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sábado, mayo 15, 2010

Ambrose Bierce EL SECRETO DEL BARRANCO DE MACARGER

Ambrose Bierce

EL SECRETO DEL BARRANCO DE MACARGER





Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depre­sión entre dos sierras boscosas de una altura conside­rable. Desde la boca hasta la cabecera, porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas; durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que, cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y resultaría vano in­tentar descubrir, preguntando a los lugareños, el ori­gen del nombre de éste.
A medio camino entre la cabecera y la desemboca­dura del barranco de Macarger, la colina de la derecha según se asciende está surcada por otro barranco, corto y seco, y donde ambos se unen hay un espacio llano de unos dos o tres acres, en el que hace unos cuantos años había un viejo albergue con una sola habitación. Cómo habían sido reunidos los materiales de aquella casa, pocos y simples como eran, en aquel lugar casi inaccesible, es un enigma en cuya solución habría más de satisfacción que de beneficio. Posiblemente el lecho del arroyo sea un camino en desuso. Es seguro que el barranco fue explorado en otra época con bastante minuciosidad por mineros, que debieron de conocer algún medio de entrar, al menos, con animales de carga para transportar las herramientas y los víveres. Al parecer, sus beneficios no fueron suficientes para justificar una inversión considerable y enlazar el ba­rranco de Macarger con cualquier centro civilizado que disfrutara del honor de tener un aserradero. La casa, sin embargo, estaba allí; la mayor parte de ella. Le faltaba la puerta y el marco de una ventana, y la chimenea de barro y piedras se había convertido en un rimero desagradable sobre el que crecía una espesa maleza. El humilde mobiliario que pudiera haber ha­bido y la mayor parte de la baja techumbre de madera había servido como combustible en los fuegos de campamento de los cazadores; cosa que también debió de ocurrirle a la cubierta del viejo pozo que, en la época de la que escribo, se abría allí bajo la forma de un hoyo cercano, no muy profundo pero bastante ancho.
Una tarde de verano, en 1874, siguiendo el lecho seco del arroyo, llegué al barranco de Macarger a través del estrecho valle en el que desemboca. Iba cazando codornices y llevaba ya unas doce en la bolsa cuando me topé con la casa descrita, cuya existencia ignoraba hasta entonces. Después de inspeccionar las ruinas con bastante atención, reanudé mi actividad cinegética y, como quiera que tuve un gran éxito, la prolongué hasta casi el anochecer, momento en que me di cuenta de que me encontraba muy lejos de cualquier lugar habi­tado, y demasiado lejos como para llegar a uno antes de que cayera la noche. Pero en el zurrón llevaba comida y la casa podría proporcionarme refugio, si es que era eso lo que necesitaba en una noche cálida y seca en las estribaciones de Sierra Nevada, donde se puede dormir cómodamente al raso sobre un lecho de agujas de pino. Tengo tendencia a la soledad y me encanta la noche; por eso mi proposición de dormir al aire libre fue pronto aceptada, y cuando la noche se echó encima yo ya tenía mi cama hecha con ramas y briznas de hierba en una esquina de la habitación y asaba una codorniz en el fuego que había encendido en el hogar. El humo salía por la ruinosa chimenea, la luz iluminaba la habitación con su agradable resplan­dor y, mientras consumía mi sencilla comida a base de ave sin mas aderezos y bebía lo que quedaba de una botella de vino tinto que durante toda la tarde había sustituido al agua de la que carecía la región, experi­menté una sensación de bienestar que alojamientos y comidas mejores no siempre producen.
Sin embargo, faltaba algo. Tenía sensación de bie­nestar, pero no de seguridad. Me descubrí a mí mismo mirando a la entrada abierta y a la ventana sin marco con más frecuencia de lo que sería justificable. Fuera de estas aberturas todo estaba oscuro, por lo que fui incapaz de reprimir un cierto sentimiento de apren­sión mientras mi fantasía se hacía una imagen del mundo exterior y la llenaba de entidades poco amis­tosas, naturales y sobrenaturales, entre las cuales des­tacaban, en los apartados respectivos, el oso pardo, del que yo sabía que todavía se veía de vez en cuando por la región, y el fantasma, del que tenía razones para pensar que no era así. Desgraciadamente, nuestros sentimientos no siempre respetan la ley de las proba­bilidades, y aquella noche lo posible y lo imposible resultaban para mí igualmente inquietantes.
Todo aquel que haya tenido experiencias similares debe de haber observado que uno se enfrenta a los peligros reales e imaginarios de la noche con mucho menos reparo al aire libre que en una casa sin puerta. Eso fue lo que sentí mientras yacía sobre mi frondoso canapé en una esquina de la habitación, junto a la chimenea, en la que el fuego se iba extinguiendo. Tan fuerte llegó a ser la sensación de la presencia de algo maligno y amenazador en aquel lugar que me di cuenta de que era incapaz de apartar la vista de la entrada, que en aquella profunda oscuridad era cada vez menos visible. Cuando la última llama produjo un chispazo y se apagó, agarré la escopeta que había dejado a mi lado y dirigí el cañón hacia la entrada ya imperceptible, con el pulgar en uno de los percutores, dispuesto a cargar el arma, la respiración contenida y los músculos tensos y rígidos. Pero al cabo de un rato dejé el arma con un sentimiento de vergüenza y mortificación. ¿De qué tenía miedo? ¿Y por qué? Yo, para quien la noche había sido

