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martes, julio 08, 2008

RELATOS DE INMORTALES -- POUL ANDERSON

RELATOS DE INMORTALES -- POUL ANDERSON
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El Camarada


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Una nave estaba cargando en el muelle Claudiano. Era grande para tratarse de un buque oceánico, con dos mástiles y el vientre negro y redondo con capacidad para unas quinientas toneladas. El dorado codaste, curvado sobre la cabeza y el cuello de cisne que adornaban la popa, también hablaba de riqueza. Luego se acercó para curiosear. Andaba por allí y había resuelto desviarse para ver qué novedades había en puerto. Siempre intentaba estar al corriente de todo lo que pasaba a su alrededor.
Los estibadores eran esclavos. Aunque era una mañana fresca, los cuerpos relucían y apestaban a sudor mientras subían ánforas por la plancha, dos hombres por vasija. La brisa del río mezclaba el olor de la brea fresca del barco con el de los esclavos. Lugo se acercó al capataz.
—El Nerida —contestó el capataz—, con vino, cristal, sedas y no sé qué más, para Britannia. El capitán quiere coger la primera marea de mañana. ¡Eh, tú! —El látigo restalló sobre una espalda desnuda. Era de una sola cola y no tenía puntas, pero trazó una marca entre la clavícula y el taparrabo—. ¡Muévete! —El esclavo lo miró con furia resignada y se dirigió no sin dificultad hacia el siguiente fardo—. Hay que mantenerlos alerta —explicó el capataz—. Se ablandan y se ponen perezosos cuando remolonean. No son suficientes —suspiró—. En estos malos tiempos, puedes despedir a un hombre libre para llamarlo cuando lo necesitas. Pero la gente que ocupa su puesto de por vida...
—Me asombra que esta nave pueda zarpar —dijo Lugo—. ¿No atraerá piratas como un cadáver a las moscas? He oído que los sajones y escoceses arrasan las costas de Armórica.
—La Casa de los Cielos siempre fue inescrutable, y supongo que aguardan pingües beneficios a los pocos que se atrevan a navegar —respondió el capataz.
Luego asintió, se acarició la barbilla y murmuró:
—Es cierto que los ladrones del mar buscan su botín en tierra. Sin duda el Nereida llevará guardias, además de una tripulación bien armada. Aunque ataquen varios buques bárbaros, quizá los escoceses no puedan escalar esa alta borda desde sus carracas, y con el menor viento esta nave puede dejar a la zaga a las galeras sajonas.
—Hablas como marinero, pero no lo pareces. —El capataz lo miró con mayor atención, pues la suspicacia estaba en el orden del día. Vio a un hombre juvenil y musculoso de talla media, cara angosta y pómulos altos, nariz curva, ojos castaños un tanto oblicuos; pelo negro y barba pulcramente recortada, a la moda; túnica limpia y blanca, capa azul con cogulla echada hacia atrás; sandalias fuertes y un cayado en la mano, aunque caminaba con agilidad.
Lugo se encogió de hombros.
—Conozco el mundo. Y me agrada hablar con la gente. Contigo por ejemplo. —Sonrió—. Gracias por satisfacer mi enorme curiosidad, y que tengas un buen día.
—Ve con Dios —contestó el capataz, desarmado, volviéndose hacia los esclavos.
Lugo continuó su paseo. Cuando llegó a la puerta siguiente, se detuvo para admirar el paisaje del este. Sus pestañas atraparon la luz del sol y formaron franjas irisadas.
Ante él se extendía el Garumna, en su camino hacia la confluencia con el Duranius, su estuario común y el mar. En la brillante extensión de agua se mecían varios botes de remo, un pesquero que bogaba corriente arriba con su carga, una gárrula vela sobre un bote alargado. Las tierras de la otra margen eran bajas e intensamente verdes; vio los pardos muros y las rosadas tejas de dos mansiones entre sus viñas y jirones de humo brotando de humildes techos de paja. Los pájaros revoloteaban por todas partes; petirrojos, golondrinas, grullas, patos, un halcón en lo alto, y un martín pescador asombrosamente azul. Sus trinos resbalaban sobre el murmullo del río. Era difícil creer que los infieles germanos amenazaban las puertas de Lugdunum, que la principal ciudad de la Galia central, a menos de quinientos kilómetros, hubiera caído en sus manos.
Pero también era fácil creerlo. Lugo tensó la boca. Olvídalo, se dijo. Era más proclive a la ensoñación que otros hombres, pero con menos excusas. Esta región se había salvado hasta ahora, pero cada año Lugo leía mejor las escrituras de la pared, como habrían dicho ciertos judíos que había conocido. Dio media vuelta y entró en la ciudad.
Era una puerta menor una abertura en las murallas cuyas torres y almenas rodeaban toda Burdigala. Un centinela medio dormido se apoyaba en la lanza contra las piedras entibiadas por el sol. Era un auxiliar, un germano. Las legiones estaban en Italia o cerca de las fronteras, y eran la sombra de lo que habían sido antaño. Entretanto, los bárbaros arrancaban a los emperadores el permiso para establecerse en tierras romanas. A cambio, debían obedecer las leyes y ceder tropas; pero en Lugdunensis, por ejemplo, se había rebelado...
Lugo atravesó el pomoeriurn abierto y entró en una calle que reconoció como la vía Vindomariana. Serpeaba entre edificios cuyos flancos chatos tapaban el cielo, con adoquines embadurnados por entrañas pestilentes, un callejón oscuro que quizá se remontaba a épocas en que sólo los bituriges se acuclillaban allí. Lugo había aprendido a conocer la ciudad entera, tanto la parte vieja como los barrios nuevos.
Aquí se cruzaba con pocas personas, la mayoría vestidas con harapos. Las mujeres parloteaban a la vez que llevaban ropa sucia al río, cubos con agua del acueducto o cestos de hortalizas del mercado local. Un porteador llevaba una carga tan pesada como el carro contra el cual chocó; él y el cochero maldijeron, tratando de pasar. Un aprendiz que buscaba lana para su maestro se había detenido para cortejar a una muchacha. Dos campesinos con chaquetas y pantalones a la antigua, tal vez arrieros, hicieron comentarios con un acento tan dialectal y tantas palabras galas que Lugo apenas entendió lo que oía. Un borracho —un peón a juzgar por las manos, y sin trabajo a juzgar por el estado— caminaba dando tumbos buscando una juerga o una riña; el desempleo proliferaba mientras las turbulencias de la década anterior atentaban contra un comercio en decadencia. Una meretriz con ropas patéticamente ostentosas, buscando clientes ya a esas horas, rozó a Lugo. El la ignoró, aunque aferró la bolsa que le colgaba de la cintura. Un mendigo jorobado pidió limosna en nombre de Cristo. Lugo también lo ignoró y el mendigo probó suerte con Júpiter; Mitra, Isis, la Gran Madre, y la céltica Epona; al fin lanzó maldiciones contra la espalda de Lugo. Niños desgreñados con ropas mugrientas hacían recados o jugaban. Por ellos sintió un aguijonazo de compasión.
Los rasgos levantinos de Lugo llamaban la atención. Burdigala era cosmopolita y llevaba sangre de Italia, Grecia, África y Asia. Pero la mayoría de sus habitantes seguían siendo como sus antepasados: robustos, de cabeza redonda, de pelo oscuro pero de tez clara. Hablaban latín con una entonación nasal que él nunca había llegado a dominar.
La tienda de un alfarero, que exhibía sus mercaderías y su rueda ronroneante, le indicó que debía girar hacia la más ancha calle Teutatis, a la cual el obispo últimamente intentaba hacer llamar San Johannes. Era la ruta más rápida para llegar por ese laberinto al callejón de la Madre Thornbesom, donde vivía el que buscaba. Tal vez Rufus no estuviera en casa, pero ciertamente no estaba trabajando. Hacía más de un año que el astillero no recibía pedidos, y los hombres dependían del Estado para comer; los circos sólo presentaban osos adiestrados o cosas similares. Si no encontraba a Rufus, esperaría en el vecindario sin hacerse notar. Había aprendido a ser paciente.
Había andado un trecho cuando se oyó un rumor. Otros también lo oyeron, se detuvieron, prestaron atención, ladearon la cabeza y entornaron los ojos. La mayoría empezó a retroceder. Los tenderos y aprendices se apresuraron a cerrar puertas y postigos. Algunos hombres se frotaron las manos y echaron a andar hacia el ruido. El revuelo llamaba a los revoltosos. El bullicio creció, sofocado por las casas y los sinuosos callejones, pero inconfundible. Lugo conocía desde tiempo atrás ese gruñido profundo y brutal, los gritos y abucheos. La turba cazaba a alguien.
Comprendió con un escalofrío quién podía ser la presa. Vaciló un instante. ¿Valía la pena correr el riesgo? Cordelia, sus hijos, él y su familia podían tener treinta o cuarenta años por delante.
Tomó una decisión. Al menos vería si la situación era desesperada o no. Se cubrió la cabeza con la capucha. Cosido al borde tenía un velo, y lo bajó. Le permitía ver a través de la gasa, pero le ocultaba la cara. Lugo había aprendido a estar preparado.
Si lo veía una patrulla militar; quizá se extrañara y lo detuviera para interrogarlo. Sin embargo, si hubiera una patrulla en el vecindario, la turba no estaría persiguiendo a Rufus. Si la hubiera, pensó Lugo con un rictus, lo más probable era que arrestara a Rufus.
Lugo avanzó para interceptar el tumulto. Iba un poco más deprisa que los revoltosos, aunque no tanto como para llamar la atención. La capucha arrojaba una sombra que impedía ver el velo; tal vez nadie reparó en él. Para sus adentros, Lugo recitó antiguos encantamientos contra el peligro. Que no te domine el terror; mantén los tendones flojos y los sentidos alerta, dispuesto a entrar en acción en cualquier momento. Tranquilo, alerta, ágil; tranquilo, alerta, ágil...
Salió a la plaza Hércules al mismo tiempo que el perseguido. Una corroída estatua de bronce del héroe daba su nombre a la plazoleta. Varias calles partían desde allí. El perseguido era un sujeto corpulento, pecoso, de rasgos toscos, pelo fino, barba desaliñada y rojiza. La túnica que le ondeaba sobre las gruesas piernas estaba empapada de maloliente sudor. Éste debía de ser Rufus y «Rufus» —el Rojo —era un apodo.
El fugitivo era fuerte, pero no rápido. Sus perseguidores estaban a punto de alcanzarlo. Eran una cincuentena de trabajadores como él, con ropas raídas. Había varias mujeres, cuyos rizos de Medusa enfurecida enmarcaban rostros de ménade. La mayoría llevaba armas improvisadas, cuchillos, martillos, palos, adoquines. Algunas palabras sobresalían entre los gritos: «¡Hechicero...! ¡Pagano...! ¡Satanás! ¡Te mataremos!». Una piedra golpeó a Rufus entre los hombros. Rufus se tambaleó pero siguió adelante. Tenía la boca tensa, el pecho jadeante, los ojos desorbitados.
Lugo echó una rápida ojeada. A veces no se podía esperar para ver qué sucedía, había que tomar una decisión al instante. Calibró la situación, la distancia, las velocidades, la índole de la turba. El odio con que gritaban denotaba terror. Valía la pena intentar el rescate. Si fallaba, quizá pudiera escapar sin heridas graves, sanaría pronto.
—¡A mí, Rufus! —gritó. Y a la turba—: ¡Alto! ¡Deteneos, perros sin ley!
El cabecilla de los perseguidores lanzó un gruñido. Lugo cerró las manos sobre el cayado. Era de roble. Le había abierto orificios en las puntas y los había rellenado de plomo. El cayado silbó y golpeó. El hombre gritó y cayó a un lado. Una costilla rota, probablemente. El arma de Lugo golpeó a otro debajo del pecho, arrancándole un bufido. Otro recibió un golpe en la rótula, gritó de dolor y cayó sobre dos que lo seguían. Una mujer blandió un estropajo. Lugo la esquivó y le pegó en los nudillos. Quizá quebró un par de huesos.
La multitud retrocedió, giró, gimió, chilló. Escudado tras su cayado movedizo, casi invisible, Lugo sonrió a los perseguidores y a los curiosos que habían aparecido.
—Regresad a casa —dijo—. ¿Os atrevéis a tomar en vuestras manos la ley del César? ¡Largo!
Alguien arrojó una piedra y erró. Lugo descargó un golpe en el cráneo más cercano. Controló su fuerza. Las cosas ya estaban bastante mal sin cadáveres que provocaran una inmediata acción oficial. No obstante, la herida sangró espectacularmente: un charco rojo en la piel y el pavimento, un motivo de alarma.
Rufus resollaba.
—Vamos —murmuró Lugo—. Despacio y tranquilo. Si corremos, nos perseguirán de nuevo. —Retrocedió, agitando el cayado con una sonrisa lobuna. Por el rabillo del ojo, vio que Rufus caminaba a su derecha. Bien. El sujeto había conservado cierta compostura.
Los perseguidores murmuraban boquiabiertos. Los heridos gemían. Lugo entró en la calle angosta que había escogido. Dobló la esquina y perdió a Hércules de vista.
—Ahora, en marcha —masculló, volviéndose hacia Rufus y cogiéndole la manga—. No, no corras. Camina.
Los testigos lo miraron con recelo, pero no se entrometieron. Lugo se metió en un callejón que conectaba con otra calle. Cuando estuvieron solos en medio del ajetreo, ordenó a Rufus que se detuviera. Se puso el cayado bajo el brazo y asió el broche que le sujetaba la capa.
—Te pondremos esto encima. —Guardó el velo dentro de la capucha antes de cubrir el llamativo pelo del acompañante—. Muy bien. Somos dos hombres apacibles que se dedican a sus ocupaciones. ¿Puedes recordarlo?
El artesano pestañeó. El sudor relucía en la escasa luz.
—¿Quién eres? —dijo con voz trémula—. ¿Qué buscas?
—Salvarte la vida —dijo con frialdad—, pero no me propongo arriesgar más la mía. Haz lo que digo y quizá encontremos un refugio. —El aturdido Rufus titubeó y Lugo se apresuró a añadir—: Acude a las autoridades, si lo deseas. Ve de inmediato, antes de que tus queridos vecinos se armen de valor y vengan a por ti. Di al prefecto que estás acusado de hechicería. Él lo averiguará, de todos modos. Mientras te interrogan bajo tortura, quizá puedas demostrar tu inocencia. La hechicería es un crimen capital, ya sabes.
—Pero tú...
—No soy más culpable que tú. Sospecho que podemos ayudarnos. Si no estás de acuerdo, adiós. De lo contrario, ven conmigo y mantén la boca cerrada.
El corpulento Rufus resopló. Se cubrió con la capa y comenzó a andar.
Pronto caminó con mayor soltura, pues nadie los detuvo. Ambos se mezclaron con el tráfico.
—Quizá creas que es el fin del mundo —murmuró Lugo—, pero fue un alboroto puramente local. Nadie más ha oído hablar de ello, o en todo caso a nadie le importa. He visto a la gente seguir con su vida cotidiana mientras el enemigo irrumpía por la puerta.
Rufus lo miró de soslayo y tragó saliva, pero guardó silencio.

