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viernes, febrero 01, 2008

ISLAS // EL LIBRO DE LOS MARTIRES // MICHAEL MPORCOCK

ISLAS


Schmeling volvió a la penumbra de su sala de estar y acomodó su elegante y voluminoso
cuerpo en el sillón opuesto al mío.
—Disculpa por haberte dejado tan bruscamente —dijo, refiriéndose a la llamada telefónica
que le había hecho salir de la habitación.
—Pareces nervioso —dije, advirtiendo el brillo emocionado de su mirada.
—Lo estoy —dijo—. Claro que lo estoy.
Tuve que dejarlo en eso, pues no parecía dispuesto a hablar del asunto.
Pareció rechazar lo que estuviese pensando y me concedió una breve sonrisa.
—Bueno —dijo—, ¿cómo van las cosas en los círculos sociológicos?
—En círculos, para mí, en este momento —dije animadamente—. Tengo ahora un caso
particularmente interesante. Según todos los datos, medio ambiente, antecedentes familiares,
índice de inteligencia, etc., debería corresponder directamente a determinada categoría amplia,
Pero no es así. Muestra, en su pensamiento y en su conducta, todos los síntomas clásicos de un
niño de barrio bajo y pobre, un niño de un hogar destrozado... cuando, en realidad, su origen es
casi exactamente el contrario.
Schmeling parecía sólo ligeramente interesado por mi trabajo, pero se aferró a algo que dije
y eso le desvió por otra ruta.
—¿De veras? ¿Crees realmente que todas esas influencias superficiales ejercen un efecto
profundo en el individuo?
—Normalmente sí. No las considero superficiales. Pueden tener un significado profundo y
perdurable para una persona.
Sonrió paternalista.
—Yo considero los llamados rasgos heredados también superficiales... por no decir
inexistentes.
— ¡Eso me asombra! —dije, animosamente.
Schmeling parecía a punto de entregarse a uno de sus ejercicios verbales en los que
adoptaba una postura dogmática respecto a un tema que en el fondo no le interesaba
seriamente. Tal ejercicio solía ser entretenido y me dispuse a participar en el asunto, adoptando
una posición contraria a la suya e igualmente dogmática.
—Hablamos de la herencia —dijo Schmeling agitando una mano—, como de un hecho, y
hablamos de experiencia mutua como un hecho. Sin embargo, ¿cuánta experiencia se
comparte?
—Toda —dije de inmediato.
Schmeling inclinó pensativo su cabeza alargada y aguileña y luego me miró con una seriedad
insólita.
—A la gente le resulta muy fácil atribuir una pauta a la psique humana, pues hay muchas
similitudes superficiales entre los hombres. Creo, sin embargo, que deberíamos más bien
aceptar una pauta que explique las cosas cómodamente, en vez de intentar captar la idea de la
variedad y la complejidad infinitas de la experiencia humana. Una variedad sólo limitada por el
número de individuos que existen en el mundo. Yo sostengo que cada hombre es, mental y
físicamente, un individuo total, único.
—No existe eso que se llaman individuos —señalé—. Sólo existen pequeñas diferencias
superficiales de conducta.
—Yo digo que hay pequeñas similitudes superficiales que hemos llegado a aceptar como
constitutivas de la psique humana total. Pero hay abismos, amigo mío, cuya exploración aún no
se ha iniciado. Y además —dijo, con una nota de triunfo en la voz— ¿cómo explicarías el
aumento que ha experimentado en este siglo la esquizofrenia? No hay dos esquizofrénicos
iguales.
—Eso es discutible —dije.
Schmeling frunció el ceño.
— ¡Y tú te dices individualista!
—Y lo soy... dentro de ciertos límites —dije, algo acalorado.
—Tú eres un individuo —contestó él, retrepándose en su asiento y estirando los pies ante el
fuego. Me daba cuenta de que empezaba a disfrutar con la discusión, lo cual quería decir que
estaba muy seguro de poder derrotarme.
—Lo eres, realmente —insistió—. La misma imposibilidad de comunicación plena entre
nosotros lo demuestra de forma concluyente. ¿Cuánto tiempo es un elefante?
—¿Eh?
—¿Puedes contestar?
— ¡La pregunta es absurda!
—Para ti quizás, pero no para quienes conciben el tiempo en términos de masa... que son
muchos. Experimentos recientes han demostrado que la pregunta obtiene tantas respuestas
como individuos a quienes se formula. Hay muchos otros datos que demuestran mi teoría, los
que ven el domingo como un color determinado, mientras que otros lo ven como una línea de
determinada longitud; todo lo visto con los ojos de la mente, oído con los oídos de la mente,
inhalado con la nariz de la mente, tocado con el tacto de la mente, saboreado con el paladar de
la mente, significa algo completamente distinto para cada cual. Yo sostengo que es ahí donde
está la realidad, en los sentidos de la mente, donde experimentamos lo que queremos
experimentar y no lo que nos han dicho.