un rostro más familiar
que el de ningún hombre...

¡Yo, en quien aquel elemento de superstición here­ditaria del que nadie está completamente libre había conferido a la soledad, a la oscuridad y al silencio un interés y un encanto de lo más seductor! No podía comprender mi desvarío y, olvidándome en mis conjeturas de la cosa conjeturada, me quedé dormido. Y entonces soñé.
Me encontraba en una gran ciudad de un país extranjero; una ciudad cuyos habitantes pertenecían a mi misma raza, con pequeñas diferencias en el habla y en el vestir. En qué consistían exactamente esas dife­rencias era algo que no podía precisar; mi sensación de ellas no era clara. La ciudad estaba dominada por un castillo enorme sobre un promontorio elevado cuyo nombre sabía, pero era incapaz de pronunciar. Recorrí muchas calles, unas anchas y rectas, con construccio­nes altas y modernas; otras estrechas, oscuras y tortuo­sas, con viejas casas pintorescas de tejados a dos aguas, cuyas plantas superiores, decoradas profusamente con grabados en madera y piedra, sobresalían hasta casi encontrarse por encima de mi cabeza.
Buscaba a alguien a quien nunca había visto, aun­que sabía que cuando le encontrara le reconocería. Mi búsqueda no era casual y sin objeto. Tenía un método. Iba de una calle a otra sin dudarlo y conseguía abrirme paso por un laberinto de intrincados callejones, sin temor a perderme.
De repente me detuve ante una puerta baja de una sencilla casa de piedra que podría haber sido la vivien­da de un artesano de los mejores y entré sin anunciar­me. En la estancia, amueblada de un modo bastante modesto e iluminada por una sola ventana con peque­ños cristales en forma de diamante, no había más que dos personas: un hombre y una mujer. No se dieron cuenta de mi presencia, circunstancia que, como suele ocurrir en los sueños, parecía completamente natural. No conversaban; estaban sentados lejos el uno del otro, con aire taciturno y sin hacer nada.
La mujer era joven y muy corpulenta, con hermosos ojos grandes y una cierta belleza solemne. El recuerdo de su expresión permanece extraordinariamente vivo en mí, pero en los sueños uno no observa los detalles de los rostros. Sobre los hombros llevaba un chal a cuadros. El hombre era mayor, moreno, con un rostro de maldad que resultaba aún más lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía diagonalmente desde la sien izquierda hasta el bigote negro. Aunque en mi sueño daba la impresión de que, más que pertenecer a la cara, la rondaba como algo independiente (no sé expresarlo de otra manera). En el momento que vi a aquel hombre y a aquella mujer supe que eran marido y mujer.
No recuerdo con claridad lo que ocurrió después; todo resultaba confuso e inconsistente, debido, creo, a un atisbo de consciencia. Era como si dos imágenes, la escena del sueño y mi verdadero entorno, se hubie­ran mezclado, una incrustada en el otro, hasta que la primera fue desdibujándose, desapareció, y me encon­tré completamente despierto en la habitación vacía, tranquilo y absolutamente consciente de mi situación.
Mi estúpido miedo había desaparecido y, cuando abrí los ojos, vi que el fuego, que no estaba apagado del todo, se había reavivado al caer una rama e ilumi­naba de nuevo la habitación. Debía de haber dormido sólo unos minutos, pero aquella pesadilla sin impor­tancia me había impresionado tan vivamente que ya no tenía sueño. Al cabo de un rato, me levanté, avivé el fuego y, tras encender una pipa, procedí a meditar sobre mi visión de un modo tremendamente metódico y absurdo.
