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viernes, febrero 01, 2008

HE AQUI EL HOMBRE // EL LIBRO DE LOS MARTIRES // MICHAEL MPORCOCK

HE AQUÍ EL HOMBRE


No tiene ningún poder material como el que poseían los emperadores-dioses; no tiene más
seguidores que los pescadores y los habitantes del desierto. Ellos le dicen que es dios. El les
cree. Los seguidores de Alejandro decían: "Es imbatible, por tanto es dios". Los seguidores de
este hombre no piensan nada; él fue su acto de creación espontánea; ahora les dirije, este
nazareno loco llamado Jesús de Nazaret.
Y hablaba y les decía: Sí, verdaderamente yo era Karl Glogauer y ahora soy Jesús el Mesías,
el Cristo.
Y era así.


CAPITULO UNO

La máquina del tiempo era una esfera llena de líquido lechoso en la que flotaba el viajero
encerrado en un traje de goma, respirando a través de una máscara ligada a un tubo conectado
con la pared de la máquina. La esfera se rompió al aterrizar y el fluido se derramó por el polvo y
lo absorbió la tierra. Instintivamente, Glogauer se hizo una bola al descender el nivel del líquido
y se hundió hasta el plástico flexible del forro interno de la esfera. Los extraños instrumentos
criptográficos quedaron quietos y silenciosos. La esfera se movió y rodó cuando lo que quedaba
del líquido se derramó por el gran corte de su costado.
Glogauer abrió un instante los ojos y volvió a cerrarlos. Luego abrió la boca en una especie
de bostezo y su lengua se agitó y lanzó un gruñido que se convirtió en ululación.
Se oyó a sí mismo. Hablaba en Lenguas. Sí, eso era, pensó. El lenguaje del inconsciente.
Pero no podía adivinar lo que estaba diciendo.
Se le quedó el cuerpo inerte y como dormido, se estremeció. Su viaje por el tiempo no había
sido fácil y ni siquiera el espeso fluido le había protegido por completo, aunque era indudable
que le había salvado la vida. Debía tener algunas costillas rotas, sin duda. Estiró los brazos y las
piernas laboriosamente y se arrastró por el plástico resbaladizo hacia la abertura de la máquina.
Vio la fuerte claridad del sol, vio un cielo como acero relumbrante. Logró arrastrarse y auparse
por la cintura hasta la abertura y luego cerró años después de que su padre llegase a Inglaterra,
de animado también. Ahora lloraba.
Navidad, 1949. Tenía nueve años. Había nacido dos años después de que su padre llegase a
Inglaterra, de Australia.
Los otros niños gritaban y reían en la grava del parque. El juego había empezado con
bastante entusiasmo y Karl, algo nervioso, se había unido a él muy animado también. Ahora
lloraba.
—¡Bajadme de aquí! ¡Basta, Mervyn, por favor!
Le habían atado con los brazos abiertos a la valla de alambre del parque. La valla se inclinaba
por su peso y uno de los postes amenazaba con soltarse. Mervyn Williams, el muchacho que
había propuesto el juego, empezó a mover el poste de modo que Karl se vio lanzado
violentamente adelante y atrás, fijado a la alambrada, alambrada.
Se daba cuenta de que sus gritos no hacían más que estimularle, así que apretó los dientes y
permaneció callado.
Luego, quedó inerte, fingiendo un desmayo; las cuerdas con que le habían atado se le
clavaban en las muñecas. Percibió que las voces de los otros niños cesaban.
—¿Le pasará algo? —susurraba Molly Turner.
—Hace comedia —contestó Williams, no muy seguro.
Sintió que le desataban, sintió dedos hurgando en los nudos. Se dejó caer deliberadamente,
cayó de rodillas, rozándose en la grava; luego se desplomó de bruces en el suelo.
Oyó, remotas, sus voces preocupadas. Hasta él mismo se había convencido de su propia
comedia.
Williams le zarandeó.
—Despierta, Karl. Basta ya de comedia.
Siguió donde estaba, perdiendo el sentido del tiempo hasta que oyó la voz del señor Matson
por encima de la algarabía general.
—¿Qué demonios estabais haciendo, Williams?
—Era un juego, señor, jugábamos a Jesús. Karl era Jesús. Le atamos a la valla. Fue idea
suya, señor. No era más que un juego, señor.
Aunque tenía el cuerpo agarrotado, Karl logró mantenerse inmóvil, respirando muy despacio.
—No es un chico fuerte como tú, Williams, deberías haber tenido más cuidado.
—Lo siento, señor. Lo siento de veras.
Parecía que Williams estaba llorando.
Karl se sentía henchido, rebosante de triunfo...
Se lo llevaban. Le dolían tanto la cabeza y el costado que se sentía enfermo. No había tenido
oportunidad de descubrir exactamente a donde le había llevado la máquina del tiempo, pero al
volver la cabeza, pudo ver por el atuendo del hombre que iba a su derecha que estaba al fin en
el Oriente Medio.
Se había propuesto desembarcar en el año 39 d. C., en el desierto, fuera de Jerusalén, cerca
de Belén. ¿Le conducirían ahora a Jerusalén?
Iba en unas parihuelas, hechas, al parecer, con pieles de anímale, lo cual indicaba que debía
estar sin duda en el pasado. Dos hombres llevaban sostenidas las parihuelas en los hombros.
Otros caminaban a ambos lados. Olía a sudor y a grasa animal y a un aroma mohoso que no
podía identificar. Se dirigían hacia una sucesión de colinas que se perfilaban a lo lejos.
Pestañeó al inclinarse las parihuelas y el dolor del costado aumentó. Se desmayó otra vez.
Despertó unos instantes y oyó voces. Hablaban lo que sin duda era una forma de arameo.
Parecía haber anochecido, pues la oscuridad era total. No caminaban ya. Notó paja debajo. Se
sintió aliviado. Se durmió.
En aquellos días se presentó Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea. Decía:
Haced penitencia porque el reino de los cielos está cerca. Este es aquél de quien se dijo por el
profeta Isaías: Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus
sendas. Y ese Juan traía ropa de pelo de camello y ceñidor de cuero a la cintura; y se
alimentaba de langostas y de miel silvestre, iban, pues, a verle, las gentes de Jerusalen y de
toda Judea y de toda la ribera del Jordán. Y él les bautizaba y confesaban sus pecados.
(Mateo 3:1-6)
Estaban lavándole. Sentía correr el agua fría por su cuerpo desnudo. Habían logrado quitarle
su traje protector. Tenía ahora capas gruesas de tela sobre las costillas, en el costado, atadas
con tiras de cuero.
Se sentía débil; el cuerpo le ardía, pero el dolor se había calmado.
Estaban en un edificio, o quizás una cueva, era demasiado oscuro para poder saberlo. Estaba
tendido sobre un montón de paja, empapado en agua. Sobre él, dos hombres seguían
remojándole con agua de unas vasijas.de barro cocido. Eran hombres de rasgos duros y de
tupidas barbas que vestían ropas de algodón.
Se preguntó si podría formar una frase que ellos pudieran entender. Conocía bien el arameo
escrito, pero no estaba seguro de la pronunciación de ciertos sonidos.
Por fin, carraspeó y dijo:
—¿Dónde... ser... este... lugar...?
Ellos fruncieron el ceño, movieron la cabeza, y dejaron las vasijas de agua.
—Yo... busco... un... nazareno... Jesús...
—Nazareno. Jesús —uno de los hombres repitió las palabras, aunque parecía que no
significaban nada para él. Se encogió de hombros.
Pero el otro sólo repitió la palabra nazareno, muy despacio, como si para él tuviera un
significado especial. Murmuró unas cuantas palabras al otro hombre y se dirigió a la entrada de
la estancia.
Karl Glogauer siguió intentando decír algo que pudiera entender el otro hombre.
—¿Qué... años... reinando... emperador... Roma? Era una pregunta confusa, lo comprendía.
Sabía que Cristo había sido crucificado en el quinceavo año del reinado de Tiberio, y por eso
había formulado aquella pregunta. Intentó estructurar mejor la frase.
—¿Cuántos... años... lleva remando Tiberio?
—¿Tiberio? —el hombre frunció el ceño.
El oído de Glogauer iba adaptándose ya al acento e intentó imitarlo mejor.
—Tiberio. Emperador de los romanos. ¿Cuántos años lleva reinando?
—¿Cuántos? —el hombre movió al cabeza—. No sé.
Glogauer había conseguido al fin hacerse entender.
—¿En qué lugar estamos? —preguntó.
—En el desierto, más allá de Maqueronte —contestó el hombre—. ¿No lo sabías?
Maqueronte quedaba al suroeste de Jerusalén, al otro lado del Mar Muerto. Era evidente que
estaba en el pasado, durante el reinado de Tiberio, pues aquel hombre había identificado el
nombre con bastante facilidad. Volvía ya su compañero, y con él un individuo inmenso, de
grandes brazos, velludos y musculosos, y pecho enorme. Llevaba en una mano un gran báculo.
Vestía pieles de animales y debía medir casi uno noventa. El pelo, negro y rizado, lo llevaba muy
largo, y tenía una barba negra y tupida, que le cubría la parte de arriba del pecho. Se movía
como un animal y sus ojos castaños, grandes y penetrantes, miraban cavilosos a Glogauer.
Habló con voz profunda, aunque demasiado rápido, y Glogauer no pudo seguirle. Ahora le
tocaba a él mover la cabeza.
El hombre grande se acuclilló a su lado.
—¿Quién eres tú?
Glogauer hizo una pausa. No había supuesto que le encontrarían de aquel modo. Su
propósito era disfrazarse de viajero sirio, con la esperanza de que los acentos locales fuesen lo
bastante distintos para explicar su escasa familiaridad con el idioma. Decidió que lo mejor era
atenerse a aquella historia y esperar que diese buen resultado.
—Soy del norte —dijo.
—¿No eres de Egipto? —preguntó el hombre grande.
Al parecer, habían supuesto que Glogauer era de allí: Glogauer decidió que si era eso lo que
creía el hombre grande, también él podría aceptarlo.
—Vine de Egipto hace dos años —dijo.
El hombre grande asintió, aparentemente satisfecho.
—Así que eres un mago de Egipto. Eso imaginamos. Y te llamas Jesús, y eres Nazareno.
—Yo busco a Jesús, el Nazareno —dijo Glogauer.
—Entonces, ¿tú cómo te llamas? —parecía decepcionado.
Glogauer no podía darle su propio nombre. Les parecería demasiado extraño. Casi por
impulso, dio el de su padre:
—Emmanuel —dijo.
El hombre asintió, satisfecho de nuevo.
—Emmanuel.
Glogauer comprendió demasiado tarde que la elección de nombres había sido desafortunada,
dadas las circunstancias, pues en hebreo Emmanuel significaba "Dios con nosotros" y tenía sin
duda una significación mística para su interlocutor.
—¿Y tu nombre cuál es? —preguntó.
El hombre se irguió. Miró caviloso a Glogauer.
—¿No me conoces? ¿No has oído hablar de Juan, el que llaman el Bautista?
Glogauer intentó ocultar su sorpresa, pero evidentemente Juan el Bautista vio que su nombre
le resultaba familiar. Movió su desgreñada cabeza y dijo:
—Veo que me conoces. Bien, mago, ahora yo debo decidir, ¿no?
—¿Qué debes decidir? —preguntó nervioso Glogauer.
—Si eres el amigo de las profecías o el falsario contra el que nos previno Adonai. Los
romanos me entregarían en manos de mis enemigos, los hijos de Herodes.
—¿Pero por qué?
—Tú debes saber por qué, pues yo hablo contra los romanos que esclavizan a Judea y contra
las injusticias que comete Herodes, y profetizo el tiempo en que todos los impíos serán
aniquilados y se restaurará el reino de Adonai sobre la tierra, tal como dijeron los profetas
antiguos. Yo digo al pueblo: "Preparaos para el día en que tendréis que empuñar la espada para
cumplir la voluntad de Adonai". Los impíos saben que ese día perecerán, y por ello me
destruirán.
Pese a la fuerza de sus palabras, el tono de Juan era natural y sencillo. No había la menor
sombra de locura o fanatismo en su rostro ni en su porte. Parecía un vicario anglicano leyendo
un sermón cuyo significado hubiese perdido fuerza para él.
Karl Glogauer comprendió que lo que decía era básicamente que estaba sublevando al pueblo
para expulsar a los romanos y a su títere Herodes y establecer un régimen más "justo". El
atribuir este plan a "Adonai" (uno de los nombres de Yavé y que significaba El Señor) parecía,
como habían supuesto muchos eruditos del siglo XX, un medio de dar más fuerza a su plan. En
un mundo en que la religión y la política, incluso en Occidente, estaban inextricablemente
entrelazadas, era necesario atribuir al plan un origen sobrenatural.
Glogauer pensó que en realidad era bastante probable que Juan creyese que su idea la había
inspirado Dios, pues los griegos, al otro lado del Mediterráneo, aún seguían discutiendo los
orígenes de la inspiración, si nacía en la cabeza del hombre o si la colocaban allí los dioses. El
que Juan le aceptase como una especie de mago egipcio, tampoco sorprendió particularmente a
Glogauer. Sin duda las circunstancias de su aparición debían haber parecido
extraordinariamente milagrosas y al mismo tiempo aceptables, sobre todo para una secta como
los esenios, que practicaban la penitencia y el ayuno y que debían estar muy acostumbrados a
tener visiones en aquel desierto abrasador. No había duda ya de que aquellos individuos eran
los neuróticos esenios, cuyo lavatorio ritual (el bautismo) y cuyas penitencias y ayunos se
correspondían con el misticismo casi paranoico que les llevaba a inventar idiomas secretos y
cosas parecidas, seguro indicio de su estado de desequilibrio mental. Todo esto pensaba
Glogauer, el psiquiatra fallido, pero Glogauer, el hombre, vacilaba entre los polos del
racionalismo extremo y el deseo de dejarse convencer por el misticismo.
—Debo meditar —dijo Juan, volviéndose hacia la entrada de la cueva—. Debo rezar.
Permanecerás aquí hasta que reciba instrucciones.
Y abandonó la cueva con rápidas zancadas.
Glogauer volvió a hundirse en la paja húmeda. Se hallaba sin duda en una cueva de piedra
caliza, y la atmósfera del interior era sorprendentemente húmeda. Debía hacer mucho calor
fuera. Se sentía soñoliento.