2

La casa de Lugo estaba en el distrito noroeste, en la calle de los Zapateros, una zona tranquila. La casa era discreta, bastante vieja, y aquí y allá el estuco se desprendía de la pared. Lugo llamó y el mayordomo abrió la puerta; Lugo tenía pocos esclavos, cuidadosamente escogidos y seleccionados a través de los años.
—Este hombre y yo tendremos una charla confidencial, Perseo —dijo—. Quizá se quede un tiempo con nosotros. No quiero que nadie lo moleste.
El cretense asintió y sonrió.
—Entendido, amo —replicó—. Informaré a los demás.
—Podemos confiar en ellos —le dijo a Rufus, en un aparte—. Saben que tienen camas mullidas. —Y dirigiéndose a Perseo, añadió—: Como puedes ver y oler, mi amigo ha pasado un mal rato. Lo alojaremos en la Sala Baja. Trae comida de inmediato; agua en cuanto puedas calentar una buena cantidad, toallas y ropa limpia. ¿Está hecha la cama?
—Siempre lo está, amo —dijo el esclavo, un poco ofendido. Reflexionó—. En cuanto a la indumentaria, la vuestra no servirá. Se la pediré prestada a Durig. ¿Debo comprar más?
—Todavía no —resolvió Lugo. Quizá necesitara de repente todo el efectivo disponible. Aunque no las envilecidas monedas pequeñas. Hacían demasiado bulto; un solidus de oro equivalía a catorce mil nummi—. Durig es nuestro peón —le explicó a Rufus—. Además, tenemos un hábil cocinero y un par de criadas. Un hogar modesto. —Los detalles domésticos tal vez calmaran a Rufus, poniéndolo en condiciones de responder a varias preguntas.
Del atrio pasaron a una sala de estar, igualmente austera. La luz del sol se volvía verdosa al atravesar las ventanas de estilo eclesiástico. En el centro del piso, un mosaico presentaba una pantera rodeada por pavos reales. Incrustados en las paredes había paneles de madera con motivos más comunes, el Pez y Chi Rho entre flores, un Buen Pastor de grandes ojos. Desde el reinado de Constantino el Grande había sido cada vez más imperativo profesar el cristianismo, y en esta región además convenía ser católico. Lugo seguía siendo catecúmeno; el bautismo le habría impuesto obligaciones inconvenientes. La mayoría de los creyentes lo postergaban hasta un período tardío de la vida.
Su esposa lo había oído llegar y le salió al encuentro.
—Bienvenido, querido —dijo con alegría—. Has vuelto pronto.
Vio a Rufus y se turbó visiblemente.
—Este hombre y yo tenemos asuntos urgentes —dijo Lugo—. Es muy confidencial. ¿Entiendes?
Ella tragó saliva pero asintió.
—Bienvenido seas —saludó con voz sumisa.
Buena chica, pensó Lugo. Era difícil dejar de mirarla. Cordelia tenía diecinueve años, de estatura baja pero formas deliciosamente redondeadas, con rasgos delicados y labios entreabiertos bajo una lustrosa mata de pelo castaño. Hacía cuatro años que era su esposa y le había dado dos hijos que aún vivían. El matrimonio le había brindado contactos útiles, ya que el padre de Cordelia era curial, pero no una dote digna de mención, pues la clase curial estaba agobiada por los impuestos y los deberes cívicos. Pero lo más importante para ambos esposos era la atracción mutua, y el lecho nupcial era un deleite cada vez mayor.
—Marco, ésta es mi esposa Cordelia —dijo Lugo. «Marco» era un hombre bastante común. Rufus inclinó la cabeza y gruñó. A ella le dijo—: Debemos hablar de inmediato. Perseo se ocupará de todo. Estaré contigo cuanto antes.
Ella los siguió con la mirada. ¿Acaso suspiraba? Lugo sintió una punzada de temor. Había seguido adelante impulsado por la esperanza, una esperanza tan desbocada que insistía en negarla, recriminándose por ello. Ahora veía hacia dónde podía conducir la realidad.
No, no debía pensar en ello. No ahora. Un paso, dos pasos, pie izquierdo, pie derecho, así era como se avanzaba a través del tiempo.
La Sala Baja estaba en el subsuelo, parte del sótano que Lugo había cerrado con ladrillos tras adquirir la casa. Esos escondrijos eran comunes y no llamaban la atención. A menudo estaban destinados a las plegarias o a las austeridades íntimas. En el oficio del Lugo, era obvio que necesitaba un sitio a salvo de los curiosos. La celda era estrecha. Tres ventanas diminutas daban al jardín con peristilo de la planta baja. El vidrio era tan grueso y ondulante que impedía ver el interior; pero la luz que se filtraba resplandecía en las paredes blanqueadas, aclarando un poco la penumbra. En un anaquel había velas de sebo, y al lado un pedernal, acero y madera. Los únicos muebles eran una cama, un taburete y un orinal en el piso de tierra.
—Siéntate —invitó Lugo—. Descansa. Estás a salvo, amigo, a salvo.
Rufus se desplomó en el taburete. Se echó la capucha hacia atrás, pero se aferró la paenula contra la túnica; ese sitio estaba helado. Irguió la cabeza roja en un gesto desafiante.
—¿Quién demonios eres? —gruñó.
Su anfitrión se apoyó en la pared y sonrió.
—Flavio Lugo —dijo—. Y tú, según creo, eres un carpintero del astillero, sin empleo, a quien llaman Rufus. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Rufus barbotó una obscenidad y una pregunta:
—¿Qué te importa?
Lugo se encogió de hombros.
—Poco o nada, supongo. Podrías ser más amable conmigo. Esa chusma te habría quitado la vida.
—¿Y en qué te concierne? —replicó Rufus con dureza—. ¿Por qué te entrometiste? Mira, no soy hechicero. No me interesan la magia ni las prácticas paganas. Soy buen cristiano, un ciudadano romano libre.
Lugo enarcó las cejas.
—¿Nunca has hecho ofrendas salvo en las iglesias? —murmuró.
—Bien... eh, bien... Epona, cuando mi esposa agonizaba. —Rufus se encolerizó—. ¡Por el estiércol de Cernunnos! ¿Tú eres hechicero?
Lugo alzó la palma. Acarició el cayado persuasivamente.
—No lo soy. Ni te puedo leer la mente. Sin embargo, las viejas costumbres tarden en morir; aun en las ciudades, y la campiña es mayormente pagana. Por tu aspecto y tu modo de hablar yo diría que tus familiares fueron cadurci hace una o dos generaciones, en las colinas del valle del Duranius.
Rufus se aplacó. Respiraba ruidosamente. Se tranquilizó poco a poco y esbozó una sonrisa.
—Mis padres vienen de esa tribu —rezongó—. Mi nombre es Cotuadun. Pero todos me llaman Rufus. Eres observador.
—Me gano la vida con eso.
—Tú no eres galo. Cualquiera puede llamarse Flavio, ¿pero quién se llama Lugo? ¿De dónde eres?
—Hace varios años que me establecí en Burdigala.
—Se oyó un golpe en la puerta de madera—. Ah, aquí viene el amable Perseo con el refrigerio que ordené. Creo que tú lo necesitas más que yo.
El mayordomo trajo una bandeja con jarras de vino y agua, cuencos de pan, queso, aceitunas. La dejó en el suelo y se marchó a una seña de Lugo, cerrando la puerta. Lugo se sentó en la cama, sirvió vino, ofreció a Rufus un trago con poca agua, pero diluyó bien el suyo.
—A tu salud —propuso—. Hoy casi la perdiste. Rufus bebió un largo sorbo.
—¡Ahhh! Que me cuelguen, qué bueno está.
—Miró a su salvador con ojos entornados—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué significo para ti?
—Bien, en todo caso, esa chusma no tenía derecho a matarte. Eso es tarea del Estado, una vez que te han hallado culpable..., y no creo que lo seas. Me correspondía aplicar la ley.
—Me conocías.
Lugo bebió. El vino de Falerno tenía un sabor dulzón.
—Había oído hablar de ti. Rumores. Es natural. Me mantengo al corriente de lo que ocurre. Tengo mis agentes. Pero no te asustes, no son informadores secretos. Sólo mocosos callejeros, por ejemplo, que se ganan una moneda comunicándome las novedades de interés. Decidí buscarte y averiguar más. Fue una suerte para ti que eso ocurriera exactamente cuando y donde pude rescatarte de tus compañeros de fatigas.
La pregunta lo turbó: ¿Cuántas oportunidades había perdido, y por qué márgenes, a través de los años? No compartía la difundida fe actual en la astrología. Pensaba que el mero accidente regía el mundo. Tal vez en esta ocasión había correspondido que los dados rodaran a su favor.
Siempre que el juego fuera real. Siempre que existiera alguien más como él, que alguna vez hubiera existido.
Rufus irguió la cabeza sobre los hombros macizos.
—¿Por qué lo hiciste? —rezongó—. ¿Qué demonios buscas?
Era preciso calmarlo. Lugo aplacó su propia ansiedad, su propio temor.
—Bebe el vino —dijo—. Escucha y me explicaré. Esta casa te habrá inducido a creer que soy un curial, o un tendero próspero, o algo por el estilo. No lo soy. No lo había sido en mucho tiempo. El decreto de Diocleciano había congelado a todos en la categoría dentro de la cual habían nacido, incluidas las clases medias. Pero en vez de dejarse aplastar; grano por grano, entre las piedras molares de los gravámenes, las regulaciones, la moneda envilecida, el comercio languideciente, cada vez más personas se daban a la fuga. Escapaban, cambiaban de nombre, se transformaban en siervos o esclavos, trabajadores migratorios ilegales y charlatanes; algunos se unían a las Baucaudae, cuyas pandillas de bandidos aterrorizaban las atrasadas zonas rurales, otros acudían a los bárbaros. Lugo había hecho arreglos más convenientes, muy de antemano. Estaba habituado a ser previsor.
—Actualmente soy empleado de un tal Aureliano, un senador de esta ciudad —continuó.
Rufus manifestó hostilidad.
—He oído hablar de él.
Lugo se encogió de hombros.
—Pues sí, llegó a ese cargo mediante el soborno, e incluso entre sus colegas es increíblemente corrupto. ¿Y qué? Es un hombre capaz de comprender que es sabio ser leal a quienes lo sirven. Los senadores no pueden participar en el comercio, como sabrás, pero él tiene variados intereses. Eso exige intermediarios que no sean meros mascarones. Yo soy su representante. Voy y vengo, huelo peligros y posibilidades, comunico mensajes, ejecuto tareas que requieren discreción, doy consejos cuando es apropiado. Hay posiciones peores en la vida. De hecho, hay algunas mucho menos honorables.
—¿Y qué quiere de mi Aureliano? —preguntó Rufus, inquieto.
—Nada. Jamás ha oído hablar de ti. Si el destino lo quiere nunca oirá hablar de ti. Te he buscado por decisión propia. Tú y yo podemos ayudarnos mucho.
—Lugo habló con voz más cortante—. No amenazo. Si no podemos trabajar juntos pero haces lo posible para colaborar conmigo, al menos intentaré sacarte de Burdigala para que empieces de nuevo en otro sitio. Recuerda que me debes la vida. Si te abandono, eres hombre muerto.
—Sabrán que me has escondido aquí —respondió con un gesto obsceno.
—Yo mismo se lo diré —declaró Lugo sin inmutarse—. Como ciudadano respetable, no quería que te descuartizaran ilegalmente, sino que creí mi deber entrevistarte en privado, sacarte de... ¡Alto! —Había dejado el tazón en el suelo mientras hablaba, suponiendo que Rufus se sulfuraría. Cogió el cayado con ambas manos—. Quédate donde estás, muchacho. Eres fuerte, pero ya has visto lo que puedo hacer con esto.
Rufus se quedó en su sitio y Lugo se echó a reír.
—Así está mejor. No seas tan irritable. No te quiero causar daño, de verdad. Déjame repetirlo. Si eres franco conmigo y haces lo que te digo, lo peor que puede ocurrirte es irte de Burdigala bajo un disfraz. Aureliano posee un vasto latifundio; sin duda le vendrá bien un peón, si yo lo recomiendo, y el senador encubriría todas las pequeñas irregularidades. Y lo mejor..., bien, aún no lo sé, así que no haré promesas, pero superaría la gloria de tus mayores sueños infantiles, Rufus.
Sus palabras y el tono tranquilizador surtieron efecto. Y también el vino. Rufus calló un instante, asintió, sonrió, bebió un sorbo, extendió la mano.
—¡Por la Trinidad, de acuerdo! —exclamó.
Lugo estrechó la dura palma. El gesto era nuevo en la Galia, quizás aprendido de inmigrantes germanos.
—Espléndido —dijo—. Tan sólo habla con franqueza. Sé que no será fácil, pero recuerda que tengo mis razones. Me propongo ser benévolo contigo, tanto como Dios permita.
Llenó el tazón vacío. A pesar de su aire jovial, estaba cada vez más tenso.
Rufus bebió, agitó el tazón.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
—Primero, por qué tienes problemas.
Rufus hizo una mueca de disgusto, apartando los ojos.
—Porque mi esposa falleció —masculló Rufus—. Eso inició los rumores.
—Muchos hombres enviudan —dijo Lugo, al mismo tiempo que los recuerdos le revolvían una espada en las entrañas.
La manaza se cerró sobre el tazón hasta que los nudillos se pusieron blancos.
—Mi Livia era vieja. Pelo blanco, arrugas, sin dientes. Teníamos dos hijos crecidos, varón y mujer. Están casados, tienen sus propios hijos. Y han envejecido.
—Me imaginaba algo así —susurró Lugo, pero no en latín—. ¡Oh Ashtoreth...! —Y en voz alta, usando la lengua común—: Los rumores que oí me sugerían algo parecido. Por eso fui a buscarte. ¿Dónde naciste Rufus?
—¿Y qué diablos sé yo? —respondió hurañamente—. ¡Demonios! Los pobres no llevan la cuenta como vosotros los ricos. No podría decirte quién es cónsul este año, y mucho menos quién lo era entonces. Pero mi Livia era joven como yo cuando nos enamoramos..., catorce, quince años. Era una hembra fuerte, paría vástagos como semillas de melón, aunque sólo dos llegaron a crecer. No se agotó pronto, como otras hembras.
—Entonces quizá tengas más de setenta años —murmuró Lugo—. Pero no aparentas más de veinticinco. ¿Alguna vez estuviste enfermo?
—No, a menos que cuentes un par de veces que me hirieron. Heridas feas, pero sanaron en pocos días, ni siquiera me dejaron cicatrices. Nunca tuve dolor de muelas. Una vez me cayeron tres dientes en una pelea, y volvieron a crecer. —Rufus habló con menos arrogancia—. La gente me miraba con creciente desconfianza. Cuando murió Livia, empezaron los rumores. —Rufus gruñó—. Decían que yo había hecho un paco con el diablo. Ella me dijo lo que había oído. Pero ¿qué cuernos podía hacer yo? Dios me dio un cuerpo fuerte, eso es todo. Ella me creyó.
—Yo también, Rufus.
—Cuando ella enfermó al fin, muchos dejaron de hablarme. Se alejaban de mí en la calle, se persignaban, se escupían el pecho. Acudí a un sacerdote. Él también se asustó de mí. Me dijo que viera al obispo, pero el bastardo no quiso acompañarme. Luego murió Livia.
—Una liberación —sugirió Lugo, sin poder contenerse.
—Bien, hacia tiempo que yo iba a un burdel —respondió Rufus sin rodeos. Se encolerizó—. Pero esas zorras me dijeron que me fuera y no regresara. Me enfurecí, armé un escándalo. La gente lo oyó y se agrupó fuera. Cuando salí, los cerdos me insultaron. Tumbé al que más gritaba. Logré zafarme y echar a correr. Pero me persiguieron y eran cada vez más.
—Y habrías muerto pisoteado por ellos. O los rumores habrían llegado a oídos del prefecto. La historia de un hombre que no envejecía y obviamente no era un santo, así que debía de estar aliado con el diablo. Te habrían arrestado, interrogado bajo tortura, y sin duda decapitado. Éstos son malos tiempos. Nadie sabe qué esperar. ¿Vencerán los bárbaros? ¿Tendremos otra guerra civil? ¿Nos destruirá la peste, el hambre, el colapso total del comercio? Los herejes y hechiceros son objeto de temor.
—¡No soy nada de eso!
—No he dicho que lo fueras. Acepto que eres un hombre común, común como el que más, aparte de... Dime, ¿has oído hablar de alguien como tú, a quien el tiempo no parece afectar? ¿Parientes, quizá?
Rufus negó con la cabeza. Lugo suspiró.
—Tampoco yo. —Se armó de coraje y continuó—. Aunque he esperado e intentado, buscado y resistido, desde que llegué a comprender.
—¿Eh? —El vino goteó del tazón de Rufus. Lugo bebió un sorbo en busca de consuelo.
—¿Qué edad crees que tengo? —preguntó.
Rufus lo escudriñó antes de decir con voz gutural:
—Aparentas veinticinco.
Lugo torció la boca en una sonrisa.
—Como tú, tampoco sé mi edad con certeza —respondió lentamente—. Pero Hiram era rey de Tiro cuando yo nací allí. Las crónicas que he podido estudiar desde entonces indican que eso fue hace doce siglos.
Rufus se quedó boquiabierto. Las pecas lucían sombrías sobre la tez repentinamente blanca. Se persignó con la mano libre.
—No temas —lo exhortó Lugo—. No hice ningún pacto con las tinieblas. Ni con el cielo, llegado el caso, ni con ninguna potestad o ningún alma. Soy de tu misma carne, si eso significa algo. Simplemente, llevo más tiempo sobre la Tierra. Eso te hace sentir solo. Tú apenas has tenido tiempo de saborear esa soledad.
Se levantó, dejando el cayado y el tazón, para caminar por la estrecha habitación, las manos en la espalda.
—Flavio Lugo no fue el nombre con que nací, desde luego. Ese es sólo mi nombre más reciente. He perdido la cuenta de los que tuve. El primero fue..., no importa. Un nombre fenicio. Era un mercader hasta que los años me causaron los mismos problemas que tú tienes hoy. Durante mucho tiempo fui marino, guardia de caravanas, mercenario, bardo errante, todos los oficios en que un hombre puede ir y venir inadvertido. Tuve que asistir a una dura escuela. A menudo estuvieron a punto de matarme las heridas, los naufragios, el hambre, la sed, muchos peligros. A veces habría muerto, de no ser por el extraño vigor de este cuerpo. Un peligro más lento, más temible cuando empecé a notarlo, era el desquiciarme, de perder el juicio entre los recuerdos. Por un tiempo estuve fuera de mis cabales. En cierto modo fue piadoso; amortiguó el dolor de perder a todas las personas que llegaba a amar; perderlo a él, perderla a ella, perder a los niños... Poco a poco elaboré el arte de la memoria. Ahora tengo capacidad de recordar; soy como una biblioteca de Alejandría ambulante... No, ésa ardió, ¿verdad? —Rió entre dientes—. Tengo mis deslices. Pero domino el arte de almacenar lo que sé hasta que lo necesito, y entonces lo recobro. Domino el arte de controlar la pena. Domino...
Observo la mirada estupefacta de Rufus y se interrumpió.
—¿Mil doscientos años? —jadeó el artesano—. ¿Viste al Salvador?
Lugo esbozó una sonrisa forzada.
—Lo lamento, pero no lo vi. Si nació durante el reinado de Augusto, como dicen, eso habría sido entre trescientos y cuatrocientos años atrás. Entonces yo estaba en Britannia. Roma aún no la había conquistado, pero el comercio era activo y las tribus meridionales eran cultas a su manera. Y mucho menos pendencieras. Es una característica siempre deseable en un lugar. Difícil de encontrar hoy en día, a menos que huyas hacia los germanos, los escoceses o lo que sea. Y aun ellos...
»También domino el arte de aparentar más edad. Polvo capilar; tinturas, esas cosas son incómodas y poco fiables. Dejo que todos comenten sobre mi apariencia juvenil. A fin de cuentas, algunas personas aparentan menos edad de la que tienen. Pero entretanto empiezo a encorvarme, a arrastrar los pies, a toser; a fingir que oigo mal, a quejarme de dolores y malestares y de la insolencia de la juventud moderna. Sólo funciona hasta cierto punto, desde luego. Finalmente debo esfumarme e iniciar otra vida en otra parte, con otro nombre. Trato de arreglar las cosas para hacer creer que me escapé y me topé con algún infortunio, quizá porque envejecí y me volví distraído. Y en general he podido prepararme para esa circunstancia. Acumulo gran cantidad de oro, estudio el lugar adonde iré, a veces lo visito para establecer mi nueva identidad.
La fatiga de los siglos lo abrumó un instante.
—Detalles, detalles. —Calló y miró por una de las ventanas ciegas—. ¿Me estoy volviendo senil? Rara vez divago de esta manera. Bien, tú eres el primer congénere que encuentro, Rufus, el primero. Esperemos que no seas el último.
—¿Has oído hablar de otros? —aventuró Rufus a sus espaldas.
Lugo meneó la cabeza.
—Ya te he dicho que no. ¿Cómo podría saberlo? A veces creí hallar un rastro, pero lo perdí o resultó falso. Quizá una vez. No estoy seguro.
—¿Quién era..., amo? ¿Quieres contarme?
—Por qué no. Fue en Siracusa, donde pasé muchos años a causa de sus lazos con Cartago. Maravillosa ciudad. Una mujer llamada Althea, de bonita apariencia, y brillante como a veces eran las mujeres en los últimos días de las colonias griegas. Ella y su esposo eran conocidos míos. Él era un magnate naviero y yo era capitán de un carguero volandero. Hacía más de tres décadas que estaban casados. Él estaba calvo y barrigón, y ella le había dado doce hijos y el mayor de ellos peinaba canas, pero Althea parecía una doncella en primavera.
Calló un rato antes de continuar.
Luego dijo con voz monocorde:
—Los romanos capturaron la ciudad. La saquearon. Yo estaba ausente. Siempre has de tener una excusa para largarte cuando ves venir esas cosas. Cuando regresé, hice preguntas. Quizá la tomaron como esclava. Pude haber tratado de encontrarla y comprarla para darle la libertad. Pero no, cuando hallé a alguien que sabía, tan insignificante como para haber sobrevivido, supe que estaba muerta. Violada y apuñalada. No sé si es cierto o no. Las historias crecen con cada versión. No importa. Fue hace mucho tiempo.
—Qué lástima. Tendrías que haber llegado antes allí. —Rufus se puso tenso—. Eh, lo lamento, amo. Pero no pareces odiar a Roma.
—¿Por qué habría de odiarla? Es la misma y eterna historia. Guerra, tiranía, exterminio, esclavitud. Yo mismo he formado parte de ello. Ahora Roma es la perjudicada.
—¿Qué? —jadeó Rufus—. ¡No puede ser! ¡Roma es eterna!
—Como gustes. —Lugo se volvió hacia él—. Parece que al fin he hallado a otro inmortal. Por lo menos, he aquí a alguien a quien puedo salvaguardar; vigilar; para asegurarme. Bastará con dos o tres décadas. Aunque ya no tengo dudas.
Inhaló profundamente.
—¿Comprendes qué significa? No, no puedes comprender. No has tenido tiempo para pensar en ello.
Examinó el tosco semblante, la frente baja, la consternación transformada en primitiva alegría.
«No creo que jamás comprendas —pensó—. Eres un carpintero más o menos competente, eso es todo. Y aun así tengo suerte de haberte encontrado. A menos que Althea..., pero ella se me escurrió entre los dedos. La muerte me la arrebató.»
—Significa que no soy único —dijo Lugo—. Si hay dos de nosotros, debe de haber más. Muy pocos, muy infrecuentes. No está en la herencia sanguínea, como la altura o el color o las deformidades típicas de una familia. Fuera cual fuese la causa, pasa por accidente. O por voluntad de Dios, si prefieres, aunque en tal caso Dios es bastante caprichoso. Y sin duda meros accidentes eliminan a muchos inmortales en su juventud, tal como eliminan a hombres, mujeres y niños comunes. Podemos escapar de la enfermedad, pero no de la espada ni del caballo desbocado ni de la inundación ni del fuego ni del hambre. Posiblemente otros mueren a manos de vecinos que los consideran demonios, magos, monstruos.
—La cabeza me da vueltas —gimió Rufus, intimidado.
—Bien, has pasado un mal rato. Los inmortales también necesitan descanso. Duerme si lo deseas.
Rufus tenía los ojos vidriosos.
—¿Por qué no podemos decir que somos... santos? ¿Ángeles?
—¿Cuán lejos habrías llegado así? —se burló Lugo—. Tal vez, un hombre nacido en la realeza... Pero no creo que eso nunca haya ocurrido, tan rara como es nuestra especie. No, si sobrevivimos, pronto aprendemos a pasar inadvertidos.
—¿Entonces cómo nos encontraremos? —Rufus hipó y ventoseó.

