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miércoles, diciembre 24, 2008

CUENTOS INDISCRETOS -- Hector Hugh Munro


CUENTOS INDISCRETOS


Saki
(Hector Hugh Munro)

(1870 - 1916)

 



LA VENTANA ABIERTA

Mi tía bajará dentro de un momento, Sr. Nuttel – dijo una niña de 15 años muy dueña de si-. Mientras tanto le tocará conformarse conmigo.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara apropiadamente a la sobrina presente sin descartar de modo desconsiderado a la tía por venir. Personalmente dudaba más que nunca de que esas visitas formales a una serie de personas completamente extrañas sirvieran mayor cosa para ayudar a la cura de nervios que, según se suponía, estaba siguiendo.
- Yo sé qué va a pasar – le dijo su hermana cuando él se estaba preparando para emigrar a ese retiro rural -; te vas a enterrar allá abajo sin hablar con un ser viviente, y con el atontamiento vas a tener los nervios peor que nunca. Te voy a dar cartas de presentación para todas las personas que conozco allá. Algunas hasta donde me acuerdo, eran muy agradables.
Framton se preguntaba si la Sra. Sappleton, a quien le traía una de las cartas de presentación, entraría en el departamento de las agradables.
- ¿Conoce mucha gente de por aquí? – le preguntó la sobrina cuando le pareció que ya habían tenido suficiente comunicación silenciosa.
- Casi a nadie – dijo Framton – mi hermana estuvo aquí en la parroquia, como sabe, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para la gente del lugar. Dijo esto último en un tono evidente de excusa.
- ¿Entonces, prácticamente no sabe nada de mi tía? – continuó la segura jovencita.
- Sólo su nombre y dirección – admitió el visitante. No sabía si la señora Sappleton era casada o viuda. Algo indefinible en la habitación parecía sugerir la idea de que allí viviera un hombre.
- Su gran tragedia ocurrió apenas hace tres años – dijo la niña -, eso fue después de la época en que estaba su hermana.
- ¿Su tragedia? – preguntó Framton; le parecía de algún modo que encontrar tragedias en esa región de descanso estaba fuera de lugar.
- Usted se preguntará, tal vez, por qué mantenemos esa ventana abierta de par en par, en una tarde de octubre – dijo la sobrina, indicando una gran puerta ventana que se abría sobre un prado.
- Hace mucho calor para esta época del año – dijo Framton -; ¿pero esa ventana tiene algo que ver con la tragedia?
- Por esa puertaventana, hace exactamente tres años, salieron el marido y los dos hermanos menores de mi tía, para su sesión de tiro del día. Jamás volvieron. Al cruzar el pantano para ir a su lugar favorito para tirarle a las becadas, a los tres se los tragó un fangal traicionero. Había sido un verano húmedo espantoso y pedazos de terreno que otros años habían sido seguros, se hundían sin saber a qué horas. Sus cuerpos nunca se recobraron. Eso fue lo peor de todo. – aquí la voz de la niña perdió su entonación segura y se quebró de modo muy humano -. La pobre tía piensa que volverán algún día, ellos y el perrito de cacería que se hundió con ellos, y que van a volver a entrar por esa puerta como siempre lo hacen. Por eso es que se deja abierta la puertaventana todas las tardes hasta cuando ya está completamente oscuro. La pobre tía me ha dicho muchas veces cómo salieron, su esposo con su chaqueta impermeable blanca en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando “¿Bertie, por qué brincas?” como siempre lo hacía, en broma porque ella decía que la canción le ponía los nervios de punta. ¿Sabe una cosa?, a veces en tardes tranquilas como esta tengo la idea soterrada de que van a entrar por esa puerta ventana...
Terminó con un ligero estremecimiento. Para Framton fue un alivio ver entrar a la tía con un millón de excusas por demorarse tanto en aparecer.
- Espero que Vera lo haya estado entreteniendo – dijo.
- Me ha dicho cosas muy interesantes – dijo Framton.
- Ojalá no le moleste la ventana abierta – dijo la señora Sappleton en tono ligero -, mi marido y mis hermanos ya regresas de su cacería, y siempre entran por allí. Hoy han estado cazando becadas en los pantanos, de modo que me van a volver un asco mis pobres tapetes. Como siempre los hombres, ¿cierto?.
Charló alegremente sobre la cacería y la escasez de aves, y sobre la esperanza de patos en el invierno. A Framton, todo eso la parecía el horror puro. Hizo un esfuerzo desesperado pero no completamente exitoso para llevar la conversación a un tema menos espantoso; se daba cuenta de que la dueña de casa le prestaba apenas un fragmento de su atención, y de que sus ojos constantemente miraban más allá de él hacia la ventana abierta y el prado que estaba detrás. Era una coincidencia verdaderamente desgraciada que él estuviera haciendo su visita en ese trágico aniversario.
- Los médicos están de acuerdo en aconsejarme completo reposo, abstenerme de excitaciones mentales y evitar cualquier clase de ejercicio violento – anunció Framton, quien partía de la base de esa ilusión bastante difundida, según la cual los complementos extraños y las amistades casuales están hambrientas de conocer, hasta el más insignificante detalle, las enfermedades de que uno sufre, sus causas y su manera de curarse -. En materia de dietas no están tan de acuerdo – prosiguió.
- ¿No? – dijo la señora Sappleton, en una voz que fue reemplazada por un bostezo en el último momento. Luego, de pronto, puso evidente atención pero no a lo que estaba diciendo Framton.
- ¡Por fin llegaron! – exclamó -. ¡apenas a tiempo para el té, y no parecen venir embarrados hasta las cejas!.
Framton, un poco trémulo, se volvió hacia la sobrina con una mirada que pretendía llevarle su piadosa comprensión. La niña miraba a través de la ventana abierta con ofuscación y horror en los ojos. Con un escalofrío de miedo innombrable, Framton se dio vuelta en su asiento y miró en la misma dirección.
En la creciente penumbra tres figuras atravesaban el prado hacia la puertaventana, todos llevaban escopetas bajo el brazo, y uno de ellos, además, llevaba una chaqueta blanca colgando de los hombros. Un cansado perro de cacería castaño los seguía pegado a sus talones. Se acercaban a la casa sin hacer ruido, y de pronto una voz ronca y juvenil comenzó a cantar desde la sombra: “Te lo dije Bertie, ¿por qué brincas así?”. Framton agarró desesperadamente su bastón y su sombrero, apenas si notó la puerta del salón, la entrada de gravilla, y la puerta del frente en su retirada a la carrera. Un ciclista que venía por el camino tuvo que estrellarse con seto para evitar atropellarlo.
- Aquí estamos, querida – dijo el que llevaba la chaqueta blanca al entrar por la puertaventana -; había bastante barro, pero la mayor parte está seca.
¿Quién era ese que salió corriendo apenas entramos?
- Un hombre sumamente extraño, un tal señor Nuttel – dijo la señora Sappleton -; no podía hablar sino de sus enfermedades, y salió corriendo sin decir una palabra para despedirse o excusarse cuando ustedes llegaron. Parecía que hubiera visto un fantasma. – Yo creo que fue el perro – dijo la sobrina tranquilamente -; me contó que les tenía terror a los perros. Una vez lo persiguió una manada de perros Parias hasta un cementerio a orillas del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién abierta con los perros gruñendo y mostrándole los dientes o los hocicos llenos de espuma muy cerca de su cabeza. Lo suficiente para acobardar a cualquiera.
La novela improvisada era la especialidad de la niña.