CAPITULO DOS

Cinco años en el pasado. Casi dos mil en el futuro. Tendido en la cama, caliente y pegajosa,
con Mónica. Una vez más, otra tentativa de hacer el amor de modo normal que había derivado
en la ejecución de pequeñas aberraciones que parecían satisfacerla más que ninguna otra cosa.
Aún no había llegado a una relación plena, a culminar sus relaciones. Todo sería verbal,
como siempre. Y acabaría, como siempre, en coléricas discusiones.
—Supongo que vas a decirme de nuevo que no estas satisfecho —dijo ella, aceptando el
cigarrillo encendido que él le entregaba en la oscuridad.
—Estoy perfectamente —dijo él.
Se quedaron un rato en silencio, fumando.
Luego, pese a que sabía cuál sería el resultado si lo hacía, se puso a hablar, casi sin darse
cuenta.
—Resulta irónico, ¿no crees? —empezó.
Esperó su respuesta. Tardaría un poco, lo sabía.
—¿Qué quieres decir? —dijo ella al fin.
—Todo esto, el que pases todo el día intentando ayudar a neuróticos sexuales a convertirse
en personas normales. Y pases las noches haciendo lo que ellos.
—No en la misma medida. Ya sabes que todo es cuestión de grados.
—Eso es lo que tú dices.
Volvió la cabeza y la miró a la luz de las estrellas que entraba por la ventana. Era una
pelirroja de rasgos afilados, con la voz tranquila, seductora y profesional de la asistenta social
psiquiátrica que era; una voz suave, equilibrada y falsa. Sólo de cuando en cuando, cuando se
ponía muy nerviosa, asomaba a su voz su carácter real. Sus rasgos jamás parecían en reposo, ni
cuando dormía. Tenía los ojos siempre tensos, y sus movimientos no eran espontáneos casi
nunca. Una capa protectora la cubría por completo, y probablemente se debiese a ello el escaso
placer que le producían las relaciones amorosas normales.
—Lo que pasa es que no puedes entregarte, ¿verdad? —dijo él.
—Oh, cállate de una vez, Karl. Échate un vistazo a ti mismo si quieres ver un ejemplo de
neurosis.
Los dos eran psiquiatras aficionados, ella asistenta social psiquiátrica, él un simple lector, un
diletante, aunque había estudiado un curso tiempo atrás, cuando había decidido hacerse
psiquiatra. Utilizaban profusamente la terminología psiquiátrica, se sentían más felices si podían
nombrar algo.
El se volvió y se apartó de ella, cogiendo el cenicero de la mesita de noche y viéndose de
pasada en el espejo del tocador. Era un vendedor de libros judío, moreno, de ojos profundos y
de carácter melancólico, la cabeza llena de imágenes y obsesiones sin resolver, el cuerpo lleno
de emociones. Siempre perdía en aquellas discusiones con Mónica. Ella era la dominante en el
terreno verbal. Esta especie de intercambio le parecía a veces más perversa que su forma de
hacer el amor, en que, normalmente al menos, su papel era el masculino. Comprendía que era
básicamente un individuo pasivo, masoquista e indeciso. Incluso su cólera, que aparecía con
frecuencia, era impotente. Mónica le llevaba diez años, diez años de amargura. Como persona,
por supuesto, tenía mucho más dinamismo del que pudiese tener él; pero como asistenta social
psiquiátrica había tenido exactamente tantos fracasos como él. Continuaba esperando aún, cada
vez más cínica en apariencia, quizás unos cuantos éxitos espectaculares con los pacientes.
Ambos intentaban hacer demasiado, ése era el problema, pensaba él. Los sacerdotes
suministraban una panacea con la confesión; los psiquiatras intentaban curar y casi siempre
fracasaban, pero al menos lo intentaban. Eso pensaba él, y se preguntaba si, después de todo
aquello sería una virtud.
—Ya me he mirado —contestó.
¿Se había dormido ella? Se volvió. Los ojos vivaces aún seguían abiertos, miraba por la
ventana.
—Ya me miré a mí mismo —repitió—. Tal como hizo Jung "¿Cómo puedo ayudar a esas
personas si yo mismo soy un fugitivo y quizás sufra también del morbus sacer de una neurosis?"
Eso fue lo que Jung se preguntó a sí mismo...
—Ese viejo sensacionalista. Ese viejo racionalizador de su propio misticismo. No es raro que
no pudiese llegar a ser psiquiatra.
—No habría sido un buen psiquiatra. Pero eso no tiene nada que ver con Jung...
—No te desquites conmigo...
—Tú me has dicho que sentías lo mismo... que te parecía inútil...
—Después de una semana de duro trabajo, quizás pueda haberlo dicho. Dame otro cigarrillo.
El abrió la cajetilla que tenía en la mesita y se puso dos cigarrillos en la boca, los encendió y
le pasó uno.
Casi distraídamente, se dio cuenta de que la tensión aumentaba. La discusión, como siempre,
no tenía objeto. Pero lo importante no era la discusión, la discusión era simple expresión de su
relación básica. Se preguntó si ésta sería o no importante en algún sentido.
—No me dices la verdad —se daba cuenta de que no había ya modo de parar el asunto, una
vez iniciado todo el ritual.
—Te estoy diciendo la verdad práctica. No siento ninguna compulsión que me empuje a dejar
el trabajo. No tengo el menor deseo de fracasar en la vida...
—¿Fracasar en la vida? Eres más melodramática que yo.
—Eres demasiado vehemente, Karl. Quieres salir un poco de ti mismo.
—Si yo fuese tú —dijo él burlón— abandonaría mi trabajo, Mónica. No estás más dotada para
él de lo que estaba yo.
—Eres un cabroncete —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—No te tengo envidia, si te refieres a eso. Nunca he entendido qué es lo que busco.
La risa de ella era frágil y artificial.
—El hombre moderno a la búsqueda de un alma, ¿verdad? El hombre moderno a la búsqueda
de una entrepierna, diría yo. Y puedes tomártelo como quieras.
—Estamos destruyendo los mitos que hacen girar el mundo.
—Ahora di: "¿Y por qué los estamos sustituyendo?" Eres un rancio y un imbécil, Karl. Nunca
has sido capaz de considerar racionalmente nada. Ni siquiera a ti mismo.
—¿Y qué? Tú dices que el mito no tiene importancia.
Jung sabía que el mito también puede crear la realidad.
—Lo cual demuestra que era un pobre imbécil que no sabía lo que decía.
El estiró las piernas. Al hacerlo, rozó las de ella y se encogió de nuevo. Se rascó la cabeza.
Ella seguía tendida allí fumando, pero ya sonreía.
—Vamos —dijo—. Hablemos un poco de Cristo.
El no contestó. Le pasó la colilla y él la colocó en el cenicero. Miró el reloj. Eran las dos de la
mañana.
—¿Por qué lo hacemos? —dijo.
—Porque debemos —dijo ella. Y le colocó la mano en la nuca y atrajo hacia sí su cabeza
colocándola sobre los pechos—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Nosotros los protestantes debemos, tarde o temprano, afrontar esta cuestión: ¿Hemos de
entender la "Imitación de Cristo" en el sentido de que debemos copiar su vida y, si se me
permite utilizar la expresión, remedar sus estigmas? ¿O en el sentido más profundo de que
hemos de vivir nuestras propias vidas con la misma autenticidad con que él vivió la suya en
todas sus implicaciones? No es cosa fácil vivir una vida modelada sobre la de Cristo, pero es
muchísimo más difícil vivir la propia vida con la misma autenticidad con que él vivió la suya.
Quien así lo hiciere... sería incomprendido, escarnecido, torturado y crucificado... Una neurosis
es una disociación de la personalidad...
(Jung: El hombre moderno a Ja búsqueda de un alma)
Juan el Bautista estuvo fuera un mes y Glogauer vivió con los esenios, resultándole
sorprendentemente fácil, una vez que se le curaron las costillas, adaptarse a la vida diaria de la
comunidad. El pueblo de los esenios consistía en una mezcla de casas de una sola planta,
hechas de piedra caliza y ladrillos de barro, y las cuevas que se hallaban a ambos lados del
pequeño valle. Los esenios compartían entre sí sus posesiones y aquella secta concreta tenía
mujeres, aunque muchos esenios llevasen vidas absolutamente monásticas. Los esenios eran
también pacifistas y se negaban a poseer o a hacer armas, pese a que aquella secta concreta
tolerase al belicoso Bautista. Quizás su odio a los romanos les hiciese olvidar sus principios, o
quizás no supieran a ciencia cierta cuál era, en realidad, el motivo de su tolerancia, apenas
cabían dudas de que Juan el Bautista era prácticamente su jefe.
La vida de los esenios consistía en un baño ritual tres veces al día, la oración y el trabajo. El
trabajo no era difícil. Glogauer guiaba a veces un arado del que tiraban otros dos miembros de
la secta, cuidaba las cabras, a las que dejaba pastar por las laderas de los cerros. Era una vida
pacífica y ordenada, e incluso los aspectos poco saludables resultaban tan rutinarios que
Glogauer apenas los advertía pasado ya un tiempo.
Cuando iba a cuidar las cabras, se tumbaba en la cima de un cerro y contemplaba el paisaje,
que no era propiamente desierto sino páramos con maleza y roca en los que podían ramonear y
alimentarse animales como cabras y ovejas. Había también matorrales bajos que quebraban la
monotonía del paisaje y algunos arbolitos a las orillas del río, que debía desembocar sin duda en
el Mar Muerto. El terreno era irregular. Su perfil tenía la apariencia de un lago tormentoso,
congelado y teñido de amarillo y marrón. Pasado el Mar Muerto, estaba Jerusalén.
Evidentemente, Cristo aún no había entrado en la ciudad por última vez. Antes de que eso
sucediera, tendría que morir Juan el Bautista.
El sistema de vida de los esenios era bastante cómodo, pese a toda su simplicidad. Le habían
dado un taparrabos de piel de cabra y un báculo y, salvo por el hecho de que estaba vigilado día
y noche, parecían aceptarle como una especie de miembro laico de la secta.
A veces, le preguntaban por su carro (la máquina del tiempo que se proponían trasladar muy
pronto del desierto al pueblo) y él les explicaba que le había trasladado de Egipto a Siria y luego
hasta allí. Aceptaban el milagro tranquilamente. Tal com él había sospechado, eran gentes
acostumbradas a los milagros.
Los esenios habían visto, en realidad, cosas más extrañas que su máquina del tiempo. Habían
visto caminar a hombres sobre las aguas y bajar a los ángeles del cielo. Habían oído la voz de
Dios y de sus arcángeles, y también las voces tentadoras de Satán y de sus servidores. Escribían
todas estas cosas en sus rollos de pergamino. Eran únicamente un registro de lo sobrenatural,
lo mismo que sus otros pergaminos lo eran de su vida diaria y de las noticias que les traían los
miembros itinerantes de la secta.
Vivían constantemente en presencia de Dios y hablaban con El y El les contestaba cuando
mortificaban lo suficiente su carne y ayunaban y salmodiaban sus oraciones bajo el abrasador
sol de Judea.
Karl Glogauer se dejó crecer el pelo y la barba. Mortificó también su carne y ayunó y cantó
las oraciones bajo el sol, tal como hacían ellos. Pero no oía a Dios y sólo una vez creyó ver un
arcángel con alas de fuego.
Pese a su afán de experimentar las alucinaciones de los esenios, Glogauer estaba
decepcionado, pero le sorprendía el sentirse tan bien, considerando todas las penalidades
voluntarias que tenía que soportar, y se sentía, además, cómodo y relajado en compañía de
aquellos hombres y mujeres que eran sin duda dementes. Quizás se debiese a que la locura de
los esenios no era muy distinta de la suya propia, pero lo cierto es que al cabo de un tiempo
dejó de plantearse tal problema.
Juan el Bautista volvió un anochecer seguido de unos veinte de sus discípulos más allegados.
Glogauer le vio cuando se disponía a meter las cabras en la cueva para la noche. Esperó a que
Juan se aproximase.
El Bautista estaba ceñudo, pero su expresión se suavizó al ver a Glogauer. Sonrió y le cogió
del brazo, al modo romano.
—Bueno, Emmanuel, eres amigo nuestro, como yo suponía. Enviado por Adonai para
ayudarnos a que se cumpla Su voluntad. Tú me bautizarás mañana, para mostrar a todo el
pueblo que El está con nosotros.
Glogauer estaba cansado. Había comido muy poco y había pasado la mayor parte del día al
sol, cuidando las cabras. Bostezó. Le resultaba difícil contestar. Sin embargo, se sentía aliviado.
Era evidente que Juan había estado en Jerusalén intentando descubrir si le habían enviado los
romanos como espía; y parecía tranquilizado, parecía confiar en él.
Le preocupaba, de todos modos, la fe del Bautista en sus poderes.
