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lunes, septiembre 07, 2009

Cuentos de la Alhambra

Cuentos de la Alhambra

Washington Irving




El Palacio de la Alhambra

En mayo de 1829, acompañado por un amigo, miembro de la Embajada rusa en Madrid, capital de España, inicio el viaje que había de lle­varme a conocer las hermosas regiones de Andalucía. Las amenas incidencias que matizaron el camino se pierden ante el espectáculo que ofrece la región más montañosa de España, y que comprende el an­tiguo reino de Granada, último baluarte de los cre­yentes de Mahoma.
En un elevado cerro, cerca de la ciudad, se ha construido la antigua fortaleza rodeada de gruesas murallas y con capacidad para albergar una guarni­ción de cuarenta mil guerreros.
Dentro de ese recinto se levantaba la residencia de los reyes: el magnífico palacio de la Alhambra., Su nombre deriva del término Aljamra, la roja, porque, la primitiva fortaleza llamábase Cala- al- hamra, es decir, castillo o fortaleza roja.
Sobre sus orígenes no están de acuerdo los inves­tigadores. Para unos la fortaleza fue construida por los romanos; para otros, por los pueblos ibéricos de la comarca y luego ocupada por los árabes al con­quistar el territorio de la península.
Expulsados los moros de España, los reyes cristia­nos residían en ella por breves temporadas. Después de la visita de Felipe V, el palacio cayó en el más completo abandono.
La fortaleza quedó a cargo de un gobernador con numerosa fuerza militar y atribuciones especiales e independiente de la autoridad del capitán general de Granada.
Para llegar a la Alhambra es necesario atravesar la ciudad y subir por un accidentado camino llamado la "Cuesta de Gomeres", famosa por ser citada en cuantos romances y coplas corren por España.
Al llegar a la entrada de la fortaleza, llama la atención una grandiosa puerta de estilo griego, man­dada construir por el emperador Carlos V.
Ante ella, en banco de piedra, dormitaban dos viejos y mal uniformados soldados, mientras que el centinela (por su edad debía ser una verdadera reliquia militar) conversaba con un zaparrastroso in­dividuo que al punto se me ofreció como guía y buen conocedor de la Alhambra.
Con cierto recelo acepté sus servicios, los que más tarde resultaron de mucha utilidad. Seguimos por un camino cubierto por frondosos árboles, pudien­do ver a nuestra izquierda las cúpulas del palacio, y a la derecha, las célebres Torres Bermejas, cuyo color rojo herían los rayos del sol.
Subiendo la sombreada cuesta, llegamos a una for­tificación construida para defender la entrada de los fuertes y que recibe el nombre de barbacana. Ella guarnecía la "Puerta de la justicia" porque en aquel lugar solían reunirse los jueces para atender pequeños asuntos. Atravesando esta torre se observa la "Plaza de los Aljibes", donde los moros han per­forado profundos pozos que surten a la fortaleza de agua fresca y cristalina.
Frente a la plaza se encuentra, a medio construir, el palacio que, según Carlos V, debía eclipsar en belleza todas las artes árabes.
Pasando por él, entramos con cierta emoción al palacio de la Alhambra. Nos creímos elevados a le­janos tiempos y rodeados de personajes de leyenda.
Con suma curiosidad examinamos el gran patio cubierto por lajas de mármol, denominado el "Patio de la Alberca", en cuyo centro luce un estanque de cuarenta metros de largo por diez de ancho, lleno de pececillos de colores y rodeado de hermosas flores.
En uno de los extremos del patio se encuentra la Torre de Comares, mientras que por su frente, des­pués de atravesar un artístico arco, se entra en el célebre "Patio de los Leones". En su centro, la famo­sa fuente, apoyada en doce leones, arroja tenues hilos de agua, que magnifican las hermosas filigranas sos­tenidas por delicadas columnas de mármol blanco.
Sobre el patio da la maravillosa "Sala de las Dos Hermanas", cuyas paredes cubre un zócalo de vis­tosos azulejos, en los que están pintados los escudos de los reyes y que contribuye a destacar los artísti­cos relieves y vívidos colores que adornan las paredes.
Frente a esta cámara se encuentra la "Sala de los Abencerrajes", donde, según la leyenda, encontra­ron la muerte los miembros de esa familia, rival de los Zegríes.
La Torre de Comares y un original deporte volvimos sobre nuestros pasos para visitar la célebre torre que lleva el nombre de su constructor, donde se encuentra la renombrada "Sala de los Embajadores", artísticamente decorada, y el "Tocador de la Reina"', especie de minarete donde las bellas princesas se distraían en la contem­plación del paisaje que rodea la fortaleza.
Un fresco amanecer resolvimos ascender a la ele­vada torre para admirar desde ella la hermosa vista de Granada y sus fértiles caronpiñas.
Debimos subir por una larga, oscura y peligrosa escalera en caracol que nos impuso varios descansos hasta conseguir llegar a lo alto. Desde allí íbamos contemplando los lugares más renombrados de la Alhambra. A nuestros pies se abría paso entre las montañas el "Valle del río Darro", cuyas arenas arrastran partículas de oro. Al frente se elevaba, en lo alto de una colina, "El Geeneralife", soberbio pa­lacio donde los reyes moros, pasaban los meses de verano. Luego fijamos nuestra vista en el concurrido paso que lleva el nombre de "Alameda de la Carre­ra de Darro" y en "La Fuente del Avellano". Luego, en un desfiladero conocido peor el "Paso de Lope" y el "Puente de los Pinos", famoso, no tanto por los sangrientos combates que libraron cristianos y mo­ros, sino porque allí Cristóbal Colón, descubridor de América, fue alcanzado por un enviado de la reina Isabel, cuando, convencido de que nada po­día hacer España, se dirigía a Francia para someter a consideración del rey de ese país su magnífico proyecto.
Después de admirar el paisaje, cuando el sol hacía imposible nuestra permanencia en aquel lugar, nos disponíamos a descender; observamos, con gran sor­presa, que en una de las torres de la Alhambra dos o tres muchachos agitaban largas cañas, como si qui­sieran pescar en el aire.
Nuestro asombro creció al ver -que en otros lu­gares ocurría lo mismo. No había muralla o torre a la que no se hubiesen encaramado los singulares pescadores.
Preocupados y haciendo toda clase de suposicio­nes, llegamos al "Patio de los Leones", desde donde buscamos a nuestro sapiente guía.
No tardamos en dar con él, y con ello desapareció el misterio que tanto nos daba que pensar.
Las abandonadas ruinas de la Alhambra se habían convertido en un prodigioso criadero de golondri­nas y alondras, que revoloteaban en cantidad sobre las torres.
¿Qué mejor pasatiempo que el de cazarlas por medio de anzuelos encebados con apetitosas car­nadas?
¡Pescar en el cielo!
He aquí el grato y productivo deporte inventado por los habitantes de la Alhambra.


Leyenda del albañil y el tesoro escondido

Hace muchos años, vivió en Gra­nada un maese albañil, tan buen creyente, que nunca dejaba de cumplir con los preceptos y fes­tividades señalados por la religión cristiana.
Pero su fe sufría una ruda prueba. Sus esfuer­zos para conseguir trabajo sólo eran recompensa­dos por un aumento de la pobreza y el hambre que pasaba, habitualmente, su numerosa familia.
Una noche, en uno de los pocos momentos que disfrutaba de felices sueños, fuertes golpes dados en la puerta de la mísera casucha lo arrancaron del camastro.
Encendió un candil y corrió la tranca que ase­guraba la entrada. Como por encanto, su mal humor se transformó en asombro y luego en terror. Frente a él tenía a un monje que le pareció altísimo, cuyo rostro delgado y de una extrema palidez no alcan­zaba a cubrir la oscura capucha.
-Vengo en tu busca -dijo el monje con voz cavernosa-, sabiendo que eres buen cristiano y que no te negarás a efectuar una tarea que no admite demora.
-Estoy a tus órdenes, buen padre -contestó el maese, algo repuesto de la impresión-, siempre que me pagues de acuerdo con el trabajo.
-Serás bien recompensado. No tendrás quejas, pero como el asunto requiere cierto secreto, me acompañarás con los ojos vendados.
Nada opuso a esta condición el albañil, ansioso como estaba de ganar algunos céntimos. Largo fue el andar por tortuosos caminos, hasta que el monje se detuvo ante la puerta de un sombrío caserón.
Rechinó, la cerradura al abrir y gimieron los goznes al cerrar. Un intenso escalofrío sacudió el cuerpo del maese albañil cuando una mano lo tomó del brazo guiándolo a través de un silencioso pasaje. Al quitarle la venda se encontró en un gran patio, escasamente alumbrado.
-Aquí -dijo el monje señalando una fuente morisca- harás el trabajo. A tu lado están los ma­teriales necesarios.
-¿Qué he de hacer, buen padre?
-Una pequeña bóveda, que tratarás de terminar esta noche.
La impresión aceleraba el ritmo de su tarea, pero ella requería más tiempo del calculado.
El canto de los gallos anunciaba la cercanía del alba, cuando el monje, que no se había apartado de su lado, interrumpió la labor.
-Por esta noche es suficiente -dijo-; toma tu paga y deja que te vende los ojos. Te guiaré hasta tu casa.
El maese albañil no opuso reparo. Durante el ca­mino de regreso no dejó de apretar la moneda de oro que le entregara el monje. Al llegar, éste le preguntó si al día siguiente estaba dispuesto a fina­lizar el trabajo.
-Vivo para eso, buen padre, pero espero que el pago sea igual al de hoy.
-Estaré aquí mañana a medianoche.
Y sin decir más, se perdió en la semioscuridad del amanecer.
La impaciencia abrumó todo el día al albañil. La curiosidad atormentaba a su buena mujer. Pero de estas preocupaciones no participaba su numerosa prole, que no hacía otra cosa que comer, desqui­tándose del hambre de muchos meses.
Llegada la hora convenida y tomando las mismas precauciones de la noche anterior, volvió el albañil a continuar su obra.
Al poner término al trabajo, el monje, cuya voz sonaba más cavernosa, dijo:
-Sólo falta que me ayudes a traer los bultos que has de enterrar en esta bóveda.
Un nuevo escalofrío sacudió al albañil. La sospe­cha de que su trabajo se relacionaba con algún asunto macabro lo inmovilizó unos instantes. Sin­tió erizársele los cabellos. Gruesas gotas de sudor perlaron su frente.
Fue necesario un nuevo pedido del religioso para que sus piernas, sacudidas por violentos temblores, pudieran arrastrarlo hasta la última habitación de la casa.
Allí, recién el aliento volvió a su alma. Contra lo que esperaba, sólo vio en un rincón cuatro cofres destinados a guardar dinero.
Grandes fueron los esfuerzos que debieron reali­zar para arrastrarlos hasta la bóveda. Una vez depositados allí, fácil resultó cerrarla, cuidando de borrar las señales que delataran su trabajo.
Después de entregarle dos monedas de oro, ven­darle los ojos y conducirlo por un camino mucho más largo que las veces anteriores, el monje, antes de desaparecer, murmuró a su oído:
-Detente aquí y espera a que suenen las campa­nas de la Catedral. Una terrible desgracia caerá sobre ti y sobre tu familia si antes te vence la cu­riosidad.
Para que ello no ocurriera, grato entretenimiento se proporcionó el albañil con el alegre tintinear de las monedas de oro. Una vez que sonaron las campa­nas y pudo arrancarse la venda, se encontró a ori­llas de un ría, desde donde le era fácil volver a su casa.
La alegría del buen comer sólo alcanzó a durar dos semanas. Falto nuevamente de dinero y trabajo, su familia volvió a caer en el más mísero estado.
Pasaron así algunos meses. Un atardecer estaba sentado frente a su destartalada casa reflexionando sobre su mala suerte, cuando una discreta tosecilla lo trajo a la realidad.
Reconoció en el que interrumpía sus meditacio­nes a uno de los viejos más ricos y avaros que habi­taban en la ciudad.
-Parece, maese albañil, que no te sonríe la fortuna -dijo el anciano con voz chillona.
-Así es, señor; malos son los tiempos que corren.
-Entonces, tomarás a bien que te ayude con un trabajillo, siempre está, que me cobres barato.
-En cuanto a eso, no tenga temor, no hay en Granada quien trabaje por menos precio.
-Por eso te busco, buen hombre. Necesito que me remiendes una casa en forma suficiente como para que no se venga abajo.
-Quedo a sus órdenes, señor.
-Mañana al amanecer, te vendré a buscar y em­pezarás tu trabajo.
Al día siguiente, el viejo avaro llevó al albañil a un caserón al que apenas sostenían las paredes. Des­pués de recorrer las habitaciones fijando las repa­raciones necesarias, llegaron a un patio cuyo centro adornaba una fuente morisca.
El albañil se detuvo, meditando, al parecer, so­bre el precio que debía cobrar por su trabajo.
-Quien habitó aquí -dijo a modo de comenta­rio- se contentaba con bien poco.
-Era suficiente para mi inquilino, un viejo y mísero clérigo, muerto hace algunos meses -explicó el avaro-. Se le creía dueño de una gran fortuna, pero, como sabrás, las apariencias engañan. Lo mis­mo dicen de mí, porque tengo dos arruinadas fincas.
-Mucho es lo que hay que hacer y largo el tiempo a emplear. Creo haber encontrado una solución. -Siempre que ella no aumente el precio.. .
-Por el contrario. Lo mejor será que habite esta casa mientras la reparo: yo me ahorro el alquiler y usted la mano de obra.
La alegría del propietario no tuvo límites. El arreglo le resultaba en esa forma mucho más barato de lo calculado.
Al día siguiente los viejos y escasos muebles del albañil fueron trasladados al derruído caserón. Con la mudanza pareció cambiar la suerte de la familia. El hambre huyó de la casa. A la antigua pobreza la reemplazó un bienestar que aumentaba con el tiempo.
Tal situación convirtió al maese albañil en pro­pietario de varias fincas, entre las que se incluía el viejo caserón. La Iglesia recibió importantes do­naciones. Los pobres, generosa ayuda. Por largos años gozó de sus riquezas y el aprecio de los habi­tantes de Granada.
Un día, sintiendo que la vida lo abandonaba, lla­mó a su hijo mayor.
-Eres mi heredero -dijo- y por lo tanto depo­sitario del secreto de nuestra fortuna.
-Si es tu deseo, padre mío -respondió el hijo, cuya pena no alcanzaba a borrar la visión del dine­ro-, te escucho.
Y con voz que parecía un murmullo, el antiguo albañil contó a su primogénito cómo la casualidad lo había llevado al sitio en que había enterrado un tesoro, y del cual solamente había gastado una ter­cera parte.



