había muchas advertencias en la Historia contra las medidas preventivas precipitadas. Fue para
evitar la tiranía para lo que asesinaron a César los conspiradores, y al cabo de unas horas, las
consecuencias de su estúpida acción habían sumergido al estado en un caos aterrador peor aún
de lo que ellos habían imaginado. Los ministros tenían razón: no había lo que llaman voluntad
libre, y el estado sólo era manejable si era tan simple como para no salirse nunca de sus raíles.
—Supongo que se habrá hecho todo lo posible por intentar determinar el curso de los
acontecimientos —dijo—. Que se habrá recurrido a la cibernética...
Standon le dirigió una sonrisa tolerante.
—Se ha hecho todo —dijo.
Como si esto fuese una clave, habló un tercer hombre. Appeltoft, cuyo sector concreto era el
de la ciencia y la tecnología, era más joven que los otros y algo más apasionado. Alzó la vista
para dirigirse a File.
—Nuestra única esperanza estriba en destruir a tiempo como se estructuran los
acontecimientos... esto puede parecer sumamente teórico, considerando que se trata de un
problema grave y real, pero así están las cosas. Con el fin de emprender una acción eficaz en el
presente, es necesario que conozcamos antes el futuro, y esta es la misión que pensamos
encomendarle a usted. El Complejo Investigador de Ginebra ha descubierto un medio de
depositar a un hombre unos cuantos años en el futuro y volverle a traer. Le enviaremos a usted
a diez años en el futuro para que descubra qué va a suceder, cómo van a evolucionar los
acontecimientos. Luego volverá usted, y nos informará de lo que descubra y utilizaremos esa
información para encauzar nuestras acciones y también para analizar, científicamente, las leyes
que rigen el discurrir del tiempo. Esperamos dar así con un método de gobierno humano que
puedan utilizar las generaciones futuras y eliminar, quizás, el elemento azar de los asuntos
humanos.
A File le impresionaba mucho aquel método tan directo y tan poco convencional que había
adoptado el Gabinete para resolver su dilema.
—Saldrá usted inmediatamente —le dijo Appletoft, interrumpiendo sus pensamientos—.
Después de esta conferencia, volaremos usted y yo a Ginebra, donde los técnicos tienen
dispuesto el aparato.
Y añadió, con una sombra de amargura en la voz:
—Hubiese preferido ir yo mismo, pero... —se encogió de hombros e hizo un débil gesto de
decepción, indicando al resto del Gabinete.
—Una pregunta —dijo File—. ¿Por qué me han elegido a mí?
Los ministros se miraron. Habló Starsser.
—El motivo es su educación, Max —dijo respetuoso—. Las dificultades con que nos
enfrentamos ahora empezaron a aparecer hace una generación. El gobierno de entonces decidió
educar a un pequeño grupo de niños según un nuevo sistema pedagógico. El propósito era
lograr individuos capaces de comprender con detalle y abarcar la inmensidad de la civilización
moderna, a través del aprendizaje compulsivo de cada materia. El experimento fue un fracaso.
Todos los compañeros suyos perdieron la razón. Usted sobrevivió, pero no se convirtió en el
producto que habíamos previsto. Para impedir un desequilibrio mental se eliminó, en su caso,
por medios hipnóticos, gran parte de la información inoculada. El resultado es usted tal como
es: un super-diletante, con una profunda curiosidad y una capacidad realmente grande de
mando. Le asignamos el puesto que ostenta en la actualidad, y nos olvidamos totalmente de
usted. Ahora es la persona ideal para nuestros propósitos.
File sintió un sobresalto en su interior: sobre todo porque aquel relato coincidía
perfectamente con sus propias sospechas respecto a sus orígenes. Consiguió recuperarse de la
sorpresa y no sumergirse en la introspección.
—Así que fui el único que consiguió superarlo. No entiendo por qué.
Standon miró fijamente a File a la tenue luz. Una vez más aquella extraña capa de emoción
pareció agitarse en él, por debajo de sus rasgos, pero sin afectar a los músculos ni a la piel.
—Por su tenacidad, señor File. Porque suceda lo que suceda, tiene usted capacidad para dar
con una salida.
File salió del edificio aún más consciente de sus especulaciones que antes. Appletoft salió con
él, y el coche les llevó suavemente hacia el centro aéreo más próximo.
Ahora tenía ya un clavo del que colgar sus pensamientos. El orden de sucesión del tiempo.
Sí, no había duda de que la explicación de los titánicos fenómenos a través de los cuales le
estaban llevando, se hallaba en el orden de sucesión del tiempo.
Miró a su alrededor, comprobando lo literalmente cierto que era lo que acababan de
explicarle los ministros.
Tras la formación de la Comunidad Económica, a la que acabaron incorporándose todos los
países europeos, había aumentado fantásticamente la capacidad del continente. El desarrollo
económico se había potenciado tanto, que llegó a hacerse imprescindible apuntalar toda la
estructura desde abajo. Poco a poco, este apuntalamiento llegó a hacerse inmenso, hasta que la
Comunidad quedó ligada al suelo, un monstruo rígido e inmutable, canturreando y bramando de
energía.
No se había materializado siquiera la airosa promesa arquitectónica del siglo anterior. Las
construcciones ante las que pasaba el vehículo tenían un aire de pesadez wagneriana y
bloqueaban la luz del sol.
Se volvió a Appletoft:
—Así que dentro de una hora estaré a diez años en el futuro. ¡Es una proposición absurda!
Appletoft se echó a reír, como para indicar que percibía la paradoja.
—Pero, dígame —continuó File—. ¿Ignoramos la naturaleza del tiempo hasta el punto que
me dijo y podemos llegar, sin embargo, a viajar en él?
—Sabemos más de lo que usted cree sobre la naturaleza del tiempo, lo que ignoramos es su
estructura y su orden —le explicó Appletoft—. Lo que nos permite transmitir a través del tiempo,
no nos da ninguna clave de esto... en realidad, nos indica que no hay orden de sucesión en el
tiempo, lo que es prácticamente absurdo.
Appletoft hizo una pausa. Su actitud hacia File hacía pensar a éste que el científico aún no
aceptaba la idea de que no le dejasen ser el primero que viajase en el tiempo, aunque intentase
ocultarlo. File no se lo reprochaba, desde luego. Cuando un hombre ha trabajado fanáticamente
por algo, debe ser un golpe serio ver que un completo desconocido se aprovecha de los frutos
de su trabajo.
—Persisten dos teorías —continuó al fin Appletoft—. La primera, que es la que yo apoyo, es
el enfoque racional de sentido común: pasado, presente y futuro sucediéndose en una línea
interminable, en la que cada acontecimiento tiene una posición definida. La idea no se ha
prestado, por desgracia, a la formulación matemática. La otra idea, que sostienen algunos de
mis colegas, es la siguiente: El tiempo no es en absoluto un flujo que avanza hacia delante.