Me habría dejado entonces perplejo tener que ex­plicar en qué sentido era digna de atención. En el primer momento de análisis serio que dediqué al asunto, reconocí en Edimburgo la ciudad de mi sueño, ciudad en la que nunca había estado; por tanto, si el sueño era un recuerdo, lo era de imágenes y descrip­ciones. Tal reconocimiento me impresionó bastante; era como si hubiera algo en mi mente que insistiera de un modo rebelde, contra la razón y la voluntad, en la importancia de todo esto. Y aquella facultad, fuera la que fuese, aseguraba además un control de mi discurso.
-Claro -dije en voz alta, de modo involuntario-, los MacGregor deben de proceder de Edimburgo.
En aquel momento, ni la esencia de aquel comen­tario, ni el hecho de haberlo hecho, me sorprendió lo más mínimo. Me pareció completamente normal que yo conociera el nombre de mis compañeros de sueño y algo de su historia. Pero pronto comprendí el absur­do de todo aquello. Empecé a reírme a carcajadas, vacié las cenizas de la pipa y me tumbé de nuevo sobre el lecho de ramas y hierba, donde me quedé absorto contemplando el débil fuego, sin volver a pensar ni en el sueño ni en el entorno. De pronto, la única llama que aún quedaba se redujo por un momento y, eleván­dose de nuevo, se separó de las ascuas y se extinguió en el aire. La oscuridad se hizo absoluta.
En ese instante, al menos eso me pareció antes de que el resplandor de la llama hubiera desaparecido de mi vista, se produjo un sonido sordo y seco, como el de un cuerpo pesado al caer, que hizo temblar el suelo sobre el que descansaba. Me incorporé de golpe y tanteé en la oscuridad en busca de la escopeta; pensé que alguna bestia salvaje habría entrado de un salto a través de la ventana abierta. Mientras la endeble es­tructura seguía temblando por el impacto, oí un ruido de golpes, de pies que se arrastraban por el suelo y, después, como si lo tuviera ahí al lado, el estremecedor grito de una mujer en agonía mortal. Nunca había oído ni concebido un grito tan espantoso. Me asustó profundamente. Por un momento no fui consciente de otra cosa que de mi propio terror. Por fortuna, mi mano había encontrado el arma que estaba buscando y aquel tacto familiar hizo que me restableciera. Me puse en pie de un.salto, entornando los ojos para ver algo a través de la oscuridad. Los violentos sonidos habían cesado pero, lo que era aún más terrible, se oía, a intervalos más o menos largos, el débil jadeo inter­mitente de una criatura viva que agonizaba.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la lánguida luz de los rescoldos, pude distinguir las formas de la puerta y de la ventana, más negras que el negro de las paredes. Luego, la distinción entre la pared y el suelo se hizo apreciable y por fin conseguí captar los contornos y toda la extensión del suelo, de un extremo al otro de la habitación. No se veía nada y el silencio era absoluto.
Con una mano un tanto temblorosa y la otra aga­rrando todavía la escopeta, avivé el fuego e hice un examen crítico de la situación. No había rastro alguno de que la habitación hubiera sido visitada. Sobre el polvo que cubría el suelo se podían ver mis propias huellas, pero ninguna otra. Encendí de nuevo la pipa, me abastecí de combustible partiendo un par de tablo­nes delgados del interior de la casa (no me atrevía a salir a la oscuridad exterior) y pasé el resto de la noche fumando, pensando, y alimentando el fuego. Aunque me hubieran regalado años de vida, no habría permi­tido que aquel pequeño fuego se apagara de nuevo.
Algunos años más tarde conocí en Sacramento a un hombre llamado Morgan, para quien llevaba una carta de presentación de un amigo suyo de San Francisco. Una noche, mientras cenaba con él en su casa, observé varios «trofeos» en la pared que indicaban que era aficionado a la caza. Resultó que así era y, al relatar algunas de sus proezas, mencionó haber estado en la región donde había tenido lugar mi aventura.