Leyenda del mago y la princesa hechicera

Hace muchos años, ocupaba el trono de Granada el famoso rey moro Aben-Habuz. Sus hazañas, tal como las relatan las viejas crónicas, no se inspiraban, por cierto, en nobles y honrados pro­pósitos. Amargas lágrimas costaban a sus débiles ve­cinos los atropellos a que lo impulsaba su rapa­cidad.
De acuerdo con el viejo refrán "el que siembra vientos recoge tempestades", el avaro rey, al llegar a una edad en que las energías abandonan el cuer­po y el espíritu pide paz y tranquilidad, sólo cose­chó continuos sobresaltos y angustiosos temores.
Los príncipes vecinos, a quienes había despoja­do de bienes y dominios, enterados de que la vejez abatía sus fuerzas, no tardaron en sublevarse y lle­var ataques que aumentaban su zozobra y su miedo.
La ubicación de la capital del reino no era, por cierto, muy estratégica. Las altas montañas que la rodeaban, hacían casi imposible establecer la pro­ximidad de un ejército. Este favor que dispensaba la naturaleza a sus enemigos, obligó a Aben-Habuz a tomar extremas medidas de vigilancia.
Estableció guardias en los picos más altos y sen­deros practicables. Debían señalar por medio de hogueras la proximidad de los atacantes, para poder enviar inmediatamente los refuerzos necesarios. Pero tales precauciones no vencían la audacia de los príncipes. Cuando él recibía un aviso, sus adver­sarios, que habían avanzado por algún oculto paso, huían cargados de botín y prisioneros.
Esta situación agriaba día a día el fiero carácter de Aben-Habuz.
Un atardecer, mientras examinaba el horizonte esperando ver surgir una de las tantas columnas de humo que señalaban la proximidad de enemi­gos, le fue anunciada la llegada a la corte de un sabio y viejo médico árabe, que creía proporcionar­le algún remedio a sus males.
Llevado a su presencia, el visitante le causó honda impresión.
Una larga barba blanca le bajaba hasta la cin­tura. Los años no habían vencido su alta osamenta. Venía caminando desde tierras lejanas sin más arma y sostén que un grueso bastón en el que había gra­bado misteriosos símbolos.
Al decir llamarse Ibrahim Eben Abu Ajib, mur­mullos de admiración y respeto certificaron la fama que le precedía. No ignoraba el rey y sus cortesanos la existencia de este hijo de Abu Ajib, nada menos que compañero del gran Profeta. Desde niño vivió en Egipto, estudiando, aun por más difíciles que ellas resultaran, todas las ciencias y artes que se transmitían desde la más remota antigüedad.
La astrología no escapaba a su vasto saber, y do­minaba la magia en todos los colores del arco iris, porque, según él explicaba, la blanca y la negra sólo era cosa de principiantes.
Como un aserto a su vasto saber, la corte comen­taba que había hallado el ansiado y muy buscado secreto de prolongar la vida. Que su edad era de más de doscientos años, pero que había hecho su descubrimiento un poco tarde, cuando no había tiempo de borrar canas y arrugas.
Como su personalidad y antecedentes daban bri­llo a la corte y sus achaques necesitaban atención, Aben-Habuz no vaciló en dispensarle los más gratos honores. Hizo amueblar suntuosas habitaciones, pe­ro el mago no se avenía con el bullicio del palacio y decidió habitar en una caverna situada en la mon­taña sobre la que se levantaba el real albergue.
Dispuestos los arreglos convenientes, entre ellos perforar la roca en tal forma que le permitiera ob­servar las estrellas a toda hora, grabó en las paredes misteriosos símbolos, desconocidos jeroglíficos egip­cios y órbitas de estrellas y planetas. Hizo construir singulares instrumentos, raros mecanismos que cau­saron la admiración de los artífices de Granada, pero nunca lograron conocer su aplicación: el sabio guardaba profundo secreto.
Los consejos de un médico resultan indispensa­bles cuando a cierta edad tienden a aparecer males ignorados.
Esa necesidad llevó al docto Ibrahim Eben Abu Ajib al puesto de consejero favorito del rey de Granada.
En una de sus visitas, Aben-Habuz renovó sus quejas contra la continua vigilancia que debía ejer­cer sobre sus vecinos y el daño que le causaban sus correrías, cuando el mago, después de escucharlo en silencio y meditar un largo tiempo, dijo:
-En Egipto, poderoso rey, vi y estudié un pro­digioso invento. Se halla colocado en una montaña que domina el valle en que se encuentra la ciudad de Borza, cerca del río Nilo. Está compuesto de dos figuras de bronce: un gallo y un carnero, que giran independientemente sobre un mismo eje. Si algún peligro se cierne sobre la ciudad, el gallo empieza a cantar, mientras que el carnero señala la dirección por donde avanza el enemigo. De esta forma los la­boriosos habitantes estaban siempre a cubierto (le una sorpresa.
-¡Mahoma me ilumine! -imploró el rey-. ¡Es eso lo que necesito! Un carnero y un gallo centinelas. Dejaría de temer los asaltos de mis enemigos. ¡Allah Akbar! Es la tranquilidad para mis últimos años.
Con suma paciencia esperó el mago a que el rey diera rienda suelta a sus deseos; luego, con voz grave, de quien hace profundas revelaciones, agregó:
-Conocéis ya mi viaje a las lejanas tierras de los faraones, siguiendo a los victoriosos ejércitos de Amrou, y cómo trabé conocimiento con la flor de la sabiduría.
Un día, paseaba con un respetable sacerdote a orillas del Nilo, cuando interrumpió en forma ex­traña nuestra discusión sobre un elevado tema as­trológico.
-Allí es -dijo solemne, al tiempo que me seña­laba las grandiosas pirámides- donde se encuentra la verdadera y única fuente del conocimiento. De las tres, la que está en el medio guarda la momia del Supremo Sacerdote a cuyos esfuerzos se deben estos maravillosos monumentos. A su lado se en­cuentra el excelso libro de la Sabiduría, que encie­rra los preciados secretos de la ciencia que enseña a Hacer cosas extraordinarias y admirables: la magia.
Ese libro lo recibió Adán al ser expulsado del Paraíso; gracias a su ayuda, el rey Salomón pudo construir el templo de Jerusalén y luego, el Supre­mo Sacerdote, las Pirámides.
Saber que existía tal obra y enloquecer por el deseo de poseerla fue una sola cosa. Con los solda­dos que tenía a mis órdenes y cientos de esclavos egipcios taladré la pirámide hasta dar con uno de los múltiples pasadizos. A riesgo de perder mi vida seguí sus vericuetos y logré encontrar la cámara que guardaba desde hacía siglos la momia del Supremo Sacerdote. Fácil me fue entonces apoderarme del li­bro y abandonar con gran alegría el impresionante monumento. . . "
-Pero, ¿de qué me sirve, sabio Ibrahim -inte­rrumpió impaciente Aben-Habuz-, el hecho de que te hayas apoderado del libro de la Sabiduría?
-Pronto lo sabrás, poderoso señor; él me ha ins­truído en preciadas cosas. Gracias a él no sólo obligo a un gentío a que venga en mi ayuda, sino que pue­do construir un aparato muy superior al que te he descripto.
-Sabio Eben Abu Ajib -imploró el-rey-, hazlo. ¡Consigue la tranquilidad de mis últimos años, y todos mis tesoros serán tuyos!
-¡Allah Akbarl ¡Lo que es, es! ¡Lo que ha de ser, será! -contestó el mago, dando término a la entrevista.
Y sin perder tiempo se dispuso a cumplir los anhelos del rey. Comenzó a construir sobre la parte más alta del palacio una elevada torre, sobre la cual fijó un eje, en el que giraban, en vez de un gallo y un carnero, un moro a caballo armado de escudo y una lanza, que agitaba en la dirección en que avan­zaba el enemigo.
Debajo de la figura se abría una sala circular con aberturas que dominaban los cuatro puntos cardi­nales. Frente a cada una de esas extrañas ventanas, situó mesas sobre las que colocó diminutas figuras de guerreros, alineadas en posición de dos ejércitos prontos a darse batalla y separados por una pequeña lanza grabada con misteriosos símbolos.
La sala era guardada por una gruesa puerta de bronce con cerradura de acero, cuya única llave guardaba el rey celosamente.
La terminación del mágico aparato coincidió con la falta de actividad de sus enemigos. La impaciencia empezó a consumir al viejo rey.
-Antes -decía con voz quejumbrosa a sus conse­jeros- me molestaban con una invasión diaria; aho­ra parece que estos bandidos no existen.
-Ya vendrán -solía repetir muchas veces al día Eben Ajib.
Pronto estas palabras tuvieron confirmación. Un amanecer, el guarda de la torre dio la voz de alarma. La figura del moro había girado hacia la Sierra Elvi­ra y su lanza se agitaba en dirección al Paso de Lope.
Aben-Habuz saltó del lecho, gritando alborozado:
-¡Que las trompetas llamen a las armas!
Pero el mago, que había seguido en silencio al oficial portador de la noticia, exclamó:
-De nada tienes necesidad, ¡oh rey! Dejad las armas tranquilas y a vuestros guerreros en el des­canso. Sólo pido que os dignéis subir a la torre.
Con gran trabajo y gracias a la ayuda del bicen­tenario Ibrahim, consiguió el viejo rey ascender por la larga escalera. Abierta la pesada puerta, vio con asombro que la ventana que dominaba la dirección por donde se señalaba la presencia del enemigo esta­ba abierta.
Eben Ajib, después de observar un instante la montaña, habló al rey:
-Ya sabe por dónde avanza el enemigo, pero ten a bien observar lo que ocurre en esta mesa.
El asombro de Aben-Abuz no tuvo límites. Las pequeñas figuras de madera estaban en movimiento. Los caballos caracoleaban, los jinetes agitaban sus lanzas, como el zumbido de un lejano mosquito se escuchaba el sonido de trompetas, choques de armas, gritos y relinchos.
-Esto prueba que tus enemigos siguen avanzando. ¡Pero no te inquietes, poderoso rey! -agregó el ma­go-. Si quieres que se retiren sin causarles daño, toca las figuras con el asta de esta pequeña lanza, pero si deseas destrozarlas, hiérelas con la punta.
Aben-Habuz luchó un instante con su conciencia. La ira agitó la larga barba. Su cara tomó un color violáceo. Demasiado daño le había causado la re­beldía de sus vecinos como para olvidarlos y otorgar clemencia.
-Debe haber algún escarmiento -exclamó trému­lo, y tomando la lanza mágica hirió a unas y tocó a otras figuras, las que sin tardanza se trababan en ruda pelea.
Grandes esfuerzos tuvo que hacer el mago para dominar el entusiasmo del rey, impedir la muerte de todos sus enemigos y convencerlo de que ya era tiempo de abandonar la torre y enviar tropas en ave­riguación de lo ocurrido.
Pronto retornaron los emisarios con una grata noticia. Un poderoso ejército llegado hasta cerca de Granada, se había retirado al producirse entre sus jefes una agria discusión, finalizada en sangrienta lucha.
Al demostrarse las fantásticas virtudes del aparato, Aben-Habuz ordenó se celebraran grandes fiestas, en las que el mago ocupaba el sitio de honor.
-Como has conseguido -díjole un día- mi tran­quilidad y supremacía, pídeme, sabio Ibrahim Eben Abu Ajib, la recompensa a que tienes derecho.
-¿Qué puedo pedirte, oh rey? Los estudiosos nos contentamos con bien poco. Facilítame los medios para mejorar en algo mi humilde habitación.
-Así será -contestó Aben-Habuz sin poder conte­ner una sonrisa, pensando qué ingenuos y fáciles de contentar eran los verdaderos filósofos.
Y sin perder un instante dio orden al tesorero para que entregara al sabio las cantidades requeridas para poner en condiciones la caverna que habitaba.
Las humildes necesidades de Ibrahim Eben Abu Ajib consistieron en hacer abrir habitaciones con­tiguas a la primitiva sala; cubrir las paredes con deli­cados y maravillosos tapices de seda de Damasco, los pisos con ricas alfombras de Esmirna, sobre las cuales lucían valiosas otomanas y preciados divanes.
-Los huesos se resienten después de tanto dormir sobre un duro lecho, y a mi edad -agregaba- tam­poco se podía sufrir la humedad que destilaban estas paredes.
En una de las salas hizo construir un regio baño de mármol verde con delicadas fuentes que vertían, además de exóticos perfumes, aceites balsámicos y aromáticos.
-Esto -explicaba cada vez que se sumergía en el tibio compuesto- devuelve al cuerpo la agilidad que pierde en tantas horas de meditación y estudio.
Como la luz que llegaba por la abertura de la sala era insuficiente, ordenó colocar en todos los apo­sentos costosas lámparas de oro y fino cristal, que llenó con un aceite especial cuya fórmula estaba en el Excelso Libro de la Sabiduría y que daba una luz más suave y delicada que la del más hermoso día.
Era la única, según él, que no fatigaba sus ojos en la lectura de los misteriosos papiros.
Estos arreglos que parecían no tener fin, - alarma­ron al celoso tesorero. Un día, después de sumar las cantidades gastadas en la decoración del retiro del mago, dio un grito de asombro y corrió a informar al rey de tal derroche.
-No desesperes -aconsejóle Aben-Habuz-; estos sabios tienen sus caprichos y hay que respetarlos; ya terminará por cansarse de amueblar su vivienda.
El tiempo dio razón al rey. A poco finalizaron los trabajos de lo que el sabio llamaba su humilde mo­rada, y que era, para los demás, un lujoso y confor­table palacio subterráneo.
-¿Estáis contento? -preguntóle un día el teso­rero.
-¡Así..., así! -contestó Abu Ajib-. Mi aposento está completo; sólo me resta encerrarme y consagrar mi tiempo al estudio, pero algo falta para entretener o alegrar mis fatigas mentales.
-¡Poderoso mago, tus deseos son órdenes!
-Es una pequeñez, cosa sin mayor importancia: algunas bailarinas y cantantes.
-¡Bai ... la... rinas ... ¡ -tartamudeó asombrado el tesorero.
-¿Qué tiene de particular? -replicó el sabio con cierta gravedad-; mi espíritu, aunque de alguna edad, necesita recrearse. Sencillos son mis gustos, pe­ro, de cumplirse mi deseo, quiero que éstas estén en la flor de la juventud y posean exquisita belleza. Sólo así puede encontrar distracción un filósofo.
Satisfechos sus deseos, los días comenzaron a trans­currir con suma placidez.
Ibrahim Eben Abu Ajib, encerrado en su caver­na, alternaba sus estudios con las gracias y melodiosos cantos de las danzarinas.
El rey entretenía sus ocios encerrado en la torre, disponiendo cruentas batallas y destrozando imagi­narios ejércitos.
Como el juego llegó a cansarlo, le dio realidad provocando en toda forma a sus adversarios. Los ataques de éstos no se hicieron esperar, pero las con­tinuas derrotas calmaron sus odios y los llevaron a proclamar la invencibilidad del viejo rey y a pasar por alto sus insultos.
Falto de actividad, volvió Aben-Habuz a caer en nuevo aburrimiento. Bulliciosas fiestas, magníficos torneos o hermosas doncellas sólo despertaban mo­mentáneo interés.
Pasaron algunos meses. Convencido de que aquel hastío no llevaba miras de terminar, resolvió, des­pués de una noche de cruel insomnio, llamar al ma­go y ordenarle buscara una nueva distracción.
Pero su resolución no llegó a cumplirse. Un ja­deante oficial irrumpió en sus aposentos para infor­marle que el moro de bronce, inmóvil durante tanto tiempo, había girado y agitaba su lanza hacia una de las montañas de Guadix.
A medio vestir y sofocado por la rapidez, llegó Aben-Habuz a la sala de la torre. La ventana situad: en aquella dirección permanecía cerrada y las peque­ñas figuras guardaban extraña quietud.
Venciendo su asombro ordenó que varios desta­camentos, exploraran cuidadosamente las montañas vecinas.
La curiosidad lo mantuvo en suspenso durante tres días. Cuando sus ojos fatigados por la vigilancia en la torre se cerraban para descansar, el bullicio de la tropa que regresaba de la inspección lo alteró nue­vamente.
-Majestad -informó el oficial que mandaba los guerreros-, podéis estar tranquilo en absoluto. El enemigo no se ha atrevido a asomar por el reino de Granada. Sólo os puedo anunciar la captura de una bellísima joven cristiana que descansaba cerca de una vertiente.
La sorpresa abrió los semicerrados ojos de Aben­ Habuz. Atusándose la barba dijo:
-¿Una joven habéis dicho? ¿Bella para más? ¡Traedla inmediatamente!
Cumpliendo con la real orden fue llevada a su presencia una doncella de prodigiosa belleza.
Un ¡ah! de asombro recorrió la sala del trono. Nunca hablase visto tan esbelto cuerpo ni tan gra­cioso y exquisito andar. Su cabellera, recogida en trenzas y adornada con joyas, palidecía al más os­curo negro mate. Sus facciones tenían rara simetría; sus rosados labios dejaban entrever dos hileras de dientes capaces de ruborizar a una perla. Dos deli­cadas rosas eran sus mejillas, y su cuello una alhaja, rodeada por una cadena de oro con una lira de plata.
Los fulgores de sus ojos, que apagaban los de los brillantes que adornaban su frente, produjeron tal incendio en el viejo corazón de Aben-Habuz, que casi llegó a perder los sentidos. Dominando aquella extraña pasión, alcanzó a preguntarle:
-¡Oh maravillosa joven! Cuéntame cómo has llegado a mi reino.
Una voz dulce y melodiosa que lo turbó más aún, contestó:
-Huyendo de los enemigos de mi padre, un prín­cipe cristiano caído en desgracia y prisionero ...
-No te dejes engañar -interrumpió el mago Ibra­him al oído de Aben-Habuz-. Ella es el enemigo señalado por el moro de la torre. En sus ojos leo algo maléfico. En su rostro advierto cosas que me hacen sospechar que es alguna cruel hechicera trans­formada en hermosa doncella para dominarte.
-Sabio Abu Ajib -respondió el rey con enojo-. Tu ciencia será profunda, pero en cuanto al cono­cimiento de estas cuestiones femeninas, lo desafío al mismísimo rey Salomón. Esta joven en quien crees ver una maléfica hechicera, es una bella e inocente paloma, que da recreo a mis ojos y amor a mi co­razón.
-Ten presente, poderoso rey -insistió Ibrahim-,' que mi proceder ha sido desinteresado. He contri­buído a destrozar a tus enemigos; en cambio ahora te solicito me cedas a esta joven, que al par que en­tretenga mis momentos de descanso, la estudiaré por si encuentro en ella una hábil hechicera y poder así destruir sus malas artes.
-Tus pretensiones -repuso con voz agriada Aben ­Nabuz- no tienen límites; ¿para qué quieres más bailarinas?
-Ninguna de ellas toca la lira de plata, y un rato de música es agradable cuando la mente se halla fatigada.
-¡Pues búscate otra música! -gritó el rey en el colmo de la ira-. Esta joven es mía y nadie en el mundo me la arrebatará. Siento tanto cariño por ella como David, padre de Salomón, sintió por la su­lamita Abisag.
Los presagios y ruegos de Ibrahim terminaron en borrascosa discusión. El mago ofendido por las pa­labras del rey, se retiró a sus aposentos. Aben-Habuz, riéndose de sus profecías, se dedicó a hacerle la corte a la bella princesa. Creía suplir su falta de juventud y atractivos físicos con espléndidos regalos. Los mer­caderes de Granada debían venderle las joyas más preciadas, las más raras y delicadas esencias, sedas y encajes que llegaban de Asia y África.
La ciudad vivía de fiesta en fiesta. Bailes, torneos, corridas de toros se daban en alegre continuidad. Nada conmovía a la princesa. Regalos y fiestas los recibía como cumplidos, más que a su alcurnia, a su belleza, de la que estaba muy envanecida.
Su conducta parecía guiada por el propósito de arruinar a su viejo admirador, haciéndole gastar su­mas fabulosas en innecesarios objetos.
Nada de lo que ideaba Aben-Habuz vencía la amable reserva de la princesa. No lo desairaba ni le sonreía. Cada vez que, incontenible, le declaraba su amor, ella, como respuesta, pulsaba la lira de plata.
Sus melodiosas notas parecían estar acompañadas del misterioso poder de sumir al viejo rey en un sueño irresistible, del que despertaba horas después con mayor vigor, pero curado por varios días de su avasalladora pasión.
Mientras Aben-Habuz vivía en este ensueño ol­vidaba día a día los deberes para con su reino. Los cortesanos, y luego el pueblo, empezaron a murmu­rar lamentándose del estado de idiotez de su sobe­rano y del derroche a que lo conducía su favorita.
La situación llegó a agravarse cuando el pueblo, perdiendo todo respeto, intentó asaltar el palacio y matar a la princesa cristiana.
El temperamento guerrero volvió a renacer en el pecho del rey. Al frente de sus tropas atacó a los sublevados, derrotándolos y ahogando toda po­sibilidad de nueva insurrección.
Al reinar la tranquilidad, Aben-Habuz hizo lla­mar al mago Ibrahim, que permanecía en sus apo­sentos sin olvidar las ofensas y el triste resultado de su pedido.
Con voz amable y ánimo de congraciarse, le dijo:
-Debo confesarte, sabio Abu Ajib, que tus pro­fecías sobre la hermosa cristiana se han cumplido. Espero de ti los consejos que me libren de futuros peligros.
-Solamente puedo darte uno -replicó solemne Ibrahim-, que alejes cuanto antes de tu lado a esa joven que causará tu ruina.
-Eso es imposible -gimió dolorido Aben­-Habuz-. ¡Preferiría en este caso perder mi reino! -Es que perderás ambas cosas -vaticinó el mago.
-No me abandones en esta cruel situación -im­ploró el rey-. Ten piedad de mis sentimientos y busca la forma de evitar mayores riesgos, y cumplir mi anhelo de hallar, lejos de las obligaciones e hipocresías de la corte, un retiro pleno de amor y placidez.
Ibrahim meditó unos instantes, luego examinó con atención el arrugado rostro del rey.
-¿En qué forma me recompensarías si te sumi­nistro lo que anhelas?
-¡Concederé lo que pidas! ¡Palabra de rey!
-¿Habéis escuchado, magno soberano, algún re­lato del asombroso jardín del Irán, maravilla (le la Arabia Feliz?
-Como buen creyente conozco lo que a su res­pecto dice el Libro del Corán, en el capítulo "La Aurora del día". Además he oído de labios de pere­grinos relatos increíbles y portentosas descripciones de ese lugar. Pero los he considerado como exage­raciones de viajeros para deslumbrar a sus oyen­tes...
-Tu incredulidad es inexacta. Lo dicho por ellos es verdad -interrumpió Abu Ajib-. Tuve la suer­te de ver el jardín y el palacio del Irán y si tu paciencia es grande, ten a bien de escuchar mi rela­to, en el que hallarás algo semejante a tus deseos:
Siendo joven erraba por el desierto cuidando los camellos de mi padre, cuando un día uno de ellos se extravió en las dunas de Aden. La larga búsque­da agotó mis fuerzas. Alcancé a llegar a un pequeño oasis, donde me tumbé a dormir. Grato fue mi des­pertar frente a las puertas de una hermosa ciudad, rodeada de jardines de incomparable belleza, que recorrí con asombro y temor. Sus palacios, calles, plazas y mercados estaban desiertos. Ni un solo ser viviente habitaba en ella. Impresionado por el si­lencio, resolví volver al oasis, y cuando alcancé a cruzar la puerta por donde había entrado, me volví a admirar sus bellos monumentos, pero la ciudad había desaparecido en las arenas del desierto.
Preocupado por lo que creía un sueño, me orien­té tratando de dar con la caravana. En el camino tuve la fortuna de encontrar a un viejo sacerdote mahometano, de mucho saber y conocimiento en le­yendas y tradiciones. Después de oírme me explicó que había visitado el maravilloso jardín del Irán, que solía aparecer de vez en cuando a los viajeros del desierto. Su origen se remontaba a la antigua época en que la tribu de los Additos poblaba esas tierras. El rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, tuvo la idea de fundar una hermosa ciudad. Cuando se terminó de construir era tan extraordi­naria y magnífica, que el rey resolvió edificar un palacio con jardines que superaran a los que, según el Libro del Corán, existen en el paraíso celestial. Pero su soberbia fue severamente castigada por Alá. El rey y sus súbditos desaparecieron misteriosa­mente. Un velo cayó sobre la ciudad, ocultándola a la vista humana, y suele descubrirse de vez en cuando, como un ejemplo del castigo que merece la vanidad.
Esta leyenda unida al recuerdo de la maravillo­sa ciudad no alcanzó a borrarse de mi mente. Al conseguir el Libro de la Sabiduría, resolví, como una de las primeras cosas, visitar nuevamente el jar­dín del Irán. Fácil me fue hallarlo, e instalándome en el palacio del rey Sheddad, gocé durante algún tiempo de las delicias de aquel edén. Mi poder obli­gó al genio que cuidaba la ciudad a informarme cómo se hacía invisible tanta belleza. Así es como puedo construir, si lo deseas, un palacio y un jardín que superen en magnificencia a los del Irán. Mi poder es mayor del que requiere esa empresa. Acuér­date que poseo el Libro de la Excelsa Sabiduría, anterior al gran Salomón."
-Abu Ajib -imploró Aben-Habuz-. Demasiado conozco tu saber y poder para que me atreva a poner­los en duda. Sólo te pido que me hagas un palacio semejante al que me has descripto y te recompen­saré hasta con la mitad de mi reino.
-¡Bah! -contestó despectivo el mago-. Nosotros los que consagramos nuestra vida al estudio consi­deramos las riquezas como producto del egoísmo, pero para conformarte, te pediré que me regales el primer animal cargado que cruce la puerta del en­cantado palacio.
El rey no ocultó su alegría y apresuró la respues­ta a tan poco pedir. Ibrahim, demostrando una actividad insospechada, empezó a construir sobre sus habitaciones subterráneas, en el centro de un patio rodeado de gruesos muros, una torre con sólidas puertas, en torno a la cual, con la ayuda de un cin­cel y una maza, labró dos misteriosos símbolos; una gran llave y una mano gigantesca. Pronunciando algunas palabras cabalísticas, dio fin a su trabajo.
Finalizada la obra, después de permanecer dos días en sus aposentos haciendo misteriosas experien­cias, subió a lo alto de la montaña. Pasada la media­noche fue a despertar a Aben-Habuz y le dijo: -Poderoso rey, mi obra está concluída. En lo alto de la montaña se encuentran a tu disposición el pa­lacio y los jardines de la belleza más fantástica que pueda concebir la imaginación del hombre. Cuenta con las propiedades del jardín del Irán, que queda oculto a todo el que no posea la clave secreta que enuncia el Libro de la Suprema Sabiduría.
-¡Oh! -exclamó asombrado el rey-. En cuanto amanezca me instalaré en ese palacio.
Las pocas horas que faltaban para nacer el nuevo día, transcurrieron para Aben-Habuz con una len­titud desesperante. Antes que el sol iluminara los picos de Sierra Nevada, ya estaba a caballo dispues­to para la partida. A su lado, sobre un hermoso animal, cuya blancura podría rivalizar con la nieve, iba la princesa cristiana, más hermosa que nunca, luciendo un maravilloso vestido adornado con bri­llantes y esmeraldas.
El mago Ibrahim, que no gustaba de los ejerci­cios ecuestres, caminaba al otro lado del rey ayu­dándose con su bastón y sin dejar de observar a la joven y a la lira de plata que conservaba sujeta a la cadena de oro que rodeaba su cuello.
La curiosidad impacientaba a Aben-Habuz. Esta­ban por llegar y no divisaba las torres del monumen­tal palacio ni los deliciosos jardines prometidos.
-Ya te previne -explicó Abu Ajib- que guarda los mismos hechizos que el del Irán. Nada has de ver hasta pasar por la puerta mágica.
Cuando llegaron al patio amurallado Ibrahim indicó al rey fijara su atención en la llave y la gigan­tesca mano labrada sobre y a cada uno de los lados de la enorme puerta.
-Estos son -dijo- los símbolos que protegen la entrada al maravilloso retiro. Hasta que esa mano suba y tome la llave no habrá en el mundo quien pueda atentar contra la tranquilidad del dueño de estas montañas.
El asombro que le produjo cosa tan notable dis­trajo tanto a Aben-Habuz, que ni siquiera notó que el caballo de la princesa pasaba por la puerta hasta llegar al centro del patio. Un grito del mago lo trajo a la realidad.
-¡Ah!, rey de Granada -dijo alborozado-, he aquí mi recompensa: el primer animal con su carga que atravesara la puerta encantada.
Aben-Habuz aumentó su buen humor. No espe­raba por cierto una broma semejante, pero cuando la insistencia del mago le indicó que aquello era cosa seria, el enojo turbó su mente y sosteniendo la barba que se sacudía al son de su ira, exclamó:
-Ibrahim Abu Ajib, no tolero bromas de mal gusto ni torcidas interpretaciones a mi promesa. Ella era de entregarte el primer animal cargado que atra­vesara esa puerta; toma, pues, la más robusta mula y cárgala con mis mejores joyas, pero no pretendas, ni aun en broma, quedarte con la dueña de mi co­razón.
-De sobra sabes -contestó el mago- que des­precio los tesoros. Me basta para poseerlos el Libro de la Excelsa Sabiduría, así que no niegues lo que en buena ley prometiste; entrégame la cautiva como cosa mía.
A todo esto la princesa seguía, con despectiva sonrisa y desde su cabalgadura, la discusión de aque­llos dos ancianos sobre la propiedad de su belleza.
Aben-Habuz, después de girar la cabeza como buscando nuevas fuerzas, estalló indignado: -¡Ratón del desierto! ¡Guarda tu saber y rinde respeto a tu señor y a tu rey!
-¡Ja!... ¡ja! -rió irónico Abud Ajib-, no sabía que tus pretensiones llegaban a tanto, iluso muñe­co que ordena obediencia a un monarca de la sabi­duría. Conténtate, Aben-Habuz, en manejar tu pobre estado y gozar en ese paraíso de locos, mientras yo me divierto a tu costa en mi humilde retiro.
Acompañando sus últimas palabras con un gesto (le desdeñosa superioridad, tomó la brida del ca­ballo que montaba la bella princesa y golpeó con su bastón la superficie del patio. Un suave temblor agitó la montaña, el mago y la cautiva desaparecie­ron tragados por la tierra, la que volvió a unirse sin dejar la más pequeña señal de lo ocurrido.
Largo tiempo quedó Aben-Habuz sin habla. Pero al fin, consiguió salir de su aturdimiento y, ven­ciendo el dolor de su corazón, dio frenéticas órdenes de que se cavase en el lugar en que se había ocul­tado el testarudo mago.
Todos los esfuerzos realizados para descubrir su retiro fueron inútiles. Al llegar a cierta profun­didad la tierra volvía a unirse tapando los pozos
cavados. La entrada a los aposentos de Ibrahim ha­bía desaparecido tras una pared de roca en la que se destrozaban las herramientas que pretendían ta­ladrarla.
La desesperación del rey no tenía límites. A la pérdida de la amada se añadía la ineficacia del apa­rato construído por Abu Ajib. La figura del moro había girado y su lanza permanecía inmóvil después de señalar el lugar por donde se había hundido el mago.
Para mayor tortura, cuando apenas la calma vol­vía a su corazón llegaban, al parecer del interior de la montaña, e invadían los aposentos del castillo, melodiosas canciones que acompañaban las dulces notas de la lira de plata.
Un día un pobre pastor pidió ver al rey. Des­pués de mucho insistir fue llevado a su presencia. Buen rato permaneció de rodillas antes de que el mal humor del monarca le otorgara permiso de hablar.
-Perdóname, rey mío -dijo el pastor-, si no te traigo una buena noticia. Hoy, al amanecer, mien­tras buscaba una cabra extraviada encontré un pa­saje que parecía atravesar la montaña. Venciendo mi temor lo seguí hasta llegar, con gran sorpresa, a los aposentos del mago.
-¡Al fin -exclamó frenético el rey- podré aca­bar con ese miserable!
-Fácil te será -agregó el pastor- porque cuando lo vi, Ibrahim Eben Abu Ajib descansaba sobre un lujoso diván adormecido por una mágica melodía que arrancaba de la lira de plata la princesa he­chicera.
El rey, guiado por el pastor y seguido por los cortesanos, corrió a buscar el pasaje descubierto, pero fue inútil, éste había desaparecido.
Ordenó efectuar nuevas excavaciones que resul­taron vanas. Los símbolos mágicos representados por la llave y la gigantesca mano protegían podero­samente al señor de aquellas montañas.
Aben-Habuz alcanzó a vivir unos pocos años más, de los cuales no gozó un solo día de la ansiada tranquilidad. El recuerdo de su bella cautiva, las continuas luchas con los príncipes vecinos y las in­trigas de la corte, amargaban de sobra su corazón.
El lugar en que Ibrahim dijo o simuló cons­truir el famoso palacio y jardín fue llamado por los habitantes de Granada "La locura del rey" o "El paraíso de los locos".
Allí se construyó muchos años después la Alham­bra, y sus guardianes, generalmente inválidos o ancianos, caen repentinamente, ya de día o de no­che, en un profundo y dulce sueño. La leyenda dice que eso sucederá hasta que la mano alcance la llave y destruya al genio que mantiene encanta­da a aquella montaña, guardiana de un poderoso mago hechizado por una hermosa princesa.