Existe como una constante: todas las cosas están sucediendo en realidad al mismo tiempo, pero
los seres humanos aún no han logrado percepciones innatas que les permitan verlo así.
Imagínese un escenario circular con una sucesión de elementos desarrollándose en torno,
representando, digamos, periodos de la vida de un hombre. En ese caso, los interpretarían
distintos autores, pero, en la realidad del tiempo, es el mismo hombre quien interpreta todos los
papeles. Según esto, una alteración de una escena afecta a todas las escenas subsiguientes, en
circulo completo hasta el principio.
—Así que el tiempo es cíclico... ¿lo que hagas en el futuro puede influir en tu pasado futuro,
como si dijésemos?
—Sí, según la teoría... Se han deducido algunas fórmulas, pero no son totalmente correctas.
Todo lo que sabemos, en realidad, es que podemos llegar a depositarle a usted en el futuro y
probablemente volver a traerle.
— ¡Probablemente! ¿Han tenido fallos?
—El 33 por ciento de los animales que utilizamos en los experimentos no volvieron —dijo
tranquilamente Appletoft.
Desde el centro aéreo, tardaron menos de una hora en llegar al complejo investigador de
Ginebra. Desde el receptor aéreo del tejado, Appletoft le condujo hasta los laboratorios
subterráneos, recorriendo un trayecto de casi un kilómetro hacia abajo. Por último, sacó del
bolsillo una anticuada llave-cadena, unida a una pequeña radio-llave. Accionó el mecanismo y a
unos metros de ellos se abrió una puerta.
Entraron en una cámara pintada de azul con las paredes cubiertas de lo que parecían
entradas de programas computados. Allí estaban esperando varios técnicos vestidos de blanco.
En el centro de la habitación había una silla, instalada sobre un pedestal. Un pequeño brazo
giratorio contenía una cajita con indicadores e instrumentos sobre las superficies externas. Pero
lo más notable eran tres barras traslúcidas que parecían irradiar desde detrás de la silla, una
dirigida totalmente en linea recta hacia arriba, y las otras dos en ángulos rectos a ambos lados.
El suelo estaba cubierto de bastidores en los que se apoyaba una red de hélices y canales
electrónicos semiconductores, que salían de la silla como tela de araña. File intentó interpretar
la instalación en la jerga seudocientífica, que era su medio de comprender la tecnología
contemporánea. Electrones... indeterminación. .. ¿para qué serían aquellas tres varillas?
—Este es el aparato de transmisión en el tiempo —le dijo Appletoft sin preámbulos—. El
aparato concreto permanecerá aquí en el presente: sólo se transmitirá en el tiempo esa silla,
con usted encima.
—¿Así que lo controlarán todo ustedes desde aquí?
—No exactamente. Será un "vuelo potenciado", como si dijésemos, y llevará usted los
controles. Pero la unidad energética seguirá aquí. Si la misión se complica, puede que podamos
hacer algo y puede que no. Probablemente ni siquiera lo sepamos. Las tres varillas acopladas a
la silla, representan las tres dimensiones espaciales. Cuando giren fuera del verdadero espacio,
empezará el movimiento en el tiempo.
Cruzando con cuidado entre los bastidores, llegaron a la silla. Appletoft explicó para qué
servían los controles y los instrumentos.
—Este es el indicador de velocidad... no podrá usted controlarlo, es todo automático. Este
mando de aquí es el de "parada" y "arranque"... está indicado, como puede ver. Y éste indica el
punto en el tiempo que ocupa usted, en años, días, horas y segundos. Todo lo demás está
programado. Como ve, ahora el marcador indica cero. Cuando llegue usted, indicará
aproximadamente diez años.
—Unidad de tiempo, ¿verdad? —repuso File—. Lo que podría tener dos significados, según lo
que acaba usted de explicarme.
—Es usted astuto —dijo Appletoft con un cabeceo—. Desde un punto de vista pragmático, mi
visión pesonal del tiempo en línea recta está más próxima al funcionamiento del transmisor
temporal. Y, de cualquier modo, es más fácil de entender.
File estudió el aparato, casi un minuto, sin decir palabra. El silencio se prolongaba. Aunque él
no se diese cuenta, crecía la tensión.
—Bueno, no podemos seguir así eternamente —cortó Appletoft con súbita ferocidad—.
¡Pongamos en marcha este trasto! ¡No disponemos de todo el día!
File le miró con perplejo reproche.
—Perdóneme —dijo Appletoft tranquilizándose—, pero si viese usted la envidia que le tengo.
Será el primero que tenga oportunidad de descubrir el secreto del tiempo, que es el secreto del
universo mismo.
Bueno, pensó File, contemplando la cara vivaz y flaca del joven ministro, si hubiese tenido su
resolución, podría haber sido un científico y haber hecho descubrimientos en vez de ser un
diletante de mierda.
—Un diletante —murmuró en voz alta.
—¿Eh? —dijo Appletoft—. Bueno, adelante, empecemos.
File se colocó en el asiento de la parte posterior de la silla. Unas lentes de cámara apoyadas
en los hombros.
—¿Sabe usted lo que tiene que buscar? —preguntó por fin Appletoft.
—Por supuesto. Además... tengo tantas ganas de ir como usted.
—Entonces de acuerdo. La máquina está lista. Presione la palanca de "puesta en marcha".
Pasará automáticamente a "parada" al final del viaje.
File obedeció. Al principio no pasó nada. Luego le dio la impresión de que las varillas
traslúcidas, que podía ver por el rabillo del ojo, giraban en el sentido de las agujas del reloj,
aunque no pareciesen cambiar de posición. La estancia parecía girar al mismo tiempo en
dirección opuesta... se trataba de nuevo de movimiento sin cambio de posición.
El efecto era exactamente como el de haber bebido demasiado. File se sentía mareado. Miró
el indicador de velocidad. Un minuto por minuto... ¡marcando tiempo! Uno y medio, dos...
El laboratorio se esfumó con un extraño parpadeo. Estaba en una neutra niebla gris,
abandonado a las sensaciones.
La primera sensación fue la de que participaba en el movimiento rotatorio... que le impulsaba
con fuerza hacia la izquierda. Al aumentar su ángulo con la vertical, aumentó la segunda
sensación: un impulso creciente, una velocidad acumulada hacia un destino sin nombre.
000001.146.15.0073... los números se deslizaban deprisa a la derecha, despacio a la
izquierda. 000002-3-4-5-6-7.