—Juan —empezó—. No soy ningún vidente...
La cara del Bautista se ensombreció por un instante. Luego se echó a reír.
—No digas nada. Ven a comer conmigo por la noche. Tengo langostas y miel silvestre.
Glogauer aún no había probado aquellos alimentos, que eran la dieta básica de los viajeros
que no llevaban provisiones y vivían de lo que podían encontrar de camino. Había quien lo
consideraba un manjar.
Lo probó más tarde, cuando fue a casa de Juan. La casa sólo tenía dos habitaciones, un
comedor y un dormitorio. La miel y las langostas le parecieron un plato demasiado dulce para su
gusto, pero resultaba un cambio muy agradable después de la cebada y la carne de cabra.
Se sentó con las piernas cruzadas frente a Juan el Bautista, que comía con fruición. Era ya
noche cerrada. Llegaban de fuera los murmullos y los gemidos y gritos de quienes se hallaban
en oración.
Glogauer sumergió otra langosta en el cuenco de miel que estaba colocado entre los dos.
—¿Piensas dirigir al pueblo de Judea contra los romanos? —preguntó.
Al Bautista pareció inquietarle una pregunta tan directa. Era la primera de aquella naturaleza
que le hacía Glogauer.
—Sí tal fuese la voluntad de Adonai —dijo, sin alzar la vista, mientras se inclinaba hacia el
cuenco de miel.
—¿Lo saben los romanos?
—No lo sé, Emmanuel, pero Herodes, el incestuoso, sin duda les habrá dicho que hablo
contra los inicuos.
—Pero los romanos no te han detenido.
—Pilatos no se atreve... sobre todo después de la petición que se envió al emperador Tiberio.
—¿Qué petición?
—Bueno, las que firmaron Herodes y los fariseos cuando Pilatos puso placas votivas en el
palacio de Jerusalén e intentó profanar el templo. Tiberio reprendió a Pilatos y, desde entonces,
aunque aún odia a los judíos, nos trata con mucho más cuidado.
—Dime, Juan, ¿cuánto tiempo lleva reinando Tiberio en Roma? —no había tenido
oportunidad de volver a formular aquella pregunta hasta entonces.
—Catorce años.
Así que estaban en el 28 después de Cristo; faltaba algo menos de un año para la crucifixión,
y su máquina del tiempo estaba destrozada.
Juan el Bautista planeaba ya una rebelión armada contra los romanos, pero, si había de dar
crédito a los Evangelios, pronto sería decapitado por Herodes. Desde luego, no se había
producido por entonces ninguna rebelión en gran escala. Ni los que afirmaban que la entrada de
Jesús y sus discípulos en Jerusalén y la invasión del templo habían sido acciones de rebeldes
armados, habían hallado pruebas que sugiriesen que Juan el Bautista hubiese acaudillado una
rebelión similar.
Glogauer había acabado por estimar bastante al Bautista. Era, sencillamente, un
revolucionario endurecido que llevaba años planeando la insurrección contra los romanos y que
había ido haciéndose poco a poco con suficientes seguidores como para que el éxito pudiese
coronar sus propósitos. A Glogauer le recordaba mucho a los jefes de la Resistencia de la
Segunda Guerra Mundial. Poseía una dureza similar y una comprensión similar de las realidades
de su posición. Sabía que sólo tendría una posibilidad de aplastar a las cohortes que estaban de
guarnición en el país. Si la insurrección no triunfaba de inmediato, Roma tendría tiempo
suficiente para enviar más tropas a Jerusalén.
—¿Cuándo crees tú que se propone Adonai destruir a los inicuos por mediación tuya? —dijo
prudentemente Glogauer.
Juan le miró curioso y burlón. Sonrió.
—La Pascua es una época en la que la gente está inquieta y odia más a los extranjeros —
dijo.
—¿Cuándo es la próxima Pascua?
—No faltan muchos meses.
—¿Cómo puedo ayudaros yo?
—Tú eres un mago.
—Yo no puedo hacer milagros.
Juan se limpió la miel de la barba.
—No puedo creerlo, Emmanuel. Viniste aquí de un modo milagroso. Los esenios no sabían si
eras un demonio o un mensajero de Adonai.
—No soy ni una cosa ni otra.
—¿Por qué deseas confundirme, Emmanuel? Sé que eres mensajero de Adonai. Eres la señal
que los esenios esperaban. Ya casi ha llegado el momento. Pronto se establecerá en la tierra el
reino del cielo. Ven conmigo. Dile al pueblo que Adonai habla por tu boca. Haz grandes
milagros.
—Tu poder estaba debilitándose, ¿no es eso? —Glogauer miró fijamente a Juan—. ¿Acaso me
necesitas para renovar las esperanzas de tus rebeldes?
—Hablas como un romano, sin la menor sutileza —dijo Juan, levantándose bruscamente.
Evidentemente Juan, igual que los esenios con quienes vivía, prefería una conversación
menos directa. Había una razón práctica para ello. Glogauer lo sabía; era que Juan y sus
hombres temían la traición. Los esenios escribían incluso sus anales parcialmente en lenguaje
cifrado, con una palabra o una frase, inocentes en apariencia, que significaban algo
completamente distinto.
—Discúlpame, Juan. Pero dime si tengo razón —dijo Glogauer con voz suave.
—¿No eres un mago que llegó en un carro que surgió de la nada? —dijo el Bautista agitando
las manos y encogiéndose de hombros—. Mis hombres te vieron. Vieron a aquel objeto
resplandeciente adquirir forma en el aire y romperse y te vieron salir de él. ¿No es eso magia?
La ropa que llevabas... ¿eran prendas terrenas? Los talismanes que había dentro del carro... ¿no
indicaban una magia poderosa? El profeta dijo que vendría un mago de Egipto, que se llamaría
Emmanuel... ¡así está escrito en el libro de Micaj! ¿Acaso no son ciertas esas cosas?
—La mayoría de ellas. Pero hay explicaciones... —se interrumpió, incapaz de dar con el
sinónimo exacto de "racional"—. Soy un hombre normal, como tú. ¡No tengo ningún poder de
hacer milagros! ¡Soy sólo un hombre!
Juan le miró furioso.
—¿Quieres decir con eso que te niegas a ayudarnos?
—Os estoy muy agradecido a ti y a los esenios. Me salvasteis la vida. Si pudiese pagaros...
Juan cabeceó pausadamente.
—Puedes, Emmanuel.
—¿Cómo?
—Siendo el gran mago que yo necesito. Déjame presentarte a todos los que se impacientan y
se apartan de la voluntad de Adonai. Déjame explicarles cómo viniste hasta nosotros. Luego
podrás decir que todo es voluntad de Adonai y que deben prepararse todos para cumplirla.
Juan le miraba fijamente.
—¿Lo harás, Emmanuel?
—Lo haré por ti, Juan. Y, a cambio, tú enviarás hombres que traigan aquí mi carro lo antes
posible. Quiero ver si puede arreglarse.
—Lo haré.
Glogauer se sintió de pronto entusiasmado. Se echó a reír. El Bautista le miró sorprendido.
Luego, también él se echó a reír.
Glogauer no paraba de reír. Aunque la historia no lo mencionase, él junto con Juan el
Bautista, prepararía el camino de Cristo.
Cristo aún no había nacido. Quizás Glogauer lo supiese, un año antes de la crucifixión.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, la gloria del unigénito
del padre, lleno de gracia y de verdad. De él da testimonio Juan y exclama diciendo: "He aquí
aquél de quien os decía que ha de venir después de mí, ha sido preferido a nú; por cuanto era
antes que yo".
(Juan 1:14-15)
Había tenido grandes discusiones con Mónica desde que la conocía. Entonces su padre aún
no había muerto y no le había dejado el dinero con que compró más tarde la Librería Ocultista
de la calle Great Russell, frente al Museo Británico. El andaba haciendo, por entonces, todo tipo
de trabajos eventuales y esto le deprimía mucho. Mónica parecía significar una gran ayuda, una
excelente guía en la oscuridad mental que le cercaba. Los dos vivían cerca de Holland Park e
iban a pasear allí casi todos los domingos del verano de 1962. El, con veintidós años, estaba ya
obsesionado por la extraña rama de misticismo cristiano de Jung. Ella, que despreciaba a Jung,
habia empezado muy pronto a denigrar todas las ideas de Glogauer. Nunca le convencía
realmente, pero, al cabo de un tiempo, habia logrado confundirle. Tardarían aún otros seis
meses en acostarse juntos.
Hacía un calor incómodo.
Se sentaron bajo el toldo de la cafetería a contemplar el lejano partido de criquet. Junto a
ellos, había dos chicas y un chico sentados en la yerba, bebiendo naranjada en vasos de
plástico. Una de las chicas tenía una guitarra en el regazo y posó el vaso y empezó a tocar y a
cantar una canción popular con voz sonora y elegante. Glogauer intentó enterarse de la letra.
De estudiante, siempre le había gustado la música popular tradicional.
—El cristianismo está muerto —dijo Ménica tomando un sorbo de té—. La religión agoniza. A
Dios le mataron en 1945.
—Aún puede haber una resurrección —dijo él.
—Ojalá no la haya. La religión nació del miedo. El conocimiento destruye el miedo. Y sin
miedo, la religión no puede sobrevivir.
—¿Y crees que en estos tiempos no hay miedo?
—No del mismo género, Karl.
—¿Nunca has considerado la idea de Cristo? —preguntó él, cambiando de táctica—. ¿Lo que
eso significa para los cristianos?
—También la idea del tractor significa mucho para un marxista —contestó ella.
—Pero, dime, ¿qué fue primero? ¿La idea o la realidad de Cristo?
Ella se encogió de hombros.
—La realidad, si es que eso importa algo. Jesús fue un agitador judio que organizó una
rebelión contra los romanos y que acabó crucificado. Eso es todo lo que sabemos y todo lo que
necesitamos saber.
—Una gran rebelión no pudo empezar de modo tan simple.
—Cuando se necesita, se saca una gran religión de los principios más impropios.
—Vienes a lo mío, Mónica —dijo con una mueca mientras ella retrocedía ligeramente—. La
idea precedió a la realidad de Cristo.
—Oh, Karl, no sigamos. La realidad de Jesús precedió a la idea de Cristo.
Pasó una pareja que les miró mientras discutían.
Mónica se dio cuenta de que les miraban y se calló. Luego se levantó y también él se levantó,
pero ella movió la cabeza y dijo:
—Me voy a casa, Karl. No hace falta que me acompañes. Nos veremos dentro de unos días.
La vio alejarse camino de las puertas del parque.
Al día siguiente, cuando llegó a casa, del trabajo, encontró una carta. Mónica debía haberla
escrito después de haberle dejado y debía haberla echado al buzón el mismo día.
Querido Carl:
El hablar y conversar no parece influir gran cosa en ti, sabes. Es como si escuchases el tono
de la voz, el ritmo de las palabras, sin oír nunca lo que se pretende comunicar. Eres como un
animal sensible incapaz de entender lo que se le dice aunque de saber si la persona que habla
está satis/echa o enfadada. Por eso te escribo: para intentar transmitirte mis ideas. Reaccionas
con demasiada emotividad cuando estamos juntos.
Cometes el error de considerar el cristianismo como algo que se desarrolló en el curso de
unos años, desde la muerte de Jesús a la época en que se escribieron los Evangelios. Pero el
cristianismo no era nuevo. Lo único nuevo era el nombre. El cristianismo sólo fue un estadio de
la fusión y de la influencia mutua de la metamorfosis de la lógica occidental y el misticismo
oriental. Considera cómo cambió la propia religión a lo largo de los siglos, reinterpretándose a sí
misma para adaptarse a los diversos cambios. El cristianismo no es más que un nombre nuevo
para un conglomerado de mitos y filosofías que ya son viejas. Lo único que hacen los Evangelios
es recontar el mito solar y añadirle algunas de las ideas de los griegos y los romanos. Todavía
en el siglo segundo, afirmaban y demostraban los eruditos judíos que se trataba de un simple
baturrillo. Denunciaban las grandes similitudes existentes entre los diversos mitos solares y el
mito de Cristo. No hubo ningún milagro, se inventaron más tarde, se tomaron prestados de aquí
y de allá.
¿Recuerdas que los viejos Victorianos solían decir que en realidad Platón era cristiano porque
anticipó el pensamiento cristiano? ¡Pensamiento cristiano! El cristianismo fue un vehículo para
ideas que llevaban circulando varios siglos antes de Cristo. ¿Era cristiano Marco Aurelio? Se
enmarcaba en la tradición directa de la filosofía occidental. ¡Por eso el cristianismo prendió en
Europa y no en Oriente/ Deberías ser teólogo, dadas tus tendencias, no psiquiatra. Y lo mismo
podría decirse de tu amigo Jung.
Procura despejar tu cabeza de todos esos absurdos mórbidos y serás muchísimo mejor en tu
trabajo.
Tuya Mónica
Arrugó la carta y la tiró. Aquella misma noche, más tarde, sintió tentaciones de volver a
leerla. Pero las resistió.