Leyenda del príncipe Ahmed Al Kamel

Había una vez en Granada, un rey moro que no tenía más que un hijo llamado Ahmed. La servidumbre del palacio no tardó en llamar al pequeño príncipe Al Kamel o El Per­fecto, a causa de las excepcionales cualidades mo­rales y físicas que revelaban sus pocos años.
Los astrólogos, hombres que se dedicaban a ob­servar el estado del cielo, pronosticando de acuerdo con la hora del nacimiento los sucesos que ocurri­rían en su vida, no señalaban más que hechos favorables.
Pero estos horóscopos o estudios sobre su des­tino admitían una sombra, sin decir por ello que le fuera perjudicial. Ésta lo representaba como "un gran amor que lo arrastraría a grandes peligros. La única forma de salvarlo era evitar que se ena­morara hasta llegar a la mayoría de edad.
Para prevenir esta contingencia, resolvió el rey, sabiamente, recluir al príncipe en un lugar donde jamás pudiese ver el rostro de una mujer ni llegase a sus oídos la palabra amor. Con este objeto hizo construir un magnífico palacio en la cima de una colina que se eleva detrás de la Alhambra, en medio de jardines deliciosos, pero rodeado de elevadas murallas (palacio conocido en la actualidad con el nombre de "El Generalife". El joven príncipe fue encerrado en este palacio y confiado a la vigilancia y a los cuidados de Eben Bonabben, uno de los filósofos árabes más sabios y austeros.. Había pa­sado la mayor parte de su vida en Egipto, estudian­do los jeroglíficos y examinando las tumbas y las pirámides, y encontraba más encanto en una mo­mia egipcia que en la más seductora de las bellezas vivas. El sabio recibió la orden de instruir al prín­cipe en toda clase de ciencias, con excepción de una sola cosa: debía ignorar por completo lo que era el amor.
-Emplead, con este objeto todas las precaucio­nes que creáis convenientes -dijo el rey- pero acordaos, Eben Bonabben, que si mi hijo aprende algo de esa ciencia prohibida, vuestra cabeza res­ponderá por vuestra negligencia.
Una grave sonrisa apareció en la apergaminada cara de Eben Bonabben.
-Vuestra Majestad puede estar tranquilo con respecto a su hijo, como yo lo estoy con respecto a mi cabeza. ¿Soy el hombre capaz de dar lecciones de esa funesta pasión?
Encerrado en el palacio y jardines creció el prín­cipe bajo los atentos cuidados del filósofo. Era ser­vido por esclavos negros; mudos, ignorantes del amor, o, al menos, privados de la palabra para poderlo explicar. Su educación intelectual fue el objeto particular de los cuidados de Eben Bonab­ben, que se esforzaba en iniciarlo en las ciencias ocultas del Egipto. Pero el príncipe hizo pocos pro­gresos, demostrando bien pronto que no era dado a la filosofía, ciencia que estudia las propiedades y efectos de las cosas naturales.
Sin embargo, mostrábase asombrosamente dócil, siguiendo los consejos que le daban. Escuchaba con paciencia, reprimiendo su fastidio, las sabias y pe­sadas explicaciones de Eben Bonabben, del cual recibió las nociones de todas las ciencias, y de esta forma cumplió dichosamente sus veinte años, dotado de un saber prodigioso, pero totalmente ignorante de las cosas del amor.
Pero llegado este tiempo se efectuó un cambio completo en la conducta del príncipe. Abandonó por entero sus estudios y se dedicó a asear por los jar­dines y a meditar al lado de las fuentes. Entre sus conocimientos se le había enseñado un poco de música, y ella absorbía ahora una gran parte del tiempo, y a la vez se iba desarrollando en él el gusto de la poesía. El sabio Eben Bonabben se alarmó y trató de combatir estas dulces inclinaciones explicándole un severo curso de álgebra, pero el príncipe se apar­tó de este estudio con horror:
"¡No puedo sufrir el álgebra! -dijo-, ¡la aborrezco! ¡Necesito alguna cosa que hable más al corazón!"
El sabio Eben Bonabben movió la cabeza al oír estas palabras.
"Se acabó la filosofía -pensó-, el príncipe ha descubierto que tiene un corazón". Desde entonces ejerció sobre su discípulo una in­quieta vigilancia y dióse cuenta de que la ternura de su naturaleza estaba en efervescencia, y que sólo necesitaba un objeto. Vagaba por los jardines del Generalife; lleno de una dulce embriaguez, cuya causa desconocía; otras veces se sumía en deliciosos sueños; o tomaba su laúd sacándole los sones más conmovedores y en seguida lo arrojaba, deshacién­dose en suspiros y quejas.
Pronto esa predisposición al amor se manifestó aun con los objetos inanimados; prodigaba tiernos cuidados a las flores que cultivaba; después hizo objeto de sus predilecciones a ciertos árboles y entre ellos uno en particular, de forma graciosa y delicado ramaje, al que rendía un culto apasionado; grabó su nombre en la corteza, adornó sus ramas con guir­naldas y cantaba dulces melodías en honor suyo, acompañándose de su laúd.
El sabio Eben Bonabben se alarmó de la exalta­ción de su discípulo, a quien veía aprender lo que se le ocultaba, pues la menor alusión podía ser su­ficiente para revelarle el secreto fatal. Temblando por la salvación del príncipe y por su propia cabeza, se apresuró a arrancarle de las seducciones del jar­dín y lo encerró en la torre más alta del Generalife. Esta torre contenía soberbios departamentos y gozá­base desde ella una hermosa vista, pero se elevaba muy por encima de la atmósfera de perfumes y de los bosquecillos encantadores, tan peligrosos para la vivísima sensibilidad de Ahmed.
¿Pero qué hacer para hacerle aceptable esta vio­lencia y para alegrar en algo las largas horas de fas­tidio? Había agotado ya toda clase de conocimientos agradables y, en cuanto al álgebra, no era posible ni hablarle de ella. Por fortuna, Eben Bonabben, du­rante su estancia en Egipto, había aprendido el lenguaje de los pájaros, que le enseñó un rabino judío, en cuya familia este conocimiento se trasmitía de padres a hijos, desde el gran Salomón, a quien se lo había enseñado la reina de Saba. A la primera palabra que le dirigió al príncipe sobre esta cues­tión, sus ojos brillaron de placer, y se aplicó con tal ardor al estudio 'de esta ciencia, que al poco tiempo era aún mas sabio en ella que su maestro.
La torre del Generalife dejó de ser un sitio soli­tario, pues encontró compañeros con los que poder conversar.
La primera amistad que hizo fue la de un cuervo que había construído el nido en una grieta en lo alto de las murallas, desde donde lanzábase al es­pacio en busca de su presa. Pero el príncipe le en­contró poco digno de amistad y estima, pues no era más que un pirata del aire, necio y fanfarrón, que no hablaba más que de rapiña, valentía y acciones feroces.
Trabó después conocimiento con un búho, pá­jaro de aspecto importante y grave, enorme cabeza y ojos redondos, que pasaba todo el día dormitando en un agujero del muro y lanzábase a merodear por la noche. Mostraba grandes pretensiones de sabidu­ría, hablaba de astrología y conocía algo de magia, pero era terriblemente dado a la metafísica y el príncipe encontró sus discursos todavía más pesados y fastidiosos que los del sabio Eben Bonabben.
Hizo después amistad con un murciélago que per­manecía todo el día colgado por las patas en un oscuro rincón de la bóveda y sólo salía, furtivamen­te, cuando llegaba el crepúsculo. No tenía de las cosas más que conocimientos borrosos e incompletos y se mofaba de todo lo que ignoraba o apenas cono­cía, pareciendo no encontrar placer en nada.
Después de estos tres pájaros, fue de una golon­drina de quien el príncipe se prendó al poco tiempo. Era sumamente habladora, pero inquieta, revoltosa, siempre en el aire, incapaz de seguir mucho tiempo una conversación. Al fin se convenció de que era una charlatana que se contentaba con revolotear por la superficie de las cosas sin profundizar en nada y que, con sus pretensiones de saberlo todo, no cono­cía nada a fondo.
Tales eran los únicos plumíferos compañeros con quienes el príncipe tuvo ocasión de ejercitarse en el lenguaje que acababa de aprender; la torre era demasiado elevada para que otros pájaros pudieran frecuentarla. Se cansó bien pronto de sus nuevas amistades, cuyas conversaciones decían tan poco al espíritu y nada al corazón, y poco a poco fue cayendo otra vez en su aburrimiento. Pasó el invierno y re­apareció la primavera con sus flores, sus verdores, sus brisas perfumadas y volvió para los pájaros el tiempo dichoso de amarse y construir sus nidos. fue una explosión casi repentina de conciertos y melo­días en los bosques y jardines del Generalife, que llegaban a los oídos del príncipe, encerrado en su torre solitaria. Por todas partes se oía un solo tema invariable: "¡Amor!, ¡amor!, ¡amor!", cantado en los aires y repetido por todas las voces y en todos los tonos: El príncipe, perplejo, escuchaba en silencio:
"¿Qué es este amor -preguntábase- del cual parece estar lleno el universo y que yo no conozco?"
Enton­ces interrogó a su amigo el cuervo, pero el impe­tuoso pájaro le respondió con desdén:
"Dirigíos a la turba de pacíficos pájaros de la tierra que han na­cido para servirnos de presa a los príncipes del aire. Mi ocupación es la guerra, y mis placeres los comba­tes. En una palabra: yo soy un guerrero y no sé nada de esa cosa que llaman amor".
El príncipe separóse de él con disgusto y fue a buscar al búho a su retiro. "Esta es un ave de cos­tumbres pacíficas -se dijo- y podrá resolverme el enigma." Y pidió al búho que le dijera qué era ese amor que todos los pájaros cantaban allá abajo, en el bosque.
El búho tomó un aire de dignidad ofendida y contestó:
"Mis noches se consumen en el estudio y mis días en reflexionar en mi celda sobre lo que he aprendido. En cuanto a esos pájaros de que me habláis no los oigo nunca; los desprecio, a ellos y al objeto de sus canciones. ¡Gracias a Alá, no sé cantar! ¡Soy un filósofo y no sé nada de eso que llaman amor!"
Entonces el príncipe hizo a su amigo el murcié­lago, que seguía pendiente de las patas, la misma pregunta. El murciélago, frunciendo el hocico, to­mó un aire ceñudo:
"No vale la pena -dijo agria­mente- venir a turbar mi sueño matinal para ha­cerme una pregunta tan frívola. Yo no salgo hasta que oscurece, cuando duermen todos los pájaros, y no me ocupo jamás de sus negocios. Yo no soy ni cuadrúpedo ni pájaro, gracias al cielo. Conozco la perfidia de todo el mundo y los aborrezco a todos en general y a cada uno en particular. En una pala­bra: soy misántropo y no sé nada de lo que llaman amor".
El príncipe fue entonces a ver a la golondrina, a quien detuvo cuando pasaba volando alrededor de la torre. La golondrina, como de costumbre, tenia mucha prisa y apenas tuvo tiempo de responderle.
"A fe mía -dijo-, tengo tantos asuntos, tantas ocu­paciones, que no he tenido nunca tiempo de pensar en ello. Todos los días debo hacer mil visitas, tengo mil negocios de importancia que examinar, y no me queda un momento libre para ocuparme de esas tonterías. En una palabra: soy una ciudadana del mundo y no sé una palabra de eso que llaman amor." Y diciendo esto voló sobre el valle y se perdió de vista en un momento.
Quedóse el príncipe contrariado y perplejo, pero la misma dificultad de satisfacerla, estimulaba aún su curiosidad. Hallándose de este humor, entró en la torre su viejo guardián; el príncipe dirigióse vi­vamente a su encuentro:
-¡Oh, sabio Eben Bonabben! -exclamó-, tú me has enseñado casi toda la sabiduría de la tierra, queda una cosa que ignoro por completo y en la que quisiera ser instruído.
-El príncipe no tiene más que preguntar: todo lo que encierra la limitada inteligencia de su servidor está a ,su disposición.
-Dime, pues, ¡oh profundísimo sabio!, ¿qué es esa cosa que llaman amor?
El sabio Eben Bonabben se quedó como herido por un rayo. Empezó a temblar y cambió de color, sintiendo que su cabeza vacilaba ya sobre sus hombros.
-¿Qué ha podido sugerir a mi príncipe semejan­te pregunta? ¿Dónde puede haber aprendido esa vana palabra?
El príncipe le condujo a la ventana de la torre.
-¡Escuchad, oh Eben Bonabben! -dijo.
El sabio escuchó. El ruiseñor, posado en el ramaje debajo de la torre, cantaba a su bienamada la rosa; de todas las ramas floridas y de los espesos matorra­les se elevaba un concierto; y el amor, el amor, el amor, era el tema invariable.
-¡Allah Akbarl ¡Dios es grande! -exclamó el sa­bio Bonabben-, ¿quién puede pretender ocultar ese misterio al corazón del hombre cuando hasta los mismos pájaros conspiran a revelarlo?
Y volviéndose hacia Ahmed, le dijo:
-¡Oh príncipe mío!, cierra tus oídos a estos cantos seductores e impide que llegue a tu inteli­gencia esta peligrosa ciencia. Sabe que el amor es la causa de la mitad de los males que sufren los desdichados mortales. El es el que enciende el odio y la discordia entre los amigos y los hermanos, el que causa las sangrientas traiciones y el estrago de la guerra. Las inquietudes y las penas, los días sin alegrías y las noches de insomnio, forman su cortejo. Marchita la flor y destruye los placeres de la juventud y lleva consigo los males y las tristezas de una vejez prematura. ¡Alá te conserve, oh príncipe mío, en una completa ignorancia de lo que es amor!
Retiróse, el sabio Eben Bonabben dejando al príncipe en mayor perplejidad. En vano intentó ale­jar de su espíritu esta preocupación; no por eso dejó de ser menos señora de sus pensamientos, forzándolo a consumirse en vanas conjeturas. "Con toda seguridad -decíase a sí mismo escuchando los cantos me­lodiosos de los pájaros- que estos acentos no son los del dolor, sino que expresan, por el contrario, la ternura y la alegría. Si el amor es una cosa tan grande de desgracia y de discordia, ¿por qué estos pájaros no languidecen en la soledad y por qué no se les ve despedazarse en lugar de revolotear alegre­mente entre los árboles o juguetear reunidos entre las flores?"
Reposaba una mañana sobre su lecho, meditando en este enigma. La ventana de su cuarto, abierta de par en par, dejaba entrar la suave brisa que venía del valle del Darro, saturada del perfume de los naranjos en flor; oíanse débilmente los trinos del ruiseñor, que cantaba siempre su eterna canción. Cuando el príncipe escuchaba suspirando, oyó de pronto en el aire un ruido de alas: un bello palomo, perseguido por un gavilán, refugióse en la habita­ción y cayó jadeante al suelo, mientras que su perse­guidor, escapada la presa, emprendió otra vez su vuelo hacia las montañas.
El príncipe recogió al ave fatigada, que respiraba agitadamente, y después de haberla calmado con sus caricias, la metió en una jaula de oro y le dio con su propia mano el trigo más blanco y el agua más pura. Pero el ave rehusó todo alimento y permane­ció triste y abatida, exhalando dolorosos gemidos.
-¿Por qué te quejas? -le dijo Ahmed-, ¿no tienes todo lo que tu corazón puede desear?
-¡Ay, no! -respondió el palomo-. !Me veo se­parado de la compañera de mi corazón y en la dicho­sa época de la primavera, la del amor!
-¡Del amor! -exclamó Ahmed-. Te ruego, her­mosa ave, que me digas lo que es el amor.
-Muy bien puedo hacerlo, príncipe. El amor es el tormento de uno solo, la felicidad de dos y la discordia y la enemistad de tres; es un encanto que aproxima, atrayéndoles, a dos seres y los une con lazos de una dulce simpatía, que los hace felices cuando están juntos y desgraciados cuando se sepa­ran. ¿No existe acaso ninguna criatura a quien estéis ligado con los nudos de este tierno afecto?
-Amo a mi viejo maestro Eben Bonabben más que a ninguna otra persona; con frecuencia me re­sulta fastidioso y algunas veces me siento más feliz sin su presencia.
-No es de esta clase de simpatía de la que hablo. Me refiero al amor, al gran misterio y el principio de la vida, la alegría embriagadora de la juventud, el sabio placer de la edad madura. Mira a tu alrede­dor, príncipe, y verás cómo la naturaleza, en esta bendita estación, está toda llena de amor. Cada cria­tura tiene su compañera; el pajarillo más insignifi­cante canta a su amada; hasta el mismo insecto, en el polvo, corteja a su dama, y esas mariposas que veis revolotear alrededor de la torre y jugando en el aire, son felices con sus amores. ¡Ay, príncipe! ¿Has mal­gastado tantos preciosos días de tu juventud sin saber nada del amor? ¿No hay ninguna persona del otro sexo, alguna bella princesa o gentil damita que haya cautivado tu corazón y hecho nacer en tu pecho un dulce conjunto de penas agradables y tiernos deseos?
-Empiezo a comprender -dijo el príncipe, con un suspiro-; he sentido más de una vez esa inquie­tud pero sin conocer la causa.; pero, ¿dónde encontrar en esta soledad un objeto como el que describes?
Después de algún rato más de conversación, la ini­ciación del príncipe en la nueva ciencia fue completa.
-¡Ay! -dijo-. Si verdaderamente el amor es tal delicia y su privación hace tan desgraciado, ¡Alá me libre de turbar la alegría de los que aman!
Y abriendo la jaula, sacó al palomo y lo puso en la ventana, diciéndole:
-Vete, ave feliz; ve a gozar con la compañera de tu corazón estos días primaverales de tu juventud. ¿Por qué te he de tener prisionero como yo, en esta horrorosa torre donde el amor no puede entrar jamás?
El palomo, transportado de júbilo, batió sus alas, describió un círculo en el espacio y después voló rápi­damente hacia las floridas alamedas del Darro.
El príncipe siguióle con la vista y se abandonó después a amargas reflexiones. El canto de los pá­jaros, que poco antes le deleitaba, hacía ahora mayor su amargura.
"¡Amor! ¡amor!, ¡amor!" ¡Ay, pobre joven! Ahora comprendía el significado de sus cantos.
Cuando volvió a ver al sabio Bonabben, sus ojos chispeaban de coraje.
-¿Por qué -le dijo- me habéis tenido en esta ab­yecta ignorancia? ¿Por qué el haberme ocultado el gran misterio y el principio de la vida, que conoce hasta el más vil insecto? Ved cómo toda la naturaleza está disfrutando de él y cada criatura se regocija con su compañera. Este, éste es el amor que yo quiero conocer. ¿Por qué he de ser yo sólo el que no goce de él? ¿Por qué he perdido tantos años de mi juven­tud sin conocer sus delicias?
El sabio Bonabben comprendió que toda reserva había de resultar inútil, pues el príncipe conocía ya la ciencia peligrosa y prohibida. Así es como le in- formó de las predicciones hechas por los astrólogos y las precauciones que se habían tomado en su edu­cación para librarlo de los males que le amenazaban.
-Y ahora, príncipe -agregó-, mi vida está en tus manos. Si el rey, tu padre, descubre que durante el tiempo que has estado confiado a mis cuidados has sabido lo que es el amor, pagaré con mi cabeza.
El príncipe se mostró más razonable que la ma­yor parte de los jóvenes de su edad y se rindió a las reflexiones de su maestro sin oponer nada contra ellas. Además, sentía un verdadero cariño por el sabio Bonabben, y no habiendo sido instruido en el amor más que teóricamente, consintió en tener oculta en su pecho la ciencia que había aprendido, antes de poner en peligro la cabeza del filósofo.
Pero su discreción tuvo que pasar por una prueba mayor. Algunos días después, cuando meditaba aco­dado en las almenas de la torre, el palomo a quien había dado libertad apareció cerniéndose en el aire y vino a posarse sin temor sobre sus hombros.
El príncipe lo estrechó tiernamente sobre su cora­zón y le dijo:
-Ave feliz, tú que puedes volar, por decirlo así, sobre las alas de la aurora hasta las extremidades del mundo, ¿dónde has estado desde nuestra separación?
-En una tierra lejana, príncipe, de donde te traigo buenas noticias en premio de mi libertad. Durante mi caprichoso viaje a través de llanuras y montañas, divisé debajo de mí un jardín delicioso, lleno de frutas y flores de todas clases. Estaba situa­do en una verde pradera, a la orilla de un río cau­daloso, y en el medio del jardín se elevaba un mag­nífico palacio. Descendí sobre un árbol para reposar de mi viaje y vi sobre la verde orilla una bellísima princesa. Estaba rodeada de sus doncellas, tan jó­venes como ella, que la adornaban con guirnaldas y coronas de flores, pero ninguna flor del campo ni del jardín podía compararse con su belleza. Allí transcurría su vida separada del mundo, pues el jar­dín estaba rodeado de altas murallas y ningún mor­tal podía entrar en él. Al ver esta jovencita tan tierna, tan inocente, tan pura, tan alejada de todo contacto con el mundo, pensé: "He aquí el ser cria­do por el cielo para inspirar amor a mi príncipe".
Al oír este relato, el corazón de Ahmed se infla­mó; toda la hermosura latente de su naturaleza había encontrado de pronto un objeto en que manifestarse y concibió por la princesa una vehemente pasión. Escribió una carta, redactada en los más apasionados términos, que respiraba el más ardiente amor, pero al mismo tiempo quejándose de la desgraciada escla­vitud de su persona, que le impedía ir a buscarla pa­ra arrojarse a sus plantas. Agregaba algunas poesías de una elocuencia tierna y conmovedora, pues, sobre ser naturalmente poeta, estaba inspirado por el amor. Después escribió la dirección en esta forma:
"A la bella desconocida, de parte del príncipe cautivo, Ahmed", y perfumándola con almizcle y esencia de rosa, la entregó al palomo.
-¡Ve, fiel mensajero! -le dijo-, atraviesa monta­ñas, valles, ríos y llanuras; no te detengas en los árbo­les ni te poses en la tierra, hasta que no hayas entre­gado esta carta a la dueña de mi corazón.
El palomo se elevó en el espacio, y tomando vuelo partió rápidamente en línea recta. El príncipe le si­guió con la vista hasta que no fue más que un punto en el cielo y desapareció por último tras una mon­taña.
Largo tiempo esperó la vuelta del mensajero y co­menzaba a tacharlo de olvidadizo, cuando una tarde, a la puesta del sol, el palomo entró en su habitación, y, cayendo a sus pies, expiró. Algún arquero, cazan­do, le había atravesado el pecho con una flecha, pero el pájaro fiel había empleado el resto de vida que le quedaba en cumplir su misión. Inclinóse el prín­cipe con dolor sobre este gentil mártir de la fidelidad y vio que llevaba un collar de perlas del que estaba pendiente, y bajo un ala, una miniatura de esmalte que representaba a una encantadora princesa en la flor de la juventud. Sin duda alguna, era la bella desconocida del jardín; pero, ¿cuál era su nombre? ¿Dónde vivía? ¿Cómo había recibido su carta? ¿Ha­bía enviado ella este retrato para indicarle que apro­baba su pasión? Desgraciadamente, la muerte del fiel palomo dejaba todas estas cosas envueltas en la bru­ma de la duda y el misterio.
El príncipe miraba, embebido, el retrato, hasta que sus ojos se bañaron en lágrimas; lo besaba, estre­chándolo contra su corazón, y permanecía horas en­teras contemplándolo con desesperada ternura.
"¡Bella imagen! -decía-. No eres, ¡ay!, más que una imagen; sin embargo, tus preciosos ojos me mi­ran tiernamente; esos labios de rosa parecen querer hablar para infundirme valor. ¡Vana ilusión! ¿No han mirado del mismo modo a algún rival más afor­tunado? ¿En qué lugar de este vasto mundo puedo esperar descubrir el modelo? ¿Quién sabe qué mon­tañas, qué reinos nos separan, qué contratiempos pueden sobrevenir? Puede ser que en este instante, en este mismo instante, se halle rodeada de amantes mientras yo permanezco aquí, prisionero en una torre, consumiendo el tiempo en la adoración de una vana pintura." Y el príncipe Ahmed tomó una resolución. "Voy -se dijo- a huir de este palacio, que es para mí una odiosa, prisión, y, peregrino de amor, recorreré el mundo entero en busca de esa princesa desconocida."
Escaparse durante el día, cuando todo el mundo estaba despierto, era cosa muy difícil; pero por la noche el palacio apenas estaba guardado, pues nadie esperaba una tentativa de esa clase, de parte del príncipe, que siempre había parecido resignarse con su cautividad. Pero, ¿quién le guiaría en su huida en la oscuridad, no conociendo el país? Entonces se acordó del búho, que, acostumbrado a volar de no­che, debería conocer todos los callejones y pasos ocul­tos. Habiendo ido, pues, a buscarle a su celda, le interrogó sobre su conocimiento del país. El búho, revistiéndose de un aire de importancia, le contestó:
-Has de saber, ¡oh príncipe!, que nosotros los búhos somos de una familia muy antigua y nume­rosa, que aunque hayamos caído algo en decadencia, poseemos castillos y palacios en ruinas en todas par­tes de España. No hay torre en las montañas, forta­leza en las llanuras, ni ciudadela en las poblaciones, donde no habite alguno de nuestros hermanos, tíos o primos. Y durante los viajes que he hecho para visitar a mi numerosa parentela, he explorado los rincones y escondrijos y estoy perfectamente instrui­do de los sitios secretos del país.
El príncipe, loco de contento de encontrar al búho tan profundamente versado en topografía, le informó entonces, en confianza, de su tierna pasión y de la evasión -que proyectaba, rogándole que le acompa­ñase y fuese su consejero.
-¿Qué me propones? -le contestó el búho con aire de dignidad ofendida-; ¿soy yo ave para inter­venir en asuntos de amores; yo, que he empleado mi vida en la meditación y el estudio de los astros?
-No te ofendas, severo búho- replicó el prínci­pe-; deja por algún tiempo tus meditaciones y la luna y ayúdame en mi huida; te prometo que reci­birás cuanto pueda desear tu corazón.
-Yo poseo ya cuanto puedo desear -contestó el búho-; algunos ratones bastan para mi frugal susten­to y este agujero del muro es suficientemente espa­cioso para mis estudios; ¿qué más puede desear un filósofo como yo?
-Acuérdate, ¡oh sabio búho!, de que mientras estás en la soledad de tu celda contemplando la luna, tu talento se pierde para el mundo. Algún día seré príncipe soberano, y entonces podré cubrirte de ho­nores y dignidades.
El búho, aunque filósofo, y muy por encima de las necesidades ordinarias de la vida, no estaba libre de ambición y decidióse finalmente a partir con el príncipe para servirle de guía y consejero durante su peregrinación.
Un enamorado ejecuta pronto sus deseos. El prín­cipe reunió todas sus alhajas y las ocultó en sus vesti­dos para los gastos del viaje, y aquella misma noche descolgóse al jardín por medio de su faja, escaló las murallas del Generalife y, guiado por el búho, salvó felizmente la montaña antes de que amaneciera.
Entonces deliberó con su guía acerca del camino que debían seguir.
-Si me es permitido darte un consejo -dijo el búho-, te recomendaría que fueses a Sevilla. Has de saber que, hace muchos años, fui a visitar allí a uno de mis tíos, búho de gran dignidad y poderío, que habitaba en un ala arruinada del Alcázar- Du­rante mis paseos nocturnos por la ciudad, observé con frecuencia una luz que brillaba en una torre solitaria. Al fin descendí a posarme sobre la tronera y vi que la claridad provenía de la lámpara de un mago árabe que se hallaba rodeado de sus libros de magia y sobre su hombro sostenía un viejo cuervo, venido con él de Egipto. Conozco a este cuervo y le debo la mayor parte de los conocimientos que poseo. Murió después el mago; pero el cuervo continúa habitando la torre, pues estos pájaros llegan a hacer­se prodigiosamente viejos. Me atrevería a aconsejar­te, ¡oh príncipe!, que fuésemos a buscar al cuervo, pues es adivino y hechicero y muy versado en la magia, arte en que son renombrados todos los cuer­vos, especialmente los de Egipto.
Quedó el príncipe maravillado de la sabiduría de este consejo, y tomó por lo tanto el camino de Sevi­lla. No viajaba más que de noche, para complacer a su compañero, y reposaba durante el día en algu­na sombría caverna o buscaba una torre desmante­lada, pues el búho conocía todos los escondrijos de esta clase y tenía una verdadera pasión por la arqueo­logía, ciencia que estudia los monumentos antiguos.
Al fin llegaron a Sevilla una mañana al despun­tar el alba. El búho, que aborrecía la claridad del día y la animación de las calles, se detuvo fuera de las puertas de la ciudad, alojándose en la cavidad de un árbol.
El príncipe franqueó la puerta y encontró sin trabajo la torre mágica que se eleva por encima de las casas de la ciudad, como una palmera se alza por encima de los arbustos del desierto. Era la mis­ma que existe aún, conocida con el nombre de Gi­ralda, la famosa torre construida en Sevilla por los moros.
El príncipe subió por una larga escalera de cara­col hasta lo alto, donde encontró al cuervo adivino, misterioso pájaro, viejo, calvo, desplumado y con una nube en un ojo, que le daba el aire de un espec­tro. Estaba sostenido sólo sobre una pata, la cabeza inclinada a un lado, mirando con su único ojo una misteriosa figura trazada en el suelo.
El príncipe se acercó con todo el respeto y la defe­rencia que inspiraban su exterior venerable y su genio sobrenatural.
-Perdóname, ¡oh ancianísimo cuervo y sapientí­simo mago! -le dijo-, si interrumpo por un mo­mento los estudios que son la admiración del mundo. Tienes delante de ti a un peregrino de amor que desea consultarte para saber cómo podrá obtener la posesión del objeto de sus desvelos.
-En otros términos -dijo el cuervo con aire en­tendido-: vienes a poner a prueba mi habilidad en el arte de la quiromancia. Aproxímate, dame tus manos y déjame descifrar las misteriosas líneas del destino.
-Dispénsame -dijo el príncipe-, no vengo para escrutar los secretos del destino, que Alá oculta a los ojos de los mortales. Soy un peregrino de amor y quiero simplemente encontrar un hilo que me conduzca hasta el objeto de mi peregrinación.
-¿Y es posible que no encontréis el objeto de vuestra pasión en la amorosa Andalucía? -dijo el viejo cuervo, fijando en él su único ojo-. ¿Y sobre todo en la gallarda Sevilla, donde las gentiles belle­zas de ojos negros bailan alegres zambras a la som­bra de los naranjos?
El príncipe enrojeció, algo contrariado al oír ha­blar tan cínicamente a un pájaro tan viejo, que tenía ya un pie en el sepulcro.
-Créeme -le dijo en tono grave-, no me he puesto en camino para tener tan poca constancia como supones. Las bellas andaluzas de ojos negros que danzan bajo los naranjos del Guadalquivir no tienen para mí ningún interés. Yo voy en busca de una purísima beldad desconocida, que es el ori­ginal de este retrato. Te suplico, pues, poderoso cuervo, suponiendo qué no esté fuera del alcance de tu ciencia o del límite de tu poder, que me digas dónde podré encontrarla.
El viejo cuervo de cabeza calva sintióse avergon­zado de la severa gravedad del príncipe y respondió secamente:
-¿Qué sé yo de la juventud y de la belleza? Yo no visito más que a las personas viejas y marchitas, no las que tienen juventud y belleza. Yo soy el adivina­dor del destino que lanza sus presagios desde lo alto de la chimenea y bate sus alas en la ventana del moribundo. Dirigíos, pues, a otros para tener noti­cias de vuestra desconocida beldad.
-¿Y a quién he de dirigirme si no es a los hijos de la sabiduría, versados en los secretos del Libro
del Destino? Yo soy príncipe real, sometido a la influencia de los astros y empeñado 'en una miste­riosa empresa de la que puede depender la suerte de los imperios.
Al oír que se trataba de un negocio de importan­cia en el que influían los astros, cambió el cuervo de tono y de actitud, y escuchó la historia del prín­cipe con profunda atención. Cuando hubo acabado, le dijo:
