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miércoles, mayo 28, 2008

EL HUESPED .. ALBERT CAMUS

ALBERT CAMUS
EL HUESPED
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La nieve había empezado a caer de repente a mediados de octubre, después de
ocho meses de sequía, sin la transición de la lluvia, y los veinte alumnos que
vivían en los pueblecitos diseminados por la meseta no iban a clase.
El Maestro miraba para los dos hombres que subían hacia él. Uno iba a caballo,
el otro a pie. Todavía no habían llegado al abrupto repecho que llevaba a la
escuela, edificada en la ladera de una colina. Avanzaban trabajosa y lentamente
en la nieve, entre las piedras, por el inmenso espacio de la alta meseta desierta.
De vez en cuando, el caballo tropezaba. Aún no se le oía, pero se veía muy bien el
chorro de vapor que le salía por las fosas nasales. Uno de los hombres, al ,menos,
conocía la región. Iban siguiendo la pista, a pesar de que había desaparecido
desde hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no
estarían en la colina antes de media hora. Hacía frío y se metió en la escuela para
ponerse un jersey.
Cruzó la clase vacía y helada. En el encerado, los cuatro ríos de Francia,
dibujados con cuatro tizas de colores diferentes, corrían hacia sus estuarios desde
hacía tres días. Había que esperar el buen tiempo. Daru, el maestro, no calentaba
más que el único cuarto que constituía toda su morada, contiguo a la clase cuya
puerta daba al este de la meseta. La ventana, como las de la clase, daba también
al mediodía. Por este lado, la escuela se encontraba a varios kilómetros del lugar
en que la meseta comenzaba a descender hacia el sur. Con tiempo claro, se
podían ver las masas violetas del contrafuerte montañoso donde se abría la puerta
del desierto.
Después de entrar un poco en calor, Daru volvió a la ventana desde donde, por
primera vez, había divisado a los dos hombres. Ahora ya no se les veía. Se
hallaban, pues; subiendo el repecho. El cielo estaba menos oscuro: durante la
noche había dejado de " nevar, Amaneció con una luz grisácea, que apenas había
aumentado
a medida que el techo de nubes se elevaba. A las dos de la tarde; . hubiese dicho
que si día acababa de comenzar. Pero esto era mejor que aquellos tres días en
que la nieve espesa caía en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeñas
ráfagas de viento que hacían trepidar la doble puerta de la clase. Daru entonces
se pasaba las horas muertas en su cuarto, del que no salía sino para ir al
cobertizo a dar de comer a las gallinas o a buscar carbón. Afortunadamente, la
camioneta de Tadjid, el pueblo más cercano Hacia el norte, había traído el
suministro dos días antes de la tempestad.
Y volvería a pasar dentro de cuarenta y ocho horas. .
Por otra parte, Daru tenía con qué resistir un asedio con los sacos de trigo que
llenaban la habitación y que la administración pública le dejaba en depósito para
distribuir entre los alumnos cuyas familias habían sido víctimas de la sequía. En
realidad, la desgracia había alcanzado a todos, pues todos eran pobres. Daru
repartía a diario una ración a los niños, Y sabía muy bien que durante estos días
malos les había faltado. Probablemente un padre o un hermano mayor vendría
aquella tarde, y podría abastecer a todos de grano.
Lo que hacía falta era que pudieran resistir para empalmar con la cosecha
siguiente, eso era todo. Ahora llegaban de Francia barcos cargados de trigo, lo
más duro había pasado Pero sería difícil olvidar esta miseria, este ejército de
fantasmas andrajosos errando bajo el sol, las mesetas calcinadas meses y meses
enteros, la tierra contraída poco a poco, literalmente achicharrada, hasta el punto
de que cada piedra se deshacía en polvo bajo los pies. Los corderos morían en
esa época a millares, y también algunos hombres, acá y allá, sin que muchas
veces se llegara a saberlo.
Ante esta miseria, él, que vivía casi como un monje en aquella escuela perdida,
contento, por otra parte, con lo poco que tenía y de esta vida ruda, se sentía un
señor, con sus paredes enlucidas, su estrecho diván, sus estantes de madera de
pino, su pozo y su suministro semanal de agua y de alimentos. Y de repente esa
nieve, sin ningún aviso, sin la transición de la lluvia. El país era así de cruel , para
vivir en él, incluso sin los hombres que, por otra parte, no arreglaban nada. Pero
Daru había nacido allí. En cualquier otro sitio se sentía exiliado.
Salió y dio unos pasos por el terraplén delante de la escuela, Los dos hombres
habían llegado a la mitad de la cuesta. Daru reconoció en el jinete a Balducci, el
viejo gendarme que conocía desde hacía mucho tiempo. Un árabe, con la cabeza
baja y las manos atadas, caminaba detrás de Balducci, que sostenía el extremo de
la cuerda. El gendarme saludó con un ademán al que Daru no contestó, ocupado
como estaba en mirar al árabe vestido con una chilaba que en otro tiempo había
sido azul, con unas sandalias y unos calcetines de gruesa lana cruda en los pies y
una bufanda estrecha y corta, a modo de turbante, en la cabeza. Se iban
acercando, Balducci mantenía el caballo al paso para no hacer daño al árabe, y el
grupo avanzaba muy despacio.
A1 alcance de la voz, Balducci gritó:
-¡Una hora para andar los tres kilómetros de El Ameur hasta aquí!
Daru no contestó. Bajo y fornido, enfundado en su grueso jersey, miraba cómo
subían. Ni una sola vez el árabe había levantado la cabeza.
-Hola -dijo Daru cuando llegaron al terraplén Entrad a calentaros un poco.
Balducci se bajó con trabajo del caballo sin soltar la cuerda.
Sonrió al maestro con una sonrisa. que le salía de debajo de unos mostachos
erizados. Sus ojillos oscuros, muy hundidos bajo una frente curtida, y su boca
rodeada de arrugas le daban un aspecto atento y aplicado. Daru cogió las riendas,