TOBERMORY


Era una tarde fría y lluviosa de finales de agosto, esa época indefinida en que las perdices todavía se refugian del frío y no hay nada que cazar – a menos que tenga al norte el canal de Bristol, en cuyo caso se puede legalmente galopar detrás de los gordos siervos colorados. La casa de Lady Blemley no limitaba por el norte con el canal de Bristol, por lo cual, esa misma tarde había una numerosa reunión de sus invitados alrededor de la mesa del té. Y a pesar de la escasez de la temporada y de la trivialidad de la ocasión, no había huellas en la reunión de esa fatigada inquietud que indica el temor a la pianola y el anhelo disimulado de jugar al Bridge. La franca y boquiabierta atención de todos los reunidos se dirigía hacia la personalidad hogareña negativa del señor Cornelius Appin. De todos los invitados, era éste el que había llegado a casa de Lady Blemley con la reputación más incierta. Alguien había dicho que era “inteligente” y había sido invitado con la esperanza moderada, por parte de su anfitriona, de que cuando menos alguna parte de esa inteligencia contribuyera al entretenimiento general. Hasta la hora del té, la señora había sido incapaz de descubrir en qué dirección, si había alguna, se manifestaba esa inteligencia. No era ni ingenioso, ni campeón de croquet, no era hipnotizador, ni creador de escenas de teatro aficionado. Tampoco sugería su exterior la clase de hombre a quien las mujeres están dispuestas a perdonarle una amplia medida de deficiencia mental. Se había limitado a ser sólo el señor Appin, y él Cornelius parecía una muestra de obvia fanfarronería bautismal; y ahora afirmaba que había lanzado al mundo un descubrimiento junto al cual la invención de la pólvora, de la imprenta y de la locomoción a vapor eran fruslerías insignificantes. La ciencia había dado pasos asombrosos en muchas direcciones en los últimos años, pero esto parecía hacer parte del dominio de lo milagroso más que de la proeza científica.
- ¿Y usted nos pide realmente que creamos – decía sir Wilfrid -, que ha descubierto un método de instruir a los animales en el arte del habla humana, y que el viejo y querido Tobermory ha resultado ser su primer discípulo exitoso?
- Es un problema en el que he trabajado desde hace diecisiete años – dijo el señor Appin -, pero sólo hace ocho o nueve meses que he sido recompensado con muestras de éxito. Por supuesto, he experimentado con miles de animales, pero sólo recientemente con los gatos, esas maravillosas criaturas que se han asimilado tan perfectamente a nuestra civilización sin perder nada de sus instintos silvestres altamente desarrollados. Aquí y allá, entre los gatos, uno tropieza con un intelecto superior que sobresale, lo mismo que pasa entre los seres humanos, y cuando me hice amigo de Tobermory, hace una semana, vi al momento que estaba en contacto con un “super- gato” de extraordinaria inteligencia. Había avanzado mucho en el camino del éxito en mis experimentos recientes; con Tobermory, como dicen, llegué a la meta.
El señor Appin concluyó su notable declaración en una voz que procuró despojar de cualquier inflexión triunfante. Nadie dijo “basura”, aunque los labios de Clovis se movieron en una contorsión trisilábica que probablemente invocaba esa imagen de la mentira.
- ¿Quiere decir – preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa – que usted le ha enseñado a Tobermory a decir y a entender palabras fáciles de una sílaba?.
- Mi querida señorita Resker – dijo el hacedor de milagros, pacientemente – Se les enseña de esa manera fragmentaria a los niños, a los salvajes y a los adultos retrasados; cuando uno ha logrado resolver el problema de llegar a entenderse con un animal de inteligencia altamente desarrollada, no tiene necesidad de esos métodos vacilantes. Tobermory puede hablar nuestra lengua de una manera impecable.
Esta vez Clovis dijo claramente: “¡Más que basura!”. Sir Wilfrid fue más cortés, pero igualmente escéptico. -¿No sería mejor que trajéramos al gato y juzgáramos nosotros mismos? – sugirió Lady Blemley.
Sir Wilfrid fue en busca del animal, y los reunidos se acomodaron en la lánguida expectativa de presenciar una sesión más o menos hábil de ventriloquía aficionada.
Un minuto después, sir Wilfrid estaba de vuelta en el salón con el rostro blanco detrás de la quemadura del sol y los ojos dilatados de excitación.
- ¡Por Dios, es cierto!
- Su agitación era inconfundiblemente genuina, y sus oyentes se le acercaron con la emoción del interés que se despierta.
Dejándose caer en un sillón, continuó sin aliento, “lo encontré dormitando en el salón de fumar y le dije que viniera a tomar el té. Parpadeó mirándome como hace siempre, y yo le dije, “Ven Toby, no nos hagas esperar”, ¡Por Dios, me contestó con la voz más espantosamente natural, que vendría cuando le diera la gana! ¡Por poco me caigo muerto!”.
Appin les había predicado a algunos oyentes absolutamente incrédulos; la declaración de sir Wilfrid, produjo una convicción inmediata. Un coro de exclamaciones exaltadas como para la torre de Babel, se levantó alrededor del científico que gozaba callado del primer fruto de su estupendo descubrimiento.
En medio del clamor, Tobermory entró al salón y avanzó con su paso aterciopelado y su estudiada despreocupación a través del grupo que se sentaba alrededor de la mesa del té.
Un súbito silencio de embarazo y temor cayó sobre los reunidos. En cierto modo, parecía algo vergonzoso dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida capacidad dental.
- ¿Quieres un poco de leche, Tobermory? – preguntó Lady Blemley en una voz más bien forzada.
- No me caería mal – fue la respuesta expresada en un tono de tranquila indiferencia. Un estremecimiento de excitación contenida pasó entre los oyentes, y era de perdonarse que Lady Blemley sirviera la leche con la mano un poco temblorosa.
- Me temo que derramé bastante – dijo ella en tono de excusa.
- Después de todo, no es mi leche concentrada – fue el comentario de Tobermory.
Otro silencio cayó sobre el grupo, y luego la señorita Resker, en su mejor estilo de visitadora de distrito, le preguntó si el lenguaje humano había sido difícil de aprender. Tobermory la miró a la cara un momento y luego fijó la vista serenamente en la media distancia. Era obvio que las preguntas aburridas estaban por fuera de su esquema de la vida.
- ¿Qué piensa de la inteligencia humana? – preguntó Mavis Pellington débilmente.
- ¿La inteligencia de quién en particular? – preguntó con frialdad Tobermory.
- Bueno, la mía, por ejemplo – dijo Mavis con una ligera risita.
- Me pone usted en una situación embarazosa – dijo Tobermory cuyo tono y actitud no sugería ni una pizca de embarazo -. Cuando se discutió su inclusión en esta reunión, sir Wilfrid prontestó que usted era la mujer más tonta que él conocía, y dijo que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Blemley contestó que su falta de cerebro era precisamente la cualidad que le había ganado su invitación, porque usted era la única persona que le venía a la mente que fuera lo bastante idiota para comprarle su auto viejo. Ya sabe, el que llaman “La Envidia de Sísifo”, porque anda muy bien cuesta arriba si uno lo empuja.
Las protestas de Lady Blemley hubieran tenido mayor efecto si no le hubiera sugerido a Mavis, casualmente esa misma mañana, que el automóvil en cuestión, era precisamente lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.
El mayor Barfield se lanzó con todo su peso a efectuar un ataque por el otro costado.
- ¿Qué dices de tus escarceos con esa gata color carey en los establos, ah?
En el momento en que afirmó tal cosa todo el mundo se dio cuenta del desatino.
- Uno no discute usualmente esas cosas en público – dijo Tobermory fríamente -. Después de haber observado por encima su manera de proceder desde que llegó a esta casa, me imagino que no le parecería conveniente que yo cambiara la conversación hacia sus propios asuntitos.
El pánico que sobrevino a continuación no se limitó al mayor.
- ¿Querrías ir a ver si el cocinero ya te tiene lista la cena? – sugirió Lady Blemley apresuradamente, pretendiendo ignorar que faltaban por lo menos dos horas para que fuera la de la cena de Tobermory.
- Gracias – dijo Tobermory -, no la tomo tan encima del té. No quiero morirme de la indigestión. – Los gatos tienen siete vidas, como bien sabes – dijo sir Wilfrid con entusiasmo.
- Es posible – contestó Tobermory -, pero no tenemos sino un solo hígado.
- ¡Adelaida! – dijo la señora Cornett -; ¿vas a animar a ese gato a que salga a chismorrear sobre nosotros en el cuarto de los sirvientes?