-En lo que respecta a la princesa, no puedo darte noticias por mí mismo, pues yo no frecuento los jardines ni las mansiones de las damas, pero vete sin tardanza a Córdoba y busca la palmera de Abderra­mán el Grande, que se eleva en el patio de la Mez­quita principal: al pie del árbol encontrarás un gran viajero que ha visitado todos los países y todas las cortes y ha sido favorito de reinas y princesas. Él te dará noticias del objeto de tus pesquisas.
-Mil gracias por tus preciosas indicaciones -le dijo respetuosamente el príncipe-. Adiós, venerable cuervo.
-Adiós, peregrino de amor -le contestó seca­mente el cuervo.
Y de nuevo tornó a meditar sobre el diagrama. El príncipe salió de Sevilla, reunióse con su com­pañero de viaje, el búho, que aun dormitaba en el hueco del árbol, y se pusieron en camino para Cór­doba.
Llegaron allí después de atravesar los jardines suspendidos, los bosques de naranjos y limoneros que dominan el encantador valle del Guadalquivir y al
llegar a las puertas de la ciudad, el búho fuése a ha­bitar a un oscuro agujero de la muralla, y el príncipe Ahmed partió en busca de la palmera plantada en tiempos lejanos por el gran Abderramán. Elevándo­se en medio del gran patio de la Mezquita, destacá­base como una torre por encima de los naranjos y de los cipreses. Algunos derviches y faquires hallá­banse sentados en grupos en las galerías del patio, y numerosos fieles hacían sus abluciones en las fuen­tes, antes de entrar en la Mezquita.
Al pie del árbol, mucha gente reunida escuchaba los discursos de un personaje que parecía hablar con gran animación. "He aquí, sin duda alguna -se di­jo el príncipe Ahmed-, el gran viajero queme ha de dar noticias de la desconocida princesa". Y se mezcló con la muchedumbre, pero quedóse enor­memente admirado al ver que a quien escuchaban era a un papagayo que, con su plumaje de brillante verde, su mirar impertinente y su presumido pe­nacho, tenía el aspecto de un pájaro orgulloso de sí mismo.
-¿Es posible -preguntó el príncipe a uno de los que escuchaban- que tantas personas serias disfru­ten con la charla de ese pájaro parlanchín?
-No sabéis de quién estáis hablando -le respon­dió el otro-; este papagayo desciende de aquel fa­moso papagayo de Persia, renombrado por su talento de cuentista. Lleva toda la ciencia de Oriente en la punta de su lengua y sabe de memoria a todos los poetas. Ha visitado algunas cortes extranjeras en las que ha sido considerado como un oráculo de
erudición. Por todo esto ha sido el favorito del bello sexo, que admira a los sabios A papagayos que recitan poesías.
-Muy bien -dijo el príncipe-, voy a pedirle una entrevista particular a este distinguido viajero. Obtuvo del pájaro la entrevista pedida y le ex­plicó su asunto. A la primera palabra que dijo, el papagayo fue presa de un acceso de risa, tan pro­longado, que le hizo venir las lágrimas a los ojos. -Perdóname esta alegría -le dijo-; sólo nombrar el amor me hace reír a carcajadas.
El príncipe se escandalizó de esta alegría intem­pestiva y le dijo:
-¿Acaso no es el amor el gran misterio de la naturaleza, el principio secreto de la vida, el vínculo de la simpatía universal?
-¡Paparruchadas! -exclamó el papagayo interrum­piéndole-. ¿Dónde has aprendido, dime, esa jerga sentimental? Créeme: el amor ha pasado ya de moda y no se oye hablar de él ni entre los espíritus refi­nados ni entre la gente distinguida.
El príncipe suspiró acordándose del lenguaje tan diferente que empleaba su amigo el palomo. "Como este pájaro ha vivido en la corte -se decía- quiere echárselas de espíritu superior y delicado gentilhom­bre, aparentando no saber nada del amor". No queriendo, pues, exponer de nuevo al ridículo el sentimiento que llenaba su corazón, fue directamente al objeto de su visita.
-Dime, maravilloso papagayo, tú que has sido en todas partes admitido, y conoces todas las mansiones, ¿recuerdas haber visto el original de este retrato? El papagayo `tomó con una de sus patas el meda­llón y moviendo la cabeza de un lado a otro, lo examinó atentamente y exclamó:
-Palabra de honor que es una cara preciosa; pero ve uno tantas caras bonitas, que difícilmente. . ., pero espera. . ., mirándola despacio. . ., no cabe du­da: ¡ésta es la princesa Aldegunda! ¿Cómo he po­dido olvidar a una de mis mejores amigas?
-¡La princesa Aldegunda! -repitió el príncipe-, ¿y dónde podré encontrarla?
-Poco a poco, poco a poco -contestó el papagayo-. Es más fácil encontrarla que poderla obtener. Es hija única del rey cristiano de Toledo y se halla encerrada lejos del mundo hasta que cumpla los diecisiete años, a causa de una predicción de esos astrólogos intrigantes. No podrás verla, pues nin­gún mortal ha podido conseguirlo. Yo fui llevado a su presencia para distraerla y te juro, a fe de pa­pagayo que ha visto el mundo, que no he hablado en mi vida con princesa más discreta.
-Una palabra, en confianza, mi querido papa­gayo -dijo el príncipe-: yo soy el heredero de un reino y algún día me sentaré en el trono. Veo que sois un pájaro con talento y que conoce el mundo: ayudadme a obtener la posesión de esta princesa y os elevaré, en mi corte, a una posición distinguida.
-Con todo mi corazón -dijo el papagayo-; pero desearía, si fuera posible, que fuese una renta fija, pues nosotros, espíritus elevados, sentimos una gran repugnancia por el trabajo.
Pronto se cerró el trato; el príncipe Ahmed salió de Córdoba por la misma puerta que había entrado, llamó al búho, que descendió del agujero del muro, le presentó a su nuevo compañero como un sabio colega y prosiguieron, reunidos, su viaje.
Iban demasiado despacio para la impaciencia del príncipe, pero el papagayo estaba acostumbrado a la buena vida, y no le gustaba levantarse temprano. Por otra parte, el búho prefería dormir al mediodía y hacía perder mucho tiempo con sus largas siestas. Sus aficciones de arqueóloga eran también causa de retraso, pues quería explorar todas las ruinas, con­tando largas leyendas a propósito de todas las torres derruídas y antiquísimos castillos del país. El prín­cipe había creído que el papagayo y el búho, siendo los dos sapientísimos pájaros, se harían fácilmente amigos uno de otro, pero se equivocó por completo. Continuamente estaban en disputa, pues el uno era de espíritu superficial y el otro era filósofo. El pa­pagayo recitaba versos, criticaba las últimas obras y desplegaba toda su elocuencia a propósito de peque­ños puntos de erudición; por el contrario, el búho miraba estas cosas como fútiles y sin importancia y no disfrutaba más que con la metafísica. Además, si el papagayo cantaba cancionetas, repetía chistes, hacía gracias a propósito de su grave compañero y reía inmoderadamente de sus propias ocurrencias, todo lo cual era considerado por el búho como gra­ves atentados a su dignidad, tornábase sombrío y de mal humor, refunfuñaba y guardaba silencio todo el día.
El príncipe no prestaba atención a las peleas de sus compañeros, absorto en sus propios pensamientos y en la contemplación de la bella princesa. De esta forma atravesaron los sombríos desfiladeros de Sie­rra Morena, las áridas mesetas de la Mancha y de Castilla y bordearon las riberas doradas del río Tajo. cuyos mágicos afluentes se extienden por una mitad de España y Portugal. Al fin divisaron una ciudad fortificada, rodeada de torres y murallas, construida en la cima de un roquizo promontorio que bañaban las impetuosas olas del Tajo.
-He aquí la antigua y renombrada ciudad de Toledo -exclamó el búho-, famosa por sus anti­güedades. ¡He aquí las cúpulas y torres célebres, revestidas de una legendaria grandeza en las cuales han meditado tantos antepasados míos!
-¡Bah! -dijo el papagayo, cortando de repente su entusiasmo de arqueólogo-. ¿Qué nos importan vuestras antigüedades, vuestras leyendas y vuestros antepasados? Ocupémonos, mejor, de que estamos ante la mansión de la juventud y de la belleza; mirad al fin, ¡oh príncipe!, el lugar en que vive la princesa que desde hace tanto tiempo buscáis.
El príncipe miró en la dirección indicada por el papagayo y vio en una verde pradera, regada por las aguas del Tajo, un palacio magnífico que se ele­vaba en un delicioso jardín entre frondosos árboles. Era un lugar semejante en todo al que el palomo le había descrito como morada de la princesa pintada en el medallón. Quedóse mirándolo con el corazón palpitante de emoción. "Puede ser que en este momento -pensaba- la bella princesa Aldegunda juegue con sus compañeras en la sombra de aquellas; glorietas, o se pasee con leve paso a lo largo de esas magníficas terrazas, o repose bajo aquellos sober­bios techos!" Mirando con más atención, vio que los muros del jardín eran muy altos, lo que hacía imposible su acceso, y que hombres armados patru­llaban a su alrededor.
El príncipe volvióse hacia el papagayo, diciéndole:
-¡Oh, tú, la más perfecta de todas las aves que poseen el don de la palabra humana, apresúrate a introducirte en ese jardín; ve a encontrar el ídolo, de mi alma y dile que el príncipe Ahmed, el pere­grino del amor, guiado por las estrellas, acaba de llegar, en busca de ella, a las floridas márgenes del Tajo!
El papagayo, orgulloso de su embajada, voló hacia el jardín y franqueó sus altas murallas, y después de haberse cernido un momento sobre los árboles y el césped, descendió a posarse en el balcón de un pabellón situado a la orilla del río. Desde allí pudo ver a la princesa tendida sobre un diván, con los ojos fijos en un papel y las lágrimas corriendo dul­cemente por sus pálidas mejillas.
Después de sacudir sus alas, arreglar su verde plu­maje y levantar su penacho, el papagayo vino a po­sarse cerca de ella, con aire galante, diciéndole tier­namente:
-Seca tus lágrimas, encantadora princesa, pues vengo a traer el consuelo y la alegría a tu corazón. Sorprendióse un poco la princesa de oír una voz, pero habiéndose vuelto y no viendo más que a un pajarillo de verde plumaje, que le hacia reveren­cias, dijo:
-¡Ay! ¿Qué alegría puedes traerme tú, si no eres más que un pájaro?
Disgustóse el papagayo de esta respuesta y le dijo: -A más de una hermosa dama he consolado yo en mi vida; pero dejemos esto: Vengo de emba­jador de un príncipe real. Sabe que Ahmed, prín­cipe de Granada, acaba de llegar en tu busca y está acampado en este momento en las floridas márge­nes del Tajo.
A estas palabras, los ojos de la bella princesa bri­llaron con un fulgor más vivo que los diamantes de su diadema.
-¡Ah, gentil papagayo! -exclamó-. Tus noticias son agradables en verdad, pues me hallaba triste y enferma hasta la muerte por la duda en que estaba de la constancia de Ahmed. Apresúrate a volver y dile que las palabras de su carta las tengo grabadas en el corazón y que su poesía ha sido el alimento de mi alma. Dile también que es preciso que se prepare a probarme su amor por medio de las ar­mas; mañana es el decimoséptimo aniversario de mi nacimiento y el rey, mi padre, celebra un gran tor­neo. Muchos príncipes descenderán a la liza y mi mano será la recompensa del vencedor.
El papagayo reanudó su vuelo, atravesó los jar­dines y volvió al lugar en que el príncipe esperaba su regreso. El júbilo que sintió el príncipe por ha­ber encontrado el original de su querido retrato y de haberla hallado tierna y fiel, sólo puede ser comprendido por los privilegiados mortales que han tenido la fortuna de realizar su sueño, cambiando lo anhelado por la realidad. Pero una cosa turbaba su alegría: el torneo que debía realizarse. Efectiva­mente, las riberas del Tajo relucían con el brillo de las armas y resonaba el ruido de las trompetas de los diferentes caballeros que, seguidos de sus sober­bios cortejos, se encaminaban a Toledo para asistir a la ceremonia. La misma estrella que había pre­sidido los destinos del príncipe había gobernado los de la princesa y hasta sus diecisiete años se la había tenido encerrada lejos del mundo, para preservarla del amor. Pero la fama de sus encantos había ga­nado, en lugar de perder, con esta reclusión. Mul­titud de poderosos príncipes se disputaban su mano, y su padre, que era un rey de talento, para evitar crearse enemigos eligiendo a alguno de ellos, los había remitido a la decisión de las armas. Entre los rivales, muchos eran célebres por su fuerza y bravura. ¡Qué situación la del infortunado Ahmed, desprovisto de armas como estaba, e inhábil, además, para los ejercicios de la caballería!
-¡Qué desgraciado príncipe soy -se dijo- por haber sido criado lejos del mundo bajo la vigilan­cia de un filósofo! ¿De qué me sirven en amor el álgebra y la filosofía? ¡Ay! Eben Bonabben, ¿por qué no me has instruido en el manejo de las armas?
Entonces el búho rompió el silencio, empezando su discurso con una exclamación piadosa, como devoto musulmán que era.
-¡Allah Akbar! -exclamó-. ¡Dios es grande y en sus manos están todos los secretos! Él sólo go­bierna los destinos de los príncipes de la tierra. Sabe ¡oh príncipe!, que este país encierra muchos secretos que únicamente poseen los que, como yo, conocen las ciencias ocultas. Sabe que en las montañas veci­nas hay una caverna y dentro de ella una mesa de hierro; sobre esa mesa de hierro hay una armadura mágica y a su lado un caballo encantado, todo lo cual se halla allí encerrado desde hace muchas ge­neraciones.
Abrió el príncipe de par en par los ojos, mara­villado, y el búho, encrespando sus plumas, a la vez que guiñaba continuó:
-Hace muchos años que acompañé a mi padre por estos lugares en un viaje que hizo para visitar sus dominios y nos alojamos en esa caverna; por eso conozco el secreto. Es tradición en nuestra fa­milia, la cual he oído contar con frecuencia a mi abuelo, cuando yo era pequeño, que esa armadura había pertenecido a un mago árabe que se había refugiado en esa caverna cuando cayó Toledo en poder de los cristianos, luego murió allí y dejó su caballo y sus armas bajo un encanto mágico, que impide que pueda servirse de ellos más que un mu­sulmán y solamente entre el amanecer y el medio­día. El que se sirva de ellos en ese espacio de tiempo, vencerá a todos sus adversarios.
-Está bien -dijo Ahmed-; vamos a esa caverna. Guiado por su fabuloso consejero, el príncipe en­contró la caverna en uno de los más salvajes rincones de las escarpadas rocas que se elevan alrededor de Toledo; únicamente el triste ojo de un búho o el de un arqueólogo era capaz de descubrir la entrada.
Una lámpara sepulcral, cuyo aceite no se agotaba nunca, esparcía una melancólica claridad sobre los objetos circundantes. En el centro de la caverna, sobre la mesa de hierro, yacía la armadura; la lanza estaba apoyada en ella y a su lado se encontraba un caballo enjaezado para el combate, pero inmóvil como una estatua. La armadura estaba limpia y brillante, no habiendo perdido nada de su antiguo lustre; el caballo tan en condiciones como si acabase de llegar de pastar, y cuando Ahmed le pasó la mano por el cuello, golpeó el suelo con las patas y dio tal relincho de alegría que retemblaron las paredes de la caverna. Provisto así de armas y caballo, resolvió el príncipe entrar en liza en el próximo torneo.
Llegó por fin el ansiado día; el palenque para el combate se había dispuesto en la Vega, al pie del escarpe que coronan las murallas de Toledo, y estaba rodeado de estrados y galerías, cubiertos de ricos tapices y protegidos del sol por toldos de seda. To­das las bellezas del país se habían dado cita en estas galerías y debajo de ellas encontrábanse empena­chados caballeros acompañados de sus pajes y escu­deros, y entre ellos hallábanse los príncipes que se disponían a tomar parte en el torneo. Pero todas las bellezas del país se eclipsaron, cuando apareció en el pabellón real la princesa Aldegunda, que por primera vez se ofrecía a la admirada contemplación del mundo. Un murmullo de admiración corrió por la asamblea a la vista de su incomparable belleza, y los príncipes, que se disputaban su mano única­mente confiados en los relatos que se les habían hecho de sus encantos, sintieron acrecer su ardor para el combate.
Pero la princesa mostrábase inquieta; cambiaba frecuentemente de color y dirigía miradas de inquie­tud y desconfianza sobre el empenachado grupo de caballeros. Disponíanse las trompetas a dar la señal del combate, cuando el heraldo anunció la llegada de un caballero extranjero y Ahmed apareció a ca­ballo en el palenque. Un yelmo de acero, enrique­cido con piedras preciosas, sobresalía de su turbante; su coraza estaba damasquinada de oro; su daga y su cimitarra, cuajadas de pedrería, estaban hechas en Fez. Llevaba a la espalda un escudo redondo y en la mano, la lanza encantada. La gualdrapa de su ca­ballo, ricamente bordada, barría la tierra, y el so­berbio animal caracoleaba y relinchaba de alegría al verse de nuevo entre el aparato de las armas. El aspecto arrogante y gracioso del príncipe atrajo to­das las miradas y cuando fue proclamado su nom­bre, "El Peregrino de Amor", sintióse el rumor pro­ducido por las bellas damas de la galería.
Pero cuando Ahmed se presentó para entrar en la liza, se le cerró el paso: sólo los príncipes -le dijeron- podían ser admitidos al combate. Enton­ces dio a conocer su nombre y su rango: ¡peor to­davía!, era musulmán y no podía tomar parte en un torneo en que era el premio la mano de una prin­cesa cristiana.
Los príncipes rivales le rodearon, altaneros y ame­nazadores: uno de ellos, de complexión hercúlea, lleno de arrogancia se mofó de su juventud y deli­cados miembros, e hizo burla de su galante apodo. Montó en cólera el príncipe y desafió a su rival. Tomaron distancia, dieron media vuelta y se aco­metieron y al primer choque de la lanza mágica, el insolente Hércules fue derribado de la silla. El prín­cipe hubiera querido detenerse aquí, pero, ¡ah!, te­nía que entendérselas con un caballo y armas poseí­dos del diablo y nada, una vez en movimiento, podía detenerlos. El caballo cargó sobre los más compactos grupos de caballeros; la lanza derribaba cuanto se le ponía delante; el apuesto príncipe se encontró en ruda pelea con todos ellos en medio del palenque, echando por tierra a grandes y pequeños, nobles y villanos, y deplorando interiormente sus involunta­rias hazañas. El rey indignóse fuertemente del ul­traje hecho a sus súbditos y sus huéspedes y mandó a sus guardias a la refriega, pero fueron desmonta­dos al primer choque. El rey tiró entonces sus ves­tiduras de corte, embrazó su escudo y su lanza, mon­tó a caballo y avanzó para imponer al extranjero con la presencia de la misma Majestad. ¡Ah!, la majes­tad no lo pasó mejor que la gente vulgar: el corcel y las armas no distinguían de personas, y Ahmed, con gran desesperación suya, fue lanzado contra el rey, que al momento cayó al suelo con las piernas en alto, mientras la corona rodaba por el polvo.
En ese momento llegó el sol al meridiano, y el encanto mágico terminó de obrar su' poder. El ca­ballo se lanzó a través del llano, franqueó de un salto la barrera, se sumergió en el Tajo, cuya im­petuosa corriente atravesó, llevó al príncipe, estu­pefacto y sin aliento, a la caverna, y volviendo á su sitio junto a la mesa de hierro, quedóse otra vez como una estatua. Apeóse el príncipe, no poco con­tento de verse al fin pie en tierra y dejó la arma­dura donde la había encontrado, para que aguardase allí los decretos del destino. Sentóse después en la caverna y se puso a reflexionar en el desesperado estado a que habían llevado sus asuntos aquel ca­ballo y armas diabólicos. ¿Cómo osaría presentarse en Toledo en adelante, después de haber cubierto así de oprobio a sus caballeros y ultrajado a su rey? Además, ¿qué pensaría la princesa de acciones tan violentas y tan poco corteses? Lleno de inquietud mandó a sus alados mensajeros en busca de noti­cias. El papagayo recorrió todas las plazas públicas y todos los sitios de reunión de la ciudad y bien pronto volvió con un montón de chismes. La cons­ternación era general en Toledo: se habían llevado al palacio a la princesa privada de sentido; el tor­neo se había terminado en la mayor confusión; todo el mundo se ocupaba de la aparición repen­tina, las prodigiosas hazañas y, extraña desaparición del caballero musulmán. Decían unos que era un mago, otros que era un demonio que había tomado la forma humana, y otros hablaban de encantados guerreros encerrados, según decía, la tradición, en las cavernas de las montañas y pensaban que éste podría ser uno de ellos, que había salido de su reposo para hacer esta algarada. Pero todos conve­nían en que ningún mortal ordinario hubiera po­dido hacer tantos prodigios ni desmontar a tan va­lientes y apuestos caballeros cristianos.
El búho partió cuando fue de noche, voló de acá para allá sobre la ciudad en sombras y se posó so­bre los tejados y las chimeneas. Después dirigió su vuelo hacia el palacio real, situado en la parte más alta de Toledo, rondó alrededor de sus terrazas y de sus muros, escuchando por todas partes y mi­rando con sus grandes ojos redondos por todas las ventanas, a costa de que dos o tres damas de honor se desmayaran de miedo. Despuntaba el alba por encima de la montaña, cuando volvió de cazar ra­tones y contó al príncipe lo que había visto.
-Cuando volaba alrededor de la real morada -le dijo-, vi a través de una ventana de la torre más alta a una bella princesa; Reposaba en su lecho y sirvientes y médicos la rodeaban, pero ella rehu­saba toda asistencia y todo alivio. Retiráronse y la vi entonces sacar de su pecho una carta, leerla y besarla, después de lo cual dio rienda suelta a sus lamentaciones, lo que, a pesar de ser filósofo, me apenó bastante.
El tierno corazón de Ahmed entristecióse al oír estas noticias.
-¡Oh sabio Eben Bonabben, qué verdad era lo que me decías! -exclamó-. Penas; cuidados y no­ches sin sueño son el patrimonio de los amantes. ¡Alá preserve a la princesa de esa cosa que se llama amor!
Nuevas noticias llegadas de Toledo confirmaron el relato del búho. La ciudad estaba inquieta y alarmada: la princesa había sido encerrada en la torre más alta del palacio y todas las avenidas esta­ban fuertemente custodiadas. Mientras tanto una devoradora melancolía se había apoderado de ella y nadie podía adivinar la causa; rehusaba toda ali­mentación y rechazaba todo consuelo. Los médicos más hábiles habían ensayado su arte en vano; se la creía sometida a la influencia de algún sortilegio y el rey había hecho publicar un edicto anunciando que el que la curase recibiría en recompensa la joya más rica de su real tesoro.
Cuando el búho, que dormitaba en un rincón oyó hablar del edicto, movió sus grandes ojos con aire misterioso.
-¡Allah Akbar! -exclamó-. ¡Dichoso el hombre que haga esta cura, si sabe lo que tiene que elegir en el tesoro real!
-¿Qué quieres decir, venerable búho? -dijo Ahmed.
-Escucha, ¡oh príncipe!, mi relato. Has de saber que nosotros, los búhos, formamos una sabia cor­poración, aficionada a las investigaciones oscuras y olvidadas. Durante mi reciente viaje nocturno en que exploré las cúpulas y torres de Toledo, vi una academia de búhos arqueólogos que tenían sus asam­bleas en una gran torre abovedada donde está depo­sitado el tesoro real. Discutían las formas, inscrip­ciones, destino, fecha y procedencia de las gemas, joyas antiguas y vasos de oro y plata amontonados en el tesoro, pero lo que les interesaba principal­mente eran ciertas reliquias y talismanes que están allí desde la época del godo Rodrigo. Entre estos objetos se encontraba un cofre de madera de sán­dalo con caracteres misteriosos grabados en él, los cuales no eran conocidos más que por un pequeño número de eruditos. Este cofre y estas inscripciones habían ocupado a la academia durante muchas -se­siones y habían sido objeto de largas y serias contro­versias. En el momento de mi visita, un viejísimo búho, llegado recientemente del Egipto, estaba sen­tado sobre la tapa del cofre y discurría sobre las inscripciones, llegando a la conclusión de que el cofre encerraba el tapiz de seda del gran Salomón, que, sin duda alguna, había sido llevado a Toledo por los judíos refugiados allí después de la caída de Jerusalén.
Cuando el búho terminó su arqueológico discur­so, el príncipe permaneció un momento sumido en sus pensamientos.
-El sabio Eben Bonabben -exclamó al fin- me habló de las propiedades maravillosas de ese talis­mán que desapareció después de la caída de Jeru­salén y que se creía perdido para la humanidad. La cosa permanece sin duda secreta para los cristianos de Toledo; si yo pudiera apoderarme de ese tapiz, estaría asegurada mi felicidad.
Al día siguiente quitóse el príncipe sus ricas ves­tiduras y se puso el sencillo traje de un árabe del desierto. Ennegreció su cara y nadie hubiera podi­do reconocer en él al soberbio guerrero que había causado tanta admiración y terror en el torneo. Con un palo en la mano, un zurrón al costado y una pequeña flauta pastoril, llegó a Toledo y presen­tándose en la puerta del palacio se hizo anunciar como aspirante a la recompensa ofrecida por la cu­ración de la princesa.
Los guardias se apresuraron a rechazarlo ruda­mente.
-¿Qué puede un árabe vagabundo como tú -le dijeron- en un caso como éste en que los sabios más eminentes del mundo han fracasado?
Pero el rey oyó el tumulto y ordenó que fuera llevado el árabe a su presencia.
-Poderosísimo rey -dijo Ahmed-, delante de ti tienes un beduino que ha pasado la mayor parte de su vida en la soledad del desierto. Esas soleda­des, como es sabido, son la mansión de los demonios y espíritus malignos que atormentan a los pobres pastores como nosotros durante las largas veladas solitarias, entrando en el cuerpo de nuestras ovejas y de nuestras vacas y enfureciendo algunas veces al mismo paciente camello. Nuestro remedio contra ellos es la música y sabemos melodías transmitidas de generación en generación, que cantamos y toca­mos en nuestros caramillos para ahuyentar los espí­ritus malignos. Yo he heredado este don de mis antepasados y poseo ese talento en sumo grado. Si tu hija está bajo el imperio de una influencia ma­ligna de esa especie, respondo con mi cabeza que he de curarla.
El rey, que era hombre de talento y no ignoraba que los árabes poseían maravillosos secretos, llenóse de esperanza al oír el confiado lenguaje del prín­cipe y lo condujo. en seguida a la torre, en lo alto de la cual se encontraba la habitación de la prin­cesa. Las ventanas se hallaban situadas sobre una terraza con balaustrada, desde la que se descubría Toledo y sus deliciosos alrededores. Hallábanse casi cerradas y apenas dejaban pasar la luz, pues la prin­cesa era presa de una devoradora, tristeza que no admitía consuelo.
Ahmed se instaló en la terraza y se puso a tocar en su flauta pastoril ingenuas melodías árabes que había aprendido de sus servidores en El Generalife de Granada. La princesa permaneció insensible y los doctores que estaban presentes movieron la ca­beza con una sonrisa de incredulidad y desdén. Al fin, el príncipe, dejando su caramillo, comenzó a cantar con una sencilla tonada los versos amorosos contenidos en la carta en que le había declarado su amor.
La princesa reconoció la canción: su corazón pal­pitó de alegría y levantando la cabeza escuchó, mien­tras las lágrimas acudían a sus ojos y corrían por sus mejillas. Hubiera querido pedir que el cantor fuese llevado a su presencia, pero su pudor de doncella ataba su lengua; el rey adivinó su deseo y a su orden fue introducido Ahmed en la habitación. Los ena­morados fueron discretos, contentándose con mirar­se, pero sus miradas decían mucho; jamás fue tan completo el triunfo de la música. Las rosas habían aparecido en las tiernas mejillas de la princesa, re­cobraron sus labios su antigua frescura y sus lán­guidos ojos, su fascinante brillo.
Los médicos que se hallaban presentes mirábanse unos a otros asombrados. El rey contemplaba al cantor árabe con una admiración mezclada de res­peto.
-Prodigioso joven -exclamó-. Tú serás en ade­lante el primer médico de mi corte y no quiero hacer ya uso de otros remedios que tus melodías. Recibe ahora tu recompensa, la joya más preciada de mi tesoro.
-¡Oh, rey! -respondió Ahmed-. Yo no nece­sito ni la plata ni el oro ni las piedras preciosas. Tú tienes en el tesoro una reliquia trasmitida por los musulmanes, dueños antes de Toledo; es un co­fre de madera de sándalo que encierra un tapiz de seda, dadme ese cofre y quedaré contento.
La modestia del árabe asombró a todos los pre­sentes, pero su sorpresa aumentó cuando una vez traído el cofre de sándalo, se sacó de él el tapiz. Era una pieza de fina seda verde, cubierta de ca­racteres hebraicos y caldeos. Los médicos de la corte miráronse, encogiéndose de hombros, y sonrieron de la simplicidad de este novicio que se contentaba con tan ridículos honorarios.
-Ese tapiz -dijo el príncipe- ha cubierto otras veces el trono del gran Salomón y es digno, por tanto, de ser puesto a los pies de la belleza.
Diciendo eso extendió el tapiz en la terraza, bajo una otomana que se había llevado allí para la prin­cesa, sentándose él mismo a sus pies.
-¿Quién puede oponerse -dijo- a lo que está escrito en el Libro del Destino? He aquí el cumpli­miento de las predicciones de los astrólogos. Sabed, ¡oh rey!, que tu hija y yo nos amamos en secreto desde hace mucho, tiempo. ¡Reconoce en mí al Peregrino de Amorl
Apenas hubo acabado de hablar, el tapiz se elevó en los aires, llevando al príncipe y a la princesa. El rey y los médicos se quedaron con la boca abierta siguiéndoles con la vista hasta que no parecían más que un punto en el seno de una blanca nube y des­aparecieron al fin en la bóveda azul del cielo.
El rey, lleno de furor, hizo venir al tesorero...
-¿Cómo has consentido que un infiel se apode­rara de semejante talismán?
-¡Ay, señor! No sabíamos de lo que se trataba y no habíamos podido descifrar las inscripciones grabadas en el cofre. Si ese tapiz es verdaderamente el que cubría el trono del gran Salomón, posee una propiedad mágica y puede transportar a su dueño de un lugar a otro a través del espacio.
El rey reunió a un poderoso ejército y marchó sobre Granada, en persecución de los fugitivos. Después de una larga y penosa marcha encontróse en la Vega y estableció allí su campo, enviando a un heraldo para reclamar a su hija. El rey de Granada vino a su encuentro con toda su corte y reconocie­ron en él al cantor árabe, pues Ahmed había here­dado el trono por la muerte de su padre y la bella Aldegunda se había convertido en sultana.
El rey se aplacó fácilmente cuando se enteró de que su hija había sido autorizada para seguir en su religión, no porque fuese de una escrupulosa pie­dad, sino porque la religión es siempre un punto de honor y de etiqueta entre los príncipes. En lugar de sangrientas batallas, hubo una serie de fiestas y regocijos, hasta que el monarca, muy satisfecho, vol­vió a Toledo, y la joven pareja continuó reinando en la Alhambra con tanta honra como sabiduría.
Conviene agregar que el búho y el papagayo ha­bían seguido los dos al príncipe, a pequeñas jorna­das, hasta Granada: el primero, viajando de noche y deteniéndose en las diversas mansiones de su fami­lia; el segundo, distinguiéndose en las escogidas re­uniones de las villas y ciudades que encontraba a su paso.
Ahmed se acordó con reconocimiento de los ser­vicios que ambos le habían prestado durante su pe­regrinación y nombró al búho su primer ministro y al papagayo su maestro de ceremonias. No hay necesidad de decir que no hubo jamás reino más sa­biamente administrado, ni corte en que fuese mejor observada la etiqueta.


