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martes, mayo 29, 2007

LA MANO // GUY DE MAUPASSANT

LA MANO

Guy de Maupassant


Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.

El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.

Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.

Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: —Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.

El magistrado se dio la vuelta hacia ella: -Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables que lo rodean.

Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.

Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: —¡Oh! Cuéntenoslo.

El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió: —Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:

«Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.

«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.

«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.

«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.

«Se crearon leyendas entorno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.

«Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.

«Me contenté pues con vigilarle de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.

«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.

«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.

«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.

«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, le vi en el jardín, fumando su pipa, a horcajadas sobre una silla. Le saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.

«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho esta país, y este costa.

«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por Africa, las Indias y América. Añadió riéndose: —Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.

«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila.

«Dije: —Todos esos animales son temibles.

«Sonrió: —¡Oh, no! El más malo es el hombre.

«Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento: —He cazado mocho al hombre también.

«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.

«Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo: —Eso ser un tela japonesa.

«Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.

«Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante.

«Pregunté: —¿Qué es esto?

«El inglés contestó tranquilamente: —Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.

«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje.

«Dije: —Ese hombre debía de ser muy fuerte.

«El inglés dijo con dulzura: —Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.

«Creí que bromeaba. Dije: —Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.

«Sir John Rowell prosiguió con tono grave: —Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.

«Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: "¿Estará loco o será un bromista pesado?"

«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.

«Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.

«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarle. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.

«Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.

«Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.

«Nunca pudimos encontrar al culpable.

«Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.

«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.

«¡E1 inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.

«Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras: —Parece que le ha estrangulado un esqueleto

«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.

«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.

«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ni ninguna ventana, ni ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.

«Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:

«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.

«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.

«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.

«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.

«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.

«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.

«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; le habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice.

«Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.

Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó: —¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió.

El magistrado sonrió con severidad: —¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.

Una de las mujeres murmuró: —No, no debe de ser así.

Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó: —Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.

MORELLA // E.A. POE

Morella
Edgar Allan Poe
El mismo, por si mismo únicamente, eternamente uno, y solo.
Platón: Symposium


Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.
La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.
Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.
Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a la dirección de mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces —cuando, sumiéndome en páginas aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí— venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.
Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo.
Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían, en todo caso. El vehemente panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis —la noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre— fue para mí en todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.
Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.

Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino. Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.
¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como sombras en la agonía de la tarde.
Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sobre las aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del firmamento un arco iris.
—Éste es el día de los días —dijo ella, cuando me acerqué—; un día entre todos los días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!
Besé su frente, y ella prosiguió:
—Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.
—¡Morella!
—No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la muerte.
—¡Morella!
—Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya más con el tiempo el juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.
—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿cómo sabes esto?
Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz.
Sin embargo, como había predicho ella, su hijo —el que había dado a luz al morir, y que no respiró hasta que cesó de alentar su madre—, su hijo, una niña, vivió. Y creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.
Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella? Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía a la criatura amada.
Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo —¡oh, por encima de todo!— en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.
Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «amor mío» eran las denominaciones dictadas habitualmente por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.
Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos, y de los modernos, de mi país y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las sílabas «Morella»? ¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió: «¡Aquí estoy!»?
Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras, en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella. Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban eternamente: «Morella.» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.

FIN


BAUDELAIRE // EL JUGADOR GENEROSO

EL JUGADOR GENEROSO

Charles Baudelaire


Ayer, entre la multitud que llenaba el bulevar, me sentí tocado por un ser misterioso al que siempre había deseado conocer, y al que reconocí inmediatamente, a pesar de que nunca le había visto. Suponía que, en su interior, y con respecto a mí, él sentía un deseo similar, pues, al pasar, me lanzó una señal tan significativa con la mirada, que me apresuré a obedecerle. Le seguí cortésmente, y no tardé en descender tras él a una morada subterránea, quedando asombrado ante el brillante lujo que ninguna de las casas de París podía ofrecer más que un ejemplo aproximado. Me pareció muy singular que hubiese pasado tantas veces junto a aquel prodigioso retiro sin haber descubierto nunca la entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, casi sofocante, que le hacía olvidar a uno, casi instantáneamente, todos los fastidiosos horrores de la vida; allí respiré una sombría sensualidad, como la de los fumadores de opio cuando, sentados junto a la orilla de una isla encantada sobre la que brilla una tarde eterna, sienten nacer en ellos los suaves sonidos de cascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver nunca más sus hogares, sus mujeres, sus hijos y el de no ser arrojados nunca de las cubiertas de los barcos por las tormentas.