- El pánico se había generalizado verdaderamente. Una delgada balaustrada ornamental pasaba en frente de la mayoría de las ventanas de las alcobas en Las Torres, y se recordaba con desaliento que este era el paseo favorito de Tobermory a todas las horas en que pudiera echarles ojo a las palomas y sabe Dios a qué otras cosas además. Si se proponía hacer reminiscencias de la misma manera franca de ese momento el efecto iba a ser más que desconcertante. La señora Cornett, que gastaba mucho tiempo en el tocador, y cuya piel tersa tenía fama de ser puntual pero inconstante, parecía tan desazonada como el mayor. La señorita Scrawen, quien escribía poesía intensamente sensual y llevaba una vida intachable simplemente se mostraba irritada; si uno es metódico y virtuoso en la intimidad, no quiere necesariamente que todo el mundo lo sepa. Bertie Van Tahn, que era tan depravado a los diecisiete que hacía mucho había renunciado a ser peor, se puso de un color de gardenia opaco, pero no cometió el error de salir corriendo del salón como Odo Finsberry, un joven caballero que según se pesaba estaba estudiando para eclesiástico, y que se perturbó posiblemente con la idea de los escándalos que podía oír sobre otras personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de mantener un aspecto controlado; en su interior calculaba cuánto tardaría en conseguir una caja de ratones bonitos en el almacén de moda, como una especie de pago por el silencio.
Incluso en una situación delicada como ésta, Agnes Resker no se resignaba a quedarse atrás.
- ¿Por qué razón se me ocurrió alguna vez venir aquí? – preguntó con tono dramático. Tobermory aceptó inmediatamente la apertura.
- A juzgar por lo que usted le dijo a la señora Cornett en el campo de croquet, ayer, usted venía en busca de comida. Usted describió a l o Belmleys como la gente más aburrida que conocía, pero dijo que eran lo suficientemente inteligentes par tener un cocinero de primera clase; de otro modo les sería muy difícil invitar a alguien que viniera otra vez.
- ¡No hay una palabra de verdad en eso!- que lo diga la señora Cornett – exclamó la desconcertada Agnes.
- La señora Cornet le repitió después lo que usted dijo a Bertie Van Than – continuó Tobermory -, y dijo, “esa mujer es una verdadera practicante de La Marcha del Hambre, iría a cualquier parte por cuatro comidas completas al día”, y Bertie Van Tahn dijo... en ese momento, por misericordia, la crónica se detuvo. Tobermory había alcanzado a ver que el gatazo amarillo de la parroquia se abría paso por entre los arbustos hacia un ala del establo. Como un rayo desapareció con la ventana abierta.
Con la desaparición de su en extremo brillante alumno, Cornelios Appin se encontró acorralado por un huracán de preguntas amargas, vituperantes y ansiosas, y por un ruego aterrador. La responsabilidad por la situación era toda suya y el debía impedir que las cosas se pusieran peor.
¿Podría Tobermory transmitir su peligroso don a otros gatos? Era la primera pregunta que tenía que contestar. Era posible, replicó que pudiera haber iniciado a la gata del establo, su íntima amiga, en sus nuevas habilidades, pero no era probable que sus enseñanzas hubieran ido más allá por el momento.
- Entonces – dijo la señora Cornett -, Tobermory puede ser un gato valioso y un gran consentido, pero estoy segura de que estarás de acuerdo, Adelaida, en que tanto él como la gata del establo deben hacerse desaparecer sin demora
- ¿No creerás que he gozado con el último cuarto de hora, cierto? - dijo amargamente Lady Blemley -. Mi esposo y yo queremos mucho a Tobermory, por lo menos lo queríamos antes que le infundieran esa horrible habilidad; pero ahora, por supuesto, lo único posible es destruirlo tan pronto como se pueda.
- Podemos poner un poco de estrictina en las sobras de pescado que se come a la hora de la cena – dijo sir Wilfrid -, e iré y ahogaré yo mismo a la gata del establo. El cochero estará muy triste de perder su gata, pero le diré que a los dos gatos se les prendió una especie de sarna muy contagiosa y que tememos que se extienda a las perreras.
- ¡Pero mi gran descubrimiento! – exclamó el señor Appin. -; después de todos mis años de investigación y experimentos...
- Puede ir a experimentar entre las vacas de la granja que están bajo un control apropiado – le dijo la señora Cornett -, o con los elefantes de los jardines zoológicos. Se dice que son muy inteligentes, y tienen la ventaja que no merodean alrededor de nuestras alcobas ni se meten debajo de las sillas y cosas así.
Un arcángel que hubiera anunciado en medio de un éxtasis la llegada de la nueva era y luego hubiera notado que tenía que posponerla indefinidamente por coincidir, de manera imperdonable, con la inauguración de las regatas de Henley, y a duras penas, estaría más abatido que Cornelius Appin ante el recibimiento de su maravilloso hallazgo. La opinión pública, sin embargo, estaba en su contra; de hecho, si se hubiera consultado el parecer general en torno a la materia, es probable que una minoría muy fuerte hubiera votado a favor de incluirlo en la dieta de estrictina.
Algunas reservas de tren defectuosas y un deseo nervioso de ver que las cosas se llevaran a término impidieron la inmediata dispersión del grupo, pero la cena de esa noche no fue un éxito social. Sir Wilfrid había pasado un rato bastante difícil con la gata del establo y posteriormente con el cochero. Agnes Resker ostentosamente limitó su comida a un pedazo de tostada, el cual mordió como si se tratara de un enemigo personal; mientras Mavis Pelligton guardaba un vengativo silencio a lo largo de la cena. Lady Blemley mantuvo un flujo de lo que ella esperaba que fuera conversación, pero su atención estaba fija en la entrada. Un plato de sobras de pescado cuidadosamente dosificado estaba listo en el aparador, pero llegaron los postres y Tobermory no apareció ni en el comedor ni en la cocina.
La cena sepulcral fue alegre comparada con la subsiguiente sobremesa en el cuarto de fumar. Comer y beber por lo menos habían servido de distracción y de excusa para el embarazo general. Ni pensar en jugar al bridge con esa tensión de nervios, y después que Odo Finsberry le dio una lúgubre versión de Melisenda en el Bosque a un público helado, la música tácitamente se descartó. A las once toda la servidumbre se fue a la cama, diciendo que, como de costumbre, la ventanita de la despensa se había dejado abierta para el uso privado de Tobermory. Los invitados se leyeron todas las revistas de actualidad, y poco a poco fueron cayendo en la Biblioteca Badminton y en los volúmenes empastados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a las despensa volviendo todas las veces con una expresión de franca depresión que hacía inútil cualquier pregunta.
A las dos de la mañana, Clovis rompió el silencio dominante. “No volverá esta noche. Probablemente está en el periódico local en este momento, dictando el primer capítulo de sus reminiscencias. El libro de Lady como se llame no podrá competir con ellas. Serán el acontecimiento del día.”
Habiendo contribuido a la alegría general, Clovis se fue a la cama. A largos intervalos los demás miembros siguieron su ejemplo. Los sirvientes que traían el té de la mañana hicieron un anuncio uniforme en respuesta a una pregunta uniforme. Tobermory no había vuelto. El desayuno, si fuera posible, fue una reunión más desagradable que la cena, pero antes que terminara la situación se tranquilizó. El cadáver de Tobermory se encontró en el seto del cual lo trajo el jardinero que acababa de encontrarlo. Por los mordiscos que tenía en la garganta y por el pelo amarillo, era evidente que había caído en desigual combate con el gatazo de la parroquia.
A medio día, la mayoría de los invitados se había ido de Las Torres, y después de almuerzo, Lady Blemley había recobrado el ánimo lo suficiente para escribir una carta extremadamente antipática a la parroquia sobre la muerte de su valioso consentido.
Tobermory había sido el único alumno exitoso de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Unas semanas después, un elefante del Jardín Zoológico de Dresden, que nunca había dado señales de irritabilidad, se soltó y mató a un inglés que aparentemente lo había estado molestando. El apellido de la víctima se mencionó de modo diverso en los periódicos como Appin y Eppelin, pero su nombre de pila fue fielmente citado como Cornelius.
- Si estaba tratando de enseñarle los verbos irregulares alemanes al pobre animal – dijo Clovis, se merecía lo que le pasó.