Leyenda del Aguador y la Herencia del Moro

Frente al palacio de la Alhambra, en un declive que parte del camino hacia la cam­piña, se habían excavado, en lejanos tiempos, gran­des depósitos de agua que daban a ese lugar el nombre de "Plaza de los Aljibes".
Al final de esa explanada se hallaba uno de los más famosos pozos árabes, cuya profundidad permi­tía extraer el agua más pura y fresca de Granada.
Junto a esas cisternas, y siguiendo una antigua costumbre, se reunían alrededor de los bancos de piedra todas las comadres, sirvientas, vagabundos y ociosos con que contaba la ciudad. Su único pasa­tiempo lo constituía el comentario e intercambio de noticias, chismes y cuentos que les traían los agua­dores.
Estos personajes, encargados de vender a los habi­tantes de Granada el preciado líquido que llevaban en grandes vasijas de barro o cobre ya cargadas a las espaldas, ya en pacientes burros, recorrían la ciudad de un extremo a otro sin que nada pudiera escapar a sus vigilantes ojos o atentos oídos.
Entre los que se surtían en aquel pozo, había uno, muy robusto y ancho de espaldas, pero bajo y pa­tizambo, llamado Pedro Gil, aunque nadie lo co­nocía sino por el nombre "Peregil".
Nacido en Galicia, patria de los buenos mozos de cordel, Peregil se había iniciado en su comercio con sólo una gran vasija que llevaba a la espalda. Como era muy ahorrativo, pronto pudo reunir lo suficiente para comprar un hermoso pollino que cargaba con varios cántaros.
En su comercio no tenía rival. Era el aguador más solicitado. Siempre atento y alegre, despertaba la simpatía de sus clientes. Las damas o los caba­lleros no podían dejar de escapar una sonrisa ante sus vivas respuestas o graciosas ocurrencias. Era, al decir de los habitantes, el hombre más feliz de Granada.
Pero como todo lo que reluce no es oro, si a alguien se le hubiere ocurrido seguirle habría com­probado, con gran sorpresa, que al llegar a su hogar aquella alegría se _transformaba en un angustioso padecer. Su numerosa prole lo recibía con lloros y gritos de hambre y su abandonado hogar, con más miseria.
Su esposa conservaba las antiguas costumbres de soltera, gustándole más los aplausos a su fama de bailarina de bolero, el son de las alegres castañuelas y las conversaciones con las vecinas, que atender al cuidado de la casa y de los hijos. Todas las ganancias del buen Peregil las gastaba en vestidos y adornos, llegando hasta quitarle el pollino los días de fiesta, para ir a los bailes de los pueblos vecinos.
Peregil, que amaba con delirio a sus hijos, pe­queños, pero fuertes y patizambos como él, sopor­taba en silencio la extraña conducta de su esposa.
Su amargura hallaba cierto desquite el día que conseguía ahorrar unos cuantos céntimos y llevaba a sus retoños al campo, para jugar, correr o saltar, después de una buena merienda.
Al fin de un día de calor insoportable, cerca de la medianoche, y como todavía quedaban vecinos sentados frente a sus casas, desquitándose de las ho­ras de sufrimiento, decidió Peregil, pensando en sus hijos, hacer un último viaje a la "Plaza de los Alji­bes" y redondear así las ganancias del día.
Cantando y zurrando al pollino a modo de re­fresco y aliento, llegó a los solitarios pozos. Dispo­níase a llenar los cántaros, cuando notó con cierto temor una solitaria figura vestida a la usanza árabe sentada en uno de los bancos de piedra.
La pálida luz de la luna daba a ella un aspecto espectral. Peregil estuvo a punto de largar los cán­taros y echar a correr, cuando aquel moro, levan­tando lentamente un brazo, le hizo señas como para que se aproximara.
Sus buenos sentimientos vencieron al recelo. -Apiádate -1e dijo el árabe cuando estuvo cer­ca- de un hombre enfermo, ayudándole a regresar a la ciudad. Te recompensaré doblando tus ganan­cias de esta noche.
-Te socorreré, buen hombre -respondió Pere­gil-, no por interés al dinero, sino porque nece­sitas atención a tu enfermedad.
Con gran trabajo subió el moro en el asno. Sus fuerzas estaban tan agotadas que Peregil debía ca­minar a su lado sosteniéndolo para que no cayera.
-¿Dónde debo conducirte? -preguntó el aguador una vez que llegaron a la ciudad.
-¡Ah! -dijo el moro-, no tengo ni casa ni ami­gos. Si puedes darme albergue en tu casa obtendrás .generosa paga.
Peregil, compadecido del sufrimiento y estado de aquel extranjero, no dudó un instante en acceder a su pedido, alojándolo durante esa noche en su po­bre choza.
Como siempre, sus hijos acudían a recibirle al son de clamores o lloros de hambre, pero al ver al extraño personaje que montaba el jumento, ce­saron sus gritos y corrieron a esconderse detrás de su madre, quien a tono con su genio empezó a gri­tar y gemir:
-Como si fuera poco, traer a casa tus infieles ami­gotes. ¿Quieres que la Inquisición nos meta a todos en la cárcel? ¡Qué será de nuestros hijos...
-No alborotes a los vecinos -dijo su esposo-. Es cristiano no negar un auxilio, más cuando este po­bre hombre, sin nadie que lo cuide, está expuesto a morir en el abandono.
La mujer seguía insistiendo, pero Peregil, demos­trando desconocido carácter y energía, amenazó a su esposa con razones más contundentes y ayudó al moro a acostarse sobre una estera y una piel de ove­ja, en el sitia más fresco de la humilde morada.
Pocos momentos después, el moro fue presa de gran agitación y violentos temblores, ante los cuales nada podía hacer la escasa ciencia del repartidor de agua.
En uno de los momentos en que su estado pareció mejorar, llamó quedamente al generoso Peregil.
-Mi mal no tiene remedio -dijo-. La vida no tardará en abandonarme. En reconocimiento a tu bondad sírvete aceptar este cofre.
Con gran trabajo y lentitud abrió el albornoz, y sacó de su pecho una pequeña caja de madera de sándalo que entregó al honrado dueño de casa.
-Lo guardaré -contestó éste- con la esperanza de que cures lo antes posible y puedas gozar de las propiedades que encierra.
Pero en ese momento las palabras que quiso pro­nunciar el enfermo fueron cortadas por nuevos ata­ques que le produjeron la muerte, sin alcanzar a explicar al aguatero los secretos que guardaba.
Al enterarse la mujer del triste fin del moro, casi llega a perder el juicio.
-¿Quién te manda traer desconocidos a tu casa? -gemía desesperada-. ¿Qué vas a hacer cuando en­cuentren a este hombre muerto en nuestro patio? ¡Nos llevarán presos por asesinos y perderemos to­dos nuestros bienes en manos de la justicia!
El susto inmovilizó al buen Peregil durante un rato. Pero su entendimiento no lo abandonó en aquel momento de peligro y le dio una idea salva­dora.
-¡Por suerte no ha amanecido! -exclamó-. Ten­go tiempo de sacar el cadáver fuera de la ciudad y enterrarlo en la ribera del río Genil. Como no tenía parientes ni amigos, ni lo vieron entrar en nuestra casa, su desaparición no será notada.
Su mujer encontró aceptable el plan y sin perder un instante envolvieron el cuerpo del moro en la estera en que yacía, lo cargaron sobre el asno, que condujo el aguador al sitio elegido para darle se­pultura.
Pero el buen Peregil al enunciar su proyecto había olvidado que frente a su casa vivía Pedrillo Pedrugo, un barbero famoso en Granada, tanto por su maldad como por su arte de enterarse de todos los secretos e intimidades de los habitantes. Su cara alargada como la de un zorro, su cuerpo raquítico y sus piernas de mosquito, no cesaban de husmear sobre vida y milagros. En la ciudad se decía que sus orejas de murciélago y sus ojos de búho nunca dormían, para oír o ver cuanto ocurría o hablaban sus vecinos.
Estas ruines cualidades hacían que su clientela, casi siempre en busca de chismes o secretos, fuera mayor que la de otros rapabarbas.
Tan agudos eran sus sentidos, que oyó llegar a Peregil más tarde de lo acostumbrado; luego, el cese repentino de los gritos de los hijos y los lamentos de la mujer; presintiendo que algo raro ocurría, se asomó cautelosamente a una de las ventanas, al­canzando a ver a Peregil en el momento en que ayudaba a un moro a bajar del asno y lo introducía en su casa.
Aquello encendió tanto su curiosidad y le pare­ció tan singular, que pasó la noche asomado a la ventana vigilando a su vecino, hasta que lo vio con un extraño bulto atravesado en el borrico.
Pedro Pedrugo no aguardó más y, vistiéndose rá­pidamente, salió con gran sigilo detrás del aguador, quien sin sospechar la vigilancia de que era objeto llegó a la orilla del río y dio sepultura al desventu­rado moro.
El perverso rapabarbas se dio prisa en volver a su casa, donde, con gran impaciencia, esperó el ama­necer.
Una vez que el sol hubo alcanzado cierta altura, tomó la navaja y otros utensilios propios de su ofi­cio y se dirigió a la casa de la primera autoridad de la ciudad.
El Alcalde era uno de sus diarios clientes, y des­pués de sentarse cómodamente, permitió que Pe­drillo Pedrugo comenzara a pasarle jabón por la barba.
A medida que iba cumpliendo su tarea comenzó a decirle:
-¡La ciudad se ha vuelto muy peligrosa! ¡Ocu­rren cosas sin nombre! ¡Increíbles! ¡Robo, asesinato y sepultura en pocas horas!
El asombro hizo incorporar al Alcalde en forma tan violenta, que Pedrillo no pudo evitar que sus dedos llenos de jabón, porque en aquel entonces no se usaba brocha, le dieran en las narices.
Resoplando y medio ahogado, pudo exclamar:
-¿Qué dices? ¿Me cuentas un sueño o una rea­lidad?
-No es que quiera acusar a nadie -respondió el barbero, mientras limpiaba con un paño, que hacía meses necesitaba lavarse, las municipales narices; pero Peregil el aguador ha hecho esas cosas en lo que va de la medianoche al amanecer.
-¿Y cómo pudiste enterarte de todo éso?
-Ya le contaré, señor, pero no llegue a pegar otro salto porque ahora empiezo a pasar la navaja. Y así, mientras lo afeitó, lavó y secó con el sucio¡, lienzo, narró su vigilancia, persecución y fúnebre tarea realizada por el vecino.
El Alcalde era el hombre más perverso y avaro que vivía en la ciudad. Administraba la ley de' acuerdo con sus intereses y siempre estaba dispues­to a vender el fallo de la justicia al que mejor pagases.
Mientras el barbero curioso contaba lo visto, sus ojos se agrandaban brillantes por la codicia. Aquél debía ser un crimen suculento en oro. Por eso lo principal del caso estaba, no en detener al autor, sino en apoderarse del botín, que agregaría nuevas riquezas a las muchas que ya tenía guardadas.
Resuelto el principal problema, llamó al alguacil de confianza, un sujeto tan flaco como un palo y seco como un higo, que vestía de acuerdo con el cargo que desempeñaba: un ancho sombrero con, alas vueltas hacia arriba, capilla y traje que de ne­gro había venido a parar en color de ratón, que destacaban su cuello almidonado, lo único blanco que tenían su cuerpo y alma. Como distintivo de su . cargo y odiada autoridad, llevaba una vara que pa­recía más gruesa que su cuerpo. De allí que los habi­tantes de Granada lo llamasen la "Sombra de la vara".
Alpio el representante de la autoridad des­plegó todo , su celo para capturar al presunto ase­sino. Obró con tanta rapidez, que no había llegado el pobre Peregil de realizar su primer viaje a la "Plaza de los Aljibes", cuando fue detenido y lle­vado ante el terrible Alcalde.
Éste, después de mirarlo en forma amenazadora, exclamó con una voz de trueno que al tembloroso y asustado aguador le pareció que salía del infierno:
-¡Conque tú eres el asesino! ¡No pretendas ne­garlo! ¡Los ojos de la justicia están en todas partes! ¡Eres carne de la horca! Pero da gracias a que has tenido la suerte de dar con un juez piadoso que comprende que has dado muerte a un moro, ene­migo de nuestra religión. Te ayudaré por eso; pero a condición de que me des lo que has robado y no hablaremos más de este asunto.
Peregil, que al empezar el Alcalde su retahíla, había caído de rodillas, juró y rejuró por todos los santos que era inocente, que no había asesinado a moro alguno, y con todo candor narró la verdad.
El Alcalde no era capaz de dejarse impresionar por juramentos o verdad alguna, así que cortando las justificaciones del aguador, dijo:
-Por más que invoques los santos, en tus ojos leo la codicia que te impulsó a apoderarte de las alhajas y dinero del moro.
-Castígueme Dios si le miento, señor -contestó lloroso Peregil-, no tenía más que un pequeño cofre, que me regaló en agradecimiento a mi ayuda, y que no sé lo que contiene…
Fresca mercadería, se llegó a la tienda de un comer­ciante árabe y le pidió que leyera el misterioso per­gamino.
Éste, después de acceder a su pedido, contestó sonriente:
-Lo que aquí está escrito es una poderosa fór­mula mágica que permite destruir el encantamiento que pesa sobre un valioso tesoro.
-Eso es todo -replicó con cierta amargura el aguador-, pues que se quede como está; yo nada entiendo de magia ni de tesoros encantados.
Y sin preocuparse más por el asunto se despidió del moro dejándole el pergamino. Después de am­bular por las calles de Granada vendiendo agua, llegó de nuevo a la "Plaza de los Aljibes" dispuesto a cargar su garrafa y hacer su último viaje. Pero un grupo de ociosos, reunidos junto a uno de los ban­cos de piedra, se deslumbraba conversando sobre leyendas de fabulosos tesoros escondidos por los moros en las cercanías de la Alhambra.
El buen Peregil estuvo un buen rato escuchan­do lo que se decía. El recuerdo del pergamino em­pezó a torturarlo obligándolo a pensar que bien podía haber un tesoro escondido y fácil de encon­trar, gracias a sus indicaciones.
Tan absorto iba en sus pensamientos e imagi­nando riquezas ocultas debajo del Palacio, que es­tuvo varias veces a punto de caer y romper el cán­taro que colgaba a sus espaldas.
Aquella noche no se acordó de que existieran los lamentos de su mujer e hijos y menos de pegar los ojos. Apenas amaneció, se llegó a la tienda del moro y después de referirle lo ocurrido hizo la si­guiente proposición:
-Gracias a sus conocimientos pude enterarme de lo que decía el pergamino; bien podemos ir juntos al sitio que él señala y probar su poder; si él es ineficaz, nada habremos perdido, pero si resulta ver­dadero, el tesoro lo dividiremos entre los dos.
-¡Por Alá, no corráis!- contestó el moro-; para que lo escrito aquí surta efecto, debe ser leído a medianoche a la luz de una vela especial; sin sus cualidades la fórmula no tiene ningún valor.
-No se preocupe usted -exclamó el aguador-, la tengo y la iré a buscar en seguida.
El moro tuvo que aguardar bien poco el retorno de Peregil. Apenas éste le entregó el trozo de vela que guardaba el cofre de sándalo, lo observó cui­dadosamente y después de tomar su olor dijo:
-Exóticas esencias y mágicos ingredientes entran en su composición; es sin duda la vela que describe el pergamino. Su luz permitirá abrir las cavernas más secretas, los muros más gruesos, las puertas y las rejas de acero más resistentes, pero infeliz el que se halle en la cámara del tesoro si ella llega a apa­garse; sufrirá un eterno hechizo.
Como la impaciencia consumía al aguatero y la curiosidad y el interés al moro, fácil les fue ponerse de acuerdo para comprobar esa misma noche lo que aseveraba el pergamino.
Así que, después de un día que pareció el más largo de su vida y a una hora bastante avanzada, provistos de un farol, subieron por la cuesta que llevaba a la Alhambra hasta llegar a la Torre de los Siete Suelos, lugar señalado por el documento como depósito del tesoro.
El lugar, rodeado de espesa arboleda y cruzado por murciélagos y lechuzas, era famoso por las le­yendas que originaba.
Para darse ánimo cambiaron unas pocas palabras y alumbrándose con el farol cruzaron las ruinas del edificio hasta llegar a la entrada de un pasadizo, cuya boca asomaba en los cimientos de la torre. De acuerdo con las indicaciones del documento, debie­ron pasar por tres cuevas que se comunicaban por largas escaleras; al llegar a la cuarta, un piso de gruesas losas impedía el pasaje a las siguientes cuevas.
Medio muertos de miedo se detuvieron hasta que oyeron dar en un campanario el toque de me­dianoche. Inmediatamente encendieron el trozo de vela y el moro leyó rápidamente el pergamino.
Al sonar su última palabra, violentos ruidos sub­terráneos sacudieron sus oídos. La tierra tembló y las losas se abrieron mostrando una escalera de piedra.
Venciendo su temor y animándose uno a otro descendieron por ella hasta llegar a una sala cuyas paredes estaban cubiertas con símbolos misteriosos. En el centro del aposento se hallaba un enorme cofre asegurado por siete barras de acero, custodiado a cada lado por moros armados, de punta en blanco, pero convertidos en estatuas por algún hechizo.
Contra las paredes veíanse grandes recipientes lle­nos de piedras preciosas, joyas y monedas de oro. El aguador y el comerciante se precipitaron sobre ellos, hundiendo los brazos y sacando todo lo que podían guardar sus bolsillos, pero tal era la impre­sión que les causaba la inmovilidad y el rostro de los moros guardianes del cofre, que, contagiados por un terror indescriptible, abandonaron la sala y corrieron escaleras arriba hasta llegar a la cueva en que habían dejado la vela, cuya llama, sacudida por la agitación de los recién llegados, se apagó al tiempo que nuevos ruidos se dejaban oír y las losas del suelo se unían con gran violencia.
El pánico que los sacudió fue tal, que, sin saber cómo, subieron las escaleras, atravesaron las cuevas, los escombros y los árboles, hasta llegar a contem­plar la pálida luz de las estrellas al borde del camino que iba a Granada.
Dejándose caer sobre la mullida hierba descansa­ron largo rato; luego, más animados, resolvieron re­partirse las riquezas que habían obtenido y volver alguna otra noche por el resto. En prueba de mutua seguridad y confianza, uno se quedó con el perga­mino y otro con el trozo de vela, que pese a todo no olvidaron de recoger. Hecho esto emprendieron el regreso no sin antes decirle el moro a Peregil:
-Perdonadme, amigo, si os doy un consejo: que guardéis el mayor secreto hasta que saquemos todo el tesoro y lo pongamos en sitio seguro. Si algo de eso llega a oídos del Alcalde, bien podemos despe­dirnos de todo.
-Lo que usted dice es una gran verdad -contes­tó el aguador-, trataré de no decir una palabra. -Estoy seguro de su discreción-replicó el moro-, mas dudo de su mujer.
-Ella no sabrá nada -aseguró Peregil con gran energía.
-Confío en su promesa y en su silencio -terminó diciendo su acompañante antes de despedirse.
La resolución del buen aguador era terminante, pero no contaba con la dificultad que tiene un ma­rido en ocultarle un secreto a la esposa. Al regreso a su casa encontró a su mujer llorando sobre la piel de oveja.
-Ahí llega el perdido de mi marido -exclamó apenas lo vio-. ¡A qué me trae otro protegido que nos lleve más a la miseria y al hambre!
Aumentando sus gritos y arañándose el pecho agregaba:
-¡Más desgracias nos esperan... ! ¿Qué va a ser de mí y de nuestros hijos? ¡Los escasos bienes sa­queados por jueces y alguaciles, mientras que el ha­ragán de su padre anda de juerga con moros infie­les! ¡Sólo queda largarnos por las calles a mendigar un pedazo de pan!
Fueron tan dramáticos los gestos y las palabras de su casquivana mujer, que Peregil, llorando y sin poder contenerse, sacó de su bolsillo unas monedas de oro y las puso en las faldas de la amargada esposa. Sentir el suave tintineo del oro y desaparecer las lágrimas como por encanto, fue todo uno. Su asom­bro llegó a un punto tal, que el aguador, asustado por el tamaño que alcanzaban sus ojos y para evitar nuevos reproches, haciendo graciosas cabriolas, sacó una hermosa cadena de oro y se la colgó sobre el pecho.
-¿Qué has hecho, Peregil? -exclamó asustada-, ya sospechaba que no andabas en buenas compañías. con toda seguridad que esto es producto de algún robo o asesinato.
Y la pobre mujer, lanzando cortos chillidos, em­pezó a ver a su marido colgado de la horca. Tal fue el cuadro que imaginó su mente, que presa de un fuerte ataque de nervios, cayó desvanecida.
No bien repuesta, al aguador no le quedó más remedio, después de hacerle jurar y rejurar guardar profundo secreto, que contarle la historia que lo había puesto en camino de la buena suerte. Después que su mujer lo hubo abrazado llena de alegría, dijo:
-¿Qué me dices ahora del resultado de las buenas acciones y la herencia que ellas me trajeron?
Y sin más hablar se tendió a dormir mientras su esposa se pasaba la noche contando las doradas mo­nedas, probándose collares y joyas y ansiando el día que pudiera lucirlas a la vista de todos.
A la mañana siguiente, el aguador tomó una de las monedas y fue a venderla a un joyero del mer­cado, diciendo que la había encontrado entre las ruinas de la Alhambra. El comerciante, después de cerciorarse de que era de oro purísimo, se la com­pró por la tercera parte de su valor.
No reparó en ello el buen Peregil, que sin demora, empleó casi todo el dinero en comprar ropas y juguetes a sus hijos, provisiones y dulces para una opípara comida, pasando el resto del día jugando y saltando con los pequeñuelos.
Su mujer no aguantó mucho tiempo el saberse rica. Empezó por adoptar un aire misterioso y al­tanero, dándose importancia con sus vecinas, a las que hablaba sobre proyectos que iba a realizar o vestidos que había encargado. Esto motivó que la creyeran falta de juicio y fuera el motivo de diver­sión de sus amigas.
Si bien no decía más, al llegar a su casa empezaba a ponerse sobre sus harapos los collares de perlas, brazaletes y joyas, para tener el gusto de mirarse y remirarse en un pedazo de espejo que colgaba de la pared.
Como aquello no le fue suficiente, su vanidad la llevó a asomarse a la ventana para ver el efecto que causaban tan deslumbrantes adornos. Pero la pobre no se acordó, en ese instante, que frente a su casa vivía Pedrillo Pedrugo, que en esos momentos, sin clientes que atender, espiaba la calle. Los destellos de los brillantes hirieron sus ojos. Asombrado, acer­cóse a la ventanilla y con la mayor sorpresa reconoció a la mujer del aguador, alhajada con tanta riqueza como una princesa oriental.
Después de registrar en su mente una lista de los adornos, corrió a toda velocidad a la casa del Al­calde, contándole, una vez pasada su agitación, lo que había visto.
Unos instantes después el alguacil "Sombra de la vara" era comisionado para prender al aguador, que fue conducido ante el juez al caer la tarde. -¡Pedazo de bellaco -vociferó el Alcalde-, has de pagar caro tu engaño ¿Conque el infiel que mu­rió en tu casa no te dejó nada más que un cofre vacío? ¡Y ahora tu mujer luce más brillantes que una reina! ¡Miserable! ¡O me das todo lo que tienes o te mandaré a bailar en la horca
El atribulado Peregil creyó llegada su última hora y cayendo de rodillas contó cómo había obte­nido sus tesoros. El perverso Alcalde, el taimado alguacil y el rapabarbas soplón escucharon con gran asombro la fantástica historia.
Una vez repuesto de la impresión, el juez ordenó a "Sombra de la vara" que detuviera en seguida al acompañante del aguador.
Aturdido por el temor de verse aprisionado por las mallas de tan codiciosa red judicial, el moro no atinó en un principio a imaginar lo sucedido. Pero llegar, y ver al lloroso Peregil, fue comprenderlo todo. Con rabia y desprecio murmuró al pasar a su lado:
-¡Aturdido borrico! ¿No te dije cuán impru­dente era confiar en tu mujer?
Interrogado por el Alcalde, sus palabras no hi­cieron sino repetir la historia contada por el agua­dor, pero el astuto avaro manifestó que no creía en ella y que debía mandarlos a la cárcel e iniciar una severa investigación.
-Me parece que el señor juez no alcanza a com­prender -respondió el no menos ladino moro que en esa forma no obtendrá ningún beneficio. Pocos somos en verdad los que conocemos el secreto y en la cámara subterránea quedan tesoros como para enriquecernos varias veces. Bien puede usted darnos la seguridad de que nos lo repartiremos por igual. De lo contrario no diré una sola palabra por más tormento que me apliquen y se perderá el tesoro.
El Alcalde pensó un instante; luego conferenció en voz baja con el taimado alguacil, quien le dictó el siguiente consejo:
-No vacile en darle toda clase de seguridades, pues una vez en poder del tesoro, fácil será desha­cerse de ellos amenazándolos con la hoguera por in­fieles y hechiceros.
Después de simular que meditaba una resolución, contestó:
-Es demasiado fantástica la historia que me re­latan. Para convencerme de ella debo presenciar ese conjuro esta misma noche. De ser real nos reparti­remos el tesoro como buenos amigos, pero si me engañan, no obtendrán clemencia. Mientras tanto permaneceréis detenidos.
Estas palabras, que produjeron gran satisfacción a Peregil, fueron acogidas con cierta reserva por el moro.
Antes de darse la medianoche el Alcalde, el al­guacil y el rapabarbas, armados hasta los dientes, llevando a sus prisioneros y al borrico, partieron rumbo al lugar en que se encontraba el tesoro.
Su camino fue silencioso v. acompañados por la buena suerte de no ser vistos, llegaron a la impo­nente Torre. Después de atar al asno en un árbol comenzaron a descender las escaleras hasta llegar a la cueva con el piso de losas.
Peregil encendió el trozo de vela y el moro em­pezó a leer el pergamino. De nuevo se sintieron fuertes ruidos, tembló la tierra y con gran estruendo se separaron las losas del piso dejando ver la estre­cha escalera. Tal temor entró al Alcalde, al mísero alguacil y al curioso barbero, que no se atrevieron a moverse de donde se hallaban.
Bajaron el aguador y el moro, y sin dejarse inti­midar por el fiero aspecto de los que guardaban el cofre, tomaron dos de los jarrones de mayor tama­ño, repletos de joyas y monedas de oro, que Pere­gil llevó con gran trabajo y esfuerzo hasta el borrico, manifestando que era cuanto podía cargar el animal.
-Sí -apoyó el moro-, es por ahora lo suficiente como para hacernos varias veces ricos.
-¿Cómo por ahora? ¿Acaso queda más aún? -pre­guntó el Alcalde.
-¿Que si hay? -contestó el árabe-. Queda lo que más vale, un cofre de gran tamaño lleno de piedras preciosas.
-¡Pues hay que subirlo sin más tardanza! -ex­clamó fuera de sí el avaro Alcalde.
-Hágalo si es su deseo, pero no cuente con mi. ayuda -respondió el moro-. Creo que ya hemos sa­cado bastante.
-A mí también me parece -agregó Peregil-, porque mi pobre borrico no podrá llevar más carga.
En vano amenazó e imploró el Alcalde, pero viendo que no vencía sus firmes propósitos, dijo al alguacil y al barbero:
-Subiremos nosotros el cofre y nos repartiremos su contenido.
Y acompañado no de muy buena gana por sus se­cuaces, comenzó a descender por la escalera.
El moro, que los observaba con atención, no bien vio que llegaban a la cámara del tesoro, apagó la vela. Terroríficos ruidos se dejaron oír y las losas volvieron a unirse con fuerte choque, sepultando a los tres perversos carceleros.
El moro y Peregil no pararon hasta llegar donde pacía el cargado borrico.
-¿Qué habéis hecho. . . ? -gimió Peregil una vez que el susto lo dejó articular palabra.
-Nada que no sea la voluntad de Alá -respondió el moro-. Con los traidores se ha enterrado la ava­ricia y la maldad. Estaba escrito en el libro del des­tino. Así quedarán hasta que alguien conozca el se­creto y deshaga el poderoso hechizo, cosa que creo un poco difícil -y sin decir más, arrojó el trozo de vela en medio del bosque.
Como nada podía hacer, Peregil se resignó a se­guir a su fiero compañero de regreso a la ciudad. Durante el camino el buen aguador no pudo menos que abrazar repetidas veces a su noble borrico, por lo que el moro llegó a pensar que más alegría le proporcionaba tener el animal que el tesoro.
El reparto de las riquezas obtenidas no originó ninguna diferencia. El moro, que tenía debilidad
por las piedras preciosas, entregó a Peregil casi todos los objetos de oro, que, en su conjunto alcanzaban mayor valor.
No olvidaron la anterior lección. Así que en cuanto les fue posible volvió el moro al África, mientras que el aguador resolvió trasladarse con su familia y pollino al reino de Portugal.
Los consejos de su ambiciosa mujer le fueron en esos momentos de mucha utilidad. Con el tiempo llegó a ser un importante personaje que llevaba espada al cinto y ocultaba las torcidas piernas tras ricos justillos.
Su esposa, cargada de joyas y extravagantes ves­tidos, se entretenía en velar por los hijos, que, no por ricos, dejaban de ser tan robustos y patizambos como el padre, que olvidando el antiguo nombre comercial de Peregil, llevaba el muy pomposo de don Pedro Gil.
Nadie extrañó en Granada a los tres personajes. Encantados en la Cámara subterránea, esperarán, quién sabe por cuántos siglos, que les den libertad y vuelvan a abundar en España soplones barberos, malvados alguaciles y avaros Alcaldes.