—Esta conversación no nos lleva a ninguna parte —dije—. Las preguntas abstractas respecto
a la naturaleza humana, sólo pueden llevar a respuestas abstractas.
—Cierto —dijo mirándome triunfalmente, como si deliberadamente me hubiese inducido a
admitir algo—. Pero cuando aparece una solución concreta, produce el efecto de hacer también
concreto el problema. ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—Bueno, recibí prueba concreta, no hace mucho, del hecho de que cada hombre existe como
individuo, total e irreversiblemente, de que, aunque el medio y la "herencia" actúen sobre él
desde el nacimiento, actúan para hacerle parecer un no individuo. ¿Captas la diferencia?
Empieza por ser un individuo completo, pero influencias superficiales le fuerzan a no ser,
¿comprendes?
—Decías que la sociedad impone al individuo una pauta que, en general, consideramos
inherente a él. Tu ejemplo extremo sería el individuo de clase media que se adapta
rigurosamente, imagino.
—Podrían citarse ejemplos más trágicos... el Zeitgeist que dominó Alemania en los años
treinta, por ejemplo.
Hizo una pausa, aparentando pensar en su país natal, que había abandonado hacía ya tantos
años.
—Un término alemán —musitó— para describir la Enfermedad Germana: la necesidad de
aplicar pautas y generalizaciones a todos los aspectos de la existencia humana. Al insidioso
Freud, el alemán debía resultarle un idioma, hecho a la medida, para sus doctrinas. Un idioma
con tantas palabras inconcretas, lleva a una especie de pensamiento inconcreto que a mí me
parece detestable.
Se encogió de hombros y cabeceó.
—Pero el burgués es un buen ejemplo.
Se levantó. Su cuerpo grande y vital se tensó como si fuese un actor a punto de soltar un
parlamento, pero en vez de hablar de inmediato, me dejó en suspenso, mientras se servía una
porción de su horrible tabaco de yerbas de una caja del aparador. Una vez cargada y encendida
su pipa de boquilla metálica, invadió mis narices el humo dulzón, mucho menos agradable que
el tabaco ordinario; volvió a ocupar su asiento junto al fuego.
—Y quizás el psicópata esquizofrénico (el rebelde sin causa) sea el ejemplo extremo del
individuo que experimenta el evidente error que entraña este conformismo, y reacciona contra
él violentamente.
—Un millón de burgueses no puede equivocarse —dije irónicamente, y él sonrió sin sacar la
pipa de la boca.
—Un solo psicópata tampoco puede equivocarse. Un psicópata aislado, según su propio y
pequeño universo, está absolutamente en lo cierto, absolutamente justificado para adoptar
cualquier curso de acción que elija... ¡simplemente porque él lo elige!
—Pero, por desgracia, esta actitud desemboca en la anarquía —dije—. Si el individuo no se
adapta hasta un cierto grado, sus acciones interfieren con las de otras personas, produciendo
caos si tiene éxito, o una mayor limitación de su libertad. Tengo razón yo.
—Tienes razón hasta cierto punto —dijo, con un cabeceo—. Pero si todos aceptasen el
derecho del individuo a ser un individuo y se eliminase la tiranía del conformismo, quizás
pudiésemos dar a la existencia una mayor dignidad... y seguir trabajando juntos como
individuos que ayudan a individuos...
—Casi estás hablando de política —le advertí con una sonrisa, añadiendo: —O de religión...
las dos pertenecen al reino de lo indemostrable.
—Las dos atraen a los psicópatas, en cierto modo. La prueba es el hecho de que tanto los
movimientos religiosos como los políticos, tienden claramente a disgregarse casi en tantos
grupúsculos como los individuos que los componen.
—De acuerdo —dije yo—. ¡Pero dijiste que tenías pruebas concretas de que todos los
hombres son distintos!
—No señor... siempre que entre en esta discusión "la igualdad", yo diría que había
demostrado que todos los hombres son iguales en que todos son distintos y existen —hizo una
pausa teatral y le envidié por su gesto, por su voz resonante— ¡existen en universos físicamente
distintos!
— Vamos, qué dices...
—El tiempo y el espacio son relativos. Y el tiempo y el espacio de un individuo son relativos al
tiempo y el espacio de los demás. Pero no son lo mismo. Tengo pruebas de que cada hombre
existe en su continuo espacio temporal propio, así como en el más amplio que todos
compartimos. ¿Por qué una hora para un hombre pasa lentamente y para otro rápidamente?
—Depende de su estado mental en el momento que experimenta el transcurso de esa hora,
sin duda...