CAPITULO TRES


Juan estaba en el río con él agua hasta la cintura. Casi todos los esenios estaban en la orilla,
mirándole. Glogauer también le miraba.
—No puedo, Juan. No debo hacerlo.
—Debes hacerlo —murmuró el Bautista.
Glogauer se estremeció al hundirse en el agua, al lado del Bautista. Sintió un mareo. Quedó
temblando, incapaz de moverse.
Resbaló de pronto en las piedras del río y Juan le agarró por un brazo, sujetándole.
El cielo estaba despejado y el sol, en su cénit, abrasaba su cabeza desnuda.
— ¡Emmanuel! —gritó de pronto Juan—. ¡El espíritu de Adonai habita en ti!
A Glogauer aún le resultaba difícil hablar. Asintió con un gesto. Le dolía la cabeza y apenas
podía ver. Era el primer ataque de jaqueca desde que había llegado allí. Sentía ganas de
vomitar. La voz de Juan le sonaba remota.
Se tambaleó.
Cuando empezaba a caer hacia el Bautista, todo el paisaje tembló alrededor suyo. Percibió
que Juan le cogía y se oyó decir desesperado:
—¡Bautízame, Juan!
Luego notó agua en la boca y en la garganta y acabó tosiendo.
Juan gritaba algo. Fuese lo que fuese, sus palabras hallaron respuesta entre los que se
encontraron en la orilla. El rumor de las voces aumentó, cambió de tono. Glogauer chapoteó en
el agua, luego sintió que le ayudaban a incorporarse.
Los esenios se balanceaban al unísono, todas las caras alzadas hacia el sol deslumbrante.
Glogauer empezó a vomitar en el agua, tambaleándose mientras Juan le agarraba con mano
firme por los brazos y le guiaba hacia la orilla.
Los esenios se balanceaban y entonaban un canturreo rítmico y extraño; se elevaba de tono
cuando se balanceaban hacia un lado, descendía cuando se balanceaban hacia el otro.
Glogauer se tapó los oídos cuando Juan le soltó. Aún tenía vómitos, pero ya no tenía nada
que vomitar y era aún más desagradable que antes.
Empezó a alejarse vacilante, casi no podía mantener el equilibrio, luego echó a correr, sin
destaparse las orejas; corrió y corrió por aquel páramo de rocas y secos matojos; corrió
mientras el sol ardía en el cielo y el calor ardía en su cabeza; corrió alejándose de allí.
Pero Juan se resistía diciendo, Yo debo ser bautizado por ti ¿y tú vienes a mí? Y Jesús le
contestó diciendo: Déjame hacer ahora; que así es como conviene que nosotros cumplamos lo
que es justo. Entonces Juan accedió. Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua se le
abrieron los cielos y vio bajar al espíritu de Dios en forma de paloma y posar sobre él; y oyóse
una voz del cieJo que decía: Este es mi hijo amado en quien tengo puesta mi complacencia.
(Mateo 3:14-17)
Tenía entonces quince años, estudiaba en el instituto. Había leído en los periódicos lo de las
pandillas de teddy boys que vagaban por el sur de Londres, pero el extraño joven que había
visto con ropas seudoeduardianas le había parecido bastante inofensivo y estúpido.
Había ido al cine a Brixton Hill y había decidido volver andando a casa porque se había
gastado casi todo el dinero del autobús en un helado. Salieron del cine al mismo tiempo. Apenas
advirtió que le seguían.
Luego, de pronto, le rodearon. Muchachos pálidos de expresión malévola, casi todos un año
o dos mayores que él. Se dio cuenta entonces de que conocía vagamente a dos. Iban a aquella
escuela municipal grande de la misma calle de su colegio. Utilizaban el mismo campo de fútbol.
—Hola —dijo débilmente.
—Hola, hijo —dijo el teddy boy mayor; mascaba chicle y se había plantado allí ante él, de
pie, con una rodilla doblada, y le sonreía.
—¿Adonde vas?
—A casa.
—A casa —dijo el mayor, imitando su acento—. ¿Y qué vas a hacer cuando llegues a casa?
—Acostarme —Karl intentó abrirse paso, pero no le dejaron.
Le arrinconaron junto a la entrada de una tienda. Tras ellos, los coches pasaban atronando
por la calle. Había bastante luz, de las farolas y de los letreros luminosos de las tiendas. Pasaba
gente, pero nadie paraba. Karl empezó a sentir pánico.
—¿No tienes que hacer los deberes, hijo? —dijo el que estaba al lado del jefe. Era pelirrojo y
tenía pecas y los ojos de un color gris duro.
—¿Quieres pelear con uno de nosotros? —preguntó otro chico. Era uno de los que él conocía.
—No, no peleo. Dejadme marchar.
—¿Tienes miedo, hijo? —dijo sonriente el jefe.
Luego, con mucha parsimonia, estiró el chicle que tenía en la boca con los dedos, y volvió a
metérselo de nuevo en la boca y siguió mascando.
—No. ¿Por qué habría de querer pelear contigo?
—Te crees mejor que nosotros, ¿es eso, hijo?
—No —empezaba a temblar; estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Claro que no.
—Claro que no, hijo.
Intentó de nuevo abrirse paso, pero volvieron a empujarle hacia la entrada de la tienda.
—Tú eres el que tiene nombre alemán, ¿no? —dijo el otro chico al que conocía—.
Cagongaüer o algo así...
—Glogauer. Dejadme marchar.
—¿No le gusta a tu mamá que vuelvas tarde?
—Parece más un nombre judío que un nombre alemán.
—¿Eres judío, hijo?
—¿Eres un chico judío, hijo?
— ¡Callaos ya! —gritó Karl. Y se lanzó contra ellos decidido a abrirse camino como fuese. Uno
le pegó un puñetazo en el estómago. Lanzó un grito de dolor. Otro le empujó, se tambaleó él.
La gente seguía pasando por la acera. Miraban al grupo y seguían su camino. Paró un
hombre, pero su mujer le hizo seguir. "Son chicos que juegan", le dijo.
—Bájate los pantalones —dijo uno de los chicos con una carcajada—. Así lo sabremos.
Karl intentó abrirse paso otra vez y no se lo impidieron. Echó a correr cuesta abajo.
—Hay que darle un poco de ventaja —oyó decir a uno.
Siguió corriendo.
Empezaron a seguirle, riéndose.
Cuando llegó a la Avenida en que vivía, no le habían alcanzado. Llegó a la casa, corrió por el
pasaje oscuro de al lado. Abrió la puerta trasera. Su madrastra estaba en la cocina.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
Era una mujer alta y delgada, nerviosa e histérica. Llevaba el pelo negro desgreñado.
Pasó delante de ella.
—¿Qué ocurre, Karl? —le dijo. Había un tono nervioso en su voz.
—Nada —le contestó.
No quería una escena.
Hacía frío cuando despertó. El falso amanecer era gris y sólo podía ver paisaje desolado en
todas direcciones. Podía recordar muy poco del día anterior, sólo que había corrido mucho.
Tenía el taparrabos empapado de rocío.
Se humedeció los labios y se frotó la piel de la cara. Como siempre después de una de
aquellas jaquecas, se sentía débil y totalmente agotado. Al bajar los ojos y contemplar su
cuerpo desnudo, se dio cuenta de lo mucho que había adelgazado. Sin duda se debía a su vida
con los esenios.
Se preguntó por qué le habría entrado tanto miedo cuando Juan le pidió que le bautizase.
¿Fue simple honestidad o había algo en él que se resistía a engañar a los esenios induciéndoles
a creerle una especie de profeta? Era difícil saberlo.
Enrolló la piel de cabra a las caderas y la ató firme justo por encima del muslo izquierdo.
Suponía que lo mejor sería volver al campamento y buscar a Juan y disculparse, ver si podía
arreglar las cosas. Además la máquina del tiempo estaba allí, ahora. La habían transportado
utilizando sólo sogas de cuero.
Existía como mínimo una posibilidad de lograr repararla si podía encontrar un buen herrero u
otro buen metalúrgico. El viaje de vuelta sería peligroso.
Se preguntaba si debería volver enseguida o intentar pasar a un tiempo más próximo a la
crucifixión. No había retrocedido en el tiempo para presenciar en concreto la crucifixión, sino
para captar el ambiente de Jerusalén durante la fiesta de la Pascua, cuando se suponía que
había entrado Jesús en la ciudad. Según Mónica, lo había hecho violentamente, con un grupo
armado. Ella decía que todas las pruebas lo indicaban. Todas las pruebas de cierto género
parecían indicarlo, pero él no podía aceptar tales pruebas. Había algo más, estaba seguro. Si al
menos pudiera conocer a Jesús. Juan, al parecer, jamás había oído hablar de él, aunque le
había dicho a Glogauer que, según la profecía, el Mesías sería un nazareno. Había muchas
profecías, y algunas se contradecían entre sí.
Empezó a volver sobre sus pasos en la dirección del campamento de los esenios. No podía
haberse alejado mucho. Pronto vería las colinas donde tenían sus cuevas.
El calor se hizo pronto insoportable y la tierra parecía más estéril. El aire temblaba ante sus
ojos. La sensación de agotamiento con que había despertado aumentaba. Notaba la boca seca,
le fallaban las piernas. Tenía hambre y no había nada que comer. No había ni rastro de las
colinas donde los esenios vivían.
Había una colina unos tres kilómetros al sur. Decidió ir hacia ella. Desde allí, probablemente
pudiese orientarse, quizás viese incluso una población en la que pudieran darle de comer. El
suelo de arena, se convertía en polvo flotante a su alrededor al removerlo sus pisadas. Había
algunos matorrales a ras de tierra y melladas rocas en que tropezaba.
Cuando empezó a subir laboriosamente por la loma de aquella colina, sangraba y estaba ya
lleno de magulladuras.
Le costó trabajo alcanzar la cima (que estaba mucho más lejos de lo que en principio había
creído). Resbaló en los pedregales de la ladera, cayendo de bruces, y hubo de recurrir a pies y
manos para no caer a vueltas, agarrándose a matas de yerba y liqúenes que crecían dispersos
por allí, abrazando salientes grandes de roca donde podía; y parando cada poco a descansar,
cuerpo y mente embotados por el dolor y el cansancio.
Sudaba bajo aquel sol de fuego, y el polvo se pegaba al sudor en su cuerpo semidesnudo,
cubriéndole de pies a cabeza. Tenía el taparrabos destrozado.
Aquel mundo yermo giraba y vacilaba, el cielo parecía fundirse con la tierra, la roca amarilla
con las nubes blancas. Nada parecía quieto.
Llegó a la cima y se tumbó en ella jadeante. Todo era irreal.
Oyó la voz de Mónica; por un momento, pensó que la veía con el rabillo del ojo.
Karl, no seas melodramático.
Le había dicho aquello muchas veces. Su propia voz contestó luego.
Nací fuera de mi época, Mónica. En esta edad de la razón no hay sitio para mí. Acabarán
matándome.
Luego replicó la voz de ella.
Te matan el miedo, los remordimientos y tu masoquismo. Podrías ser un magnífico
psiquiatra, pero te has entregado hasta tal punto a tus propias neurosis...
—¡Cállate!
Dio vuelta, se puso boca arriba. El sol caía torrencial sobre su cuerpo destrozado.
—¡Cállate!
Todo el síndrome cristiano, Karl. Creo que acabarás convirtiéndoíe en católico convencido.
¿Dónde está la fuerza de tu pensamiento?
—¡Cállate! Y vete, Mónica.
El miedo condiciona tu pensamiento. No buscas un alma, ni siquiera un sentido a la vida.
Buscas comodidades y consuelo.
—¡Déjame en paz, Mónica!
Se tapó los oídos. Tenía el pelo y la barba tiznados de polvo. En las leves heridas que tenía
ya por todo el cuerpo, se le había coagulado la sangre. Arriba, el sol parecía palpitar al unísono
con su corazón.
Te estás hundiendo, Karl, ¿es que no te das cuenta? Cada día estás peor. Recapacita. Eres
perfectamente capaz de pensar de un modo racional.
—¡Oh, Mónica! ¡Cállate!
Empezaron a volar en círculos, sobre él, unos cuervos. Les oía llamarle con una voz insistente
que era como la de ella.
Dios murió en 1945...
—No estamos en 1945. Estamos en el año veintiocho después de Cristo. ¡Dios vive aún!
Cómo puede interesarte estudiar una religión sincrética tan obvia como el cristianismo:
judaismo rabínico, moral estoica, cultos de los misteriosos griegos, ritual oriental...
—¡No importa!
No en tu estado psicológico actual.
—¡Necesito a Dios!
A eso se reduce en definitiva, ¿verdad? Está bien, Karl, lábrate tus propias entrepiernas. Y
pensar lo que podrías haber sido de haber sido capaz de analizarte...
Glogauer logró poner en pie su destrozado cuerpo y se irguió en la cima y lanzó un grito.
Los cuervos se espantaron. Giraron en el cielo y huyeron. El cielo iba ya oscureciendo.
Luego fue Jesús conducido por el Espíritu al desierto para que el diablo le tentase. Y después de
ayunar cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre.
(Mateo 4:1-2)