LOS HUÉSPEDES


El Paisaje que se ve desde nuestras ventanas es verdaderamente encantador –dijo Annabel-; esos huertos de cerezos y esos prados verdes, y el río que serpentea a lo largo del valle, y la torre de la iglesia asomándose entre los olmos, todo eso hace una verdadera pintura. Ha algo, aquí terriblemente soñoliento y lánguido, sin embargo; el estancamiento parece ser la nota dominante. Nunca pasa nada; tiempo de sembrar y de cosechar, una ocasional epidemia de sarampión o una tempestad moderadamente destructiva, y un poco de excitación por las elecciones más o menos una vez cada cinco años, eso es todo lo que tenemos para alterar la monotonía de nuestras existencias. ¿Más bien horrible, no es cierto?
- Por el contrario – dijo Matilda – me parece suave y reposado; pero por supuesto, tú sabes que yo he vivido en países en los que sí pasan cosas, muchísimas al mismo tiempo, cuando uno no está preparado para que pasen todas a la vez.
- Eso, por supuesto, es algo distinto – dijo Annabel.
- No podría olvidar – dijo Matilda -, la vez que el obispo de Bequar nos hizo una visita inesperada; iba a poner la primera piedra de la casa de una misión o algo por el estilo. – Yo pensaba que allá ustedes estaban siempre preparados para que les cayeran huéspedes de emergencia – dijo Annabel.
- Yo estaba totalmente preparada para media docena de obispos – dijo Matilda -; pero lo desconcertante fue descubrir, después de conversar un poco, que éste en particular era un primo lejano mío de una rama de la familia que se había peleado amarga y ofensivamente con la mía por un servicio de postre Crown Derby; ellos se habían quedado con él, y nosotros debíamos tenerlo en virtud de no se qué legado, o más bien, nosotros lo teníamos y ellos debían tenerlo, ya no me acuerdo cuál de las dos cosas; de todos modos, sé que ellos se portaron vergonzosamente. Y ahora me llegaba uno en olor de santidad, como quien dice, y reclamando la tradicional hospitalidad del oriente.
- Era bastante difícil, pero hubieras podido dejar que tu marido lo atendiera la mayor parte del tiempo. – Mi marido estaba a cincuenta millas en el monte, haciendo entrar en razón, o lo que él se imaginaba que era la razón, a la gente de un pueblito que creía que uno de sus jefes era un tigre reencarnado.
- ¿Un tigre, que? – Un tigre reencarnado, ¿has oído hablar de los hombres – lobos que son una mezcla de hombre, lobo y de mono?. Bueno en esos lugares tienen hombres – tigres, o creen que los tienen, y tengo que decir que en ese caso, hasta donde llegaban las pruebas no desvirtuadas, tenían todas las bases para creerlo. Sin embargo, como hemos renunciado a los juicios por hechicería desde hace unos trescientos años, no nos gusta que otra gente mantenga nuestras prácticas desechadas; no parece respetuoso con nuestra posición mental y moral.
- Espero que no tratarás mal al obispo – dijo Annabel.
- Bueno, por supuesto era mi huésped, de modo que tenía que ser exteriormente con él, pero él era lo suficientemente falto de tacto para desenterrar incidentes de la vieja pelea y tratar de demostrar que se podía decir algo en defensa de la forma como se había portado su lado de la familia; incluso si hubiera sido así, lo cual yo no admito ni por un instante, mi casa no era el lugar para decirlo. No discutí la cuestión, pero le di permiso a mi cocinero para ir a visitar a sus ancianos padres a unas noventa millas de distancia. El cocinero de emergencia no era especialista en curries; de hecho no creo que la cocina de cualquier manera o forma fuera uno de sus puntos fuertes. Creo que originalmente había venido como jardinero, pero como nunca pretendimos tener nada que se pudiera considerar jardín, se empleaba como ayudante del pastor de cabras, puesto que en el cual entiendo que era completamente satisfactorio. Cuando el obispo supo que yo le había dado al cocinero un permiso especial e innecesario, se dio cuenta de las interioridades de la maniobra, y de ese momento en adelante escasamente nos hablamos. Si alguna vez has tenido en tu casa un obispo con quien no te hablas, te darás una idea de la situación.
Annabel confesó que nunca había pasado por una experiencia tan inquietante. – Luego – continuó Matilda -, para complicar más las cosas, el Gwadlipichee se desbordó, algo que pasaba a veces cuando las lluvias se prolongaban más de la cuenta y el piso bajo de la casa y todos los edificios exteriores quedaron sumergidos. Nos las arreglamos para soltar los caballos a tiempo, y el mayordomo los llevó nadando a la colina más cercana. Una o dos cabras, el pastor jefe, su esposa y varios de sus niñitos llegaron a refugiarse en la galería. Todo el resto del espacio disponible se llenó de gallinas y pollos mojados y embarrados; uno no sabe realmente cuántas gallinas tiene hasta que se inundan los cuartos de los sirvientes. Desde luego, ya había pasado por algo parecido en las inundaciones anteriores pero nunca había tenido una casa llena de cabras y muchachitos y de gallinas medio ahogadas, con la adición de un obispo con quien apenas me hablaba.
- Debió ser una experiencia dura – comentó Annabel.
- Se iban a presentar más molestias. Yo no iba a permitir que una simple inundación común barriera la memoria de ese servicio de postre Crown Derby, y le hice saber al obispo que su espaciosa alcoba en la que había un escritorio y su pequeño cuarto de baño con suficientes jarras de agua fría, era su parte de la casa y que el espacio estaba bastante congestionado, dadas las circunstancias. Sin embargo, como a las tres de la tarde, cuando se acababa de despertar de su siesta, hizo una súbita incursión en el cuarto que normalmente era el recibo, pero que ahora era comedor, bodega, cuarto de aperos, y otra media docena de cuartos temporales. A juzgar por la bata de mi huésped, éste parecía pensar que también debía servirle como cuarto de vestir. – Me temo que no tiene dónde sentarse – dije fríamente -, la galería está llena de cabras.
- Hay una cabra en mi alcoba – observó con la misma frialdad y más que una sospecha de reproche sardónico.
- No me diga – dije yo -, ¡otra sobreviviente! Yo pensaba que todas las otras cabras habían perecido.

