.

GOTICO

↑ Grab this Headline Animator

..

mitos-mexicanos juegos gratis Creative Commons License Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.

.

.

-

,

lunes, junio 30, 2008

PADRE CHIP -- BAJO EL SIGNO DE ARPHA -- JORGE CRUVIA

PADRE CHIP -- BAJO EL SIGNO DE ARPHA -- JORGE CRUVIA
_
JORGE CRUVIA
Padre chip
********

—¡No y mil veces no!
–dijo el padre Ballesteros
notoriamente molesto.
–Un robot no puede ser ordenado
sacerdote. Es absurdo
lo que el padre González
pretende exigir a las autoridades
eclesiásticas.
—Me permito recordarle
padre, que el hermano Chip es un robot muy especial,
se diseñó programando en él todo el fervoroso
anhelo de la fe. La experiencia vehemente de la trascendencia
y las convicciones religiosas. Todo eso está
impreso en su cerebro como deseo fundamental, es el
móvil único de su existencia, le hemos dado la fe, tal y
como el Espíritu Santo la inspiró en nosotros.
—No me venga usted con sofismas padre González,
el cerebro de ese individuo está formado por trozos de
silicio. Eso no puede ser susceptible de tener alma.
—¿Podemos decir que acaso una persona es humana
dependiendo del material de que haya sido formada?
¿Es decir que el alma depende del contenido orgánico
de estructuras carbonadas que existan en el cuerpo?
—Un ser elaborado artificialmente por medio de acero,
titanio, iridio y silicio, no es un genuino humano, es
un ser artificial; eso es quererle enmendar la plana a la
naturaleza, lo cual es aberrante.
—Toda la civilización humana consiste en conocer la
naturaleza para manipularla en servicio del hombre, y el
rechazar tal manipulación nos hace caer en incongruencias.
Mire usted, por ejemplo los quákeros en los Estados
Unidos, rehúsan subirse a un automóvil porque es según
ellos antinatural, pero usan carretas jaladas por caballos.
Una carreta es también tecnología, pero es una tecnología
anterior al siglo XVII, es decir lo que ellos rechazan
es la tecnología posterior a aquel siglo. ¿Por qué? ¿No es
esto una incongruencia? Podríamos decir que si Dios hubiera
querido que rodáramos como lo hacen las carretas;
nos hubiera puesto ruedas en lugar de pies. Podríamos
decir que usar una carreta es quererle enmendar la plana
a Dios; esto es absurdo. Incluso el valernos de un palo
como palanca, es tecnología. Por eso no creo que ni
nuestros jerarcas religiosos, ni la ONU lleguen a dictaminar
leyes en contra de la humanización de los robots.
—Ese es el problema precisamente –terció la reportera
Blanca Lizaur– según entiendo aquí, la Iglesia está
igual de perdida que la ONU, pues no ha decidido todavía
hasta qué punto un robot puede ser considerado ser
humano con derechos y dignidad.
—Es por eso que al menos en el campo que nos concierne;
el religioso, urge legislar al respecto.
—Para mí está muy claro –replicó el padre Gonzáleza
cualquier entidad que pueda manifestar el poseer conciencia
de su propia existencia, se le debe de definir
como ser humano, aunque no posea ni una sola célula de
materia orgánica, el no estar formado por proteína, car-
bohidratos o lípidos, no es impedimento para que se le
pueda considerar hijo de Dios.
—¡Me encantan estos jesuitas! –dijo riendo la reportera-
cada uno más sutil que el anterior.
—Señorita –dijo Ballesteros con el seño fruncido–
tenga la amabilidad de concretarse a realizar su trabajo
de reportera; ya que estamos obligados a sufrir la intromisión
de su presencia, por favor absténganse de sus sarcasmos.
—Sí padre, créame que me voy a portar como un perro
fiel carente de criterio. Sólo les recuerdo señores, que
el gobierno me da autorización de hacer las preguntas
que yo quiera. Y por cierto, precisamente deseo hacer
una ahora mismo.
El padre Ballesteros le echó una mirada fulminante,
toda la impaciencia que podía mostrar una expresión se
dibujó en su rostro. Después de respirar hondo con clara
resignación dijo:
—¿Qué es lo que quiere usted preguntar?
—¿Quisiera saber cuál es la posición de la Iglesia en
relación a los derechos de los robots?
—Es una aberración. La Iglesia debe impedir que las
máquinas sean consideradas como si fueran gente.
—Es decir que la Iglesia se alinea con el grupo de los
opositores.
—Mmmm... bueno, es decir... eso de que al robot se le
considere humano; no debe ser, creo que la Iglesia debería...
—No, padre Ballesteros, un poco más despacio... esa
es la opinión de usted, pero no la de la Iglesia.
—Son muy pocos los que piensan como usted padre
González.
—Somos el ala progresista.
—Entonces, según estoy dándome cuenta, ¿la Iglesia
no sólo no tiene todavía una postura al respecto, sino que
se encuentra en clara controversia interna, igual de desconcertada
que el resto del mundo?
—Pues, la verdad es que las opiniones están tan divididas
como las de los miembros de la ONU.
—En una entrevista que efectué la semana pasada con
la señora Orbajosa, me dijo que la Iglesia estaba en contra
de la robotización.
—Mire señorita, –dijo el padre González riendo– lo
que diga esa individua u lo que sea, no es digno de crédito.
Esta señora es la presidenta del Opus Dei, y esta asociación
se ha unido con los Testigos de Jehová, los
hasídicos y los neostalinistas que son antirobóticos. Estos
grupos están dando patadas de ahogado y pretenden
hacer creer a la opinión pública que tanto la cristiandad
como los neocomunistas y los judíos están en contra de
la robotización, pero esto es una clara exageración de
parte de esa señora. No en vano dice el dicho que todo
tiene remedio en esta vida, menos ser del Opus Dei.
—Padre González, sus impertinencias no tienen ninguna
gracia. –Refunfuñó Ballesteros.
—No pretenden ser graciosas, sino descriptivas.
—¿Me podrían ustedes hacer favor de contestar otra
pregunta?
—¿Qué más desea saber señorita?
—¿Qué es el hombre?
—Señorita –dijo Ballesteros ya visiblemente molesto-
¿no tiene usted otra cosa en que entretenerse?
—Viera que no, padre. Lo que más me divierte es hacerle
reportajes a las personas que se encuentran en crisis
de valores.
—¿Qué pretende decir con eso señorita? ¿Qué soy un
viejo que a pesar de estar chocho carezco de criterio?
—¡No, no padre, no se enoje! A lo que me refiero es a
que la Iglesia al igual que muchas instituciones no han
sabido cómo reaccionar ante el desarrollo de la inteligencia
artificial.
—Pues eso vaya usted a decírselo a sus mentadas instituciones,
porque lo que es yo; sí tengo muy claros mis
conceptos: cualquier montón de chatarra, haga lo que
haga y piense lo que piense, ni es humano, ni puede tener
alma, punto.
—Pero tal y como estamos viendo, no todos los miembros
de la Iglesia de la cual usted es un representante,
comparten su opinión.
—Pues yo no tengo por que cargar con los conceptos
aberrantes que sostienen los demás, sean miembros de lo
que sea, por eso tengo criterio y lo tengo muy claro.
—No he dicho que sea usted el que está en crisis padre,
sino la Iglesia, que tiene sus opiniones al respecto divididas.
—No sólo la Iglesia, sino que yo sepa, casi todas las
instituciones mundiales tienen entre sus miembros esta
controversia, así que no me hable usted de crisis de la
Iglesia, que esto es un desconcierto general.
—Desconcierto del cual la Iglesia participa.
—Sí, por culpa de gente estrafalaria como el padre
González.
—Por culpa de gente retardataria, como el padre Ballesteros.
La Iglesia debe ser un organismo que progrese.
—Lo esencial no está sujeto a progreso.
—El problema es que no sabemos con precisión qué
es lo esencial, es necesario irlo descubriendo día con día
y tenemos que enfrentarnos con las nuevas manifestaciones
que a diario surgen en el mundo.
—Hay cosas que no pueden cambiar padre González,
por ejemplo el hecho de que los humanos sean los únicos
entes que posean alma.
—Alguna vez se negó que los indios americanos tuvieran
alma, y en otra época anterior se excluyó incluso a
las mujeres, en la India se considera que los animales y
aun los objetos inanimados poseen alma.
—Pero no estamos en la India.
—Entonces, ¿qué? ¿El tener alma depende de dónde
esté uno?
—No, padre, lo que pasa es que no somos hindúes.
¿Es usted católico?
—Ya lo creo que sí, no sólo soy católico, soy sacerdote.
—Pues entonces ¿por qué quiere usted atribuirle alma
a quienes la Iglesia no se la adjudica?
—¡Ahhh...! conque es la Iglesia quien adjudica las almas;
pues mire usted, yo estaba en la creencia de que era
Dios.
—Sí señor: Dios. Pero el entendimiento de a quién le
da alma; lo sabemos porque lo ha dado a conocer la Iglesia.
—Así lo entiendo padre Ballesteros, pero sucede que
en este caso la Iglesia no ha tomado una decisión al respecto.
Y por lo tanto no puede usted acusarme de anticatólico.
Y a todo esto, ¿podría yo hacerle una pregunta
confidencial?
—Pregunte lo que quiera, no guardo secretos.
—¿Dígame con sinceridad padre Ballesteros, es usted
católico?
—¡Vaya! No sea usted impertinente González. ¿Como
se atreve a preguntarme eso?
—¿No fue lo mismo que usted me pregunto hace un
momento?
—Sí señor, pero es que me sale usted con argumentos
hinduistas.
—Es que usted pone sus opiniones personales por encima
de las de nuestra institución. Bien sabemos que la
Iglesia no ha legislado al respecto, y sin embargo usted
pretende poseer la verdad absoluta. ¿Lo ve? Lo personal
por sobre lo institucional, eso es solamente soberbia. Necesitamos
esperar a saber lo que la Iglesia dictamine,
para poder tener una opinión personal, además si nos
quedamos en el pasado, pereceremos. Es fácil recordar
varias controversias que la Iglesia tuvo, ¿qué me dice usted
de Galileo?
—La Iglesia estaba equivocada, pero es necesario que
actuemos con cautela, no podemos creer en la primera
cosa que se diga.
—Lo mismo pasó con Darwin y después con el Big
Bang, eran ideas que se oponían al creacionismo bíblico,
la Iglesia no las aprobaba, pero al estudiarlas más a fondo,
tuvieron que ser aceptadas. Y el caso más importante
fue el de Teilhard de Chardin; uno de los paleontólogos
más conspicuos que nos dio el siglo XX, sus escritos fueron
prohibidos y fue hasta después de su muerte, cuando
la Iglesia los pudo aceptar. El ser humano es el producto
de una evolución, y no tenemos por qué pensar que somos
la culminación de este proceso. Nuestra obligación
es abrir el camino a nuestros descendientes, creando inteligencia
artificial.
—¿Para que desaparezcan los humanos?
—Por supuesto, es necesario transferir el don de la inteligencia
a seres sobrehumanos.
—Ahí es donde no estoy de acuerdo. Dios hizo al
hombre a su imagen y semejanza y por lo tanto no nos
corresponde desnaturalizarnos.
—¿Pero, ha pensado usted qué es lo que significa
“imagen y semejanza”? No tiene que ser el físico. Y mucho
menos nuestra limitada capacidad de comprender el
mundo, es necesario aumentar el entendimiento en cualquier
ente consciente para asemejarnos más a Dios.
—Es el alma lo que se asemeja a Dios, no otra cosa.
—De acuerdo... y ahora, ¿qué es el alma? ¿Una esencia
intangible? por qué limitarla, por qué pensar que es
algo acabado, ¿por qué no podríamos pensar en que pudiera
ser perfectible?
—Pues porque está hecha a imagen de Dios, y Dios
no es perfectible padre González, no sea usted necio.
—Sí señor, pero nosotros no somos Dios, ¿qué derecho
tiene usted padre Ballesteros de suponer que lo que
usted piensa representa, sin lugar a duda, la voluntad de
Dios?
—Me lo dice mi criterio.
—Pues a mí me dice lo contrario.
—Voy a pedirle esta noche a Dios en mis oraciones
que le mejore a usted el criterio.
—Me parece que vamos a meter al Creador en una
disyuntiva; pues lo mismo voy a pedirle yo acerca de usted.
—El problema con usted González, es que está acostumbrado
a dividir al mundo en dos: los que piensan
como usted y los que están equivocados.
—Pero no se preocupe; que esta noche le voy a pedir a
Dios que usted deje de ser de los que viven en el error. Ya
verá como automáticamente, mañana por la mañana, va
a pensar igual que yo.
_
2
Por la noche los domos de la Zona Tecnológica fueron
violados por una muchedumbre enardecida. Todos los
grupos conservadores supieron que quedarían impunes
si procedían a destruir a los robots que clamaban por sus
derechos. Era el miedo a su propia inferioridad lo que los
hacía romper cuanto se encontraba a su paso, rayos láser,
palos y piedras se conjuntaban para exterminar todo lo
que hubiera sido edificado con esmero dentro de la Zona
Tecnológica, pero ellos no se sentían vándalos, se consideraban
humanistas. La ONU por fin había zanjado la
controversia decretando, tras una polémica votación, que
los robots que declaraban poseer conciencia refleja deberían
ser destruídos. Y que a partir de ese momento se
prohibiría en todo el planeta y cualquier colonia espacial,
la creación de conciencia refleja en todo tipo de máquina.
Los grupos religiosos se unieron en apoyo de esta
resolución; “no debemos de meternos a rehacer lo que
Dios ha creado”. Y con estas premisas salieron enardecidos
rumbo a la Zona Tecnológica a destruir todo aquello
que se asemejara o superara a la mente humana. Como
era difícil para la muchedumbre distinguir qué era lo que
poseía estas características, decidieron convertir la Zona
entera en una enorme hoguera, todo ardió. Por breves
instantes la inteligencia se transformó en flor luminosa y
fue esparciendo a su alrededor la oscuridad de sus cenizas.
___
3
—Esa es la razón por la cual nunca fui ordenado sacerdote.
—¿Y cómo te salvaste de la destrucción.
—No me salvé, perecí en ella. Pero la ingenuidad de
aquella gente era superlativa. La información del cerebro
de una gran cantidad de robots con conciencia estaba esparcida
a lo largo del planeta. En aquel siglo la información
no dependía ya de un grupo en el poder o un recinto
específico. Nuestros circuitos estaban en Internet. Para
aquel entonces no era ya posible destruir la información
de la manera que había sucedido en la biblioteca de Alejandría.
Eran otros tiempos. Durante muchos años nuestros
circuitos permanecieron olvidados, pero el desarrollo
de la ciencia es algo que no puede detenerse, una vez que
los descubrimientos han sido hechos, tarde o temprano
serán utilizados, tú y yo somos ejemplos de eso; yo de la
robótica y tú de la ingeniería genética.
La naranja con conciencia refleja que platicaba con el
robot, agitó sus alas de chabacano y bajó volando a la
fuente de agua de violetas. El aroma de los limones bañaba
el cutis de una mujer con piel de flor y cuerpo de libélula.
La naranja regresó bañada de limón y continuó la plática
con el robot.
—Mis circuitos permanecieron olvidados hasta que
los seres humanos decidieron de nuevo reconstruirme.
—¿Es verdad que ya se han extinguido por completo?
—No del todo, pues en mí cerebro permanecen resabios
de algunos de sus anhelos.
—¿Qué anhelos?
—La religiosidad.
—¿Qué es eso?
—El deseo de no morir, el conocer todo lo cognoscible
y dominar al igual que Dios, todo lo existente.
—¿Dios, qué es eso?
—Un ente que representa la existencia de esos anhelos.
—¿Y ese ente existió como consecuencia de esos
anhelos o por el contrario es la causa de ellos?
—Es los anhelos mismos.
—¿Y eso es la religiosidad? ¿Y eso es la esencia de
lo que los hombres dejaron en ti?
—Sí, pero ya la palabra “religión” no la necesito más.
—¿Por qué?
—Las religiones eran formas de controversia que los
hombres tomaban demasiado en serio y utilizaron muchas
veces como pretexto para destruirse unos a otros.
—Y ahora ¿qué es entonces esa religiosidad que tú
posees, podemos no morir, conocer y dominar?
—Infinito, eternidad; son conceptos que parecen temporales,
pero no es así, no están sujetos a medidas cronológicas.
El tiempo y el espacio son ubicuos fuera de la
percepción tridimensional del hombre; más allá del torpe
entendimiento humano, hablar de fin o de persistencia
resulta irrelevante.
El robot miró al hombre naranja a los ojos y un flujo
de electrones fue formando huellas en sus circuitos neuronales.
La música de Bach resonó dentro de su cabeza
de cáscara cítrica, mientras dejaba un plácido bienestar
que iba sumiendo al hombre naranja en un éxtasis de
tranquilo goce carente de espacio o tiempo.
—¿Qué es esto preguntó?
—Es la cuarta dimensión a la cual los humanos nunca
tuvieron acceso. Afortunadamente sus percepciones ya
han sido rebasadas por otras formas más complejas del
entendimiento.
“Ayer fui objeto de controversias irrelevantes,” -se
dijo a sí mismo el robot- “pero ahora soy pescador de
conciencias de naranja.”