CAPITULO CUATRO


El loco entró tambaleante en el pueblo. Sus pies removían el polvo y le hacían bailar y. los
perros ladraban a su alrededor mientras él avanzaba maquinalmente, la cabeza alzada para
mirar al sol, los brazos inertes a los lados, moviendo los labios.
Para los habitantes del pueblo, sus palabras eran de un idioma familiar; pero aquel hombre
las decía con tal intensidad y convicción que parecía que el propio Dios pudiese estar utilizando
a aquella criatura demacrada y desnuda como su portavoz.
Se preguntaban de dónde habría salido aquel loco.
El pueblo blanco estaba formado principalmente por casas de una o dos plantas, de piedra y
ladrillos de barro, construidas alrededor de una plaza de mercado presidida por una antigua y
humilde sinagoga, a cuya puerta charlaba sentado un viejo vestido con ropaje oscuro. Era un
pueblo próspero y limpio, rebosante de comercio romano. Sólo había uno o dos mendigos en las
calles y parecían bien alimentados. Las calles seguían las subidas y bajadas de la colina en la
que se asentaban. Eran calles tortuosas, sombreadas, tranquilas. Calles de pueblo. Llenaba el
aire un aroma a madera recién cortada y el rumor de las carpinterías, pues el pueblo era famoso
por sus hábiles carpinteros. Se alzaba al borde de la llanura de Jezreel. Y salían continuamente,
carros cargados con el trabajo de los artesanos locales. El pueblo se llamaba Nazaret.
El loco lo había buscado preguntando a cuantos viajeros encontraba. Había cruzado otros
pueblos (Filadelfia, Gerasa, Pella y Escitópolis, siguiendo las vías romanas) haciendo la misma
pregunta con su exótico acento. "¿Dónde está Nazaret?"
Algunos le habían dado comida para el camino. Otros le pidieron su bendición y él les había
impuesto las manos, hablando en aquella lengua extraña. Otros le habían apedreado y le habían
echado.
Había cruzado el Jordán por el viaducto romano y seguido luego hacia el norte, hacia
Nazaret.
No había sido difícil dar con el pueblo, pero sí lo había sido arrastrarse hasta allí. Había
perdido mucha sangre y comido muy poco durante el viaje. Caminaba hasta caer y allí se
quedaba hasta que podía seguir, hasta que alguien le encontraba y le daba un poco de vino o
de pan para reanimarle. En una ocasión, habían parado unos legionarios romanos y le habían
preguntado con áspera cordialidad si tenía parientes a los que pudieran llevarle. Le hablaron en
un tosco arameo y se habían sorpendido al contestarles él en un latín de extraño acento, más
puro que el que ellos mismos hablaban.
Le preguntaron si era un rabino o un letrado. El les dijo que no era ni una ni otra cosa. El
oficial le había ofrecido un poco de carne seca y vino. Aquellos romanos formaban parte de una
patrulla que pasaba por allí una vez al mes. Eran hombres morenos y atezados, corpulentos, de
rostros duros y afeitados. Vestían faldillas de cuero teñido y petos y sandalias, y llevaban a la
cabeza yelmos de hierro, y a la cintura espadas cortas en sus fundas. Ni siquiera cuando le
rodeaban, allí al sol del crepúsculo, parecían relajados. El oficial, que hablaba con tono más
suave que sus hombres, aunque era muy parecido a ellos, salvo por el hecho de llevar un peto
de metal y una capa larga, preguntó al loco cómo se llamaba.
El loco hizo una breve pausa, abriendo y cerrando la boca como si intentase recordar su
nombre.
—Karl —dijo al fin, indeciso. Era más una sugerencia que una afirmación.
—Casi parece un nombre romano —dijo uno de los legionarios.
—¿Eres ciudadano romano? —preguntó el oficial.
Pero el pensamiento del loco divagaba, evidentemente. Apartó la vista de ellos, murmurando.
De pronto, volvió a mirarles y dijo:
—¿Nazaret?
—Por allí —el oficial señaló hacia el camino que cortaba entre las colinas.
—¿Eres judío?
Esto pareció inquietar al loco. Se levantó de un salto e intentó abrirse paso entre los
soldados. Le dejaron marchar, entre risas. Era un loco inofensivo.
Le vieron correr camino adelante.
—Debe ser uno de esos profetas —dijo el oficial, caminando hacia su caballo.
El país estaba lleno de profetas. Todos decían estar difundiendo el mensaje de su dios.
No significaban un problema, y la religión parecía apartar el pensamiento de la gente de la
insurrección. Deberíamos estar agradecidos, pensó el oficial.
Sus hombre aún reían.
Reiníciaron luego la marcha, en dirección opuesta a la que había seguido el loco.
El loco estaba ya en Nazaret y los habitantes del pueblo le miraron con curiosidad y no poco
recelo cuando entró tambaleante en la plaza del mercado. Podía ser un profeta ambulante o
estar poseído por el diablo. A veces era difícil distinguir. Los rabinos eran los que sabían hacerlo.
Cuando pasaba junto a los grupos formados ante los puestos de los mercaderes, todos se
callaban hasta que se alejaba. Las mujeres se arropaban aún más en los gruesos mantos de
lana que ceñían sus cuerpos bien alimentados, y los hombres recogían sus ropajes de algodón
para que el loco no los rozara. Normalmente se habrían sentido movidos a preguntarle a qué
había venido al pueblo, pero había un brillo tal en la mirada, una vitalidad y una agudeza tales
en su cara, pese a su aspecto famélico, que les hacía tratarle con cierto respeto y mantener
distancias.
Cuando llegó al centro de la plaza del mercado se detuvo y miró alrededor. Parecía costarle
distinguir a la gente. Pestañeó, se humedeció los labios.
La mujer pasó mirándole inquieta. El le habló con voz suave, con palabras cuidadosamente
pronunciadas.
—¿Es esto Nazaret?
—Lo es —dijo ella, cabeceando y acelerando el paso.
Un hombre cruzaba la plaza. Vestía túnica de lana de tiras rojas y marrones. Llevaba un
gorrito rojo sobre el pelo negro y rizado. Era un hombre carirredondo, de expresión afable. El
loco se interpuso en su camino y le detuvo.
—Busco a un carpintero.
—Hay muchos carpinteros en Nazaret. El pueblo es famoso por sus carpinterías. Yo mismo
soy carpintero. ¿Puedo ayudarte?
Su tono era benevolente y paternal.
—¿Conoces a un carpintero que se llama José? Es de la estirpe de David. Tiene una esposa
llamada María y varios hijos. Uno de ellos se llama Jesús.
El hombre alegre arrugó la cara en un ceño burlón y se rascó la nuca.
—Conozco a más de un José. Un pobre hombre que responde a esas señas vive en aquella
calle de allá —indicó—. Su mujer se llama María. Prueba allí. No tardarás en encontrarle. Busca
a un hombre que nunca se ríe.
El loco miró en la dirección que señalaba el hombre. En cuanto vio la calle, pareció olvidarse
de todo lo demás y enfiló hacia allí.
Al entrar en ella le llegó aún más fuerte el olor a madera cortada. Se hundió hasta los tobillos
en virutas. En todas las casas resonaba el repiqueteo de los martillos y el rinchar de las sierras.
Había tablas de todos los tamaños apoyadas contra las pálidas y sombreadas paredes de las
casas y apenas había sitio para pasar entre ellas. Muchos carpinteros tenían los bancos junte a
las puertas. Tallaban cuencos manejando tornos simples, moldeando la madera en todas las
formas imaginables. Todos alzaron la vista cuando el loco entró en la calle y se acercó a un viejo
carpintero de mandil de cuerpo que tallaba una estatuilla en su banco. El hombre tenia el pelo
gris y parecía corto de vista. Miró al loco.
—¿Qué quieres tú?
—Busco a un carpintero que se llama José. Su mujer se llama María.
El viejo indicó con la mano en la que sostenía la estatuilla a medio tallar.
—Dos casas más allá, al otro lado de la calle.
La casa a la que llegó el loco tenía muy pocas tablas apoyadas en la pared y la calidad de la
madera parecía inferior a la de la que había visto antes. El banco que había junto a la entrada
estaba alabeado por un lado y el hombre que trabajaba en él reparando un taburete también
parecía deforme. Se irguió cuando el loco le tocó en el hombro. Tenía un rostro arrugado y
torturado por la miseria. Sus ojos expresaban cansancio y había en su rala barba prematuras
vetas canosas. Tosió suavemente, quizá sorprendido de que le molestaran.
—¿Eres tú José? —preguntó el loco.
—No tengo dinero.
—No quiero nada... sólo hacerte unas preguntas.
—Soy José. ¿Qué quieres saber?
—¿Tienes un hijo?
—Varios. Y también hijas.
—¿Tu mujer se llama María? ¿Eres de la estirpe de David?
El hombre hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Sí, pero total, para lo que me vale...
—Me gustaría conocer a uno de tus hijos. A Jesús. ¿Puedes decirme dónde está?
—Ese inútil. ¿Qué ha hecho ahora?
—¿Dónde está?
En los ojos de José, cuando miró al loco, alumbró un brillo más calculador.
—¿Eres acaso un visionario? ¿Has venido a curar a mi hijo?
—Soy una especie de profeta. Puedo predecir el futuro.
José se levantó con un suspiro.
—Puedes verle si quieres. Ven.
E introdujo al loco en el atestado patio de la casa. Estaba lleno de piezas de madera,
muebles rotos, implementos, sacos de virutas pudriéndose. Entraron en la casa, que estaba en
penumbra. En la primera habitación (evidentemente una cocina) había una mujer junto a un
gran fogón de barro. Era alta y muy gorda. El pelo, largo y negro, desgreñado y grasiento le
caía sobre unos ojos grandes y brillantes que aún conservaban el calor de la sensualidad.
Examinó al loco.
—No hay comida para los mendigos —gruñó—. Ya come él bastante.
Y señaló con una cuchara de madera a un pequeño ser que estaba sentado en la oscuridad
de un rincón. El ser se movió al oírle hablar.
—Busca a Jesús, el nuestro —dijo José a la mujer—. Quizás venga a aliviar nuestra carga.
La mujer miró de reojo al loco y se encogió de hombros. Se lamió luego los rojos labios con
una lengua gorda.
— ¡Jesús!
El ser del rincón se incorporó.
—Ese es —dijo la mujer, con cierta complacencia.
El loco frunció el ceño, movió la cabeza.
—No.
El ser era deforme. Tenía una pronunciada joroba y el ojo izquierdo gacho. Su expresión era
ausente y estúpida. Le asomaba una espumilla de saliva en los labios. Rió entre dientes cuando
se repitió su nombre. Dio un paso cojeante.
—Jesús —dijo.
Su voz era pastosa e imprecisa.
—Jesús —repitió.
—Es lo único que sabe decir —masculló la mujer—. Siempre ha sido así.
—Es la voluntad de Dios —dijo José con amargura.
—¿Pero, qué le pasa? —había una nota desesperada y patética en la voz del loco.
—Ha sido siempre así —repitió la mujer, volviendo al fogón—. Puedes llevártelo si lo quieres.
No sirve para nada. Le llevaba en mi seno cuando mis padres me casaron con este medio
hombre...
—Desvergonzada... —José se contuvo ante la mirada furiosa de su mujer. Se volvió al loco—.
¿Qué es lo que quieres de nuestro hijo?
—Quería hablar con él... Yo...
—No tiene ningunos poderes profetices... no es un vidente... Antes pensábamos que podría
llegar a serlo. Aún hay gente en Nazaret que acude hasta él para ver si cura o si les predice el
futuro, pero lo único que hace es reírse de ellos y repetir su nombre continuamente una y otra
vez...
—¿Estáis seguros... de que no hay en él algo... que no hayáis percibido?
— ¡Por supuesto! —masculló sardónicamente María—. Siempre necesitamos dinero, si tuviese
algún poder mágico lo sabríamos.
Jesús volvió a reír entre dientes y se fue cojeando a otra habitación.
—Es imposible —murmuró el loco.
¿Podría la propia historia haber cambiado? ¿Estaría acaso en otra dimensión temporal, en la
que nunca hubiese existido Cristo?
José pareció percibir el doloroso brillo de los ojos del loco.
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Qué ves? Dijiste que sabías predecir el futuro. Qué nos reserva,
dínos.
—Ahora no —dijo el profeta, dando la vuelta—. Ahora no.
Salió corriendo de la casa y bajó la calle llena de olor a roble, cedro y ciprés debastados.
Volvió corriendo a la plaza del mercado y allí se detuvo mirando desconcertado a su alrededor.
Vio la sinagoga allí justo en frente. Se dirigió hacia ella.
El hombre con quien antes había estado hablando, estaba aún en la plaza del mercado,
comprando ollas para regalar a su hija que iba a casarse. Indicó con un gesto al forastero,
cuando éste entraba en la sinagoga.
—Es un pariente de José el carpintero —dijo al de al lado—. Un profeta, según tengo
entendido.
El loco, el profeta, Karl Glogauer, el hombre que viajaba en el tiempo, el neurótico psiquiatra
frustrado, el perseguidor de significados, el masoquista, el individuo con deseo de muerte y
complejo de mesías, un verdadero anacronismo, entró en la sinagoga sin aliento. Había visto al
hombre que buscaba. Había visto a Jesús, el hijo de José y María. Había visto a un hombre al
que había identificado sin posible duda como imbécil congénito.
—Todos los hombres tienen complejo de mesías, Karl —había dicho Mónica.
Los recuerdos eran ya menos completos. Su sentido del tiempo y de la identidad iban
haciéndose confusos.
—Hubo docenas de Mesías en la Galilea de aquella época. El que Jesús fuese el único que
encarnase el mito y la filosofía, fue una coincidencia de la Historia.
—No pudo ser sólo eso, Mónica.
Todos los martes, en el salón que había sobre la Librería Ocultista, se reunía el grupo de
estudios jungianos para hacer terapia y análisis de grupo. Glogauer no había sido el organizador
de aquel grupo, pero había prestado muy gustosamente el local y se había incorporado a él muy
contento. Era un gran alivio hablar una vez por semana con gente de mentalidad parecida. Una
de las razones de que hubiese comprado la Librería Ocultista era que con ello conocería a gente
interesante como la que asistía al grupo de estudios jungiano.
Les unía una mutua obsesión por las ideas de Jung, pero cada uno tenía otra obsesión
personal propia. La señora Rita Blenn, reseñaba y estudiaba las rutas de los platillos volantes,
aunque no estaba claro si creía o no en ellos. Hugh Joyce, creía que todos los arquetipos
jungíanos provenían de la raza original de atlantes extinguidos hacía milenios. Alan Cheddar, el
más joven del grupo, estaba interesado en la mística india y Sandra Peterson, la organizadora,
era una gran especialista en la brujería. A James Headington le interesaba el tiempo. Era el
orgullo del grupo; era en realidad, Sir James Headington, inventor en época de guerra, muy rico
y con condecoraciones de todas clases por sus aportaciones a la victoria aliada. Había tenido
fama de ser un gran improvisador durante la contienda, pero tras ella, se había convertido en
una especie de problema embarazoso para el Departamento de Guerra. Pensaban que era un
chiflado y, peor aún, que desplegaba su locura en público sin el menor rubor.
Cada poco, Sir James hablaba al grupo de su máquina del tiempo. Le seguían la corriente,
burlones. Eran, la mayoría, muy aficionados a exagerar sus propias experiencias en relación con
sus diferentes obsesiones.
Un martes por la noche, cuando todos los demás ya se habían ido, Headington explicó a
Glogauer que su máquina estaba lista.
—No puedo creerlo —dijo sinceramente Glogauer.
—Eres la primera persona a quien se lo digo.
—¿Por qué a mí?
—No sé. Me agradas... y también la librería.
—¿No se lo has comunicado al gobierno?
Headington se echó a reír.
—¿Por qué habría de hacerlo? Mientras no la pruebe a mi satisfacción, no se lo comunicaré.
Podría darles ocasión de mandarme a paseo.
—¿No sabes si funciona?
—Estoy seguro de que sí. ¿Quieres verla?
—Una máquina del tiempo —dijo Glogauer, con una alegre sonrisa.
—Tienes que verla.
—¿Por qué yo?
—Creí que te interesaría. Sé que no atiendes a los puntos de vista ortodoxos en el terreno de
la ciencia...
A Glogauer le daba pena de él.
—Tienes que verla —dijo Headington.
Bajó hasta Banbury al día siguiente. Ese mismo día dejó 1976 y llegó al año 28 después de
Cristo.
La sinagoga estaba fresca y tranquila, un sutil aroma de incienso impregnaba el ambiente.
Los rabinos le condujeron hasta el patio. No sabían, al igual que los habitantes del pueblo, qué
hacer con él, pero estaban seguros de que no era un hombre poseído por el demonio. Tenían
por costumbre dar cobijo a los profetas itinerantes que abundaban por entonces mucho en
Galilea, aunque, desde luego, aquel era más extraño que el resto. Su rostro parecía siempre
inmóvil e inexpresivo, el cuerpo rígido, las lágrimas recorrían sus sucias mejillas. Nunca había
visto tanta aflicción en los ojos de un hombre.
—La ciencia puede decir cómo, pero nunca pregunta por qué —le había dicho a Mónica—. No
puede responder.
—¿Quién quiere saber el porqué? —había contestado ella.
—Yo.
—Bueno, pues, nunca lo sabrás, ¿comprendes?
—Siéntate, hijo mío —dijo el rabino—. ¿Qué quieres preguntarme?
—¿Dónde está Cristo? —dijo—. ¿Dónde está Cristo?
No entendían lo qué hablaba.
—¿Es griego? —preguntó uno; pero otro negó con un cabeceo.
Kyrios: El Señor.
Adonai: El Señor.
¿Dónde estaba el Señor?
Frunció el ceño, mirando vagamente a su alrededor.
—Debo descansar —dijo, ya en su lengua.
—¿De dónde eres?
No se le ocurría una respuesta.
—¿De dónde eres? —repitió un rabino.
—Ha-Olam Hab-Bah... —murmuró al fin.
Se miraron.
—Ha-Olam Hab-Bah; Ha-Olam Haz-Zeh: el mundo que ha de ser y el mundo que es.
—¿Nos traes un mensaje? —dijo uno de los rabinos. Estaban acostumbrados a los profetas,
desde luego, pero no habían conocido a ninguno como aquel—. ¿Un mensaje?
—No sé —dijo ásperamente el profeta—. He de descansar; tengo hambre.
—Ven. Te daremos alimento y un sitio para dormir.
Sólo pudo comer un poco de la sabrosa comida que le dieron, y el lecho, que tenía un
colchón de paja, le resultó demasiado blando. No estaba acostumbrado a aquello.
Durmió mal, gritando en sueños, y, a la puerta, los rabinos escuchaban, pero poco pudieron
entender de lo que dijo.
Karl Glogauer estuvo varias semanas alojado en la sinagoga. Dedicó casi todo el tiempo a
leer en la biblioteca buscando en los grandes rollos de pergamino alguna solución a su dilema.
Las palabras de los libros santos, que se prestaban en muchos casos a una docena de
interpretaciones, no hicieron sino confundirle más aún. No había nada a lo que agarrarse, nada
que le dijese que se había equivocado.
Los rabinos se mantenían a distancia casi siempre. Le habían aceptado como a un santo.
Estaban orgullosos de tenerle en la sinagoga. Estaban convencidos de que era uno de los
elegidos de Dios y esperaban pacientemente que les hablase.
Pero el profeta hablaba poco, sólo murmuraba para sí frases en su idioma y frases en aquel
idioma incomprensible que solía utilizar, aun cuando se dirigiese directamente a ellos.
Los habitantes de Nazaret no hablaban de otra cosa que de aquel profeta misterioso de la
sinagoga, pero los rabinos no respondían a sus preguntas. Decían a los curiosos que se
preocupasen de sus asuntos, que había cosas que ellos no tenían aún por qué saber. De este
modo, tal como siempre habían hecho los sacerdotes, evitaban preguntas que no podían
responder y al mismo tiempo aparentaban poseer mucha más ciencia de la que poseían en
realidad.
Luego, un sábado, el supuesto profeta apareció en el sector público de la sinagoga y ocupó
su lugar con los demás que habían ido a rendir culto.
El hombre que leía a su izquierda, confundió las palabras, mirando al profeta por el rabillo del
ojo.
El profeta escuchaba sentado, con expresión remota.
El rabino jefe le miraba dubitativo, luego indicó que le pasasen el texto al profeta. Así lo hizo,
vacilante, un muchacho que lo colocó en sus manos.
El profeta contempló las palabras largo rato y luego empezó a leer. Leía sin comprender al
principio lo que estaba leyendo. Era el libro de Isaías.
El espíritu del Señor está sobre mí, puesto que me ungió para evangelizar a los pobres, me ha
enviado para anunciar a los cautivos la liberación, a los ciegos la recuperación de la vista; a dar
la libertad a los oprimidos. A anunciar el año de las misericordias del señor. Y, enrollado el libro,
entrégaselo al ministro y sentóse y en la sinagoga todos tenían los ojos fijos en él.
(Lucas 4:18-20)