Luego, volvió la náusea, la sensación de estar girando.. .en la otra dirección ya. Las luces le
cegaban.
000010.000.00.0000
En cuanto se acostumbró a ella, la luz pasó a resultar en realidad poco intensa. Aún estaba
en el laboratorio, pero el laboratorio estaba desierto, iluminado por luces de emergencia que
brillaban débilmente en el techo. No estaba en ruinas, no había indicio alguno de violencia, pero
aquello llevaba tiempo deshabitado, era evidente.
Bajó de la silla, se dirigió a la puerta, utilizó la radio-llave que le había dado Appletoft, salió y
cerró luego la puerta. Siguió por el pasillo, cruzó los otros departamentos.
No podía estar desierto todo el recinto, sólo habían transcurrido diez años. Debía haber
sucedido de pronto algo terrible.
Frunció el ceño, irritado consigo mismo. Claro que tenía que haber ocurrido algo, por eso
estaba allí.
Las calles de los niveles altos de Ginebra estaban también desiertas. Divisó a lo lejos las
cimas de los montes, que asomaban entre las carreteras metálicas. Faltaba el estruendo de la
ciudad. Se oían algunos ruidos, pero eran apagados e irregulares.
Al montar en una rampa intermedia, vio a una o dos personas, solas. Nunca había visto tan
poca gente. El medio más rápido de averiguar lo sucedido sería localizar la biblioteca y leer algo
sobre la historia reciente. Eso podría darle alguna pista.
Llegó al edificio que se alzaba a través de varias capas de calle desierta. Sobre la entrada
había un inmenso letrero negro que decía:
HOMBRES SOLO
Desconcertado, File entró en la fresca penumbra y se acercó al tenso joven de la ventanilla
de información.
—Perdone —dijo, y dio un respingo al ver que el individuo sacaba una pistola de debajo del
mostrador y le apuntaba.
—¿Qué quieres?
—He venido a consultar textos recientes que traten del desarrollo de Europa en los últimos
diez años —dijo File.
El joven frunció los finos labios. Sin dejar de apuntarle con el arma, dijo:
—¿Desarrollo?
—Soy un investigador serio... lo único que quiero es conseguir cierta información.
El joven dejó el arma y, con una mano, pulsó las teclas de un archivador. Sacó dos tarjetas y
se las entregó a File.
—Planta quinta, sala 543. La llave es ésta. Cierre la puerta cuando entre. La semana pasada,
un grupo de mujeres consiguió atravesar las barricadas y estuvieron a punto de achicharrarnos.
Se ve que les gusta la carne precocida.
File frunció el ceño pero no dijo nada. Se dirigió hacia los ascensores.
—No sabes demasiado de nuestra biblioteca para ser un investigador —dijo el joven—. El
ascensor lleva ya cuatro años sin funcionar. Las mujeres controlan todas las fuentes básicas de
energía.
Aún en un dilema, File subió andando hasta la quinta planta, localizó la sala que quería, abrió
la puerta, entró, cerró luego con llave...
Se sentó ante el visor, pulsó los botones adecuados en el cuadro de mandos y empezaron a
aparecer las páginas en la pantalla.
'Mmmmmm... Veamos... Investigaciones de los miembros de la Fundación Dalmeny. Artículo
VII: RESULTADOS PARCIALES DEL EXPERIMENTO BAVARO...
—Guerra civil inminente, el Consejo la evita de modo temporal prometiendo que a través de
la investigación podrían satisfacerse las peticiones de que se diese solución a los problemas de
la Sobrecompresión. Esto, como hoy sabemos, era una maniobra de obstrucción, pues, más
tarde, admitieron que no tenían capacidad para predecir el resultado de ninguna tendencia. La
facción encabezada por el difunto Stefan Untermeyer, una de las más poderosas, exigió que se
le permitiese llevar a cabo un experimento controlado.
—El Consejo, impotente, cedió al fin y se seleccionó una gran parte de Baviera para que
pudiese realizarse el plan de la facción Untermeyer. Este plan exigía la segregación sexual. Se
separaba a hombres y mujeres y se aplicaba a ambos un psicocondicionamiento intensivo
destinado a que odiasen al sexo opuesto. Luego se aprobaron leyes que castigaban con la pena
de muerte, el contacto con el sexo opuesto. Esta ley hubo de aplicarse con frecuencia, aunque
no con la que en principio se había imaginado. Curiosamente Untermeyer fue uno de los
primeros a quienes hubo de aplicarse la ley.
—Resulta difícil hoy realizar una valoración clara de los resultados de este experimento (del
que tan deprisa se perdió el control y que condujo a una verdadera guerra entre los sexos, aún
vigente, con tantos casos de canibalismo en que cada sexo considera perfectamente legal
devorar a los miembros del otro) pero es evidente que las medidas de reasimilación han tenido
hasta ahora escaso éxito y que, dado que este credo se ha extendido ya por Alemania,
Escandinavia y por todas partes, es muy probable que se produzca una reducción espectacular
de la vida en el norte de Europa. A la larga, claro está, se producirá una repoblación cuando las
hordas nómadas de Francia y España presionen hacia el norte. Europa, una vez arruinada, seré
presa fácil de conquista, y cuando América y el Oriente Unido pongan fun a sus pleitos, por la
fuerza o por la negociación pacífica, la única salvación de Europa quizás sea ponerse al abrigo
de una de esas potencias. Aunque, como sabemos, ambas potencias tienen problemas similares
a los de esta Europa agonizante.
File frunció los labios, consultó la otra tarjeta y pulsó una serie de teclas.
—Nadie podría haber predicho esto. Pero parece que aún empeorará la situación. Veamos
qué es esto: RESULTADOS DEL COMITÉ VINER PARA LA INVESTIGACIÓN DE LA
DESINTEGRACIÓN SOCIAL EN EL SUR DE EUROPA.
—Los objetivos del Comité eran los siguientes: Investigar la desintegración de la sociedad
europea pre-experimental en el sur de Europa y proponer medidas para reorganizar la sociedad
y convertirla en un conjunto operativo.
—Como es del dominio público, el Consejo Europeo concedió permiso al Grupo de Faseo
Demográfico para realizar un experimento en Grecia. El grupo, utilizando los principios de la
animación suspendida, descubiertos unos años antes por Batchovski, introdujo un control
absoluto de la natalidad y colocó a tres cuartas partes de la población griega en animación
suspendida, considerándose que la otra cuarta parte sería suficiente para desempeñar los
servicios públicos y sociales y así, razonando, muy racionalmente al parecer, que de este modo
se evitaría una mayor explosión demográfica, el exceso de población sería menor y podría
aminorarse el crecimiento de nuestra sociedad. Después de un tiempo, pasaría la primera cuarta
parte a animación suspendida y sería sustituida por la cuarta parte siguiente, etc. Este proceso
fásico, parecía la solución más razonable al llamado Problema de Europa.