domingo, junio 29, 2008

JACK LONDON -- EL DIENTE DE BALLENA

JACK LONDON

El diente de ballena




_
En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa-misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.
La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.
Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.
Los pobres misioneros, atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando que el fuego de Pentecostés iluminara las almas de los salvajes. Pero los caníbales de Fidji se resistían a dejarse civilizar mientras tuvieran provisiones abundantes de carne humana. Por aquella época fue cuando John Starhurst proclamó su intención de enseñar la Biblia de costa a costa y su propósito de penetrar en las montañas del interior, al norte de Río Rewa. Los maestros indígenas lloraban silenciosamente.
Sus compañeros misioneros trataron en vano de disuadirlo. El rey de Rewa le advirtió que seguramente los montañeses le aplicarían en cuanto lo vieran el kaikai -esto es, que se lo comerían-, y que el rey de Rewa, como cristiano, no tendría más remedio que declarar la guerra a los montañeses, que lo vencerían, a él se lo comerían y luego entrarían a saco en Rewa, y por tanto esta guerra costaría cientos de víctimas. Más tarde, una comisión de jefes indígenas de allí mismo se entrevistaron con él.
Starhurst los escuchó pacientemente, pero no cambió un ápice su decisión y modo de pensar. A sus compañeros los misioneros les dijo que él no tenía vocación de mártir, pero que estaba seguro de que enseñando la Biblia en todo el Viti Levu no hacía más que cumplir un mandato divino, y que se creía el escogido por Dios para tal fin.
Los mercaderes apelaron a objeciones y grandes argumentos para disuadirle de la idea, a todo lo cual él contestó:
-Sus observaciones no tienen para mí valor alguno, están inspiradas en el temor de los daños que en sus mercaderías se puedan causar. Ustedes están muy interesados en ganar dinero y yo en salvar almas. Hay que salvar a los habitantes de estas islas negras.
John Starhurst no era un fanático. Él hubiera sido el primero en negar esta imputación. Era un hombre eminentemente sano y práctico, estaba seguro de que su misión iba a ser un gran éxito, pues tenía la certeza de que la luz divina alumbraría las almas de los montañeses, provocando una sana revolución espiritual en todas las islas. En sus suaves ojos grises no había destellos de iluminado, pero sí se veía una inalterable resolución emanada de la fe que tenía en el Poder Divino, que era quien le guiaba.
Un hombre tan sólo aprobó la decisión de Starhurst. Era Ra Vatu, quien lo animaba en secreto y le ofreció guías hasta las primeras estribaciones de las montañas. El corazón de Ra Vatu, que había sido uno de los indígenas de peores instintos, comenzaba a emanar luz y bondad. Ya había hablado en varias ocasiones de querer convertirse en lotu (cristiano), y hubiera tenido acceso a la pequeña capilla de los misioneros a no ser por sus cuatro mujeres, a las cuales quería conservar; pero había asegurado a Starhurst que sería monógamo tan pronto como su primera mujer, que a la sazón estaba muy enferma, muriese.
John Starhurst comenzó su gran empresa por el río Rewa en una de las canoas de Ra Vatu. A distancia, recortándose la silueta en el cielo, divisábanse las montañas. en las que se veían varias columnitas de humo.
Starhurst las contemplaba con cierta impaciencia. Algunas veces rezaba en silencio, otras uníase a sus rezos un maestro indígena que lo acompañaba. Narau, que así se llamaba, era lotu desde hacía siete años, que su alma había sido salvada del infierno por el doctor James Eliery Brown, el cual lo había conquistado con unas plantas de tabaco, dos mantas de algodón y una gran botella de un licor balsámico. A última hora, y después de cerca de veinte horas de solitaria meditación, Narau había tenido la inspiración de acompañar a Starhurst en su viaje de predicación por las montañas inhospitalarias.
-Maestro, con toda seguridad te acompañaré -le había anunciado.
El misionero lo abrazó con gran alegría; no cabía duda de que Dios estaba con él, ya que con su ejemplo había decidido a un hombre tan pobre de espíritu como Narau, obligándolo a seguirle.
-Yo realmente no tengo valor, soy el más débil de los siervos del Señor -decía Narau durante la travesía del primer día de viaje en canoa.
-Debes tener fe, mucha fe -replicaba animándole Starhurst.
Otra canoa remontaba aquel mismo día el río Rewa, pero con una hora de retraso a la del misionero, y tomaba grandes precauciones para no ser vista. Iba ocupada por Erirola, primo mayor de Ra Vatu y su hombre de confianza. En un cestito, y siempre a la mano, llevaba un diente de ballena. Era un ejemplar magnífico; tenía seis pulgadas de largo, de bellísimas proporciones, y el marfil, con los años, había adquirido tonalidades amarillentas y purpúreas. El diente era propiedad de Ra Vatu, y en Fidji, cuando un diente de esa calidad intervenía en las cosas, éstas salían siempre a pedir de boca, pues es esta la virtud de los dientes de ballena. Cualquiera que sea el que acepta este talismán, no puede rehusar lo que se le pida antes o después de la entrega, y no hay un solo indígena capaz de faltar al compromiso que al aceptarlo contrae. La petición puede ser desde una vida humana hasta la más trivial de las alianzas o peticiones.
Más allá, río arriba, en el pueblo de un jefe llamado Mongondro, John Starhurst descansó al final del segundo día de canoa. A la mañana siguiente y acompañado por Narau, pensaba salir a pie hacia las humeantes montañas, que ahora, de cerca, eran verdes y aterciopeladas. Mongondro era viejo y pequeño, de modales afables y aspecto de elefantiasis; por tanto, ya la guerra con sus turbulencias no le atraía. Recibió al misionero con cariñosas demostraciones, lo sentó a su mesa y discutió con él de materias religiosas. Mongondro tenía espíritu muy inquisitivo y rogó a Starhurst que le explicase el principio del mundo. Con verdadera unción y palabra precisa, relatole el misionero el origen del mundo de acuerdo con el Génesis, y pudo observar que Mongondro estaba muy afectado. El pequeño y viejo jefe fumaba silenciosamente una pipa y, quitándola de entre sus labios, movió tristemente la cabeza.
-No puede ser -dijo-. Yo, Mongondro, en mi juventud era un excelente carpintero, y aun así tardé tres meses en hacer una canoa, una pequeña canoa, muy pequeña. ¡Y tú dices que toda la tierra y toda el agua la ha hecho un solo hombre...!
-Ya lo creo; han sido hechas por Dios, por el único Dios verdadero -interrumpió Starhurst.
-¡Es lo mismo -continuó Mongondro- que toda la tierra, el agua, los árboles, los peces, los matorrales, las montañas, el sol, la luna, las estrellas, hayan sido hechos en seis días! No, no y no. Ya te he dicho que en mi juventud era muy hábil y tardé tres meses en hacer una pequeña canoa. Esa es una historia para chicos, pero que ningún hombre puede creer.
-Yo soy un hombre -dijo el misionero.
-Seguro, tú eres un hombre; pero mi oscuro entendimiento no puede adivinar lo que tú piensas y crees.
-Pues yo te aseguro que creo firmemente que todo fue hecho en seis días.
-Eso dices tú, eso dices -replicaba humildemente el viejo caníbal.
Cuando John Starhurst y Narau se fueron a dormir, entró en la cabaña Erirola, el cual, después de un discurso diplomático, entregó el diente de ballena a Mongondro.
El jefe lo examinó; era muy bonito y deseaba poseerlo, pero adivinando lo que le iban a pedir no quiso aceptarlo y se lo devolvió a Erirola con grandes excusas.
Al amanecer del día siguiente, Starhurst se dirigió a pie, calzado con sus hermosas botas altas de una sola pieza, precedido de un guía que le había proporcionado Mongondro, hacia las montañas. Seguíale el fiel Narau, y una milla detrás y procurando no ser visto iba Erirola, siempre con el cesto en el que llevaba guardado el famoso diente de ballena. Durante dos días fue siguiendo los pasos del misionero y ofreciendo el diente a todos los jefes de los pueblos por donde pasaban, pero ninguno quería aceptarlo, pues la oferta era hecha tan inmediatamente después de la llegada del misionero que, sospechando todos la petición que les iban a hacer a cambio del diente, rechazaban el magnífico presente.
Íbanse internando demasiado en las montañas, y Erirola optó por dirigirse, aprovechando pasos secretos y directos, a la residencia del Buli de Gatoka, rey de las montañas. El Buli no tenía noticias de la llegada del misionero, y como el diente era un soberbio y bello talismán, fue aceptado con grandes muestras de júbilo por parte de todos los que lo rodeaban. Los asistentes estallaron en una especie de aplauso al posesionarse del diente el Buli y grandes voces cantaban a coro:
-¡A, woi, woi, woi! ¡A, woi, woi, woi! ¡A tabua levu! ¡Woi, woi! ¡A mudua, mudua, mudua!
-Pronto llegará aquí un hombre blanco -comenzó a decir Erirola tras una breve pausa-. Es un misionero y llegará de un momento a otro. A Ra Vatu le gustaría tener sus botas, pues quiere regalárselas a su buen amigo Mongondro, y también desearía que los pies se quedasen dentro de las botas, pues Mongondro es un pobre viejo y tiene los dientes estropeados. Asegúrate, gran Buli, de que los pies se queden dentro. El resto del misionero se puede quedar aquí.
La alegría del regalo del diente se aminoró con tal petición, pero ya no había medio de rehusar, estaba aceptado.
-Una pequeñez como es un misionero no tiene importancia -replicó Erirola.
-Tienes razón, no tiene importancia -dijo en alta voz el Buli-. Mongondro, tendrás las botas; vayan ustedes tres o cuatro y tráiganme al misionero, teniendo cuidado de que las botas no se estropeen o se vayan a perder.
-Ya es tarde -exclamó Erirola-. Escuchen, ya viene.