llevó el caballo al cobertizo y volvió a la escuela, donde le esperaban los dos
hombres. Los hizo entrar en su cuarto.
-Voy a calentar la clase -dijo- Allí estaremos más anchos.
Cuando entró de nuevo en el cuarto, Balducci estaba sobre el diván. Había
desatado la cuerda con que sujetaba al árabe este se había acurrucado junto a la
estufa, Con las manos liadas, y el turbante echado para atrás, miraba hacia la
ventana. Daru al principio sólo vio sus enormes labios, gruesos, lisos, casi
negroides; la nariz sin embargo era recta, los ojos sombríos, llenos de fiebre. El
turbante dejaba ver una frente obstinada, y bajo la piel curtida por el sol pero un
poco descolorida por el frío, toda la cara tenía un aspecto a la vez inquieto y
rebelde que impresionó a Daru cuando el árabe, volviendo la cara hacia él, lo miró
fijamente a los ojos.
-Pasad ahí al lado -dijo el maestro-. Os voy a hacer té con menta.
-Gracias -dijo Balducci-. ¡Qué faena! ¡Viva el retiro! -Y dirigiéndose en árabe a su
prisionero-: Tú, ven.
El árabe se levantó y, despacio, con las muñecas juntas por delante, entró en la
clase.
Con el té, Daru llevó una silla. Pero Balducci se había instalado ya en el primer
pupitre de la clase y el árabe se había acurrucado contra la tarima del maestro,
frente a la estufa que había entre la mesa y la ventana. Cuando tendió el vaso de
té al prisionero, Daru dudó ante sus manos atadas.
-Tal vez se le pueda desatar.
-Desde luego -dijo Balducci-. Era para el viaje.
E hizo ademán de levantarse. Pero Daru, dejando el vaso en el suelo, se había
arrodillado ya junto al árabe. Este, sin decir nada, miraba cómo lo desataban con
sus ojos calenturientos. Una vez las manos libres, se frotó las muñecas hinchadas
una contra otra, cogió el vaso de té y sorbió el líquido abrasador, a tragos cortos y
rápidos
--Bueno -dijo Daru-. ¿Dónde vais así?
Balducci dejó de beber: -Aquí, hijo.
-¡Qué alumnos más raros! ¿Vais a dormir aquí?
-No. Yo me vuelvo a El Ameur. Y tú entregarás al camarada en Tinguit. Lo
esperan en la gendarmería.
-¿Qué estás diciendo? -dijo el maestro-. ¿Te burlas de mí? -No, hijo. Son órdenes.
-¿Ordenes? Yo no soy.... -Daru dudó; no quería afligir al viejo corso
- Bueno quiero decir que no es ese mi oficio.
-¡Eh! ¿Que quieres decir? En tiempo de guerra se hacen todos los oficios
-¡Entonces esperaré la declaración de la guerra' Balducci asintió con la cabeza.
-Bueno. Pero las órdenes son las órdenes y también te atañen a ti. Parece ser que
hay jaleo. Se habla de una rebelión próxima. Estamos movilizados, en cierto
sentido.
Daru seguía con su aire obstinado.
Escucha, hijo -dijo Balducci-. Me resultas simpático y tienes que comprender. En
El Ameur somos sólo una docena de hombres y tenemos que patrullar por todo el
territorio de un departamento, aunque sea pequeño, así que tengo que volver. Me
han dicho que te confíe a este individuo y que vuelva inmediatamente. No
podíamos custodiarlo allá abajo. Su pueblo se agitaba y querían llevárselo. Tú
debes conducirlo a Tinguit durante el día de mañana. No son veinte kilómetros los
que van a asustar a un buen mozo como tú. Después, todo habrá terminado.
Volverás a la escuela con tus alumnos y a la buena vida.
Fuera, oyeron al caballo resoplar y pisotear el suelo con los cascos. Daru miraba
por la ventana. Decididamente, el tiempo se levantaba, la luz se extendía por la
meseta nevada. Cuando se hubiera derretido toda la nieve, el sol volvería a reinar
y abrasaría una vez más los campos de piedra. Durante días, el cielo inalterable
derramaría su luz seca sobre la inmensidad solitaria donde nada hacía pensar en
el hombre.
-Bueno -dijo volviéndose hacia Balducci-, ¿qué es lo que ha hecho? -Y prosiguió
antes de que el gendarme hubiera abierto la boca-: ¿Habla francés?
-No, ni una palabra. Lo buscaban desde hacía un mes, pero los demás lo
escondían. Ha matado a su primo.
- Está contra nosotros?
-No lo creo. Pero nunca se sabe. -¿Por qué lo mató?
-Asuntos de familia, supongo. Uno debía trigo al otro, según parece. La cosa no
está clara. Total, que ha matado a su primo dándole un golpe con una podadera.
Te das cuenta, como un cordero, ¡zas!...
Balducci hizo un ademán como si se pasara una cuchilla por cuello, mientras el
árabe lo seguía atentamente lo miraba con cierta inquietud. A Daru le entro una
ira repentina contra aquel hombre, contra todos los hombres y su asquerosa
maldad, sus odios incansables, sus locuras sangrientas.
Pero la pava del agua caliente silbaba en la estufa. Daru volvió a servir te a
Balducci, y después de dudar un momento sirvió también al árabe, que por
segunda vez lo bebió con avidez. Tenia los brazos levantados y el maestro pudo
ver su pecho delgado y musculoso por la chilaba entreabierta.
—Gracias, chico —dijo Balducci—. Ahora, yo me largo.
Se levanto y se dirigió hacia el árabe, sacándose una cuerda del bolsillo.
—¿Que vas a hacer? —pregunto Daru con sequedad.
Balducci, desconcertado, le enseño la cuerda.
—No vale la pena.
El viejo gendarme dudo:
—Como quieras. Supongo que estas armado.
—Tengo un fusil de caza.
—¡donde!
—En el baúl.
—Deberías tenerlo cerca de la cama.
—por que? No tengo nada que temer.
—Estas chalado, hijo. Si se sublevan, nadie estará seguro, todos estamos
metidos en el mismo saco.
—Me defenderé. Tengo tiempo de verlos llegar.
Balducci se echo a reír, y luego el bigote le cubrió de repente unos dientes
todavía blancos.
—¿Que tienes tiempo? Bueno. Lo que yo decía. Siempre te ha faltado un
tornillo. Por eso me resultas simpático; mi hijo era así.
Al mismo tiempo saco su revolver y lo dejo sobre la mesa. —Toma, yo no
tengo necesidad de dos armas para ir de aquí a El Ameur.
El revolver brillaba sobre la pintura negra de la mesa. Cuando el gendarme