Había allí rostros extraños de hombres y mujeres, dotados de una belleza tan fatal que parecía haberlos visto hacía años y en países que ahora no puedo recordar y que inspiraron en mí esa curiosa simpatía y esa sensación de temor, igualmente curiosa, que suelo descubrir en los aspectos desconocidos. Si tratara de definir de una forma u otra la singular expresión de sus ojos, diría que nunca había visto tal resplandor mágico expresando más enérgicamente el horror del tedio y el deseo... del deseo inmortal de sentirse a sí mismos como seres vivos.

En cuanto a mi anfitrión y a mí mismo, cuando nos sentamos ya éramos unos amigos tan perfectos como si nos hubiéramos conocido el uno al otro desde siempre. Bebimos enormemente de toda clase de vinos extraordinarios y -algo no menos extraño-, me pareció que no estaba más intoxicado de lo que él mismo estaba.

Sin embargo, el juego, ese placer sobrehumano, había interrumpido en diversos intervalos nuestras copiosas libaciones, y debo decir que, mientras jugábamos, gané y perdí mi alma con un heroico descuido y ligereza. El alma es algo tan invisible, a menudo tan inútil y a veces tan problemático, que, ante aquella pérdida, no experimenté más que aquella clase de emoción que hubiera podido experimentar de haber perdido en la calle mi tarjeta de visita.

Nos pasamos horas enteras fumando puros, cuyo incomparable sabor y perfume proporcionaba al alma la nostalgia de delicias y vistas desconocidas, e intoxicado por todas estas especies picantes, y en un acceso de familiaridad que no pareció molestar a mi amigo, me atreví a gritar, elevando una copa de vino:

-¡Por tu alma inmortal, viejo macho cabrío!

Hablamos del universo, de su creación y de su futura destrucción, de las principales ideas del siglo -o sea del progreso y de la perfectibilidad- y, en general, de toda clase de chifladuras humanas. Sobre este tema, Su Alteza era inagotable en sus chanzas irrefutables, y se expresaba con un esplendor de dicción y con una magnificencia en la gracia como no he hallado jamás en ninguno de los más famosos interlocutores de nuestro tiempo. Me explicó lo absurdo de diferentes filosofías que habían tomado posesión del cerebro humano, y hasta se dignó confiar en mí en cuanto a ciertos principios fundamentales que no me siento inclinado a compartir con nadie.

No se quejó en modo alguno de la perversa reputación en la que vivía, de hecho, sobre todo el mundo, y me aseguró que, de entre todos los seres vivientes, él era el más interesado en la destrucción de la superstición, y me confesó que había tenido miedo, relativamente y en relación con su propio poder, en una sola ocasión, y fue el día en que escuchó a un predicador, más sutil que el resto del rebaño humano, gritar desde su púlpito: “Mis queridos hermanos, cuando escuchéis alabar las luces del progreso, no olvidéis que uno de los trucos más queridos del demonio consiste en persuadirnos de que no existe.”

El recuerdo de aquel famoso orador, nos hizo entrar de un modo natural en el tema de la enseñanza, y mi extraño anfitrión me declaró que, en muchos casos, no desdeñaba inspirar las plumas, las palabras y las conciencias de los pedagogos, y que, a pesar de ser invisible, casi siempre asistía en persona a todas las reuniones científicas.

Animado por tanta amabilidad, le pregunté si tenía alguna noticia de Dios -¿quién no tiene sus momentos de impiedad?-, especialmente como amigo del diablo. Entonces, con una sombra de despreocupación, unida a una profunda sombra de maldad, me dijo:

-Nos saludamos el uno al otro cuando nos encontramos.

Pero, en cuanto a lo demás, habló en hebreo.

No se sabe que Su Alteza haya concedido jamás una audiencia tan prolongada a un simple mortal, y yo temía abusar de ella.