3

—Ven conmigo al peristilo —dijo Lugo.
—Oh, encantada —canturreó Cordelia, casi bailando.
Era un atardecer sereno y despejado. La luna, casi llena, brillaba sobre el tejado este en un cielo azul violáceo. Hacia el oeste, el cielo se oscurecía y despuntaban estrellas trémulas. El claro de luna moteaba los canteros, tiritaba sobre el agua de un estanque, bañaba de plata el rostro joven y los senos de Cordelia.
Permanecieron unos pocos minutos tomados de la mano.
—Hoy has estado atareado —dijo ella al fin—. Cuando regresaste temprano, pensé... Desde luego, tenias trabajo que hacer.
—Por desgracia, sí —respondió Lugo-—. Pero estas horas nos pertenecen.
Se apoyó en él. Su melena castaña conservaba la fragancia del sol.
—Los cristianos deben agradecer lo que tienen. —Cordelia rió—. Es fácil ser cristiana esta noche.
—¿Cómo se han portado hoy los niños? —preguntó él. Su hijo Julius, que ya no se tambaleaba sino que brincaba por todas partes, y empezaba a hablar; y la pequeña Dora, dormida en su cuna, las manitas entrelazadas.
—Bien, muy bien —dijo Cordelia, algo sorprendida.
—Los veo tan poco.
—Te interesas por ellos. Pocos padres se interesan tanto como tú. —Cordelia le apretó la mano—. Quiero darte muchos hijos. —Y añadió con picardía: —Podemos empezar enseguida.
—Yo... he intentado ser amable.
Ella oyó cómo arrastraba las palabras, soltó a Lugo, y lo miró con alarma.
—¿Qué pasa, querido?
Él se obligó a aferrarle los hombros, a mirarla a la cara. El claro de luna la hacía desgarradoramente bella.
—Entre nosotros, nada —respondió. Sólo que tú envejecerás y morirás. Y ha ocurrido tantas, tantas veces. No puedo contar las muertes. No hay medida para el dolor; pero creo que no ha disminuido; simplemente he aprendido a convivir con él, como un mortal aprende a convivir con una herida incurable. Creí que tendríamos treinta, quizá cuarenta años antes de mi partida. Habría sido maravilloso—. Pero debo realizar un viaje inesperado.
—¿Algo que te dijo ese hombre, Marco? —Lugo asintió. Cordelia hizo una mueca de disgusto—. No me agrada. Perdóname, pero no me agrada. Es tosco y estúpido.
—En efecto —convino Lugo. Le había parecido conveniente que Rufus compartiera la cena con ellos. El encierro en la Sala Baja, con la única compañía de sus temores y esperanzas animales, habría desbaratado la poca compostura que le quedaba y la necesitaría para el porvenir—. Aún así, me trajo información importante.
—¿Puedes decirme de qué se trata? —Cordelia se esforzó para que no pareciera una súplica.
—Lo lamento, no. Tampoco puedo decir adónde me dirijo ni cuánto tardaré en regresar.
Ella le cogió ambas manos. Se le habían enfriado los dedos.
—Los bárbaros. Piratas. Bacaudae.
—El viaje tiene sus peligros —admitió él—. He pasado buena parte del día haciendo arreglos para ti. Por si acaso, querida, por si acaso. —La besó. Los trémulos labios de Cordelia tenían un tenue gusto a sal—. Debes saber que éste es un asunto que puede interesar o no a Aureliano, pero en caso afirmativo se debe investigar de inmediato, y él está en Italia. Se lo he dicho a su amanuense Corbilo, y él te dará mi paga para tus necesidades. También te he dejado una suma sustancial en la iglesia. El sacerdote Antonino la ha guardado y me entregó un recibo que te daré. Y eres heredera de esta propiedad. Tú y los niños estaréis bien. —Siempre que Roma resista.
Ella se arrojó a sus brazos y se acurrucó. Él le acarició el pelo, la espalda, arrugando el vestido, transformando la caricia en abrazo.
—Calma, calma —la arrulló—, esto es sólo una previsión. No temas. No correré grandes riesgos. —Eso creía—. Regresaré. —Eso no era cierto y decirlo era doloroso como una llamarada.
Bien, sin duda ella se casaría de nuevo, cuando lo dieran por muerto. Lo vieron por última vez en la costa ordovicia, cuando atacaron los escoceses...
Ella se apartó, se abrazó el cuerpo, tragó saliva, sonrió trémulamente.
—Claro que S-S-sí —respondió—. R-r-rezaré por ti todo el tiempo. Y tenemos esta noche.
Hasta poco antes del alba, cuando zarpaba el Nereida. Había comprado pasajes para él y para Rufus. La mayor parte de Britannia continuaba segura, pero los bárbaros causaban suficientes estragos como para que nadie cuestionada a un par de hombres que aparecían en Aquae Sulis o Augusta Londinium contando que habían huido. Dinero en mano, podrían comenzar de nuevo; y Lugo había enterrado una buena provisión de monedas fuertes en la isla, varias generaciones atrás.
—Si tan sólo pudieras quedarte —dijo Cordelia sin querer.
—Si pudiera.
Pero Rufus estaba marcado en Burdigala.
Rufus, el patán, el inmortal, quien sin duda perecería sin un hombre inteligente que lo cuidara. Y no debía morir. Por torpe que fuera, la suya era la única ayuda con que Lugo podría contar cuando se reuniera su raza.
Cordelia notó con qué dolor decía su esposo esas palabras.
—No lloraré —declaró—. Tenemos esta noche. Y muchas, muchas más cuando regreses. Te esperare, te esperaré por siempre jamás.
No, pensó Lugo, no lo harás. No tendrá sentido, una vez que consideres que eres viuda, aún joven pero con el tiempo pisándote los talones.
Tampoco podrías haber esperado por siempre jamás.
Busco a aquella que nunca tendrá que abandonarme.





---.
Ningún Hombre Escapa A Su Destino


Se cuenta en la saga de Olaf Tryggvason que Nornagest fue a verlo cuando estaba en Nidharos y permaneció un tiempo en la residencia del rey; pues muy maravillosas eran las historias que conocía Gest Una noche tras otra, mientras el año se arras:traba hacia el invierno, los hombres se sentaban a escuchar junto al fuego. Escuchaban historias de tiempos pasados y de los confines del mundo. A menudo Nornagest cantaba estrofas, pues era un escaldo y sabía acompañar las palabras con arpa, al estilo inglés. Algunos mascullaban que debía de ser un embustero, preguntándose cómo un hombre podía haber viajado o ser tan viejo. Pero el rey Olaf los silenciaba y escuchaba con atención.

-Yo vivía en una granja de las tierras altas -acababa de decir Gest-. Mi último hijo murió, y de nuevo estaba harto de mi morada, más harto que nunca, señor. Me llegaron noticias tuyas, y he venido para ver si son ciertas.

-Las buenas noticias que has oído son ciertas -respondió el sacerdote Conor-. Por la gracia de Dios, él está trayendo un nuevo día a Noruega.

-Pero tu primer día amaneció ya hace mucho tiempo, ¿eh, Gest? -musitó Olaf-. Hemos oído hablar de ti una y otra vez, aunque sólo tus vecinos de las montañas te han visto durante muchos años, y yo creía que estabas muerto. -El forastero era un hombre alto y delgado de espalda recta, pelo y barba gris, pero con pocas arrugas sobre los fuertes huesos de la cara-. No has envejecido.

-Soy más viejo de lo que parezco, señor -suspiró Gest.

-Nornagest: Huésped de las Nornas. Un apodo extraño y pagano -dijo lentamente el rey-. ¿Cómo te lo has ganado?

-Tal vez no quieras saberlo.

Y Gest cambió de tema.

Conocía muy bien ese arte. Una y otra vez, Olaf lo exhortaba a aceptar el bautismo y salvarse. Pero el rey no hacía amenazas ni ordenaba su muerte, como hacía con la mayoría de los obstinados. Las historias de Gest eran tan cautivadoras que deseaba retener allí a ese vagabundo.

Conor insistía, y buscaba a Gest casi a diario. El sacerdote cumplía celosamente con su deber. Había ido a ver a Olaf cuando el rey navegó de Dublín a Noruega, derrocó a Hákon Jarl y conquistó la comarca. Ahora el rey llamaba a misioneros de Inglaterra y Alemania, así como de Irlanda, y quizá Conor se sentía un poco excluido.

Gest lo escuchaba con gravedad y respondía con suavidad.

-No desconozco a tu Cristo -le dijo-. A menudo me he topado con él, o con sus adoradores. No reverencio a Odín ni a Thor. -Sonrió con escepticismo.- He conocido a demasiados dioses.

-Pero éste es el Dios único y verdadero -le replicó Conor-. No te resistas, o te perderás. Dentro de pocos años habrán transcurrido mil desde Su nacimiento entre los hombres. Entonces regresará, pondrá fin al mundo y levantará a los muertos para juzgarlos.

Gest miró a lo lejos.

-Ojalá pudiera creer que veré de nuevo a mis muertos -susurró, y dejó que Conor siguiera hablando.

Sin embargo, al anochecer, después de las carnes, cuando se llevaban las mesas del salón y las mujeres traían los cuernos para beber, Gest hablaba de otras cosas. Contaba relatos, cantaba versos, respondía preguntas. Una vez un par de guardias hablaron de la gran batalla de Bravellir.

-Mi antepasado Grani de Bryndal estuvo entre los islandeses que lucharon contra el rey Sigurdh Anillo -alardeó uno-. Avanzó tanto que pudo ver la caída del rey Harald Diente de Guerra. Ni siquiera Starkadh tuvo fuerzas para salvar a los daneses ese día.

-Perdona -intervino Gest-. No hubo islandeses en Bravellir. Los escandinavos aún no habían descubierto esa isla.

El guerrero se enfadó.

-¿Nunca has oído el poema que compuso Starkadh? -replicó-. Menciona todas las hazañas que ambos bandos hicieron durante la refriega.

Gest meneó la cabeza.

-Lo he oído, y no te llamo embustero, Eyvind. Tú cuentas lo que te contaron. Pero Starkadh nunca compuso ese poema. El autor fue otro escaldo, mucho después, y lo puso en labios del rey. La batalla de Bravellir... -Se interrumpió para recordar mientras las llamas siseaban y crepitaban-. ¿Fue hace trescientos años? Lo he olvidado.

-¿Quieres decir que Starkadh no estuvo allí, y tú sí? -se burló el guardia.

-Oh, estuvo -dijo Gest-, aunque no era como en las historias que hoy cuentan los hombres, ni estaba cojo, viejo y medio ciego cuando al fin encontró la muerte.

De nuevo se hizo el silencio. El rey Olaf escrutó las fluctuantes sombras antes de preguntarle:

-¿Entonces lo conociste?

Gest asintió.

-En efecto. Lo conocí justo después de Bravellir.

1

Su cayado era una lanza, pues ningún hombre viajaba desarmado en el norte; pero en el hatillo llevaba un arpa enfundada, y no dañaba a nadie. Cuando encontraba una casa al anochecer, dormí allí, pagando la hospitalidad con canciones y relatos y noticias del exterior. De lo contrario, se arropaba en la manta y al amanecer bebía en un manantial o un arroyo o comía el pan y el queso que le había dado el último anfitrión. Así había viajado la mayor parte de sus años, de un confín al otro del mundo.

Era un día fresco bajo un cielo borroso donde escaseaban las nubes y el sol giraba hacia el sur. Los bosques que rodeaban las colinas de Gautlandia guardaban silencio. Los abedules habían empezado a amarillearse, y el verde de los robles y encinas era menos brillante. Oscuros abetos se erguían entre ellos. Grosellas maduras relucían en la sombra. El olor de la tierra y la humedad impregnaba el aire.

Gest oteó desde el risco al que había trepado. Abajo, la tierra rodaba hasta un horizonte desleído. En general era terreno boscoso, pero prados y campos arados asomaban aquí y allá. Vio un par de casas empequeñecidas por la distancia; penachos de humo adornaban los tejados. En las cercanías un arroyo rutilante corría hacia un lago que brillaba en la distancia.

Se había alejado tanto del campo de batalla que los destrozos y los muertos resultaban borrosos. Aves carroñeras sobrevolaban el lugar, una negrura giratoria que también se había vuelto diminuta. Apenas podía oír los gritos. A veces el aullido de un lobo se elevaba y quedaba suspendido sobre las colinas antes de morir entre ecos.

Los supervivientes se habían retirado rumbo a sus hogares. Llevaban consigo a los parientes y amigos heridos, pero apenas habían podido echar unos terrones sobre los caídos que conocían. Un grupo con el que Gest se había cruzado esa mañana afirmaba que el rey Sigurdh, en resguardo de su propio honor, se había llevado el cuerpo de su enemigo el rey Harald para ofrecerle dignos funerales en Upsala.

Gest se apoyó en su lanza, menó la cabeza y sonrió tristemente ¿Cuántas veces había visto esto, después de que los jóvenes embistieron para perder la vida? No lo sabía. Había perdido la cuenta en el desierto de los siglos. 0 bien nunca había tenido ánimo para llevar la cuenta, ya no sabía cuál de ambas cosas. Como siempre, sintió la necesidad de brindar una despedida, lo único que él o cualquier otro podía ahora brindar a esos jóvenes.

No fue un drapa lo que acudió a sus labios. Las palabras eran nórdicas para que los muertos las entendieran si podían oírlas, pero no tenía deseos de elogiar el valor y evocar hazañas violentas. La forma poética que escogió procedía de un País del oriente donde gente baja de ojos rasgados sabía mucho y confeccionaba objetos de gran belleza, aunque también allá la espada causaba estragos.

Al morir el verano,
el frío teñirá las hojas de sangre.
¿Adónde volarán los gansos?
Esta tierra ya enrojeció
mientras el viento llamaba a las almas.

Gest se quedó un rato más, después dio media vuelta y partió. Los daneses con quienes se había cruzado habían podido ver al que él buscaba, quien había ido hacia el este siguiendo a media docena de suecos. Gest había ido a Bravellir y había buscado hasta que su ojo de cazador halló lo que debía de ser un rastro. Era mejor darse prisa. No obstante, mantuvo su paso de todos los días. Parecía lento, pero en una jornada cubría tanto camino como un caballo, o más, y le permitía observar todo.

Estaba en una senda de cazadores. Los reyes se habían enfrentado en Bravellir porque era un ancho prado atravesado por una carretera de norte a sur, a medio camino entre Harald en Escania y Sigurdh en Suecia. La tierra del sendero aún estaba floja. Los seis que seguían ese rumbo debían de enfilar hacia la costa del Báltico, donde se hallaban las naves que los habían traído. Su escaso número indicaba que la batalla había sido atroz. Sería recordada, cantada y exagerada en la memoria de los hombres durante cientos de años. Y aquellos que araban los campos vecinos morirían olvidados.