-Mr. Morgan -le pregunté bruscamente-, ¿conoce usted un lugar allí arriba llamado el barranco de Macarger?
-Sí, y tengo buenas razones para ello -contestó-. Fui yo quien informó a la prensa, el año pasado, del descubrimiento de un esqueleto allí.
No tenía conocimiento de ello. La información, al parecer, había sido publicada mientras yo estaba fuera, en el Este.
-Por cierto -dijo Morgan-, el nombre del barranco es una corrupción; debería llamarse «de MacGregor». Querida -añadió dirigiéndose a su esposa-, Mr. El­derson ha derramado su vino.
Lo que no era del todo exacto. Sencillamente se me había caído, con copa y todo.
-En otro tiempo hubo una vieja choza en el barran­co -prosiguió Morgan cuando el desastre acarreado por mi torpeza había sido subsanado-, pero precisa­mente antes de mi visita fue derribada, o mejor dicho, desparramada, porque los escombros fueron disemi­nados por todo su alrededor; hasta las planchas del suelo estaban separadas. Entre dos traviesas que toda­vía quedaban en pie, mi compañero y yo encontramos los restos de un chal a cuadros y, al examinarlo, descubrimos que rodeaba los hombros de un cuerpo de mujer de la que apenas quedaban los huesos, cu­biertos en parte por restos de ropa, y por la piel, seca y marrón. Pero le ahorraremos las descripciones a Mrs. Morgan -añadió sonriendo. En verdad, la dama había mostrado un gesto que era más de repugnancia que de compasión-. Sin embargo -continuó-, es necesario decir que el cráneo apareció fracturado por varios lugares, como si hubiera sido golpeado con un instru­mento no muy afilado; y que el propio instrumento, una pequeña piqueta con manchas de sangre, yacía bajo unos tablones cercanos.
Mr. Morgan se volvió hacia su esposa.
-Perdona, querida -dijo con afectación solemne-, por mencionar estos desagradables detalles, incidentes naturales, aunque lamentables, de una discusión con­yugal, consecuencia, sin duda, de una desafortunada insubordinación de la esposa.
-Tendría que ser capaz de hacerlo -repuso la dama con serenidad-; me lo has pedido tantas veces y con esas mismas palabras...
Me dio la impresión de que estaba muy contento de continuar con su relato.
-A raíz de éstas y de otras circunstancias -señaló-, el juez dedujo que la difunta, Janet MacGregor, había encontrado la muerte a causa de los golpes infligidos por alguna persona desconocida para el jurado; pero añadió que las pruebas apuntaban hacia la culpabili­dad de su marido, Thomas MacGregor. Pero de él no se ha vuelto a saber ni a oír nada. Se supo que la pareja procedía de Edimburgo, aunque no... Pero, querida, ¿no te das cuenta de que hay agua en el plato de los huesos de Mr. Elderson?
Yo había dejado un hueso de pollo en mi lavamanos.
-En un pequeño armario encontré una fotografía de MacGregor, pero ello no condujo a su captura.
-¿Me permite verla? -pregunté.
La fotografía mostraba a un hombre moreno con un rostro de maldad que resultaba aún más lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía, diagonal­mente, desde la sien izquierda hasta el bigote negro.
-A propósito, Mr. Elderson -dijo mi amable anfi­trión-, ¿puedo saber por qué me preguntó usted por el barranco de Macarger?
-Perdí una mula cerca de allí una vez -contesté-, y ese infortunio me ha... me ha trastornado bastante.
-Querida -dijo Mr. Morgan con la entonación mecánica de un intérprete que traduce-, la pérdida de la mula de Mr. Elderson le ha hecho servirse pimienta en el café.


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