Finalmente, cuando la oscuridad se aproximó temblando, este famoso personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos que trabajaron en honor de su gloria aunque sin llegar a saberlo jamás, me dijo:

-Quiero que me recuerdes siempre, y para demostrarte que yo -del que tan mal se habla- soy a menudo un bon diable, por utilizar una de las expresiones vulgares, y en relación con la pérdida irremediable de tu alma, te devolveré el premio que habrías ganado de haber sido afortunado tu destino... me refiero a la posibilidad de consuelo y conquista durante toda tu vida, a esa extraña enfermedad de aburrimiento que es la fuente de todos tus males y de todas tus miserias. Nunca formularas un solo deseo en el que yo no te ayude a realizarlo; reinarás sobre tus vulgares iguales; el dinero y el oro y los diamantes y los más exquisitos palacios vendrán a buscarte y te pedirán que los aceptes sin que tengas que llevar a cabo el menor esfuerzo para obtenerlos; podrás cambiar tu domicilio tantas veces como quieras; tendrás en tu poder todas las sensualidades sin la menor laxitud, en países donde el clima siempre es caluroso y donde las mujeres son tan fragantes como las flores.

Y, diciendo esto, se levantó y se despidió de mí con una encantadora sonrisa.

De no haber sido por la vergüenza de humillarme ante una asamblea tan numerosa, habría caído voluntariamente a los pies de un jugador tan generoso, agradeciéndole su inaudita munificencia. Pero, después de dejarle, y poco a poco, fui sintiéndome invadido por un recelo incurable; ya no me atrevía a creer en una felicidad tan prodigiosa y, cuando me marché a la cama, y echando mano de nuevo de mis oraciones nocturnas gracias a lo poco de fe que aún me quedaba, repetí en mi tranquilo sueño:

-Dios mío, Señor mío, Dios mío! Haz que el diablo mantenga su palabra conmigo!

COMO UN LEON // E.A.POE

COMO UN LEON

EDGAR ALLAN POE


Sátiras del Obispo Hall

...Todo el mundo andaba
Sobre los diez dedos de sus pies de puro asombro.


Yo soy -o mejor dicho fui- un gran hombre; pero no soy ni el autor de Junius ni el Hombre de la Máscara de Hierro, ya que mi nombre, según tengo entendido, es el de Robert Jones, y nací en algún lugar de la ciudad de Fum-Fudge.

El primer acto de mi vida fue el de agarrarme la nariz con ambas manos. Mi madre, al verme, consideró que era un genio; mi padre se puso a llorar de alegria y me regaló un tratado de nasologia. Antes de que empezara a usar pantalones ya me lo conocia a la perfección.

Empezé entonces a tantear mi camino en el terreno de las ciencias, y pronto comprendi que un hombre que tuviera una nariz lo suficientemente conspicua podria, por el simple expediente de seguirla, llegar a conseguir la filiación a los Leones. Pero mis intereses llegaban más allá de la teoria. Todas las mañanas le daba a mi probóscide un buen tirón y me tragaba media docena de copas de aguardiente.

Cuando fui mayor de edad, mi padre me preguntó un dia si querria acompañarle a su estudio.

-Hijo mio -dijo una vez que nos hubimos sentado-, ¿cual es el objetivo final de tu existencia?

-Padre mio -le respondi-, el estudio de la Nasologia.

-¿Y qué es, Robert -me preguntó-, la Nasologia?

-Señor -le dije-, es la Ciencia que estudia las Narices.

-¿Y podrias explicarme -me dijo- cuál es el significado de una nariz?

-La nariz, padre mio -le dije muy conmovido-, ha sido definida de diversas formas por aproximadamente un millar de autores -en ese punto saqué mi reloj-. Es ya mediodia, sobre poco más o menos. De aqui a medianoche tendremos tiempo de repasar todas ellas. Por lo tanto, para empezar, la nariz, según Bartholinus, es aquella protuberancia, aquel bulto, aquella excrecencia, que...

-Ya es suficiente, Robert -me interrumpió el bondadoso anciano caballero-. Estoy asombrado por la extensión de tus conocimientos... te aseguro... por mi alma -aqui cerró los ojos, poniéndose la mano sobre el corazón-. ¡Ven aqui! -aqui me cogió del brazo-. Ya se puede considerar que tu educación ha sido completa; ya va siendo hora de que empieces a desenvolverte por tu cuenta, y lo mejor que puedes hacer es seguir tu nariz... de modo que... de modo que... de modo que... -aqui me echó escaleras abajo de una patada, y sali por la puerta-. De modo que fuera de mi casa, ¡y que Dios te bendiga!