Leyenda de la rosa de la Alhambra

La hermosa ciudad de Granada fue durante mucho tiempo la residencia predilecta de los reyes de España. Pero una serie de terremotos que asoló la región y sacudió por entero el antiguo palacio morisco, atemorizó en tal forma a los reales personajes, que abandonaron precipitadamente tan peligroso lugar.
La Alhambra permaneció durante largos años en completo abandono. Los aposentos perdieron su brillo y los jardines su esplendor.
La Torre de las Infantas, morada de las tres fa­mosas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, no es­capaba al general descuido y se había convertido en el refugio de arañas, murciélagos y lechuzas.
Contribuía en mucho el hacerla inhabitable la antigua creencia de que la sombra de la bella Zora­hayda, que había muerto en aquella Torre, solía verse, a la luz de la luna, reclinada en la fuente del saloncito o derramando amargas lágrimas junto a uno de los ventanales, mientras se oían dulces notas de un laúd.
Como el tiempo borra los malos recuerdos, un buen día se les ocurrió a los reyes de España volver a Granada.
Un ejército de obreros invadió la Alhambra, que al cabo de poco tiempo lucía en todo su esplendor. Redobles de tambores y sones de trompetas atur­dieron a los apacibles habitantes de la montaña. Ondear de banderas y pendones, cegadores brillos de armas y joyas, deslumbraron a los habitantes de la ciudad, que con vivas y flores recibían a sus so­beranos Felipe V y su bella consorte Isabel, prin­cesa de Parma.
Los aposentos y cámaras del Palacio de la Alham­bra volvieron a vivir la agitación y el bullicio que reina en una corte. El ir y venir de agraciadas damas de honor, las galantes frases de los caballeros y las travesuras y carreras de ligeros pajecillos, alternaban con alegres piezas musicales y divertidas canciones.
Entre los muchos personajes que formaban la real comitiva se contaba un paje llamado Ruiz de Alar­cón, descendiente de ilustre y noble familia. Era el favorito de la reina y eso significaba que su físico e ingenio debían estar de acuerdo con la gracia y belleza que rodeaba a la hermosa y exigente Isabel.
Se encontraba una mañana en los bosques cerca­nos al Palacio adiestrando el halcón favorito de la reina, cuando éste, después de volar a gran altura, se precipitó sobre un pájaro posado en las ramas de un árbol. La avecilla consiguió eludir el ataque, lo que hizo que el halcón pusiera mayor empeño en cobrar su presa, y sin hacer caso a las llamadas del paje, empezó a perseguirlo hasta que, cansado, se posó sobre la muralla de la Torre de las Infantas, situada en un barranco algo lejano de la Alhambra. Con gran trabajo llegó el joven a los muros de la Torre, pero como ellos no presentaban ninguna abertura y su elevación hacia difícil el escala­miento, resolvió rodearlo para dar con la entrada.
Ella se abría frente a un pequeño jardín cercado por cañas y enredaderas. Debió pasar un portillo y cruzar canteros llenos de rosales y fragantes flores para llegar a la puerta, cerrada en esos momentos. Intentó abrirla, después de llamar repetidas veces. Pero solamente el silencio contestaba a sus tentati­vas. Tras breve espera, se resolvió a mirar por un pequeño agujero que presentaba la puerta. Su asom­bro no tuvo límites al observar que ella daba a un primoroso saloncito morisco, cuyas paredes tenían delicados adornos que hacían juego con las colum­nas de una hermosa fuente de alabastro rodeada de flores sobre la que se apoyaba una guitarra rica­mente adornada. En una de las esquinas colgaba una jaula cuyo ocupante era un pájaro de raros co­lores y deliciosos trinos. En un sillón y sin impor­tarle el canto del ave, dormía plácidamente, entre delicadas labores femeninas, un magnífico gato persa.
Este cuadro le causó cierta intranquilidad por cuanto le habían asegurado que aquella Torre es­taba deshabitada. Por un momento creyó haber des­cubierto un aposento encantado y alguna princesa hechizada bajo el aspecto de aquel gato persa.
Esta idea lo resolvió a llamar en forma más suave y examinar las ventanas en busca de un ser humano. Nueva confusión trajo a su mente el rostro de una bellísima joven, que se dejó ver por unos instantes.
Tras prudente espera, y convencido de que su­fría alucinaciones o de que allí había algún misterio o una dama en peligro, insistió en sus propósitos, los que obtuvieron por recompensa el presentársele aquella visión, esta vez convertida en una real y maravillosa beldad de quince años.
Ruiz de Alarcón, venciendo el hechizo de su be­lleza, la saludó haciendo una cortés reverencia, al tiempo que decía:
-Más que hermosa princesa, perdón os pido por mi molestia, pero necesito de vuestro permiso para recoger un halcón posado en lo alto de esta Torre.
-Lamento, señor, no poder complaceros -con­testó la dulcísima voz de la joven- porque mi tía no me permite abrir la puerta a desconocidos.
-No me consideréis impertinente, pero es el caso que esa ave es la favorita de la reina y no puedo dejar de rescatarla.
-¿Sois entonces un caballero al servicio de su majestad?
-Ese es mi cargo, encantadora princesa, pero muchos males me aguardan si no regreso con ese malvado halcón.
-Pues entonces lo lamento mucho. Mi tía me ha advertido que jamás deje entrar a los caballeros de la Corte.
-Pero considerad, gentil señorita, que entre ellos hay malos y buenos y que el que os habla es un inocente paje, que caerá en desgracia si le negáis este pequeño favor.
La joven, que por hermosa no dejaba de tener delicados sentimientos, consideró que era verdade­ramente penoso que aquel gentil paje resultara per­judicado, sobre todo porque no se parecía por su físico y humildes súplicas a los terribles y malvados caballeros de la Corte, que, según su tía, eran tan peligrosos para las incautas jóvenes.
Viendo que la niña se manifestaba indecisa, el paje renovó sus pedidos con tanta elocuencia, que la tímida y ruborosa joven terminó por abrir la puerta.
Si a Ruiz de Alarcón la guardiana de la Torre le pareció muy hermosa, sus sentidos se deslumbra­ron al apreciar toda la belleza y la gracia que derra­maba aquella aparición celestial, que convertía en mustias y pálidas a todas las flores de Granada.
Venciendo su turbación, subió a buscar al des­obediente pajarraco. Al bajar encontró a la joven sentada cerca de la fuente y entretenida en tejer un delicado encaje, pero al levantar la vista un ovillo de hilo se deslizó sobre el suelo. Apresuróse el paje a recogerlo y doblando la rodilla se lo ofre­ció como si fuera una reina, y como a tal le besó la mano cuando ella intentó tomarlo.
A su exclamación de enojo quiso el joven respon­der con varias de las galanterías que se acostumbra­ban en la Corte, pero fue presa de una gran timi­dez. Las palabras morían en sus labios sin poder pronunciarlas, y lo poco que alcanzó a decir eran so­nidos inarticulados que contribuían a confundirlo más aún.
Aunque inocente y candorosa, la niña alcanzó a comprender las razones que perturbaban al paje y su enojo cedió ante la alegría de tener rendido a sus pies a tan apuesto servidor de la reina.
Cuando el joven empezaba a recobrar la sereni­dad, una lejana voz hizo sobresaltar a la guardiana de la Torre.
-Es mi tía que regresa -exclamó temerosa-. Marchaos, señor, inmediatamente, que me ponéis en grave compromiso.
-No me moveré de aquí -contestó Ruiz de Alar­cón-, hasta tanto no me entreguéis como recuerdo esa rosa que adorna vuestros cabellos.
Con gran rapidez la niña desprendió la flor de sus trenzas y el paje, poniéndola sobre su corazón, desapareció detrás de los arbustos que adornaban el jardín.
Entrar la precavida tía Fredegunda a la Torre y darse cuenta de que allí había ocurrido algo anor­mal fue todo uno.
-¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó con su chillona voz.
-Nada que pueda decirse grave, querida tía -contestó la joven, sofocada por la emoción-. Un halcón que perseguía su presa llegó hasta aquí.
-¡Jesús, María! ¡Qué barbaridad! ¡Ya ni nues­tro pájaro está a resguardo de ese voraz halcón! ¡Ay, Dios mío! Ten cuidado de cerrar bien la puerta.
Diciendo esto la buena anciana, después de po­ner orden en el aposento, dedicó largo rato a acon­sejar a su sobrina contra las acechanzas y galanterías de Inahallernc de la Cnrre
Aunque jamás había sufrido ningún desengaño, porque nunca había contado con facciones agrada­bles, no por eso dejaba de trasmitir a la joven cuan­to conocía sobre los peligros que acechan a las jóvenes.
Su hermosa sobrina Jacinta, que hasta hacía poco tiempo había estado completando su educación en un convento, era huérfana, siendo su padre un va­liente oficial muerto en el campo de batalla. Su tía la guardaba y vigilaba con gran celo, pero su be­lleza y dulzura no habían pasado inadvertidas para los habitantes de la ciudad, quienes con gran admi­ración la llamaban la "Rosa de la Alhambra".
Pronto se cansó de Granada el rey Felipe V, y decidió dirigirse hacia otra ciudad. Al enterarse la vigilante tía de la partida de los soberanos, no dejó de observar atentamente el paso de los caballeros que constituían el séquito real. Cuando el último de ellos hubo desaparecido a su vista, emprendió el regreso muy satisfecha porque su sobrina ya no co­rría peligro alguno. Pero al acercarse a su vivienda quedó muda por el asombro. Un hermoso caballo árabe se revolvía inquieto frente al portillo del jar­dín, mientras que entre las flores un apuesto joven se arrodillaba ante su sobrina.
Al acercarse, el potro dio un relincho de aviso y el paje, sin esperar más, besó la mano de la niña y saltando la cerca montó a- caballo, desapareciendo en un instante.
Jacinta, afligida por la partida del joven, sin im­portarle lo que podía pensar y decir la vigilante Fredegunda, se arrojó a sus brazos derramando abundantes lágrimas.
-¡Ay, tía! -gemía entre sollozos-. ¡Se ha ido! ¡Se ha alejado de mí y nunca más lo veré¡
-¿Pero a quién le ha sucedido eso? ¿Qué malas noticias trajo ese joven que se arrodillaba ante ti? -¡Es él, tía, por quien lloro! ¡Es un paje de la reina que se despedía de mí!
-¡Un caballero de esa laya! -exclamó fuera de sí la inmaculada tía-. ¿Cómo has conocido tú a ese personaje?
-El día en que el halcón de la reina se posó en la Torre, él era el encargado de cuidarlo.
-¡Ay, niña de mi alma! ¡No existe ave de ra­piña peor que esos alocados pajes, que se divierten en cazar tan candorosas avecillas como eres tú!
Con gran enojo cerró la puerta de la Torre con toda clase de trancas para que nada volviera a per­turbar a su hermosa sobrina.
Bajo extrema vigilancia pasó la niña verano e in­vierno sin tener noticias del apuesto paje. Al llegar la primavera y cuando todo era vida y esplendor, la bella Jacinta empezó a perder colores mientras hon­da tristeza le hacía olvidar sus agujas, enmudecer su dulce voz como también las melodías que tañían las cuerdas de la guitarra.
Sus ojos ya no brillaban como las estrellas, el llanto los enrojecía casi a diario.
La rígida Fredegunda creía aliviar sus penas di­ciéndole a menudo:
-¡Ay, candorosa sobrina! ¡Mira si no das razón a mis palabras! ¿No te advertí repetidas veces de lo inconstantes y frívolos que son los caballeros de la Corte? Por otra parte, ¿qué puedes esperar, tú, una pobre huérfana, de un joven de noble fami­lia? Aunque quisiera casarse contigo, estoy bien segura de que sus padres se lo impedirían. Déjate, pues, de llorar y no te aflijas por cosas imposibles.
Estas palabras no hacían sino aumentar el descon­suelo de Jacinta, que para evitar las recriminacio­nes de su tía, trataba de aislarse lo más posible.
Una calurosa noche -su tía hacía tiempo se ha­llaba entregada al sueño- permanecía en el salón de la Torre evocando junto a la fuente aquella feliz mañana en que el apuesto paje había solicitado su ayuda, cuando al recordar cuán pronto la había olvi­dado, sus ojos se llenaron de lágrimas que corriendo por las mejillas cayeron en la taza de la fuente. El agua, quieta hasta entonces, empezó a agitarse y for­mar burbujas que fueron creciendo y se convirtieron en una bella joven, vestida como una princesa árabe.
La aparición impresionó en tal forma a Jacinta, que olvidando sus penas huyó del salón. Después de agitada noche y ya al amanecer, despertó a su tía para contarle lo que le había ocurrido.
Mas la austera Fredegunda lo creyó un delirio o un sueño de su atribulada cabecita.
-Con toda seguridad -dijo a modo de confor­marla- que habías estado recordando la vieja le­yenda de las tres princesas moras.
-¿Qué leyenda es esa que no recuerdo, que­rida tía?
-Pero me parece que te la he contado hace mu­cho tiempo. Se refiere a las tres hijas del entonces rey de Granada, Zayda, Zorayda, y Zorahayda, que permanecieron guardadas en esta Torre por orden de su padre, hasta que para poner fin a su cautive­rio resolvieron escapar y casarse con tres valientes caballeros cristianos, pero a último momento la me­nor de ellas se dejó vencer por el temor, negándose a dejar esta Torre, en la que había de morir poco tiempo después.
-Recuerdo ahora que conocía esta leyenda y que he acompañado con lágrimas las desdichas de Zo­rahayda.
-No me extraña que ello ocurriera, por cuanto quien la pretendía era uno de tus antepasados, que después de largo tiempo y cicatrizado su corazón, se casó con una noble dama de la Corte.
-Es otra alma que sufre tanto como yo -pensó para sí la joven-, y no he de temerle. Esperaré esta noche, por si nuevamente llega a aparecer.
Siguiendo su pensamiento, apenas se durmió la vigilante Fredegunda y en la Torre reinó completo silencio, se levantó y bajó al saloncito que adornaba la fuente morisca. El lejano campanario de una igle­sia anunciaba la medianoche, cuando la superficie del agua empezó a agitarse y a formar burbujas, sur­giendo la bella princesa, cuyos vestidos lucían valiosas joyas, llevando en sus delicadas y pequeñas manos un precioso laúd.
La joven estuvo a punto de abandonar sus pro­pósitos, y huir, pero la triste voz v el sufrimiento que reflejaban sus bellas facciones la detuvieron.
-¿Cuáles son tus penas, hermosa criatura - dijo con tono cariñoso- para alterar con lágrimas la quietud de la fuente? ¿Qué pesar amarga tu cora­zón para interrumpir la tranquilidad de la sala con lamentos y suspiros?
-Lloro la ausencia de un doncel que en ¡vano prometió tenerme en su memoria.
-No te aflijas, niña mía, porque penas mayores hay en el mundo y las tuyas se resolverán con feli­cidad. Ten presente mis desdichas. Soy una prin­cesa mora a quien un caballero, tu antecesor, me cortejó y fue correspondido al punto de convenir casarnos y convertirme a su religión, pero en el instante de cumplir nuestros propósitos, me faltó valor, y como si ello fuese un castigo, se apoderó de mi espíritu un hechizo que sólo tú puedes rom­per, si nada en ti se opone a ello.
-Por el contrario -respondió muy emocionada Ja­cinta-, haré cuanto pueda por libraros de él. -Gracias, niña mía, aproxímate sin miedo y bau­tízame con el agua de la fuente según manda tu religión; sólo así descansará mi alma.
Temblorosa acercóse Jacinta a la fuente y, des­pués de sumergir su pequeña mano en el agua, cumplió con aquel singular pedido. La princesa, al término de la ceremonia, sonriente de felicidad, se desvaneció en finísimas gotas de rocío, mientras que el laúd de plata se depositaba a los pies de la niña.
Poco tardó en abandonar el aposento y refugiarse en el lecho. Apenas concilió el sueño. Los primeros rayos del sol la sorprendieron pensando si lo suce­dido era una realidad o fantasía.
Sin poder contener la curiosidad, bajó al salon­cito. La emoción casi la desvanece al ver el laúd de plata en el mismo lugar que había quedado la noche anterior. Corrió entonces a despertar a su tía con­tándole con voz entrecortada por la agitación lo su­cedido y la existencia del magnífico instrumento.
Después de vestirse, bajó Fredegunda al salón, y su frío corazón se enterneció cuando su sobrina, pulsando el laúd, arrancó de sus cuerdas una melo­día tan prodigiosa como cautivadora.
Jacinta encontró en la música felices momentos que le hacían olvidar las penas de su corazón. Pero sin darse cuenta, las maravillosas notas del laúd detenían a cuanta persona se aproximaba a la Torre.
Las propiedades de aquella extraordinaria música no tardaron en conocerse y hacer famosa a su eje­cutante.
Los nobles más distinguidos rivalizaban en invi­tar a aquella virtuosa joven, porque sus ejecuciones eran un poderoso imán, sin el cual no había fiesta posible.
Su celebridad corrió por España entera y en to­das las ciudades se elogiaba a la renombrada artista, cuya música exaltaba los sentidos.
Jacinta no se daba tiempo en atender tanta invi­tación y agasajos, y la vigilante Fredegunda, cada vez más alerta y desconfiada, debía sostener verda­deras batallas para contener a los admiradores de su maravillosa sobrina.
Mientras esto ocurría, el rey Felipe V fue presa de una rara enfermedad mental que, después de pa­sar por diversas alternativas, hizo crisis en la manía de creerse muerto, y que como tal, ordenó debían darle sepultura.
Grave conflicto causó a la reina y a los ministros tan raro capricho. No podían desobedecer la real orden ni tampoco cumplirla, pues el enterrarlo vivo hubiera sido castigado por el delito de regicidio.
Preocupados por tan complicado problema, los personajes de la Corte buscaban toda clase de solu­ciones, cuando llegaron a sus oídos las maravillosas virtudes de una joven tañedora de laúd. Al punto se destacaron emisarios en su busca, y, pocos días después, la joven llegó al palacio vestida al estilo andaluz y con su laúd de plata, en momentos que Isabel se paseaba en compañía de sus damas de honor por los hermosos jardines.
Sorprendida quedó la reina al ver tan noble be­lleza y timidez en la joven que enloquecía de ad­miración a España, y que con tanto acierto llamaban la "Rosa de la Alhambra".
Su tía Fredegunda no tardó en informar a la so­berana de su historia y antepasados, aumentando el interés de la reina al enterarse de que descendía de muy noble familia y de que su padre había dado la vida en defensa de sus reyes.
-Espero -dijo Isabel- que tu llegada a la Corte confirme tus excelentes dotes como ejecutante de tan precioso instrumento. Pero, si eres capaz de ali­viar el mal que aqueja a tu rey, gozarás de mi protección y muchos serán los honores y riquezas que te aguardan.
Ansiosa de probar las virtudes de tan eximia ar­tista, guió a la joven a través del palacio hasta llegar a una tétrica aunque imponente sala, cubierta con negras colgaduras. Largos velones iluminaban un suntuoso catafalco, desde donde asomaba la nariz del monarca, que, con las manos cruzadas sobre el pecho, esperaba que le dieran sepultura.
Entró la reina, haciendo señas de guardar silencio a los enlutados y tristes caballeros que rodeaban a su esposo, y señalando un pequeño asiento, indicó a la hermosa Jacinta que podía comenzar.
La emoción hizo en un principio vacilar sus de­licados dedos, pero a medida que iba tocando, su entusiasmo crecía y con ello mejoraba la forma de ejecutar, que alcanzó a una perfección tal, que los presentes se sintieron transportados al reino de la música. Después de tocar algunas melodías que el maniático rey creyó sin duda provenían de los ánge­les, la eximia artista empezó a cantar al compás del laúd un famoso romance que exaltaba las glorias de la Alhambra y los heroicos hechos de armas de los guerreros moros. Como la canción se asociaba al re­cuerdo del apuesto paje, fue tal el sentimiento que puso al entonarla, que el rey incorporóse en el cata­falco para luego arrojarse al suelo y ordenar con viva impaciencia que se le trajera su espada y su escudo.
Al punto aquella orden fue coreada por vivas y gritos de alegría, las ventanas fueron abiertas y el sol entró raudo.
Pasado este primer momento, todos se volvieron a la excelsa artista, que había abandonado su asiento y presa de una intensa palidez, mientras el laúd se deslizaba hasta el suelo, iba a caer desvanecida, si en el mismo momento no la hubiesen recogido los bra­zos del apuesto Ruiz de Alarcón.
Repuesta la hermosa Jacinta de su emoción, no se negó a escuchar las justificaciones que de su in­explicable silencio le ofrecía el joven. Como era de imaginar, apenas confesó a su padre su afecto por la joven, éste le prohibió en absoluto toda relación que no estuviera de acuerdo con su alcurnia y no­bleza.
Pero pronto la reina venció los escrúpulos de tan rígido padre, que al conocer la gracia y belleza de su futura hija y las mercedes y favores que le otor­gaban en la Corte, consintió, sin más vacilar, no tar­dando mucho tiempo en celebrarse con gran pompa las bodas de la hermosa "Rosa de la Alhambra" con el gentil caballero Ruiz de Alarcón.
En su felicidad, olvidaron el mágico laúd, que al cabo de un tiempo fue robado por un envidioso ar­tista italiano traído a la Corte, antes de la mara­villosa cura del rey. A su muerte sus ignorantes pa­rientes hicieron fundir el preciado metal, mientras que sus cuerdas fueron aprovechadas en un viejo violín de Cremona, cuyas mágicas notas dieron me­recida fama al gran Paganini.





Leyenda del Gobernador y el Notario


Entre las autoridades que goberna­ron la Alhambra, se destacó, hace muchísimos años, un viejo y valiente militar que, habiendo perdido un brazo en una célebre batalla, era conocido por el nom­bre de "El gobernador manco".
Ufano de su gloria y coraje, irritable y severo en sus actos, resultaba imponente con los largos y er­guidos mostachos que casi le llegaban a los ojos, altas botas y larguísima espada.
Aplicaba con toda exactitud los reglamentos y or­denanzas que establecían a la Alham Ira como for­taleza real. No se podía entrar con ninguna clase de armas, a no ser algún noble caballero, y los jine­tes debían desmontar al llegar a la puerta y conducir por la brida a su cabalgadura.
Como el gobernador no hacía excepciones y man­tenía con estricto rigor su autoridad, muy pronto se indispuso con el capitán general que mandaba en la provincia y que no toleraba que en su jurisdicción existiera otro Estado que resistiese a su poder.
Esta enemistad, agriada por continuas discusiones, exasperaba y enfurecía cada vez más a las celosas au­toridades.
"El gobernador manco" alcanzaba cierta ventaja
sobre su rival, porque el suntuoso palacio de la ca­pitanía, situado al pie de la colina en que se levan­taba la Alhambra, era dominado por una de las sa­lientes de la fortaleza y allí, en horas en que mayor era la cantidad de gente que iba y venía, se paseaba erguido, espada al cinto, con desdeñoso gesto de su­perioridad militar.
Cada vez-que bajaba hasta la ciudad, lo hacía con gran pompa, en la vieja carroza tirada por ocho mu­las y con numerosa escolta de caballerizos y lacayos. Esta exhibición le causaba cierto placer, sobre todo al observar a los impresionados habitantes de Gra­nada contemplarlo con gran temor y respeto. Pero no reparaba en las sonrisas de los amigos del capitán general, que burlándose de tanto aparato lo llama­ban: "El rey de los mendigos", de acuerdo con la pobreza y mísero vestir de sus vasallos.
Pero el principal motivo de tanta enemistad lo proporcionaba el derecho que tenía el gobernador de pasar las provisiones para la fortaleza libres de todo impuesto provincial.
Este privilegio provocó que numerosas bandas de contrabandistas hicieran grandes negocios en conni­vencia con los soldados de la guarnición.
La situación llegó a tal extremo, que el capitán general decidió un día ponerle fin. Para resolver el asunto, llamó a un solapado notario que atendía la secretaría y que se distinguía por tramar toda clase de enredos y pleitos contra la autoridad de la Alhambra.
Después de estudiar el caso, el astuto secretario le aconsejó que insistiera en detener y registrar cuanto cargamento pasara por la ciudad. Para afirmar sus derechos, redactó un extenso memorial que debía enviarle al gobernador.
Recibirlo el viejo militar y poner el grito en el cielo fue todo uno.
-Al diablo -exclamó furioso- con leyes y nota­rios. ¡Qué pobre capitanejo ha de ser el que pre­tende asustarme con papeluchos y escritos de un ave­negra! ¡Ya le demostraré lo que vale una espada frente a un tinterillo!
Y sin más, contestó al largo escrito sosteniendo sus derechos al libre tránsito y amenazando con castigar a los plebeyos aduaneros que se atraviesen a detener cualquier cargamento destinado a la Alhambra.
Planteada tan grave situación, llegó un buen día una mula cargada con víveres para el gobernador. El cabo que mandaba el pelotón, custodio del animal, era como su jefe, testarudo y valiente. Al llegar a las puertas de la ciudad puso sobre la carga la bandera de la Alhambra, y con aire de desafío hizo avanzar sus cuatro soldados.
Habían caminado muy pocos pasos cuando sonó el "¿quién vive?" del centinela.
-Fuerzas de la Alhambra -contestó con aire mar­cial el cabo.
-¿Qué lleváis?
-¡Víveres para el gobernador!
-Pasad .. .
El cabo dio la voz de marcha y apenas el redu­cido convoy caminó unos metros, cuando varios aduaneros que permanecían ocultos en el puente los rodearon en forma amenazadora.
-¡Deteneos! ¡-gritó el que parecía el jefe-. No podéis pasar sin que hayamos visto lo que lleva ese animal.
Sin dejarse atemorizar, el cabo ordenó atención, preparar las armas y seguir avanzando.
-No sois ciegos para ver la bandera de la Alham­bra y por tanto lo que llevamos escapa a todo re­gistro. -
-¡Al diablo con tu bandera y para de una vez.
-No reconozco vuestra autoridad y si la queréis imponer os va costar caro.
Dicho esto, fustigó a la mula, pero el jefe de los aduaneros se adelantó y la tomó de las riendas. El cabo, después de dar la voz de alto, disparó el fusil, hiriéndolo de muerte.
Los aduaneros cayeron sobre el viejo militar. que después de sufrir las iras del populacho, traducidas en puntapiés, palos y golpes de puño, fue cargado de cadenas y encerrado en la cárcel.
Sus soldados, que a favor de la confusión habían emprendido una estratégica retirada, retornaron en busca de la mula, cuya carga había sido registrada y aliviada.
Al enterarse el gobernador de los pormenores del grave episodio, el insulto a su bandera y la prisión de un jefe de sus tropas, su cólera alcanzó límites insospechados. Pensó enclavar cañones en la saliente que dominaba a su enemigo y bombardear la capi­tanía general, pero como aquel plan no era factible porque la artillería estaba fuera de uso, se conformó con enviar a un soldado exigiendo - la entrega del cabo por considerar que únicamente él podía casti­gar los delitos cometidos por sus súbditos.
El capitán general, aconsejado por el solapado no­tario, contestó, después de muchos días, que como el hecho había ocurrido en la ciudad y la víctima era uno de sus servidores, no cabía ninguna discusión ni duda sobre sus derechos a juzgar al autor del crimen.
Insistió el gobernador en lo que creía justo y con­testó el capitán general con nuevos argumentos le­gales, cosa que ponía fuera de sí al viejo militar, que odiaba todas las mañas y argucias de los defensores de la ley.
Mientras se cruzaban pedidos y negativas, el as­tuto notario, que se divertía en provocar la ira del gobernador, continuaba con toda rapidez la instruc­ción del sumario. El autor del hecho detenido en un pequeño calabozo, consumía su impaciencia aso­mándose a una ventana cruzada con gruesos barrotes por donde conversaba o recibía regalos de sus amigos.
Después de llenar cientos de hojas con declaracio­nes de testigos, antecedentes y reconstrucciones, el falso notario consiguió enredar en tal forma al cabo, que sin saber cómo terminó por confesarse autor del delito de asesinato, que se castigaba con la muerte en la horca.
Al saber el gobernador el fin que aguardaba a su fiel soldado, llegó al colmo de la furia y lanzó toda clase de amenazas contra la ciudad. Pero sus auto­ridades parecieron ignorarlas y el día antes del se­ñalado para cumplir la sentencia el cabo fue puesto en capilla.
Llegadas las cosas a tal extremo, el gobernador no vaciló en resolver personalmente este asunto. Hizo disponer la carroza, y escoltado por soldados y servidores bajó a la ciudad como si fuese a visitar amigos. Después de recorrer algunas calles, dirigió­se hacia la casa del notario. Se detuvo ante ella y ordenó que lo llamaran hasta la puerta.
-Según noticias, ha sido condenado uno de mis soldados -gritó el gobernador.
-Así es, señor -contestó con socarrona sonrisa el notario-. No se ha hecho más que, cumplir las disposiciones de la ley, como fácil os será compro­barlo leyendo las declaraciones y la confesión del autor.
-Quisiera convencerme de esa justicia, si no te­néis inconvenientes -pidió el gobernador.
El notario, inflado de vanidad, al poder demos­trar su saber e inteligencia en asuntos de esa clase, no tardó en regresar con el voluminoso expediente. Acercándose a la carroza se puso a leer, dándose mucho tono y autoridad, las principales partes del juicio. Lo hacía con tanta teatralidad, que pronto los vecinos empezaron a rodearlo llenos de curio­sidad.
-Si podéis, haced el favor de subir a la carroza -le interrumpió el gobernador-. Me distrae este corrillo de abribocas y no puedo seguir vuestra lec­tura.
Aceptó el notario de buen grado la proposición del gobernador, pero no había terminado de sacar el segundo pie del estribo, cuando en contados se­gundos se cerró con fuerza la puerta de la carroza, el conductor sacudió varios latigazos a las mulas y coche, escolta y servidores, ante el asombro de los vecinos, partieron a toda velocidad hasta llegar a la Alhambra y encerrar al prisionero en uno de los mejores calabozos.
Después de tener asegurada tan valiosa presa, el gobernador envió a un oficial con bandera de par­lamento, proponiendo a su enemigo el canje de los prisioneros.
El capitán general, herido en su dignidad, rehu­só en forma altanera esa proposición y ordenó se ace­leraran los trabajos para levantar una gran horca en el centro de la plaza.
-¿Con que ésas tenemos? -dijo el viejo militar, mandando se construyese otro patíbulo en la parte de la fortaleza que dominaba la plaza.
Cuando estuvo listo, envió un nuevo mensaje ad­virtiéndole que en cuanto el cabo fuese ahorcado, el pérfido notario bailaría al extremo de una cuerda.
El capitán no varió sus propósitos. Hizo formar las tropas, mientras redoblaban los tambores y to­caban las campanas anunciando la ejecución.
El gobernador no se quedó en menos. Mandó formar la guarnición de la fortaleza al son de tam­bores y campanas que participaban la próxima muerte del notario.
Su esposa, que seguía con desesperadas lágrimas toda la ceremonia, cruzó acompañada de sus nume­rosos hijos la muchedumbre, que no apartaba los ojos de lo que iba a ocurrir en lo bajo y en lo alto de Granada, para caer de rodillas frente -al capitán general y pedirle aceptase la proposición del ene­migo.
-Bien conocéis -dijo- que el gobernador cum­plirá con su palabra y mi esposo será ahorcado. Com­prended, señor, que por un capricho me priváis de sostén y condenáis a la miseria a mis numerosos hijos.
Conmovióse el capitán general por tantas lágrimas que lo ayudaban a no perder tan ladino consejero, y dio orden a un oficial para que condujera hasta la Alhambra al arrogante cabo, que aun vestido con la ropa de ajusticiado no dejaba de ir con la frente erguida y marcial continente, y pidió se cumpliese el canje solicitado.
No se demoró mucho en sacar al notario del cala­bozo. La socarrona sonrisa había desaparecido y el terror se reflejaba en sus ojos. Sus cabellos encane­cieron y fuertes temblores sacudían su cuerpo.
El gobernador, con agria sonrisa, observó un mo­mento su lamentable estado, y apoyando su brazo en la espada, dijo con severo tono:
-Veo que sufrís las consecuencias de mandar gen­te a la horca. Y aunque estéis amparado en la ley, la confianza nunca debe cegaros, sobre todo cuando sintáis deseos de provocar con esas chanzas a un viejo militar.
Según dicen los viejos habitantes de Granada, el capitán general no tuvo, desde ese entonces, malos consejos y la paz volvió a reinar entre tan celosas autoridades.


Las Cruzadas y los Primeros Reyes de Granada


No pueden leerse las maravillosas y graciosas leyendas de la Alhambra sin recordar a los reyes que tuvieron la virtud de fundar y construir esta joya arquitectónica, sublime demostración del genio de los artífices árabes, monumento imperece­dero de la gloria de España.
Para conocer tan interesantes hechos, debió el autor estudiar las numerosas crónicas que se conser­van en la Biblioteca de la Universidad de Granada.
Según la historia, el primero de estos reyes, llama­do Mohamed Abu - Alhamar, nació en Arjona en el año 1195 de la Era Cristiana. Descendiente de la noble rama de los Beni-Nasar, sus padres no escati­maron medios para educarlo de acuerdo con el ele­vado rango que ocupaba la familia.
La civilización árabe había alcanzado en aquel entonces gran adelanto. En las principales ciudades existían escuelas y sabios maestros de artes y ciencias, donde los más ricos y distinguidos personajes edu­caban a sus hijos.
Al llegar Abu-Alhamar a la mayoría de edad, de­mostraba gran inteligencia y perspicacia, tanto en las ciencias como en los negocios públicos, por lo que fue nombrado alcaide de las ciudades de Arjona y
Jaén. Pronto se distinguió por su bondad y justicia, lo que le proporcionó enorme popularidad y mere­cido respeto.
A la muerte del rey Abou Hud, el pueblo musul­mán se dividió en varios bandos. Muchos nobles se manifestaron a favor del justiciero Abu-Alhamar. Sus partidarios aumentaron en tal forma que, después de ser aclamado en numerosas ciudades, llegó a Gra­nada, donde fu é proclamado soberano.
Su gobierno dio a sus entusiastas súbditos nuevos motivos de alegría y bienestar. Creó un admirable sistema de policía y dictó estrictas leyes para la ad­ministración de justicia. Atendía personalmente a los necesitados, fundando numerosos hospitales para ciegos, ancianos y enfermos; escuelas para instruir los niños, carnicerías, hornos públicos y un sistema de irrigación que beneficiaba a la ciudad y los campos vecinos.
Por su sabia administración y sus inteligentes ini­ciativas, Granada se había convertido en un centro de cultura y comercio que traía la prosperidad a sus habitantes.
Como no hay felicidad duradera, y cuando menos se sospechaba, sobre el reino se elevaron amenaza­dores nubarrones que presagiaban sangrienta guerra.
Los ejércitos cristianos, aprovechando las divisio­nes y rivalidades de los príncipes moros, habían em­pezado a recobrar el territorio que permanecía en manos de los árabes.
Jaime el Conquistador se había apoderado de Va­lencia y Fernando el Santo de Andalucía, llegando a sitiar, hasta que consiguiera tomarla, la ciudad de Jaén.
Abu-Alhamar comprendió bien pronto la imposi­bilidad de resistir las poderosas fuerzas de Castilla. Después de profunda meditación resolvió presentar­se, en forma secreta, al rey Fernando.
Cuando llegó a su presencia, besando la mano del monarca español, dijo:
-Soy Mohamed Abu-Alhamar, rey de Granada; vengo a ponerme bajo vuestro mando. Aceptadme como vasallo y disponed de mis pobres dominios co­mo mejor os plazca.
Fernando, que tenía buen corazón, apreció como se debía este gesto y, abrazando a su rival, lo admitió con los derechos y prerrogativas de su más noble vasallo, con la condición de pagarle cierto tributo anual y ayudarlo en sus campañas militares.
El rey Fernando pronto necesitó el auxilio de Abu-Alhamar, quien acudió al frente de quinientos guerreros para combatir contra los de su raza y re­ligión.
El valor que demostró el moro en la conquista de la ciudad de Sevilla, sus solicitudes a Fernando para que tuviese clemencia con los vencidos, no vencieron su triste fama ni su amargura al darse cuenta que a su reino le amenazaban graves peligros.
Los habitantes de Granada esperaban a su rey con grandes festejos y arcos de triunfo, en homenaje a su bravura y bondad. La multitud delirante lo acla­mó como "El Ghalib", o sea "El Victorioso", pero el apenado rey exclamó: "¡Sólo Dios es vencedor!", palabras que adoptó por divisa, haciéndolas grabar en su escudo.
Mohamed tenía presente que la paz que había comprado a tan duro-precio no podía ser duradera. Siguiendo el viejo refrán "Ármate en tiempo de paz y abrígate aun en verano", empezó a construir obras de defensa, aumentando sus arsenales y estimulando en toda forma las artes e industrias que dieran ma­yor poderío a Granada.
De estas iniciativas surge la que más brillo y re­nombre ha de dar a su reino: el maravilloso palacio de la Alhambra.
Su construcción empezó en el año 1250 y fue dirigida y vigilada por Abu-Alhamar, cuyas sencillas costumbres lo llevaban a mantener largas conversa­ciones con los obreros y dirigir los trabajos de los artistas y maestros de obra.
Pasaba la mayor parte del tiempo en los jardines, donde se cultivaban las plantas y flores más exóticas y hermosas de España, leyendo o completando la educación de sus tres hijos.
Permaneció fiel a su promesa de lealtad, y a la muerte de Fernando el Santo envió, con su pésame al nuevo rey Alfonso X, un séquito de cien caballe­ros que velasen sus restos en la Catedral.
Mohamed Abu -Alhamar llegó a vivir muchísimos años. Un día, al salir al frente de las tropas para rechazar un ataque de sus enemigos, uno de sus jefes, por casualidad, rompió la lanza contra el arco de la puerta. Sus acompañantes vieron en ello una se­ñal de mal augurio y rogaron al anciano rey que desistiera de sus propósitos y confiara las tropas a otro jefe. Pero Abu - Alhamar no hizo caso y ordenó continuar la marcha. Al atardecer, un súbito males­tar casi lo derriba del caballo. La extraña enferme­dad tuvo un trágico desenlace frente al cual se de­clararon impotentes los médicos de la Corte, falle­ciendo el soberano.
Su cuerpo fue embalsamado y colocado en un sun­tuoso féretro de plata labrada, que se depositó, acom­pañado por el dolor de sus súbditos, en un magní­fico mausoleo de mármol.
La Alhambra guarda, con sus restos, imperecedero recuerdo de su esclarecido fundador. Pero la magna empresa lleva asociado otro no menos ilustre hom­bre: el que continuó y dio fin a la construcción de tan suntuoso palacio.
No puede quedar en el olvido el célebre príncipe Yusef Abul Hagig, que ocupó el trono de GrpLnada en el año 1333.
Sus condiciones morales eran muy semejantes a las de su antecesor Mohamed Abu - Alhamar, pero su fí­sico mucho más agraciado, causaba admiración. De alta estatura y prodigiosa fuerza, aumentaba su pre­sencia y nobleza con una larga barba negra. Su cul­tura y sus conocimientos se extendían a todas las ciencias y artes de aquel entonces. Alcanzaba gran fama como poeta y conquistaba a su pueblo por su cortesía y humanidad. Si bien de mucho valor y coraje, aborrecía la guerra por sus inútiles matanzas, por lo que llegó a prohibir a sus guerreros todo acto de crueldad, y mandó respetar y proteger a las inocentes víctimas, es decir, las mujeres, los niños, y los enfermos.
¡Tan nobles sentimientos no podían consagrarlo como un gran guerrero! Derrotado por las fuerzas de los reyes de Castilla y Portugal, se retiró a Gra­nada, dedicándose enteramente a la educación y bienestar de su pueblo.
Inició la construcción de diversas obras, entre las que se cuentan la terminación de la Alhambra, ini­ciada por Abu-Alhamar, la Puerta de la justicia y el Alcázar de Málaga. Agregó nuevos ornamentos y obras de arte a patios y salones del palacio, revis­tiendo a su conjunto de la gracia y elegancia que lo han hecho tan famoso y visitado.
Los nobles de la ciudad no tardaron en seguir el ejemplo del rey, y pronto la ciudad se vio rodeada de hermosos palacios, verdaderas obras de arte que llevaron a decir a un escritor que "Granada era en aquella época un vaso de plata cubierto de esme­raldas y jacintos".
La nobleza de Yusef se manifestó cuando su peor enemigo, Alfonso XI de Castilla, murió a raíz de una cruel epidemia mientras sitiaba la ciudad de Gibraltar. En vez de alegría sólo manifestó pesar, diciendo que aquella desgracia privaba al inundo de uno de los más ilustres príncipes.
Sus tropas suspendieron la lucha y abrieron ca­mino a las fuerzas que trasladaban hasta Sevilla al difunto rey.
El destino proporcionó al generoso Yusef un trá­gico fin. Un día, mientras permanecía en la Mezquita Real, un demente lo atacó con un puñal infi­riéndole una herida mortal. El pueblo, indignado, vengó su muerte destrozando al asesino.
Sobre su tumba de mármol fueron grabadas sen­tidas oraciones. Su nombre flota imperecedero so­bre la Alhambra, maravilla que eterniza su recuerdo.