—Su estado mental... exactamente. Impone su propio sentido temporal al tiempo que le
dicen que es correcto.
—¿Pero qué me dices de esa prueba de que hablábamos? —contesté, viendo que la
conversación perdía dinamismo.
—Está bien —dijo, mirando el reloj. Se retrepó en su asiento y empezó, a la manera de un
narrador de cuentos, eligiendo cuidadosamente todas las frases. Yo también me acomodé,
esperando que me entretuviese, pues Schmeling era un buen narrador que sólo necesitaba
público atento para desplegar su habilidad.
—Hace unos cuantos meses (dijo, con su voz profunda y levemente acentuada), estaba yo
gozando de un día de ocio en mi clínica de la calle Harley, distribuyendo simpatía y aspirina
disfrazada a las ancianas que financian mi investigación privada, cuando la arpía de la
recepcionista entró a toda prisa, hecho sumamente raro, dada su edad. A mis cuentas no les
gustan las recepcionistas jóvenes.
—Está en la sala de espera la señora Thornton —cloqueó.
—Pero si no tiene cita —dije irritado. Esas mujeres son hipocondríacas o incurables. Las elijo
con cuidado, puesto que en cualquiera de los casos me dan muy poco trabajo.
La señora Thornton era un poco ambas cosas: Una hipocondríaca incurable, y, por otra parte,
una mujer encantadora, al final de la mediana edad, muy rica y animosa aún, siempre que
descansaba de sus ataques de jaqueca, que ella misma se provocaba. Sí, era realmente muy
rica y, además, me agradaba bastante. En consecuencia, tras una breve deliberación, dije a mi
recepcionista que la hiciera esperar un poco más y la mandara pasar luego.
En una actividad como la mía, no debe atenderse de inmediato la visita inesperada de una
paciente. Si sacan la conclusión de que estás allí a disposición de todo el mundo, creen que no
vales nada como médico.
Así que pasó por fin la señora Thornton, piel deliciosa y un poquito de perfume demasiado
caro. La cara habilidosamente maquillada y el pelo gris teñido dispuesto en un lindo peinado.
Pero advertí que estaba alterada, percibí un pequeño chorrete de cosmético en la comisura de
su ojo izquierdo.
Ella, la equilibrada señora Thornton, parecía haber estado llorando en público.
Me levanté y le indiqué una silla para sentarse. Se sentó al borde.
—Parece usted enferma, señora Thornton —dije solícito, percibiendo que había deseado
tener una jaqueca especialmente grave.
—No es nada físico, doctor Schmeling —dijo ella—, pero no estoy segura de que el dolor
espiritual que sufro me produciré otra jaqueca.
Me sentí de nuevo irritado.
Mis pacientes suelen traerme sus problemas emotivos y esperan que los resuelva. En
realidad, suele bastar oírles con comprensión y decirles unas palabras ambiguas y suaves de
consuelo. Así pues, me preparé para oírla, tomando mentalmente nota de añadir aquella
consulta a la próxima factura.
—Ahora cálmese —dije con la voz ronca y cordial que da, al mismo tiempo, la impresión de
integridad profesional y calor humano.
—Explíqueme el problema, antes de pedirme que lo resuelva.
Esbozó una breve sonrisa agradecida, respondiendo maravillosamente a las claves emotivas
que yo estaba aplicándole.
—Se trata de mi sobrino, doctor; él es quien tiene problemas, no yo.
—¿Está enfermo?
No me agrada tratar a los pacientes masculinos, porque siempre hay grandes posibilidades
de que logren atravesar mi fachada, tan necesaria para poder continuar con mi trabajo privado.
Me dispuse, sin embargo, para lo peor, considerando que la aportación de la señora Thornton
era mucho mayor que las de mis otras pacientes.
—Físicamente no —dijo la señora Thornton dirigiéndome la mirada conmovedora de quien
confía en un amigo y espera ayuda.
—Mentalmente —apunté, sólo con el énfasis justo y prudente.
Asintió con un gesto.
—Pero, mi querida señora Thornton, dése usted cuenta de que no soy psicólogo. No soy más
que un simple médico...
Estaba mintiendo, por supuesto, puesto que aunque sólo tengo título de médico, mi trabajo
en realidad se centra en captar las peculiaridades psicológicas de mi clientela.
—Lo sé, lo sé —dijo ella con vehemencia—. Pero es usted tan comprensivo, doctor, en mi
propio caso. Usted se da cuenta de que la jaqueca se debe a la tensión mental, nerviosa y
emotiva, así que pensé...
Controlé el impulso de sonreír. Todos los que sufren de jaqueca tienden a atribuir causas no
físicas a su estado, cuando, por regla general, un simple acto físico de agacharse o comer un
alimento inadecuado es la causa de tal dolencia.