Al sentir en mi el divino afflatus consideré que aquel accidente habia sido más afortunado que otra cosa. Decidi aceptar el consejo paterno. Decidi seguir a mi nariz. Le pegué uno o dos tirones alli mismo y más adelante escribi un panfleto sobre Nasologia.

Toda la ciudad de Fum-Fudge estaba alborotada.

-¡Un genio soberbio! -decia el Quarterly.

-¡Un soberbio fisiólogo! -decia el Westminster.

-¡Un individuo inteligente! -decia el Foreign.

-¡Un magnifico escritor! -decia el Edinburgh.

-¡Un pensador profundo! -decia el Dublin.

-¡Un gran hombre! -decia Bentley.

-¡Un alma divina! -decia Fraser.

-¡Uno de nosotros! -dijo Blackwood.

-¿Quién podrá ser? -dijo Mrs. Bas-Bleu.

-¿Qué podrá ser? -dijo miss Bas-Bleu la Mayor.

-¿Dónde podrá estar? -dijo mis Bas-Bleu la Pequeña.

Pero no presté ninguna atención a toda esta gente; me limité a entrar en el estudio de un artista.

La Duquesa de Dios-me-Bendiga estaba posando para su retrato; el Marqués de Esto-y-lo-Otro cuidaba del perrito de lanas de la Duquesa; el conde de Esto-y-Aquello jugueteaba con sus sales, y su Alteza Real del Mirame-y-No-me-Toques estaba recostada contra el respaldo de su silla.

Me aproximé al artista y alcé la nariz.

-¡Oh, maravillosa! -suspiró su Gracia.

-¡Oh, cielos! -ceceó el Marqués.

-¡Oh, escandaloso! -gimió el Conde.

-¡Oh, abominable! -gruñó su Alteza Real.

-¿Cuánto quiere por ella? -preguntó el artista.

-¡Por su nariz! -gritó su Gracia.

-Mil libras -dije yo sentándome.

-¿Mil libras? -inquirió el artista meditativamente.

-Mil libras-dije yo.

-¿Me la garantizaria usted? -dijo él, poniendo mi nariz a la luz.

-Si -dije, hinchándola bien.

-¿Es realmente un original? -inquirió, tocándola con reverencia.

-¡Humph! -dije yo, echándola a un lado.

-¿No se le ha sacado ninguna copia? -me exigió, examinándola al microscopio.

-Ninguna -dije yo, alzándola.

-Admirable -exclamó, desarmado por la belleza de la maniobra.

-Mil libras -dije yo.

-¿Mil libras? -dijo él.

-Exactamente -dije yo.

-Entonces las tendrá -dijo él-. ¡Qué pieza de virtu!

De modo que me firmó un cheque alli mismo e hizo un boceto de mi nariz. Alquilé unas habitaciones en Jermyn Street, y le mandé a su majestad la noventa y nueve edición de mi "Nasologia", junto con un retrato de mi probóscide. El pequeño y patético calavera del principe de Gales me invitó a cenar.

Eramos todos leones y recherches.

Habia un platonista moderno. Citaba a Porphirio, Iamblico, Plotino, Procio, Hierocles, Máximo, Tyrio y a Syriano.

Habia un hombre entusiasmado por la hipótesis de la perfectabilidad humana. Citaba a Turgôt, Price, Priestley, Condorcet, De Staël y "El estudiante Ambicioso en Mal Estado De Salud".

Estaba también sir Paradoja Positiva. Observó que todos los tontos eran filósofos, y que todos los filósofos eran tontos.

Estaba Aestheticus Ethix. Habló acerca del fuego, de la unidad y de los átomos; del alma dual y del alma pre-existente; de la afinidad y la discordia; de la inteligencia primitiva y de la homeomeria.

También estaban Teólogos Teologia. Habló acerca de Eusebio y Ariano, de la herejia y el Concilio de Niza, del Puseyismo y el consubtancialismo, de Homousies y Homoiousios.

Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Mencionó al Muriton de lengua escarlata, las coliflores con salsa velouté, la ternera à la Ste. Menehold, el escabeche à la S. Florentin y la gelatina de naranja en mosaiques.

Estaba Bibulus O´Bumper. Tocó el tema de Latour y Markbrünnen, del Mousseux y el Cambertin, del Richbour y el St. George, del Haubrion, Leonville y Medoc, del Barac y el Preignac, del Grâve, del Sauterne, del Lafitte y del St. Peray. Negaba con la cabeza ante el Clos de Vougeot, y era capaz de distinguir con los ojos cerrados entre un Jerez y un Amontillado.