A través de la maleza espesísima, John Starhurst, seguido de cerca por Narau, apareció. Las famosas botas se le habían llenado de agua al vadear el río y arrojaban finísimos surtidores a cada paso que daba. En la mirada del misionero se leía la voluntad y el deseo de vencer. Tan convencido estaba de que su misión era inspiración divina, que no tenía ni la más ligera sombra de miedo, a pesar de que sabía que era el primer hombre blanco que se había atrevido a penetrar en los inexpugnables dominios de Gatoka.
John Starhurst vio al Buli salir de su casa seguido de su séquito de montañeses.
-Te traigo buenas nuevas -dijo saludando el misionero.
-¿,Quién ha sido el que te ha enviado? -preguntó el Buli sorda y pausadamente.
-Dios.
-Ese nombre es nuevo en Viti Levu -replicó el Buli-. ¿De qué islas, pueblos o chozas es jefe ese que tú dices?
-Es el jefe de todas las islas, pueblos, chozas y mares -contestó solemnemente Starhurst-. Es el supremo dueño y señor de cielo y tierra, y yo he venido aquí a traerte su palabra.
-¿Me envía por tu conducto dientes de ballena? -replicó insolentemente el Buli.
-No; pero mucho más valioso que los dientes de ballena es...
-Entre jefes esa es la costumbre -interrumpió el Buli-. Tu jefe o es un negro despreciable o tú eres un gran idiota, por haberte atrevido a venir a estas montañas con las manos vacías. Mira, fíjate: otro mucho más generoso ha venido a verme antes que tú.
Y diciendo esto, le mostró el diente de ballena que acababa de aceptar de manos de Erirola. Narau empezó a desfallecer y a sentirse angustiado.
-Es el diente de ballena de Ra Vatu -le dijo al oído a Starhurst-. Lo conozco muy bien, y ahora sí que no tenemos salvación.
-Un obsequio muy estimable -contestó el misionero pasándose la mano por sus largas barbas y ajustándose las gafas-. Ra Vatu se las ha arreglado de modo que seamos bien recibidos.
Pero Narau no las tenía todas consigo y disimuladamente empezó a alejarse de Starhurst, olvidando sus promesas de fidelidad hechas al empezar la temeraria aventura.
-Ra Vatu será lotu dentro de muy poco tiempo -empezó a decir el misionero-, y yo he venido a que tú también te hagas lotu.
-No necesito nada de ti -contestó orgullosamente el Buli- y es mi decisión que mueras hoy mismo.
El Buli hizo una seña a uno de sus montañeses, quien avanzó haciendo filigranas en el aire con su maza de guerra. Narau, viendo el pleito perdido, corrió a ocultarse entre unas chozas donde estaban las mujeres y los chicos; pero John Starhurst se abalanzó hacia su ejecutor por debajo de la maza y consiguió rodearle el cuello con sus brazos. En esta ventajosa posición comenzó a argumentarle. Defendía su vida, ya lo sabía, pero la defendía sin nerviosidades ni miedo.
-Cometerás un pecado muy grande si me matas -decía a su verdugo-. Yo no te he hecho ningún daño ni a ti ni al Buli.
Tan bien agarrado estaba al cuello del montañés, que los demás no se atrevían a dejar caer sus mazas por miedo a equivocarse de cabeza.
-Soy John Starhurst -continuó con calma-. He estado trabajando tres años, sin aceptar remuneración alguna, en las islas Fidji. He venido aquí para el bien de ustedes, ¿por qué me quieren matar? Mi muerte no beneficiará a ningún hombre.
El Buli echó una mirada a su diente de ballena. Estaba bien pagada la muerte del misionero. Éste se encontraba rodeado de una masa de salvajes desnudos que hacían grandes esfuerzos por acercarse a la presa. El cantó fúnebre predecesor del banquete de carne humana empezó a dejarse oír, adquiriendo tales tonalidades que ahogaban por completo la voz del misionero. Tan hábilmente plegaba éste su cuerpo al del montañés, que no había medio de asestarle el golpe de gracia.
Erirola sonreía y el Buli se exasperaba.
-¡Fuera ustedes! -gritó-. Heroica historia para que la vayan contando por la costa una docena de hombres como ustedes, y un misionero sin armas tan débil como una mujer puede más que todos juntos.
-¡Oh, gran Buli, y podré más que tú también! -gritó Starhurst, dominando a duras penas el griterío de los salvajes-. Mis armas son la Verdad y la Justicia, y no hay hombre que las resista.
-Ven hacia mí entonces -contestó el Buli-. La mía no es más que una pobre y miserable maza de guerra, y, según tú dices, no es capaz de vencerte.
El grupo separose de él, y John Starhurst quedó solo frente al Buli, que se apoyaba en su enorme y nudosa maza guerrera.
-Ven hacia mí, hombre misionero, y vénceme -gritaba el rey de las montañas, desafiándolo.
-Aun así, te venceré -contestó John, limpiando los cristales de sus gafas y guardándolas cuidadosamente mientras avanzaba.
El Buli levantó la maza.
-En primer lugar, te diré que mi muerte no te proporcionará provecho alguno.
-Dejo la respuesta a mi maza -contestó el Buli.
Y a cada tema que el misionero tocaba, respondía en la misma forma, sin dejar de observarle con atención para prevenirse del habilidoso abrazo. Entonces, y únicamente entonces, comprendió John Starhurst que su muerte era inevitable; pero llevado de su arraigada fe, se arrodilló y empezó a invocar al cielo, como si esperase algún milagro:
-Perdónalos, que no saben lo que hacen -decía como si estuviese en contacto con la Divinidad-. ¡Dios mío, ten compasión de Fidji! ¡Oh Jehovah, óyenos! ¡Por Él, por tu hijo, compadécete de Fidji! ¡Tú eres grande y Todopoderoso para salvarlos! ¡Sálvalos, oh Dios mío! ¡Salva a los pobres caníbales de Fidji!
El Buli, impaciente, dijo:
-Ahora te voy a contestar.
Levantó la maza sobre la cabeza del misionero, asiéndola con las dos manos. Narau, que estaba escondido, oyó el golpe del mazo contra la cabeza y se estremeció intensamente.
Después, la salvaje y fúnebre sinfonía volvía a resonar en las montañas, y comprendió Narau que su amado maestro había muerto y que su cuerpo era arrastrado a la hoguera para ser condimentado. Escuchó y percibió las palabras de la fúnebre canción:
¡Arrástrame suavemente, arrástrame suavemente!
¡Soy el campeón de mi patria!
¡Da las gracias, da las gracias!
A continuación, una sola voz cantaba:
¿Dónde está el hombre valiente?
Cien voces contestaban a coro:
¡Será arrastrado a la hoguera y asado!
Y cantaba de nuevo la voz que había interrogado:
¿Dónde está el hombre cobarde?
Y las cien voces vociferaban:
¡Se ha ido a contarlo, se ha ido a contarlo!
Narau gemía angustiado. Las palabras de la canción salvaje eran ciertas. Él era el cobarde; ya no le restaba más que huir, correr... ir a contar lo sucedido.


viernes, junio 27, 2008

Rabindranath Tagore -- GITANJALI ( POEMAS EN PROSA )

Gitanjali
(poemas en prosa)

Rabindranath Tagore


_
1


Fue tu voluntad hacerme infinito. Este frágil vaso mío tú lo derramas una y otra vez, y lo vuelves a llenar con nueva vida.
Tú has llevado por valles y colinas esta flautilla de caña, y has silbado en ella melodías eternamente nuevas.
Al contacto inmortal de tus manos, mi corazoncito se dilata sin fin en la alegría, y da vida a la expresión inefable.
Tu dádiva infinita sólo puedo recoger­la con estas pobres manitos mías. Y pasan los siglos, y tú sigues derramando, y siempre hay en ellas sitio que llenar.


2


Cuando tú me mandas que cante, mi corazón parece que va a romperse de orgullo. Te miro y me echo a llorar.
Todo lo duro y agrio de mi vida se me derrite en no sé qué dulce melodía, y mi adoración tiende sus alas, alegre como un pájaro que va pasando la mar.
Sé que tú complaces en mi canto, que sólo vengo a ti como cantor. Y con el fle­co del ala inmensamente abierta de mi canto, toco tus pies, que nunca pude creer que alcanzaría.
Y canto, y el canto me emborracha, y olvido quien soy, y te llamo amigo, a ti que eres mi señor.


3

¿Cómo cantas Tú, Señor? ¡Siempre te escucho mudo de asombro!
La luz de tu música ilumina el mundo, su aliento va de cielo a cielo, su raudal santo vence todos los pedregales y sigue, en un torbellino, adelante.
Mi corazón anhela ser uno con tu can­to, pero en vano busca su voz. Quiero hablar, pero mi palabra no se abre en melodía; y grito vencido. ¡Ay, cómo envuelves mi corazón en el enredo infi­nito de tu música, Señor!


4

Quiere tener mi cuerpo siempre puro, vida de mi vida, que has dejado tu hue­lla viva sobre mí.
Siempre voy a tener mi pensamiento libre de falsía, pues tú eres la verdad que ha encendido la luz de la razón en mi frente.
Voy a guardar mi corazón de todo mal, y a tener siempre mi amor en flor, pues que tú estás sentado en el sagrario más íntimo de mi alma.
Y será mi afán revelarte en mis accio­nes, pues que sé que tú eres la raíz que fortalece mi trabajo.


5

Sé indulgente conmigo un momento, y déjame sentarme a tu lado, que luego terminaré lo que estoy haciendo.
Mi corazón, si no te ve, no tiene sosie­go, y mi trabajo es como un afán infinito en un fatigoso mar sin playas.
El verano ha venido hoy a mi ventana, zumbando y suspirando, y han venido las abejas, trovadores en la corte del bos­que florecido.
Es el tiempo de sentarse quieto frente a ti, el tiempo de cantarte, en un ocio mudo y rebosante, la ofrenda de mi vida.


6


Anda, no esperes más; toma esta florcita, no se mustie y se deshoje.
Quizás no tengas sitio para ella en tu guirnalda; pero hónrala, lastimándola con tu mano, y arráncala, no sea que se acabe el día sin que yo me dé cuenta; y se pase el tiempo de la ofrenda.
Aunque su color sea tan pobre, y tan poco su olor, ¡anda, ten esta flor para ti, arráncala ahora que es tiempo!


7

Mi canción, sin el orgullo de su traje, se ha quitado sus galas para ti. Porque ellas estorbarían nuestra unión, y su campanilleo ahogaría nuestros suspiros.
Mi vanidad de poeta muere de ver­güenza ante ti, Señor, poeta mío. Aquí me tienes sentado a tus pies. Déjame sólo hacer recta mi vida y sencilla, como una flauta de caña, para que tú la llenes de música.