se volvió hacia el, el maestro sintió un olor a cuero y a caballo.
—Mira, Balducci —dijo Daru de repente—, todo esto me repugna, y ese tipo el
primero. Pero no lo entregaré. Luchar si, si hace falta. Pero esto no.
El viejo gendarme estaba ante el y lo miraba con severidad.
—No hagas tonterías —dijo despacio—. A mi tampoco me gusta todo esto. Uno
no se acostumbra a atar a un hombre, a pesar de los años, y hasta se tiene
vergüenza, si. Pero no se les puede dejar que hagan lo que quieran.
—Yo no lo entregaré —repitió Daru.
—Es una orden, hijo. Te lo repito.
—Eso es. Repíteles lo que te he dicho: yo no lo entregaré.
Visiblemente, Balducci se esforzaba por reflexionar. Miro al árabe y a Daru.
Al fin se decidió:
—No. No les diré nada. Si tu no quieres ayudarnos, allá tu, yo no te
denunciaré. Solo tengo orden de entregarte el prisionero, y es lo que hago.
Ahora vas a firmarme el papel.
—No hace falta. No negaré que me lo has dejado.
—No seas malo conmigo. Se que dirás la verdad. Eres de aquí, eres un
hombre. Pero debes firmar, lo exige el reglamento.
Daru abrió un cajón, saco un frasquito cuadrado de tinta morada, el
portaplumas de mango Colorado con la plumilla, que le servia para trazar los
modelos de caligrafía, y firmó. El gendarme doblo cuidadosamente el papel y se lo
guardó en la cartera. Después se dirigió hacia la puerta.
—Te acompaño —dijo Daru.
—No —replicó Balducci—. No hace falta que andes con cumplidos. Me has
ofendido.
Balducci miro al árabe, inmóvil, en el mismo sitio, sorbió por la nariz con
aire apesadumbrado y se volvió hacia la puerta.
—Adiós, hijo.
La puerta se batió detrás de el. Balducci surgió delante de la ventana y
después desapareció. La nieve ahogaba sus pasos. El caballo se agitó detrás
de la pared, unas gallinas se espantaron. Al poco rato, Balducci volvió a pasar
por delante de la ventana tirando del caballo por la brida. Caminaba hacia el
repecho, sin volverse, y desapareció seguido del caballo. Se oyó el ruido de una
piedra grande que rodaba perezosamente. Daru se volvió hacia el prisionero, que
no se había movido, pero que no dejaba de mirarlo.
—Espera—dijo el maestro en árabe. Y se dirigió hacia su cuarto. En el momento
de pasar el umbral, cambio de parecer, fue a la mesa, cogió el revolver y se lo
metió en el bolsillo. Después, sin volverse, entro en su habitación.
Durante mucho tiempo, se quedo echado en el diván mirando al cielo que se
oscurecía poco a poco, escuchando el silencio. Ese silencio que los primeros
días de su llegada, después de la guerra, le había parecido tan penoso. En
aquella época, había pedido un puesto en la pequeña ciudad al pie de los
contrafuertes que separan la altiplanicie del desierto. Allí, unas murallas
rocosas, verdes y negras al norte, rosas o malvas al sur, marcaban la frontera del
eterno verano. Pero lo habían nombrado para un puesto mas al norte, en la
misma meseta. Al principio, la soledad y el silencio le habían resultado muy duros
en aquellas tierras ingratas, habitadas solamente por las piedras. A veces, la
existencia de unos surcos hacia pensar en tierras cultivadas, pero en realidad los
surcos habían sido excavados para sacar a la luz del día cierta piedra propicia
para la construcción. Allí solo se labraba para cosechar pedruscos. Otras veces,
raspaban algunas pellas de tierra, acumuladas en las hondonadas, para abonar
los áridos jardines de los pueblos. Solamente la piedra cubría las tres cuartas
partes de este país, en el que las ciudades nacían, brillaban y desaparecían;
los hombres pasaban, se amaban o se mordían la garganta, y después morían.
En este desierto, nadie, ni el ni su huésped, eran nada. Y sin embargo, fuera
de este desierto, ni uno ni otro, Daru lo sabia muy bien, hubiera podido vivir
verdaderamente.
Cuando se levanto, ningún ruido se oía en la sala de clase. Daru se quedo
asombrado ante la franca alegría que sentía solo de pensar que el árabe hubiera
podido escaparse y que iba a encontrarse solo sin tener que decidir nada. Pero
el prisionero seguía allí. Se había echado cuan largo era entre la estufa y la
mesa, con los ojos muy abiertos, mirando al techo. En esta posición se le veían
sobre todo los gruesos labios, que le daban un aspecto enojado.
—Ven —dijo Daru. El árabe se levanto y lo siguió. En la habitación, el maestro
señaló una silla al lado de la mesa, bajo la ventana. El árabe se sentó sin dejar
de mirar a Daru—. ¿Tienes hambre?
—Si —dijo el prisionero.
Daru puso dos cubiertos sobre la mesa. Cogió harina y aceite, amaso en una
fuente una torta y encendió el homo de butano.
Mientras la torta se cocía, Daru fue al cobertizo a buscar queso, huevos, dátiles
y leche condensada. Cuando la torta estuvo cocida, la puso a enfriar en el
alfeizar de la ventana, calentó un poco de leche condensada desleída en agua y,
para terminar, batió los huevos para hacer una tortilla. En uno de estos
movimientos, su mano tropezó con el revolver que llevaba en el bolsillo derecho.
Dejo el tazón con los huevos, pasó a la clase y metió el revolver en el cajón de su
mesa. Cuando volvió a la habitación, estaba anocheciendo. Encendió la luz y
sirvió al árabe.
—Come —dijo.
El otro cogió un trozo de torta, se lo llevo con viveza a la boca y se detuvo.