- Esta cabra en particular ha perecido por completo – dijo-, en este momento, la está devorando un leopardo. Por eso salí de la alcoba; a algunos animales les desagrada que los miren cuando están comiendo.
- El leopardo, por supuesto, era muy fácil de explicar; había estado rondando por los corrales de las cabras cuando vino la inundación, y se había trepado por la escalera exterior que llevaba al baño del obispo, trayéndose una cabra por si acaso.
Probablemente el baño le pareció demasiado húmedo y encerrado para su gusto, y transfirió sus operaciones gastronómicas a la alcoba en donde el obispo estaba echando su siesta.
- ¡Qué situación tan aterradora! – exclamó Annabel -; imagínate, tener un leopardo hambriento en la casa, con una inundación rodeándote por todas partes.
- Hambriento en lo más mínimo – dijo Matilda -; estaba lleno de carne de cabra, y tenía toda el agua que quisiera si le daba sed, y probablemente lo único que quería en ese momento era dormir sin que lo molestaran. De todos modos, creo que cualquiera admitirá que tener el único cuarto de huéspedes disponible ocupado por un leopardo es un predicamento embarazoso, además, la galería abarrotada de cabras, niñitos, gallinas mojadas, más un obispo con el cual una apenas hablaba plantado en su único cuarto de estar. No sé cómo pasé esas horas eternas, y, claro está, las comidas no hacían sino empeorar las cosas. El cocinero de emergencia tenía todas las excusas para mandarnos sopa aguada y arroz desbaratado, y como ni el pastor de cabras ni su mujer eran nadadores expertos, no se podía llegar al sótano. Por fortuna, el Gwadlipichee baja tan rápidamente como se desborda y poco antes de la madrugada, el mayordomo vino chapoteando con los caballos a los cuales el agua apenas les pisaba los cascos. Entonces surgió una molestia debida al hecho de que el obispo quería partir antes que lo hiciera el leopardo; y como éste último estaba instalado en medio de los artículos personales de aquel, había una obvia dificultad para alterar el orden de l partida. Le hice notar al obispo que los gustos y los hábitos del leopardo no son los de una nutria, y que éste prefiere naturalmente caminar que chapotear, y que en todo caso una comida compuesta por una cabra entera, regada con el agua de la tina, justificaba cierta cantidad de reposo; si hacía que le dispararan para asustarlo y que huyera, como sugería el obispo, el leopardo lo único que podía hacer sería salir de la alcoba para venir al cuarto de estar ya muy congestionado. Realmente fue un alivio bastante grande cuando ambos se fueron. Ahora, tal vez, entiendas mi aprecio por un lugar campestre en donde no pasan cosas.




CATÁSTROFE DE UN JOVEN TURCO

El ministro de Bellas Artes (a cuyo ministerio se había anexado últimamente la nueva subsección de Ingeniería Electoral) le hizo una visita de trabajo al gran visir. De acuerdo con la etiqueta oriental, discurrieron un rato sobre temas indiferentes. El ministro se detuvo a tiempo para omitir una referencia casual a la Maratón que se había corrido, cuando recordó que el gran visir tenía una abuela persa y podía considerar la alusión a Maratón como una falta de tacto.
A continuación el ministro entró en el tema de su entrevista.
- ¿Bajo la nueva constitución, las mujeres tendrán el voto? – preguntó repentinamente.
- ¿Tener el voto? ¿Las mujeres? – exclamó el visir con cierta estupefacción -. Mi querido pashá, la nueva carta tiene cierto sabor de absurdo así como está; no tratemos de convertirlo en algo completamente ridículo. Las mujeres no tienen alma, ni inteligencia, ¿por qué demonios van a tener el voto?
- Sé que suena absurdo – dijo el ministro -, pero en occidente están considerando esa idea seriamente.
- Entonces deben estar equipados con mayor solemnidad de la que yo les reconocía. Después de una vida de esfuerzos especiales por mantener mi gravedad, escasamente puedo reprimir mi inclinación a sonreír ante tal sugerencia. Mire usted, nuestras mujeres en la mayoría de los casos no saben leer ni escribir. ¿Cómo pueden ejecutar la operación de votar?
- Se les pueden mostrar los nombres de los candidatos y en donde pueden marcar con una cruz.
- Discúlpeme ¿cómo dijo? – lo interrumpió el visir.
- Con una medialuna, quiero decir – se corrigió el ministro-. Sería algo que le gustaría al Partido Turco Juvenil – agregó.
- Bueno – dijo el visir -, si vamos a cambiar las cosas, lleguemos al extremo de una vez. Daré instrucciones para que a las mujeres se les reconozca el voto.

La votación ya llegaba a su fin en la circunscripción de Lakoumistan. El candidato del Partido Turco Juvenil, según se sabía, iba ganando por trescientos o cuatrocientos votos, y estaba ya redactando su discurso, para dar las gracias a los electores. Su victoria era casi un hecho, porque había puesto a funcionar toda la maquinaria electoral de occidente. Había empleado hasta automóviles. Pocos de sus partidarios habían ido a las urnas en esos vehículos, pero gracias a la inteligente manera como los manejaron sus conductores, muchos de sus opositores habían ido a dar a la tumba, a los hospitales locales o se habían abstenido de votar por alguna otra razón. Y luego pasó algo inesperado. El candidato rival, Alí el Escogido, entró en escena con sus esposas y las mujeres de su casa, que llegaban más o menos a seiscientas. Alí no había desperdiciado mucho tiempo en literatura electoral, pero se le había oído afirmar que cada voto que le dieran a su adversario quería decir otro saco arrojado al Bósforo. El juvenil candidato turco, que se había adaptado a la costumbre occidental de una sola esposa y escasamente alguna amante, contempló impotente cómo su adversario llenaba las urnas hasta alcanzar la mayoría triunfante.
- ¡Cristabel Colón! – exclamó invocando de modo algo confuso el nombre de un pionero distinguido -, ¿quién lo hubiera pensado?
- Extraño – murmuró Alí -, que alguien que peroraba de manera tan elocuente acerca de la Balota Secreta, no haya tenido en cuenta el Voto Velado.
Y, de regreso a casa con sus electoras, murmuró para sus barbas esta improvisación sobre una estrofa del poeta herético de Persia:
Alguien rico en metáforas y pareceres
Ama el verbo afilado como un cuchillo;
Y yo que en estos casos soy un chiquillo
Sólo llego a las urnas con mis mujeres.





EL PROGRAMA DE GALA



Era un día auspicioso en el calendario romano; el del nacimiento del popular y talentoso joven emperador Plácidus Supérbus. Todo el mundo en Roma se disponía a celebrar una gran fiesta, el clima era el mejor y, naturalmente el circo imperial estaba colmado. Unos minutos antes de la hora fijada para el comienzo del espectáculo, una sonora fanfarria de trompetas proclamó llegada del César, y el Emperador ocupó su asiento en el Palco Imperial entre las aclamaciones vociferantes de la multitud. Mientras la gritería del público se apagaba se comenzaba a oír un saludo aún más excitante, en la distancia próxima: el rugido furioso e impaciente de las fieras enjauladas en los Bestiarios Imperiales.
- Explícame el programa – le ordenó el emperador al maestro de ceremonias a quien había mandado llamar a su lado. Este eminente funcionario tenía un aspecto preocupado.
- Gracioso César – anunció -, se ha imaginado y preparado el más promisorio y entretenido de los programas para vuestra augusta aprobación. En primer lugar habrá una competencia de carros de un brillo y un interés insólitos; tres cuadrigas que nunca han sido derrotadas competirán por el trofeo de Herculano, junto con la bolsa que vuestra imperial generosidad ha agregado. Las probabilidades de las cuadrigas competidoras son tan parejas como es posible y hay grandes apuestas entre el populacho. Los tracios Negros son tal vez los favoritos.
- Ya sé, ya sé – interrumpió el César quien había oído hablar toda la mañana, hasta el cansancio, del mismo tema -, ¿qué más hay en el programa?
- La segunda parte del programa – dijo el funcionario imperial – consiste en un gran combate de bestias salvajes, escogidos especialmente por su fuerza, su ferocidad y sus habilidades en la lucha. Aparecerán simultáneamente en al arena catorce leones y leonas de Nubia, cinco tigres, seis osos sirios, ocho panteras persas y tres del Norte de África, un buen número de lobos y linces de las selvas teutónicas, y siete gigantescos toros salvajes de la misma región. Habrá también jabalíes de un salvajismo nunca visto, un rinoceronte de la Costa Bárbara, algunos feroces hombres – mono, y una hiena que está rabiosa, según se dice.
- Promete estar bien – dijo el emperador.
- Prometía estar bien, oh César - dijo el funcionario con gran dolor -, prometía estar maravillosamente; pero entre la promesa y su cumplimiento se ha interpuesto una nube.
- ¿Una nube? ¿Qué nube? – preguntó el César frunciendo el ceño.
- Las Sufragistas – explicó el funcionario -; amenazan con interferir con la carrera de cuadrigas.
- ´¡Me gustaría verlas hacerlo! – exclamó el emperador indignado.
- Temo que vuestro imperial deseo se cumpla de un modo desagradable – dijo el maestro de ceremonias -; estamos tomando todas las precauciones posibles y custodiando todas las entradas al
ci
rco y a los establos con triple guardia; pero se rumora que al darse la señal para la entrada de las cuadrigas, quinientas mujeres bajarán con cuerdas desde los asientos del público e invadirán toda la pista de carrera. Naturalmente, en esas circunstancias no se puede correr una carrera y el programa se arruinará.
- El día de mi cumpleaños – dijo Plácidus Supérbus -, no se atreverán a hacer algo tan ultrajante.
- Mientras más augusta sea la ocasión, más deseosa están de hacerse propaganda y de hacérsela a su causa – dijo el acosado funcionario -, no tienen escrúpulo ni siquiera en interrumpir con motines las ceremonias de los templos.
- ¿Quiénes son esas Sufragistas? – preguntó el emperador -. Desde cuando volví de mi expedición a Panonia no he oído hablar sino de sus excesos y sus manifestaciones.
- Son una secta política de origen muy reciente, y su objetivo parece ser apoderarse de una gran parte del poder político. Los medios que están empleando para convencernos de su capacidad para ayudar a administrar las leyes consisten en la tolerancia con el salvajismo, y el tumulto, en la destrucción y el desafío a toda autoridad. Ya han dañado algunos de los tesoros públicos más valiosos históricamente, y que nunca podrán reemplazarse.
- ¿Es posible que el sexo al que admiramos y honramos de tal modo pueda producir esas hordas de furias? – preguntó el emperador.
- Se necesita gente de toda clase para formar un sexo – observó el maestro de ceremonias que poseía algún conocimiento mundano -, también – continuó ansiosamente -, se necesita muy poco para echar a perder un programa de gala.
- Tal vez la perturbación que usted prevé no resulte ser más que una amenaza vana- dijo el emperador para consolarlo.
- Pero si cumplen lo que intentan – dijo el funcionario -, el programa se arruinará por completo.
El emperador no dijo nada. Cinco minutos después sonaron las trompetas para anunciar el comienzo del espectáculo. Un murmullo de excitación anticipada recorrió las filas de los espectadores, y las últimas apuestas sobre la gran carrera se intercambian apresuradamente. Las puertas que daban a los establos se abrieron lentamente, y una tropa de asistentes a caballo recorrió la pista para asegurarse de que todo estaba listo para la importante competencia. Otra vez sonaron las trompetas, y entonces, antes que saliera la primera cuadriga, se levantó un tumulto salvaje de gritos, risas, protestas furiosas, y estridentes gritos de desafío. Centenares de mujeres bajaban a la arena con la ayuda de sus cómplices. Un momento después, corrían y bailaban en grupos frenéticos por toda la pista en la que debían competir los carros.
Ninguna cuadriga de caballos adiestrados se le hubiera enfrentado a esa muchedumbre frenética; era evidente que la carrera no se podía realizar de ninguna manera. Alaridos de desilusión y de rabia se levantaban de los espectadores, alaridos de triunfo de las mujeres dueñas de la pista les contestaban como un eco. Los vanos esfuerzos de los guardias del circo por echar fuera a la horda invasora sólo se sumaban a la gritería y a la confusión; tan pronto como sacaban a las Sufragistas de una parte de la pista, éstas invadían otra.
El maestro de ceremonias estaba casi delirante de rabia y mortificación. Plácidus Supérbus, quien permanecía calmado y sereno como de costumbre, le hizo una seña y le dijo unas palabras al oído. Por primera vez en esa tarde, se vio sonreír al atribulado funcionario.
Sonó una trompeta desde el palco imperial; un silencio instantáneo cayó sobre la turba excitada. Tal vez el Emperador, como último recurso, iba a anunciar alguna concesión a favor de las Sufragias.
- Cierren las puertas de los establos – ordenó el maestro de ceremonias -, y abran todas las de los cubiles de las fieras. El deseo imperial es que la segunda parte del programa se realice primero.
Tal como se vio, el maestro de ceremonias no había exagerado en lo mínimo la probable brillantez de esa parte del espectáculo. Los toros salvajes eran realmente salvajes, y la hiena que tenía fama de estar rabiosa hizo honor a su repuación de manera total.