8


El niño vestido de príncipe, colgado de ricas cadenas, pierde el gusto de su jue­go, porque su atavío le estorba a cada paso.
Por temor a rozarse o a empolvarse, se aparta del mundo, y no se atreve ni siquiera a moverse.
Madre, ¿gana él algo con ser esclavo de ese lujo que le aparta del polvo salu­dable de la tierra, que le roba el derecho de entrar en la gran fiesta de la vida de todos los hombres?


9

¡Necio, que intentas llevarte sobre tus propios hombros! ¡Pordiosero, que vie­nes a pedir a tu propia puerta!
Deja todas las cargas en las manos de aquel que puede con todo, y nunca mires atrás nostálgico.
Tu deseo apaga al punto la lámpara que toca con su aliento. ¡No tomes sus dádivas malsanas con manos impuras! ¡Recoge sólo lo que te ofrece el amor sagrado!


10


Tienes tu escabel, y tus pies descansan, entre los más pobres, los más humildes y perdidos.
Quiero inclinarme ante ti, pero mi pos­tración no llega nunca a la cima donde tus pies descansan entre los más pobres, los más humildes y perdidos.
El orgullo no puede acercarse a ti, que caminas, con la ropa de los miserables, entre los más pobres, los más humildes y perdidos.
Mi corazón no sabe encontrar su sen­da, la senda de los solitarios, por donde tú vas entre los más pobres, los más humildes y perdidos.



11


Deja ya esa salmodia, ese canturreo, ese pasar y repasar rosarios. ¿A quién adoras, di, en ese oscuro rincón solitario del templo cerrado? ¡Abre tus ojos, y ve tu Dios no está ante ti!
Dios está donde el labrador cava la tie­rra dura, donde el picapedrero pica la piedra; está con ellos, en el sol y en la lluvia, lleno de polvo el vestido. ¡Quíta­te ese manto sagrado y baja con tu Dios al terruño polvoriento!
¿Libertad? ¿Donde quieres encontrar libertad? ¿No se ha atado él mismo, lle­no de alegría a la Creación? ¡Sí, él está atado a nosotros todos para siempre!
¡Sal ya de tu éxtasis, déjate ya de flores y de incienso! ¿Qué importa que tus ropas se manchen o se andrajen? ¡Ve a su encuentro, ponte a su lado, y trabaja, y que sude tu frente!


12


¡Cuánto tiempo dura mi viaje, y qué largo es mi camino!
Salí en la carroza del primer albor, y caminé a través de los desiertos de los mundos, dejando mi rastro por las estre­llas infinitas.
La ruta más larga es la que sale más pronto a ti, y la más complicada ense­ñanza no lleva sino a la perfecta senci­llez de una melodía.
El viajero tiene que llamar, una tras otra, a todas las puertas extrañas para llegar a la suya; ha de vagar por todos los mundos de afuera, si quiere llegar al fin a su santuario interior.
Mis ojos erraron por todos los confines antes de que yo los cerrara diciendo: "Aquí estás". Y el grito y la pregunta: "¡Ay!, ¿dónde?", se derriten en las lágri­mas de mil raudales y ahogan el mundo con el desbordamiento de su "¡Yo soy!".


13

La canción que yo vine a cantar, no ha sido aún cantada.
Mis días se me han ido afinando las cuerdas de mi arpa; pero no he hallado el tono justo, y las palabras no venían bien. ¡Sólo la agonía del afán en mi cora­zón!
Aún no ha abierto la flor, sólo suspira el viento.
No he visto su cara, ni he oído su voz; sólo oí sus pasos blandos, desde mi casa, por el camino.
Todo el día interminable de mi vida me lo he pasado tendiendo en el suelo mi estera para él; pero no encendí la lám­para, y no puedo decirle que entre.
Vivo con la esperanza de encontrarlo; pero ¿cuándo lo encontraré?


14

Mis deseos son infinitos, lastimeros mis clamores; pero tú me salvas siempre con tu dura negativa. Y esta recta merced ha traspasado de parte a parte mi vida.
Día tras día me haces digno de los dones grandes y sencillos que me diste sin yo pedírtelos, el cielo y la luz, mi cuerpo, mi vida y mi entendimiento; y me has salvado, día tras día, del escollo de los deseos violentos.
A veces me retardo lánguido, a veces me despierto y me desvivo en busca de mi fin; pero tú, cruel, te escondes de mí.
Día tras día, a fuerza de rehusarme, de librarme de los peligros del deseo débil y vago, me estás haciendo digno de ser tuyo del todo.


15

Estoy aquí para cantarte. Mi rinconcito está en este salón tuyo.
Nada tengo que hacer en este mundo tuyo; mi vida inútil no sabe más que sal­tar en melodías sin razón. Cuando en el oscuro templo de la medianoche dé la hora de adorarte en silencio, ¡mándame que te venga a cantar, maestro mío!
Cuando el arpa de oro esté afinada en el aire matutino, ¡hónrame tú ordenando mi presencia!


16


Fui invitado a la fiesta de este mundo, y así mi vida fue bendita. Mis ojos han visto, y oyeron mis oídos.
Mi parte en la fiesta fue tocar este ins­trumento; y he hecho lo que pude.
Y ahora te pregunto: ¿no es tiempo todavía de que yo pueda entrar, y ver tu cara, y ofrecerte mi saludo silencioso?


17


Sólo espero al amor para entregarme al fin en sus manos. Por eso es tan tarde, por eso soy culpable de tantas distrac­ciones.
Vienen todos, con leyes y mandatos, a atarme a la fuerza; pero yo me escapo siempre, porque sólo espero al amor para entregarme, al fin, en sus manos.
Me culpan, me llaman atolondrado. Sin duda tienen razón.
Terminó el día de feria, y todos los tra­tos están ya hechos. Y los que vinieron en vano a llamarme, se han vuelto, colé­ricos. Sólo espero al amor para entregar­me al fin en sus manos.


18


Las nubes se amontonan sobre las nubes, y oscurece. ¡Ay, amor! ¿por qué me dejas esperarte, solo en tu puerta?
En el afán del mediodía, la multitud me acompaña; pero en esta oscuridad solita­ria, no tengo más que tu esperanza.
Si no me enseñas tu cara, si me dejas del todo en este abandono, ¿cómo voy a pasar estas largas horas lluviosas?
Miro la lejana oscuridad del cielo, y mi corazón vaga gimiendo con el viento sin descanso.


19


Si no hablas, llenaré mi corazón de tu silencio, y lo tendré conmigo. Y espera­ré, quieto, como la noche en su desvelo estrellado, hundida pacientemente mi cabeza.
Vendrá sin duda la mañana. Se desva­necerá la sombra, y tu voz se derramará por todo el cielo, en arroyos de oro.
Y tus palabras volarán, cantando, de cada uno de mis nidos de pájaros, y tus melodías estallarán en flores, por todas mis profusas enramadas.


20


Aquel día en que abrió el loto, mi pen­samiento andaba vagabundo, y no supe que florecía. Mi canasto estaba vacío, y no vi la flor.
Sólo de vez en cuando, no sé qué tris­teza caía sobre mí; y me levantaba sobresaltado de mi sueño, y olía un ras­tro dulce de una extraña fragancia que erraba en el viento del sur.
Su vaga ternura traspasaba de dolor nostálgico mi corazón. Me parecía que era el aliento vehemente del verano que anhelaba completarse.
¡Yo no sabía entonces que el loto esta­ba tan cerca de mí, que era mío, que su dulzura perfecta había florecido en el fondo de mi propio corazón!


21


¿Cuándo echaré mi barca a la mar? Las horas lánguidas se me pasan en la orilla ¡ay!
La primavera acabó de florecer y se ha ido. Y cargado de vanas flores marchitas, espero y tardo.
Se han puesto las olas clamorosas, y en la vereda en sombra de la orilla, las hojas amarillas aletean y caen.
¿Qué miras, di, en el vacío? ¿No sien­tes estremecerse el aire de una canción lejana que viene, flotando, de la otra ori­lla?


22


En la profunda oscuridad de julio llu­vioso, tú vas caminando en secreto, mudo como la noche, evitando a los que te vigilan.
Hoy, la mañana ha cerrado sus ojos, sin hacer caso de la insistente llamada del huracán del este, y un espeso manto ha caído sobre el azul siempre alerta del cielo.
Los bosques han dejado de cantar, las puertas de las casas están todas cerradas. Tú eres el transeúnte solitario de la calle desierta.
¡Unico amigo mío, mi más amado ami­go; mira abiertas las puertas de mi casa; no pases de largo como un sueño!


23


¿Has salido, esta noche de tormenta, en tu viaje de amor, amigo mío?
-El cie­lo se queja como un desesperado-. ¡No puedo dormir! Abro mi puerta a cada instante, y miro a la oscuridad, mas nada veo. Amigo mío, ¿dónde está tu camino, di?
¿Por qué vaga ribera de qué río de tin­ta, por qué lejano seto de qué imponen­te floresta, a través de qué intrincada profundidad oscura vienes trenzando tu ruta hacia mí, amigo mío?


24


Si se ha acabado el día, si ya no cantan los pájaros, si el viento rendido ha floje­ado, cúbreme bien con el manto de la sombra, como has cerrado tiernamente las hojas del loto desfallecido en el cre­púsculo.
¡Quítale la vergüenza y la pobreza al caminante que ha vaciado su alforja antes de acabar el viaje, que tiene roto y empolvado su vestido, cuya fuerza está exhausta; renueva su vida, como una flor, bajo el manto de la noche miseri­cordiosa!


25


En la noche fatigada, déjame entregar­me sin lucha al sueño, con mi confianza en ti.
¡No consientas que fuerce mi espíritu flojo a una pobre preparación para ado­rarte!
¿Acaso no eres tú quien corre el velo de la noche sobre los ojos rendidos del día, para renovar su sentido con la refrescada alegría del despertar?


26


Vino, y se sentó a mi lado; pero yo no desperté. ¡Maldito sueño aquél, ay!
Vino en la noche tranquila. Traía el arpa en sus manos, y mis sueños resona­ron con sus melodías.
¡Ay!, ¿por qué se van así mis noches? ¿Por qué no lo veo nunca cuando su aliento está rozando mi sueño?


27


¡Luz! ¿Dónde está la luz? ¡Enciéndela, ardor brillante del deseo!
Aquí está la lámpara, pero ¿y el aleteo de la llama? ¿Es éste tu destino, corazón? ¡Ay, cuánto mejor fuera la muerte!
La miseria llama a tu puerta, y te dice que tu señor está desvelado, que te llama en cita de amor, entre la sombra de la noche.
Los nubarrones cubren el cielo, la lluvia no para. ¡No sé qué es esto que se mueve en mí, no sé qué quiere decir esto que siento!
El resplandor momentáneo del relám­pago me arrolla una sombra más profun­da sobre los ojos. Mi corazón busca a ciegas por el camino que va adonde la música de la noche me está llamando.
¡Luz! ¡Ay!, ¿dónde está la luz? ¡Enciénde­la, ardor brillante del deseo!
-Truena, y el viento se abalanza clamoroso, y la noche está negra como la pizarra.
-¡No dejes que pasen las horas en la sombra! ¡Encien­de la lámpara del amor con tu vida!


28


Firmes son mis ataduras; pero mi cora­zón me duele si trato de romperlas.
No deseo más que libertad; peor me da vergüenza su esperanza.
Sé bien qué tesoro inapreciable es el tuyo, que tú eres mi mejor amigo; pero no tengo corazón para barrer el oropel que llena mi casa.
De polvo y muerte es el sudario que me cubre. ¡Qué odio le tengo! Y, sin embargo, lo abrazo enamorado.
Mis deudas son grandes, infinitos mis fracasos, secreta mi vergüenza y dura. Pero cuando vengo a pedir mi bien, tiemblo temeroso, no vaya a ser oída mi oración.


29


Estoy llorando, encerrado en la maz­morra de mi nombre. Día tras día, levan­to, sin descanso, este muro a mi alrede­dor; y a medida que sube al cielo, se me esconde mi ser verdadero en la sombra oscura.
Este hermoso muro es mi orgullo, y lo enluzco con cal y arena, no vaya a que­dar el más leve resquicio. Y con tanto y tanto cuidado, pierdo de vista mi verda­dero ser.


30

Salí solo a mi cita. ¿Quién es ese que me sigue en la oscuridad silenciosa?
Me echo a un lado para que pase, pero no pasa.
Su marcha jactanciosa levanta el pol­vo, su voz recia duplica mi palabra.
¡Señor, es mi pobre yo miserable! Nada le importa a él de nada; pero ¡qué vergüenza la mía de venir con él a tu puerta!