—<;Y tu? —pregunto. —Primero tu. Yo comeré después. Los labios gruesos se abrieron un poco, el árabe dudo, y termino por morder resueltamente la torta. Cuando termino de comer, miro al maestro. —¿Eres tu el juez? —No, yo tengo que vigilarte hasta mañana. —¿Por que comes conmigo? —Porque tengo hambre. El otro se calló. Daru se levanto y salió. Trajo un catre del cobertizo, lo colocó entre la mesa y la estufa, perpendicularmente a su propia cama, y de una maleta grande que, de pie en un rincón, le servia de estante para sus papeles saco dos mantas que dispuso sobre el catre. Después se paró y, al no tener otra cosa en que ocuparse, se sentó en la cama. Ya no había nada que preparar ni que hacer, sino mirar a aquel hombre. Y se puso a mirarlo, tratando de imaginarse aquella cara arrebatada por la ira. Pero no lo conseguía. Solamente veía la mirada a la vez sombría y brillante, y la boca de animal. —¿Por que lo mataste? —dijo con una voz cuya hostilidad le sorprendió. El árabe desvió la mirada. —Se escape. Y yo corrí detrás de el. —Volvió a mirar a Daru con unos ojos llenos de una especie de interrogación angustiada—. Ahora, ¿que van a hacerme? —¿Tienes miedo? El otro se atieso, desviando la vista. —¿Sientes lo que hiciste? El árabe lo miro con la boca abierta. Era evidente que no comprendía. La irritación invadía a Daru. Al mismo tiempo, se sentía torpe y embarazado, sin poderse mover entre las dos camas. —Acuéstate aquí —dijo con impaciencia—. Es tu cama. El árabe no se movió. Interpelo a Daru: —¡dime! El maestro lo miro. —¿Vuelve mañana el gendarme? —No lo se. —¿Tu vienes con nosotros? —No lo se. ¿Por que? El prisionero se levanto y se echo sobre las mantas, con los pies hacia la ventana. La luz de la bombilla le daba directamente en los ojos, y los cerró en seguida. —¿Por que? —repitió Daru, plantado delante de la cama. El árabe abrió los ojos bajo la luz deslumbradora y lo miro, esforzándose en no pestañear. —Vente con nosotros —dijo. En medio de la noche, Daru no conseguía dormir. Se había metido en la cama después de desnudarse completamente: tenía la costumbre de dormir desnudo. Pero cuando se encontró en su cuarto sin ninguna ropa, dudó. Se sentía vulnerable y estuvo tentado de volverse a vestir. Pero se encogió de hombros; ya se había visto en situaciones peores, y si hiciera falta descalabraría a su adversario. Desde la cama podía observarlo, echado de espaldas, inmóvil, con los ojos cerrados bajo la intensa luz. Cuando Daru la apagó, pareció que las tinieblas se congelaban de repente. Poco a poco, la noche fue recobrando vida en la ventana donde el cielo sin estrellas se movía suavemente. El maestro distinguió en seguida el cuerpo extendido ante el. El árabe seguía sin moverse, pero sus ojos parecían estar abiertos. Un viento ligero rondaba alrededor de la escuela. Tal vez terminaría por alejar las nubes y volvería a brillar el sol. Durante la noche, el viento aumentó. Las gallinas se alborotaron un poco, después se callaron. El árabe se volvió de costado, dando la espalda a Daru, y a este le pareció oírlo gemir. Entonces acecho su respiración, mas fuerte y mas regular que hacia un momento. Daru oía ese aliento tan cercano y soñaba sin poderse dormir. En la habitación en que, desde hacia un año, dormía solo, aquella presencia le molestaba. Pero también le molestaba porque le imponía una especie de fraternidad que el rechazaba en las circunstancias actuales y que conocía muy bien: los hombres que comparten los mismos dormitorios, ya sean soldados o prisioneros, contraen un lazo extraño como si, al quitarse las armaduras con la ropa, se hermanaran cada noche, por encima de sus diferencias, en la vieja comunidad del sueño y del cansancio. Pero Daru se agitaba, no le gustaban esas tonterías, tenia que dormir. Algo mas tarde, sin embargo, cuando el árabe se movió imperceptiblemente, el maestro seguía sin conciliar el sueño. Al segundo movimiento del prisionero, se puso tenso, en guardia. El árabe se incorporaba muy despacio sobre sus brazos, con un movimiento casi de sonámbulo. Sentado en la cama, esperó, inmóvil, sin volver la cara hacia Daru, como si escuchara atentamente. Daru no se movió: acababa de darse cuenta de que se había dejado el revolver en el cajón de la mesa de la clase. Era mejor actuar rápidamente. Sin embargo, continuó observando al prisionero que, con el mismo movimiento cauteloso, ponía los pies en el suelo, esperaba un poco y empezaba a levantarse lentamente. Daru iba a llamarlo cuando el árabe echó a andar, con un paso natural esta vez, pero extraordinariamente silencioso. Se dirigía hacia la puerta del fondo que daba al cobertizo. Hizo girar el picaporte con precaución y salió empujando la puerta tras el, sin cerrarla del todo. Daru no se había movido. Se escapa, pensó. ¡Menudo alivio! Sin embargo, aguzó el oído. Las gallinas no se movían: el árabe se hallaba, pues, en la meseta. Entonces le llegó un débil ruido de agua, y solo comprendió lo que era, en el momento en que el árabe apareció de nuevo en el marco de la puerta, la cerró con cuidado y se acostó sin hacer ruido. Daru se volvió de espaldas y se durmió. Algo mas tarde, le pareció oír, en lo profundo de su sueño, unos pasos furtivos alrededor de la escuela. estoy soñando, estoy soñando!, se repetía. Y efectivamente estaba dormido. Cuando se despertó, el cielo estaba despejado; por la ventana mal encajada entraba un aire frió y puro. El árabe dormía, acurrucado ahora bajo las mantas, con la boca abierta, totalmente confiado. Pero cuando Daru lo zarandeó, se sobresaltó y miró a Daru sin reconocerlo, con unos ojos de loco y una expresión tan asustada que el maestro dio un paso atrás. —No tengas miedo. Soy yo. Vamos a comer. El árabe asintió con la cabeza y dijo que si. Su rostro había recobrado la serenidad, pero su expresión permanecía ausente y distraída. El café estaba preparado. Lo bebieron, sentados ambos en el catre, y comieron unos trozos de torta. Después, Daru llevo al árabe al cobertizo y le enseño el grifo donde el se lavaba todos los días. Volvió al cuarto, dobló las mantas, recogió el catre, hizo su cama y ordeno la habitación. Entonces salió al terraplén pasando por la escuela. El sol se elevaba ya en el cielo azul; una luz tierna y viva inundaba la meseta desierta. En el repecho la