Los zapatos de Gest se hundían suavemente en el suelo. Las ramas formaban un dosel por donde los rayos del sol penetraban formando charcos de luz e umbrío corredor que tenía delante. Una ardilla trepa un árbol como una llamarada. En alguna parte arrulló una paloma. Crujieron arbustos a la izquierda y una silueta grande y opaca huyó, un alce. Gest dejó que su alma vagara por esos lugares de dulce olor. Entretanto, siguió estudiando los rastros. Era fácil: huellas, ramas rotas, telarañas rasgadas, marcas en troncos musgosos donde los hombres se habían sentado a descansar. No eran cazadores profesionales, como él lo había sido buena parte de su vida. Tampoco lo era el que los seguía sin detenerse, acortando la distancia. Esos pies eran enormes.

Pasó el tiempo. Los rayos del sol se volvieron más oblicuos y cobraron un tono dorado. El aire se enfrió.

De pronto, Gest se detuvo. Se inclinó hacia delante, y ladeó la cabeza. Oyó un ruido que le pareció familiar.

Apuró el paso. Al principio sofocado por las hojas, el ruido creció. Vibraciones metálicas y gritos, y pronto crujidos, chasquidos y resuellos. Gest preparó la lanza y avanzó con sigilo.

Había un cadáver en el camino. Había caído en un arbusto que le tapaba el torso. La sangre goteaba de los tallos formando un charco brillante. Le habían abierto un tajo desde el hombro izquierdo hasta el esternón. Le sobresalían trozos de costillas y los pulmones. El sudor le pegaba el pelo rubio a las mejillas lampiñas. El muchacho muerto miraba con ojos vacíos.

Gest se apartó y tropezó con otro cuerpo. En las cercanías, el combate agitaba los arbustos. Entrevió hombres, hierro, sangre y más sangre. Un arma chocaba contra otra, rozaba yelmos, golpeaba escudos de madera. Otro guerrero cayó, el muslo chorreando, pataleando y gritando con un chillido animal. Un cuarto guerrero cayó y quedó tendido entre ortigas. Tenía la cabeza casi arrancada.

Gest se ocultó detrás de un abeto. Lo protegía, pero le permitía ver entre las ramas. Quedaban dos de la banda que el recién llegado había alcanzado y atacado. Como sus compañeros, usaban sólo camisas, chaquetas, pantalones. Si alguno tenía una cota de malla, no se la había puesto a tiempo. La mayoría tenía cascos redondos. Uno llevaba una espada y un escudo, otro un hacha.

El enemigo solitario llevaba una armadura completa, con una cota de malla larga hasta las rodillas, un yelmo cónico con protector nasal, un escudo con borde de hierro en la mano izquierda y una espada descomunal en la derecha. Era enorme: superaba al alto Gest por una cabeza, hombros anchos como el marco de una puerta, brazos y piernas como ramas de roble. Una desaliñada barba negra le caía hasta el pecho.

El par se había recobrado de la sorpresa del ataque. Combatían juntos ladrándose indicaciones. El espadachín se lanzó contra el gigante. Los aceros chocaron, un destello cuando les daba el sol, un borrón cuando se movían hacia abajo o al costado. El sueco recibió un golpe en el escudo y trastabilló, pero conservó su posición y devolvió el golpe. El del hacha se acercó a su enemigo por la espalda.

El hombretón se dio cuenta y con desconcertante rapidez, giró sobre los talones y embistió de costado, esquivando el hachazo. Lanzó una estocada. El otro se tambaleó, soltó el hacha, se miró el antebrazo derecho abierto con el hueso astillado. El gigante dio un brinco, dejándolo atrás. Había una franja de hierba entre él y el otro espadachín. En el linde dio media vuelta y echó a correr hacia su enemigo. Los escudos chocaron con estruendo. El aturdido sueco cayó de espaldas. Atinó a aferrar la espalda y alzar el escudo. El gigante dio un brinco y aterrizó sobre él. El escudo chocó contra las costillas. Gest las oyó cruJir. El caído soltó un resuello. El gigante se montó a horcajadas sobre el cuerpo trémulo y lo liquidó de dos tajos.

Miró en torno. El hombre herido echaba a correr, tropezando entre los troncos. El vencedor lo persiguió y lo abatió.

Los chillidos del hombre herido en el muslo se redujeron a un graznido, un gemido, un silencio.

El vencedor soltó una fuerte risotada. Golpeó la espada tres veces contra el suelo, la enjugó en la camisa de un caído y la envainó. Respiró con más calma. Se quitó el yelmo y el gorro, los tiró al suelo, se secó el sudor de la frente con la mano velluda.

Gest salió de detrás del abeto. El gigante cogió la espada envainada. Gest apoyó la lanza en la horqueta de un árbol y extendió las palmas.

-Vengo en son de paz -dijo.

El guerrero permaneció tenso.

-¿Pero estás solo? -preguntó. La voz era como la rompiente en una playa pedregosa.

Gest miró la cara surcada de arrugas, los ojos glaciales y azules, y asintió.

-Estoy solo. Además, después de lo que he visto, creo que Starkadh no necesita tener miedo de nada ni de nadie.

El guerrero sonrió.

-Ah, me conoces. Pero nunca nos hemos visto.

-En el norte todos han oído hablar de Starkadh el Fuerte. Y.. te estaba buscando.

-¿De veras? -La sorpresa se transformó en cólera-. Entonces ha sido una cobardía permanecer al margen sin ayudarme.

-No lo necesitabas -dijo Gest con tono conciliador---. Además la batalla ha sido muy rápida. Jamás he visto a alguien tan diestro con las armas.

Complacido, Starkadh habló con voz más cordial.

-¿Quién eres?

-He tenido muchos nombres. En el norte el más frecuente es Gest.

-CY qué quieres de mí?

-Es una larga historia. ¿Puedo antes preguntarte por qué perseguiste y mataste a estos hombres?

Starkadh miró hacia el sol cuya luz formaba haces amarillos entre los árboles que se oscurecían contra el cielo. Movió los labios. Al cabo de un rato asintió con la cabeza, miró de nuevo a Gest y empezó:

Aquí no tendrán hambre los lobos.
Harald alimentó los cuervos.
Honor ganamos.
Sólo Odin nos superó.
No tengo cerveza, mas ofrezco
a Harald todos estos enemigos.
Él nunca fue tacaño.
Ahora he demostrado mi gratitud.

Conque era cierto lo que contaban, pensó Gest. Además de ser el mejor guerrero, Starkadh tenía cierto talento como escaldo. ¿Qué otra habilidad tendría?

-Entiendo -convino Gest-. Luchaste por Harald, y deseabas vengar a tu señor caído, aunque guerra ha terminado.

Starkadh asintió.

-Espero haber complacido a su espíritu. Más aún, espero haber complacido a su antepasado, el rey Frodhi, quien fue el mejor de los señores y nunca me escatimó el oro ni las armas ni otras cosas de valor.

Gest sintió un cosquilleo en la espalda.

-¿Te refieres a Frodhi Fridhleifsson de Dinamarca? Dicen que Starkadh pertenecía a su linaje. Pero él murió hace generaciones.

-Soy más viejo de lo que parezco -respondió. Starkadh con renovada hosquedad y le recorrió un estremecimiento-. Después de un día tan ajetreado, estoy sediento. ¿Sabes dónde hay agua?

-Sé cómo encontrarla, si vienes conmigo -dijo Gest-. ¿Pero qué pasa con estos cadáveres?

Starkadh se encogió de hombros.

-No soy cuervo para limpiarles los huesos. Dejémoslos para las hormigas. -Las moscas revoloteaban sobre ojos ciegos, lenguas resecas y sangre coagulada. El tufo era nauseabundo.

Gest estaba habituado a ese espectáculo pero siempre se alegraba de dejarlo atrás, y trataba de no pensar en las viudas, los hijos, las madres. Las vidas que había compartido eran breves, apenas un parpadeo, y despues, en otro parpadeo, la mayoría eran olvidadas por todos salvo por él. Cogió la lanza y encabezó la marcha por el sendero.

-¿Regresarás a Dinamarca? -preguntó.

-No creo -tronó Starkadh a sus espaldas-. Sigurdh se cerciorará de que el próximo rey de Hleidhra le sea leal, y de que todos los reyezuelos riñan entre ellos.

-Oportunidades para un guerrero.

-Pero me disgustaría ver derrumbarse el reino construido por Frodhi y reconstruido por Harald Diente de Guerra.

-Por lo que he oído, la simiente de algo grande pereció en Bravellir -suspiró Gest-. ¿Qué harás?

-Tomar las naves que poseo, juntar tripulantes y hacerme vikingo... Iré hacia el este, creo, a Wendland y Gardhariki. ¿Es un arpa lo que llevas allí?

Gest asintió.

-He practicado muchos oficios, pero ante todo soy escaldo.

-Entonces ven conmigo. Cuando lleguemos a la morada de un señor, compondrás un drapa sobre lo que he hecho hoy. Te recompensaré bien.

-Debemos hablar sobre eso.

Ambos callaron. Al cabo de un rato Gest tomó por una senda lateral. Daba a un claro salpicado de tréboles. Un manantial borboteaba en el centro y el agua se escurría en la hierba para perderse bajo los árboles. Éstos formaban una muralla alrededor, oscura abajo, verde oro arriba, donde las rozaban los últimos rayos del sol. El cielo del este era azul violáceo. Una bandada de cornejas volaba hacia el hogar. Starkadh se arrojó de bruces y bebió con avidez. Cuando al fin alzó la barba goteante, vio que Gest había tendido la capa, abierto la mochila, y desparramado cosas. Ahora recogía leña bajo los árboles y arbustos que rodeaban el claro.

-¿Qué estás haciendo? -preguntó Starkadh.

-Estoy preparándome para pasar la noche -dijo Gest.

-¿No vive nadie en las cercanías? La choza de un porquerizo bastaría.

-Lo ignoro, y quizá nos sorprenda la oscuridad mientras buscamos. Además, es mucho mejor descansar aquí que en un suelo de lodo, oliendo humo y flatulencias.

-Oh, he dormido a menudo bajo las estrellas, y también he padecido hambre. Veo que traes comida. ¿Deseas compartirla?

Gest miró de hito en hito la guerrero.

-¿No me la arrebatarías?

-No, no. No eres un enemigo ni un absoluto extraño. -Starkadh se echó a reír---. Tampoco una mujer. Qué pena.

Gest sonrió.

-Repartiremos lo que hay, aunque no es mucho para un hombre de tu talla. Pondré trampas. Por la mañana, con suerte, tendremos ratones campestres para cocinar, o incluso una ardilla o un erizo. -Hizo una pausa-. ¿Quieres ayudarme? Si haces lo que te indico, podremos estar cómodos antes del anochecer.

Starkadh se levantó.

-¿Me tomas por uno de esos torpes mineros? Claro que te ayudaré. ¿Eres finés, o has vivido entre fineses, para saber cómo sobrevivir en el bosque?

-No, nací en Dinamarca, como tú.... hace mucho tiempo. Pero aprendí el arte del cazador en mi infancia.

Gest notó sin sorpresa que debía escoger las palabras con cuidado al dar instrucciones. La arrogancia de Starkadh. podía estallar a cada instante. En una ocasión rugió «¿Acaso soy un cautivo?» y desenvainó la espada. Al fin la envainó, se dio un puñetazo en la palma e hizo lo que se le pedía, pero por un segundo el dolor le contrajo la cara.

La luz del día se derramaba desde el oeste. Cada vez despuntaban más estrellas. Cuando la penumbra cubrió el claro, los hombres tenían preparado el campamento. Un refugio de leña, con helechos y ramas en el interior, les permitía descansar a resguardo del rocío, las nieblas nocturnas y las posibles lluvias. La hierba apilada en la entrada mantenía la tibieza de una fogata que Gest había encendido con una barrena. Además de piñones y bayas, había hallado piñas, juncos y raíces para acompañar el pan con queso. Una vez que las asaran, él y Starkadh podrían dormir bastante satisfechos.

Gest se acuclilló ante el fuego, cortando una vara verde con el cuchillo para tallar un utensilio de cocina. Era un fuego más pequeño del que habría preparado el guerrero, y chisporroteaba suavemente. El humo ligero olía a resina. Aunque el aire se enfriaba deprisa en esa temporada, Starkadh comprendió que podía mantenerse tibio quedándose cerca. Las llamas rojas y amarillas arrojaban una luz trémula sobre los pómulos y la nariz de Gest; le resbalaba en los ojos y le arrojaba sombras en la barba gris.

-Eres muy hábil -dijo Starkadh-. Desde luego, viajarás conmigo.

-Ya hablaremos de eso -respondió Gest, mirando su labor.

-¿Por qué? Me has dicho que me buscabas.

-Sí, exacto. -Gest inhaló con fuerza-. Largo tiempo estuve lejos, hasta que al fin los recuerdos del norte me abrumaron y tuve que regresar para ver si los álamos aún temblaban en las ligeras noches de verano. -No mencionó a la mujer que había muerto después de que ambos hubieran viajado treinta años juntos por las vastas praderas del Oriente con una tribu de pastores-. Había perdido las esperanzas, había dejado de buscar... hasta que atravesé los bosques y los brezales de Jutlandia y la vieja lengua volvió a despertar en mí, sin muchos cambios desde mi partida. Oí hablar de Starkadh-. ¡Debía encontrarlo! Seguí los rumores hasta Hleidhra, donde me dijeron que había cruzado el mar para reunirse con el rey Harald e ir a la guerra. Seguí ese rastro hasta Bravellir, y llegué al atardecer, cuando la matanza de ese día había terminado. Por la mañana hallé a hombres que lo habían visto alejarse de allí, y seguí el camino que me indicaron. Y aquí estamos, Starkadh.

El hombre corpulento se movió.

-¿Qué deseas de mí? -gruñó.

-Primero, que me cuentes la historia de tu vida. He oído algunas anécdotas llamativas.

-Te gustan los chismes.

-He buscado el conocimiento por todo el mundo. ¿Cómo puede un narrador de historias pagar el alojamiento de una noche o un escaldo componer estrofas para los jefes a menos que tenga entre los labios algo digno de contar?

Starkadh se había desabrochado la espada, pero llevó la mano al cuchillo.

-¿Se trata de una brujería? Eres extraño, Gest.

El vagabundo clavó los ojos en el guerrero y respondió:

-Juro que no obraré ningún hechizo. Lo que busco es aún más extraño.

Starkadh reprimió un temblor. Como si embistiera contra el miedo para pisotearlo, dijo deprisa:

-Mis actos son célebres, aunque nadie salvo yo los conoce todos. Pero sin duda historias exageradas e insidiosas han circulado con los años. No desciendo de los gigantes. Eso es un cuento de viejas. Mi padre era un hacendado del norte de Zelanda, mi madre venía de una aldea de pescadores, y tuvieron otros hijos que crecieron, vivieron como gente común, envejecieron y fueron a la tumba, también como gente común.... cuando no los arrebataron la batalla, la enfermedad o el mar.

-¿Cuánto hace que reposan bajo tierra? -preguntó Gest, pero Starkadh ignoró la respuesta.

-Yo era grande y fuerte, como ves. Desde la infancia me desagradó trabajar los campos o izar redes llenas de peces malolientes. A los doce años me hice vikingo. Algunos hombres de la vecindad tenían un barco en común. Se juntaron con otros barcos y durante un tiempo realizaron incursiones en las costas escandinavas. Cuando regresaron para cosechar el heno, yo me quedé. Busqué a un capitán que se quedara durante el invierno; y desde entonces mi fama creció rápidamente.

»¿He de hablarte de batallas, saqueos, incendios, banquetes, hambre, frío, camaradas, mujeres, ofrendas a los dioses, luchas contra la tormenta y la mala suerte cuando los dioses se encolerizaban con nosotros, reyes a quienes servimos y reyes a quienes derrocamos? Los años se confunden dentro de mí como restos de naufragio en un arrecife.

»Frodhi, rey de Hleidhra, me acogió cuando me fui a pique. Me puso al mando de las tropas de su palacio, y yo le convertí en el mayor de los señores de su tiempo. Pero su hijo Ingjald resultó ser debilucho, perezoso y glotón. Se lo reproché y abandoné la comarca disgustado. Pero en ocasiones regresé para empuñar la espada por hombres más dignos de la casa Skjoldung. Harald fue el mejor de ellos. Fue el primero de los reyes de toda Dinamarca y Gautlandia, e incluso de Suecia; pero ahora Harald ha caído, y su obra se ha desmoronado, y estoy solo de nuevo.

Se aclaró la garganta y escupió. Tal vez era su forma de no llorar.

-Me dijeron que Harald era viejo -dijo Gest-. Tuvo que viajar a Bravellir en carreta, y estaba casi ciego.

-¡Murió como un hombre!

Gest asintió, calló y preparó la cena. Comieron en silencio. Luego aplacaron de nuevo la sed en el manantial y se alejaron para orinar. Cuando Starkadh regresó a la fogata encontró a Gest de vuelta, agazapado. Había anochecido por completo. El Carro de

Thor relucía enorme, desnudo sobre las copas de los árboles, y la Estrella del Norte estaba más alta que una punta de lanza.

Starkadh se plantó ante el fuego, las piernas separadas, los brazos en jarras, y bramó:

-Estoy ya harto de tus arteras evasivas. ¿Qué quieres? Dilo, o te abatiré.

Gest alzó los ojos.

-Una última pregunta --dijo-. Luego lo sabrás. ¿Cuándo naciste, Starkadh?

El gigante escupió una maldición.

-¡Preguntas y preguntas y preguntas, pero nada dices! ¿Qué clase de criatura eres? Te sientas en cuclillas como un hechicero finés.

Gest negó con la cabeza.

-Aprendí esto más hacia el este -replicó con voz mansa-, y muchas cosas más, pero nada de hechicería.

-¡Aprendiste a portarte como una mujer! ¡Llegaste tarde al campo de batalla y te quedaste mirando mientras yo luchaba con seis hombres!

Gest se levantó, enderezó la espalda, miró a través de las llamas.

-Ésa no era mi guerra, y no habría perseguido a hombres que ya no me amenazaban -dijo con una voz que parecía acero deslizándose en la vaina. En la fluctuante penumbra, bajo las estrellas y el Camino del Invierno, de pronto parecía tan alto como el guerrero, o más aún-. Oí decir que eres formidable en la batalla, pero que estás condenado a hacer malos actos, cosas despreciables una y otra vez. Dicen que Thor te impuso esto porque te odia. Dicen que el dios que te profesa buena voluntad es Odín, padre de la brujería. ¿Es verdad?

El gigante jadeó intimidado. Alzó las manos y las agitó en el aire.