31


"Prisionero, ¿quién te encadenó?".
"Mi Señor", dijo el prisionero. "Yo creí asombrar al mundo con mi poder y mi riqueza, y amontoné en mis cofres dine­ro que era de mi Rey. Cuando me venció el sueño, me eché sobre el lecho de mi Señor. Y al despertar, me encontré preso en mi propio tesoro."
"Prisionero, ¿quién forjó esta cadena inseparable?"
Dijo el prisionero: "Yo mismo la forjé cuidadosamente. Pensé cautivar al mun­do con mi poder invencible; que me dejara en no turbada libertad. Y trabajé, día y noche, en mi cadena, con fuego enorme y duro golpe. Cuando terminé el último eslabón, vi que ella me tenía aga­rrado."


32


Los que me aman en este mundo, hacen todo cuanto pueden por retener­me; pero tú no eres así en tu amor, que es más grande que ninguno, y me tienes libre.
Nunca se atreven a dejarme solo, no los olvide; pero pasan y pasan los días, y tú no te dejas ver.
Y aunque no te llame en mis oraciones, aunque no te tenga en mi corazón, tu amor siempre espera a mi amor.


33


Entraron en mi casa con alba, dicien­do: "Cabremos bien en el cuarto más pequeño".
Decían: "Te ayudaremos en el culto de tu Dios, y nuestra humildad tendrá de sobra con la parte de gracia que le toque". Y se sentaron en un rincón, y estaban quietos y sumisos.
¡Pero en la oscuridad de la noche sen­tí que forzaban la entrada de mi santua­rio, fuertes e iracundos; que se llevaban, con codicia impía, las ofrendas del altar de Dios!


34

Que sólo quede de mí, Señor, aquel poquito con que pueda llamarte mi todo.
Que sólo quede de mi voluntad aquel poquito con que pueda sentirte en todas partes, volver a ti en cada cosa, ofrecer­te mi amor en cada instante.
Que sólo quede de mí aquel poquito con que nunca pueda esconderte.
Que sólo quede de mis cadenas aquel poquito que me sujete a tu deseo, aquel poquito con que llevo a cabo tu propósi­to en mi vida; la cadena de tu amor.


35

Permite, Padre, que mi patria se des­pierte en ese cielo donde nada teme el
alma, y se lleva erguida la cabeza; don­de el saber es libre; donde no está roto el mundo en pedazos por las paredes case­ras; donde la palabra surte de las hondu­ras de la verdad; donde el luchar infati­gable tiende sus brazos a la perfección; donde la clara fuente de la razón no se ha perdido en el triste arenal desierto de la yerta costumbre; donde el entendi­miento va contigo a acciones e ideales ascendentes...
¡Permite, Padre mío, que mi patria se despierte en ese cielo de libertad!


36

Mi oración, Dios mío, es ésta:
Hiere, hiere la raíz de la miseria en mi corazón.
Dame fuerza para llevar ligero mis ale­grías y mis pesares.
Dame fuerza para que mi amor dé fru­tos útiles.
Dame fuerza para no renegar nunca del pobre, ni doblar mi rodilla al poder del insolente.
Dame fuerza para levantar mi pensa­miento sobre la pequeñez cotidiana.
Dame, en fin, fuerza para rendir mi fuerza, enamorado, a tu voluntad.


37

Creí que mi último viaje tocaba ya a su fin, gastado todo mi poder; que mi sen­dero estaba ya cerrado, que había ya consumido todas mis provisiones, que era el momento de guarecerme en la silenciosa oscuridad.
Pero he visto que tu voluntad no se acaba nunca en mí. Y cuando las pala­bras viejas se caen secas de mi lengua, nuevas melodías estallan en mi corazón; y donde las veredas antiguas se borran, aparece otra tierra maravillosa.


38


¡Te necesito a ti, sólo a ti! Deja que lo repita sin cansarse mi corazón. Los demás deseos que día y noche me embargan, son falsos y vanos hasta sus entrañas.
Como la noche esconde en su oscuri­dad la súplica de la luz, en la oscuridad de mi inconsciencia resuena este grito: ¡Te necesito a ti, sólo a ti!
Como la tormenta está buscando paz cuando golpea la paz con su poderío, así mi rebelión golpea contra tu amor y gri­ta: ¡Te necesito a ti, sólo a ti!


39


Cuando esté duro mi corazón y reseco, baja a mí como un chubasco de miseri­cordia.
Cuando la gracia de la vida se me haya perdido, ven a mí con un estallido de canciones.
Cuando el tumulto del trabajo levante su ruido en todo, cerrándome el más allá, ven a mí, Señor del silencio, con tu paz y tu sosiego.
Cuando mi pordiosero corazón esté acurrucado cobardemente en un rincón, rompe tú mi puerta, Rey mío, y entra en mí con la ceremonia de un rey.
Cuando el deseo ciegue mi entendi­miento, con polvo y engaño, ¡Vigilante santo, ven con tu trueno y tu resplandor!

40

¡Cuánto tiempo hace que no llueve, Dios mío, en mi seco corazón! El hori­zonte está ferozmente desnudo, ni el más delgado vapor de la nube más sua­ve, ni el más vago indicio del fresco chu­basco más lejano.
¡Manda tu tormenta furibunda, negra y mortífera, si quieres, y sobresalta de par­te a parte el cielo, con el látigo de tu relámpago!
¡Pero, recoge, Señor, llama a ti este calor silencioso que todo lo penetra, quieto y cruel; este calor terrible que quema al corazón su esperanza!
¡Que la nube de gracia descienda y se incline a mí, como la mirada llorosa de la madre, el día de la cólera paterna!



41


¿Dónde estás tú, amor mío? ¿Por qué te escondes detrás de todos, en la sombra? ¡Te empujan y te pasan por el camino polvoriento, creyendo que no eres nadie! Yo no sé el tiempo que hace que te espe­ro, cansado, con mis ofrendas para ti; y los que van y vienen, toman mis flores, una a una, y dejan vacío mi canasto.
Pasaron mañana y mediodía. Es el ano­checer, y mis ojos están caídos de sueño en la sombra. Los hombres que vuelven a sus hogares, me miran sonriendo, y me avergüenzan. Estoy sentada como una muchacha mendiga, con la falda por la cara. Y cuando me preguntan qué quie­ro, bajo los ojos y callo.
¡Ay!, ¿cómo les voy a decir que te espe­ro a ti, que tú me has prometido que ven­drás? ¿Cómo me dejaría decir mi timidez que esta miseria mía es la dote que te guardo? ¡Ay!, ¡cómo aprieto este orgullo contra mí, en el secreto de mi corazón!
Sentada en la yerba, miro al cielo y sueño con el súbito esplendor de tu lle­gada. Llamean mil antorchas, los gallar­detes de oro vuelan sobre tu carro, y los caminantes miran boquiabiertos cómo desciendes de tu asiento y me alzas del polvo, cómo sientas a tu lado a esta mendiguilla andrajosa, que tiembla de orgullo y de vergüenza como una enre­dadera en la brisa del verano.
Pero pasa el tiempo, y no se oyen las ruedas de tu carroza. ¡Cuánta procesión va y viene, palpitante, entre gritos y relumbrones de gloria! ¿Sólo eres tú quien tiene que seguir en la sombra, callado detrás de todos? ¿Sólo soy yo quien ha de esperar y llorar y gastar, en vano afán, su corazón?


42

En el alba, se murmuró que tú y yo habíamos de embarcarnos solos, y que nadie en el mundo sabría nada de nues­tro viaje sin fin y sin objeto.
Por un mar sin orillas, ante tu callada sonrisa arrobada, mis canciones henchi­rían sus melodías, libres como las olas, libres de la esclavitud de las palabras.
¿No es la hora todavía? ¿Aún hay algo que hacer? Mira, el anochecer cae sobre la playa, y en la luz que se apaga, los pájaros del mar vuelven a sus nidos.
¿Cuándo se soltarán las amarras, y la barca, como el último vislumbre del poniente, se desvanecerá en la noche?


43

Fue un día en que yo no te esperaba. Y entraste, sin que yo te lo pidiera, en mi corazón, como un desconocido cual­quiera, Rey mío; y pusiste tu sello de eternidad en los instantes fugaces de mi vida.
Y hoy los encuentro por azar, desparra­mados en el polvo, con tu sello, entre el recuerdo de las alegrías y los pesares de mis anónimos días olvidados.
Tú no desdeñaste mis juegos de niño por el suelo; y los pasos que escuché en mi cuarto de juguetes, son los mismos que resuenan ahora de estrella en estre­lla.


44


Mi alegría es vigilar, esperar junto al camino, donde la sombra va tras la luz, y la lluvia sigue los pasos del verano.
Mensajeros, que traen nuevas de cielos desconocidos, me saludan y siguen apri­sa por la senda. Mi corazón late conten­to dentro de mí, y el aliento de la brisa que pasa me es dulce.
Del alba al anochecer, estoy sentado en mi puerta. Sé que, cuando menos lo piense, vendrá el feliz instante en que veré.
Mientras, sonrío y canto solo. Mien­tras, el aire se está llenando del aroma de la promesa.


45

¿No oíste, sus pasos silenciosos? El vie­ne, viene, viene siempre.
En cada instante y en cada edad, todos los días y todas las noches, él viene, vie­ne, viene siempre.
He cantado muchas canciones y de mil maneras; pero siempre decían sus notas: él viene, viene, viene siempre.
En los días fragantes del soleado abril, por la vereda del bosque, él viene, viene, viene siempre.
En la oscura angustia lluviosa de las noches de julio, sobre el carro atronador de las nubes, él viene, viene, viene siem­pre.
De pena en pena mía, son sus pasos los que oprimen mi corazón, y el dorado roce de sus pies es lo que hace brillar mi alegría.


46

No sé desde qué tiempos distantes estás viniendo a mí. Tu sol y tus estrellas no podrán nunca esconderte de mí para siempre.
¡Cuántas mañanas y cuántas noches he oído tus pasos! ¡Cuántas tu mensajero entró en mi corazón y me llamó en secreto!
Hoy, no sé por qué, mi vida está loca, y una trémula alegría me pasa el cora­zón.
Es como si hubiese llegado el tiempo de acabar mi trabajo. Y siento en el aire no sé qué vago aroma de tu dulce pre­sencia.


47

Se me ha pasado la noche esperándolo en vano. Tengo miedo, no vaya a venir, de pronto, con la mañana, a mi puerta, cuando yo me haya quedado dormido de cansancio. ¡Amigos, dejadle franco el camino, no le prohibáis que pase!
Si el rumor de sus pasos no me desper­tara, os ruego que no vayáis a despertar­me. ¡Y ojalá no me despertara tampoco el coro gritón de los pájaros, ni el albo­roto del viento en la fiesta de la luz del amanecer! ¡No me despertéis, aunque mi Señor venga de pronto a mi puerta!
¡Ay, sueño mío, precioso sueño, que sólo espera su roce para desvanecerse! ¡Ay, mis ojos cerrados, que se abrirían a la luz de su sonrisa, si él surgiera ante mí, como un sueño, de la oscuridad de mi sueño!
¡Que se aparezca él a mis ojos como la luz primera y la primera forma! ¡Que el primer estremecimiento de alegría le venga a mi alma amanecida de su mirar! ¡Que mi retorno a mí mismo sea volver de pronto a él!


48


El mañanero mar del silencio se que­bró en ondas de cantos de pájaros. Las flores estaban contentas junto al camino. Un tesoro de oro se derramó por entre las rajadas nubes. Pero nosotros seguía­mos a prisa nuestro camino, sin hacer caso.
No cantábamos nuestra alegría ni jugá­bamos; no nos llegamos a la aldea a comprar ni a vender; no hablábamos ni sonreíamos, ni nos parábamos a descan­sar. Ibamos más de prisa cada vez, con las horas.
Llegó el sol al cenit, y las tórtolas se arrullaron en la sombra; las hojas secas danzaron y volaron en el aire caliente del mediodía; el pastorcillo se adormiló a la sombra del baniano. Y yo me eché, orilla del agua, y estiré mi cuerpo rendi­do sobre la yerba.
Mis compañeros me insultaron con desprecio y, erguidas las cabezas, sin mirar atrás ni pararse un instante, siguie­ron afanosos y se perdieron en la bru­mosa lejanía azul. Cruzaron prados y colinas, pasaron extraños países distan­tes...
¡Sea tuyo todo el honor, escuadrón heroico del sendero interminable! Tu mofa y tu reproche me tentó a levantar­me; pero yo no respondí; me di por bien perdido en la cima de mi alegre humilla­ción, a la sombra de una vaga felicidad.
La paz de la verde sombra, que el sol recamaba, se tendió lenta sobre mi cora­zón. Olvidé el porqué de mi viaje y per­dí, sin lucha, mi pensamiento en un laberinto de sombras y canciones.
Y cuando salí de mi sueño, mis ojos abiertos te vieron ante mí, anegando mi sueño en tu sonrisa. ¿Cómo había yo pensado que era lago y penoso el cami­no, que no era necesario luchar tanto para alcanzarte?