nieve empezaba a derretirse. Las piedras volverían a aparecer. En cuclillas al borde de la meseta, el maestro contemplaba la inmensidad del desierto. Pensaba en Balducci. Le había apenado, le había echado de allí, en cierto modo, como si no quisiera que lo metieran en el mismo saco que a el. Aun oía el adiós del gendarme y, sin saber por que, se sentía extrañamente vació y vulnerable. En este momento, al otro lado de la escuela, el prisionero tosió. Daru lo oyó, casi a pesar suyo; después, furioso, tiro una piedra que silbo en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen idiota de este hombre le sublevaba, pero entregarlo era contrario al honor: tan solo con pensarlo se volvía loco de humillación. Y maldecía a la vez a los suyos, que le enviaban a aquel árabe, y a este, que se había atrevido a matar y no había sabido escaparse. Daru se levantó, dio unas vueltas por el terraplén, espero, inmóvil, y entró en la escuela. El árabe, inclinado sobre el suelo de cemento del cobertizo, se lavaba los dientes con dos dedos. Daru le miro: —Ven —dijo. Y entro en la habitación, delante del prisionero. Se puso una cazadora encima del jersey y se calzó las botas de marcha. Después espero de pie a que el árabe se hubiera puesto el turbante y las sandalias. Entraron en la escuela y el maestro señalo la salida a su compañero—. Vete. —El otro no se movió—. Ahora vengo dijo Daru. El árabe salió. Daru volvió a entrar en la habitación e hizo un paquete con tostadas de pan, dátiles y azúcar. En la clase, antes de salir, dudo un segundo ante su mesa, después atravesó el umbral de la escuela y cerro la puerta.- Por ahí -dijo. Y tomo la dirección del este, seguido por el prisionero. Pero a poca distancia de la escuela, le pareció oír un ligero ruido detrás de el. Volvió sobre sus pasos e inspecciono los alrededores de la casa: no había nadie. El árabe le miraba sin comprender lo que hacia—. Vamos —dijo Daru. Caminaron durante una hora y descansaron junto a una especie de pico calcáreo. La nieve se derretía cada vez mas de prisa, el sol absorbía inmediatamente los charcos, limpiaba a toda velocidad la meseta que, poco a poco, se secaba y vibraba lo mismo que el aire. Cuando de nuevo se pusieron en camino, la tierra resonaba bajo sus pasos. A lo lejos, un pájaro hendía el espacio ante ellos con un trino alegre. Daru bebía, respirando profundamente, la fresca luz matutina. Una especie de exaltación nacía en el bajo el gran espacio familiar, casi enteramente amarillo ahora, bajo su casquete de cielo azul. Anduvieron una hora mas, bajando hacia el sur. Llegaron a una especie de eminencia achatada formada por rocas friables. A partir de allí, la meseta descendía, al este, hacia una llanura baja donde se podían distinguir algunos árboles medio secos y, al sur, hacia unos montones de rocas que daban al paisaje un aspecto atormentado. Daru inspecciono las dos direcciones. No había mas que el cielo en el horizonte, no se veía a ningún hombre. Daru se volvió hacia el árabe, que lo miraba sin comprender, y le tendió un paquete: —Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Te llegara para dos días. Toma mil francos también. —El árabe cogió el paquete y el dinero y se quedo con las manos llenas a la altura del pecho como si no supiera que hacer con lo que le daban—. Mira ahora —dijo el maestro, y señalaba la dirección del este—, ese es el camino de Tinguit. Son dos horas de marcha. En Tinguit están la administración y la policía. Te esperan. —El árabe miraba hacia el este, apretando contra si el paquete y el dinero. Daru le cogió del brazo y, con cierta brusquedad, le hizo dar media vuelta hacia el sur. Al pie de la altura en que se encontraban, se adivinaba un camino apenas bosquejado—. Esa es la pista que atraviesa la meseta. A un día de marcha de aquí encontraras los pastes y los primeros nómadas. Te acogerán y te darán refugio, según sus leyes. El árabe se había vuelto ahora hacia Daru y su rostro reflejaba pánico: —Oye —dijo. Daru meneo la cabeza: —No, cállate. Ahora, yo te dejo. Le volvió la espalda, dio dos pasos en dirección de la escuela, miró con cierta indecisión al árabe inmóvil y se alejó. Durante unos minutos, no oyó mas que sus propios pasos, que resonaban sobre la tierra fría, y no volvió la cabeza. Al cabo de un momento, sin embargo, se volvió. El árabe seguía allí, al borde de la colina, con los brazos caídos, mirando al maestro. Daru sintió que se le hacia un nudo en la garganta. Pero renegó con impaciencia, hizo un ademán y echo a andar de nuevo. Ya estaba lejos cuando se detuvo otra vez y miro hacia atrás. No había nadie en la colina. Daru dudo. El sol estaba ya bastante alto en el cielo y comenzaba a devorarle la frente. El maestro volvió sobre sus pasos, al principio un poco incierto, después con decisión. Cuando llegó a la pequeña colina, chorreaba de sudor. Subió por ella a toda velocidad y se detuvo, echando los bofes, en la cima. Los campos de roca, al sur, se dibujaban claramente sobre el cielo azul, pero en el llano, al este, un vaho de calor empezaba a subir. Y en esta bruma ligera, Daru, con el corazón en un puño, divisó al árabe que caminaba lentamente por el camino de la cárcel. Un poco mas tarde, plantado delante de la ventana de la clase, el maestro miraba sin ver la luz naciente que brincaba desde las alturas del cielo sobre toda la superficie de la meseta. Detrás de el, en el encerado, trazada con tiza por una mano torpe, entre los meandros de los ríos franceses, se extendía la inscripción que el maestro acababa de leer: «Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru miraba el cielo, la meseta y, mas allá, las tierras invisibles que se extendían hasta el mar. En aquel vasto país que tanto había amado, Daru estaba solo.