Leyenda del Gobernador y del Soldado

Irritado el "gobernador manco" por las continuas quejas y acusaciones de que la fortaleza se había convertido en un refugio de malhechores y contrabandistas, se decidió un día a limpiar sus dominios de tan peligrosa vecindad. Desalojó, sin contemplación, de las cuevas que rodeaban al palacio, a una numerosa población de vagos y gitanos.
Para que estas medidas se cumpliesen y los truha­nes no volvieran a sus antiguas guaridas, ordenó que destacamentos de soldados patrullaran continua­mente las alamedas y caminos, arrestando a toda per­sona sospechosa.
Una luminosa mañana de verano, uno de esos destacamentos mandado por el cabo que tanto dio que hacer al escribano, se encontraba descansando a la sombra de la tapia del jardín del Generalife, y cerca del camino que sube al Cerro del Sol, cuando repentinamente oyeron el trotar de un caballo jun­tamente con una voz que entonaba, con buen acento, una antigua canción guerrera.
No tardó en dejarse ver un robusto joven, con el rostro tostado por el sol, cubierto por un sucio y deshilachado uniforme de soldado de infantería, y montado en un hermoso caballo enjaezado al estilo árabe.
Asombróse mucho el veterano al contemplar a un militar que en aquellas lamentables condiciones des­cendiera a caballo tan solitaria montaña Sin tiempo para reflexionar, atinó a decir:
-¿Quién vive?
-Gente amiga.
-¿Quién sois?
-Un pobre soldado que vuelve de la guerra mal­trecho y sin un céntimo.
El cabo, el corneta y los soldados que componían la patrulla lo rodearon con curiosidad viendo que llevaba sobre la frente un parche negro que su barba era rubia y vivos sus ojos, que descubrían cierta picardía y buen humor.
De buena gana contestó a las innumerables pre­guntas que le dirigieron los guardianes del sendero. Agotada su curiosidad, creyó el recién llegado que le tocaba interrogar a su vez.
-Os agradecería -dijo- me informéis qué ciudad es esa que diviso al pie de esta colina
-¿Qué ciudad? -exclamaron todos con asombro mientras que el corneta asumía el papel de infor­mante-. ¡Qué cosa rara y graciosa! un hombre que viene del Cerro del Sol y pregunta que ciudad es Granadal
-¡Granada! ... Por los cielos, ¿será posible?. . . -¡Que si es posible! -insistió el corneta-. ¿No veis desde aquí las torres de la Alhambra?
-¡No trates de engañarme ni me vengas con bro­mas, mal corneta! Que de ser verdad que esas torres son de la Alhambra, cosas más que' maravillosas debo contar al gobernador.
-Pues como he decidido llevaros a su presencia -dijo al cabo-, pronto podréis contárselas. Inmediatamente ordenó rodear al desconocido mientras el corneta tomaba de la brida al caballo y poniéndose al frente dio la voz: "¡De frente! ¡Mar­chen! ¡Arm. . . ", partiendo con marcial paso ha­cia el palacio.
No era muy común en la fortaleza ver conducido prisionero a un mal entrazado soldado seguido de tan hermoso caballo. Pronto los ociosos y comadres que hablaban como cotorras varias horas al día cerca de los aljibes y las fuentes, suspendieron sus con­versaciones para entrar a ocuparse de tan extraordinario caso. Todos los trabajos se paralizaban y las mozas que habían ido a 'buscar agua abrían la boca con gran asombro al ver pasar al cabo llevando tan apuesto prisionero. Rápidamente empezaron los cu­riosos a unirse a la cola de la patrulla y a comentar si el preso era un contrabandista, un desertor o un bandido. Pero la imaginación de uno fue superior y pronto se dijo que el cabo había capturado al jefe de una terrible banda de ladrones.
-Pues ahora -decían las mujeres unas a otras ­que le libre Dios de las garras del gobernador manco, aunque no las tiene más que en una.
Se encontraba el fiero gobernador en uno de los frescos salones interiores de la Alhambra, tomando el sabroso chocolate de la mañana en compañía de su confesor, un grueso fraile franciscano del vecino convento, sirviéndolos una hermosa doncella de lin­dos ojos negros, hija de su ama de llaves y que, según decían las malas lenguas, manejaba a su ca­pricho al viejo gobernador, pero nosotros no hemos de hacer caso de esas habladurías.
Con toda la ceremonia que indica el Código Mi­litar, el cabo informó a su superior de la prisión del sospechoso soldado. Incorporóse el viejo gobernador henchido de autoridad, entregó a la linda doncella la taza de chocolate, pidió la espada, atusóse el bigote y después de aclararse el pecho con una tosecita, se arrellanó en el amplio sillón semejante a un trono y, con majestuoso ademán y postura, ordenó compa­recen ante su vista al prisionero. El soldado, que mantenía, su excelente humor y tranquilidad, no pudo reprimir un gesto de burla ante la rígida y autoritaria mirada del gobernador, quien, después de observarlo un momento, dijo con voz de trueno:
-Diga el prisionero las causas de su detención e informe sobre su persona.
-Señor, nada más puedo decir que soy un pobre soldado que vuelve de la guerra sin más bienes que cicatrices y golpes.
-¡Así que un soldado! ¡Eh! ¡Y a juzgar por vues­tro maltrecho uniforme, de infantería! ¿Y el her­moso caballo árabe que montáis forma parte de las cicatrices y los chirlos?
-Sobre eso, y si su excelencia lo permite, tengo que decirle cosas tan raras y extraordinarias que afectan grandemente la seguridad de esta fortaleza y de toda Granada. Pero su excelencia debe oírlas a solas o a más acompañado de las personas de más confianza y reserva.
El pedido hizo meditar al gobernador unos ins­tantes y no encontrando que perdiera nada en escu­char un cuento, ordenó al cabo y sus soldados que se retiraran hacia la puerta, pero alertas, por si era necesaria su intervención.
-Hablad -dilo el viejo militar- con confianza; este buen fraile es mi confesor; y esta muchacha agregó señalando a la joven que fingía estar ocupada en algún quehacer para enterarse de lo que habla­ban- es sumamente discreta e incapaz de revelar un secreto.
El soldado, que ya había admirado la hermosura de la moza, volvió a mirarla con picardía y cariño, diciendo:
-Pues, siendo así, encantado de que nos acompañe esta joven.
Cuando los soldados se alejaron, el prisionero, con un ingenio y una facilidad de palabra que no esta­ban de acuerdo con la profesión que invocaba, co­menzó a decir:
-Como he dicho a su excelencia, soy un soldado que después de batallar y prestar toda clase de ser­vicios, obtuvo justa licencia, por lo cual, separándome de mi regimiento que acampaba en Valladolid, em­prendí la marcha a pie hacia mi pueblo natal, si­tuado en Andalucía. Había llegado, ayer tarde, a una árida región de Castilla la Vieja.
-¿Castilla la Vieja? -interrumpió indignado el viejo gobernador-. ¿Pretendéis, pedazo de pícaro, que crea tal embuste? ¡Que de ayer a hoy habéis po­dido recorrer cerca de cien leguas de camino!
-Así ocurrió, excelencia -contestó sin inmutarse; el soldado-. Ello no es más que una de las tarifas extraordinarias y verdaderas maravillas que debo contaros.
-Si así es, podéis seguir hablando -dijo el gober­nador arrellanándose en el sillón y atusándose el bigote.
-Como caía la tarde y no distinguía ninguna casa o refugio donde pasar la noche, apresuré el paso. Todo fue inútil, al llegar la noche no tuve más remedio que acostarme en el llano, teniendo como al mohada mi morral y como techo las estrellas. Sólo un bravo veterano como su excelencia puede com­prender que esto no es ninguna cosa del otro mundo para uno que ha hecho algunas campañas.
El gobernador, halagado, asintió con la cabeza mientras sacaba el pañuelo y espantaba unas moscas que zumbaban a su alrededor.
-Para no cansar a su señoría, concretaré mi his­toria. Después de estar un rato acostado, no me re­signé a tener que dormirme muerto de sed. Así que recogiendo mi almohada emprendí de nuevo la mar­cha. Después de caminar cerca de dos leguas, llegué a un barranco que servía de cauce a un riachuelo, casi seco por la falta de lluvias. En la orilla contraria se levantaba una torre moruna. Crucé el puente que me llevaba a su lado y, después de examinarla, di con una bóveda cavada en sus cimientos. "He aquí -pen­sé- el sitio apropiado para pasar la noche". Bajé hasta el arroyo, apagando mi sed con un buen trago de agua dulce y pura, y abriendo el morral completé
mi cena con una cebolla y unos pedazos de pan que constituían todas mis provisiones. Me senté sobre una piedra a orillas de un riachuelo, contento, al fin, de tener un techo donde pasar la noche. Su ex­celencia, que es un veterano, sabe muy bien que ése era un buen alojamiento para un soldado.
-En lugares peores he acampado en mis buenos tiempos -dijo el gobernador, guardando el pañuelo en la cazoleta de su larga tizona.
-Roía con todas mis ganas los duros pedazos de pan -siguió contando el soldado-, cuando me sobre­saltó un ruido que salía de la bóveda. Al prestar atención reconocí que lo producían los cascos de un caballo. Así resultó ,a los pocos instantes. Por una puerta que daba al arroyo salió un hombre condu­ciendo de la brida a un fogoso corcel. La oscuridad no permitía individualizarlo, y pensé que no podía ser sino un contrabandista o un bandolero quien va­gaba por aquellas solitarias ruinas, pero, como no tenía nada que me robase, pronto me tranquilicé y seguí dándole a los dientes. El recién llegado acercóse al arroyo para darle de beber al caballo, advirtiendo con gran sorpresa que era un moro, armado con co­raza de acero y reluciente casco que brillaba a la luz de las estrellas. El caballo, enjaezado a la usanza ,ára­be, llevaba grandes estribos. No bien llegó al agua, metió en ella el hocico, bebiendo tanto que creí que iba a estallar.
"-Amigo -le dije sin poder contenerme-, mucha sed tiene su caballo.
"-Bien puede tenerla -me respondió el desconocido con acento árabe-, hace casi un año que no la prueba.
"-¡Dios mío! Aguanta más que los camellos que he visto en África -exclamé-. Pero como estaba abu­rrido de estar solo no vacilé en invitarlo a que com­partiera mi pobre cena. Al fin y al cabo, poco debe fijarse el soldado en la religión que profesan sus compañeros, pues, como su excelencia conoce muy bien, todos los militares del mundo son amigos en tiempo de paz."
El gobernador, magnánimo y demostrando saber, asintió con la cabeza.
-Pues como le decía, lo invité a compartir mis mendrugos.
-Mucho os agradezco -contestóme-, pero debo emprender inmediatamente mi viaje y no tengo tiem­po que perder.
-¿Y a qué región os dirigís? -le pregunté.
-A Andalucía, donde debo llegar antes del ama­necer.
-Allí es mi destino -dije con alegría-, ya que no habéis aceptado la cena, permitidme al menos que monte en la grupa de vuestro caballo, que es bas­tante vigoroso y capaz de soportar una carga doble.
-Pues no encuentro ningún inconveniente en complacerte -contestó el moro montando y ,agregan­do una vez que me acomodé en la grupa-: pero ten cuidado de aguantarte firme, pues este caballo corre casi como el viento.
-No paséis temor -le respondí mientras iniciá­bamos la marcha-. El caballo, después de andar al paso, tomó un trote largo y después un galope que se convirtió al momento en una vertiginosa carrera. Todo pasaba a nuestro lado como flechas. Apenas vi las luces de un pueblo le pregunté:
-¿Qué ciudad es aquélla?
-Segovia -me contestó-. Pero no había termi­nado de decir estas palabras cuando las torres de la ciudad desaparecieron, hallándonos en las sierras de Guadarrama. Después de rodear la muralla de Ma­drid y de desfilar, ante mis asombrados ojos, monta­ñas, valles, ríos, pueblos y castillos, envueltos en el silencio de la noche, y para no aburrir a su señoría, al llegar a la falda de una montaña, detuvo repenti­namente tan extraordinaria cabalgadura.
-Hemos llegado al fin de nuestro viaje -dijo. "-Por más que miré en torno mío no alcanzaba a localizar la región en que me encontraba. Sola­mente advertí delante de nosotros la entrada de una gran caverna. Mientras la contemplaba asombrado, empezaron a brotar de ella, con la rapidez y furia de un huracán, una multitud de guerreros moros, ya a pie o a caballo, y antes de que hubiera podido pre­guntar nada a mi camarada, picó espuelas y se unió a los aparecidos. Después de recorrer una larga y fa­tigosa senda que bajaba hasta un valle próximo y gracias a la luz del día que pronto brilló en todo su esplendor, pude ver grandes caravanas que bordea­ban el camino, y que contenían toda clase de escudos, yelmos, corazas, lanzas y cimitarras; grandes pilas de municiones y equipajes diversos por el suelo. ¡Qué alegría hubiese experimentado su señoría, como buen veterano, al admirar aquellas espléndidas armas de guerra! En otras cavernas se alineaban numerosos jinetes, lanza en ristre, con banderas desplegadas, como prontos para entrar en batalla, pero permane­cían inmóviles como estatuas mientras que en otras había soldados que descansaban en el suelo al lado de sus caballos.
"Para finalizar la narración de estos maravillosos sucesos y no cansar a su señoría, entramos por último en una fantástica caverna, cuyas paredes estaban cu­biertas con incrustaciones de oro, plata, brillantes, zafiros y otras mil piedras preciosas. En una parte se alzaba el trono, en el que se hallaba reclinado un rey moro, recibiendo homenaje de sus súbditos, ro­deado de sus nobles y guardado por unos descomu­nales soldados africanos, armados de filosas cimitarras.
Hasta ese momento, y siguiendo esa costumbre, que tan bien conoce su excelencia, de que el soldado no debe preguntar nada cuando está de servicio, me fue posible aguantar mi curiosidad. Pero ante ese espectáculo, no pude dejar de interrogar a mi acom­pañante.
-¿Puedes decirme, camarada -dije-, qué signi­fica todo esto?
-Contemplas -respondió el guerrero con solem­ne voz y ademán- un profundo y terrorífico misterio: Boabdil, el último rey de Granada, su corte y su ejército.
-Difícil me resulta creerte -contesté-, tal rey y tal corte abandonaron España hace cientos de años, para dejar sus huesos en el África.
-Lo que repites -me respondió el moro- no son más que falsas historias, porque la verdadera ha sido que Boabdil y sus guerreros pelearon hasta el fin por la defensa de Granada, y fueron encerrados gra­cias a un poderoso hechizo en esta montaña. Los que se rindieron y abandonaron Granada no eran más que una serie de espíritus a los que se les permitió tomar esa forma para engañar a los reyes cristianos. Te confiaré, además, amigo, que España es un país encantado; no hay cueva en la montaña, solitario to­rreón o abandonado castillo en la sierra, donde no se oculten hechizados guerreros, que duermen o dor­mirán por siglos hasta que Alá considere que han expiado sus pecados y la hermosa España vuelva a sus manos. Una vez al año, en vísperas de San Juan, se ven libres, mientras dure la luz del sol, del mágico encantamiento y pueden rendir pleitesía a su rey. En cuanto a mí -siguió diciendo el moro-, me toca vivir en la vieja torre que hay al lado del riachuelo, donde debo volver antes de llegar el alba. Los demás guerreros que habitan en estas cavernas, en cuanto cese el hechizo, mandados por Boabdil, recobrarán el trono en la Alhambra, y después de dominar a Granada, se llamará a todos los guerreros que se en­cuentran en este país, para conquistar para el Islam toda España."
Alarmado por semejante noticia no pude menos que decirle:
-¿Pero esto ocurrirá dentro de poco tiempo? "-Alá es el único que puede resolverlo. El día de nuestro desquite se nos aproximaba cuando el
rey nombró a un valiente veterano gobernador de la Alhambra. Mientras ese guerrero conocido por el nombre del "Gobernador Manco" esté al- frente de esa fuerte plaza, será imposible a Boabdil moverse a conquistarla".
Al escuchar el temor y el alto concepto que inspi­raba a sus enemigos, el gobernador se irguió en su asiento, acarició su espada y se atusó con gran, pompa sus bigotes.
-Para finalizar este relato que puede cansar a su señoría, el guerrero moro, después de explicarme los motivos que retenían a Boabdil, se apeó del caballo diciéndome:
-Hazme el favor de cuidarme el caballo mientras voy a rendir homenaje a Boabdil.
Después de decir esto y mezclarse con la multitud que desfilaba ante el trono, se me ocurrió que bien podía aprovechar ese momento para huir de aquel ejército de aparecidos, y con la decisión que un sol­dado debe tener, como bien sabe su señoría, me apro­pié del caballo como trofeo de guerra sobre un infiel y enemigo de la patria. Monté con rapidez, taloneé al animal y emprendí la retirada a toda velocidad. Pronto me persiguieron centenares de soldados que me dieron alcance y me arrastraron hasta la puerta de la caverna de donde salían toda clase de guerreros en dirección hacia los cuatro puntos cardinales.,
Aturdido por los acontecimientos y el frenético galopar, perdí el conocimiento y al recobrarlo me encontré tendido en una desierta montaña, con el caballo árabe a mi lado, pues al caer quedó enredada la brida a mi cuerpo, impidiéndole huir a su guarida. "Su señoría, como persona de gran ilustración e inteligencia, comprenderá, mi asombro al despertar en semejante lugar. Después de incorporarme vi una ciudad y este hermoso palacio. Con el caballo de la brida, por temor de montarlo y que hiciera una de las suyas, empecé a descender hasta encontrarme con los soldados que me informaron que la ciudad era Granada y que esta fortaleza era gobernada por el muy temido y terror del infiel moro. Al enterarme de esta grata noticia pedí que me condujeran ante su señoría a fin de informarle de cuanto sabía y que pueda tomar las medidas que crea convenientes para salvar al reino de la amenaza de ese formidable ejér­cito encantado".
-Os he escuchado con atención -dijo el goberna­dor- y creo que bien podréis decirme qué me acon­sejáis para impedir ese ataque.
-No creo que un modesto soldado deba dictar consejos a un hábil y valiente guerrero como su ex­celencia, pero podría decir, que deberíanse tapiar todas las grutas y cavernas que existen en las monta­ñas, de modo que el encantado ejército de Boabdil quede aprisionado y deje de ser un peligro para la seguridad de España. Además, si este reverendo mon­señor -agregó el soldado dirigiéndose al fraile- ben­dice las tapias y pone unas cruces e imágenes de santos, creo que ello sería suficiente para desbaratar cualquier tentativa de los infieles.
-Oportuna y eficaz resultaría tal medida -dijo gravemente el fraile.
El gobernador, apoyando su único brazo en su espada de fuerte acero toledano, clavó iracundo sus ojos en el soldado y con voz de trueno dijo:
-¿Os creéis, pedazo de pícaro, que me vais a en­gañar con toda esa- historia de torres, cavernas y mo­ros hechizados...? ¡Ni lo pretendáis por un segun­do ... ! Sois sin duda un astuto zorro, pero sabed que os tenéis que entender con otro más astuto y más viejo que no se deja engañar fácilmente. ¡A ver! ¡Guardias! ¡Poned cadenas a este bandido!
La joven y bella moza sintió impulsos de hablar en favor del prisionero, pero el gobernador manco le impidió hacerlo con un rígido ademán.
Al ponerle las cadenas uno de los guardias notó que uno de los bolsillos abultaba en demasía y al registrarlo vio que era un bolsón de cuero bastante pesado. Lo vació sobre la mesa, y ante el general asombro salieron hermosas joyas, rosarios de perlas, cruces de brillantes e infinidad de monedas antiguas que rodaban por la mesa y el suelo.
Hasta reunir las piezas de oro que habían ido a refugiarse en todos los rincones de la habitación, el procedimiento de la justicia fue suspendido. El .go­bernador, a quien no había conmovido el episodio y conservaba toda su gravedad y presencia, seguía con vigilante mirada la búsqueda de las piezas, no descansando hasta que vio en el bolsón todas las mo­nedas y alhajas esparcidas.
El fraile, ante la vista de objetos tan sagrados, ha­bía sufrido un ataque de indignación, poniéndose rojo como la grana.
-Sacrílego infame -exclamó-. ¿Dónde habéis ro­bado estas sagradas reliquias?
-Nada he hecho, monseñor -contestó el acusa­do-, esas reliquias debieron ser robadas por el infiel moro a quien arrebaté el caballo. Iba a referir. a su señoría, cuando ordenó que me cargaran cadenas, que al recobrar el conocimiento encontré atado al arzón de la silla ese bolsón de cuero que sin duda contenía el botín del infiel.
-Así será -replicó el gobernador-, pero por ahora y hasta mejor resolver, os encerraré en un buen ca­labozo de las Torres Bermejas, que no están bajo ningún hechizo' y libres de vuestros enemigos moros.
-Su señoría ordenará con acierto -dijo el prisio­nero con cierta ironía- y mucho será mi reconoci­miento por permanecer unos días en esta hermosa fortaleza. A un soldado que ha cumplido varias cam­pañas, poco le interesa el lugar, con tal de tener una pasable cama y un regular rancho. Sólo recuerdo a su señoría que no olvide tapiar todas las cavernas de las montañas.
Sin decir más el prisionero fue conducido a un sólido calabozo de las Torres Bermejas, el hermoso corcel a las caballerizas del gobernador y el pesado bolsón guardado en el arcón de su señoría, en opi­nión contraria del fraile, que alegó que por ser cosas sagradas debían depositarse en la iglesia; pero como el rígido gobernador se había hecho cargo del asunto y nadie podía discutirle su autoridad, no insistió el clérigo, si bien pensó informar cuanto antes a la curia de Granada.
Las severas medidas del gobernador se explicaban, porque en aquella época asolaba la región serrana de Granada una banda de pintorescos ladrones capita­neados por el célebre y temido Manuel Borrasco, el cual no se limitaba a fijar su lugar de operaciones en la campiña, sino que entraba en la ciudad con dis­tintos disfraces para informarse de las caravanas de mercaderías o viajeros portadores de dinero u objetos de valor que estaban próximos a salir y a los cuales se ocupaban de aligerar en las varias encrucijadas del camino. La repetición de estas hazañas y robos, ha­bía llevado la justa alarma a las autoridades. Todos los comandantes de puestos militares fueron adver­tidos para que redoblasen la vigilancia y trataron en toda forma de apresar a los malhechores.
El gobernador manco, al apresar lo que creía un célebre bandido, lo creyó motivo suficiente para re­habilitar el mal nombre que gozaba la fortaleza.
La noticia de la prisión del soldado no tardó en correr rápidamente por la fortaleza y la ciudad. Aun­que nadie conocía al preso, pronto fue creída la versión de que era nada menos que el famoso ban­dido Manuel Borrasco, terror de las Alpujarras, y que el gobernador manco lo había encerrado en las Torres Bermejas. El calabozo en que se guardaba tenía una ventana asegurada con gruesos barrotes de hierro, que daba a una explanada donde solían re­unirse los curiosos y las víctimas que acudían a reco­nocerlo como autor de sus despojos. Después de mu­cho contemplarlo, como una fiera de exposición, todos debieron confesar que aquel soldado no era Manuel Borrasco, quien por sus facciones feroces no tenía el más ligero parecido al simpático soldado.
Los comentarios seguían en aumento; a los curio­sos de la ciudad se unieron los que acudían de todas partes de España para contemplar a aquel célebre bandido. Pero todos estaban de acuerdo en afirmar que aquel soldado no era ni la sombra de Manuel Borrasco. Esta unanimidad llevó a la gente a creer que la historia extraordinaria contada por el prisio­nero podía ser verdadera, pues era muy conocida la leyenda, que se trasmitía de padres a hijos, de que el ejército de Boabdil, presa de un mágico encanto, había quedado encerrado en las montañas. Muchos escalaron el Cerro del Sol en busca de la cueva. des­cripta por el prisionero, dando más verosimilitud a la historia el hecho de encontrarse con un pozo cuya profundidad nadie conocía, y no dudaban que debía ser la entrada al refugio subterráneo de Boabdil.
Mientras esto ocurría, el soldado iba ganando el favor popular. Nadie lo consideraba un bandido, y si lo era pertenecía sin duda a los llamados caballe­rescos, que en España alcanzan tanta simpatía. Los habitantes de la ciudad y la fortaleza, dejándose llevar por su sentimiento, empezaron a criticar el rigor del gobernador y a considerar al prisionero corno una víctima de su cruel, autoridad.
El prisionero, por otra parte, no abandonaba nun­ca su buen humor, haciendo bromas y chistes a los que se acercaban a sus ventanas, y dirigiendo galan­tes dichos a las muchachas que pasaban. Alguien le facilitó una vieja guitarra con la que, sentado junto a la ventana, tocaba y entonaba graciosas canciones, muy agradables a las jóvenes vecinas que por las no­ches solían reunirse en la explanada para bailar sen­tidos boleros al son de la guitarra. La forzada tran­quilidad y un poco de aseo que incluía el haberse afeitado la enmarañada barba, lo convirtieron en un atrayente y simpático soldado a los ojos de las mu­chachas, opinión que compartía con sumo agrado la hermosa doncella del gobernador, quien declaró, irresistible su picaresca mirada. Esta joven, que sim­patizó desde un comienzo con sus desgracias, influyó repetidas veces en el ánimo del gobernador para ob­tener su liberación. Como nada obtuvo, resolvió obrar por propia iniciativa tratando de suplir la falta de libertad con buenos platos o dulces o algunas bo­tellas de delicados vinos, que no alcanzaban a llegar a la mesa o se perdían en la despensa o amplia bo­dega del gobernador.
Mientras el prisionero era tan bien visto y consi­derado como persona de confianza, el gobernador planeaba un ataque a sus enemigos. El hallazgo de la bolsa con joyas y monedas fue probado con tanta exageración, que provocó la intervención del capitán general, su más tenaz enemigo.
Alegaba que el prisionero había sido tomado fuera de la fortaleza y dentro del territorio que estaba bajo su mando; que por lo tanto debía serle entre­gada su persona y todo lo hallado con ella. El fraile, por su parte, no permaneció quieto y mandó la de­nuncia al Gran Inquisidor, quien no tardó en recla­marlo, por considerar que las cruces y reliquias pertenecían a la Iglesia, y que el culpable, por con­siderarlo sacrílego, debía ser quemado en el próximo auto de fe. El gobernador, encolerizado por estas reclamaciones, gritaba que sólo él tenía autoridad para juzgarlo y que antes de que se lo arrebataran, lo haría ahorcar como un espía tomado dentro-de la fortaleza.
El capitán general tramó enviar un fuerte desta­camento de soldados para apoderarse del preso y traerlo a la ciudad, mientras que el Gran Inquisidor y un buen número de familiares del Santo Oficio conspiraban por su cuenta. El gobernador no tardó en ser avisado de estas intenciones, ordenando inme­diatamente que al amanecer el prisionero fuese tras­ladado a un calabozo que había dentro de las mu­rallas de la fortaleza.
-¡Que traten de arrebatármelo ahora! -exclamó sacudiendo la empuñadura de su larga tizona-. ¡Mucho tendrán que correr para ganarle a un sol­dado viejo! Y tú -agregó dirigiéndose a su hermosa doncella-, no te olvides de despertarme antes de que cante el gallo, pues quiero presenciar la ejecución de mis órdenes.
El gobernador se acostó temprano, bufando de sa­tisfacción al volver a burlar a su acérrimo enemigo. Pasaron las horas. El canto del gallo anticipó el ama­necer. El sol ya comenzaba a elevarse a buena altura, cuando el gobernador, en vez de despertarse al son de quedos golpes en la puerta, fue sacudido por su veterano cabo, que, pálido por la emoción y el temor, sólo atinaba a decir:
-¡Ha volado! ¡Se ha escapado... !
-¿Qué? ¿Quién ha volado? ¿El halcón? -pregun­tó medio adormilado el gobernador.
-¡No, señor! ¡El prisionero... ¡ ¡El demonio...!, pues no podemos saber cómo salió del calabozo, por­que la puerta está cerrada y las rejas intactas.
-¿Qué? ¿Y el soldado de guardia?
-¡Dormido como un tronco!
-¿Quién fue la última persona que estuvo con él? -agregó el gobernador, ya completamente despierto y tomando los hilos de la pesquisa.
Vuestra doncella, que le alcanzó la cena.
-¡Que comparezca en seguida!
Pero esta orden complicó momentáneamente el asunto. La habitación de la hermosa joven estaba vacía y su cama indicaba que no se había acostado en toda la noche. Ello demostraba que había huído con el prisionero que tan bien cuidaba.
Esto infirió honda herida en el duro corazón del gobernador, pero no había terminado de producirse, cuando una nueva comprobación se lo destrozó del todo. Al entrar en su despacho se encontró abierto su fuerte cofre, del que habían desaparecido el va­lioso bolsón y dos pesados talegos repletos de mo­nedas.
Esto lo resolvió a tomar cruel venganza, iniciando minuciosas averiguaciones sobre el camino tomado por los fugitivos. Sólo se obtuvo el testimonio de un viejo labrador, que dijo haber escuchado el galope de un caballo en dirección a las montañas antes del amanecer, y asomándose a una ventana, alcanzó a dis­tinguir un jinete que llevaba una mujer en ancas. -Examinad las caballerizas -exclamó el gobernador mancó.
Al momento se registraron, comprobándose que no faltaba más-animal que el famoso caballo árabe, en cuyo lugar había amarrado un grueso garrote, con un letrero que decía:
Al buen gobernador manco que oro, dote y esposa dio, regala este animalejo.
Un soldado viejo.