Estaba el Señor Tintontintino de Florencia. El habló en su discurso acerca de Cimabue, Carpaccio y Argoostino. Acerca de la tristeza de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los colores de Tiziano, de las fraus de Rubens y de las bufonadas de Jan Steen.

Estaba también el presidente de la universidad de Fum-Fudge. El mantenia la opinión de que en Tracia, la luna recibia el nombre de Bendis, el de Buqbastis en Egipto, el de Diana en Roma y el de Artemisa en Grecia.

Estaba un Gran Turco de Estambul. No podia evitar el pensar que los ángeles eran caballos, gallos y toros, que alguien en el sexto cielo tenia setenta mil cabezas, y que la tierra estaba sustentada por una vaca azul celeste, que tenia un incalculable número de cuernos verdes.

Estaba Delphinus Poliglota. Nos contó lo que habia ocurrido con ochenta y tres tragedias desaparecidas de Esquilo, con las cincuenta y cuatro oraciones de Isaias, con los trescientos noventa y un discursos de Lysias, con los ciento ochenta tratados de Teofrasto, con el octavo libro de las secciones cónicas de Apolonio, con los himnos de Pindaro y con sus ditirambos, y con las cuarenta y cinco tragedias de Homero junior.

Estaba Ferdinand Fitz-Fossillus Feldespato. Nos habló acerca de los fuegos internos y las formaciones del terciario, acerca de los aeriformes, fluidiformes y solidiformes; acerca del cuarzo y la marga, acerca de los esquistos y la turmalina, acerca del yeso y el basalto, acerca del talco y las rosas calcáreas, acerca de la blenda y la hornblenda, acerca de la mica y de los aglomerados, acerca de la cianita y la lepidolita, acerca de la hematita y la tremolita, acerca del antimonio y la calcedonia, acerca del manganeso y de todo lo que se les puede ocurrir.

También estaba yo. Hablé acerca de mi mismo, de mi mismo, de mi mismo; acerca de la Nasologia, de mi panfleto y de mi mismo. Alcé mi nariz y hablé acerca de mi mismo.

-¡Un hombre maravillosamente inteligente! -dijo el Principe.

-¡Soberbio! -dijeron sus invitados, y a la mañana siguiente, su Gracia de Dios-me-Bendiga me hizo una visita.

-¿Querrá usted ir a mi casa de Almack, preciosa criatura? -me preguntó, dándome golpecitos en la sotabarba.

-Será un honor para mi -repliqué yo.

-¿Con nariz y todo? -me preguntó.

-¡Por mi vida! -le repliqué.

-Entonces, aqui tiene usted una tarjeta, mi vida. ¿Puedo entonces decir que irá usted?

-Mi querida Duquesa, de todo corazón.

-¡Bah! Eso no me vale... Pero ¿de toda nariz?

-Hasta la última particula de ella, amor mio -dije yo; de modo que le di un par de estrujones y me encontré en Almack´s.

Las habitaciones estaban sofocantemente llenas.

-¡Ahi viene! -dijo alguien desde la escalera.

-¡Ahi viene! -dijo alguien desde más arriba.

-¡Ahi viene! -dijo alguien desde todavia más lejos.

-¡Ha venido! -exclamó la Duquesa-. ¡Ha venido, el muy amorcito -y agarrándome con firmeza las dos manos, me dio tres besos en la nariz.

Esto produjo verdadera sensación.

-¡Diavolo! -exclamó el Conde Capricornutti.

-¡Dios me guarde! - murmuró Don Stilete.

-¡Mille tonnerres! -exclamó el principe de Grenouille.

-¡Tousand teufel! - gruñó el Elector de Bluddennuff.

Aquello no se podia soportar. Me enfadé. Me puse grosero con Bluddennuff.

-¡Señor! -le dije- es usted un babuino.

-¡Señor -replicó él, después de una pausa-, Donner und Blitzen!

Esto era más de lo que se podia esperar. Intercambiamos nuestras tarjetas. En Chalk, a la mañana siguiente, le arranqué la nariz de un disparo, y después fui a visitar a mis amigos.

-¡Bète! -dijo el primero.

-¡Bobo! -dijo el segundo.

-¡Imbécil! -dijo el tercero.