domingo, mayo 25, 2008

UN DUELO -- GUY DE MAUPASSANT

UN DUELO -- GUY DE MAUPASSANT

La guerra había acabado; los alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido caído a los pies del vencedor.

De un París desquiciado, hambriento, desesperado, salían los primeros trenes que iban a las nuevas fronteras, atravesando con lentitud campos y ciudades. Los primeros viajeros miraban por las portezuelas las llanuras devastadas y los caseríos incendiados. Ante las puertas de las casas que seguían en pie, soldados prusianos, con el casco negro con punta de cobre, fumaban en pipa, a horcajadas en unas sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formasen parte de las familias. Cuando se pasaba por una ciudad, se veían regimientos enteros maniobrando en las plazas, y, pese al traqueteo de las ruedas, llegaban a veces roncas voces de mando.

El señor Dubuis, que había pertenecido a la Guardia Nacional de París durante todo el asedio, iba a reunirse en Suiza con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al extranjero antes de la invasión.

El hambre y las fatigas no habían disminuido su abultado vientre de comerciante rico y pacífico. Había soportado los terribles acontecimientos con una desolada resignación y con amargas frases sobre el salvajismo de los hombres. Ahora que se dirigía a la frontera, acabada la guerra, veía por primera vez a los prusianos, aunque había cumplido su deber en las murallas y montado muchas guardias en las noches frías.

Miraba con irritado terror a aquellos hombres armados y barbudos instalados como en casa propia en la tierra de Francia, y sentía en el alma una especie de fiebre de impotente patriotismo al mismo tiempo que esa gran necesidad, que ese nuevo instinto de prudencia que ya no nos ha abandonado.