LA LOBA

Leonard Bilsiter era una de esas personas que no han podido encontrar este mundo atractivo o interesante, y que han buscado una compensación en un mundo nunca visto de su propia experiencia o imaginación, o invención. Los niños tienen éxito en esa clase de cosas, pero se contentan con convencerse ellos mismos sin vulgarizar sus creencias tratando de convencer a los demás. Las creencias de Leonard Bilster eran para “unos pocos”, lo que quería decir cualquiera que le pusiera atención.
Sus andanzas en lo desconocido hubieran podido no llevarlo más allá de las perogrulladas corrientes del visionario casero, si un accidente no hubiera reforzado su repertorio de sabiduría misteriosa. En compañía de un amigo que tenía interés en una mina en los Urales, había hecho un viaje a través de la Europa Oriental en el momento en que la gran huelga del ferrocarril ruso pasaba de la amenaza a la realidad; su iniciación lo sorprendió en el viaje de regreso, en algún lugar más allá de Perm, y fue mientras esperaba un par de días conoció a un distribuidor de arneses y artículos de metal, quien provechosamente ahuyentó el tedio de la larga parada iniciando a su compañero de viaje inglés en un sistema fragmentario de folklore que había aprendido de los mercaderes y los nativos Trans-Baikales. A su regreso a casa, Leonard se mostraba muy gárrulo sobre sus experiencias de la huelga rusa, pero opresivamente reticente sobre ciertos oscuros misterios a los que aludía con el título sonoro de Magia Siberiana. La reticencia se desgastó en una semana o dos bajo la influencia de la general y completa falta de curiosidad, y Leonard empezó a hacer alusiones más detalladas a los enormes poderes que esta nueva fuerza esotérica, para usar su propia descripción de ella, le confería a los pocos iniciados que sabían cómo manejarla. Su tía, Cecilia Hoops, que amaba lo sensacional quizá más de lo que amaba lo verdadero, le hacía una propaganda tan clamorosa como cualquiera hubiera pedido, esparciendo un recuento de cómo había convertido un trozo de verdura en una torcaza delante de sus propios ojos. Como manifestación de la posesión de poderes sobrenaturales, en algunos círculos, la historia se desestimaba dado el respeto que se le tenía a la imaginación de la señora Hoops.
Aunque las opiniones se dividieran sobre si Leonard era un hacedor de milagros o un charlatán, lo cierto es que llegó a pasar el fin de semana en casa de Mary Hampton con la fama de ser eminentemente en una u otra de estas dos profesiones, y no estaba dispuesto a rehuir la publicidad que le tocara en suerte.
Las fuerzas esotéricas y los poderes insólitos figuraban abundantemente en toda conversación en la que participaran él o su tía, y sus propias actuaciones, pasadas y posibles eran el tema de misteriosas insinuaciones y enigmáticas confesiones.
- Me gustaría que me convirtiera en un lobo, señor Bilsiter – le dijo la dueña de casa en el almuerzo, al día siguiente a su llegada.
- Mi querida Mary – le replicó el coronel Hampton -, nunca imaginé que tuvieras ansias de un asunto como ese.
- Una loba por supuesto – continuó la señora Hampton -; sería demasiado complicado cambiar de sexo y de especie así de pronto.
- No creo que se deba hacer chistes en esta materia – dijo Leonard.
- No estoy bromeando, le aseguro que hablo completamente en serio. Sólo que no tenemos sino ocho personas que jueguen al bridge, y se nos descompleta una de las mesas. Mañana llegará más gente. Mañana por la noche, después de la cena...
- En nuestro imperfecto conocimiento actual de estas fuerzas ocultas, creo que debemos acercarnos a ellas con humildad y no con burla – observó Leonard, con tal severidad que el tema se abandonó enseguida.
Clovis Sangrail había asistido, en un silencio desacostumbrado, a la discusión sobre las posibilidades de la magia siberiana; después del almuerzo se llevó a lord Pabham al relativo escondite del cuarto de billar y le hizo una pregunta exploratoria.
- ¿Tiene usted algo parecido a una loba en su colección de animales salvajes? ¿Una loba de moderado buen genio?
Lord Pabham lo pensó.
- Está Luisa – dijo -, un espécimen bastante fino de loba de los bosques. La cambié hace un par de años por unos zorros árticos. La mayoría de mis animales se vuelven bastante domésticos antes de que pasen mucho tiempo conmigo; creo que Luisa tiene un temperamento angelical, para lo que son las lobas. ¿Por qué me hace esa pregunta?
- Pensaba si me la podría prestar mañana por la noche – dijo Clovis con la amabilidad intrascendente de alguien que pide prestado un pasa-cuellos o una raqueta de tenis.
- ¿Mañana por la noche?
- Si, los lobos son animales nocturnos, de modo que las horas de la noche no le harán daño – dijo Clovis con el aire de quien ha tomado todo en cuenta -; uno de sus hombres puede traerla de Pabham Park después del atardecer, y con algo de ayuda podemos meterla a escondidas en el invernadero en el mismo momento en que Mary Hampton haga una salida disimulada.
Lord Pabham se quedó mirando a Clovis durante un momento de comprensible extrañeza, luego su rostro se llenó de una red de arrugas de pura risa.
- Ah, ese es el chiste, ¿cierto? Usted va a hacer un poco de magia siberiana por su cuenta. ¿Y la señora Hampton está de acuerdo en ayudarle en la conspiración?
- Mary está comprometida a ayudarme en todo, si usted nos garantiza el buen genio de Luisa.
- Yo respondo por Luisa – dijo lord Pabham.
Al día siguiente los asistentes a la reunión habían aumentado, y el instinto autopublicitario de Bilsiter había crecido debidamente con el estímulo de un público más numeroso.
Durante la cena, esa noche, se extendió largamente sobre el tema de las fuerzas ocultas y los poderes no demostrados, y el flujo de su impresionante elocuencia no había disminuido nada cuando se estaba sirviendo el café en el estudio como preparación para una migración general hacia la sala de juego. Su tía le aseguraba una atención respetuosa a sus declaraciones, pero su alma amante de lo sensacional ansiaba algo más dramático que la mera demostración verbal.
- ¿Por qué no haces algo para convencerlos de tus poderes, Leonard? – le rogó -. Convierte algo en otra cosa. Él puede, si decide hacerlo – le informó a los presentes.
- ¡Ay!, si, hágalo – dijo Mavis Wellington con mucha seriedad, y casi todos los presentes le hicieron eco. Hasta los que no creían que fuera posible estaban dispuestos a divertirse con un poco de prestidigitación de aficionado.
Leonard sentía que algo tangible se esperaba de él.
- ¿Alguno de los presentes tiene – dijo -, una moneda de cobre o algún pequeño objeto sin mayor valor?
- ¿No nos va a hacer desaparecer monedas o algo tan primitivo como eso, verdad?- dijo Clovis despectivamente.
- Me parece muy antipático de su parte no concederme mi petición de convertirme en loba – exclamó Mary Hampton, mientras se dirigía al invernadero para darles a sus guacamayos su regalo usual de sobras del postre.
- Ya le he advertido sobre el peligro de burlarse de estos poderes – dijo Leonard solemnemente.
- No creo que usted pueda hacerlo – dijo Mary con una risa desafiante desde el invernadero -, lo reto a que lo haga si puede. Lo desafío a que me convierta en loba.
Mientras decía esas palabras, se perdió de vista detrás de un macizo de azaleas.
- Señora Hampton – empezó Leonard con mayor solemnidad, pero pudo continuar. Un soplo de aire helado pareció recorrer el salón, y al mismo tiempo los guacamayos estallaron en gritos ensordecedores.
- ¿Qué diablos les pasa a esos malditos pájaros, Mary? – exclamó el coronel Hampton; en el mismo momento, un grito aún más estridente de Mavis Wellington hizo que todos se levantaran de sus asientos. En distintas actitudes de horror incontenible o de defensa instintiva se enfrentaban con la fiera gris de aspecto maligno que los miraba desde un surco de helechos y azaleas.
La señora Hoops fue la primera en recobrarse del caos general de terror y aturdimiento.
- ¡Leonard! – le gritó chillonamente a su sobrino -, ¡conviértela otra vez en la señora Hampton ahora mismo! Puede saltarnos encima en cualquier momento. ¡Conviértela otra vez!
- Yo... yo no se cómo – balbució Leonard, que parecía más asustado y horrorizado que cualquiera.
- ¡Cómo! – gritó el coronel Hampton - ¡Usted se ha tomado la abominable libertad de convertir en loba a mi esposa, y ahora se para tranquilamente y dice que no puede volverla a convertir en ella misma!
Para ser estrictamente justos con Leonard, hay que decir que la tranquilidad no era algo por lo que se distinguiera en ese momento.
- Le aseguro que yo no convertí a la señora Hampton en loba; nada más lejos de mis intenciones. – Protestó.
- ¿Entonces, donde está ella, y cómo vino a dar ese animal al invernadero? – preguntó el coronel.
- Desde luego debemos aceptar su afirmación de que usted no convirtió a la señora Hampton en loba – dijo Clovis cortésmente -, pero estará usted de acuerdo en que las apariencias están en contra suya.
- ¿Vamos a seguir con todas estas recriminaciones con ese animal ahí parado listo a hacernos pedazos? – gimió Mavis indignada.
- Lord Pabham, usted sabe mucho de animales salvajes – sugirió el coronel Hampton.
- Los animales salvajes a que yo estoy acostumbrado – dijo lord Pabham -, vienen con sus credenciales en orden, de distribuidores muy conocidos, o se han criado en mi propio zoológico. Nunca me había encontrado con un animal que sale tranquilamente de un macizo de azaleas, dejando a una anfitriona encantadora y muy querida inexplicablemente desaparecida. Hasta donde uno puede juzgar por las características externas – continuó -, tiene la apariencia de una hembra bien desarrollada del lobo de los bosques de Norteamérica, una variedad de la especie común de Canis lupus.
- Economícese el nombre en latín – gritó Mavis, mientras el animal avanzaba uno o dos pasos por el salón -, ¿no puede atraerla con comida y encerrarla donde no pueda hacer daño?
- Si es realmente la señora Hampton, que acaba de comerse una muy buena cena, no creo que la comida le atraiga mucho – dijo Clovis.
- Leonard – rogó lagrimosamente la señora Hoops -, ¿aunque lo que pasa no sea culpa suya, no puedes usar tus grandes poderes para convertir este animal espantoso en algo que no haga daño, antes que nos muerda a todos, en conejo o algo así?
- No creo que al coronel Hampton le guste que anden cambiando a su esposa en una serie de animales curiosos como si estuviéramos jugando a las máscaras con ella – objetó Clovis.
- Lo prohibo terminantemente – tronó el Coronel.
- A la mayoría de los lobos con los que he tenido que ver les ha gustado el azúcar –dijo lord Pabham – si les parece puedo ensayar con ésta.
Tomó un cubo de azúcar del platillo de su taza de café y se lo tiró a la expectante Luisa, que lo agarró en el aire. Un suspiro de alivio salió del grupo, una loba que comía azúcar cuando por lo menos podía haberse dedicado a hacer pedazos a los guacamayos les había hecho perder parte de sus terrores. El suspiro se convirtió en un murmullo de agradecimiento cuando lord Pabham se llevó el animal fuera del salón con un supuesto regalo de más azúcar. Al momento, hubo una invasión al invernadero que había quedado vacío. No había rastros de la señora Hampton, excepto el plato con la cena de los guacamayos.
- ¡La puerta está cerrada con llave por dentro! – exclamó Clovis, que le había dado la vuelta a la llave sin que nadie lo notara cuando fingía estarla ensayando.
Todos se volvieron hacia Bilsiter.
- Si usted no ha convertido en loba a mi esposa – dijo el coronel Hampton -, ¿quiere hacerme el favor de explicarme a dónde ha ido a parar, puesto que obviamente no podía pasar a través de una puerta cerrada con llave? No voy a obligarlo a explicarme cómo apareció de pronto en el invernadero una loba de los bosques norteamericanos, pero creo que tengo algún derecho de inquirir en qué pasó con la señora Hampton.
Las reiteradas negativas de responsabilidad de Bilsiter fueron recibidas con un murmullo de impaciente rechazo.
- Me niego a quedarme una hora más bajo este techo – declaró la señora Pellington.
- Si nuestra anfitriona ha abandonado realmente la forma humana – dijo la señora Hoops -, ninguna de las señoras del grupo puede quedarse tranquilamente. ¡Yo me niego en absoluto a aceptara como persona de respeto a un lobo!
- Es una loba – dijo Clovis para calmarla.
No se discutió más cuál sería la etiqueta correcta de esas circunstancias poco usuales. La entrada súbita de Mary Hampton le quitó todo interés inmediato a la discusión.
- Alguien me ha hipnotizado – exclamó la señora Hampton enojada -, me encontré a mí misma en la repostería comiendo azúcar de la mano de lord Pabham. Odio que me hipnoticen y el doctor me ha prohibido el azúcar.
Se le explicó la situación hasta donde era posible llamar a tal cosa explicación.
- ¿Entonces usted realmente me convirtió en loba, señor Bilsiter?- exclamó emocionada.
Pero Leonard había quemado el navío en el que hubiera podido embarcarse en un mar de gloria. No pudo sino negar débilmente con la cabeza.
- Fui yo el que se tomó esa liberdad – dijo Clovis -; no sé si saben que por casualidad pasé un par de años en el nordeste de Rusia, y tengo algo más que la relación de un turista con la magia de esa región. A uno no le gusta hablar de estos extraños poderes, pero de tiempo en tiempo, cuando se oyen decir tantas tonterías sobre ellos, se siente tentado de mostrar lo que puede lograr la magia siberiana en manos de alguien que realmente la conoce. Yo caí en esa tentación. ¿Me dan un poco de brandy? El esfuerzo me dejó un poco débil.
Si Leonard Bilsiter, en ese momento, hubiera podido transformar a Clovis en cucaracha y luego parársele encima, hubiera ejecutado las dos operaciones de muy buena gana.