-Cháchara vacía -gruñó-. Nada más.

Gest continuó su embestida.

-Pero has cometido traiciones. ¿Cuántas, en todas las vidas que has vivido?

-¡Contén la lengua! -bramó Starkadh-. -Tú qué sabes de no tener edad? Calla, o te partiré en dos como el insecto que eres.

-Tal vez no sea tan fácil -murmuró Gest-. Yo también he vivido un largo tiempo. Mucho más que tú, amigo mío.

Starkadh respiró roncamente. Lo miró boquiabierto.

-Bien -dijo secamente Gest-, nadie en estas comarcas lleva la cuenta de los años, como en el sur o en el este. Oí decir que habías vivido las vidas de tres hombres. Eso debe significar simplemente que la gente recuerda que sus abuelos hablaron de ti. Supongo que cien años es una buena estimación.

-Yo... pensaba que era más.

De nuevo Gest miró a Starkadh de hito en hito. Habló con voz más suave pero más sombría, trémula como una brisa en la noche.

-Yo no sé qué edad tengo. Pero en mi infancia aún no conocían el metal en estas tierras. De piedra eran los cuchillos, las puntas de hacha, de lanza y de flecha y las cámaras funerarias. No fueron los gigantes quienes levantaron esos dólmenes que se yerguen sobre la tierra. Fuimos nosotros, tus antepasados, quienes poníamos nuestros muertos a descansar y ofrendábamos a nuestros dioses. Aunque esos «nosotros» ya no existen. Los he sobrevivido, sólo yo, así como he sobrevivido a sucesivas generaciones de hombres... hasta hoy, Starkadh

-Has encanecido -dijo el guerrero, con un gemido que era una negación.

-Encanecí cuando era joven. Les ocurre a algunas personas. En nada más he cambiado. Nunca he estado enfermo, y las heridas sanan deprisa, sin dejar cicatriz. Cuando se me caen los dientes, crecen otros nuevos. ¿Te sucede lo mismo?

Starkadh tragó saliva y asintió.

-Supongo que has sufrido más heridas que yo, con la vida que llevas --dijo Gest con tono reflexivo-. Yo he sido tan pacífico como me permitían los demás, y tan cauto como cualquier viajero. Cuando los carros irrumpieron en lo que hoy llamamos Dinamarca... -Frunció el ceño-. Eso está olvidado, sus guerras, sus hazañas y su misma lengua. La sabiduría perdura. Eso es lo que he buscado a través del mundo.

Starkadh se estremeció.

-Gest -murmuró-, ahora recuerdo que en mi juventud se contaban historias sobre un viajero que... Nornagest. ¿Eres tú? Pensé que era sólo una historia.

-A menudo me fui del norte por cientos de años. Siempre sentía ganas de volver. Mi última estancia aquí fue ochenta años atrás. Una ausencia más breve que las anteriores, pero... -Gest suspiró de nuevo,_. Cada vez me canso más de deambular por la tierra entre los vientos. Conque las gentes me recordaron por un tiempo, ¿eh?

El aturdido Starkadh sacudió la cabeza.

-Y pensar que yo estaba vivo entonces. Pero debía de estar viajando... ¿Es verdad que las Nornas contaron a tu madre que morirías cuando se agotara una vela, y que ella la apagó y tú aún la llevas contigo?

Gest sonrió.

-¿Tú crees que Odín te ha dado longevidad? -Adoptó un semblante grave-. No sé por qué ambos somos lo que somos. Es un enigma tan oscuro como la muerte del resto de los hombres. ¿Nornas, dioses? E1 hambre de saber me llevó hasta los confines del mundo, además de la esperanza de encontrar a otros como yo. Oh, ver a una amada esposa marchitarse, y ver que nuestros hijos la siguen... Pero en ninguna parte ha~ llé a alguien a quien el tiempo perdonara, ni encontré ninguna respuesta. En cambio, oí demasiados consejos, conocí demasiados dioses. Allende el mar invocan a Cristo, pero si viajas muy al sur está Mahoma; y en el Oriente está Gautama Buda, salvo allá donde dicen que el mundo es un sueño de Brahma, o hacen ofrendas a una hueste de dioses y fantasmas, y elfos como los de nuestras tierras del norte. Y casi todos los hombres a quienes pregunté me dijeron que su gente sabía la verdad mientras que los demás estaban confundidos. Si tan sólo pudiera oír una palabra que tuviera al menos un viso de certeza...

-No te inquietes por eso -dijo Starkadh, con renovada arrogancia-. Las cosas son lo que son, y ningún hombre escapa a su destino. La libertad consiste en dejar un alto nombre detrás.

-Me preguntaba si estaba solo, si mi inmortalidad era una maldición lanzada sobre mí por alguna culpa horrenda que he olvidado -continuó Gest-. Pero eso parecía erróneo. Ocurren nacimientos extraños. A menudo son inválidos o deformes, pero de vez en cuando surge una criatura que puede florecer, como un trébol de cuatro hojas. ¿Seremos los inmortales algo parecido? Seríamos muy pocos. La mayoría bien podría morir en guerras o accidentes antes de descubrir que son distintos. Otros podrían morir en manos de vecinos que temen que sean brujos. 0 quizá huyan, adopten nuevos nombres, aprendan a ocultar lo que son. Yo hice esto, y rara vez permanecí mucho tiempo en el mismo lugar. De cuando en cuando hallé gente dispuesta a aceptarme tal como soy, hombres sabios del Oriente, o toscos habitantes del bosque como mis nórdicos, pero al final siempre había demasiada pena, el peso agobiante de los recuerdos, y también debí marcharme.

»Nunca hallé a los de mi especie. Muchos caminos seguí, a veces durante años, pero ninguno condujo a nada. Al final perdí las esperanzas y emprendí la Vuelta hacia mi hogar. Al menos, la primavera nórdica es eternamente joven.

»Y entonces oí hablar de ti.

Gest se acercó al fuego. Apoyó las manos en los hombros de Starkadh.

-Aquí termina mi búsqueda, donde comenzó -dijo. Las lágrimas le temblaban en las pestañas-. Ahora somos dos, y ya no estamos solos. Y así sabemos que tiene que haber más, mujeres entre ellos. Juntos, ayudándonos y alentándonos, podemos buscar hasta encontrarlos. ¡Starkadh, hermano mío!

El guerrero permaneció inmóvil.

-Estó... es... inesperado -musitó.

Gest lo soltó.

-En efecto. Yo tuve mucho tiempo para pensar desde que recibí noticias de ti. Bien, tómate tu tiempo. Nosotros tenemos más de lo que tienen la mayoría de los hombres.

Starkadh escrutó la oscuridad.

-Pensé que un día sería viejo y débil como Harald -jadeó-. A menos que primero cayera en la batalla, y pensé en tratar de que así fuera... Pero me dices que siempre seré joven. Siempre.

-Una carga que a menudo ha resultado insoportable para mí -declaró Gest-. Pero, compartida, será más liviana.

Starkadh apretó los puños duros como roble.

-¿Qué haremos con ella?

-Cuidar de nuestro don. Tal vez, a pesar de todo, venga del Más Allá y quienes lo reciben estén señalados para hazañas que cambiarán el mundo.

-Sí. -La alegría palpitó en la voz de Starkadh-. Una fama imperecedera, y estar vivo para disfrutarla. Reunir huestes guerreras, capturar reinos, fundar casas reales.

-Aguarda, aguarda -dijo Gest-. No somos dioses. Nos pueden asesinar, ahogar, quemar, matar de hambre, como a los demás hombres. He permanecido en la tierra tantos años gracias a mi cautela.

Starkadh lo miró con frialdad.

-Lo entiendo -barbotó con desdén-. ¿Tú sabes de honor?

-No quiero decir que actuemos como timoratos. Procuremos tener poder, y un escondrijo por si la suerte no nos sonríe. Después daremos a conocer lo que somos poco a poco, a la gente en quien Podamos confiar. Su respeto nos ayudará, pero eso no es suficiente; para conducir, debemos servir, debemos dar.

-¿Cómo podemos dar a menos que tengamos oro, tesoros, un botín tal como el que pueden acumular vikingos inmortales?

Gest frunció el ceño

-Estamos a punto de discutir. Será mejor que no hablemos más, sino que reflexionemos mientras descansamos. Mañana, después de dormir, pensaremos con mayor claridad.

-¿Puedes dormir.. después de esto?

-¿Qué? ¿Tú no estás agotado?

Starkadh rió.

-Después de recoger tan buena cosecha, quise decir. -No llegó a ver la mueca de disgusto de Gest.- Como quieras. Al lecho.

Sin embargo, en el refugio pataleó y murmuró y movió los brazos. Al fin Gest decidió salir.

Encontró un lugar seco cerca del manantial, pero optó por buscar descanso en la meditación y no en el sueño. Tras adoptar la posición del loto, indujo la calma dentro de sí mismo. Eso fue fácil. Tiempo atrás había superado a sus gurus en comarcas que estaban al este de las alboradas de Dinamarca: pues había tenido siglos para practicar las disciplinas mentales y corporales que ellos enseñaban. Pero no habría podido resistir tanto sin sus enseñanzas. ¿Cómo les iría a esos maestros, a esos chelas amigos? ¿Natha y Lobsang al fin se habrían liberado de la Rueda?

¿Él se liberaría alguna vez? Sintió esperanza. Nunca podía abandonarla M todo. ¿Eso significaba que él rechazaba la fe? «Om mani padme hum.» Esas palabras no le habían capturado el alma. ¿Pero era porque él no lo consentía? Si tan sólo hallara un Dios a quien entregarse...

Al menos se había vuelto semejante a los sabios que controlaban el cuerpo y sus pasiones. Había alcanzado el poder que ellos buscaban. A una orden, el aliento y el pulso disminuyeron hasta que dejó de percibirlos. El frío dejó de ser algo que le invadía la piel; Gest fue el frío, fue el mundo nocturno, se transformó en la estrofa que decía:

Despacio asciende
la luna.
Su filoso borde
hiende la oscuridad.
Astros y escarcha,
quietos como los muertos,
anuncian el ocaso
de otro año.

Un ruido lo sacó del trance. Habían pasado horas. El cielo del este estaba gris sobre los árboles. El rocío irradiaba los únicos resplandores en una penumbra sin matices. Humeaban brumas encima de esa penumbra y en el aliento de los hombres. El claro gorgoteo del manantial parecía más fuerte de lo que era.

Starkadh estaba acuclillado ante el refugio. Al salir lo había desbaratado con su andar torpe. Empuñaba la espada envainada que había dejado sobre la cota de malla. Miró a su alrededor con los ojos irritados hasta encontrar a Gest. Soltó un gruñido y se le acercó. Gest se levantó.

-Buenos días -saludó.

-¿Has pasado la noche sentado? -preguntó Starkadh con voz ronca-. Yo tampoco he podido dormir.

-Espero que hayas descansado, de todos modos. Iré a ver qué hay en las trampas.

-Espera. Antes de continuar juntos...

Gest sintió un escalofrío.

-¿Qué te molesta?

-Tú. Tu lengua evasiva. Me he agitado como en una pesadilla, procurando entender lo que dijiste ayer. Ahora explícate.

-Vaya, pensé que te lo había explicado. Somos dos nmortales. Nuestra soledad ha llegado a su fin. Pero debe de haber otros, mujeres entre ellos, y debemos encontrarlos y.. permanecer juntos. Para ello, haremos juramentos, seremos hermanos.

-¿De qué tipo? -gruñó Starkadh-. Yo el jefe, luego el rey; tú mi escaldo y vasallo... ¡Pero no fue eso lo que dijiste! -Tragó saliva-. ¿Tú también quieres ser rey? -Sonriendo-: ¡Claro! Podemos dividirnos el mundo.

-Moriríamos en el intento.

-Nuestra fama nunca morirá.

-Peor aún, podríamos distanciarnos. ¿Cómo pueden permanecer juntos dos que siempre trafican con la muerte y la traición?

De inmediato Gest comprendió su error. Había querido decir que así era la naturaleza del poder. Apresarlo y conservarlo eran dos actos igualmente sucios. Pero antes de que él pudiera continuar, Starkadh se llevó la mano a la empuñadura. La cara de piedra palideció.

-Conque enlodas mi honor -dijo Starkadh con voz gutural.

Gest alzó la mano, la palma hacia fuera.

-No. Deja que me explique.

Starkadh se inclinó haciendo aletear las fosas nasales.

-¿Qué has oído decir de mí? ¡Escúpelo!

Gest sabía bien que debía hacerlo.

-Dicen que tomaste cautivo a un reyezuelo y lo colgaste como ofrenda a Odín, después de prometerle la vida. Dicen que asesinaste a otro en su casa de baños, en venganza. Pero...

-¡Tuve que hacerlo! -aulló Starkadh-. Siempre fui un forastero. Los demás eran demasiado jóvenes y... -bramó como un uro.

-Y tu soledad te fustigó hasta que devolviste los golpes, a ciegas -dijo Gest-. Comprendo. Lo comprendí en cuanto oí hablar de ti. A menudo me he sentido así. Recuerdo actos míos que me dolieron como quemaduras. Es sólo que no me gusta matar.

Starkadh escupió en el suelo.

-Correcto. Te has abrazado a tus años como una vieja arropándose en la manta.

-¿Pero no ves que las cosas han cambiado para ambos? -exclamó Gest-. Ahora tenemos tareas mejores que atacar a gente que nunca nos ha hecho daño. Lo que te trajo deshonor fue el afán de fama, riqueza y poder.

Starkadh soltó un grito y desenvainó la espada. Atacó.

Gest se deslizó como una sombra, pero el acero le mordió el brazo izquierdo. La sangre brotó, empapó la tela, goteó en el arroyuelo que salía del manantial.

Retrocedió, extrajo el cuchillo, se agazapó. Starkadh-. se quedó donde estaba.

-Debería partirte en dos por lo que has dicho -jadeó. Tragó aire-. Pero creo que morirás pronto de este tajo. -Una risotada vibrante-. Qué lastima. Esperaba que fueras mi amigo. El primer amigo verdadero de mi vida. Bien, las Nornas lo han dispuesto de otro modo.

«Nuestros caracteres lo han dispuesto de otro modo -pensó Gest-. Qué fácil sería matarte. Qué vulnerable eres a cien trucos marciales que conozco.

-En cambio, tendré que continuar como antes -dijo Starkadh-. Solo.

«Así sea», pensó Gest.

Con los dedos de la mano derecha tanteó bajo 1a camisa rasgada y juntó los labios de la herida.

Transformó el dolor en algo muy distante de sí mismo, como las brumas que se despedazaban bajo la creciente luz. Concentró la mente en el flujo sanguineo.

Starkadh destrozó el refugio a patadas, cogió su cota de malla, se la puso sobre la tela mullida donde se había acostado a la noche. Se puso el casco y el yelmo, se calzó la espada, alzó el escudo. Cuando estuvo preparado para marcharse, miró con asombro al otro hombre.

-¿Qué? ¿Todavía estás en pie? -dijo-. ¿Debo rematarte?

Si lo hubiera intentado, Gest lo habría matado él. Pero Starkadh se detuvo, se estremeció y dio media vuelta.

-No -murmuró-. Esto me da escalofríos. Parto hacia mi propio destino, Nornagest.

Echó a andar camino arriba, se internó en el bosque y se perdió de vista.

Entonces Gest pudo sentarse y prestar plena atención a su cuerpo. Había detenido la hemorragia antes de perder mucha sangre, pero estaría débil durante unos días. No importaba. Podía quedarse allí hasta que estuviera en condiciones de viajar; la tierra proveería. Trató de apresurar la unión de la carne herida.

No se atrevió a pensar en la incurable herida interior.

2

-Sin embargo, nos vimos muy poco, Starkadh y yo -continuó Gest-. Después de eso oí rumores sobre él, hasta que me marché de nuevo; y cuando regresé había muerto hacía tiempo, del modo que él deseaba.

-¿Por qué has viajado tanto? -preguntó el rey Olaf-. ¿Qué buscabas?

-Lo que nunca he encontrado -le respondió Gest-. Paz.

No, eso no era del todo cierto. Una y otra vez había encontrado la paz, en la cercanía de la belleza o la sabiduría, en los brazos de una mujer, en la risa de los niños. ¡Pero qué breves momentos! Su último matrimonio, en las tierras altas de Noruega, ya parecía el sueño de una sola noche: Ingridh y su juvenil alegría, sus vástagos en la cuna que Gest había tallado, sus bríos aún mientras se volvía más canosa que él, pero luego los años de agotamiento, y después los entierros, los entierros. ¿Dónde estaba Ingridh ahora? Gest no podía seguirla, ni a ella ni a todas las que titilaban en el linde de la memoria, ni a la primera y más dulce de todas, con guirnaldas de laurel y un cuchillo de pedernal en la mano...

-En Dios está la paz -dijo el sacerdote.

Quizá, quizá. Hoy las campanadas de la iglesia repicaban en Noruega, como durante una generación o más habían repicado en Dinamarca, sí, en la zona sagrada de la Madre donde él y la muchacha de las guirnaldas habían ofrecido flores... Había visto la invasión de los carros de guerra y los dioses de la tormenta en el terruño, había visto bronce y hierro, las caravanas que enfilaban a Roma y las naves vikingas que infilaban a Inglaterra, la enfermedad y el hambre, la sequía y la guerra, y la vida que comenzaba pacientemente de nuevo; cada año se hundía en la muerte y aguardaba la llegada del sol para renacer; él también podía marcharse si deseaba y errar en el viento con las hojas.

El sacerdote del rey Olaf pensaba que pronto terminarían todas las búsquedas y los muertos se levantarían de las tumbas. Ojalá fuera así. Muchos otros lo creían. ¿Por qué no el?

Venid a mí, todos los que trabajáis y sufrís una pesada carga, y yo os daré reposo.

Días después, Gest dijo:

-Sí. aceptaré el bautismo.

El sacerdote lloró de alegría y Olaf dio muestras de alegría.

Pero esa noche en el salón, cuando todo hubo terminado, Gest cogió una vela y la encendió con una antorcha. Se echó en un banco desde donde pudiera verla y afirmó:

-Ahora puedo morir.

«Ahora me he rendido. »

Dejó que la luz de la vela le inundara la visión, el ser. Fue uno con ella. La luz creció hasta que Gest vio que brillaba en esas caras perdidas, las arrancaba de la oscuridad, las acercaba cada vez más. Los latidos del corazón seguían a Gest, internándose en la quietud.