-¡Asno! -dijo el cuarto.

-¡Mentecato! -dijo el quinto.

-¡Simplón! -dijo el sexto.

-¡Lárgate! -dijo el séptimo.

A la vista de aquello, empecé a sentirme mortificado, y, en consecuencia, fui a ver a mi padre.

-Padre -le pregunté-, ¿cuál es el objetivo fundamental de mi vida?

-Hijo mio -me replicó-, sigue siendo el estudio de la Nasologia, pero al acertarle en la nariz al elector has ido más allá de lo deseable. Tú tienes una magnifica nariz, eso es cierto, pero, por otro lado, Bluddennuff no tiene nariz. Tú has sido condenado, y él se ha convertido en el héroe de la jornada. Concedido que en Fum-Fudge, la grandeza de un león se mide en razón al tamaño de su probóscide, pero ¡el cielo me valga! ¿Cómo se puede competir con un león que no la tiene en absoluto?

LA CABELLERA // GUY DE MAUPASSANT

LA CABELLERA

Guy de Maupassant



La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo: -Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

-Léalo -dijo-, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:

«Hasta los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La vida me parecía sencillísima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas cosas que no podía sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es estupendo vivir! Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer las cosas que me gustaban, y me acostaba satisfecho, con la apacible esperanza de un mañana y un futuro sin preocupaciones.

«Había tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi corazón enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la posesión. Es estupendo vivir así. Es mejor amar, pero es terrible. Los que aman como todo el mundo deben experimentar una felicidad apasionada, aunque quizás menor que la mía, porque el amor vino a mí de una manera increíble.

«Como era rico, buscaba muebles antiguos y objetos viejos; y a menudo pensaba en las manos desconocidas que habían palpado esas cosas, en los ojos que las habían admirado, en los corazones que las habían querido, ¡porque se quieren las cosas! A menudo permanecía durante horas y horas mirando un pequeño reloj del siglo pasado. Era una preciosidad, con su esmalte y su oro cincelado. Y seguía funcionando como el día en que lo compró una mujer, encantada de poseer esa fina joya. No había dejado de latir, de vivir su vida mecánica, y seguía siempre con su tictac regular, desde una época pasada.

«¿Quién sería la primera en llevarlo sobre su pecho, entre los tejidos tibios, mientras el corazón del reloj latía junto a su corazón de mujer? ¿Qué mano lo habría tenido entre la punta de los dedos cálidos, mirándolo por ambas caras una y otra vez y limpiando luego los pastores de porcelana empañados un segundo por el trasudor de la piel? ¿Qué ojos habrían acechado en la esfera florida la hora esperada, la hora querida, la hora divina?

«¡Cómo me habría gustado ver, conocer a aquella mujer que había elegido este objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! ¡Estoy poseído por el deseo de las mujeres de antaño, amo, desde lejos, a todas aquellas que han amado! La historia de los cariños pasados me llena el corazón de pesar. ¡Oh, la belleza, las sonrisas, las jóvenes caricias, las esperanzas! ¿No debería ser eterno todo esto?

«¡Cuánto he llorado, durante noches enteras, pensando en las pobres mujeres de otro tiempo, tan bellas, tan tiernas, tan dulces, cuyos brazos se abrieron para el beso, y ya muertas! ¡El beso es inmortal! ¡Va de boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo recogen, lo dan y mueren!

«El pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro es muerte. Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han vivido; quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se va y me quita segundo tras segundo un poco de mí para la nada de mañana. Y no volveré a vivir nunca más.

«Adiós, mujeres de ayer. Os amo.

«Pero no tengo de qué quejarme. Encontré a aquélla a la que yo esperaba; y gracias a ella he disfrutado de placeres increíbles.

«Una mañana soleada iba vagabundeando por París, con el alma alegre y el pie ligero, mirando las tiendas con un vago interés de paseante ocioso. De pronto, en una tienda de antigüedades vi un mueble italiano del siglo XVII. Era hermoso y muy raro. Se lo atribuí a un artista veneciano llamado Vitelli, muy famoso en su época.

«Y seguí mi camino.

«¿Por qué me persiguió el recuerdo de ese mueble con tanta fuerza, haciéndome volver atrás? Me detuve ante la tienda para verlo de nuevo y sentí que me tentaba.