Leyenda de la Niña y el Tesoro

Entre los habitantes de la Alhambra se contaba, hace muchísimos años, a un pequeño hombrecillo llamado Lope Sánchez, de carácter tan alegre y gracioso, que se había convertido en el ani­mador de todas las diversiones que se realizaban en la fortaleza. Cuando finalizaba su trabajo en los jar­dines, solía sentarse en un banco de la explanada en­tonando sentidas canciones que recordaban hechos de famosos guerreros, como el Cid Campeador; Ber­nardo del Carpío; Hernando del Pulgar y otros, con gran aplauso de los veteranos, para continuar luego con otras más alegres, que permitían a los mozos y doncellas del lugar lucirse bailando fandangos y boleros.
Como la generalidad de los hombres de poca es­tatura, Lope Sánchez habíase casado con una mujer alta y robusta cuyo matrimonio le había dado una hija, que a los doce años prometía ser tan bajita como el padre, pero de rostro muy agraciado y her­mosos ojos negros. Sanchica, como se llamaba la niña, había heredado el alegre carácter paterno; siempre andaba cantando, bailando o saltando por los jar­dines, alamedas o desiertos salones de la Alhambra.
Según antigua costumbre, los habitantes de la for­taleza se reunían en la elevada meseta del Cerro del Sol para celebrar alrededor de grandes hogueras la víspera de San .Juan, al son de cantos y alegres bailes que ejecutaba la incansable guitarra de Lope Sán­chez. Transcurría la animada velada, mientras San_ chica en compañía de otras niñas aprovechaba la her­mosa luz de la luna para saltar y recoger piedrecillas entre las ruinas de la vieja torre conocida por "La silla del Moro", cuando con gran asombro encontró una manecilla de azabache, delicadamente labrada, con los dedos cerrados y el pulgar unido a ella. Con­tenta por el hallazgo, corrió a enseñársela a su madre. No tardó en enterarse del asunto toda la concurren­cia, tejiendo toda clase de suposiciones y comenta­rios en los que se destacaba un cierto temor supers­ticioso.
-¡Tiradla donde la encontrasteis, que es cosa de infieles! -aconsejaba uno.
-¡Sí! -agregaba otro-. Estas cosas de los moros llevan hechizos y mala suerte.
-¡No hagáis tal! -aconsejaba un tercero-, podéis sacar algunos céntimos vendiéndola a los joyeros de la ciudad.
Cuando la discusión subía de tono y las opiniones llevaban las de nunca entenderse, se acercó al co­rrillo un viejo soldado que había hecho varias cam­pañas en el África y que tenía el rostro tan tostado por el sol como un moro, y después de examinar detenidamente la manecilla dijo:
-Esto es un maravilloso amuleto contra toda clase de sortilegios y hechicerías, por lo cual debo de feli­citarlo, amigo Lope, pues le traerá buena suerte a vuestra hija.
La madre de la niña no vaciló en seguir las pa­labras del viejo soldado, atando el amuleto con una cinta que colocó alrededor de su cuello.
El hallazgo de la manecilla hizo cesar el baile y las canciones para dedicarse a recordar fantásticas leyen­das sentados alrededor de las hogueras. Pero la aten­ción de todos la atrajo una anciana cuando empezó a describir el palacio subterráneo de Boabdil, que todos sabían se hallaba en las entrañas de la sierra.
-Entre aquellos escombros -dijo la narradora es­tremeciéndose y señalando unos viejos muros y mon­tones de piedras algo alejados de la montaña- se halla un pozo por demás profundo que alcanza a llegar al mismo fondo del Cerro. Por todo el oro del mundo no me atrevería a asomarme a él. Tengo presente lo que le ocurrió hace algunos años a un pastor de la Alhambra que traía sus cabras a ese lugar; bajó al pozo en 'busca de un cabrito que se había caído en él, y salió de allí temblando por la impresión. Cuando consiguió calmarse, empezó a contar tan extraordinarias historias, que todos los que lo conocíamos creímos que se había vuelto loco. Varios días fue presa de un raro delirio con fantas­mas moros que lo perseguían por la caverna. Por largo tiempo, Pese a todas las invitaciones y ruegos que se le hacían, estuvo sin subir a la montaña. Pero un día desapareció para no volvérselo a encontrar más. Sus cabras pastaban entre las ruinas y su som­brero y su manta estaban junto al pozo.
Un estremecimiento sacudió al auditorio, mien­tras que Sanchica, que no había. perdido un detalle de la historia y que era sumamente curiosa se de­jaba llevar por el deseo de explorar el misterioso pozo. Disimuladamente se apartó de sus compañeros y después de penoso andar entre tanto escombro y piedras, consiguió llegar a la boca del pozo, que se abría en un declive del Valle del Darro. La niña no titubeó en acercarse al borde y mirar hacia el fondo: la oscuridad era impenetrable. Hondo temor se apoderó de Sanchica, obligándola a alejarse unos pasos; pero calmada volvió a animarse y mirar de nuevo; el miedo la alejó otra vez; pero al fin se de­cidió, y tomando una piedra la arrojó dentro del pozo; por unos instantes nada sintió, luego escuchó repetidos choques contra las piedras salientes que parecían horribles truenos, hasta que finalmente se hundió en el agua, pero a grandísima profundidad.
El silencio que sucedió al hundirse el guijarro fue de brevísima duración, porque rápidamente comen­zó a subir del pozo un apagado clamoreo que fue aclarándose hasta dejarse oír nítidamente, aunque lejano, el ruido de armas, cimbales y trompetas, co­mo si un ejército marchase a la guerra por profundos caminos de la montaña. El espanto alejó a la niña, que se apresuró a volver junto a sus amigas, pero con gran sorpresa y aumento de temor, vio que todas habían desaparecido y que la hoguera estaba a punto de extinguirse. Sanchica llamó a gritos a sus padres y a algunos de sus amigos, pero sólo le respondía el más profundo silencio. Gritando de vez en cuando, bajó rápidamente la falda de la montaña y cruzó los jardines del Generalife, hasta llegar a una alameda que conduce a la Alhámbra, donde debió sentarse en un banco en el momento en que le abandonaban las fuerzas.
El silencio de la noche era sólo alterado por el su­surro de un cercano arroyuelo. La placidez y tibieza de la atmósfera adormecían a la niña, cuando de pronto fue llamada a la realidad por algo que bri­llaba a lo lejos. Fijando la vista notó con sorpresa un gran número de guerreros moros, cuyos rostros eran de una palidez cadavérica, que bajaban por la falda de la montaña camino a las alamedas del pa­lacio.
Armados de lanzas y adargas, cimitarras o hachas, cubiertos de relucientes armaduras que lanzaban destellos al herirlas los rayos de la luna, montaban en hermosos e inquietos corceles de pura raza árabe; pero el sonido de sus cascos no se percibía; parecía que sus pisadas se desvanecían al tocar la tierra. En­tre los jinetes cabalgaba una bellísima dama, ciñendo una corona en su hermosa frente, llevando sus tren­zas adornadas de riquísimas joyas y la montura re­camada en oro. Pero alguna pena muy grande debía acongojarle, porque su semblante reflejaba suma tristeza y sus grandes ojos no se levantaban del suelo.
La seguía un gran cortejo de nobles y servidores lujosamente vestidos, destacándose en medio de ellos, sobre un hermoso corcel de guerra, el rey Boabdil el Chico, cubierto con su manto real bordado con per­las y piedras preciosas, tocado de una corona de oro y diamante. La asombrada Sanchica lo reconoció por el gran parecido que tenía con el retrato que tantas veces había contemplado en la galería de pinturas del Generalife.
El extraño y deslumbrante cortejo desfiló entre los árboles seguido por los atónitos ojos de la niña, pues aunque convencida de que aquellos guerreros estaban bajo un mágico hechizo, no experimentaba ningún temor; posiblemente contribuía a ello la ma­necita que llevaba en su pecho, animándose a seguir a la cabalgata una vez que finalizó el desfile.
La comitiva se dirigió hacia la gran Puerta de la justicia, que estaba abierta de par en par. Los cen­tinelas de guardia yacían en los bancos de la barba­cana, al parecer hechizados y sumidos en un pro­fundo sueño, pasando los guerreros a su lado con las banderas desplegadas como si se tratara de una mar­cha triunfal.
Al llegar Sanchica a la Puerta de la justicia vio cortado su camino por la entrada de un gran subte­rráneo que parecía llegar hasta los cimientos de la Torre. No vaciló un instante en descender por los desiguales escalones labrados en la roca, que la con­dujeron a un pasaje iluminado con lámparas de plata que despedían a la vez un exótico perfume. Des­pués de recorrerlo en toda su extensión llegó la niña a un espacioso aposento, adornado lujosamente e iluminado también con lámparas de oro y cristal. Pero lo que más llamó su atención fue un viejo de larga barba blanca, vestido a la moda árabe, que presa de un extraño sopor, yacía recostado sobre un diván sosteniendo débilmente un grueso bastón la­brado. No lejos de él, una hermosísima joven, ves­tida a la usanza española, ciñendo su frente una dia­dema de brillantes y su negra cabellera salpicada de perlas, pulsaba dulcemente una lira de plata. Aque­lla escena trajo a la memoria de Sanchica una vieja historia, de una bella princesa cristiana cautiva en el corazón de la montaña por el encanto de un viejo he­chicero, el cual, a su vez, yacía en continua modorra por las mágicas notas de la lira de plata.
La princesa pronto reparó en la niña y no pudo menos que manifestar profunda sorpresa. Contem­plándola con dulce mirada le preguntó:
-¿Estamos acaso, dulce niña, en la víspera de San Juan?
-Sí, señora -atinó a contestar la niña. -Entonces acércate sin temor -agregó con un suspiro de alegría-, soy también cristiana y como por esta noche cesa el mágico encantamiento, ayúda­me a librarme de estas cadenas con ese talismán que cuelga de tu pecho.
Y finalizando estas palabras, entreabrió su túnica, mostrando un ancho cinturón de oro que rodeaba su talle y al cual se enganchaba una cadena del mismo metal que se empotraba en el suelo.
Sanchica se apresuró a tocar el cinturón con la manecita de azabache, cayendo la cadena al suelo con fuerte ruido. Esto despertó al viejo mago, que co­menzó a desperezarse; pero sin vacilar, la princesa empezó a tañer la lira de plata, volviendo el hechi­cero a caer en nueva modorra.
-Toca ahora su bastón con la mágica manecita de azabache -dijo la cautiva.
Hízolo así la niña, cayendo el bastón al suelo y quedando el mago profundamente dormido. La princesa acercó su lira de plata al diván, y apoyán­dola sobre la cabeza del durmiente hizo vibrar las cuerdas en los oídos al son de la siguiente' invocación:
-¡Poderoso espíritu de la música! ¡Tenlo enca­denado hasta que amanezca el nuevo día! -Y diri­giéndose a Sanchica, agregó:
-Ven conmigo, peque­ña, te enseñaré el palacio de la Alhambra en todo su esplendor, pues ese talismán tiene el poder de des cubrir todas sus maravillas.
La niña siguió en silencio a la princesa. Atrave­saron la Puerta de la justicia y llegaron a la Plaza de los Aljibes, la cual estaba llena de guerreros for­mados en batallones con las banderas desplegadas. La Puerta del Alcázar estaba custodiada por los guar­dias reales y largas filas de negros con sus cimitarras desnudas. Sanchica no experimentó ningún temor ante todo esto, pero no pudo contener su asombro cuando entró en el Palacio real, que la luna ilumi­naba con tanta fuerza que parecía de día. Los sa­lones, los patios y los jardines que acostumbraba ver en abandono se habían transformado completamente. De las paredes de los aposentos habían desaparecido las grietas, manchas y telarañas, para verse cubiertas por magníficas telas de damasco, luciendo las pin­turas y dorados en todo su esplendor; los salones, de ordinario desprovistos de muebles, estaban adornados por espléndidos divanes y otomanas recamados con perlas y piedras preciosas, y las fuentes de los patios y jardines arrojaban artísticos chorros de agua.
Las desiertas cocinas se habían transformado en bullicioso hormigueo de cocineros y ayudantes que preparaban toda clase de salsas y suculentos manja­res, asando pollos y perdices que un ejército de mo­zos llevaba a las mesas preparadas para un espléndido banquete. El "Patio de los Leones" estaba repleto de jefes, guardias y cortesanos como en los antiguos tiempos, mientras que en uno de los extremos de la Sala de la justicia el rey Boabdil, sentado en su trono, empuñando un deslumbrante cetro, rodeado de los nobles, recibía el saludo de sus súbditos.
A pesar de tal animación y gentío, reinaba un pro­fundo silencio. La tranquilidad de la noche sólo era alterada por el caer del agua en las fuentes, no oyén­dose una sola voz ni pasos que denunciaran a seres vivientes. La niña, un poco sobrecogida por el asom­bro, seguía a la princesa sin articular palabra. Des­pués de cruzar todo el palacio llegaron a una puerta que conducía a los pasadizos abovedados que cruzan por debajo de la Torre de Comares. A ambos lados de la puerta había dos exquisitas estatuas del más puro alabastro, que representaban deliciosas ninfas que miraban hacia un mismo sitio de la bóveda. An­te ella se detuvo la hermosa cautiva y haciendo señas a Sanchica para que se acercara dijo:
-Está guardado aquí un secreto que te voy a re­velar en premio de tu fe y tu valor. Estas estatuas vigilan un tesoro perteneciente a un antiquísimo rey moro. Sólo debes decir a tu padre que abra un agu­jero en el lugar hacia donde miran las estatuas y hallará riquezas que lo convertirán en el señor más poderoso de Granada; el talismán te ayudará en todo y lo único que te pido es que encargues a tu padre sea discreto y emplee una parte de él en costear dia­riamente misas que me ayuden a librarme de este mágico hechizo.
Después de estas recomendaciones llevó a la niña al cercano y pequeño jardín de Lindaraja. La luna se reflejaba en las apacibles aguas de la fuente ilu­minando las flores y arbustos. La princesa cortó una rama de mirto y coronó a la niña con ella.
-Esto es lo único que puedo dejarte como recuer­do de mi persona y verdad de mis revelaciones. Es necesario que retorne al aposento encantado. No in­tentes seguirme porque podría ocurrirte alguna des­gracia. ¡Ten presente mi pedido de hacer decir misas!
Y después de pronunciar estas palabras, la joven desapareció en el pasadizo que pasando por la Torre de Comares llevaba al interior de la montaña.
El lejano canto de un gallo anunció la aurora, mientras que una fuerte brisa empezó a soplar desde las montañas, y al rumor de hojas secas llevadas por el viento, se unía el de puertas y ventanas golpeadas con fuerte ruido.
Retornó la niña por el mismo camino que había recorrido en compañía de la princesa, pero todo aquel fantástico ejército, la suntuosa corte del rey Boabdil y sus servidores habían desaparecido. Los salones y galerías volvían a presentar a la luz del amanecer sus arruinadas paredes cubiertas de telarañas agitadas por el revolotear de los murciélagos que volvían a ocul­tarse en los oscuros rincones y el croar de las ranas en el estanque.
Sanchica se apresuró a subir a las modestas habi­taciones que ocupaba su familia. No encontró nin­guna dificultad en llegar a su cuarto, pues la fortuna de su padre era tan poca que no tenía necesidad de cerrar con llave las puertas. Después de poner la guirnalda de mirto debajo de su almohada, cayó en profundo sueño. Era ya cerca de mediodía cuando se despertó, y buscando a su padre, le contó su extra­ordinaria aventura. El buen Lope Sánchez no pudo menos que reírse de buena gana del sueño y candor de su hija, y, después de aconsejarle que olvidara ta­maña fantasía, volvió a su trabajo.
Recién iniciaba el arreglo de algunas matas de flo­res cuando vio venir a Sanchica corriendo y gri­tando:
-¡Papá! ... ¡Papá! ... ¡Mira la guirnalda de mir­to que la princesa me puso en la cabeza!
El asombro hizo caer sentado a Lope Sánchez: la rama de mirto era de oro puro y cada hoja estaba formada por una hermosa esmeralda. No estaba ha­bituado el alegre jardinero a ver y apreciar joyas de tanto valor, pero repuesto de la impresión, tuvo buen cuidado de advertir a su hija que guardase el más profundo secreto, cosa de que podía estar seguro, pues la niña era un modelo de discreción. Después se dirigió al lugar donde estaban las dos estatuas de alabastro y observó que sus cabezas se dirigían a un mismo lugar en el interior del aposento. Luego de admirar tan sutil procedimiento para indicar un secreto, tomó dos hilos y partiendo de los ojos hizo una pequeña señal en el lugar donde se cruzaban. Ese día fue de gran sufrimiento y agitación para el jardinero. No se apartaba un instante de las es­tatuas, temiendo a cada rato que fuese descubierto el secreto del tesoro. Temblaba cada vez que oía pasos, sintiendo tentación de volver la cabeza de las figuras, sin atinar a reflexionar que durante siglos miraban en aquella dirección, sin que nadie se ocu­para del poder de tal coincidencia.
-Se va a descubrir todo -murmuraba-. ¡Vaya forma de guardar un secreto! ¡Mirar donde no de­ben mirar! ¡Hay mujeres! Si no tienen lengua con qué cotorrear, esté usted seguro que hablarán por los ojos.
La nerviosidad y agitación que le producían estos temores, el alejarse cada vez que sentía aproximarse a alguien, finalizaron con la luz del día. El cre­púsculo hizo cesar la actividad de la Alhambra, los pasos que retumbaban en los desiertos salones; las visitas fueron despedidas, la puerta principal cerra­da, y, poco a poco, invadieron el Palacio el croar de las ranas, el canto de las lechuzas y el vuelo de los murciélagos.
Lope Sánchez esperó impaciente hasta una hora avanzada y provisto de una linterna y algunas herra­mientas se dirigió con su hija al lugar que guardaban las dos estatuas que señalaban, como siempre, el lu­gar que escondía el tesoro. Después de pedirles per­miso, el jardinero se puso a picar la pared en un punto que había señalado. No había trabajado ni media hora cuando dio con un nicho que guardaba dos grandes jarrones. En vano intentó sacarlos, pues parecía que estaban empotrados en el muro, pero bastó que los tocara la niña, para que perdieran su fijeza y pudiera retirarlos con toda facilidad, viendo con gran alegría que se hallaban llenos de oro, alha­jas y piedras preciosas. Apresuraron a llevar los jarrones a sus habitaciones, mientras las dos esta­tuas seguían señalando el lugar que había guardado el tesoro.
Tanta riqueza le acarreó a Lope Sánchez un sin­número tal de preocupaciones, que pronto su genio alegre se trocó en amargos pesares. Empezó por pen­sar cómo iba a sacar un tesoro y ponerlo en lugar seguro, para aterrorizarse por lo inseguro de sus ha­bitaciones. A pesar de asegurar con cerrojos y tran­cas las puertas y ventanas, no lograba conciliar el sueño. Como ya no bromeaba ni cantaba con sus amigos y vecinos, éstos empezaron a retirarle el sa­ludo creyendo que estaba arruinado y que tendrían que socorrerlo; los menos, sin embargo, sospecharon que tal cambio de carácter podía deberse a una re­pentina fortuna.
La robusta mujer de Lope Sánchez no permanecía ajena a las preocupaciones que asaltaban a su ma­rido, y como lo consideraba insignificante en mu­chos aspectos, solía pedir consejos a un confesor, fray Simón, un rollizo fraile de anchas espaldas, barba larga y gruesa cabeza, del cercano convento de San Francisco y que era el director y consejero espiritual de la mayor parte de las mujeres de la vecindad, he vuelto, hija mía, a decirte que anoche he rezado con gran fervor a 'San Francisco, pero al pa­recer no está aún contento. Después de acostarme se me apareció en sueños y con rostro severo me dijo: "¡Te atreves a solicitarme permiso para disfrutar de un tesoro perteneciente a los infieles cuando conoces la ruina de mi capilla! Para que ello sea posible pídele a Lope Sánchez una parte del tesoro para que se me hagan dos candelabros para el altar mayor, y que el resto quede para él".
Atemorizada por el relato, no vaciló la crédula mujer en ir al sitio secreto donde su marido guar­daba el tesoro, y llenando una gran bolsa de cuero con monedas de oro, se las entregó al fraile. Este la llenó de tantas bendiciones como días de su vida y guardándose la bolsa en una de las mangas de su hábito, se despidió, adoptando un aire de humilde gratitud.
Al enterarse Lope Sánchez de labios de su esposa de este segundo donativo, estuvo a punto de vol­verse loco.
-¡Oh, charlatana mujer! Me estás arruinando poco a poco -exclamaba-, eres cómplice de un des­carado robo. ¡Cuando seamos pobres irás a pedir limosna!
Después de mucho hablar y decir, pudo la mujer calmarlo y hacerle comprender que todavía era in­mensamente rico y que San Francisco se había con­tentado con bien poca cosa.
Pero fray Simón, que tenía una extensa parentela que sostener, además de seis rollizos huérfanos que había recogido, volvió a hacer diarias visitas a la buena mujer invocando la necesidad de algunas li­mosnas para todos los santos del calendario, hasta que Lope Sánchez, desesperado por la disminución de su capital, y considerando que no iba a alcanzar para todos los santos del paraíso, resolvió escapar de las ansias del pedigüeño, trasladándose ocultamente de noche a otra provincia de España.
Para llevar a cabo este propósito hizo trasladar a su mujer a una lejana aldea donde debía esperarlo; empaquetó el tesoro que le quedaba y compró un robusto mulo, que escondió en una oscura bóveda de la Torre de los Siete Suelos, donde, según se afirmaba, salía por las noches el "Velludo", un endemo­niado caballo sin cabeza que galopaba a través de las calles de Granada perseguido por siete enormes perros. Lope Sánchez, que no creía en semejantes historias, eligió aquel lugar convencido de que nadie se atrevería a entrar en la guarida de semejante monstruo. Cerca de la medianoche, transportó con gran cuidado su tesoro a la terrible cueva, lo cargó en el descansado mulo y emprendió viaje sigilosa­mente, ocultándose en la densa sombra que los árbo­les proyectaban sobre el camino.
El rico jardinero había dispuesto sus planes con la mayor reserva, no enterando a su esposa sino a último momento, pero por efecto de algún miste­rioso aviso, sus propósitos llegaron a conocimiento de fray Simón. El codicioso clérigo, al comprender que se escapaba para siempre el anhelado tesoro, re­solvió quitárselo por asalto en beneficio de la Iglesia y San Francisco. Para llevar a cabo esa idea salió quedamente del convento después del toque de Áni­mas, y se dirigió hacia la Puerta de la justicia, es­condiéndose entre los arbustos de rosas y laureles que ornamentaban la alameda. Reinaba un profundo si­lencio que interrumpía de tarde en tarde el graznido de las lechuzas o el lejano ladrido de un perro. Pa­saron varios cuartos de hora, que eran señalados por la campana de la Torre de la Vela, cuando oyó un ruido de herraduras que descendían por la alameda, y a través de la oscuridad distinguió, aunque confu­samente, el bulto de un caballo. El rollizo fraile, mientras se recogía los hábitos, sonreía de satisfac­ción pensando en el mal rato que iba a hacer pasar al honrado Lope.
Se agachó, dispuesto como un gato que vigila a un ratón, manteniéndose inmóvil hasta que su víc­tima pasó frente a él, salió de su escondrijo y saltó sobre el animal como el mejor maestro de equi­tación.
-¡Ja! ... ¡Ja!... -rió el codicioso fraile-. Vere­mos ahora de quién es el tesoro…¡Ja! ... ¡Ja! ... Pero el segundo acceso de risa se cortó como por milagro, porque de repente su cabalgadura empezó a encabritarse, a tirar coces, dar enormes saltos y corcovos, para salir a galope tendido camino abajo. El rollizo fraile hacía toda clase de esfuerzos para sujetar al enloquecido animal, pero era en vano; su pelada cabeza recibía porrazo tras porrazo contra las ramas de los árboles; los arañazos le cruzaban toda la cara; y el hábito, hecho jirones, flameaba al viento.
Para colmo de su espanto, alcanzó a ver a siete perros que corrían ladrando tras él. y entonces pudo com­prender, aunque tarde, que había montado en el en­demoniado "Velludo".
Jamás jinete alguno cumplió un trayecto tan terri­ble como el fraile. Después de bajar por la alameda de la Alhambra y dar algunas vueltas por las mon­tañas, entró en la ciudad. De nada servía a fray Si­món invocar a todos los santos del cielo, pues a cada nombre que pronunciaba hacía saltar al terrible ca­ballo hasta los techos de las casas. Toda la noche duró esta carrera por las calles de Granada. Al jinete no le quedaba hueso sin magullar cuando el canto del gallo anunció la aurora. Al oírlo, "Velludo" giró sobre sus patas traseras y empezó un torturador ga­lope en dirección a su guarida. Atravesó como una flecha la ciudad, seguido de los siete perros, que no habían cesado en toda la noche de aullar, ladrar y morder los talones del atemorizado fraile. Apenas se anunciaba una débil claridad cuando llegaron a la torre. Aquí el extraordinario animal hizo un raro corcovo, al tiempo que soltaba un par de coces que hicieron dar al reverendo un doble salto mortal en el aire, para llevarlo a caer en un seto espinoso, mien­tras el caballo desaparecía en la oscura cueva seguido de los feroces perros, que al cesar sus ladridos su­mergieron a la comarca en un profundo silencio.
¿Tuvo mejor castigo la avaricia y el mal pro­ceder?
Un campesino que iba a su labor encontró al apo­rreado y maltrecho fraile tendido al pie del seto, cerca de la torre, pero en tan mal estado, que no podía pronunciar palabra. fue conducido con sumo cuidado d su celda, corriéndose la voz de que había sido maltratado por unos bandidos. Transcurrieron algunos días antes de que pudiera moverse, pero en medio de sus dolores, se conformaba con la idea de que aunque lo mejor del tesoro se le había escapado, le quedaba una buena parte escondida debajo del colchón. Así que en cuanto pudo levantarse, revol­vió el lugar en que había escondido la guirnalda de mirto y tildas las monedas que había sacado con en­gaños a la mujer de Lope Sánchez, pero la sorpresa le produjo una especie de desvanecimiento que le hizo dar un nuevo porrazo contra el suelo: la guir­nalda era una simple y seca rama de mirto y la bolsa de cuero estaba llena de arena y piedras.
Fray Simón tuvo buen cuidado de callar el mo­tivo de sus desgracias, pues al revelarlas hubiese pa­sado por ser un miserable, al par de tener que sufrir merecido castigo que le impondría su superior. Sus aventuras sobre el "Velludo" sólo fueron contadas muchísimos años después a su confesor en el lecho de muerte.
Por mucho tiempo no se tuvieron noticias de Lope Sánchez. En la Alhambra se recordaban con simpa­tía sus bremas y cantos, atribuyendo su cambio de carácter, poco antes de su desaparición, a algunas dificultades económicas que le habían sumido en la miseria.
Al cabo de muchos años, uno de sus antiguos ami­gos, un inválido veterano, fue atropellado en una de las principales calles de la ciudad de Málaga por un lujoso coche arrastrado por seis caballos. Al instante se detuve el carruaje, descendiendo para ayudar al accidentado, que afortunadamente no había sufrido daños mayores, un señor ya anciano, elegantemente vestido, con peluquín y espada. Al contemplarlo, el asombro del soldado no tuvo límites: el personaje era nada menos que su antiguo convecino y amigo Lope Sánchez, que en aquel momento acompañaba a su hija a la iglesia para casarla con uno de los más grandes nobles del reino.
En el lujoso carruaje iban los novios, acompaña­dos por la señora de Sánchez, que había aumentado tanto de peso que parecía un gran tonel, e iba tan cargada de plumas, alhajas, collares de perlas y dia­mantes y anillos en todos los dedos, que parecía la reclame de un joyero. Sanchica se había convertido en una hermosísima joven, envidia de más de una princesa; en cambio el novio, sentado junto a ella, era una persona que daba lástima: raquítico y con­sumido por las diversiones, lo cual era una inequí­voca señal de ser de sangre azul, todo un grande de España, con un metro cincuenta de estatura. Este casamiento era arreglo y obra de la madre de la joven.
Lope Sánchez, a quien la riqueza no había endu­recido el corazón, invitó a su amigo a pasar algunos días en su propia casa, digamos mejor palacio, pro­porcionándole toda clase de diversiones, teatros, co­rridas de toros y fiestas, regalándole, al partir, una pesada bolsa de dinero para él y otra para que repartiera entre sus viejos amigos inválidos de la Alambra.
El antiguo jardinero explicaba su cambio de fortuna diciendo que, al fallecer un hermano muy rico que vivía en América, había heredado su fortuna, en la que se incluía una próspera mina de cobre: pero los incrédulos y envidiosos charlatanes de la Alambra juraban y recuraban que su fortuna provenía de un tesoro que había encontrado en el palacio morisco. Pro lo pronto, las dos ninfas de alabastro siguen mirando el mismo sitio de la pared, lo que hace suponer que todavía existe algún tesoro escondido, que bien pueda merecer la atención del visitante.


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