En su departamento, dos ingleses, llegados para ver, miraban con ojos tranquilos y curiosos. También ellos dos eran gruesos y charlaban en su lengua, hojeando a veces su guía, que leían en alta voz tratando de reconocer los lugares indicados.

De repente el tren se detuvo en la estación de un pueblecito, y subió un oficial prusiano con gran ruido de sable en el doble estribo del vagón. Era alto, embutido en su uniforme y con barba hasta los ojos. Su cabello rojo parecía llamear, y sus largos bigotes, más pálidos, se lanzaban hacia los dos lados del rostro, cortándolo en dos.

Los ingleses se pusieron al punto a contemplarlo con sonrisas de curiosidad satisfecha, mientras el señor Dubuis fingía leer un periódico. Se mantenía acurrucado en su rincón, como un ladrón ante un guardia.

El tren volvió a ponerse en movimiento. Los ingleses seguían charlando, buscando el lugar preciso de las batallas; y de pronto, cuando uno de ellos extendía el brazo hacia el horizonte señalando un pueblo, el oficial prusiano pronunció en francés, estirando sus largas piernas y arrellanándose en su asiento:

«Cho maté toce franceces en eze bueblo. Cho cogí máz te cien brisioneros.»

Los ingleses, muy interesados, preguntaron en seguida:

«¡Aaah! ¿Cómo llamarse, ese pueblo?»

El prusiano respondió: «Farsburg. »

Y prosiguió:

«Cho cogí ezos frifonez de franceces bor laz orejaz.»

Y miraba al señor Dubuis riendo orgullosamente, de buen humor.

El tren avanzaba, siempre atravesando caseríos ocupados. Se veían soldados alemanes a lo largo de las carreteras, al borde de los campos, de pie junto a las barreras, o charlando ante los cafés. Cubrían la tierra como las langostas de Africa.

El oficial extendió la mano:

«Ci cho tufiera el mando habría tomado Paríz, y quemado toto, y matado toto el mondo. ¡No maz Francia!»

Los ingleses se limitaron a responder, por cortesía:

«Aoh yes.»

El continuo:

«En feinte años, tota Europa, tota, pertenecerá a nozotroz. Pruzia maz fuerte que totos.»

Los ingleses, inquietos, no respondieron. Sus caras, impasibles, parecían de cera entre sus largas patillas. Entonces el oficial prusiano se echó a reír. Y, siempre arrellanado en su asiento, empezó a burlarse. Se burlaba de la Francia aplastada, insultaba a los enemigos caídos por tierra; se burlaba de Austria, vencida poco ha; se burlaba de la defensa encarnizada e impotente de los departamentos; se burlaba de los voluntarios, de la artillería inútil. Anunció que Bismarck iba a construir una ciudad de hierro con los cañones capturados. Y de repente puso sus botas contra el muslo del señor Dubuis, que apartaba la mirada, rojo hasta las orejas.

Los ingleses parecían haberse vuelto indiferentes a todo, como si de pronto se hubiesen encontrado encerrados en su isla, lejos del mundanal ruido.

El oficial sacó su pipa y, mirando fijamente al francés:

«¿Tiene uzted tabaco?»

El señor Dubuis respondió:

«No, señor.»

El alemán prosiguió:

«Le ruego que faya a comprarlo cando ce pare el tren.»

Y se echó a reír de nuevo:

«Le taré una bropina.»

El tren silbó, disminuyendo la marcha. Pasaban ante los edificios incendiados de una estación; después se detuvo.

El alemán abrió la portezuela y, cogiendo del brazo al señor Dubuis:

«Faya a hacer mi regado. ¡De brisa, de brisa!»

Un destacamento prusiano ocupaba la estación. Otros soldados miraban, de pie a lo largo de una valla de madera. La máquina silbaba ya para salir de nuevo. Entonces, bruscamente, el señor Dubuis se lanzó al andén y, a pesar de los gestos del jefe de estación, se precipitó en el departamento contiguo.

¡Estaba solo! Se desabotonó el chaleco, pues el corazón le latía con fuerza, y se secó la frente, jadeante.

El tren se detuvo de nuevo en una estación. Y de repente el oficial apareció en la portezuela y montó, seguido pronto por los dos ingleses a quienes empujaba la curiosidad. El alemán se sentó frente al francés y, sin dejar de reír:

«Uzted no ha querido hacer mi regado.» El señor Dubuis respondió:

«No, señor.»

El tren acababa de ponerse en marcha. El oficial dijo:

«Puez foy a cortarle zu pigote para llenar mi pipa. »

Y extendió la mano hacia la cara de su vecino.

Los ingleses, siempre impasibles, miraban sin pestañear.

El alemán había agarrado ya un mechón de pelo y tiraba de él, cuando el señor Dubuis, de un revés, le apartó el brazo y, cogiéndolo por el cuello, lo derribó sobre el asiento. Después, loco de cólera, con las sienes hinchadas, los ojos inyectados en sangre, estrangulándolo con una mano, empezó con la otra, cerrada, a asestarle furiosos puñetazos en la cara. El prusiano se debatía, trataba de desenvainar el sable, de estrechar a su adversario tumbado sobre él. Pero el señor Dubuis lo aplastaba con el peso enorme de su vientre, y golpeaba, golpeaba sin tregua, sin tomar aliento, sin saber dónde caían sus golpes. Corría la sangre; el alemán, estrangulado, bramaba, escupía dientes, e intentaba, aunque en vano, rechazar a aquel gordo exasperado, que lo molía a golpes.