GABRIEL - ERNESTO

Hay un animal salvaje en sus bosques – dijo el artista Cunningham, mientras lo llevaban a la estación. Era la única observación que había hecho durante el trayecto, pero como Van Cheele había hablado sin parar, el silencio de su compañero no había sido notorio.
- Un zorro extraviado o dos y unas cuantas comadrejas de la región. Nada más formidable que eso – dijo Van Cheele. El artista no dijo nada.
- ¿Qué quería decir con animal salvaje? – le dijo Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.
- Nada. Mi imaginación. Aquí está el tren – dijo Cunningham.
Esa tarde, Van Cheele salió a dar uno de sus frecuentes paseos por su boscosa propiedad. Tenía una garza disecada en su estudio, y sabía los nombres de un gran número de flores salvajes, de modo que su tía tenía tal vez alguna justificación para describirlo como un gran naturalista. En todo caso, era un gran andarín. Tenía la costumbre de tomar nota mental de todo lo que veía durante esos paseos, no tanto para ayudar a la ciencia contemporánea, como para disponer de temas de conversación más tarde. Cuando las campanillas azules comenzaban a florecer, él se encargaba de informar a todo el mundo de ese hecho; la época del año hubiera podido advertir a sus oyentes de la probabilidad de que esto ocurriera, pero por lo menos pensaba que él les estaba siendo absolutamente franco.
Sin embargo, lo que vio Van Cheele esa tarde en particular era algo muy lejano de su experiencia corriente. En una saliente de piedra lisa sobre un pozo profundo en el claro de un bosquecillo de robles, un muchacho de unos dieciséis años estaba echado secándose deliciosamente los miembros bronceados al sol. Tenía el pelo mojado, partido por una zambullida reciente y pegado a la cabeza, y sus ojos castaños claros, tan claros que tenían casi un brillo atigrado, se dirigían a Van Cheele con cierta atención perezosa. Era una aparición inesperada, y Van Cheele se encontró envuelto en el desusado proceso de pensar antes de hablar. ¿Dé dónde en el mundo podía provenir ese muchacho de aspecto salvaje? A la esposa del molinero se le había perdido un chico hacía unos dos meses, se suponía que se lo había llevado la corriente que movía el molino, pero aquel era un bebé y no un muchacho crecido como este.
- ¿Qué estás haciendo ahí? – le preguntó.
- Obviamente, asoleándome – replicó el muchacho.
- ¿Dónde vives?
- Aquí en estos bosques.
- No puedes vivir en los bosques – dijo Van Cheele.
- Son unos bosques muy bonitos – dijo el muchacho con cierto tono condescendiente en la voz.
- ¿Pero dónde duermes de noche?
- No duermo de noche; es cuando estoy más ocupado.
Van Cheele empezó a tener el irritante sentimiento de estar lidiando un problema que lo eludía.
- ¿De qué te alimentas? – preguntó.
- Carne – dijo el muchacho.
Y pronunció la palabra con una lenta delicia, como si estuviera saboreándola.
- ¡Carne! ¿Qué carne?
- Ya que le interesa, conejos, perdices, liebres, aves de corral, corderitos recién nacidos, y niños cuando consigo alguno; en general están encerrados con llave por la noche, cuando yo hago la mayor parte de la cacería. Hace ya dos meses que no pruebo carne de niño.
Haciendo caso omiso de la irritante naturaleza de la última frase, Van Cheele trató de llevar al muchacho al tema de la posible caza furtiva.
- Estás hablando por tu sombrero cuando mencionas lo de alimentarse con liebres (por el aspecto del muchacho no era un símil muy afortunado). Las liebres de nuestras colinas no son fáciles de cazar.
- Por la noche yo cazo en cuatro patas – fue la respuesta más o menos enigmática.
- ¿Supongo que lo que dices es que cazas con un perro? – aventuró Van Cheele.
El muchacho se dio vuelta lentamente sobre la espalda y se rió con una extraña risa baja que tenía algo agradable de broma y algo desagradable de gruñido.
- No creo que ningún perro tuviera muchas ganas de andar conmigo, especialmente por la noche.
Van Cheele empezó a sentir que ese muchacho de ojos y hablar extraño tenía algo pavoroso.
- No puedo permitirle permanecer en estos bosques – declaró en tono autoritario.
- Creo que usted preferiría tenerme aquí y no en su casa – dijo el joven.
La perspectiva de ese animal desnudo y salvaje en la casa ordenada y perfecta de Van Cheele evidentemente era alarmante.
- Si no te vas, tendré que obligarte – dijo Van Cheele.
El muchacho se volvió como un rayo, se sambulló en el pozo, y en un momento ya había recorrido con su cuerpo mojado y brillante la mitad de la distancia de la otra orilla hasta el lugar donde estaba Van Cheele. En una nutria el movimiento no hubiera sido nada especial; en un muchacho, a Van Cheele le pareció suficientemente sobrecogedor. Se resbaló al hacer un movimiento involuntario para retroceder y se encontró casi postrado en la orilla húmeda, con aquellos ojos atigrados no muy lejos de los suyos. Casi instintivamente se llevó la mano a la garganta. El muchacho volvió a reírse, con una risa en la que el gruñido había hecho desaparecer casi toda la alegría, y luego, con otro de sus movimientos asombrosamente rápidos, desapareció corriendo hacia un tupido macizo de hierbas y helechos.
- ¡Qué animal salvaje tan raro! – dijo Van Cheele mientras se ponía de pie. Y luego se acordó de la observación de Cunningham, “hay un animal salvaje en sus bosques”.
De regreso a casa sin prisa, Van Cheele empezó a darle vueltas en la mente a una serie de acontecimientos locales que podían atribuirse a la existencia de este asombroso muchacho salvaje.
Algo había estado haciendo que escaseara los animales silvestres últimamente en aquellos bosques, las gallinas desaparecían de las granjas, las liebres ya casi no se encontraban, y le habían llegado noticias de corderos a los que se habían llevado de sus rebaños en las colinas. ¿Sería posible que ese muchacho salvaje estuviera cazando en la región en compañía de algún perro inteligente? El muchacho había hablado de cazar “en cuatro patas” durante la noche, pero también había insinuado que a ningún perro le gustaría acercársele “especialmente de noche”. Era verdaderamente intrigante. Y luego, mientras Van Cheele repasaba las distintas depredaciones que se habían cometido en el último mes o dos, de pronto se detuvo tanto en su camino como en sus especulaciones. El niño perdido del molino hacía dos meses, la teoría aceptada era que se había caído entre la corriente del molino y ésta se lo había llevado, pero la madre siempre había declarado haber oído un grito en el lado de la casa que daba a la colina, en la dirección contraria a la del arroyo. Era impensable por supuesto, pero él habría preferido que el muchacho no hubiera hecho esa aterradora alusión a haber comido carne de niño hacía dos meses. Cosas tan horribles no debían decirse ni en broma.
Van Cheele, contra su costumbre, no se sentía dispuesto a mostrarse comunicativo sobre su descubrimiento en el bosque. Su posición como consejero de la parroquia y juez de paz se vería comprometida de cierto modo por el hecho de estar albergando en su propiedad a una personalidad de tan dudosa fama; había incluso la posibilidad de que le pasaran una costosa cuenta por el valor de los corderos y las gallinas que se habían perdido. Esa noche a la cena estaba desusadamente callado.
- ¿se te comieron la lengua? – le dijo su tía-. Cualquiera diría que te encontraste con un lobo.
Van Cheele, que no conocía ese viejo dicho, pensó que la observación era bastante tonta; si se hubiera encontrado con un lobo en su propiedad su lengua hubiera estado extraordinariamente ocupada con el tema.
Al día siguiente al desayuno, Van Cheele se daba cuenta de que su desazón por el episodio del día anterior no había desaparecido del todo y resolvió tomar el tren hasta la población vecina, buscar a Cunningham, y enterarse de qué era lo que realmente había visto, obligándole a hablar con insistencia acerca de un animal salvaje en sus bosques. Tomada esa resolución, su alegría habitual volvió en parte, y empezó a musitar una pequeña melodía mientras se dirigía al estudio a fumarse su cigarrillo de costumbre. Al entrar al estudio, la melodía abruptamente dio paso a una invocación piadosa. Graciosamente extendido en la otomana, en una actitud de reposo casi exagerada, estaba el muchacho de los bosques. Estaba más seco que la última vez que lo había visto Van Cheele, pero por otra parte sin ninguna alteración notable de su apariencia.
- ¿Cómo te atreves a venir aquí? – le preguntó Van Cheele furioso.
- Usted me dijo que no podía quedarme en los bosques – dijo el muchacho calmadamente.
- Pero no te dije que vinieras aquí. ¡Supón que te hubiera visto mi tía! Y con la intención de minimizar semejante catástrofe, Van Cheele apresuradamente cubrió todo lo posible a su no bienvenido visitante bajo los pliegues del periódico de la mañana. En ese momento, la tía entró a la habitación.
- Este es un pobre muchacho que ha perdido su camino y perdido la memoria. No sabe quién es ni de dónde viene – explicó Van Cheele desesperadamente, mirando atemorizado a la cara del vagabundo para saber si agregaba a la franqueza inoportuna a sus otras propensiones salvajes.
La señorita Van Cheele estaba enormemente interesada.
- Tal vez tenga alguna marca en la ropa interior – sugirió.
- Parece haber perdido eso también – dijo Van Cheele, dándole tironcitos nerviosos al diario de la mañana para mentenerlo en su lugar.
Un niño desnudo y sin hogar le atraía tanto a la señorita Van Cheele como un gatito perdido o un perrito sin dueño.
- Tenemos que hacer todo lo que podamos por él – decidió, y, en poquísimo tiempo, un mensajero despachado a la parroquia, en donde había un joven paje, había regresado con un juego de ropa y los accesprios necesarios como camisa, cuello, zapatos, etc. Vestido, limpio, y arreglado, el muchacho no había perdido nada de su expresión aterradora, a los ojos de Van Cheele, pero su tía lo encontraba encantador.
- Debemos llamarlo de algún modo mientras averiguamos quién es realmente – dijo ella -. Gabriel – Ernesto, me parece; son nombres apropiados y simpáticos.
Van Cheele estaba de acuerdo, pero en su interior dudaba sobre si se los estarían poniendo a un muchacho apropiado y simpático. Sus recelos no disminuyeron por el hecho de que su manso y viejo perro de cacería se había escapado de la casa apenas llegó el muchacho, y seguía tiritando y ladrando obstinadamente en el otro lado del huerto, mientras que el canario, usualmente tan activo vocalmente como el propio Van Cheele, se había encerrado en su mutismo de píos aterrados. Más que nunca se resolvió a consultar a Cunningham sin pérdida de tiempo.
Mientras él se dirigía a la estación, su tía hacía los arreglos para que Gabriel–Ernesto le ayudara a divertir a los niños de la escuela dominical, esa tarde en el té.
Al principio, Cunningham no estaba dispuesto a mostrarse comunicativo.
- Mi madre murió de una enfermedad cerebral – explicó -, de manera que usted comprenderá por qué me niego a confiarle a nadie cualquier cosa de naturaleza fantástica e imposible que haya visto o pensado que he visto.
- ¿Pero qué fue lo que vio? – insistió Van Cheele.
- Lo que creí ver fue algo tan fuera de lo común, que nadie, en su sano juicio le daría crédito como a algo realmente sucedido. Yo estaba la última tarde que estuve con usted, medio escondido entre los arbustos de la entrada del huerto viendo la puesta del sol. De pronto me di cuenta de la presencia de un muchacho desnudo; pensé que fuera un muchacho que se había estado bañando en algún pozo cercano, y que se había quedado en la falda de la colina también mirando el atardecer. Su actitud sugería de tal modo la de un fauno silvestrede la mitología pagana que inmediatamente se me ocurrió contratarlo como modelo, y lo hubiera llamado un momento después. Pero justo en ese momento el sol dejó de verse, y todos los colores naranja y rosado desaparecieron del paisaje, dejándolo frío y gris. En ese mismo momento, pasó algo asombroso, ¡el muchacho también desapareció!
- Qué, ¿se desvaneció en la nada? - preguntó Van Cheele excitado.
- No; esa es la parte horrible del asunto – contestó el artista -, en la falda de la colina, en donde había estado el muchacho hacía un segundo, estaba un lobo grande, de color negruzco, con los colmillos brillantes y los ojos amarillos crueles. Uno creería...
Pero Van Cheele no se detuvo por algo tan fútil como lo que se creía. Ya estaba corriendo a toda velocidad hacia la estación del tren. Desechó la idea de un telegrama. “Gabriel – Ernesto es un hombre-lobo” era un esfuerzo desesperadamente inadecuado para hablar de lo que pasaba, y su tía lo tomaría por un mensaje en una clave de la cual él no le había dado la contraseña. Su única esperanza era alcanzar a llegar a casa antes de la puesta del sol. El taxi que tomó en el otro extremo del viaje en tren lo llevó con lo que parecía una lentitud exasperante por los caminos rurales, que ya se ponían rosados y malva bajo la luz del sol poniente. Su tía estaba recogiendo algunos bizcochos sin terminar cuando él llegó.
- ¿Dónde está Gabriel-Ernesto? – preguntó casi gritando.
- Está llevando a casa al pequeño de los Toop – dijo la tía -. Se estaba haciendo tan tarde que no me pareció seguro dejarlo ir solo. Qué bonito atardecer, ¿cierto?
Pero Van Cheele aunque consciente del resplandor del cielo al occidente, no se quedó a comentar su belleza. A una velocidad para la cual estaba escasamente dotado corría a lo largo del estrecho sendero que llevaba a casa de los Toop. A un lado corría la rápida corriente que movía el molino, del otro estaba la franja de loma pelada.
Un resplandor mortecino de sol poniente todavía se veía en el horizonte, y tras la próxima vuelta del camino podía estar la pareja dispareja que buscaba. De pronto el color de las cosas desapareció, y la luz gris se posó con un leve temblor sobre el paisaje. Van Cheele oyó un estridente grito de terror, y dejó de correr.
Nunca se volvió a saber nada del pequeño Toop o de Gabriel-Ernesto, pero se encontró la ropa de este último tirada en el camino, de modo que se supuso que el niño había caído al agua y que el muchacho se había desnudado y se había lanzado en un vano intento de salvarlo. Van Cheele y unos trabajadores que andaban por allí cerca en esos momentos testificaron sobre el fuerte grito del niño que habían oído hacia el lugar en donde se encontraron las ropas. La señora Topos, que tenía otros once hijos, se resignó decentemente a su desgracia, pero la señorita Van Cheele hizo un duelo sincero por su muchacho expósito perdido. Por iniciativa suya, se puso una placa en memoria de éste en la iglesia parroquial. A Gabriel-Ernesto, muchacho desconocido, que sacrificó valientemente su vida por la de otro.
Van Cheele complacía a la tía en la mayoría de sus asuntos, pero se rehusó por completo a contribuir con su dinero a una placa en memoria de Gabriel-Ernesto.