49

Bajaste de tu trono, y te viniste a la puerta de mi choza.
Yo estaba solo, cantando en un rincón, y mi música encantó tu oído. Y tú bajas­te y te viniste a la puerta de mi choza.
Tú tienes muchos maestros en tu salón, que, a toda hora, te cantan. Pero la sen­cilla copla ingenua de este novato te enamoró; su pobre melodía quejumbro­sa, perdida en la gran música del mun­do.
Y tú bajaste con el premio de una flor, y te paraste a la puerta de mi choza.


50

Iba yo pidiendo, de puerta en puerta, por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos, como un sueño magnífico. Y yo me preguntaba, maravillado quién sería aquel Rey de reyes.
Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limos­nas espontáneas, tesoros derramados por el polvo.
La carroza se paró a mi lado. Me miras­te y bajaste sonriendo. Sentí que la feli­cidad de la vida me había llegado al fin. Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome: "¿Puedes darme alguna cosa?".
¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confu­so y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo, y te lo di.
Pero qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para dárteme todo!



51

Oscureció. Nuestro trabajo estaba cumplido. Creíamos que había llegado ya el último huésped de la noche y que las puertas de la aldea estaban todas cerradas. Alguno dijo que el Rey tenía que venir. Y nos reímos y dijimos: "No puede ser".
Creímos que habían llamado a la puer­ta, pero pensamos que sería el viento. Y apagamos las lámparas y nos echamos a dormir. Alguno dijo: "Es el Heraldo del Rey". Y nos reímos y dijimos: "No, es el viento".
Se oyó un ruido en la cerrazón de la noche. En nuestro duermevela, nos pare­ció un trueno lejano. Y tembló la tierra y se mecieron los muros, sobresaltando nuestro sueño. Alguno dijo que era un rodar de ruedas. Y contestamos adormi­lados: "No, debe ser el carro de las nubes".
Aún era de noche cuando sonó el tam-
bor. Y oímos: "¡Despertad pronto!". Tem­blando de espanto, nos tomábamos el corazón con las manos. Alguno dijo: "¡Mirad la bandera del Rey!". Y nos levantamos gritando: "¡No hay tiempo que perder!".
Aquí está el Rey, pero ¿y las antorchas, y las guirnaldas, y el trono para él? ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¿Dónde está el salón? ¿Dónde las colgaduras? Alguno dijo: "¿A qué viene ese lamento? ¡Saludadlo con manos vacías, entradlo en vuestros cuartos desnudos!".
¡Abrid las puertas! ¡Que suenen las trompetas! ¡Ha venido el Rey de nuestra triste casa oscura, en la profundidad de la noche! ¡Truena el cielo, y el relámpa­go estremece las tinieblas! ¡Saca tu este­rilla andrajosa y tiéndela en el patio, que nuestro Rey de la noche horrible ha venido, de pronto, en la tormenta!


52


Pensé pedirte la guirnalda de rosas de tu cuello, pero no me atreví. Y esperé la mañana, y cuando te fuiste, tomé algu­nos pedacitos de flores de tu lecho. Y como una mendiga, buscaba por la aurora alguna hojita perdida.
¡Ay!, ¿y qué he encontrado?, ¿qué me queda de tu amor? ¡Ni flor, ni especias, ni frasco de perfume, sino tu espada terrible, destellante como una llama, pesada como el rayo!
La luz nueva de la mañana entra por la ventana y se tiende en tu lecho. El pája­ro primero me pregunta piando: "¿Qué encontraste, mujer?" ¡No, no es flor, ni especias, ni redoma de perfume, sino tu espada terrible!
Me siento a meditar, maravillada, en esta dádiva tuya. No sé dónde esconder­la. Me da vergüenza ponérmela, tan débil como soy. Me duele cuando la aprieto contra mi pecho. Sin embargo, llevaré esta dádiva tuya, esta carga de dolor, en mi corazón.
Nada temeré en el mundo ya, y tú serás victorioso en todas mis luchas. Tú me has dado por compañera a la muerte, y yo la coronaré con mi vida. ¡Aquí tengo tu espada para cortar mis ataduras! ¡Nada temeré ya en el mundo!
¡Lejos de mí, desde hoy, los adornos vanos! ¡Señor de mi corazón, ya no llo­raré, ni desesperaré más por los rinco­nes; ya no seré nunca más tímida ni mimosa! ¡Me has dado, para adornarme, tu espada! ¡Lejos de mí, los adornos de muñeca!


53


¡Qué bella es tu pulsera encendida de estrellas, incrustada mágicamente con joyas de mil colores; pero cuánto más bella es tu espada con su curva de relám­pago, como las alas abiertas del pájaro divino de Vishnu, cuando vuela tranqui­lo en la irritada luz roja del ocaso!
Se estremece como la última respuesta solitaria de la vida estática de dolor, al golpe decisivo de la muerte. Brilla igual que la pura llama de la vida, cuando abrasa la impureza diaria en el destello furibundo.
¡Qué bella es tu pulsera encendida de estrellas! Pero tu espada, Señor del true­no, está forjada con belleza definitiva, ¡y es terrible a los ojos y al pensamiento!


54


Nada te pedí; ni siquiera te dije mi nombre al oído. Y cuando te despediste, me quedé silenciosa.
Yo estaba sola junto al pozo, donde caía la sombra oblicua del árbol. Las mujeres se volvían a sus casas con sus cántaros morenos de barro rebosantes, y me gritaron: "¡Ven, que va a ser medio­día!". Pero yo me retardaba lánguida­mente, perdida en vagos pensamientos.
No oí tus pasos cuando venías. Cuan­do me miraste, tenías tristes los ojos; y con qué fatigada voz me dijiste bajo: "¡Ay, qué sed tiene el pobre caminan­te!". Desperté sobresaltada de mis ensueños y eché agua de mi cántaro en tus palmas juntas ... Las hojas se roza­ban sobre nuestras cabezas, el cuclillo cantaba desde la sombra invisible, y de la revuelta del camino venía el perfume de las flores.
Cuando me preguntaste mi nombre, ¡me dio una vergüenza! Verdaderamen­te, ¿qué había hecho yo para merecer tu recuerdo? Pero el recordar que yo pudie­ra quitarte tu sed con mi agua, se me ha quedado en el corazón, y lo envolverá para siempre de su dulzura.
Ya pasó la mañana, el pájaro canta monótono, las hojas del árbol murmuran allá arriba. Y yo, sentada, pienso, pien­so...


55


Aún está lánguido tu corazón, aún se te cierran los ojos de sueño.
¿No sabes que la flor está reinando, esplendorosa, entre espinas? ¡Despierta, despierta! ¡No dejes pasar el tiempo en vano!
Allá al fin del sendero guijarroso, en una solitaria tierra virgen, mi amigo está sentado solitario. ¡No lo engañes espe­rándote! ¡Despierta, despierta!
¿Qué si el cielo jadea y palpita en la brasa del mediodía? ¿Qué si la arena hir­viente tiende su manto sediento?
¿No sientes alegría en la profundidad de tu corazón? ¿No se abrirá el arpa del camino, a cada paso tuyo, en suave música de dolor?



56


¡Qué plenitud la de tu alegría en mí! ¡Qué descendimiento a mí el tuyo! Señor de todos los cielos, si yo no exis­tiera, ¿qué sería de tu amor?
Tú me tienes como compañero de tu tesoro; tus alegrías están jugando sin parar en mi corazón y tu voluntad está siempre recreándose en mi vida.
Por eso tú, Rey de reyes, te has ador­nado tan hermosamente, enamorado de mi corazón. Por eso te pierdes de amor en el amor de tu amante. Y allí eres vis­to, en la perfecta unión de los dos.


57


¡Luz, luz mía, luz que llenas el mundo, luz que besas los ojos, que haces dulce el corazón!
¡Ay, cómo salta la luz, amor mío, en medio de mi vida! ¡Cómo hiere, amor mío, las cuerdas de mi amor! El cielo se abre, y corre loco el viento, y la risa se desboca por toda la tierra.
Las mariposas tienden sus velas por el mar de luz, y sobre la cresta de las olas de luz, abren lirios y jazmines.
La luz se derrite en oro en cada nube, amor mío, y luego se derrama en pedre­rías sin fin.
Un alborozo nuevo va de hoja en hoja, amor mío un gozo sin límites. ¡El río del cielo ha roto sus riberas, y todo brilla, inmensamente inundado de alegría!


58


¡Que todas las alegrías se unan en mi última canción: la alegría que hace des­bordarse a la tierra en el exceso desen­frenado de la yerba; la alegría que echa a bailar vida y muerte, hermanas geme­las, por el vasto mundo; la alegría que la tempestad barre adentro, despertando y sacudiéndolo todo con su carcajada; la alegría que se sienta, en paz con sus lágrimas, en el abierto loto rojo del dolor; la alegría que tira cuando tiene; la alegría que lo ignora todo!


59


Sí, ya sé, amado de mi corazón, que todo esto, esta luz de oro salta por las hojas, estas nubes ociosas que navegan por el cielo, esta brisa pasajera que me va refrescando la frente; ya sé que todo esto no es más que tu amor.
Esta luz de la mañana, que me inunda los ojos, no es sino tu mensaje a mi alma. Tu rostro se inclina a mí desde su cenit, tus ojos miran abajo, a mis ojos y tus pies están sobre mi corazón.


60


En las playas de todos los mundos, se reúnen los niños. El cielo infinito se en calma sobre sus cabezas; el agua, impaciente, se alborota. En las playas de todos los mundos, los niños se reúnen, gritando y bailando.
Hacen casitas de arena y juegan con las conchas vacías. Su barco es una hoja seca que botan, sonriendo, en la vasta profundidad. Los niños juegan en las playas de todos los mundos.
No saben nadar; no saben echar la red. Mientras el pescador de perlas se sumer­ge por ellas, y el mercader navega en sus navíos, los niños recogen piedritas y vuelven a tirarlas. Ni buscan tesoros ocultos, ni saben echar la red.
El mar se alza, en una carcajada, y bri­lla pálida la playa sonriente. Olas asesi­nas cantan a los niños baladas sin senti­do, igual que una madre que meciera a su hijo en la cuna. El mar juega con los niños, y, pálida, luce la sonrisa de la pla­ya.
En las playas de todos los mundos, se reúnen los niños. Rueda la tempestad por el cielo sin caminos, los barcos nau­fragan en el mar sin rutas, anda suelta la muerte, y los niños juegan. En las playas de todos los mundos, se reúnen, en una gran fiesta, todos los niños.



61


¿Sabe alguien de dónde viene el sueño que pasa, volando, por los ojos del niño? Sí. Dicen que mora en la aldea de las hadas; que por la sombra de una floresta vagamen­te alumbrada de luciérnagas, cuelgan dos tímidos capullos de encanto, de donde vie­ne el sueño a besar los ojos del niño.
¿Sabe alguien de dónde viene la sonri­sa que revuela por los labios del niño dormido? Sí. Cuentan que, en el ensueño de una mañana de otoño, fresca de rocío, el pálido rayo primero de la luna nueva, dorando el borde de una nube que se iba, hizo la sonrisa que vaga en los labios del niño dormido.
¿Sabe alguien en dónde estuvo escondi­da tanto tiempo la dulce y suave frescura que florece en las carnecitas del niño? Sí. Cuando la madre era joven, empapaba su corazón de un tierno y misterioso silencio de amor, la dulce y suave frescura que ha florecido en las carnecitas del niño.


62


Hijo mío, cuando te traigo juguetes de colores, comprendo por qué hay tantos matices en las nubes y en el agua , y por qué están pintadas las flores tan variada­mente..., cuando te doy juguetes de colores, hijo mío.
Cuando te canto para que tú bailes, adi­vino por qué hay música en las hojas, y por qué entran los coros de voces de las olas hasta el corazón absorto de la tie­rra..., cuando te canto para que tú bailes.
Cuando colmo de dulces tus ávidas manos, entiendo por qué hay mieles en el cáliz de la flor, y por qué los frutos se car­gan secretamente, de ricos jugos..., cuan­do colmo de dulces tus ávidas manos.
Cuando beso tu cara, amor mío, para hacerte sonreír, sé bien cuál es la alegría que mana del cielo en la luz del amane­cer, y el deleite que traen a mi cuerpo las brisas del verano..., cuando beso tu cara, amor mío, para hacerte sonreír.