Así que en vez de sonreír, asentí firme y cordial.
—Cierto, cierto, cierto —murmuré a la manera mística de tantos psiquiatras, aludiendo a
cosas que sólo podrían saber los discípulos plenamente ilustrados de Freud. No hay duda al
respecto. Son el nuevo sacerdocio.
—Entonces... hágame un favor, doctor, venga a verle. Intente ayudarle. Le suplico que sea
discreto en este asunto... habría un verdadero escándalo público si...
—Por supuesto —dije en tono conspiratorio—. Y si yo no puedo ayudarle, puedo
recomendarle a un amigo sumamente discreto, un especialista de trastornos mentales. Un
hombre extraordinario, se lo aseguro, de inteligencia e integridad indudables.
Pero ella me quería a mí. Me dispuse, pues, a interpretar un papel particularmente largo.
¿Has advertido alguna vez cómo actúa la gente, de modo totalmente inconsciente, en pautas
establecidas de expresión y emoción que se ajustan a categorías concretas, simpatía, justa
indignación, desconcertada aflicción, etc., cuando en realidad, bajo la superñcie, aunque no lo
admitan ante sí mismos ni un instante, no sienten nada de lo que expresan hacia el exterior?
Gestos, gestos... apuntalando el absurdo disparatado de la vida moderna. Y gracias a las
modernas comunicaciones, nos convencen cada vez más, del Modo Correcto de Sentir en una
Situación Dada. Lo cual sin duda resulta confortante. Dios mío, somos como escarabajos
acuáticos que patinan por la viscosa superficie que cubre el agua clara y pura de abajo. Y, peor
aún, contribuímos a la propagación y el crecimiento del cieno, amontonándolo más y más hasta
que, de cualquier modo, nos hundimos con su peso hacia el fondo. ¿Qué crees que sucederá
luego? ¿Locura? Pero me desvío...
La casa que la señora Thornton tiene en la ciudad se encuentra en la tranquila Plaza
Belgravian. La llevé allí mismo, yo, en el coche, dejando una nota a mi recepcionista para que
cancelara las demás visitas del día.
En la entrada principal se alzaban dos columnas de mármol y cruzamos la gruesa puerta de
roble que daba a un frío e imponente vestíbulo, también del mismo mármol desnudo.
Entregamos los abrigos a una atractiva doncella, a quien la señora Thornton preguntó dónde
estaba el señor Davenport.
—En el estudio, señora —contestó la doncella mirándome inquieta.
—¿Querrá usted decirle que he traído al doctor Schmeling y que nos gustaría verle en el
salón?
Entramos en un salón grande y claro decorado con un estilo vagamente Victoriano. Un
pesado secretaire había sido convertido en mueble bar, y la señora Thornton me ofreció bebida.
Acepté un jerez seco y allí me quedé dándole sorbos mientras esperábamos a Nicholas
Davenport. La señora Thornton se movió nerviosa por la estancia un momento y por fin se
sentó en el brazo de un sillón.
Entró Nicholas: pálido, abatido, desafiante. Era un joven de pelo oscuro y apariencia
claramente frenética, que me estrechó la mano con demasiada firmeza cuando nos presentaron,
y se dirigió de inmediato al mueble bar y se sirvió un trago. Yo esperaba que proclamase que no
necesitaba ningún médico, pero, por el contrario, se volvió, aún mirándome desafiante, y dijo:
—Ojalá pueda usted hacer algo para resolver esto, doctor.
Aquella actitud de desafío era, al parecer, algo permanente y dirigido al mundo en general
más que a un individuo concreto.
—Quizá pueda —dije mirándole con cierto nerviosismo, preguntándome qué pensaría de mí—
¿Le importaría explicarme qué le pasa?
—Muchas cosas —dijo, adoptando una pose romántica junto a las cortinas.
Esto, decidí entusiasmado, va a ser una escena de alto nivel dramático. Pero, en aquel
momento, subestimaba a Daventport. Más tarde sabría que era un buen actor, en el sentido al
que sabes que me refiero. Pero, por alguna razón, había confundido completamente los versos,
había perdido las notas... o, al menos, aplicaba versos y notas propias a una obra que los
rechazaba y se sentía incómoda con ellos. Mi primer vislumbre de esto llegó poco después de
que la señora Thornton abandonase prudentemente la estancia y él y yo nos quedásemos
mirándonos con los vasos en la mano, como si nos hubiésemos desafiado a un duelo y nos
dispusiésemos ya a abrir fuego.
—Tengo entendido que usted no es psicólogo, doctor Schmeling.
—No, sólo soy médico. Pero tengo cierta inclinación personal hacia la psicología. Sin
embargo, si quiere usted consultar con un hombre más cualificado...