EL NARRADOR DE CUENTOS



Era una tarde calurosa y el coche del tren estaba sofocante como correspondía; la próxima parada era Templecombe, a una hora de viaje. Los ocupantes del compartimiento eran una niña pequeña, una más pequeña y un niño pequeño. Una tía de los niños ocupaba el asiento de una esquina, y en el rincón más alejado del otro lado, iba un señor solo que era extraño al grupo, pero las niñas pequeña y el niño se habían adueñado del compartimiento. Tanto la tía como los niños practicaban la conversación de un modo limitado y persistente, que recordaba las atenciones de una mosca casera cuando se niega a desanimarse. La mayoría de las frases de la tía parecían comenzar por “no habas” y casi todo lo que decían los niños empezaba con un “¿por qué?”. El hombre solo no decía nada en voz alta.
- No, Cyril, no – exclamó la tía, cuando el pequeño comenzó a golpear los cojines del asiento produciendo una nube del polvo a cada golpe.
- Ven y mira por la ventana – agregó. El niño se acercó de mala gana a la ventana.
- ¿Por qué están sacando esas ovejas del potrero? – preguntó.
- Me parece que las están llevando a otro potrero donde hay más pasto. – dijo débilmente la tía.
- Pero si hay montones de pasto en ese potrero – protestó el niño -, no hay sino pasto. Tía, hay montones de pasto.
- Tal vez el pasto del otro potrero es mejor – sugirió la tía a la loca.
- ¿Por qué es mejor? – fue la pregunta inmediata e inevitable.
- ¡Mira esas vacas! – exclamó la tía. En casi todos los potreros a lo largo de la vía férrea había vacas y novillos, pero la tía hablaba como si hubiera descubierto una rareza.
- ¿Por qué es mejor el pasto de otro potrero? – insistía Cyril.
El hombre solo comenzó a fruncir el ceño. Era un hombre duro y desconsiderado, decidió la tía en su interior. Ella era completamente incapaz de llegar a ninguna conclusión satisfactoria sobre el pasto del otro potrero.
La niña más chiquita creó una variante cuando comenzó a recitar “por el camino de Mandalay”. No sé sabía sino el primer renglón, pero hacía el máximo uso posible de sus limitados conocimientos. Repetía el renglón una y otra vez en una voz ensoñadora pero resuelta y muy audible; al hombre le parecía como si alguien le hubiera apostado a que no era capaz de decir el renglón en voz alta dos mil veces sin parar. Cualquiera que fuera quien la había apostado parecía estar perdiendo.
- Vengan acá y les cuento un cuento – dijo la tía, cuando el señor la miró a ella dos veces y luego miró la cuerda de la alarma.
Los niños se acercaron a la tía sin ningún interés. Era evidente que, con ellos no gozaba de gran fama como contadora de cuentos. En voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por las preguntas petulantes hechas en voz alta por sus oyentes, empezó a contar una poco animada historia, deplorablemente insulsa, sobre una niñita que era buena, y se hacía amiga de todo el mundo por lo buena que era, y al final la gente la salvaba de un toro bravo por que admiraban su carácter moral.
- ¿No la hubieran salvado si no hubiera sido buena? – preguntó la más grande de las niñitas. Era exactamente la pregunta que hubiera querido hacer el hombre.
- Bueno, si – admitió la tía de manera insegura -, pero no creo que hubieran corrido tan rápidamente a ayudarle si no la hubieran querido tanto.
- Es el cuento más estúpido que he oído – dijo la mayor de las niñitas con inmensa convicción.
- No atendí después de la primera parte, era tan estúpido – dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario sobre el cuento, pero hacía rato que había vuelto a repetir en voz baja su renglón favorito.
- No parece usted un éxito como contadora de cuentos – dijo de pronto el hombre desde su rincón.
La tía saltó inmediatamente a defenderse del ataque inesperado.
- Es un asunto muy complicado contar cuentos que los niños puedan entender y apreciar al mismo tiempo – dijo secamente.
- No estoy de acuerdo con usted – dijo el señor.
- Tal vez le gustaría contarles un cuento – fue la réplica de la tía.
- Cuéntenos un cuento – le pidió la mayor de las niñas.
- Había una vez – empezó el señor -, una niñita llamada Bertha, que era extraordinariamente buena.
El interés de los niños, despierto durante unos instantes empezó a decaer al momento; todos los cuentos se parecían horriblemente, sin importar quien los contara.
- Hacía todo lo que le decían, siempre decía la verdad, mantenía su ropa limpia, se comía las galletas como si fueran torta de bodas, se aprendía las lecciones a la perfección, y era de muy buenos modales.
- ¿Era bonita? – preguntó la mayor de las niñas.
- No tan bonita como ustedes – dijo el señor -, pero espantosamente buena.
Hubo una ondulante reacción a favor del cuento, la palabra espantoso en conexión con la bondad era una novedad que se ensalzaba a sí misma.
Parecía introducir un tono de verdad que estaba ausente de los cuentos de la tía sobre la vida infantil.
- Era tan buena – continuó el señor -, que se ganó varias medallas de bondad, que siempre llevaba pegadas al vestido con alfileres. Tenía una medalla de obediencia, otra de puntualidad, y una tercera de buena conducta. Eran grandes medallas de metal y tintineaban una contra otra cuando ella caminaba. Ningún otro niño en la ciudad donde vivía tenía tantas medallas, de modo que todo el mundo sabía que ella debía ser una niña superbuena.
- Espantosamente buena – repitió Cyril.
- Todo el mundo hablaba de su bondad, y el príncipe del país llegó a saber de ella, y dijo que como era tan buena tenía permiso para ir una vez a la semana a pasear por el parque real, que quedaba en las afueras de la ciudad. Era un bello parque y a ningún niño se le permitía entrar, de modo que era un gran honor para Bertha que la dejaran visitarlo.
- ¿Había ovejas en el parque? – preguntó Cyril.
- No - dijo el señor -, no había ovejas.
- ¿Por qué no había ovejas? – fue la pregunta siguiente a es respuesta.
La tía se permitió una sonrisa, que hubiera podido describirse como una mueca de burla.
- No había ovejas en el parque – dijo el señor -, porque la madre del príncipe había soñado que a su hijo lo mataría o una oveja o un reloj le cayera encima. Por esa razón el príncipe nunca tuvo ni ovejas en el parque ni relojes en su palacio.
- ¿Al príncipe lo mató una oveja o un reloj? – preguntó Cyril.
- Sigue vivo, de modo que no sabemos si el sueño se cumplirá – dijo el señor con tono despreocupado-, de todas maneras, no había ovejas en el parque pero sí montones de cerditos corriendo por todas partes.
- ¿De qué color eran?
- Negros con las caras blancas, blancos con manchas negras, negros del todo, grises con parches blancos, y algunos completamente blancos.
El narrador hizo una pausa para dejar que la idea completa del parque y sus tesoros entrara en la imaginación de los niños; luego continuó:
- Bertha se puso bastante triste por no encontrar flores en el parque. Les había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no cortaría ni una sola de las flores del bondadoso príncipe, y pensaba cumplir su promesa, de modo que, por supuesto, no encontrar flores que cortar la hacía sentirse tonta.
- ¿Por qué no había flores?
- Porque los cerdos se las habían comido todas – dijo el señor con prontitud -. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener flores y cerdos juntos, así que decidió tener cerdos y no flores.
Hubo un murmullo de aprobación ante la excelente decisión del príncipe, mucha gente hubiera decidido lo contrario.
- El parque tenía muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con loros preciosos que decían cosas inteligentes apenas se les hablaba, y pájaros cantores que se sabían todas las tonadas populares de moda. Bertha se paseaba de un lado a otro y gozaba inmensamente y pensaba: “Si yo no fuera tan extraordinariamente buena, no me hubieran dejado venir a este bello parque y gozar de todo lo que hay en él” y sus tres medallas tintineaban y le ayudaban a recordar lo maravillosamente buena que era. Justo en ese momento, un enorme lobo entró a merodear en el parque a ver si podía agarrar un cerdito gordo para comérselo en la cena.
- ¿De qué color era? – preguntaron los niños, mientras su interés aumentaba por momentos.
- De color barro por completo, con la lengua negra y unos ojos grises claros que brillaban con ferocidad indecible. Lo primero que vio en el parque fue a Bertha; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que se podía notar a gran distancia. Bertha vio que el lobo se dirigía hacia ella, y empezó a desear que nunca la hubieran dejado entrar al parque. Corrió lo más rápido que pudo, y el lobo se le vino detrás a grandes saltos. Logró llegar a un macizo de arbustos de mirto y se escondió en la parte más espesa. El lobo olfateaba entre las ramas, con la negra lengua afuera del hocico y los ojos grises claros brillantes de rabia. Bertha estaba espantosamente aterrada, y decía para sí misma: “si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría a salvo en el pueblo”. Sin embargo, el aroma del mirto era tan fuerte que el lobo no podía olfatear a Bertha en su escondite, y los arbustos eran tan espesos que hubiera podido buscar mucho tiempo sin encontrarla, de modo que pensó que sería mejor irse a cazar más bien un cerdito. Bertha temblaba fuertemente con el susto de tener al lobo olfateando tan cerca, y al temblar, la medalla de obediencia golpeaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo ya se marchaba cuando oyó el ruido de las medallas que tintineaban y se detuvo a escuchar; sonaron otra vez en un arbusto muy cercano. Se lanzó entre los arbustos, con un resplandor de ferocidad y de triunfo en los ojos grises claros, y arrastró a Bertha y la devoró hasta el último trocito. Todo lo que quedó de ella fueron los zapatos, pedazos de ropa, y las tres medallas ganadas por su bondad.
- ¿Alguno de los cerditos murió?
- No, todos se salvaron.
- El cuento empezó mal – dijo la menor de las niñas -, pero tiene un final muy bonito.
- Es el cuento más bonito que he oído en mi vida – dijo la mayor de las niñas, con inmensa decisión.
- Es el único cuento bonito que yo he oído en mi vida – dijo Cyril.
- ¡Es un cuento muy poco apropiado para niños pequeños! Usted ha socavado los efectos de años de enseñanza cuidadosa.
- De cualquier modo – dijo el señor, recogiendo sus pertenencias para bajarse del vagón – los tuve quietos diez minutos, que fue más de lo que usted pudo hacer.
“¡Infeliz mujer! – observó para sí mismo mientras recorría el andén de la estación de Templecombe -; durante los próximos seis meses o algo así, esos niñitos la acosarían en público para que les cuente un cuento poco apropiado.”

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