—Sin embargo, al librar a la población de la claustrofobia, el sistema produjo un efecto de
agorafobia extrema. La gente, acostumbrada a vivir muy agrupada, empezó a mostrarse
inquieta y la tensión que había precedido a la aplicación del Experimento del Grupo de Paseo
Demográfico, se orientó por nuevos canales. Las masas, con indicios de neurosis extrema
completamente enloquecidas y sordas a cualquier razón, atacaron las llamadas Bóvedas de
Animación Suspendida y exigieron la liberación de sus parientes y amigos. Las autoridades
intentaron dialogar, pero, en el tumulto que siguió, fueron o asesinadas o puestas en fuga. Las
masas, incapaces de manejar las máquinas que mantenían al resto de la población en animación
suspendida, las destruyeron, matando a los que habían intentado despertar.
—Cuando el Comité llegó al sur de Europa, se encontró con una sociedad en decadencia. Se
habían hecho pocas tentativas de remontar la situación, la gente vivía en las aglomeraciones
urbanas, inmensas y despobladas, en pequeños grupos, combatiendo el azote de las bandas
errantes de Francia, España e Italia, donde un fanático religioso había iniciado antes,
inesperadamente, una guerra santa contra una sociedad automatizada pero manejable. Este
movimiento de "vuelta a la naturaleza", creció como bola de nieve. Se destruyeron las
instalaciones energéticas y se importaron millones de toneladas de tierra de África para sepultar
las ruinas. En el caos que siguió, la gente se disputaba por la fuerza, los escasos restos de
alimentos que podían cultivarse en la tierra seca importada y en los Espacios de Vacaciones.
Inglaterra, que sufría ya los efectos de este desastre y no podía obtener suministros suficientes
para alimentar de modo adecuado a su propia población, envió ayuda al principio, pero se vio
obligada a prescindir de esta medida para resolver sus propios problemas: La propagación
súbita de una enfermedad desconocida, similar al tifus, que, según se descubrió, había llegado a
través de unos refugiados yugoeslavos, víctimas de la introducción en el mercado de un
producto alimenticio sintético que contenía los gérmenes. Cuando llegamos al sur de Europa, se
habían desintegrado los servicios públicos de todo el continente y sólo la Fundación Dalmeny
(que nos había patrocinado) y media docena de grupos menores bien organizados, lograban
mantener realmente alguna actividad académica...
File iba leyendo estos textos deprimentes, pálido y serio. Comprobó minuciosamente los
documentos una y otra vez; se retrepó en su asiento y meditó.
El carácter brutal de los experimentos le dejaba atónito. No podía haber mejor confirmación
de lo que se había dicho en la reunión del Gabinete, y le hacía dudar ya de que pudiese hacerse
algo para evitar la catástrofe. Si tan ciegos y necios eran los hombres, ¿cómo iba a poder
salvarles ni siquiera la mente incisiva de Appletoft? Aún suponiendo que lograse hacer un
análisis claro y manejable de los acontecimientos, a partir de la información obtenida por File...
Comprendía que ese aspecto del asunto quedaba fuera de su competencia y quizás la
confianza de Appletoft tuviese sentido. Se apresuró a regresar al laboratorio, montó en la silla
de la máquina del tiempo y apretó la palanca de "puesta en marcha". 000009.000. 0000003...
Pronto le rodeó como antes una niebla grisácea. Rotación e impulso empezaron a grabase en
sus sentidos.
Luego, empezaron a bailar como locos los indicadores, 009000.100,02.40 -
000175.000.03.08000 - 630946. 020.44.1125.
Algo había ido mal. Intentó desesperadamente parar la máquina e inspeccionar los controles,
pero todos los indicadores marcaban cero.
Y el laboratorio había desaparecido. Le rodeaba la oscuridad.
Estaba en el limbo.
—00000.000.00.0000
File no supo cuánto estuvo viajando por el vacío.
Poco a poco, la niebla empezó a volver, y luego, tras lo que le pareció un tiempo
interminable, giró ante sus ojos una masa confusa de impresiones.
Por último, la máquina del tiempo quedó quieta, pero File no se paró a ver qué había. Apretó
de nuevo el botón de "puesta en marcha".
No pasó nada. File inspeccionó todos los indicadores, uno tras otro, mirando detenidamente
uno, que, según le había dicho Appletoft. registraba el "potencial-tiempo" de la máquina, es
decir, su capacidad de viajar por el tiempo.
El indicador marcaba cero. File estaba varado.
El treinta y tres por ciento de nuestros animales no regresan. El comentario de Appletoft se
deslizó sardónicamente en su memoria.
Las cámaras que tenía sobre los hombros canturreaban casi imperceptiblemente, mientras
grababan la escena en microcinta. File alzó sombríamente la cabeza y echó un vistazo
alrededor.
La vista era maravillosa pero extraña. El paisaje consistía en un polvo de un naranja oscuro,
sobre el que vagaban lo que parecían nubes, masas púrpura que rodaban y corrían por la
superficie del desierto. En el horizonte de aquel estéril escenario, se veían los perfiles de
edificios grotescos... ¿o eran sólo formaciones rocosas?
Miró hacia arriba. No había en el cielo nubes; eran, evidentemente. demasiado densas para
flotar en aire libre. Un pequeño sol colgaba, bajo y rojo, en un cielo azul oscuro, donde
atisbabán unas estrellas desvaídas.
Le latía el corazón muy aprisa: cuando lo advirtió, se dio cuenta de que su respiración era
más profunda de lo habitual, y que cada tercera inspiración era casi un jadeo. ¿Estaría tan
alejado de su propia época que era diferente hasta la atmósfera?
¡Skrrak! El sonido llegaba con un tono frágil y quebradizo, atravesando el fino aire. File volvió
la cabeza, sorprendido.
Avanzaba hacia él un grupo de bípedos, sustentados en huesudas y delicadas extremidades
entre estratos de nubes púrpuras que les cubrían hasta la rodilla; estaban a unos cientos de
metros de distancia. Eran humanoides, pero huesudos, feos y claramente no humanos. El jefe,
que debía medir unos 2,10 de altura, gritaba y señalaba a File y a la máquina.
Otro hacía señas con las manos: "¡So Skrrak -dek svala yaa!"
Eran unos diez individuos y llevaban lanzas largas y finas. Tenían el torso y las piernas
cubiertos de vello tupido. En la cabeza triangular, destacaban grandes arcos de huesos sobre los
ojos y bajo ellos, de modo que parecían llevar casco. Cuando se acercaron más, con cautela,
como en cámara lenta, vio que se agitaban en sus cabezas finos mechones de pelo.