—No, no... perdone, pero temo que una persona que no esté muy familiarizado con...
trastornos mentales... podría calificar de absurdo lo que le dijera.
Negué con un gesto, curioso.
—No sucederá eso —le dije—. Aunque quizás me vea forzado a recomendarle un especialista,
si no me considero competente para tratar su caso.
—Me parece muy bien —dijo él—. Mi problema es que tengo ensueños, ilusiones.
Reprimí el impulso de discutir filosóficamente el significado de ambas palabras y, en vez de
hacerlo, enarqué las cejas.
—¿De qué clase, señor Daventport? —De muchas clases. Tengo ilusiones de un
distanciamiento físico completo, en el que mi mente mira hacia abajo y contempla mi cuerpo y
lo observa con objetividad clínica. Ilusiones de tamaño, en que soy a veces tan pequeño como
la punta de alfiler en la inmensidad del espacio infinito y, al mismo tiempo, tan grande como
para empequeñecer el universo. Ilusiones de oír voces que dicen frases que yo no podré oír
hasta días después o que debería haber oído días antes; ilusiones en las que un lugar me parece
conocido pese a no haberlo visitado nunca... deja vu, creo que le llaman... ilusiones en las que
un lugar que conozco desde hace años, por ejemplo esta casa, se vuelve de pronto extraño,
como si lo viese por primera vez. Le he enumerado algunas, muy pocas, doctor...
Fruncí el ceño, pensativo. En realidad, todas las ilusiones que me había mencionado eran del
mismo género. Eran lo que llamamos "imágenes hipnagógicas", las ilusiones que se
experimentan antes de dormirse, las ilusiones que se producen en el estado de duermevela,
entre el dormir y el soñar. He leído que tales ilusones se parecen muchísimo a las provocadas
por la mescalina y otras sustancias similares.
—Todos padecemos ilusiones de ese tipo —dije a regañadientes, al ver, desilusionado, que
su problema no era, en realidad, tan espectacular—. Yo mismo las tengo a veces.
—Sí claro —dijo rápidamente—. A veces. A veces, doctor. Pero, ¿las tiene usted siempre? ¿Se
ve usted obligado, como yo, a ejercer un control rígido y deliberado sobre sí mismo, a forzarse a
un comportamiento normal, para poder conversar razonable y lógicamente, para caminar unos
metros hasta un quiosco y comprar un periódico, a ejercer una tremenda concentración si desea
ver ese periódico en sus manos y leerlo?
—No, por supuesto que no —dije, sintiéndome ya interesado.
—Por supuesto que no —dijo él.
Con el pálido rostro crispado, frunció los labios, los humedeció y continuó:
—Hace algún tiempo, en circunstancias más o menos parecidas a las que le he descrito, me
tropecé con la fuente de una cita muy utilizada. Un poema de John Donne, ese charlatán, ese
místico estúpido... "Ningún hombre es una isla"... sin duda lo recuerda usted, ese absurdo
sermoneante y panteísta. Pues bien, yo soy una isla, doctor, estoy aislado de mis semejantes la
mayor parte del tiempo por mares más impenetrables que la inmensidad del espacio
intergaláctico... soy una isla que existe en mi propio espacio, en mi propio tiempo... En realidad,
en mi propio universo, que tiene escaso contacto con el universo que le rodea.
Debes darte cuenta de que por entonces, aunque interesado, no estaba tan convencido como
ahora de lo que es literalmente la individualidad física. Buscaba inútilmente algo que decir. Sólo
pude formular un tópico:
—¿Y cuando empezó a experimentar todo esto? —le pregunté.
—Hace algunos años —dijo con impaciencia—. Al principio, como usted indica, sólo entre la
vigilia y el sueño, luego entre el sueño y el despertar, luego continuaron a lo largo de la mañana
y luego todo el día y toda la noche. No estoy loco, doctor. Sé que no lo estoy. Pero pronto me
volveré loco con la tensión de tener que mantenerme anclado a la realidad.
—Bien, haga una cosa —le dije—. No aplique ningún control, para que yo pueda, digamos,
observar los síntomas como haría en un caso médico normal.
—No aplicar ningún control... Doctor, ni siquiera estoy seguro de poder recuperar luego el
control, si lo hiciese.
Pareció cavilar un instante y luego alzó los ojos hacia mí; el apagado brillo desafiante
sustituido por la mirada de súplica que he visto en los agonizantes que temen la muerte.
—Si eso significa que podrá usted curarme, lo haré.
—No puedo garantizárselo hasta ver de qué se trata —dije casi con la misma vehemencia
que él.
— ¡Entonces, vea, por dios!
Los músculos de su rostro parecieron relajarse hasta tal punto que parecía que se le alargara
toda la cara. Se tambaleó y le ayudé a sentarse en un sillón.