Olaf y los jóvenes guerreros quedaron atónitos. El sacerdote se arrodilló en la sombra y rezó en voz baja.

La luz de la vela se apagó. Nornagest permanecía inmóvil. En el salón ululaba un viento invernal.



_
Fantasmas


¿La despertó el humo? Le rozaba las fosas nasales, le raspaba los pulmones. Tosió. Se le partía el cráneo. Las astillas cayeron con estrépito. Se estrellaron como trozos de hielo en un lago bajo la tormenta. Tosió de nuevo, y de nuevo. En medio del ruido y del filoso dolor oyó una crepitación cada vez más fuerte.
Abrió los ojos. El humo los inflamó. Borrosamente vio las llamas. Todo ese lado de la capilla estaba ardiendo. El fuego ya lamía el techo. No podía distinguir los santos pintados, ni los iconos de las paredes —¿habían desaparecido?— pero el altar seguía en pie. Entre las volutas de humo y la penumbra fluctuante, la mole del altar parecía temblar. Tuvo la vaga sensación de que flotaba a la deriva, de que pronto la alcanzaría y la aplastaría o se perdería para siempre en la humareda.
Entre las vaharadas de calor se arrastró a gatas. Por un tiempo no pudo alzar la cabeza. Le dolía demasiado. Luego algo en el límite de su visión la guió en un lento bamboleo. Se incorporó a duras penas y trató de comprender.
La hermana Elena. Tendida de espaldas. Muy quieta, más que el altar, totalmente tiesa. Ojos donde bailaba la luz del luego. La boca abierta, la lengua fuera, seca. Piernas y abdomen asombrosamente blancos contra el suelo de arcilla y el hábito que los dejaba al desnudo. Gotas blancas relumbrando sobre la entrepierna. Brillantes manchas de sangre en los muslos y el vientre.
A Varvara se le revolvió el estómago. Vomitó. Una, dos, tres veces. Las convulsiones le provocaban ondas en la cabeza. Cuando terminó y sólo quedaron el gusto desagradable y la irritación, estaba más alerta. Se preguntó si ésta había sido la violación definitiva o un signo de la gracia de Dios, ocultando el rastro de lo que le habían hecho a Elena.
«Eras mi hermana en Cristo —pensó Varvara—. Tan joven, oh, tan joven. Ojalá yo no te hubiera intimidado tanto. Era dulce oír tu risa. Ojalá a veces hubiéramos estado juntas, sólo nosotras dos, contándonos secretos y riendo antes de ir a orar. Bien, supongo que has ganado el martirio. Ve a tu hogar en el Cielo.»
Las palabras temblaron en medio del dolor las palpitaciones, los mareos. El fuego rugía. El calor se volvía más denso. Bailaban chispas en el humo. Algunas le cayeron en las mangas. Se apagaron, pero debía huir o se quemaría viva.
Por un instante la abrumó la fatiga. ¿Por qué no morir junto a la pequeña Elena? Poner fin a los siglos, ahora que todo lo demás llegaba a su fin. Si respiraba hondo, la agonía sería breve. Luego, la paz.
La broncínea luz del sol atravesó la humareda y el hollín. Había salido a rastras mientras pensaba en la muerte. El asombro le devolvió la compostura. Miró hacia ambos lados. No había nadie cerca. Los edificios, construidos principalmente con madera, ardían a su alrededor. Logró levantarse y alejarse dando tumbos.
Más allá de los edificios, la dominó una cautela animal. Se agazapó junto a una pared y atisbó. El monasterio y el convento estaban cerca de la ciudad, como era habitual. Los religiosos habrían hallado refugio detrás de las defensas. Pero no habían tenido tiempo. Los tártaros llegaron de pronto, interponiendo sus caballos entre ellos y la seguridad. Retrocedieron y rogaron a la Virgen, los santos y los ángeles. Poco después, esos salvajes se les acercaron aullando como perros.
Varvara se dio cuenta de que no había gran diferencia. Pereyaslavl había caído. Sin duda los tártaros la habían asolado antes de ir a la casa de la Virgen. Una monstruosa nube negra se elevaba desde las murallas, tocando el cielo, donde se deshacía en borrones sobre la pureza del atardecer. Abajo crecían las llamas, tiñendo las sombras con un rojo inquieto. Varvara recordó que el Señor se presentaba a los israelitas como una columna de humo durante el día y una columna de fuego durante la noche. ¿Acaso Su voz rugía como la pira que había sido Preyaslavl?
En la campiña ondulante también ardían villorrios y huían sombras. Los tártaros parecían estar reunidos cerca de la ciudad. Grupos de jinetes cabalgaban por los campos hacia el cuerpo principal. Guerreros a pie arreaban a los cautivos, que no eran muchos. Varvara vio que los invasores no constituían un ejército enorme, que no eran la manga de langostas de los rumores, apenas unos centenares. Tampoco llevaban ropa de acero, sino cuero y piel sobre los cuerpos fornidos. A veces se veía un destello, pero debía de ser un arma y no un yelmo. En el carro uno portaba el estandarte, una estaca de cuyo travesaño colgaban... ¿colas de bueyes? Las monturas eran meros ponnis, pardos, hirsutos, de cabeza larga.
Pero esos hombres habían arrasado la tierra como una llamarada, ahuyentando o pisoteando a todos. Aun las habitantes del claustro habían oído, años atrás, que los pechenegs mismos habían huido para suplicar socorro a los rusos. Jinetes que atacaban como un dragón con mil patas asesinas, flechas que volaban como una tormenta de granizo...
Hacia el este, la verde campiña se extendía en una placidez casi ofensiva. La luz inundaba el Trubezh, de modo que el río parecía un torrente de oro. Bandadas de aves acuáticas volaban hacia las marismas de las costas.
«Allá está mi refugio —pensó Varvara—, mi única esperanza.»
¿Cómo llegar? Su carne era un guiñapo de dolor, astillado de angustia, y los huesos eran como pesas. No obstante, con el fuego a sus espaldas, debía marcharse. La astucia compensaría la torpeza. Podría avanzar un trecho, detenerse, esperar hasta que pareciera seguro seguir adelante. Eso significaba mucho tiempo hasta llegar a su meta, pero el tiempo le sobraba. Claro que si. Ahogó una risa histérica.
Al principio, un huerto del claustro le permitió ocultarse. ¡Cuántas veces esos árboles habían sido rosados y blancos al florecer en primavera, verdes y susurrantes en verano, dulces y crepitantes en otoño, esqueléticamente bellos en el gris invierno, para ella y sus hermanas! Varvara había perdido la cuenta de los años. Recordó a algunas personas, Elena, la astuta Marina, la regordeta y plácida Yuliana, el obispo Simeón, grave detrás de su barba semejante a una mata. Muertos en ese día o años atrás, fantasmas y quizá ella misma estaba muerta, aunque le negaran el reposo, una rusa ika que regresaba a su río.
Más allá del huerto había un prado. Varvara pensó que le convendría aguardar al anochecer entre los árboles. El terror la obligó a seguir. Avanzaba con creciente cautela. Recobró la destreza que había adquirido en la infancia. Antes de que Cristo llegara a los rusos y durante generaciones, las mujeres a menudo recorrían los bosques, libres como los hombres. No el corazón del bosque, un sitio donde no había senderos y merodeaban las fieras y los demonios, sino los lindes, donde llegaba la luz del sol y se podían coger avellanas y bayas.
Ese verdor perdido parecía más cercano que el claustro. No recordaba qué había sucedido cuando el enemigo se acercó al santuario.
Oyó pisadas y se tumbó en la hierba. A pesar de la fatiga, el corazón le martilleaba y sentía un canturreo entre las sienes. Por suerte no se había quedado en la capilla. Varios caballos tártaros cruzaron la arboleda al trote y salieron a la ladera. Varvara vio claramente a uno de los jinetes, la cara ancha y parda, los ojos rasgados, las patillas pobladas. ¿Lo conocía? ¿Él la había conocido en la capilla? Pasaron cerca pero siguieron adelante sin verla.
El pecho se le colmó de gratitud. Sólo después recordó que no había agradecido a Dios ni a los santos sino a Dazhbog del Sol, el Protector. Otro antiguo recuerdo, otro fantasma insistente.
El crepúsculo suavizaba los horizontes cuando llegó a la marisma. Temblores rojizos aún teñían el humo de Pereyaslavl; los villorrios de las inmediaciones debían de ser cenizas y carbón. Las fogatas tártaras empezaron a titilar en cúmulos ordenados. Eran pequeñas, como sus amos, y sangrientas.
El lodo frío resbalaba por las sandalias de Varvara, entre los dedos de los pies, en los tobillos. Encontró una loma menos fangosa y se tendió en la hierba húmeda y mullida. Hundió los dedos en la hierba y el suelo. ¡Tierra, Madre de Todo, abrázame, no me dejes ir, consuela a tu hija!
Despuntaron las primeras estrellas. Varvara al fin pudo llorar.
Luego se quitó las vestiduras, capa por capa. Una brisa le acarició la desnudez. Apiló la ropa y caminó entre los juntos hasta llegar a un arroyo. Allí se lavó la boca y la garganta, bebió y bebió. Casi no sentía el contacto del agua en los dedos magullados. Se agazapó y se frotó una y otra vez. El río la bañaba, lamía, acariciaba. Se acuclilló y abrió las piernas.
—Límpiame —suplicó.
La luz de las estrellas y la Senda del Cielo se reflejaban en la corriente, lo cual le permitió encontrar el camino de regreso. Se irguió en la loma para dejarse secar por la brisa. Tiritaba, pero no tardó mucho. Le temblaron los labios un momento. El pelo cortado al rape era un legado del claustro, útil esta noche. Cogió la ropa y sintió náuseas. Ahora olía el tufo a transpiración, sangre, tártaro. Le costó gran esfuerzo ponérsela de nuevo. Quizá no habría podido si el olor del humo no hubiera tapado lo demás. Otro legado, otro recuerdo. Debía protegerse del frío de la noche. Aunque nunca había enfermado, quizá estuviera demasiado débil para resistir una fiebre.
Se acostó en la loma y cayó en un sueño ligero poblado por fantasmas.
La despertó el alba. Varvara estornudó, rezongó, tembló. Una fría lucidez la dominó mientras la claridad se alargaba sobre la tierra. Moviéndose con cautela cerca de su escondrijo, notó que tenía las articulaciones menos rígidas, que se aplacaban los dolores. Las heridas aún dolían, pero menos a medida que el día las entibiaba; sabía que sanarían.
No se alejó de los juncos, pero en ocasiones echaba una ojeada. Vio que los tártaros abrevaban los caballos, pero el río disolvía la suciedad antes de que llegara a ella. Cabalgaban de un horizonte al otro. A menudo regresaban con bultos, botín. Cuando las sombras movedizas del campamento se apartaron, logró ver a los cautivos, apiñados y bajo vigilancia. Niños y mujeres jóvenes, supuso, los que valía la pena tomar como esclavos. Los demás yacían muertos en las cenizas.
No recordaba sus últimas horas en el claustro. Un golpe en la cabeza podía haber producido ese efecto. Y no deseaba saber nada. Bastaba con la imaginación. Cuando irrumpieron los jinetes, las religiosas se debían de haber dispersado. Quizá Varvara había cogido la mano de Elena y la había guiado hasta la capilla de Santa Eudoxia. Era un edificio pequeño, apartado, y no albergaba tesoros. Esperaba que esos demonios lo pasaran por alto. Pero no fue así.
¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había muerto Elena? Varvara..., bien, esperaba haberse defendido, obligado a tres o cuatro a aferrarla por turnos. Era grande y fuerte, una superviviente habituada a cuidarse. Supuso que al fin, un tártaro, quizá cuando ella lo mordió, le había aplastado la cabeza contra el suelo. Pero Elena... Elena era menuda, frágil, dulce, soñadora. Se habría quedado inerme mientras ese horror continuaba. Tal vez el último hombre, al ver cómo su compañero castigaba a Varvara, había hecho lo mismo con Elena y ella murió. ¿También dieron por muerta a la compañera, se abrocharon los pantalones y se fueron? ¿No les importaba?
Al menos no habían usado cuchillos. Varvara no habría sobrevivido a eso. Aunque su cráneo parecía bastante duro, quizá ni siquiera se hubiera levantado a tiempo para escapar, salvo por la vitalidad que la mantenía inmortal. Tendría que darle gracias a Dios.
—No —jadeó—, primero. Te agradezco por permitir que Elena muriera. Habría quedado deshecha, condenada a días de obsesión y noches de insomnio.
No encontró otra cosa que agradecer.
El río y las horas se deslizaban con un murmullo. Piaban pájaros. Las moscas zumbaban en densos enjambres, atraídas por su ropa pestilente. El hambre empezó a acuciarla. Recordó otra antigua destreza, se tendió de bruces en el lodo de un charco formado por unas matas a la deriva, esperó.
Ya no estaba sola. Los fantasmas se apiñaban. Acariciaban, tironeaban, susurraban, llamaban. Al principio eran horribles. La tomaban contra su voluntad, esposos ebrios y dos canallas que la habían sorprendido en esos años de vagabundeo. Con un tercero había tenido suerte y lo había apuñalado primero.
—Arde en el infierno con esos tártaros —gruñó—. He vivido más que tú. Viviré más que ellos.
Sí, y los recuerdos. En todo caso, vencería a los nuevos fantasmas como había superado a los viejos. Quizá tardara años —tenía años por delante— pero al fin la fortaleza que la había mantenido viva tanto tiempo le permitiría gozar de la vida.
—Buenos hombres, volved a mí. Os echo de menos. Fuimos felices juntos, ¿verdad?
Papá. El abuelo de barbas blancas, a quién podía pedirle cualquier cosa. Su hermano mayor Bogdan, cómo reñían, pero qué apuesto fue después, hasta que una enfermedad le comió las entrañas y lo abatió. Su hermano menor, sí, y sus burlonas hermanas, a quienes tanto quería. Vecinos. Dir; quien la besaba tímidamente en un prado de tréboles donde zumbaban las abejas; ella tenía doce años y el mundo se tambaleaba. Vladimir, el primero de sus esposos, un hombre fuerte hasta que la edad lo debilitó, pero siempre tierno con ella. Esposos posteriores, los que le habían gustado. Amigos que la habían defendido, sacerdotes que la habían consolado cuando la dominaba la pena. Recordaba bien al feo y pequeño Gleb Ilyev, el primero que la ayudó a escapar cuando su hogar se transformó en una trampa. Y sus hijos, sus nietos y bisnietos, arrebatados por el tiempo. Cada fantasma tenía una cara que cambiaba, envejecía y al fin era la máscara de la muerte.
No, no todos. Algunos habían sido muy fugaces. Recordaba con extraña nitidez a ese mercader extranjero. ¿Cadoc? Sí, Cadoc. Le alegraba no haber visto cómo se derrumbaba... ¿Cuándo? Doscientos años, desde esa noche en Kiyiv. Aunque quizá hubiera muerto pronto, en la flor de la juventud.
Otros eran borrosos. No sabía si algunos eran reales o meros jirones de sueños que se pegaban a la memoria.
Una rana chapoteó entre los juncos, cerca de la arboleda. Se acomodó, gorda, blanca y verde, para cazar moscas. Varvara se quedó inmóvil. Notó que la rana miraba hacia otra parte. Estiró la mano.
La fría y resbalosa rana se resistió hasta que Varvara le golpeó la cabeza. La descuartizó, la mordisqueó arrancando la carne de los huesos, los arrojó al río mascullando las gracias. Flotaban patos en la corriente. Varvara podía quitarse la ropa, zambullirse y nadar bajo el agua hasta coger una de las patas. Pero quizá los tártaros la vieran. En cambio, cogió unos juncos con raíces comestibles. Si, aún sabía sobrevivir en el bosque. Nunca había perdido esa habilidad.
De lo contrario... Suponía que una creciente angustia, la sensación de estar perdiendo el alma, la había conducido hasta el santuario. No, no sólo eso. Demasiados adioses. En la casa de Dios el refugio sería más perdurable.
Sin duda había paz alrededor; aunque no siempre en su interior. Los apetitos de la carne se negaban a morir, entre ellos el deseo de sentir una pequeña tibieza en los brazos, una boquita de amamantar. Contenía esas ansias, pero a veces le despertaban el deseo de burlarse de la Fe, recuerdos de viejos dioses vernáculos, ansias de ver allende los muros y viajar a otros horizontes. Y también pecados menores, furia contra las hermanas, impaciencia con los sacerdotes y las monótonas tareas. No obstante, había paz. Entre las faenas, los enfados y la desconcertada búsqueda de santidad hubo horas en las que pudo, año a año, reconstruirse. Descubrió cómo ordenar los recuerdos, tenerlos disponibles en vez de permitir que se esfumaran o que la abrumaran con su variedad. Domó a sus fantasmas.
El viento agitó los juncos. Ella tembló también. ¿Y si había fracasado? Si no estaba sola en el mundo, ¿era el destino común de su especie errar sin saberlo y perecer sin ayuda?
¿O ella era la única que sufría esa bendición o maldición? Por cierto, el claustro no tenía registros de tales seres, desde que Matusalén había vivido en la alborada del mundo. Tampoco ella había contado nada a nadie, al principio. La cautela de siglos se lo impedía. Se había presentado como una viuda que tomaba los hábitos porque la iglesia exhortaba a las viudas a hacerlo.
Por cierto, cuando transcurrieron las décadas y sus carnes conservaban la juventud...
Estallaron ruidos en la marisma, gritos, relinchos, tamborileos. Se agazapó para mirar. Los tártaros habían juntado el botín y ordenaban la tropa. Se marchaban. No vio cautivos, pero supuso que iban sujetos a caballos de carga junto con los demás bártulos. Un humo claro aún flotaba sobre las murallas rotas y chamuscadas de Pereyaslavl.
Los tártaros enfilaron hacia el nordeste, alejándose del Trubezh, rumbo al Dniéper y Kiyiv. La gran ciudad estaba a un día de marcha en esa dirección, menos de un día yendo a caballo.
Oh Cristo, ten piedad. ¿Tomarían Kiyiv?
No, eran pocos.
Pero otros debían de estar asolando otras comarcas de la tierra rusa.
El rey demonio debía de tener un plan. Podían juntarse, afilar las espadas melladas por la matanza y continuar como una horda conquistadora.
«En la casa de Dios busqué la eternidad —pensó Varvara—. Acabo de ver que eso también tiene un final.
¿También yo?
Sí, puedo morir, aunque sólo sea mediante el acero, el fuego, el hambre o la inundación; por lo tanto algún día moriré. Para aquellos entre quienes fui inmortal, aquellos que viven, ya soy un fantasma, o menos que un fantasma.»
Primero las monjas, luego los monjes y los seglares, y al fin los laicos, empezaron a maravillarse ante la hermana Varvara. Al cabo de cincuenta años, los labriegos la buscaban para pedir alivio a sus penurias y los peregrinos llegaban desde sitios lejanos. Como ella había temido desde el principio, no tuvo más remedio que contar al confesor la verdad sobre su pasado. Con el renuente permiso de Varvara, él le contó al obispo Simeón. Éste planeaba informar al metropolitano. Si la hermana Varvara del claustro de la Virgen no era una santa —y ella declaraba que no lo era—, se trataba de un milagro.
¿Cómo conviviría ella con eso?
Pero ya no tendría que hacerlo. El obispo, los sacerdotes y los creyentes habían muerto o huido. Los anales del claustro estaban quemados.
En otras partes todo estaba igualmente destruido, o lo estaría pronto, o estaba condenado a ajarse en el olvido ahora que la gente tenía tantas muertes en que pensar. Algunos la recordarían, pero rara vez tendrían la oportunidad de mencionarla y el recuerdo moriría con ellos.
¿Los tártaros habían venido como una negación de Dios. Su decisión de que ella era indigna, o para liberarla de un peso que ningún hijo de Adán debería soportar? ¿O acaso ella, ultrajada y desgarrada, sólo se creía importante porque estaba llena de orgullo mundano?
Se aferró a la loma. La tierra y el sol, la luna y las estrellas, el viento y la lluvia y el amor humano: entendía a los antiguos dioses mejor que a Cristo. Pero el hombre los había abandonado, y sólo los recordaba en danzas y fiestas, en historias que se contaban junto al fuego; eran fantasmas.
Pero el rayo, el trueno y la venganza recorrían siempre los cielos de Rusia, pertenecieran a Perun o a san Yuri el matador de dragones. Varvara extrajo fuerzas del suelo, como un bebé de la leche materna.
Cuando los tártaros se perdieron de vista, se puso de pie, sacudió el puño y gritó:
—¡Permaneceremos! ¡Duraremos más que vosotros, y al final os aplastaremos para recobrar lo que es nuestro!
Más calmada, se quitó la ropa, la lavó en el río, la tendió a secar en una ladera.
Se limpió de nuevo y buscó más comida. A la mañana siguiente registró las ruinas.
Cenizas, madera chamuscada, restos de ladrillo y piedra yacían en silencio bajo el cielo. Quedaban en pie un par de iglesias manchadas de hollín. Dentro había cadáveres por doquier. Fuera, los muertos eran muchos más, y estaban en peores condiciones. Las aves carroñeras reñían y echaban a volar con una salva de aleteos y graznidos cuando Varvara se acercaba. No podía hacer nada, salvo ofrecer una plegaria.
Encontró ropa, zapatos, un cuchillo intacto y otros utensilios. Tomándolos, sonrió y susurró «Gracias» al fantasma del dueño. El viaje sería arduo y peligroso. No pensaba detenerse hasta encontrar el nuevo hogar que deseaba, fuera donde fuese.
En el alba, antes de partir; le dijo al cielo:
—Recuerda mi nombre. Ya no soy Varvara. De nuevo soy Svoboda. Libertad.