«La tentación es algo tan singular... Miramos un objeto y éste, poco a poco, nos seduce, nos turba, nos invade como lo haría un rostro de mujer. Su encanto entra en nosotros; extraño encanto que viene de su forma, de su color, de su fisonomía de cosa; y ya lo amamos, lo deseamos, lo queremos. Una necesidad de posesión nos invade, una necesidad débil al principio, como tímida, pero que crece, se hace violenta, irresistible.

«Y los comerciantes parecen adivinar en la llama de la mirada ese deseo secreto y creciente.

«Compré el mueble e hice que me lo llevaran inmediatamente a casa, poniéndolo en mi habitación.

«¡Oh, cómo compadezco a quienes desconocen esa luna de miel entre el coleccionista y el objeto que acaba de comprar! Lo acaricia con la mirada y la mano como si fuera de carne; vuelve a su lado en cualquier momento, piensa siempre en él vaya donde vaya, haga lo que haga. Su recuerdo vivo le sigue en la calle, por el mundo, en todos los lados; y cuando vuelve a casa, antes incluso de quitarse los guantes y el sombrero, corre a contemplarlo con una ternura de amante.

«Realmente, durante ocho días adoré ese mueble. Abría en todo momento sus puertas, sus cajones; lo tocaba extasiado, disfrutando de todos los placeres íntimos de la posesión.

«Pero una tarde, mientras palpaba el espesor de un panel, me di cuenta de que debía de ocultar un escondite. Los latidos de mi corazón se aceleraron y me pasé la noche buscando el secreto sin llegar a descubrirlo.

«Lo conseguí al día siguiente, al introducir la hoja de una navaja en una hendidura del entablado. Una plancha se deslizó y percibí, extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa cabellera de mujer.

«Sí, una cabellera: una enorme trenza de cabellos rubios, casi pelirrojos, que debían de haber sido cortados junto a la piel y estaban atados por una cuerda de oro.

«¡Me quedé estupefacto, aturdido, temblando! Un perfume casi insensible, tan antiguo que parecía ser el alma de un olor, se escapaba del misterioso cajón y de la sorprendente reliquia.

«La cogí, despacio, casi religiosamente, y la saqué de su escondite. Entonces se liberó, derramándose en un torrente dorado que cayó hasta el suelo, espeso y ligero, ágil y brillante como la cola de fuego de un cometa.

«Una extraña emoción se apoderó de mí. ¿Qué era aquello? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué habían ocultado esos cabellos en el mueble? ¿Qué aventura, qué drama escondía ese recuerdo?

«¿Quién los había cortado? ¿Un amante en un día de despedida? ¿Un marido en un día de venganza? ¿O la que los había llevado en su frente en un día de desesperación?

«¿Fue antes de entrar en un convento cuando se arrojó ahí esa fortuna de amor, como una prenda dejada al mundo de los vivos? ¿Fue en el momento de cerrar la tumba de la joven y hermosa muerta cuando quien la adoraba se había quedado el cabello que embellecía su cabeza, lo único que podía conservar de ella, la única parte viva de su carne que no podía pudrirse, la única que podía amar todavía y acariciar y besar en sus momentos de rabia y de dolor?

«¿No resultaba extraño que esa cabellera hubiera permanecido incólume, cuando ya no quedaba ni un ápice del cuerpo del que había nacido?

«Fluía entre mis dedos, me hacia cosquillas en la piel con una caricia singular, una caricia de muerta. Me sentía conmovido, como si fuera a llorar.

«La conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que se movía como si una parte de su alma se hubiera quedado escondida en ella. Entonces la volví a poner sobre el terciopelo deslustrado por el tiempo, cerré el cajón y el mueble y me fui a recorrer las calles para soñar.

«Caminaba siempre de frente, preso de tristeza, y también de desconcierto, de ese desconcierto que se nos queda en el corazón tras un beso de amor. Me parecía que ya había vivido antaño, que debía de haber conocido a aquella mujer

«Y los versos de Villon subieron a mis labios como lo haría un sollozo

Decidme dónde, en qué país

está Flora, la bella romana

Archipiade y Taís

que fue su prima hermana.

Eco, voz que lleva la fama

bajo río o bajo estanque ;

cuya belleza fue más que humana.

Mas, ¿dónde están las nieves de antaño ?