—Ya te lo he dicho, tía, no tengo ningún deseo de ver a un psiquiatra —su tía no estaba allí,
por supuesto. ¿Estaría reviviendo la discusión que había inducido a la señora Thornton a
consultarme?
Retrocedí cuando él se levantó del sillón e inició una extraña e inquietante pantomima. He
visto escenas similares en casos de conmoción extrema, en que el paciente reproduce la fase
que conduce a la experiencia traumática una y otra vez. Pero incluso en esto había algo extraño.
Sus labios formaban frases, pero yo no podía oír que decía. Luego hizo todos los
movimientos de quitarse la ropa, aunque su ropa seguía sob¿e su cuerpo. Luego se sentó.
¡Se sentó tranquilamente en el aire!
Asombrado, por no decir aterrado, me acerqué a él y le cogí, me arrodillé y palpé el aire bajo
suyo, vi que tenía los pies ligeramente alzados del suelo.
Luego sus brazos se movieron y le cayó la cabeza sobre el pecho, como si hubiera perdido el
conocimiento. No podía seguir allí contemplando aquello, así que le cogí y le zarandeé
suplicándole que despertase.
Abrió los ojos y miró a su alrededor, pero parecía que no me veía.
—Doctor —dijo— Creo que lo ha conseguido.
Pero miraba más allá de mí, a mi izquierda, dirigiéndose quizás a alguna imagen invisible de
mí mismo.
Antes de que yo perdiera por completo el control, le agarré de nuevo por los hombros y le
dije con angustia al oído:
—Daventport... Daventport... Soy el doctor Schmeling... está usted en el salón de casa de su
tía. ¿Puede oírme? ¿Me entiende?
Su pálido rostro se volvió lentamente y su cuerpo temblaba. Los músculos se tensaron una
vez más mientras miraba con dificultad hacia mí.
—Le entiendo. Recuerdo. Pero, ¿qué he hecho? No localizo ningún recuerdo de...
—Escuche —dije con vehemencia—. Quiero que venga usted conmigo a visitar a un íntimo
amigo mío, un físico llamado King... este caso no pueden resolverlo ni los psicólogos ni los
médicos, estoy seguro. Iremos a verle ahora... ¿está de acuerdo?
—¿Me ayudará?
—Si hay alguien que pueda ayudarle, sólo puede ner King —prometí nervioso.
—Está bien.
Expliqué a la señora Thornton una vaga historia de que su sobrino necesitaba que le
examinase en mi consultorio y le metí en mi coche. Cruzamos Londres y fuimos al Instituto de
Investigaciones Especiales que dirigía King.
Pronto estuvimos en el despacho de King y le expliqué cuanto sabía. Luego él escuchó la
historia de Davenport.
—Habéis hecho muy bien en venir aquí —dijo—. Te lo agradezco, Schmeling, pues sabes que
actualmente estoy investigando los diversos grados de conciencia física. Hay varios psicólogos
trabajando con nosotros, claro está, y entre todos podremos ayudar al señor Davenport, y de
paso —añadió sonriéndome—, obtener algunas informaciones valiosas de los experimentos que
quizás tengamos que realizar para hallar una cura.
—Así que voy a ser una especie de conejillo de Indias, ¿verdad? —dijo con aspereza
Davenport.
—Sí —contestó King—. Debe recordar usted que cuanto más sepamos sobre su... ejem...
trastorno, más fácil será la tarea de ayudarle a readaptarse a la realidad.
Poco después se acordó con la señora Thornton que Nicholas Daventport permanecería en el
Instituto hasta que estuviese curado. Prometimos máximo secreto y preferíamos realmente
mantenerlo, porque el trastorno de Daventport era tan asombroso que si llegaba cualquier
rumor a los voraces oídos de la prensa sensacionalista, nos caerían encima los informadores.
Pasó el tiempo y, por fin, King y su equipo lograron construir un prodigioso ejemplar de
máquina capaz de registrar las experiencias de Daventport mientras éste sufría sus ilusiones y
de retornarlo, al menos en cierto grado, a la realidad.
Los datos se acumularon, se seleccionaron y se investigaron. Y poco a poco fuimos llegando
a ciertas conclusiones respecto al carácter del problema de Daventport.
Daventport no sólo habitaba en un universo privado escasamente relacionado con nuestro
común y compartido tiempo y espacio, sino que si se le dejaba por entero dentro de él,
comprobamos que adoptaba un rumbo y una forma definidas, como sí su existencia tuviera una
progresión lógica a través del tiempo y del espacio. Sus experiencias pasadas, presentes y
futuras, estaban dispuestas de forma perfectamente ordenada salvo en un detalle: sus
experiencias pasadas existían, a veces, en nuestro futuro, y sus experiencias presentes o futuras
existían a menudo en nuestro pasado.