Cuando se aproximaron, File vio que algunos llevaban extrañas armas, como rifles, y que el
jefe llevaba un instrumento en forma de caja con una especie de lente a un lado, con la que
estaba apuntando en su dirección.
File sintió el calor de un pálido rayo verde e intentó esquivarlo. Pero la extraña criatura le
siguió habilidosamente.
Tras uno o dos segundos, se alzó un ronroneo en su cerebro. Bloquearon su mente
fantásticos colores, que se disgregaban en ondas blancas y doradas. Llamearon luego detrás de
sus ojos formas geométricas. Luego palabras. Al principio en el cerebro, luego en los oídos.
—¿Cual es tu tribu, forastero?
Estaba oyendo el lenguaje gutural de aquel extraño ser y tratando de comprenderlo. La
criatura pulsó una palanca de la parte superior de la caja y el rayo se apagó.
—Soy de otro tiempo —dijo File con naturalidad.
Los guerreros agitaron las armas, inquietos. El jefe hizo un torpe gesto, como si su estructura
ósea le quitase facilidad de movimiento.
—Eso sería una explicación.
—¿Explicación?
—Conozco a todas las tribus, y tú no correspondes a ninguna de ellas.
El guerrero desvió su enorme cabeza para examinar brevemente el horizonte. Luego
continuó:
—Nosotros somos los yulks. A menos que pienses irte de inmediato, será mejor que nos
acompañes.
—Pero, mi máquina...
—También nos la llevaremos. No querrás que la destruyan los raxas, que no permiten que
exista más criatura o artefacto que ellos.
File caviló unos segundos. La silla y sus tres varillas eran fáciles de transportar, pero, ¿era
prudente moverla?
Y volvió a pulsar, tranquilamente, el inútil mecanismo de "puesta en marcha". ¡Maldita sea! Si
la máquina no funcionaba ya, ¿qué más daba que le llevase a la Luna? Y sin embargo, irse con
aquellos extraños seres cuando su único objetivo era volver al Complejo de Ginebra, parecía el
más disparatado de los absurdos.
Le embargaba una sensación agobiante de fracaso.
Empezaba a darse cuenta de que no podría volver nunca a Ginebra. Los científicos ya sabían
que había un fallo en su sistema de transmisión temporal. Estaba ya seguro de que la silla, con
sus tres varillas, había perdido todo contacto con el equipo del laboratorio. De hecho, ya no era
una máquina del tiempo, lo cual significaba que estaba condenado a quedarse allí el resto de su
vida.
Desesperado, dio su consentimiento. Cuatro guerreros cargaron con la silla y el grupo se
lanzó a cruzar el ocre desierto, examinándolo nervioso mientras lo recorrían.
Siempre que podían evitaban las móviles nubes, pero a veces los bancos de vapor púrpura
pasaban sobre ellos, arrastrados por la brisa, y tenían que cruzar a través de una niebla
bermeja. File se dio cuenta de que aquellos seres extraños empuñaban con más fuerzas sus
armas cuando pasaba esto. ¿Qué temerían? Hasta en aquel mundo desolado y semidesierto
había conflictos v dramas...
Un viaje de una hora les llevó hasta un poblado de tiendas arracimadas en la ladera de una
colina baja. Hacia la mitad de la ladera, se veía un sector cuidadosamente cultivado de una
vegetación tan rala que parecía que sólo a duras penas podía mantenerse en aquel estéril
desierto. Sobre el campamento había cinco vehículos aéreos, todos de más de treinta metros de
longitud, unas gráciles máquinas de popas anchas y achatadas y aguzadas proas. Una corta
cubierta despejada se proyectaba de popa a proa por la parte superior de cada vehículo, y
delante, había como un encaje de ventanas.
File contempló asombrado aquellas embarcaciones. Eran un curioso contraste con las
viviendas claramente nómadas de abajo, entre las que había pálidas hogueras y se secaban
pieles de animales.
Acababan de preparar una comida. La máquina del tiempo de File la llevaron a una tienda
vacía y a él le convidaron a comer con el jefe. Cuando entró en la mayor tienda del poblado y
vio a la nobleza de aquella pequeña tribu agrupada en torno a una cazuela de verduras, con las
armas al lado, se dio cuenta de qué le evocaban.
Saurios.
Empezaron a comer en cuencos de cristal. Daba la sensación de que aquella gente sabía
trabajar los silicatos del desierto y con la misma destreza con la que construían vehículos
aéreos... si es que no se lo habían robado a gente más civilizada.
File descubrió, también, en el curso de la comida, que la máquina con la que el guerrero le
había disparado en el desierto era sumamente eficaz. Le había reeducado totalmente, de modo
que pudiese hablar y pensar en otro idioma, aunque al mismo tiempo pudiese, si quería,
distanciarse ligeramente, apreciar la ajenidad de los sonidos que brotaban tanto de su boca
como de las de los yulks.
El jefe se llamaba Gzerhteak, un sonido casi imposible para oídos europeos. Respondió
mientras comían, a las preguntas de File, con la mayor frialdad.
Por lo que le explicaron, File supuso que aquello era la Tierra en una época remota, una
Tierra millones, quizás billones de años por delante de su propia época, y que estaba casi
totalmente desierta. Había unas ocho tribus viviendo en un radio de unos cuantos cientos de
kilómetros, y cuando no estaban disputando entre ellas, estaban librando una lucha interminable
por la existencia, tanto contra las condiciones penosas de un mundo agonizante, como con los
raxas, criaturas que no eran vida orgánica en absoluto, sino que consistían en cristales
minerales, conglomerados en formas geométricas, y dotados, de algún modo misterioso, de
capacidad de percepción y de movimiento.
—Hace cincuenta generaciones —le explicó el jefe de los yulks—, no había raxas en el
mundo. Luego, empezaron a crecer. Prosperan en el desierto estéril, que es todo alimento para
ellos, mientras que nosotros vamos extinguiéndonos. Nada podemos hacer, salvo luchar.
Además, la atmósfera de la Tierra se estaba volviendo irrespirable. Se producía muy poco
oxígeno fresco, dado que no había ya más vegetación que la de las plantaciones. Aparte de eso,
brotaban vapores nocivos, por una acción químicogeológica del terreno y afloraban a través de
la arena, procesos volcánicos muy lentos que se originaban en las profundidades. Sólo en
algunos sectores, como aquella región en la que vivían las tribus, se podía respirar aún la
atmósfera, y eso por que la relativa inmovilidad de ésta impedía que se mezclasen los diversos
gases.