CAPITULO CINCO


Le seguían ya, le siguieron cuando salió de Nazaret hacia el mar de Galilea. Vestía una túnica
de lino blanco que le habían regalado y aunque todos creían que les dirigía él, no hacían sino
empujarle delante de ellos.
—Es nuestro Mesías —decían a quienes preguntaban. Y había ya rumores de milagros.
Cuando veía a los enfermos, se compadecía de ellos y procuraba hacer lo que podía, pues
esperaban algo de él. Por muchos, nada podía hacer, pero a otros, que evidentemente padecían
trastornos psicosométicos, sí podía ayudarles. Creían en su poder con más fuerza que en su
enfermedad. Por eso les curaba.
Cuando llegó a Cafarnaún, le seguían por las calles de la ciudad unas cincuenta personas. Era
ya sabido que estaba asociado de algún modo con Juan el Bautista, que gozaba de prestigio
inmenso en Galilea y que había sido declarado auténtico profeta por muchos fariseos. Pero, en
muchos sentidos, aquel hombre tenía mayor poder que Juan. No tenía la fuerza oratoria del
Bautista, pero había hecho milagros.
Cafarnaún era una ciudad muy dispersa, situada junto al cristalino Mar de Galilea. Separaban
sus casas grandes huertos. Había barcas de pesca ancladas en la blanca orilla, así como
embarcaciones comerciales que recorrían los pueblos de las orillas del lago. Aunque éste estaba
rodeado de verdes colinas, el pueblo de Cafarnaún se alzaba sobre un terreno llano, protegido
por las propias colinas. Era un pueblo tranquilo y, como casi todos los de Galilea, contaba con
una gran población de gentiles; comerciantes griegos, romanos y egipcios recorrían sus calles y
muchos poseían allí, hogares permanentes. Había una próspera burguesía de mercaderes,
artesanos y navieros, además de médicos, letrados y maestros, pues Cafarnaún estaba en los
límites de las provincias de Galilea, Traconítide y Siria y, aunque era una población
relativamente pequeña, constituía un nudo muy importante de comercio y transporte.
Aquel extraño profeta loco, con sus ropas de lino, seguido por aquella heterogénea multitud
básicamente compuesta de pobres, pero en la cual se incluían también hombres de cierta
posición, irrumpió en Cafarnaún. Se propagó la noticia de que aquel hombre podía realmente
predecir el futuro, de que había predicho ya que Herodes Antipas haría prender a Juan y poco
después lo había hecho así en Perea. No predecía en términos generales, utilizando palabras
vagas, como lo hacían los profetas. Hablaba de cosas que habían de suceder en un futuro
próximo y hablaba de ellas con detalle.
Nadie sabía su nombre. Era simplemente el profeta de Nazaret, o el Nazareno. Según
algunos, era pariente, hijo quizás, de un carpintero de Nazaret, pero esto podría deberse a que
en lenguaje escrito "Hijo de un carpintero" y "mago" eran casi lo mismo y la confusión se debía
a aquello. Había quien decía que se llamaba Jesús. El nombre había sido utilizado una o dos
veces, pero cuando le preguntaban si era ése realmente su nombre, bien lo negaba o bien, con
su aire ausente, se negaba en redondo a contestar.
Sus predicaciones solían carecer del fuego incendiario de la oratoria de Juan. Aquel hombre
hablaba con suavidad, también con vaguedad, y sonreía a menudo. Hablaba de Dios de una
forma extraña, también, y parecía estar relacionado, lo mismo que Juan, con los esenios, pues
predicaba contra la acumulación de riquezas personales y hablaba del género humano como una
hermandad, tal como hacían los esenios.
Pero cuando le guiaban hacia la hermosa sinagoga de Cafarnaún, de lo que estaban
pendientes, sobre todo, era de los milagros. Ningún profeta hasta él había curado a los
enfermos, y parecía entender los problemas de los que el pueblo raras veces hablaba. Era aquel
espíritu comprensivo y afable lo que les hacía reaccionar, más que las palabras concretas que
decía.
Por primera vez en su vida Karl Glogauer se había olvidado de Karl Glogauer. También, por
primera vez en su vida, estaba haciendo lo que siempre había querido hacer como siquiatra.
Pero no era su vida. Estaba dando vida a un mito... una generación antes de que el mito
naciera. Estaba completando cierto tipo de circuito síquico. No estaba cambiando la historia,
sino dándole más substancia.
No podía soportar la idea de que Jesucristo fuese nada más que un mito. El podía hacer que
Jesús fuese una realidad física y no el resultado de un proceso de autogénesis.
Y hablaba en las sinagogas y hablaba de un Dios más benigno que los dioses de que la
mayoría habían oído hablar, y les explicaba parábolas cuando podía recordarlas.
E iba desvaneciéndose gradualmente la necesidad de justificar lo que estaba haciendo y
haciéndose más tenue su sentido de la identidad, sustituido gradualmente por otro sentido de la
identidad distinto, en el que concedía un peso cada vez mayor al papel que había elegido. Era
un papel arquetípico. Era un papel que tenía que atraer a un discípulo de Jung. Era un papel
que iba más allá de la mera imitación. Era un papel que debía interpretar ya hasta la mismísima
gran escena final. Karl Glogauer había descubierto la realidad que había estado buscando.
Hallábase en la sinagoga cierto hombre poseído de un demonio inmundo, el cual gritó con
grande voz, diciendo: Déjanos en paz, ¿qué tenemos que ver nosotros contigo, oh, Jesús
Nazareno? ¿has venido a exterminarnos? Ya sé quién eres, eres el santo de Dios. Mas Jesús
increpándole le dijo: Enmudece y sal de ese hombre. Y el demonio, habiéndole arrojado al suelo
en medio de todos, salió de él sin hacerle el menor daño; con lo que todos se atemorizaron y,
conversando unos con otros, decían: ¿Qué es esto? Con autoridad y poderío manda a los
espíritus inmundos y ellos salen. Con esto se iba esparciendo la fama de su nombre por todo
aquel país.
(Lucas 4:33-37)
—Alucinación colectiva. Milagros, platillos volantes, apariciones, todo es lo mismo —había
dicho Mónica.
—Es muy posible —había contestado él—. Pero ¿por qué los veían?
—Porque lo deseaban.
—¿Por qué lo deseaban?
—Porque tenían miedo.
—¿Y crees que fue sólo eso?
—¿No es suficiente?
Cuando salió la primera vez de Cafarnaún le acompañaba mucha más gente. Se había hecho
ya imposible seguir en la ciudad, pues la gente que acudía a verle realizar sus sencillos milagros
había paralizado prácticamente las actividades comerciales de allí.
Les hablaba fuera de las poblaciones, en los campos. Hablaba con hombres inteligentes e
ilustrados que parecían tener algo en común con él. Algunos eran propietarios de
embarcaciones de pesca, como Simón, Santiago y Juan. Otro era médico, otro un funcionario
público que le había oído hablar por primera vez en Cafarnaún.
—Han de ser doce —les había dicho un día—. Como los signos del Zodíaco.
No se preocupaba por lo que decía. Muchas de sus ideas les resultaban extrañas. Muchas de
las cosas de que hablaba eran desconocidas para ellos. Algunos fariseos pensaban que era en
realidad un blasfemo por lo que decía.
Un día encontró a un hombre a quién reconoció como uno de los esenios de la colonia
próxima a Maqueronte.
—Juan quiere hablar contigo —dijo el esenio.
—¿Aún vive Juan? —le preguntó él.
—Está confinado en Perea. Creo que Herodes tiene demasiado miedo y no se atreve a
matarle. Le deja pasear por los muros y jardines de palacio, le deja hablar con sus hombres,
pero Juan teme que Herodes reúna valor suficiente para ordenar que le lapiden o le decapiten.
Necesita que le ayudes.
—¿Cómo puedo ayudarle? Ha de morir. Para él no hay esperanza ya.
El esenio miró sin comprender a los alucinados ojos del profeta.
—Pero maestro, no hay nadie más que pueda ayudarle.
—He hecho ya todo lo que él quería que hiciese —dijo el profeta—. He curado a los enfermos
y he predicado a los pobres.
—Yo no sabía que él quisiese eso. Pero ahora necesita ayuda, maestro. Tú podrías salvarle la
vida.
El profeta había apartado al esenio de la multitud.
—No puede salvarle nadie ya.
—¿Es voluntad de Dios?
—Si yo soy Dios, entonces es voluntad de Dios.
El esenio se alejó, decepcionado y triste.
Juan el Bautista tenía que morir. Glogauer no tenía el menor deseo de cambiar la historia,
sólo quería fortalecerla.
Siguió recorriendo Galilea con los que le seguían. Había seleccionado a los doce más
ilustrados, y los demás que le seguían aún, predominantemente eran pobres. El les ofrecía su
única esperanza de fortuna. Muchos eran de los que estaban dispuestos a seguir a Juan contra
los romanos, pero Juan estaba encarcelado ya. Quizás aquel hombre pudiese dirigir la
insurrección para saquear las riquezas de Jerusalén y Jericó y Cesárea. Cansados y hambrientos,
los ojos vidriosos por el sol ardiente, seguían al hombre de la túnica blanca. Necesitaban una
esperanza y descubrían motivos de esperanza. Le veían realizar grandes milagros.
En una ocasión en que les predicó desde una barca como era su costumbre, cuando volvía
andando hacia la orilla, como había muy poca agua, les pareció que caminaba por encima.
Anduvieron por toda Galilea en el otoño, oyendo en todas partes la noticia de la ejecución de
Juan el Bautista. La desesperación que causó el hecho se convirtió en esperanza renovada en
aquel nuevo profeta que le había conocido.
En Cesárea les expulsaron de la ciudad los soldados romanos, acostumbrados ya a aquellos
salvajes que vagaban por el país voceando sus profecías.
A medida que creció la fama de aquel profeta fueron echándoles de más ciudades. Y no sólo
las autoridades romanas, sino que también las judías parecían reacias a tolerar al nuevo profeta
como habían tolerado a Juan. Estaba cambiando el clima político.
Resultaba difícil conseguir alimentos. Vivían de lo que podían encontrar, andaban tan
hambrientos como los animales salvajes.
El les enseñó a fingir comer y a borrar el hambre del pensamiento.
Karl Glogauer, brujo, hechicero, siquiatra, hipnotizador, mesías.
A veces su fe en el papel que había elegido se tambaleaba y sus seguidores se inquietaban al
ver que se contradecía. Solían aplicarle ya el nombre que habían oído, Jesús el Nazareno. Casi
nunca se oponía a que utilizasen aquel nombre, pero a veces se ponía furioso y gritaba un
nombre extraño y gutural.
—¡Karl Glogauer! ¡Karl Glogauer!
Y ellos decían: Mirad, habla con la voz de Adonai.
—¡Llamadme por ese nombre! —les gritaba, y se asustaban y le dejaban hasta que se
disipaba su cólera.
Cuando cambió el tiempo y llegó el invierno, volvieron a Cafarnaún, que se había convertido
en reducto de sus seguidores.
Y en Cafarnaún pasó el invierno, haciendo profecías.
Varias de estas profecías se referían a él y al destino de quienes le seguían.
Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo. Y desde
entonces empezó a decir a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y que padecería allí mucho a
causa de los ancianos y de los escribas y de los príncipes de los sacerdotes, y que le matarían y
que resucitaría al tercer día.
(Mateo 16:20-21)
Estaban viendo la televisión en el piso de ella. Ella comía una manzana. Era entre las seis y
las siete de una cálida tarde de domingo. Mónica señaló a la pantalla con su manzana a medio
comer.
—Mira que disparate —dijo ella—. No puedes decirme honradamente que significa algo para
ti.
Era un programa religioso, una ópera pop en una iglesia de Hampstead. La ópera narraba la
historia de la crucifixión.
—Grupos pop en el pulpito —dijo Mónica—. Qué degradación.
El no contestó. El programa le pareció obsceno, de un modo oscuro. No se sentía capaz de
discutir con ella.
—El cadáver de Dios empieza ya a pudrirse, sin duda —dijo Mónica alegremente—. ¡Uf! ¡Qué
peste!
—Apágalo, anda —dijo él quedamente.
—¿Cómo se llama este grupo? ¿Las Larvas?
—Muy divertido. Apagaré yo la televisión, si no te importa.
—No, quiero verlo. Es divertido.
—¡Oh, vamos, apaga!
—¡Imitación de Cristo! —se burló Mónica—. Qué asquerosa caricatura.
Un cantante negro que estaba interpretando a Cristo y que cantaba con voz lisa y vulgar y
acompañamiento intrascendente, empezó a perorar letras mortecinas sobre la hermandad del
hombre.
—Si él se parecía a eso, no me extraña que lo crucificaran —dijo Mónica.
Karl se acercó al televisor y lo apagó.
—Vaya, estaba divirtiéndome —dijo ella con burlona decepción—. Era un canto de cisne
encantador.
Más tarde le dijo con un tono afectuoso que a él le preocupó:
—Viejo carca. Qué lástima. Podrías haber sido John Wesley o Calvino o alguien así. No
puedes ser un Mesías en estos tiempos, al menos con el enfoque que le das al asunto. Nadie te
escucharía.