En fin, el caso era que habíamos investigado a Nicholas Daventport y cabía la posibilidad de
que fuera sólo un caso raro y único, que no hubieran otros como él. Pero teníamos que ponerlo
a prueba... así que me ofrecí voluntario. Por entonces, sus experimentos con la primera
máquina, les habían capacitado para crear otra que, si operaba de acuerdo con el principio que
ellos habían previsto, podría tener el efecto de lanzarme a lo que empezábamos a llamar "el
estado hipnagótico permanente".
La máquina, una obra maestra, producía en el metabolismo humano los efectos controlables
de ciertas drogas, como la mescalina, el ácido lisérgico o el adrenolitín, ejerciendo control
electrónico directo sobre la mente y sobre el torrente sanguíneo.
Así pues, pasase lo que pasase, seguro que iba a disfrutar de algunas experiencias
personales interesantes.
Me senté en la silla mientras enfocaban la máquina sobre el cuerpo. También había un
instrumento del tipo que ya he mencionado.
Empezaron las pruebas.
Las ilusiones eran muy claras, de hecho bastante más nítidas que la mayoría de las
experiencias ordinarias. Incluían voz, imágenes, acción, olores y mi sentido del tacto, así como
un cierto estado de suave éxtasis emotivo que rápidamente podía convertirse en estado
suavemente depresivo. Esta confusión, luego empezó a aclararse, y las ilusiones y las
impresiones empezaron a formar una pauta definida hasta que sentí que vivía una vida
ordenada apenas distinta a la que vivía normalmente, salvo por el hecho de que parecía saber
mucho mejor cómo era todo; parecía, si lo prefieres, más familiarizado con todo.
Según supe más tarde, me soltaron luego de mi asiento y me permitieron moverme a mi
gusto y me situaron frente a Daventport, que se hallaba en un estado similar.
Aunque le vi con toda claridad, no sentí el menor interés por él, no sentí el menor deseo de
acercarme a él ni de interferir verbal o físicamente en su existencia personal. Sin embargo, al
cabo de un rato, él se me acercó y me dijo cortésmente:
—Así que es usted también libre, doctor Schmeling. Sin duda nos han puesto en contacto
deliberadamente y no sé cómo, pero si nos permiten seguir en este estado, deseo comunicarme
con usted en algún periodo en que el tiempo y el espacio del universo sean favorables para otro
encuentro... quizás nos hayamos encontrado ya en su pasado y en mi futuro, ¿no cree?
—Aún no —contesté.
¿Te das cuenta del nuevo estado de nuestra existencia? Estábamos viviendo sin estar
directamente implicados en lo que eran universos privados separados prácticamente por
completo. La naturaleza del tiempo había cambiado, o al menos nosotros habíamos cambiado
en relación con la naturaleza del tiempo, ¡y era muy posible que un individuo recordase un
encuentro que para otro aún no había tenido lugar! ¡Eramos libres! Eramos absolutamente libres
y estoy convencido de que vivíamos lo que es la verdadera y natural existencia del ser humano.
No sé qué extraño azar se produjo en la tierra, que nos llevó por el mal camino. Pero la
verdad, quedaba patente y clara. Los torpes tanteos de místicos, filósofos y científicos para
desvelar esta revelación, habían sido bloqueados por el mundo en general durante siglos.
Realizamos pruebas similares con grupos amplios. King estaba tan emocionado como yo. No
hicimos tentativa alguna de "curar" a Davemport, y en cuanto comprendimos lo que le había
sucedido, lo que debe haberles sucedido a miles de pobres "esquizofrénicos" y "víctimas de la
locura" encerrados en todo el mundo, aceptamos su estado como normal... y nuestros estados
como anormales.
Observando los experimentos con grupos amplios, vimos el paraíso, vimos el infierno, amigo
mío; bandadas de ángeles viviendo una existencia personal pacífica y ordenada, libres de las
cadenas de la supuesta uniformidad, de la posición de actores interpretando papeles en una
mala obra, hombres reales realizando acciones reales significativas e importantes para su
existencia personal.
Aquel estado excluía, además, cualquier interferencia en las vidas de sus semejantes.
Es lo que los políticos han estado proclamando durante años, sin lograrlo nunca.
Gracias al joven Nicholas Daventport, hemos logrado que la humanidad se libere de la
esclavitud de la uniformidad. Morirá la tribu, morirá la nación: habrá sólo hombres y mujeres
independientes.
Schmeling, estirando su alargada y aguileña cabeza se inclinó hacia mí y apoyó sus dedos
largos de uñas cuadradas sobre la tapicería del sillón.
—Libertad —repitió—. ¡Libertad auténtica!
Pero yo no compartía su entusiasmo. En realidad, la idea me horrorizaba. Era imposible, para
empezar. Pero la sola idea, aquel concepto irresponsable, bastaba para enfurecerme. Me
controlé lo mejor que pude.