A File le agobiaba aquella imagen deprimente de valor y desesperación. ¿Sería aquel el
resultado final de la incapacidad del hombre para controlar los acontecimientos, o sería el
derrumbe de la Comunidad Económica Europea un suceso insignificante perdido en una historia
mucho más amplia? Se sentía inclinado a pensar que era asi; pues estaba seguro de que las
criaturas que estaban sentadas allí, comiendo con él, no eran siquiera descendientes del género
humano.
Saurios. El antiguo orden del mundo animal se había desvanecido.
Los hombres habían muerto. Sólo quedaban aquellos restos, saurios elevados a un estado
humanoide, que intentaban sobrevivir en un mundo que había cambiado de idea.
Probablemente las otras tribus de las que hablaban los yulks, fuesen también humanoides,
procedentes de diversos animales inferiores.
—Mañana es la gran batalla —dijo el jefe de los yulks—. Emplearemos todos nuestros
recursos contra los raxas, que vienen decididos a destruir las últimas plantaciones de las que
dependemos. Pasado mañana sabremos de veras lo que nos queda de vida.
Max File apretó los puños impotente. Su destino estaba decidido. Al final, también él ocuparía
su puesto con los guerreros yulks en la última batalla contra el enemigo de la humanidad.
Appletoft hizo un gesto de impotencia y miró a Strasser. ¿Qué podía hacer él? El había hecho
todo lo posible.
—¿Qué pasó? —dijo el primer ministro.
—Le trasladamos a diez años en el futuro. Conectamos con él al principio del viaje de vuelta
y luego, de repente... desapareció... Nada. Ya le dije que habíamos perdido el treinta y tres por
ciento de los animales que utilizamos en los experimentos, ya le advertí del riesgo.
—Lo sé... pero, ¿lo ha intentado usted todo? Ya sabe lo que puede significar el que no
vuelva...
—Por supuesto que lo hemos intentado todo. Seguimos investigando, intentando localizarle,
pero en cuanto salimos de la vía-tiempo de la Tierra, todo es caótico para nuestros
instrumentos... debe haber algún fallo en nuestra concepción del tiempo. Podemos seguir
tanteando... pero buscar una aguja en un pajar, no es nada, comparado con esto...
—Bueno, hay que seguir intentándolo. Porque si no lo recuperamos pronto, nos veremos
obligados a permitir a la facción Untermeyer que siga adelante en Baviera y no tenemos medio
de predecir los resultados.
Appletoft lanzó un profundo suspiro y volvió a su laboratorio.
—Pobre diablo —dijo Standon cuando salió de la cámara.
—Este no es el momento ni el lugar apropiados para sentimentalismos, Standon —dijo
Strasser en tono culpable...
La Tierra aún giraba en el mismo espacio de tiempo y tras un sueño de unas ocho horas File
dejó la tienda y estiró sus miembros en aquel aire sutil, despertado por un rumor de tintineante
metal. Acababa de amanecer y los soldados de la tribu se disponían a salir al combate. Las
mujeres y los niños contemplaban, temblando, a la procesión de hombres que iba perdiéndose
en el desierto. Unos cuantos iban a caballo de una especie de reptiles, todos ellos enjaezados
para el combate. A unos siete metros por encima de sus cabezas, flotaban las cinco aeronaves,
que seguían impacientemente la dirección que marcaba el jefe desde abajo.
File vagaba por el campamento, nervioso e inquieto. Hacia una hora después del amanecer,
volvieron los restos de las fuerzas.
Volvían derrotados. Sólo habían sobrevivido un tercio. No regresó ninguna aeronave y File se
había enterado la noche antes, de que, aunque la tribu conservaba los conocimientos científicos
y tecnológicos necesarios para construir más, era una empresa que agotaba al máximo sus
recursos y era casi seguro que no se iniciase la construcción de otra.
La humanidad había agotado su fuerza y era imposible ya recuperarla. Las inteligencias
minerales llamadas Raxas, continuarían su implacable avance sin que nadie las detuviese.
El último en regresar fue el jefe yulk. Magullado, cubierto de sangre y chamuscado por los
rayos energéticos que le habían rozado, se sometió a los cuidados de las mujeres y luego, como
siempre, reunió a los nobles para su comida vespertina.
Por fin, fueron saliendo uno tras otro los cansados guerreros camino de sus tiendas. Y File
quedó sólo con Gzerhteak.
Miró al viejo a los ojos.
—No hay esperanza —dijo bruscamente.
—Lo sé. Pero no tienes ninguna necesidad de quedarte.
—No hay elección —contestó, con un suspiro—. Mi máquina está rota. Debo compartir
vuestra suerte.
—Quizás podamos reparar tu máquina. Pero te lanzarás a lo desconocido...
File hizo un gesto con la mano y dijo:
— ¡Cómo, vais a poder arreglar mi máquina!
El jefe se levantó y le guió a la tienda donde estaba la máquina. Una breve orden en la noche
hizo que llegase un muchacho con una caja de herramientas. El jefe estudió la máquina de File,
alzó un panel para ver detrás de los instumentos. Hizo por último unos cuantos ajustes,
añadiendo un artilugio que tardó unos veinte minutos en fabricar con resplandecientes trozos de
alambre. El medidor del potencial-tiempo, empezó a elevarse por encima de cero.
File miraba atónito.
—Nuestra ciencia es muy antigua y muy sabia —dijo el jefe—, aunque en la actualidad sólo
tengamos un conocimiento rutinario de ella. Aún así, yo, como padre de la tribu, sé lo suficiente
para cuando un hombre como tú me dice que se ha quedado varado en el tiempo, conocer la
causa.
File estaba perplejo ante el curso de los acontecimientos.
—Cuando llegue a casa... —empezó a decir.
—Jamás llegarás a casa. Ni vuestros científicos conseguirán nunca desvelar el tiempo.
Nuestra antigua ciencia tiene una máxima: ningún hombre comprende el tiempo. Tu máquina
viaja ya por su propia potencia. Si te vas de aquí, no harás más que escapar de este lugar y
probar fortuna en otro.
—Debo intentarlo —dijo File—. No puedo seguir aquí, mientras haya esperanza de volver.
Pero aún así, se resistía.
El jefe pareció adivinar sus pensamientos.
—No te pese abandonarnos —dijo—. Tu posición es clara... lo mismo que la nuestra. Ni a ti ni
a nosotros puede ayudarnos nadie.
File asintió y se acomodó en la silla de la máquina. Mientras limpiaba el polvo y la arenilla con
las mangas de la camisa, se le ocurrió mirar en el grabador de datos. No tenía mucha esperanza
de que fuera posible, pues no había cifras para indicar la antigüedad de aquella Tierra.