CAPITULO SEIS


El profeta estaba viviendo en la casa de un hombre llamado Simón, aunque él prefería
llamarle Pedro. Simón estaba agradecido al profeta porque había curado a su mujer de un mal
del que llevaba mucho padeciendo. Había sido una enfermedad misteriosa, pero el profeta la
había curado sin esfuerzo.
Había, por entonces, muchos forasteros en Cafarnaún. Muchos acudían a ver al profeta.
Simón le advirtió que algunos eran conocidos agentes de los romanos y de los fariseos. Los
fariseos no habían sido, en conjunto, opuestos al profeta, aunque desconfiaban de los rumores
de milagros que habían llegado a sus oídos. Sin embargo, la atmósfera política estaba
enrarecida y en las tropas de ocupación romanas de Pilatos, desde los oficiales a los soldados
mismos, reinaba la inquietud. Esperaban un estallido y no podían ver signos palpables de lo que
se fraguaba.
Pilatos, por su parte, deseaba en realidad disturbios a gran escala. Demostrarían a Tiberio
que había sido demasiado benigno con los judíos en la cuestión de las placas votivas. Pilatos
quedaría así vengado y su poder sobre los judíos aumentaría. De momento, estaba en malas
relaciones con todos los tetrarcas de las provincias, sobre todo con el inquieto Herodes Antipas,
que, en otros tiempos, había parecido su único apoyo. Aparte de la situación política, su propia
situación doméstica era inquietante, pues su neurótica esposa volvía a tener pesadillas y le
exigía mucha más atención de la que él podía permitirse prestarle.
Quizás fuese posible, pensaba, provocar un incidente, pero tendría que cuidar mucho que
Tiberio no llegase a enterarse. Aquel nuevo profeta podría proporcionar un punto focal pero, de
momento, aquel individuo no había hecho nada contra las leyes de los judíos ni de los romanos.
No existía ley alguna que prohibiese a un hombre proclamarse mesías, como decían que había
hecho aquel nuevo profeta, que, por otra parte, no incitaba al pueblo a la rebelión, más bien lo
contrario.
Mirando por el ventanal de su cámara, por el que se veían los minaretes y torres de
Jerusalén, Pilatos analizaba la información que sus espías le habían llevado.
Poco después del festival que los romanos llamaban Saturnalia, el profeta y sus seguidores
dejaron de nuevo Cafarnaún y se lanzaron otra vez a recorrer el país.
Había ya menos milagros, porque no hacía tanto calor, pero sus profecías tenían gran
audiencia. Aquel nuevo profeta advertía a sus oyentes de todos los errores que se producirían
en el futuro, de todos los crímenes que se cometerían en su nombre.
Vagó por Galilea y por Samaría, siguiendo los magníficos caminos romanos hacia Jerusalén.
Se acercaba la Pascua.
En Jerusalén, los oficiales romanos analizaban la inminente festividad. Era por entonces
cuando se producían siempre los peores disturbios. Ya habia habido motines antes, en la fiesta
de Pascua y habría problemas, sin duda, también aquel año.
Pilatos habló con los fariseos, pidiendo su cooperación. Los fariseos dijeron que harían lo que
pudieran pero que no podrían evitar que el pueblo actuase neciamente.
Pilatos frunció el ceño y les despidió.
Sus agentes le llevaban informes de todo el territorio. Algunos mencionaban al nuevo profeta
pero decían que era inofensivo de momento, pero que si llegaba a Jerusalén durante la Pascua,
quizá ya no lo fuese.
Dos semanas antes de la fiesta de Pascua, el profeta llegó al pueblo de Betania, junto a
Jerusalén. Algunos de sus seguidores galileos tenían amigos en Betania y estos amigos estaban
más que deseosos de hospedar al hombre del que habían oído hablar a otros peregrinos que
iban camino de Jerusalén y del gran templo.
El motivo de que hubiesen ido a Betania era que el profeta estaba inquieto por el gran
número de gente que le seguía.
—Son demasiados —le había dicho a Simón—. Demasiados, Pedro.
Glogauer estaba demacrado, ojeroso. Hablaba muy poco.
A veces, miraba a su alrededor vagamente, como si no supiese muy bien dónde estaba.
Llegaron noticias a la casa de Betania de que había agentes romanos haciendo preguntas
sobre él. No pareció inquietarle. Por el contrario, cabeceó pensativo, como si esto le
complaciera.
En una ocasión, fue caminando con dos de sus seguidores por el campo, para contemplar a
Jerusalén. Las murallas amarillo claro de la ciudad eran un gozoso espectáculo a la luz de la
tarde. Las torres y los altos edificios, muchos de ellos decorados con mosaicos rojos, amarillos y
azules, podían verse a varios kilómetros de distancia.
El profeta volvió luego otra vez a Betania.
—¿Cuándo iremos a Jerusalén? —le preguntó uno de sus seguidores.
—Todavía no —dijo Glogauer. Caminaba encorvado y se protegía el pecho con los brazos y
con las manos como si tuviese frío.
Dos días antes de la fiesta de Pascua de Jerusalén, el profeta llevó a sus hombres al Monte
de los Olivos, por un arrabal de Jerusalén que se trazaba en su ladera y que se llamaba Betfage.
—Conseguidme un asno —les dijo—. Un pollino de asno. Ahora debo hacer que se cumpla ya
la profecía.
—Entonces, todos sabrán que eres el Mesías —dijo Andrés.
—Sí.
Glogauer suspiró. Tenía miedo de nuevo, pero esta vez no era un miedo físico. Era el miedo
del actor que está a punto de interpretar la escena final, la más dramática, y que no está seguro
de si podrá hacerla bien. Glogauer tenía el labio superior cubierto de un sudor frío. Se lo enjugó.
A la escasa luz, miró a los hombres que le rodeaban.
Aún no sabía con certeza los nombres de algunos. No le interesaban sus nombres en
especial. Sólo su número. Había diez allí con él. Los otros dos buscaban el borrico.
Estaban allí en en la herbosa ladera del Monte de los Olivos, mirando hacia Jerusalén y el
gran templo que se alzaba abajo. Soplaba una brisa cálida y leve.
—¿Judas? —dijo inquisitivamente Glogauer.
Había uno llamado Judas.
—Sí, maestro —dijo.
Era alto y apuesto, pelo rojizo y rizado, ojos inteligentes y neuróticos. A Glogauer le parecía
epiléptico.
Glogauer miró pensativo a Judas Iscariote.
—Quiero que me ayudes, más tarde —dijo—, cuando hayamos entrado en Jerusalén.
—¿Qué he de hacer, Maestro?
—Has de llevar un mensaje a los romanos.
—¿Los romanos? —Iscariote parecía sorprendido—. ¿Por qué?
—Han de ser los romanos. No pueden ser los judíos... utilizarían la hoguera o el hacha. Ya te
explicaré más cuando llegue el momento.
El cielo estaba oscuro, brillaban las estrellas sobre el Monte de los Olivos. Hacía ya frío.
Glogauer temblaba.
¡Oh hija de Sión! Regocíjate. Salta de Júbilo,
¡Oh hija de Jerusalén! he aquí
que a ti viene tu rey; es justo y victorioso
viene pobre y montado en una asna y su potrillo.
(Zacarías 9:9)
¡Osh'na! ¡Osh'na! ¡Osh'na!
Cuando Glogauer entró a lomos del asno on la ciudad, sus seguidores corrían delante
echando en el suelo ramas de palma. Había gente a ambos lados de la calle, avisada de la
llegada del profeta por sus propios seguidores.
El nuevo profeta cumplía así las profecías de los textos antiguos y eran muchos los que
creían que había ido a acaudillarles contra los romanos. Quizás en aquel momento se dirigiese a
casa de Pilatos, a enfrentarse a él.
—¡Ohs'nal ¡Ohs'na!
Glogauer miraba distraído a su alrededor. La grupa del asno, aunque estaba acolchada por
las capas de sus seguidores, era realmente incómoda. Se sentía inseguro allí arriba y tenía que
sujetarse a la crin del animal. Oía las palabras, pero no podía diferenciarlas claramente.
—¡Osh'na! ¡Osh'na!
Al principip pensó que decían "hosana", pero luego se dio cuenta de que lo que gritaban era
"libéranos", en arameo.
¡Libéranos! ¡Libéranos!
Juan había planeado alzarse en armas contra los romanos aquella Pascua. Eran muchos los
que estaban esperando para participar en la rebelión.
Creían que él iba a ocupar el puesto de Juan como caudillo de los rebeldes.
—No —les murmuraba, contemplando sus rostros expectantes—. No, yo no soy el Mesías, no
puedo liberaros, no puedo...
No le oían, ensordecidos por sus propios gritos.
Karl Glogauer entró en Cristo. Cristo entró en Jerusalén. La historia se acercaba a su
culminación.
—¡Osh'na!
No estaba en la historia. No podia ayudarles.
En verdad, en verdad os digo que quien recibe oí que yo enviare, a mí me recibe, y quien a mí
me recibe, recibe a aquel que me ha enviado. Habiendo dicho Jesús estas cosas, se turbó en su
espíritu y declaró y dijo: En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me entregará.
Al oír esto, los discípulos, mirábanse unos a otros, dudando de quién hablaría. Estaba uno de
ellos, al cual Jesús amaba, recostado a la mesa sobre el seno de Jesús. A este discípulo, pues,
Simón Pedro le hizo una seña, diciéndole: ¿De quién habla? El entonces, recostándose sobre el
pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es? Jesús le respondió: Es aquel a quien yo daré pan
mojado. Y, habiendo mojado pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote.
Y después que tomó éste el bocado, Satanás entró en él. Y Jesús le dijo: Lo que has de hacer,
hazlo pronto.
(Juan 13.20-27)
Judas Iscariote frunció el ceño, inseguro, salió de la habitación a la calle atestada, abriéndose
paso hacia el palacio del gobernador. Iba a desempeñar, un papel en un plan destinado a
engañar a los romanos y a hacer al pueblo sublevarse para defender a Jesús, aunque el plan le
pareciese un disparate. La atmósfera era tensa en aquellas calles atestadas. Había muchos más
soldados romanos de los habituales, patrullando.
Pilatos era un hombre corpulento, de cara bonachona y ojos lisos y duros. Miró desdeñoso al
judío.
—No pagamos a los delatores que dan información falsa —advirtió.
—No busco dinero, señor —dijo Judas, fingiendo la actitud servil que parecían esperar los
romanos de los judíos—. Soy un leal subdito del emperador.
—¿Quién es el rebelde?
—Jesús de Nazaret, señor. Entró hoy en la ciudad...
—Lo sé. Le vi. Pero tengo entendido que en sus predicaciones habla de paz y de respeto a la
ley.
—Con el fin de engañaros, señor.
Pilatos frunció el ceño. Era probable. Parecía el tipo de artimaña que había empezado a
sospechar de aquellas gentes que hablaban tan suave.
—¿Tienes pruebas?
—Soy uno de sus lugartenientes, señor. Estoy dispuesto a atestiguar su culpabilidad.
Frunció Pilatos sus gruesos labios. No podía permitirse ofender a los fariseos en aquel
momento. Ya le habían causado bastantes problemas. Caifas, en concreto, se lanzaría enseguida
a clamar "Injusticia" si detenía a aquel hombre.
—Afirma ser el verdadero rey de los judíos, el descendiente de David —dijo Judas, repitiendo
lo que le había dicho su maestro que dijera.
—¿De veras? —Pilatos miraba pensativo por el ventanal.
—En cuanto a los fariseos, señor...
—¿Qué me dices de ellos?
—Los fariseos desconfían de él. Preferirían verle muerto. Habla contra ellos.
Pilatos cabeceó. Entrecerró los ojos mientras consideraba aquella información. Los fariseos
quizás odiasen al loco, pero aprovecharían enseguida políticamente su detención.
—Los fariseos quieren que se le detenga —siguió Judas—. La gente acude en masa a
escuchar al profeta y hoy unos cuantos organizaron un motín en el templo en su nombre.
—¿Es verdad eso?
—Es verdad, señor.
Era cierto. Una media docena de individuos habían atacado a los cambistas del templo y
habían intentado robarles. Cuando les detuvieron, dijeron que cumplían la voluntad del
Nazareno.
—No puedo detenerlo —dijo caviloso, Pilatos.
La situación era ya peligrosa en Jerusalén, pero si se atrevían a detener a aquel "rey", podría
resultar que precipitasen la insurrección. Tiberio le pediría cuentas a él, no a los judíos. Debía
implicar a los fariseos en el asunto.La detención debían hacerla ellos.
—Aguarda aquí un momento —le dijo a Judas—. Enviaré un mensaje a Caifas.
En esto llegan a un lugar llamado Getsemaní. Y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras
hago oración. Y llevándose consigo a Pedro, y a Santiago y a Juan, comenzó a atemorizarse y
angustiarse. Y díjoles: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad.
(Marcos 14:32-4)
Glogauer veía ya aproximarse a la multitud. Por primera vez desde Nazaret se sentía
físicamente exhausto y débil. Iban a matarle. Tenía que morir; aceptaba eso, pero temía el dolor
que se avecinaba. Se sentó allí, en la ladera de la colina, contemplando las antorchas que iban
aproximándose.
—El ideal del martirio no existió nunca más que en el pensamiento de algún que otro asceta
—había dicho Mónica—. Parlo demás, era simple masoquismo mórbido, un fácil medio de eludir
la responsabilidad ordinaria, un método para mantener controlados a los reprimidos...
—No es tan simple al asunto...
—Lo es, Karl.
Ahora vería Mónica. Lo único que lamentaba era el que resultase tan improbable que Mónica
llegase alguna vez a saberlo. Había pensado escribirlo todo y ponerlo en la máquina del tiempo
con la esperanza de que pudiese recuperarse. Qué extraño, él no era un hombre religioso en el
sentido habitual, era un agnóstico. No le había llevado la convicción a defender la religión frente
al cínico menosprecio de Mónica hacia ella. Había sido, más bien, la falta de convicción en el
ideal en que había asentado ella su propia fe, el ideal de la ciencia como panacea de todos los
males. No podía compartir aquella fe y nada quedaba sino la religión, aunque no podía creer en
el tipo de Dios del cristianismo. El dios concebido como una fuerza mística, de los misterios
cristianos y de otras grandes religiones, nunca había sido para él bastante personal. Su mente
racional le había dicha que Dios no existía en ninguna forma personal. Su inconsciente le había
dicho que no bastaba con la fe en la ciencia.
—La ciencia es algo básicamente opuesto a la religión —le había dicho una vez Mónica con
aspereza—. Por muchos jesuítas que se reúnan a racionalizar su enfoque de la ciencia, queda en
pie el hecho de que la religión no puede aceptar las actitudes básicas de la ciencia y que en la
ciencia hay una oposición implícita a los principios básicos de la religión. El único terreno en el
que no existe diferencia ni necesidad de enfrentamiento es el del supuesto último. Uno puede
admitir o no admitir que haya un ser sobrenatural llamado Dios, pero en cuanto empiezas a
defender cualquiera de los dos supuestos, tiene que haber conflicto.
—Tú hablas de la religión organizada...
—Hablo de la religión como algo opuesto a una creencia. ¿Qué falta nos hace el ritual de la
religión cuando tenemos un ritual muy superior, el de la ciencia, que puede reemplazarlo? La
religión es un sustituto razonable del conocimiento. Pero ya no hay necesidad de sustitutos,
Karl. La ciencia nos proporciona una base más sólida para formular sistemas éticos y racionales.
No necesitamos la zanahoria del cielo y el garrote del infierno, la ciencia puede mostrarnos ya
las consecuencias de los actos, y los hombres pueden juzgar fácilmente por sí mismos si esas
acciones son justas o injustas.
—No puedo aceptarlo.
—No puedes porque estás enferma. Yo también estoy enferma, pero al menos puedo ver una
posibilidad de curación.
—Yo sólo puedo ver la amenaza de la muerte...
Tal como habían acordado, Judas le besó en la mejilla y la fuerza conjunta de guardianes del
templo y soldados romanos le rodeó.
A los romanos les dijo, con cierta torpeza:
—Soy el rey de los judíos.
A los guardianes del templo les dijo:
—Soy el Mesías que ha venido a destruir a vuestros amos los fariseos.
Y entonces se lo llevaron, ya condenado, y se inició el ritual definitivo.