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La Última Medicina


Los jóvenes jinetes galopaban por la llanura del norte meciéndose como la hierba en el viento. También se mecían los altos girasoles, con pétalos amarillos como la luz que se derramaba por el mundo. La tierra y el cielo no tenían límites. El verde se confundía con el azul en el límite de la visión, y la distancia continuaba hasta más allá de donde podían volar los sueños. Un halcón surcaba el aire, las alas como llamas gemelas. Se elevó una bandada de aves acuáticas, tantas que oscurecieron una parte del cielo.

Los niños que ahuyentaban los cuervos de los campos fueron los primeros en ver a los jóvenes jinetes. El mayor corrió hacia la aldea, sintiéndose importante; pues Inmortal había ordenado que le anunciaran el retorno. Pero cuando el niño atravesó la empalizada y estuvo entre las casas, se desanimó. ¿Quién era él para hablar con el más poderoso de los chamanes? ¿Se atrevería a interrumpir un hechizo o una visión? Las atareadas mujeres notaron su consternación.

-Pequeña Liebre -dijo una-, ¿qué ocurre en tu corazón?

Pero eran sólo mujeres, y los viejos eran sólo viejos, y sin duda éste era un asunto de terrible poder si Inmortal se interesaba tanto.

El niño tragó saliva y enfiló hacia una casa. El tepe pardo se erguía ante él. La puerta daba a un interior cavernoso donde ardía una fogata roja. Las familias que la compartían estaban en otra parte, realizando sus tareas o, si no tenían ninguna, descansando junto al río. Quedaba una persona, la que Pequeña Liebre esperaba ver, un hombre vestido con ropa de mujer, moliendo maíz. El hombre alzó los ojos y dijo con su voz serena:

-¿Qué buscas, niño?

Pequeña Liebre tragó saliva.

-Regresan los cazadores -dijo-. ¿Irás a avisar al chamán, Tres Gansos?

El ruido de la piedra cesó. El berdache se levantó.

-Iré -replicó. Los que eran como él tenían cierto poder contra lo invisible, quizá porque los espíritus les compensaban así la falta de virilidad. Además, era hijo de Inmortal. Se sacudió restos de comida de la piel de ante, se soltó las trenzas y partió con paso digno. Pequeña Liebre suspiró de alivio antes de regresar a sus tareas. Sentía un cosquilleo de ansiedad. ¡Qué espectáculo darían los jinetes cuando pasaran!

La casa del chamán estaba cerca de la cabaña de medicinas, en el centro de la aldea. Era más pequeña que las demás porque era sólo para él y su familia. Estaba allí con sus esposas. Brillo Cobrizo, la madre de Tres Gansos, estaba sentada fuera, vigilando a las dos pequeñas hijas de Ala de Codorniz, que jugaban al sol. Encorvada y medio ciega, se alegraba de poder ser útil a su edad. En la puerta, Lluvia del Atardecer, que había nacido el mismo invierno que el berdache, ayudaba a su propia hija, Bruma del Alba, a adornar un vestido con plumas teñidas para la inminente boda de la doncella. Saludó al recién llegado y fue a

llamar al esposo. Inmortal salió poco después, sujetándose el taparrabo. La joven Ala de Codorniz miró desde dentro con aire desaliñado y feliz.

-Padre --dijo Tres Gansos con el debido respeto, pero sin el temor reverencial propio de los niños como Pequeña Liebre. A fin de cuentas, ese hombre lo había acunado cuando era bebé, le había enseñado a conocer las estrellas, a poner trampas y todo lo que fuera necesario o agradable. Y cuando fue obvio que el joven nunca llegaría a ser un hombre pleno, no lo amó menos sino que aceptó el hecho con la calma de alguien que había visto cientos de vidas perdiéndose en el viento-. Anuncian que la partida de Lobo Corredor viene de regreso.

Inmortal permaneció callado un instante. Frunció el ceño, y una sola arruga le cruzó la cara. El sudor le hacía relucir la piel sobre los tensos músculos como rocío sobre la roca; el pelo era como la roca misma, obsidiana bruñida.

-¿Están seguros de que son ellos? -preguntó.

-¿Y quién más podría ser? -replicó Tres Gansos.

-Enemigos...

-Los enemigos no vendrían tan abiertamente, a plena luz del día. Padre, has oído hablar de los pariki y sus costumbres.

-Oh, claro que sí -murmuró el chamán, como si lo hubiese olvidado y necesitara que se lo recordaran-. Bien, ahora debo darme prisa, pues quiero hablar a solas con los cazadores.

Entró de nuevo en su casa. El berdache y las mujeres intercambiaron miradas inquietas. Inmortal no había estado de acuerdo con la cacería del búfalo, pero Lobo Corredor había reunido a los suyos y había partido deprisa sin dar tiempo para conversar en se rio sobre el asunto. Desde entonces Inmortal había meditado, y a veces había llevado aparte a los ancianos, quienes después guardaron silencio. ¿Qué temían?

Pronto reapareció Inmortal. Se había puesto una camisa con fuertes signos grabados con fuego en el cuero. Rizos de pintura blanca le marcaban el semblante; una gorra hecha con la piel de un visón blanco le ceñía la frente. En la mano izquierda llevaba un calabacín con cascabeles, en la mano derecha una vara coronada por el cráneo de un cuervo. Los demás permanecieron aparte, e incluso los niños guardaron silencio. Éste ya no era el esposo y padre bondadoso y callado a quien conocían; éste era aquel en quien habitaba un espíritu, el que nunca envejecía, el cual durante las edades había guiado a su gente haciéndola diferente del resto.

Todos callaban mientras caminaba entre las casas. No todos lo miraban con la antigua reverencia. Algunos jóvenes lo seguían con ojos rencorosos.

Atravesó la puerta abierta de la empalizada y las parcelas de maíz, habichuelas y calabazas. La aldea estaba en un risco que daba sobre un río ancho y poco profundo y los álamos de las orillas. Al norte el terreno se curvaba en una vastedad ondulante. Aquí la pradera de hierba corta se transformaba en una llanura de pastos altos. Las sombras se volvían misteriosas sobre las verdes ondas. Los cazadores ya estaban muy cerca. El trepidar de los cascos sacudía la tierra.

Cuando reconoció al hombre a pie, Lobo Corredor dio la orden de alto y frenó. Su mustang relinchó y corcoveó antes de calmarse. Con las perneras contra las costillas del animal, el jinete montaba la bestia como si formara parte de ella. Sus seguidores eran igualmente diestros. Bajo el sol, tanto los hombres' como los caballos fulguraban de vitalidad. Algunos empuñaban lanzas, y algunos llevaban arcos y aljabas. Un cuchillo del mejor pedernal colgaba de cada cintura. Llevaban cintas en la cabeza con dibujos de rayos, pájaros de trueno, avispas. De la de Lobo Corredor surgían plumas de águila y grajo. ¿Pensaba que un día echaría a volar?

-Saludos, gran hombre -dijo a regañadientes- Nos honras.

-¿Cómo ha ido la cacería? -le preguntó Inmortal.

Lobo Corredor señaló hacia las bestias de carga. Traían pieles, cabezas, ancas, lomos, entrañas, vísceras, una abundancia sujetada con cuerdas de cuero. La grasa y la sangre coagulada atraían moscas, ahora que estaban detenidos.

-¡Nunca hubo tanta diversión, tanta matanza! -exclamó con euforia-. Dejamos más que esto para los coyotes. Hoy el pueblo comerá hasta hartarse.

-Los espíritus castigarán el despilfarro --advirtió Inmortal.

Lobo Corredor lo miró con ojos entornados.

-¿Qué? ¿Acaso Coyote no se alegra de que también alimentemos a los suyos? Y los búfalos son tan abundantes como las hojas de hierba.

-Un solo incendio puede ennegrecer la tierra...

-Que reverdece con las primeras lluvias.

Se oyeron resuellos cuando el líder se atrevió a interrumpir así al chamán; pero los de la partida no estaban escandalizados. Dos de ellos sonreían.

Inmortal ignoró la interrupción, pero su tono se volvió más severo.

-Cuando pasa el búfalo, nuestros hombres van a buscarlo. Primero ofrecen las danzas y sacrificios apropiados. Luego yo explico nuestra necesidad a los fantasmas de las presas, para apaciguarlos. Así ha sido siempre, y hemos prosperado en paz. Vendrán males si abandonamos el antiguo sendero. Te diré qué compensación puedes ofrecer, y te guiaré en ello.

-¿Y volveremos a esperar a que una manada pase cerca de aquí? ¿Trataremos de apartar unos pocos búfalos y matarlos sin que ningún hombre sea herido ni pisoteado? ¿0, con suerte, provocaremos una estampida para que la manada caiga por un precipicio, y veremos como la mayor parte de la carne se pudre antes de que podamos comerla? Si nuestros padres traían poca carne a casa, era porque no podían traer más, ni los perros podían cargar mucho en esas lamentables parihuelas -dijo Lobo Corredor con desdén, sin titubear. Evidentemente, había previsto este enfrentamiento, y había planeado sus palabras.

-Y si las nuevas costumbres traen mala suerte -exclamó Halcón Rojo-, ¿por qué las tribus que las siguen prosperan tanto? ¿Ellos tomarán todo y nosotros nos quedaremos con la carroña?

Lobo Corredor frunció el ceño ordenando silencio. Inmortal suspiró.

-Sabía que hablarías así -le dijo casi con dulzura-. Por tanto te salí al encuentro donde nadie más puede oír. Para un hombre es difícil admitir que se ha equivocado. Juntos hallaremos el modo de enderezar las cosas sin herir tu orgullo. Acompáñame a la cabaña de medicinas, y buscaremos una visión.

Lobo Corredor se irguió contra el cielo.

-¿Visión? -exclamó-. He tenido la mía viejo, bajo las altas estrellas después de un día de cabalgar con el viento. Vi riquezas desbordantes, hazañas que los hombres recordarán durante más tiempo del que tú has vivido, gloria, maravillas. Nuestros dioses hollan estas tierras, recién salidos de las manos del Creador, y montan caballos cuyos cascos suenan como el trueno y despiden rayos. ¡A ti te corresponde hacer la paz con ellos!

Inmortal alzó la vara y sacudió el cascabel. Los rostros se turbaron. Los caballos resoplaron, corcovearon, patearon el suelo.

-No quería ofenderte, gran hombre -se apresuró a decir Lobo Corredor---. Tú deseas que hablemos sin temor y sin alarde, ¿no? Bien, si he hablado con altanería, lo lamento. -Irguió la cabeza-. No obstante, tuve ese sueño. Lo he contado a mis camaradas, y ellos me creen.

Los objetos mágicos del chamán apuntaron a la tierra. Inmortal permaneció inmóvil un rato, oscuro entre la luz del sol y la hierba.

-Debemos hablar más y hallar el significado de lo que ha ocurrido -dijo en voz baja.

_Claro que sí -dijo Lobo Corredor, con alivio y amabilidad-. Mañana. Ven, gran hombre, déjame prestarte mi caballo favorito, y yo caminaré mientras tú entras cabalgando en la aldea. Ahí nos bendecirás como siempre has bendecido a los cazadores que regresan.

-No. -Inmortal se alejó.

Permanecieron callados, perturbados, hasta que Lobo Corredor se echó a reír. Hacía honor a su nombre, pues la risa parecía el aullido del lobo en las comarcas boscosas del este.

-La alegría de nuestro pueblo será bendición suficiente. ¡Y para nosotros las mujeres, más ardientes que sus fogatas! -dijo.

La mayoría rió de mala gana, pero aun así se sintieron alentados. Con Lobo Corredor al frente, azuzaron a los caballos y se lanzaron al galope. Dejaron atrás el chamán, sin mirarlo.

Cuando llegó a la aldea, Inmortal encontró una algarabía. La gente rodeaba la partida, gritaban, daban vivas y festejaban. Los perros aullaban. No sólo había carne en abundancia, sino grasa, hueso, cuerno, tripas, tendones, todo lo que necesitaban para fabricar las cosas que deseaban. Y esto era apenas el comienzo. Las pieles se transformarían en cubiertas para los tipis, cuando no las trocaran en el este por estacas, y familias enteras podían moverse hacia donde desearan, cazar, desollar, curtir, preservar, antes de pasar a la próxima cacería, y la siguiente...

-No de la noche a la mañana -advirtió Lobo Corredor. Luego habló con voz estentórea, por encima del alboroto-. Aún tenemos pocos caballos. Y primero debemos cuidar de éstos que nos han servido bien. -Con tono triunfal-: Pero pronto tendremos más. Cada hombre tendrá el suyo.

Alguien aulló, otro lo imitó, y pronto la tribu entera se puso a aullar: gritando su signo, su nombre, su futuro liderazgo.

Inmortal pasó de largo. Pocos repararon en él, y desviaron los ojos avergonzados antes de continuar la celebración con entusiasmo.

Las esposas e hijos más pequeños de Inmortal estaban de pie fuera de la casa. Desde allí no podían ver la multitud, pero oían los gritos. Ala de Codorniz miraba hacia allá con curiosidad. Era poco más que una niña. Inmortal se detuvo frente a ellos. Entreabrieron los labios, pero nadie habló.

-Habéis sido buenos al esperar aquí -dijo Inmortal-. Ahora podéis reuniros con los demás, ayudar a preparar la comida, compartir la fiesta.

-¿Y tú? -preguntó Lluvia del Atardecer.

-No lo he prohibido -dijo él con amargura-. ¿Cómo podría hacerlo?

-Te opusiste a los caballos, te opusiste a la cacería -enunció con voz trémula Brillo Cobrizo-. ¿Qué locura los posee que ya no te escuchan?

-Ya aprenderán -declaró Lluvia del Atardecer.

-Agradezco que pronto hallaré confortación con la muerte -dijo Brillo Cobrizo tendiendo una mano nudosa hacia Inmortal-. Pero tú, querido mío, deberás soportar esa afrenta.

Ala de Codorniz miró a sus hijos y se estremeció.

-Id -dijo el hombre-. Disfrutadlo. Además, será prudente. No debemos crear divisiones en el pueblo. Eso podrá destruirlo. Siempre he procurado mantenerlo unido.

Lluvia del Atardecer lo estudió.

-Pero ¿tú te mantendrás aparte?

-Trataré de pensar qué se debe hacer -respondió, y entró en la cabaña de medicinas. Preocupados, tardaron un poco en irse. La inseguridad de Inmortal, a quien habían desafiado, era un golpe en el corazón de todas sus creencias.

Con la entrada hacia el sol naciente, la cabaña se había vuelto sombría a esta hora del día. La luz de la puerta y el agujero del techo se perdían en las sombras que envolvían el suelo circular y las paredes- Los objetos mágicos eran borrones, destellos, bultos agazapados.

Inmortal puso estiércol de búfalo en la cavidad central. Trabajó con la barrena y la leña hasta que ardieron las llamas. Tras cubrir el fuego, llenó su calumet con tabaco que los mercaderes traían desde lejos, la encendió, aspiró y dejó que el aturdimiento sagrado lo llevara a la meditación.