La reina Blanca como un lis

que cantaba con voz de sirena,

Berta la del gran pie, Beatriz, Alix

y Haremburgis, que obtuvo el Maine,

y Juana, la buena lorena

que los ingleses quemaran en Ruán...

¿Dónde están, Virgen soberana?

Mas ¿dónde están las nieves de antaño!


«Cuando regresé a casa, sentí un deseo irresistible de volver a ver mi extraño hallazgo; y lo cogí de nuevo, y sentí, al tocarlo, un largo escalofrío que me recorría el cuerpo.

«Durante unos días, sin embargo, permanecí en mi estado habitual, aunque ya no me abandonaba el vivo recuerdo de aquella cabellera.

«En cuanto volvía a casa, necesitaba verla y tocarla. Daba la vuelta a la llave del armario con ese estremecimiento que tenemos al abrir la puerta de nuestra amada, ya que sentía en las manos y en el corazón una necesidad confusa, singular, continua, sensual de bañar mis dedos en aquel arroyo encantador de cabellos muertos.

«Luego, cuando había acabado de acariciarla, cuando había cerrado de nuevo el mueble, seguía sintiéndola allí como si fuera un ser viviente, escondido, prisionero; y la sentía y la deseaba otra vez; tenía de nuevo la necesidad imperiosa de volver a cogerla de palparla, de excitarme hasta el maleastar con aquel contacto frío, escurridizo, irritante, enloquecedor, delicioso.

«Viví así un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me atormentaba. Estaba feliz y torturado, como en una espera de amor, como después de las confesiones que preceden al abrazo.

«Me encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel, para hundir mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada, con el fin de ver el día rubio a través de ella.

«¡La amaba! Sí, la amaba. Ya no podía pasar sin ella, ni estar una hora sin volver a verla.

«Y esperaba... esperaba... ¿qué? No lo sabía. La esperaba a ella.

«Una noche me desperté bruscamente con el pensamiento de que no me encontraba solo en mi habitación.

«Sin embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y como me agitaba en una fiebre de insomnio, me levanté para ir a tocar la cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más animada. ¿Regresan los muertos? Los besos con los que la excitaba me hacían desfallecer de felicidad; y me la llevé a mi cama, y me acosté, oprimiéndola contra mis labios, como una amante a la que se va a poseer.

«¡Los muertos regresan! Ella vino. Sí, la he visto, la he tenido entre mis brazos, la he poseído, tal como era cuando estaba viva antaño, alta, rubia, exuberante, los senos fríos, la cadera en forma de lira; y he recorrido con mis caricias esa línea ondeante y divina que va desde la garganta hasta los pies siguiendo todas las curvas de la carne.

«Sí, la he tenido, todos los días y todas las noches. Ha vuelto, la Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida, todas las noches.

«Mi felicidad fue tan grande que no pude esconderla. Junto a ella experimentaba un arrobamiento sobrehumano, ¡la alegría profunda, inexplicable de poseer lo Inasequible, lo Invisible, la Muerta! ¡Ningún amante ha disfrutado nunca de gozos más ardientes, más terribles!

«No supe esconder mi felicidad. La amaba tanto que ya no quería estar sin ella. La llevaba conmigo, siempre, a todas partes. La paseaba por la ciudad como si fuera mi esposa, y la llevaba al teatro en palcos con rejas, como si fuera mi amante... Pero la vieron... adivinaron... me la quitaron... Y me han metido en la cárcel, como un malhechor. Me la quitaron... ¡Oh! ¡Miseria!...«

El manuscrito se detenía ahí. Y de pronto, mientras dirigía una mirada despavorida hacia el médico, un grito espantoso, un aullido de furor impotente y de deseo exasperado se alzó en el manicomio.

-Escúchelo -dijo el doctor-. Hay que duchar cinco veces al día a ese loco obsceno. El sargento Bertrand no fue el único en amar a las muertas.

Balbuceé, emocionado de asombro, horror y piedad: -Pero... esa cabellera... ¿existe realmente?

El médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de instrumentos y me lanzó, de una punta a otra de su gabinete, una larga centella de cabellos rubios que voló hacia mí como un pájaro de oro.

Me estremecí al sentir entre mis manos su tacto acariciador y ligero. Y me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crímenes, de deseo como ante la tentación de algo infame y misterioso.

El médico prosiguió encogiéndose de hombros: -La mente del hombre es capaz de cualquier cosa.

(13 de mayo de 1884)

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