CAPITULO SIETE


Fue un juicio sucio, una mezcla arbitraria de normas romanas y normas judías que no
satisfizo por completo a nadie. El objetivo se logró tras varias conferencias entre Poncio Pilatos y
Caifas, y tres tentativas de fusionar sus sistemas legales diversos, con el fin de resolver la
situación. Ambos necesitaban un chivo expiatorio para sus diversos objetivos y así se alcanzó al
fin el resultado y se condenó al loco, de un lado por rebelión contra Roma y del otro por herejía.
Una característica peculiar del juicio fue que los testigos eran todos seguidores del reo y que
parecían, pese a ello, ansiosos de que le condenaran.
Los fariseos aceptaron que se aplicase en aquella situación y aquel momento el método
romano de ejecución, y se decidió crucificarle. El individuo tenía, sin embargo, bastante
prestigio, por lo que se haría imprescindible utilizar algunos de los métodos garantizados de
humillación de los romanos, con el fin de convertirle ante los peregrinos en una imagen patética
y ridicula. Pilatos aseguró a los fariseos que se cuidaría personalmente de ello, pero se aseguró
también de que firmasen documentos aprobando sus actos.
Los soldados le llevaron entonces al patio del pretorio, y, reuniéndose allí toda la cohorte,
vístenle de púrpura y le ponen una corona de espinas entretejidas. Y comenzaron enseguida a
saludarle: salve, ¡oh Rey de los Judíos! y al mismo tiempo, herían su cabeza con una caña, y
escupíanle, e hincados de rodillas, le adoraban. Después de haberse mofado de él, le
desnudaron de la púrpura y, volviéndole a poner sus vestidos, le condujeron afuera para
crucificarle.
(Marcos 15:16-20)
Tenía ya el cerebro embotado, por el dolor y por el ritual de humillación; por haberse
entregado completamente a su papel.
Se sentía demasiado débil para soportar la pesada cruz de madera, y caminaba tras ella,
arrastrándose hacia el Gólgota, mientras la llevaba un cirineo al que los romanos habían
obligado a hacerlo.
Mientras avanzaba tambaleante por las calles silenciosas y atestadas de gente, contemplado
por los que habían creído que les acaudillaría contra los dominadores romanos, los ojos se le
llenaban de lágrimas, con lo que se le nublaba totalmente la vista y tropezaba y se salía del
camino y los guardias romanos le volvían a él a empellones.
—Eres un individuo demasiado emotivo, Karl. Por qué no usas ese cerebro que tienes, de vez
en cuando, y te analizas.
Recordaba las palabras, pero le resultaba difícil recordar quién las había dicho y quién era
Karl.
El camino que ascendía por la ladera de la colina, era pedregoso y a veces resbalaba,
recordando otra colina a la que había subido hacía mucho: Le parecía que entonces era un niño,
pero el recuerdo se fundía con otros y era imposible determinarlo.
Respiraba pesada y laboriosamente. Apenas sentía ya el dolor de las espinas en la cabeza,
pero todo su cuerpo parecía palpitar al unísono con su corazón. Era como un tambor.
Anochecía. Se ponía el sol. Cayó de bruces, haciéndose un corte en la cara con una piedra,
cuando llegaba ya a la cima de la colina. Se desmayó.
Y le condujeron al lugar llamado Gólgoía, que significa lugar de la calavera. Allí le daban a beber
vino mezclado con mirra, mas él no quiso bebería.
(Marcos 15:22-3)
Apartó la copa. El soldado se encogió de hombros y le cogió un brazo. El otro ya se lo tenía
cogido otro soldado.
Cuando recuperó la conciencia empezó a temblar violentamente. Sintió un dolor intenso al
clavársele las sogas en la carne de las muñecas y de los tobillos. Forcejeó.
Sintió que le colocaban algo frío contra la palma. Aunque sólo cubría un pequeño sector del
centro de su mano, parecía muy pesado. Oyó un sonido que seguía también el ritmo del latir de
su corazón. Volvió la cabeza para mirar la mano.
Un soldado que enarbolaba un mazo iba clavando aquel gran clavo de hierro en su mano
mientras él yacía sobre la cruz que aún estaba horizontal en tierra. Miró, preguntándose por qué
no sentía dolor. El soldado alzó más el mazo cuando el clavo encontró resistencia en la madera.
Erró por dos veces, machacándole los dedos a Glogauer.
Glogauer miró hacia el otro lado y vio que el segundo soldado clavaba también. Era evidente
que también había errado varias veces, porque Glogauer tenía aquellos dedos magullados y
ensangrentados.
El primer soldado terminó de clavar su clavo y pasó a ocuparse de los pies. Glogauer sintió
que el hierro se deslizaba taladrando su carne, oyó el martilleo.
Utilizando una polea, empezaron a alzar la cruz para ponerla vertical. Glogauer advirtió que
estaba solo. No crucificaban aquel día a nadie más.
Vio claramente las luces de Jerusalén que se extendían abajo. Aún había algo de luz en el
cielo, pero no mucha ya. Pronto sería de noche. Había un pequeño grupo mirando. Una de las
mujeres le recordó a Mónica. La llamó.
—¿Mónica?
Pero se le quebró la voz y sólo pudo emitir un susurro. La mujer ni siquiera levantó los ojos.
Sentía la presión del cuerpo en los clavos que le sujetaban. Creyó sentir un pinchazo doloroso
en la mano izquierda. Sangraba mucho, al parecer.
Era extraño, reflexionó, que hubiese de ser él quien estuviese allí colgado. Aquel era el
acontecimiento que había ido a presenciar. No había duda, sí. Todo había salido perfectamente.
Aumentó el dolor de la mano izquierda.
Bajó la vista hacia los guardias romanos que jugaban a los dados al pie de su cruz. Parecían
absortos en su juego. No podía ver las marcas de los dados desde aquella altura.
Suspiró. El movimiento del pecho pareció lanzar una tensión suplementaria hacia las manos.
El dolor era ya muy intenso. Pestañeó e intentó aliviar de algún modo aquel dolor apoyándose
contra la madera.
El dolor empezó a extenderse por todo el cuerpo. Rechinó los dientes. Era espantoso. Jadeó,
gritó. Forcejeó.
Ya no había luz alguna en el cielo. Tapaban las estrellas y la luna espesas nubes.
De abajo llegaron voces susurradas.
—Bajadme —dijo—. ¡Bajadme, por favor!
Le inundaba el dolor. Se echó hacia adelante, pero nadie le liberaba.
Poco después, alzó la cabeza. El movimiento hizo que volviese el dolor y empezó de nuevo a
forcejear en la cruz.
—Bajadme. Por favor. ¡Basta ya!
Toda su carne, todos sus músculos y tendones y huesos de su cuerpo estaban sumergidos a
un nivel casi imposible de dolor.
Sabía que no sobreviviría hasta el día siguiente, como había pensado que podría. No había
comprendido la magnitud de su dolor.
Y a la hora nona exclamó Jesús, dando un fuerte grito: "Eloí, Eloí, Jama sabacfani" que signfica:
¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?
(Marcos 15:34)
Glogauer tosió. Fue un sonido seco, apenas audible. Debajo de la cruz, los soldados le
oyeron, porque el silencio de la noche era ya muy intenso.
—Es curioso —dijo uno—. Ayer le adoraban. Hoy parecían desear que le matáramos... hasta
los que estaban más próximos a él.
—Tengo ganas de dejar este país —dijo otro.
Oyó de nuevo la voz de Mónica.
—Son la debilidad y el miedo, Karl, los que te llevan a eso. El martirio es vanidad. ¿Es que no
te das cuenta?
Debilidad y miedo.
Tosió otra vez y volvió el dolor, pero más apagado.
Justo antes de morir, empezó a hablar de nuevo, murmurando palabras hasta que quedó sin
aliento.
—Es mentira. Es mentira. Es mentira.
Más tarde, después de que robasen su cadáver los siervos de doctores que creían que debía
tener propiedades mágicas, corrió el rumor de que no había muerto. Pero el cadáver estaba ya
pudriéndose en las salas de disección de los médicos y muy pronto estaría destruido.

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