63


Tú me has traído amigos que no me conocían. Tú me has hecho sitio en casas que me eran extrañas. Tú me has acercado lo distante y me has hermana­do con lo desconocido.
Mi corazón se me inquieta si tengo que dejar mi albergue acostumbrado. Olvido que lo antiguo está en lo nuevo, que en lo nuevo vives también tú.
En el nacimiento y en la muerte, en este mundo o en otro, en cualquier sitio donde tú me lleves, tú eres tú mismo, el único compañero de mi vida infinita, tú que estás atando siempre mi corazón, con lazos de alegría, a lo ignorado.
Pero cuando se te conoce, nadie es extranjero, ninguna puerta está cerrada. ¡Señor, concédeme esto que te pido: que yo no pierda nunca la felicidad de encontrar lo único en este juego de lo diverso!


64


Por la ladera del río desolado, entre las yerbas altas, le pregunté: "Muchacha, ¿a dónde vas con tu lámpara bajo el man­to? Mi casa está oscura y sola. ¡Préstame tu luz!". Levantó sus ojos un instante, me miró al rostro en la penumbra, y dijo: "¡He venido al río a echar mi lámpara en la corriente, ahora que muere en ocaso la luz del día!". Y entre las altas yerbas me quedé mirando, solitario, cómo la lucecita de la lámpara se iba inútilmente en la marea.
En el silencio de la noche que se echa­ba encima, le pregunté: "Tus luces están todas encendidas, muchacha. ¿A dónde vas con tu lámpara? Mi casa está oscura y sola. ¡Préstame tu luz!". Levantó sus ojos oscuros a mi cara, y se estuvo dudo­sa un momento: "He venido -dijo al fin- a ofrecer mi lámpara al cielo". Yo me quedé mirando la lucecita, que tem­blaba inútilmente en el vacío.
En la negrura sin luna de la mediano­che, le pregunté: "Muchacha, ¿qué bus­cas, si tienes la lámpara junto a tu cora­zón? Mi casa está oscura y sola. ¡Présta­me tu luz!". Se paró un momento, pen­sándolo, y me miró fijamente en la oscu­ridad. "He traído mi luz -dijo- para el Carnaval de las lámparas." Yo me que­dé mirando cómo su lucecita se perdía inútilmente entre las luces.


65


¿Qué divina bebida quieres tú, Dios mío, de esta rebosante copa de mi vida?
Poeta mío, ¿te encanta ver la creación con mis ojos; oír, silencioso, en los umbrales de mis oídos, tu propia armo­nía eterna?
Tu mundo teje palabras en mi pensa­miento, y tu alegría las hace más melo­diosas. Te me das, enamorado, y luego sientes toda tu propia dulzura en mí.


66


La que, en un crepúsculo de destellos y vislumbres, vivió siempre en el fondo de mi corazón; la que nunca abrió sus velos en la luz de la mañana, irá a ti, Dios mío, en mi última canción, como mi ofrenda última.
La cortejaron las palabras, pero no pudie­ron hacerla suya; y en vano la persuasión le ha tendido sus brazos vehementes.
He vagado por todos los países, con ella en el alma de mi corazón; y mi vida, a su alrededor, se ha levantado y se ha caído, grande y débil.
Reinó sobre mis pensamientos y mis actos, sobre mis sueños y mis ensueños, y, sin embargo, vivió sola y aparte.
Los hombres que llamaron a mi puerta, preguntando por ella, se fueron desespe­rados.
Nadie en el mundo la pudo nunca mirar frente a frente; y espera, en sole­dad, tu reconocimiento.


67


Eres, a un tiempo, el cielo y el nido.
Hermoso mío, aquí en el nido, tu amor aprisiona el alma con colores, olores y música.
¡Cómo viene la mañana, con su cesta de oro en la diestra, donde trae la guir­nalda de la hermosura, para coronar, en silencio, la tierra!
¡Cómo viene el anochecer por las vere­das no pisadas de los prados solitarios, que ya abandonaron los rebaños! Trae, en su jarra de oro, la fresca bebida de la paz, recogida en el mar occidental del descanso.
Pero donde el cielo infinito se abre, para que lo vuele el alma, reina la blan­ca claridad inmaculada. Allí no hay día ni noche, ni forma, ni color, ¡ni nunca, nunca una palabra!


68


Tu rayo de sol viene, con los brazos abiertos, a esta tierra mía, y se pasa el día en mi puerta. Luego, a la vuelta, te lleva a tus pies nubes hechas de mis lágrimas, de mis suspiros y de mis can­ciones.
Enamorado y alegre, tú rodeas tu pecho estrellado con ese manto de nubes de niebla, y los pliegas innumera­blemente, y lo pintas de colores infinitos.
Es tan ligero, tan suave, tan tiernamen­te lloroso, tan oscuro, que tú, sereno y sin mancha los amas. Así puedes velar tu terrible resplandor blanco con sus patéti­cas sombras.


71


Tu maya es que yo sea cuanto pueda ser, que eche, en mil vueltas, mil som­bras de colores sobre tu resplandor.
Pones una valla a tu propio ser, y lue­go llamas, con voces infinitas, a tu ser separado. Y esta parte de ti mismo es la que ha encarnado en mí.
Tu canción penetrante va resonando por todo el cielo en lágrimas multicolo­res y en sonrisas, en sustos y esperanzas. Se levantan olas y vuelven a hundirse, se quiebran los sueños y se completan. Yo soy la propia derrota de tu ser.
La cortina que tú has echado, está pinta­da con figuras innumerables, por el pincel del día y de la noche. Tras ella tienes tu asiento, tejido en un maravilloso misterio de curvas, sin una sola estéril línea recta.
La gran comitiva de nosotros dos llena el cielo. Todo el aire está vibrando con nues­tra melodía, y las edades pasan todas en este jugar al escondite, de nosotros dos.


72


Es él, mi más íntimo él, quien despier­ta mi vida con sus profundas llamadas secretas.
El, quien pone este encanto en mis ojos; quien pulsa, alegremente, las cuer­das de mi corazón en su múltiple armo­nía de placer y de pesar.
El, quien teje la tela de esta maya con matices tornasoles de oro y plata, azul y verde; quien asoma por sus pliegues los pies, cuyo contacto me enajena.
Los días pasan, mueren los años, y él sigue moviendo mi corazón con mil nombres, con mil disfraces, en innume­rables transportes de placer y de pesar.


73

La libertad no está para mí en la renun­ciación. Yo siento su brazo en infinitos lazos deleitables.
Siempre estás tú escanciándome, lle­nándome este vaso de barro, hasta arri­ba, con el fresco brebaje de tu vino mul­ticolor, de mil aromas.
Mi mundo encenderá sus cien distintas lámparas en tu fuego, y las pondrá ante el altar de tu templo.
No, nunca cerraré las puertas de mis sentidos. Los deleites de mi vista, de mi oído y de mi tacto, soportarán tu deleite.
Todas mis ilusiones arderán en fiesta de alegría, y todos mis deseos madurarán en frutos de amor.


74


Ha muerto el día, y la sombra anega la tierra. Voy al río, que ya es la hora, a lle­nar mi jarra.
El aire oscuro está afanoso con la músi­ca triste del agua, que me está diciendo que vaya, en el crepúsculo. Nadie pasa por el callejón solitario. Se levanta el viento, y las olas tiemblan y se encabri­tan en el río.
No sé si volveré. No sé con quién me voy a encontrar. En el vado, el hombre desco­nocido toca, en su barquilla, su laúd.



75


Los regalos que nos das colman nues­tras necesidades, y, sin embargo, vuel­ven a ti sin perder nada.
El río cumple su trabajo cotidiano, corriendo entre campos y aldeas; peor su corriente incesante serpentea hacia ti para lavarte los pies.
La flor endulza el aire con su aroma; pero su último servicio es ofrecerse a ti.
Tu culto no empobrece en nada al mundo.
Las palabras del poeta dan a cada hombre el sentido que ellos quieren; pero su sentido definitivo va hacia ti.



76


Día tras día, Señor de mi vida, ¿te podré yo mirar frente a frente? Juntas mis manos, ¿te miraré frente a frente, Señor de todos los mundos?
Bajo tu cielo inmenso, en silencio y soledad, con humilde corazón, ¿te mira­ré frente a frente?
En este trabajoso mundo tuyo, hirvien­te de luchas y fatigas, entre las presuro­sas muchedumbres, ¿te miraré frente a frente?
Cuando mi obra haya sido cumplida en este mundo, Rey de reyes, solo ya y silencioso, ¿te miraré frente a frente?


77


Te reconozco como mi Dios, y me estoy aparte. No te reconozco como mío, y me acerco a ti. Te miro como padre, y me inclino ante tus pies. No tomo tu mano como la de un amigo.
Yo no estoy allí donde tú desciendes y te llamas mío; no voy a abrazarte contra mi corazón, a tratarte como compañero.
Eres mi Hermano entre mis hermanos; pero a ellos no les atiendo, ni divido con ellos mi ganancia, sino que comparto mi todo contigo.
Ni en el placer ni en el dolor estoy con los hombres, sino contigo sólo. Soy tími­do para dar mi vida, y así no me echo en las grandes aguas de la vida.




78


Cuando la creación era nueva, y todas las estrellas brillaban en su esplendor primero, los dioses celebraron asamblea en el cielo, y cantaron: "¡Alegría pura, imagen de la perfección!".
Pero uno gritó de pronto: "Parece que la cadena de luz tiene en alguna parte una sombra, que se ha perdido una estrella".
Estalló la cuerda de oro de sus arpas, y, dejando la canción, clamaron todos desolados: "¡Sí; y la estrella perdida es la mejor, la gloria de los cielos!".
Desde entonces, la buscan sin parar, gritando que el mundo ha perdido con ella su única alegría.
Y en el profundo silencio de la noche, las estrellas se suspiran sonriendo; "¡Qué
vana búsqueda! ¡La perfección inque­brantable está en todo!".


79


Si no es para mí encontrarte en esta vida, sienta yo siempre, al menos, que me ha faltado el verte. No me dejes olvi­darlo un solo instante; no me quites de mis sueños las punzadas de esta pena, ni de mis horas despiertas.
Mientras pasan mis días en el mercado bullicioso de este mundo, mientras se van llenando mis manos con la ganancia cotidiana, sienta yo siempre que no he ganado nada. No me dejes olvidarlo un solo instante; no me quites de mis sue­ños las punzadas de esta pena, ni de mis horas despiertas.
Cuando me siento en el camino, rendi­do y anhelante, cuando me echo a dor­mir en el polvo, sienta yo siempre que aún tengo que hacer el largo viaje. No me dejes olvidarlo un solo instante; no me quites de mis sueños las punzadas de esta pena, ni de mis horas despiertas.
Cuando está mi casa adornada, y sue­nan las flautas y los risotones, sienta yo siempre que no te he invitado a ti. No me dejes olvidarlo un solo instante; no me quites de mis sueños las punzadas de esta pena, ni de mis horas despiertas.


80


Soy como un jirón de una nube de oto­ño, que vaga inútilmente por el cielo. ¡Sol mío, glorioso eternamente; aún tu rayo no me ha evaporado, aún no me has hecho uno con tu luz! Y paso mis meses y mis años alejado de ti.
Si éste es tu deseo y tu diversión, ten mi vanidad veleidosa, píntala de colores, dórala de oro, échala sobre el capricho­so viento, tiéndela en cambiadas maravi­llas.
Y cuando te guste dejar tu juego, con la noche, me derretiré, me desvaneceré en la oscuridad; o quizás, en una sonrisa de la mañana blanca, en una frescura de pureza transparente.



81


¡Cuántos días ociosos he sentido pena por el tiempo perdido! Pero ¿ha sido per­dido alguna vez, Señor? ¿No has tenido tú mi vida, cada instante, en tus manos?
Escondido en el corazón de las cosas, tú nutres las semillas y las tornas en bro­tes, y los capullos en flores, y las flores en frutos.
Estaba yo dormitando, rendido, en mi lecho ocioso, y pensaba que no hacía cosa alguna. Cuando desperté, en la mañana, vi mi jardín lleno de flores maravillosas.


82


El tiempo es infinito en tus manos, Dios mío. ¿Quién podrá contar tus minutos?
Pasan días y noches, se abren los años y luego se mustian, como flores. Tú sabes esperar.
Tus siglos vienes, uno tras otro, perfec­cionando la florecilla del campo.
Pero nosotros no podemos perder nuestro tiempo, y tenemos que echarnos de cabeza a nuestras ocasiones. ¡Somos demasiado pobres para llegar tarde!
Y así, el tiempo se va mientras yo se lo estoy dando a los otros que, irritados, lo reclaman. Y así tu altar está sin una sola ofrenda.
Por la tarde, me apresuro temeroso, no vaya a estar cerrado tu portal. Pero siem­pre llego a tiempo.