—Un buen cuento, Schmeling —intenté sonreír—. Estás en forma. Pero, amigo mío, la idea
misma de una existencia tal, resulta pasmosa para un hombre inteligente. La sociedad, tal como
la entendemos, se derrumbaría. Sin organización no puede haber civilización, no podría haber
edificios ni ferrocarriles, ni siquiera periódicos.
—Pero podríamos tener libros... ¡libros amorosamente producidos por un hombre con su
propia imprenta!.
—¿Cuántos libros? ¿Y cómo se distribuirían? ¿Cómo conseguiría su tinta, sus tipos, las piezas
de repuesto para su imprenta? ¿Y quién los leería?
—¿Qué quieres decir?
—¿Acaso tienen los animales deseos de leer libros, Schmeling?
—¿Qué tiene eso que ver?
—Claro que tiene que ver... ese estado que te parece tan deseable es una existencia animal,
¿es que no te das cuenta?
—Tienes una visión limitada —dijo él, y pareció relajarse deliberadamente en su sillón—. En
realidad, la clase de comunicación a que me refiero no necesita ningún tipo de libros. Es un
estado de éxtasis, amigo mío... es el cielo en la tierra. ¡Es lo que nos han prometido durante
años!
—Muy bien, no hacen falta libros. Pero el hombre no vive sólo de libros... ¡También vive de
pan!
—El individuo encuentra las vitaminas que necesita por... bueno, por una especie de instinto
que no puedo explicar.
Lancé una sonora carcajada ante esta afirmación tan ingenua en un físico culto.
—Lo siento, Schmeling, pero nuestra conversación es cada vez más ridicula. Me metí
demasiado en tu historia. Olvidemos toda esta charla de "estados perfectos" y "experiencia
trascendente", pues de lo contrario acabaremos como dos viejos sacerdotes budistas disputando
en un monasterio.
Pero no quiso acceder a mi deseo de dejar el tema antes de que la discusión se enconase y
amenazase nuestra amistad.
—No —insistió—. Míralo de este modo: eres un hombre humanitario y liberal, ¿no es cierto?
Das al individuo derecho a sostener sus propias ideas siempre que no interfieran
perjudicialmente con otro individuo.
Asentí sin escuchar, en realidad, pues ya me aburría la discusión.
—Las ideas son grandes o pequeñas según el individuo —continuó—. ¿Aceptarías que si
criticamos sus ideas según nuestra propia escala de valores, estamos siendo injustos con este
hombre?
—Sí.
—Lo mismo que es posible que un número infinito de cosas ocupen el mismo espacio que
nuestro planeta, teniendo espacio y tiempo como nosotros pero existiendo asimismo en una
serie de dimensiones distintas, así también todo ser humano tiene "dimensiones" individuales
propias. Hay muchos casos en que se comparten dimensiones comunes, pero precisamente por
ser esto cierto no tenemos más remedio que concluir que en consecuencia se comparten ¡todas
las dimensiones! Has de admitir , luego, que el derecho de ese Hombre a ser un individuo es
una necesidad tanto física como filosófica. ¡Que el aceptar las dimensiones compartidas como
las únicas importantes o "reales" y rechazar las individuales deJ individuo como "antinaturales" o
"erróneas" es negar una verdad física!
—Vamos, Schmeling. Te has enredado en tu especulación demasiado para que podamos
seguir con este asunto. Cálmate, llena esa pipa que yo ya me iré dentro de un momento. He de
admitir que nunca esperé oír decir tantos disparates a un hombre de tu inteligencia y tu sentido
común. Lo que postulas tú es la anarquía total... un estado odioso para cualquier criatura
racional. Gracias a Dios, las cosas no son así.
Miré con curiosidad a Schmeling, que se había relajado del todo y llenaba su pipa como le
había propuesto. Rió para sí, como por algún chiste particular.
—Veo que te das cuenta de que tengo razón —dije, sonriendo y levantándome.
—Ya verás tú como la tengo yo —dijo, riendo entre dientes.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, mi querido amigo, hemos construido ya varías máquinas como la que te describí.
Grandes. Están situadas en puntos estratégicos del mundo. Dentro de unas horas inundaremos
el planeta con sus efectos y empezará la vida real para los seres humanos, la Nueva Era... ¡La
era de la salvación!
No pude aguantar más.
Conmovido y alterado al ver un comportamiento tan infantil en una inteligencia tan
magnífica, me volví a casa. Pero sin poder liberarme del presentimiento de que lo que me había
dicho no era más que la libertad.
Ahora estoy en casa y sentado en mi estudio éstas escribo para notas análisis era en ello lo
que mi nutrida esa convicción orden...

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