Pero cuando leyó el indicador quedó asombrado. 000008.324.01.7954. ¡Habían pasado
menos de nueve años desde su salida del Complejo de Ginebra!
Se acomodó en la máquina del tiempo y apretó la palanca.
Rotación interna en el sentido de las agujas del reloj. Rotación externa en sentido contrario...
luego el impulso hacia adelante. Se sumergió en el curso del Tiempo.
Pasaron minutos sin que apareciera indicio alguno de que fuese a salir automáticamente de
su viaje. Probó fortuna apretando la palanca de "parada".
Con un giro residual de las varillas traslúcidas, la máquina se depositó a sí misma en una
orientación espaciotemporal normal. Alrededor de File, se formó un paisaje asombroso, jamás
había soñado nada igual.
¿Era cristal? La victoria definitiva de los cristalinos raxas. Por un instante, aquel fantástico
paisaje, con su brillante y matemática exuberancia, le hizo pensar, deslumbrado, que así era.
Pero luego vio que no podía ser... o que si era, los raxas habían superado su herencia mineral.
Era un mundo de forma geométrica, pero también era un mundo de movimiento continuo...
o, más bien, dado que el movimiento era tan súbito como para resultar instantáneo, de
transformación constante. Deslumbrantes extensiones y repliegues, todos en los planos
horizontal y vertical, cegaban sus ojos. Cuando miró más detenidamente, vio que, en realidad,
no estaba presente por parte aíguna la forma tridimensional. Todo eran formas bidimensionales,
que se unían transitoriamente para dar la ilusión de forma.
Los colores, también... experimentaban transformaciones y gradaciones que proclamaban la
acción de principios matemáticos regulares: como la separación prismática en el espectro ideal.
Pero aquí las manifestaciones eran infinitamente más sutiles e ingeniosas, eran como música
tenue y sutil, de cincuenta instrumentos, que pudiese brotar de los siete tonos de la escala
diatónica.
File miró la grabadora de datos. Le decía que se encontraba a 15 años de distancia de
Appletoft, que esperaba ansioso su regreso en el Complejo de Ginebra.
Probó de nuevo.
Se onduló y se estremeció, azotado por una cálida brisa, un mundo exuberante de frondosa
vegetación ante él. Un rebaño de animales como armadillos, pero del tamaño de caballos,
pasaron cruzando el claro donde había ido a posarse la máquina de File. Sin detenerse, el jefe
volvió la cabeza para hacerle una dócil y despectiva inspección y se volvió luego a gruñirles algo
a los que le seguían. También ellos le dirigieron una mirada superficial y se perdieron luego tras
una pantalla de ondulantes árboles-yerba. Oyó el rumor de sus movimientos, por el bosque, a lo
lejos.
Otra vez.
Roca pelada. El cielo colgaba arriba con rastros de lo que parecían nubes de polvo. Allí, el
terreno estaba limpio hasta de la más fina mota de polvo, pues soplaba un viento intenso y frío.
Debía barrer el polvo hacia la atmósfera e impedirle precipitarse, arañando las rocas hasta
convertirlas en una superficie bruñida y chispeante. Le costaba trabajo creer que aquel azotado
paisaje luminoso fuese, en realidad, la superficie de un planeta. Era como una exposición.
Otra vez.
Ahora estaba en el espacio, protegido por algún campo que la máquina del tiempo parecía
crear a su alrededor. Algo tan inmenso como Júpiter colgaba donde debería haber estado la
Tierra.
Otra vez.
De nuevo el espacio. Un sol escarlata derramando sangrienta luz sobre él. A su izquierda,
una pequeña y luminosa estrella, como una bengala de magnesio ardiendo, alanceó sus ojos.
Un imposible trío de planetas giraba majestuoso sobre él, y no había entre ellos más distancia
que entre la Tierra y la Luna.
Miró de nuevo la grabadora de datos: A veintitantos años del punto de partida.
¿Dónde estaba el orden de sucesión del tiempo? ¿Dónde estaba el proceso que había ido a
descubrir? ¿Qué podía sacar Appletoft de aquello?
¿Cómo iba a encontrar a Appletoft?
Puso otra vez la máquina en marcha, desesperado. Su desesperación pareció dar resultados:
adquirió velocidad, lanzándose con insensata energía y ya no estaba en el Limbo, podía ver algo
del universo que cruzaba.
Al cabo de un rato, tuvo la impresión de que estaba quieto, de que era la máquina la que se
mantenía estática mientras que el tiempo y el espacio no. El universo se derramaba a su
alrededor, desordenado tumulto de fuerzas y energía, sin dirección, sin propósito.
Y siguió viajando, hora tras hora, como si intentase escapar de algo que no podía afrontar.
Pero al fin no pudo ya eludirlo. Y mientras contemplaba el caos a su alrededor, comprendió.
¡El tiempo no tenía orden! No era un flujo continuo. Carecía de una dirección positiva: no iba
ni hacia adelante ni hacia atrás, no giraba en círculo; tampoco permanecía quieto. Era un puro
azar.
El universo carecía de lógica. Era sólo caos.
No tenía propósito, ni principio, ni fin. Sólo existía como una masa anárquica de gases,
sólidos, líquidos, formas accidentales y fragmentarias. Se conformaba a veces en formas como
un caleidoscopio, de modo que parecía tener leyes, parecía tener dirección y forma.
Pero, en realidad, no había más que caos, más que estado de flujo permanente: eso era lo
único constante. ¡El tiempo no se gobernaba por leyes! ¡La ambición de Appletoft era un
imposible!
El mundo del que había llegado allí, o cualquier otro mundo, en realidad, podía disociarse en
sus elementos componentes en cualquier instante; o podía haber accedido al ser en cualquier
instante anterior, con los recuerdos de todos incluidos? ¿quién sería el más sabio? Toda la
Comunidad Económica Europea quizás hubiese existido sólo en el medio segundo que le había
llevado presionar la palanca de puesta en marcha de la máquina del tiempo. ¡No era extraño
que no lograse encontrarla!
Caos, flujo, muerte eterna. No había solución a ningún problema. Cuando File comprendió
esto, aulló horrorizado. No podía contenerse. Su velocidad aumentó proporcionalmente a su
desesperación y su miedo, más y más rápido, hasta que se precipitó demencialmente por un
remolino.
Más deprisa, más allá...
El universo informe empezó a desvanecerse a su alrededor, mientras él recorría una inmensa
distancia más allá de los límites de la velocidad. La materia se desintegraba, desaparecía. Y él,
aterrado, seguía aún hasta que la máquina del tiempo se derrumbó bajo él y la materia de su
cuerpo se desintegró y se desvaneció.