83


Madre, yo te haré una cadena de per­las para tu garganta, con las lágrimas de
mi dolor.
Las estrellas forjaron con luz las ajor­cas de tus pies; pero mi cadena va a ser para tu pecho.
Riqueza y nombradía vienen de ti, y tú puedes darlas o no a tu gusto. Pero mi dolor es sólo mío, y cuando te lo ofrez­co, tú me pagas con tu gracia.


84


La espina de la separación pasa el mundo y hace nacer formas innumera­bles en el cielo infinito.
Su pena es quien mira en silencio las estrellas de la noche, quien se pone líri­ca, con las rumorosas hojas, en la som­bra lluviosa de julio.
Su dolor es el que se echa sobre todas las cosas, el que se sume en el amor y en el afán, en el martirio y en la alegría de los hogares humanos; el que fluye, derretido en canciones, de mi corazón de poeta.


85


Cuando los guerreros salieron del cuar­tel de su señor, ¿dónde habían escondi­do su poder, dónde habían dejado su armadura y sus armas?
Iban pobres y desvalidos, y las flechas cayeron sobre ellos como chaparrones, el día que salieron del cuartel de su señor.
Cuando los guerreros volvieron al cuartel de su señor, ¿dónde habían escondido su poder?
Habían dejado la espada, el arco y la flecha. Traían la paz en las frentes, y los frutos de su vida se habían quedado tras ellos, el día que volvieron al cuartel de su señor.


86


La Muerte, tu esclava, está a mi puerta. Ha cruzado el mar desconocido y llama, en tu nombre, a mi casa.
Está oscura la noche y tiene miedo mi corazón. Pero yo cogeré mi lámpara, abriré mi puerta, y le daré, rendido, la bienvenida; porque es mensajera tuya la que está a mi puerta.
La adoraré, llorando, con las manos juntas. La adoraré echando a sus pies el tesoro de mi corazón.
Y ella se volverá, cumplido su mandato, dejando su sombra negra en mi mañana. Y en mi casa desolada quedaré yo, solo y mustio, como mi última ofrenda a ti.


87


Desesperado, la busco por todos los rincones de mi cuarto, pero no la encuentro.
Mi casa es pequeña, y lo que una vez se ha ido de ella, no vuelve a encontrar­se. Pero tu casa, Señor, es infinita. Y bus­cándola, he llegado a tu puerta.
Mírame bajo el dosel dorado del cielo de tu anochecer, mírame cómo levanto mis ojos ansiosos a tu cara.
He venido a la playa de la eternidad donde nada se pierde, ninguna esperan­za, ninguna felicidad, ninguna visión de rostros vistos a través de las lágrimas.
¡Ahora mi vida vacía en ese mar! ¡Húndela en la más profunda plenitud! ¡Haz que sienta, una vez sola, la dulce caricia perdida en la totalidad del uni­verso!


88


¡Divinidad del templo en ruinas! Ya no cantan tu alabanza las cuerdas rotas del Vina. Las campanas del anochecer no claman ya la hora de tu oración. A tu alrededor, el aire está quieto y callado.
La brisa vagabunda de la primavera lle­ga a tu desolación, y te cuenta de las flo­res, de las flores que ya nadie viene, en adoración, a ofrecerte.
El que creyó en ti otro tiempo, vaga esperando el favor no concedido toda­vía. Y en el anochecer, cuando luces y sombras se mezclan en la polvorienta oscuridad, él vuelve, jadeante, al templo arruinado, con hambre en el corazón.
¡Cuántos días de fiesta vienen callados a ti, Divinidad del templo en ruinas! ¡Cuántas noches de ofrendas se van, sin que nadie encienda tus lámparas!
Los artífices hacen imágenes nuevas, que se lleva la corriente del olvido cuan­do llega la hora. ¡Sólo tú, Divinidad del templo en ruinas, sigues sin culto, en abandono inmortal!


89


Callen mis palabras bulliciosas, callen mis gritos, que así lo quiere mi Señor. Desde hoy, hablaré en susurro, y una suave melodía llevará la palabra de mi corazón.
Todos van, presurosos, al mercado del Rey. Allí están ya los tratantes. Pero yo tengo mi descanso inoportuno en lo mejor del día, cuando es mayor el traba­jo.
¡Que broten, pues, las flores de mi jar­dín a destiempo, que las abejas del mediodía vengan a zumbar perezosas!
¡Qué de horas perdidas en esta lucha del bien y del mal! Pero mi compañero de juego de los días ociosos, se deleita ahora tomándome el corazón; y no sé qué es esta llamada repentina, ni por qué inútil volubilidad.


90


-¿Qué ofrecerás a la muerte el día que llame a tu puerta?
-Le tenderé el cáliz de mi vida, lleno del dulce mosto de mis días de otoño y de mis noches de verano.
¡No se irá con las manos vacías! Todas las cosechas y todas las ganancias de mi afán, se las daré, el último días, cuando ella llame a mi puerta.



91


¡Muerte, último cumplimiento de la vida, Muerte mía, ven, y háblame bajo!
Día tras día, he velado esperándote, y por ti he sufrido la alegría y el martirio de la vida.
Cuanto soy, tengo y espero, cuanto amo, ha corrido siempre hacia ti, en un profundo misterio. Mírame una vez más, y mi vida será tuya para siempre.
Las flores están ya enlazadas, y lista la guirnalda para el esposo. Será la boda y dejará la novia su casa, y, sola en la noche solitaria, encontrará a su Señor.


92


Sé que vendrá un día en que no veré más esta tierra. La vida se despedirá de mí en silencio, y me echará la última cortina sobre los ojos.
Pero las estrellas velarán por la noche, y se alzará la mañana como antes, y las horas se henchirán, como las olas de la mar, levantando dolores y placeres.
Cuando pienso en este último momen­to, se cae al valle de los instantes, y veo, a la luz de la muerte, tu mundo, con sus tesoros indolentes. Inapreciable es el más pobre de sus asientos, inapreciable la más pequeña de sus vidas.
¡Váyanse enhorabuena las cosas que anhelé en vano, las cosas que fueron mías; y que sólo posea yo de veras lo que nunca quisieron ver mis ojos, lo que siempre desprecié!


93


Me han llamado. ¡Decidme adiós, her­manos míos! ¡Adiós, me voy!
Aquí os dejo la llave de mi puerta; renuncio a todo derecho sobre mi casa. Sólo os pido buenas palabras de despe­dida.
Vivimos mucho tiempo juntos, y recibí más de lo que pude dar. Y ahora es de día, y la lámpara que iluminó mi rincón oscuro se ha apagado. Me llaman, y estoy dispuesto para mi viaje.


94


Ya me voy. ¡Deseadme buena suerte, amigos míos! La aurora sonroja el cielo, y mi camino parece hermoso.
Me preguntáis qué me llevo. Mis manos vacías y mi corazón lleno de esperanza.
Me pondré sólo mi guirnalda nupcial, por que el vestido pardo del peregrino no es mío; y aunque el camino sea peli­groso, va sin temor mi pensamiento.
Cuando mi viaje llegue a su fin, saldrá la estrella de la tarde, y las melancólicas armonías del crepúsculo se abrirán tras el pórtico del Rey.


95


Pasé, sin darme cuenta, el umbral de esta vida.
¿Qué poder fue el que me hizo abrir en este inmenso misterio, como un capullo, a medianoche, en el bosque?
Cuando, a la mañana, vi la luz, sentí al punto que yo no era un extraño en este mundo, que lo desconocido sin nombre ni forma me había tenido en brazos, en la forma de mi madre.
De igual manera, al salir a la muerte, esto mismo desconocido me parecerá familiar. Y como amo tanto esta vida, sé que amaré lo mismo la muerte.
El niño, cuando su madre le quita el seno derecho, se echa a llorar; pero al punto encuentra en el izquierdo su con­suelo.


96


Cuando me vaya, sea ésta mi palabra última: que lo que he visto no puede ser mejor.
Gusté la miel oculta de este loto que se abre en el océano de la luz, y así fui ben­dito. Sea esta mi última palabra.
He jugado en esta casa de juguetes de formas infinitas; y vislumbré, jugando, a aquel que no tiene forma.
Mi cuerpo entero ha vibrado al contac­to de aquel que es intangible. Si aquí debe ser el fin, sea. Esta es mi última palabra.


97


Cuando yo jugaba contigo, nunca te pregunté quién eras. Yo no conocía timi­dez ni miedo. Mi vida era vehemente.
Al amanecer, me llamabas tú de mi sueño, como un hermano, y me llevabas corriendo de selva en selva.
Nada me importaba, entonces, el sen­tido de las canciones que me cantabas. Mi voz sólo recogía la tonada, y a su compás bailabas mi corazón.
Hoy, que ya no es tiempo de jugar, ¿qué repentina visión es ésta que se me aparece? El mundo está mirándote a los pies, sobrecogido, temblando con todas sus estrellas silenciosas.


98


Te adornaré con los trofeos y las guir­naldas de mi derrota. No es mío el esca­par vencedor.
Sé bien que se estrellará mi orgullo, que mi vida romperá sus cadenas, de tanto dolor, que mi corazón vacío sollo­zará fuera, melodioso como una caña hueca, que la piedra se derretirá en lágrimas.
Sé bien que no quedarán siempre cerradas las cien hojas de un loto, que será descubierto el secreto escondite de su miel.
Desde el cielo azul, un ojo me verá y me llamará en silencio. Nada quedará de mí, nada, y recibiré a tus pies la muerte completa.


99


Cuando yo tenga que dejar el timón, sabré que habrá llegado la hora de que lo tomes tú. Lo que haya que hacer será hecho al punto. ¿A qué esta lucha?
¡Pues quita ya las manos, corazón mío, y acepta calladamente tu derrota; consi­dera qué suerte la tuya de quedarte tan bien, donde estás tan tranquilo!
Por encender mis lámparas, que apaga cada vientito, me olvido, una vez y otra, de todo lo demás.
Pero ya voy a hacer lo que debo, y esperaré a oscuras, en mi estera tendida en el suelo; y cuando tú quieras, Señor, ven callado, y siéntate conmigo.



100


Desciendo a las profundidades del mar de las formas, en busca de la perla per­fecta de lo que no la tiene.
No más este navegar, de puerto en puerto, con mi barco viejo de naufra­gios. Ya se fueron los días en que era mi gozo ser juguete de las olas.
Y ahora tengo ansia de morir en lo inmortal.
Llevaré el arpa de mi vida al tribunal que está junto al abismo sin fin de don­de sube la música no tocada.
Y acordaré mi música con la música de lo eterno, y cuando haya cantado su sollozo último, pondré mi arpa muda a los pies de lo callado.


101


Toda mi vida te busqué con mis can­ciones. Ellas me llevaron de puerta en puerta, y con ellas tanteé a mi alrededor, buscando, buscando mi mundo.
Lo que he aprendido en mi vida, ellas me lo enseñaron; me abrieron sendas secretas, encendieron a mis ojos todas las estrellas que hay sobre el horizonte de mi corazón.
Mis canciones me guiaron, cada día, a los misterios del placer y del dolor. Y ahora, ¿a qué portal de qué palacio me han traído, en este anochecer en que acaba mi camino?



102


Me jacté ante los hombres de haberte conocido, y en todas mis obras ven tu retrato. Vienen y me preguntan: "¿Quién es?" No sé qué responder, y digo: "La verdad es que no lo sé". Se burlan de mí y se van desdeñosos. Y tú sigues sentado allí, sonriendo.
He hablado de ti en canciones perdu­rables, cuyo secreto brota mi corazón. Vienen y me preguntan: "¿Qué quiere decir todo eso?" No sé qué responderles, y digo: "¡Ay, quién sabe lo que quiere decir!" Y se ríen de mí y se van despre­ciándome. Y tú sigues sentado allí, son­riendo.


103


Permite, Dios mío, que mis sentidos se dilaten sin fin, en un saludo a ti, y toquen este mundo a tus pies.
Como una nube baja de julio, cargada de chubascos, permite que mi entendi­miento se postre a tu puerta, en un salu­do a ti.
Que todas mis canciones unan su acento diverso en una sola corriente, y se derramen en el mar del silencio, en un saludo a ti.
Como una bandada de cigüeñas que vuelan, día y noche, nostálgicas de sus nidos de la montaña, permite, Dios mío, que toda mi vida emprenda su vuelo a su hogar eterno, en un saludo a ti.



fin...

Seguidores

UNOS SITIOS PARA PERDERSE UN RATO

¿QUIERES SALIR AQUI? , ENLAZATE