No veía con claridad. Se alegró cuando una forma oscureció la entrada. Para entonces el sol estaba sobre el lado del horizonte que él no podía ver. La luz teñía de amarillo el humo denso y aromático que flotaba sobre las fogatas. El bullicio de la celebración era fuerte y remoto a la vez, casi irreal.

-¿Padre? -susurró una voz.

-Entra -dijo Inmortal-. Bienvenido.

Tres Gansos se agachó, entró, se sentó al otro lado de la cavidad. La cara era apenas visible, surcada por las arrugas de la acechante vejez, llena de la preocupación que un berdache podía manifestar sin vergüenza.

-Esperaba que me acogieras aquí, padre.

-¿Por qué? -preguntó Inmortal-. ¿Alguien te ha ofendido?

-No, no. Todos están alegres. -Tres Gansos hizo una mueca-. Eso es lo que me duele. Aun los viejos parecen haber renunciado a las dudas.

-Excepto tú.

-Y tal vez algunos más. ¿Cómo saberlo? El corazón de muchas mujeres está con nosotros, pero los hombres las arrastran. Y sin duda Lobo Corredor y los suyos han traído un gran botín.

-Promete mucho más para el futuro.

Tres Gansos gruñó una afirmación.

-¿Por qué no compartes esas esperanzas? -le preguntó Inmortal.

-Tú eres mi padre, y siempre has sido bondadoso conmigo -dijo el berdache-. Temo que habrá poca bondad en el mañana que nos promete Lobo Corredor.

-Por lo que sabemos sobre las tribus que han seguido el camino del caballo, así es.

-He oído decir a los hombres, cuando lograba oír sus conversaciones, que algunas están obligadas a ello.

-Es verdad. Son expulsadas hacia la pradera desde sus antiguos hogares, las tierras boscosas del este, por invasores que vienen desde más al este. Dicén que esos invasores usan armas horrendas que escupen rayos. Las reciben de los extranjeros de piel pálida sobre los parki, han adoptado el caballo por propia voluntad, y vienen desde el oeste, desde aquellas montañas.

»No tenían por qué hacerlo. Nosotros no tenemos por qué hacerlo. He hablado con viajeros, traficantes, todos los que traen noticias del exterior. Al norte, los arikara, los hidatsa y los mandan siguen las antiguas tradiciones. Conservan la fuerza, el bienestar, la satisfacción. Preferiría que nosotros hiciéramos lo mismo.

-He hablado con dos o tres de los jóvenes que trajeron caballos a pesar de tu consejo, padre -dijo Tres Gansos-. Uno de ellos salió con Lobo Corredor, primero para practicar, luego en la cacería de búfalos. Dice que no se propone faltar el respeto ni dar por tierra con nada. Sólo quiere lo que hay de bueno para nosotros en las nuevas costumbres.

-Lo sé. También sé que no se puede escoger. El cambio es un hato de medicinas. Lo rechazas todo, o aceptas todo.

-Padre -dijo Tres Gansos, la voz afinada por el pesar-, no cuestiono tu sabiduría, pero sé que algunos la ponen en duda. Se preguntan si puedes entender el cambio, tú que vives al margen del tiempo.

Inmortal sonrió tristemente en la penumbra.

-Qué extraño, hijo mío. Sólo ahora, cuando te acercas al final de tus días, hablamos con entera confianza. -Aspiró el aire-. Bien, rara vez hablo de mi juventud. Fue hace tanto tiempo que parece un sueño olvidado. Pero en mi infancia mi padre hablaba de la sequía de muchos años, que obligó a nuestro pueblo a emigrar hacia el este desde las tierras altas, para hallar aquí un hogar mejor. Aún aprendíamos a ser un pueblo de las planicies cuando llegué a ser hombre. Entonces no sabía que era lo que soy. No, esperaba envejecer y tenderme a reposar en la tierra como todos los demás. Cuando poco a poco comprendimos que no era así... ¿qué cambio más estremecedor puedes imaginar? Como era claro que los dioses me habían elegido, debí buscar al chamán, pedirle que me instruyera, pasar de ser hombre a ser discípulo, y luego de padre de familia a chamán. Y los años volaban deprisa. Vi nacer niñas a quienes desposé cuando crecieron y a quienes sepulté cuando murieron, junto con los hijos. Vi más tribus que llegaban a las llanuras, y estalló la guerra entre ellas. ¿Sabes que fue sólo en la infancia de tu madre cuando decidimos construir la empalizada? Es verdad, cierto temor por mí ha contribuido a ahuyentar a los enemigos, pero... Lobo Corredor ha tenido una visión de nuevos dioses.

»Sí, hijo mío -rió con fatiga-. He conocido el cambio. He sentido que el tiempo corría como un río caudaloso, arrastrando en su torrente esperanzas naufragadas. ¿Ahora entiendes por qué intento prevenir a mi pueblo contra el cambio?

-Deben escucharte -gruñó Tres Gansos-. Haz una medicina que les abra los ojos y les destape los oídos.

-¿Quién puede preparar una medicina contra el tiempo?

-si alguien puede, padre, ése eres tú. -El berdache se abrazó el cuerpo y tiritó, aunque el aire todavía estaba templado-. Llevamos una vida buena, una vida dichosa. ¡Haz que continúe!

-Lo intentaré -dijo Inmortal-. Déjame a solas con los espíritus. -Extendió los brazos-. Pero antes permíteme abrazarte, hijo mío.

El cuerpo viejo y frío tembló contra la carne firme y tibia, luego Tres Gansos dijo adiós y se marchó. Inrnortal permaneció inmóvil mientras los rescoldos se apagaban y la noche brotaba de la tierra. El ruido continuaba, tambores, cánticos, pies brincando alrededor de una gran hoguera. Creció cuando la puerta resplandeció de nuevo. Había despuntado la luna llena. Ese gris se volvió negro cuando la luna subió más, aunque fuera el suelo permaneció blanco. Al fin los festejos se acallaron hasta que el silencio tendió su manto sobre la aldea.

No había acudido ninguna visión. Tal vez acudiera un sueño. Había oído que los hombres de las tribus nómadas a menudo se torturaban con la esperanza de invocar así los espíritus. Él se atendría a las antiguas armonías naturales. Durmió sobre pieles apiladas, echándose una encima.

Las estrellas surcaron el cielo. El rocío titiló en el frío profundo. Los coyotes callaron. Sólo el río murmuraba a lo largo de las orillas, al pie de los álamos, alrededor de los bancos de arena, escapando de 1a luna en descenso.

Lentamente, las estrellas del este palidecieron mientras esa parte del cielo se aclaraba.

Los cascos que se acercaban apenas rompieron la quietud. Desmontaron jinetes, dejaron sus animales a cargo de compañeros escogidos y se acercaron a pie.

Se proponían robar los caballos atados fuera de la empalizada. Un niño que montaba guardia los vio y corrió hacia la puerta. Gritó una advertencia hasta que un guerrero lo alcanzó. Un lanzazo lo abatió. Pequeña Liebre gorgoteó a través de la sangre que le inundaba la boca. Pataleó hasta caer hecho un guiñapo. Gritos de guerra desgarraron el alba.

-¡Afuera! -rugió Lobo Corredor frente a su casa-. ¡Es un ataque! ¡Salvad los caballos!

Fue el primero en salir a campo abierto, pero los hombres lo seguían en un enjambre, casi desnudos, empuñando las armas que habían cogido. Los forasteros se lanzaron sobre ellos. Se oyeron palabras extranjeras. Silbaron flechas. Los hombres gritaban al caer, con menos dolor que furia. Lobo Corredor empuñaba un tomahawk. Buscó al grueso del enemigo y atacó como un tornado.

Los aldeanos, aunque desconcertados, superaban en número a los atacantes. El líder pariki ladró órdenes, agitando la lanza. Sus guerreros se reunieron alrededor de él. Como un solo hombre, apartaron a los defensores y entraron por la puerta abierta.

La luz del alba se intensificó. Como perros de la pradera, las mujeres, los niños y los viejos se recluyeron en las casas. Los pariki rieron y los persiguieron.

Lobo Corredor perdió tiempo en reunir a sus consternados guerreros. Mientras tanto, los pariki se adueñaban de lo que podían -una mujer o un niño, finas pieles, una túnica de búfalo, una camisa con coloridas plumas- y se juntaron en el camino que conducía a la puerta.

Un guerrero encontró a una bella joven con una mujer madura y una vieja en la casa más pequeña, cerca de una cabaña redonda. Ella gimió y le arañó los ojos. Él le sujetó las muñecas contra la espalda y la arrastró, a pesar de sus forcejeos y de los esfuerzos de las otras para detenerlo. Un hombre salió de la cabaña. Estaba desarmado, salvo por una vara y un cascabel. Cuando los sacudió, el guerrero aulló y lo amenazó con el tomahawk. El hombre tuvo que retroceder. El atacante y su presa se reunieron con el resto de los enemigos.

Los hombres de Lobo Corredor se agruparon en la entrada. A sus espaldas, los pariki que cuidaban los caballos llegaron al galope, con las bestias libres sujetas con cuerdas. Los aldeanos se dispersaron. Los atacantes cogieron las crines, montaron de un brinco, llevando consigo el botín o los cautivos. Los hombres que ya estaban montados ayudaron a los camaradas heridos y recogieron a tres o cuatro muertos.

Lobo Corredor aullaba, alentando a su gente. No les quedaban flechas, pero al menos logró reunir hombres suficientes para que el enemigo no intentara atacar de nuevo. Los pariki cabalgaron hacia el oeste, llevándose sus trofeos. Aturdidos de horror, los aldeanos no los persiguieron.

Despuntó el sol. La sangre relucía.

Inmortal inspeccionó el campo de batalla. La gente estaba atareada. Algunos mutilaron dos cadáveres que el enemigo no había recobrado, para que sus fantasmas erraran para siempre en las tinieblas; esas personas lamentaban no tener prisioneros vivos para matarlos con torturas. Otros atendían a sus propios muertos. Tres Gansos estaba entre los que cuidaban a los heridos. Sus manos calmaban la angustia; su voz serena ayudaba a los hombres a contener los gritos.

Inmortal se reunió con él. Las artes curativas formaban parte de la sabiduría del chamán.

-Padre -dijo el berdache-, creo que te necesitamos más para que prepares medicinas contra nuevos infortunios.

-No sé si me queda poder para ello -replicó Inmortal.

Tres Gansos hundió una lanza en un hombre, hasta que la cabeza salió por atrás y pudo sacarla del todo. La sangre manaba, las moscas zumbaban. Tapó el orificio con hierba.

-Me avergüenza no haber participado en la lucha -murmuró.

-Hace tiempo que no eres joven, y la lucha nunca fue para ti -dijo Inmortal-. Pero yo.... bien, me cogió por sorpresa, y he olvidado lo que alguna vez supe sobre el combate.

Lobo Corredor se acercó, evaluando los daños. Oyó la conversación.

-Ninguno de nosotros sabía nada -rezongó-. Nos irá mejor la próxima vez.

Tres Gansos se mordió el labio. Inmortal calló.

Después cumplió con sus deberes de chamán. Con su discípulo, que el día anterior no se le había acercado, celebró los ritos para los caídos, obró hechizos para que cerraran las heridas, hizo ofrendas a los espíritus.

Un anciano se armó de coraje para preguntarle por qué no buscaba presagios.

-El futuro se ha vuelto muy extraño -respondió Inmortal, para sorpresa del viejo. Al atardecer fue a consolar a los hijos de Ala de Codorniz por la captura de la madre, antes de regresar a solas a la cabaña de medicinas.

La mañana siguiente enterraron a los muertos. Luego bailaron en su honor. Pero antes los hombres se juntaron en un sitio que había conocido reuniones más felices. Lobo Corredor lo había exigido -no un consejo de ancianos que buscara con calma un acuerdo, sino todos los hombres que pudieran caminar- nadie se atrevió a contradecirlo.

Se reunieron ante una loma cerca del linde del risco. Desde allí se veía, al este, el ancho y pardo río con sus álamos, los únicos árboles a la vista; al este de la empalizada, los campos apiñados, con viejos y gastados túmulos funerarios; en otras partes, rutilantes hierbas verdes y blancas que ondeaban bajo el viento ululante. Las nubes pasaban proyectando sombras contra la cruda luz del sol. Negras cabezas de tormenta acechaban en el oeste. Desde aquí, las obras del hombre parecían meros hormigueros, desprovistos de vida. Sólo los caballos se movían a la distancia. Tironeaban de las cuerdas, ansiosos de liberarse.

Lobo Corredor subió a la loma y alzó un brazo.

-Oídme, hermanos míos -dijo. Arropado en una túnica de búfalo, parecía más alto de lo que era. Se había abierto tajos en las mejillas en señal de duelo y se había pintado franjas negras en la cara en señal de venganza. El viento le agitaba el penacho de plumas-. Sabemos cuánto hemos sufrido -dijo a los ojos y almas que lo escrutaban-. Ahora debemos pensar por qué ocurrió y cómo impediremos que ocurra de nuevo.

»Las respuestas son simples. Tenemos pocos caballos. Tenemos pocos hombres que sepan cazar con ellos, y no tenemos guerreros avezados. Somos pobres y estamos solos, apiñados dentro de nuestras míseras paredes, viviendo de nuestras magras cosechas. Entretanto, otras tribus cabalgan para coger la riqueza de las llanuras. Nutridas con carne, se fortalecen. Pueden alimentar muchas bocas, y así engendrar muchos hijos varones, que luego se convierten en jinetes cazadores. Tienen el tiempo y las agallas para aprender a guerrear. Sus tribus están muy desperdigadas, pero los unen orgullosas fraternidades, ligadas por juramentos. ¿Debe asombramos que seamos su presa?

Lanzó una dura mirada a Inmortal, quien estaba en la fila delantera, al pie de la loma. El chamán se la devolvió con ojos firmes pero inexpresivos.

-Durante varios años se contuvieron -dijo Lobo Corredor, Sabían que entre nosotros había un lleno del poder de los espíritus. No obstante, un puñado de jóvenes, al fin, decidió intentar una incursión. Creo que algunos de ellos tuvieron visiones. Las visiones acuden fácilmente al que cabalga día tras día por espacios desiertos y acampa noche tras noche bajo los cielos constelados de estrellas. Tal vez se exhortaron unos a otros. Supongo que sólo querían nuestros caballos. La lucha fue muy sangrienta porque nosotros ignorábamos cómo librarla. Esto también debemos aprenderlo.

»Pero lo que han descubierto los pariki, y lo que pronto sabrán todos los que recorren las praderas, es que hemos perdido nuestra defensa. ¿Qué nueva medicina tenemos?

Se cruzó de brazos.

-Te pregunto, gran Inmortal, ¿qué nueva medicina puedes preparar? -dijo.

Lentamente, se hizo a un lado.

Los hombres susurraron bajo la humedad helada que descendía de las nubes. Clavaron los ojos en el chamán, quien permaneció quieto un instante. Luego subió a la loma y se encaró a Lobo Corredor.

No se había puesto ornamentos, sólo la ropa de piel de ante. Al lado del otro hombre , parecía enclenque, un ser sin vitalidad. Pero habló con firmeza.,

-Primero déjame preguntarte, a ti que no respetas a los ancianos, déjame preguntarte qué deseas que haga tu pueblo.

-¡Ya lo he dicho! -declaró Lobo Corredor-. Debemos conseguir más caballos. Podemos criarlos, comprarlos, capturarlos y, sí, también robarlos. Debemos ganar nuestra parte de las riquezas de las praderas. Debemos dominar las artes de la guerra. Debemos buscar aliados, formar fraternidades, ocupar nuestro sitio legítimo entre los pueblos que hablan las lenguas lakotan. Y debemos comenzar de inmediato, antes de que sea tarde.

-Así es tu comienzo -murmuró Inmortal-. El final es que abandonarás tu hogar y las tumbas de tus antepasados. No tendrás más morada que vuestros tipis, y seréis vagabundos en la tierra, corno el búfalo, el coyote y el viento.

-Quizá -replicó Lobo Corredor con la misma firmeza-. ¿Qué tiene de malo?

Corrió un murmullo entre la mayoría de los presentes; pero varios jóvenes cabecearon como caballos.

-Sé respetuoso -chilló un viejo, nieto del chamán-. Él es todavía el Inmortal.

-Lo es -admitió Lobo Corredor---. He dicho lo que había en mi corazón. Si es erróneo, dilo. Entonces dinos qué hacer.

Sólo él oyó la respuesta. El resto la adivinó, y algunos lucharon con el terror mientras otros meditaban y otros temblaban como en una cacería.

-No puedo.

Inmortal se alejó de Lobo Corredor y echó a andar hacia los reunidos. Elevó la voz, y cada palabra cayó como una piedra.

-Ya no tengo nada que hacer aquí. No tengo más medicina. Antes que vosotros hubiérais nacido, me llegaron rumores sobre estas nuevas criaturas, los caballos, y los extraños hombres que habían cruzado grandes aguas dominando el rayo. Con el tiempo los caballos llegaron a nuestra comarca, y lo que yo temía comenzó a ocurrir. Hoy está hecho. Nadie sabe qué resultará de ello. Todo lo que yo sabía se me ha disuelto entre los dedos.

»Debáis cambiar o no (y quizá debáis hacerlo, pues no sois suficientes para defender un campamento), cambiaréis, pueblo mío. Muchos de vosotros lo desean, y arrastrarán a los demás. Yo ya no puedo. El tiempo me ha alcanzado. -Alzó la mano-. Con mi bendición, pues, dejadme ir.

-¿Ir? -exclamó Lobo Corredor---. ¡Claro que no! Siempre has sido nuestro.

Inmortal apenas sonrió.

-Si algo he aprendido durante tantas generaciones -dijo-, es que no hay «siempre».

-¿Pero adónde irías? ¿cómo?

-Mi discípulo puede llevar a cabo lo necesario, hasta que consiga medicina más fuerte de las tribus guerreras. Mis hijos crecidos se encargarán del bienestar de mis dos esposas viejas y mis hijos pequeños. En cuanto a mí, creo que viajaré a solas en busca de renovación, 0 bien de la muerte y el final de mis afanes. -Rodeado por el silencio, concluyó-: Os serví bien mientras pude. Ahora dejadme partir.

Caminó cuesta abajo, alejándose sin mirar atrás.


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