Era una inteligencia desencarnada que cruzaba el vacío. Luego, empezaron a desvanecerse
sus emociones. Sus pensamientos. Su identidad. La sensación de movimiento se desmoronó.
Max File había muerto. Nada podía sentir, oír, ver, ni saber.
Colgaba allí, sólo conciencia. No pensaba: ya no tenía ningún aparato con el que pensar. No
tenía nombre. No tenía recuerdos. Ni cualidades, atributos o sentimientos. Estaba solo allí. Ego
puro.
Lo mismo que la nada.
No había tiempo. Una décima de segundo era igual que un billón de eras.
Por eso no había podido File, asignar, más tarde, periodo alguno a su intermedio de vacío,
sin matizaciones. Sólo percibió algo cuando empezó a salir.
Al principio, era sólo un vago sentimiento, como algo nebuloso. Luego, empezaron a ligarse a
él más cualidades. Empezó el movimiento. La materia caótica se hizo remotamente perceptible...
partículas desorganizadas, energías fluyentes y líneas ondulantes.
Brotó un nombre en su conciencia: Max File. Luego, un pensamiento: yo soy eso.
La materia se congregó poco a poco a su alrededor y pronto tuvo de nuevo cuerpo y una
serie completa de recuerdos. Podía ya aceptar la existencia de un universo sin organización.
Suspiró: al mismo tiempo, la máquina del tiempo se configuró bajo él.
Lo único que podía hacer ya, era intentar volver a Ginebra, por muy remota que fuese la
posibilidad. ¡Qué curioso que toda Europa, con todos sus problemas considerados graves, no
fuese más que una agrupación caótica de partículas sin organización! Pero al menos era el
hogar... aunque sólo existiese unos segundos.
Y ante la posibilidad de poder volver a aquellos dos segundos, pensó con angustioso gozo, se
disolvería con ellos y se vería libre de aquella odiosa extensión de vida que recorría.
Y, sin embargo, pensaba, ¿cómo regresar? Sólo buscando, sólo buscando...
Calculó (aunque sus cálculos estaban sujetos, por supuesto, a un considerable margen de
error) que dedicó varios siglos a buscar en aquel torbellino insensato. No se hizo más viejo; no
sintió sed ni hambre: no respiraba... cómo seguía latiendo su corazón sin respirar era para él un
misterio, pero era en eso, en el centro de su sentido del tiempo en lo que basaba su cálculo de
la duración de su búsqueda. De vez en cuando tropezaba con otras breves manifestaciones,
otros fugaces conglomerados de caos. Pero ya no le interesaba, no encontraba la Tierra de la
época de la Comunidad Económica Europea.
No había esperanza. Podía buscar eternamente.
Empezó, desesperado, a retirarse de nuevo, a convertirse en una entidad desencarnada y
buscar el olvido, escapar de sus tormentas por la muerte en vida. Y, cuando estaba a punto de
prescindir del último vestigio de identidad, descubrió su nuevo e insospechado poder.
Dirigió casualmente su inteligencia a una agrupación de forcejeantes partículas distantes.
Bajo el impacto de su voluntad... ¡se movió!
Interesado, dejo de retirarse, pero no intentó volver de nuevo a su propio yo... tenía la
sensación de que, como Max File, era impotente. Como un yo casi sin identidad... quizá...
Permitió que se formara en su mente una imagen (fue casualmente la de una mujer). La
dirigió hacia el caos informe. Instantáneamente, frente al flujo oscuro, encendida por
desordenados ramalazos de luz, brotó una mujer de la materia caótica. Se movió, le miró, le
dirigió una sonrisa lánguida.
No había duda. No era sólo una imagen. Era viva, perfecta y sensible.
Se desprendió, asombrado, automáticamente de la imagen mental y transmitió una
cancelación. Se disipó la mujer, sustituida por el caos de partículas y energía de antes. La nube
permaneció unida un momento, luego se dispersó.
Era un gozo recién descubierto. ¡Podía hacer cualquier cosa! Se pasó eras experimentando,
creando todo cuanto pudo crear... una vez se formó un mundo completo a sus pies, con
civilizaciones, un pequeño sol y astronaves investigando.
Lo canceló inmediatamente. Bastaba saber que todas sus intenciones, incluso su
pensamiento más vago y más grande, se traducía con todo detalle.
Ahora tenía medios de regresar a casa... y ahora podía resolver, de una vez por todas, el
problema del gobierno.
Pero, si no podía encontrar Europa, ¿no podía acaso crearla entera? ¿No sería eso algo
equivalente? El de si sería o no en realidad la misma Europa era, sin duda, un problema
fisiológico. Eso creía Nietzsche, recordó File... su esperanza de inmortalidad personal. Dado que
habría de volver en el universo interminable, los descubrimientos de File habían reforzado en
realidad este punto de vista, no moriría. Dos objetos idénticos compartían la misma existencia.
¿Y por qué no resolver el problema del gobierno en esta segunda Europa? ¿Había alguna
razón por la que no pudiese crear una comunidad que no tuviese las semillas de la destrucción?
Una Comunidad Económica con estabilidad, cuyo prototipo había faltado.
Empezó a emocionarse. Derrotaría al Flujo, lograría alzar, así, frente al caos del resto del
universo, una estructura que perduraría. Por lo demás, sería todo igual hasta en sus más
mínimos detalles...
Se puso a trabajar, agrupando pensamientos, recuerdos e imágenes, grabándolos en el caos
circundante. Empezó a formarse materia. Puso en movimiento la máquina del tiempo, viajando
por el mundo que estaba creando...
De pronto, se vio de nuevo envuelto en brumas. Girando... rotación sin cambio de posición...
impulso hacia delante...
Corrieron los números en el indicador: 000008 -7-6 -5-4...
Luego, todo se estabilizó a su alrededor y posó la máquina. Estaba en el laboratorio de
Appletoft, en Ginebra. Los técnicos vagaban por los extremos de la habitación, más allá de las
barreras de bastidores. La máquina del tiempo, con las varillas traslúcidas señalando
dramáticamente en tres direcciones, descansaba sobre un tosco pedestal de madera.
File se incorporó, agarrotado, dolorido y polvoriento, en el áspero asiento. Appletoft se
avalanzó hacia él, le ayudó a bajar ansioso, entusiasmado.
—¡Lo conseguiste, amigo! Fue perfecto como viaje de prueba... al menos, desde aquí.
Hizo una seña por encima del hombro:
—¡Coñac para el amigo! Pareces agotado, Max. Tienes que descansar, ya lo contarás todo...
File asintió sonriendo, sin contestar. Era casi perfecto...
Pero no habia sospechado siquiera con qué eficacia le habían enseñado un nuevo idioma.
Appletoft le había hablado en la lengua torturante de los yulks.

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