Los ingleses se habían levantado, acercándose para ver mejor. Estaban de pie, llenos de gozo y de curiosidad, dispuestos a apostar a favor o en contra de cada uno de los combatientes.

Y de repente el señor Dubuis, agotado por semejante esfuerzo, se levantó y volvió a sentarse sin decir una palabra.

El prusiano no se arrojó sobre él, tales eran su pasmo, su asombro y su dolor. Cuando recuperó el aliento, pronunció:

«Zi uzted no quiere darme una zatisfacción con la bistola, lo mataré.»

El señor Dubuis respondió:

«Cuando usted quiera. Acepto.»

El alemán prosiguió:

«Estamoz llegando a Estrasburgo, yo cogeré doz oficialez de teztigoz, tenemoz tiempo antez de que zalga el tren.»

El señor Dubuis, que resoplaba tanto como la máquina, dijo a los ingleses:

«¿Quieren ustedes ser mis testigos?»

Ambos respondieron al tiempo:

«Aoh yes!»

Y el tren se detuvo.

En un minuto, el prusiano había encontrado a dos camaradas que trajeron pistolas, y todos se dirigieron a las fortificaciones.

Los ingleses sacaban sus relojes sin cesar, apretando el paso, apresurando los preparativos, preocupados por la hora para no perder la salida.

El señor Dubuis nunca había empuñado una pistola. Lo colocaron a veinte pasos de su enemigo. Le preguntaron:

« ¿Está preparado? »

Al responder: «sí, señor», se dio cuenta de que uno de los ingleses había abierto el paraguas para resguardarse del sol.

Una voz ordenó:

« ¡Fuego! »

El señor Dubuis disparó, al azar, sin esperar, y notó con estupor que el prusiano, en pie frente a él, se tambaleaba, alzaba los brazos y caía rígido de bruces. Lo había matado.

Un inglés gritó un «¡Aoh!» vibrante de gozo, de curiosidad satisfecha y de feliz impaciencia. El otro, que seguía con el reloj en la mano, agarró del brazo al señor Dubuis, y lo arrastró, a paso gimnástico, hacia la estación.

El primer inglés marcaba el paso, mientras corría, con los puños cerrados, los codos pegados al cuerpo.

«¡Un, dos! ¡Un, dos!»

Y los tres juntos corrían, pese a sus vientres, como tres caricaturas de un periódico festivo.

El tren partía. Saltaron a su coche. Entonces, los ingleses, sacándose sus gorras de viaje, las alzaron agitándolas, y luego, tres veces seguidas, gritaron:

«Hip, hip, hip, ¡hurra!»

Después, tendieron gravemente, uno tras otro, la mano derecha al señor Dubuis, y volvieron a sentarse uno junto al otro en su rincón.

jueves, mayo 22, 2008

LAS HOJAS SECAS -- G. A. BECQUER

LAS HOJAS SECAS
G. A. BEQUER




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El sol se había puesto. Las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a
amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño
arremolinaba las hojas secas a mis pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino por donde siempre vuelven menos de los que van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a punto
de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el
vuelo.
Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le
rodea y, repleglándose en sí mismo, analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la
vida interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos
de la naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de esos últimos momentos, cuando sólo y en medio de la escueta llanura
oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:
-¿De dónde vienes, hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas, nuestras
compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?
-Yo he seguido algún tiempo la corriente del río hasta que el vendaval me arrancó de entre el
légamo y los juncos de la orilla.
-¿Y adónde vas?
-No lo sé. ¿Lo sabe acaso el viento que me empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas, arrastrándonos por la tierra,
nosotras, que vivimos vestidas de color y de luz, meciéndonos en el aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos, de aquella apacible mañana en que, roto el
hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos, al templado beso del sol, como un
abanico de esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los
poros al aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso
tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul
del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la
temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!
-Los insectos, brillantes, revoloteaban, desplegando sus alas de gasa, a nuestro alrededor.
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules que giran por el aire en extraños círculos, se
paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso
amor que dura un instante y les consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.
-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te
acuerdas cómo charlábamos en vez baja entre las diáfanas sombras?
-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de
oro que cuelgan las arañas entre los árboles.
.Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor,
que había escogido nuestro tronco por escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos, que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía
llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que
resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!
-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la
alborotada y confusa algarabía de sus cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotros su redondo nido de aristas y de plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las
tempestades de verano
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.
-Nuestra vida pasaba, como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría
despertar.
-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente
encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban
efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del
tronco que nos sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi; una niña, hermosa y
pálida. Él le decía con ternura: «¿Por qué lloras?». «Perdona este involuntario sentimiento de
egoísmo -le respondió ella, enjugándose una lágrima-. Lloro por mí. Lloro la vida que me huye.
Cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento
trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida
es buena!» «¿Y por qué no has de vivir?», insistió él, estrechándole las manos conmovido.
«Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre
nuestras cabezas, yo moriré también y el viento llevará algún día su polvo y el mío, ¿quién sabe
adónde?» Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos!
¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror
permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.
-A poco volaron los pájaros y con ellos sus pequeñuelos, ya vestidos de plumas. Y quedó el
nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño muerto.
-Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros
que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma y lo que antes, al tocarnos, era como un rumor de besos, como
murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y
triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el
polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco
de un camino.
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi
solo, enlutado y sombrío, contemplando con un mirada distraída las aguas que pasaban y las
hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron
presentir la muerte.
-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo
me detuve un momento!
-¡Ay! Ella duerme y reposa, al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje...?
-¡Nunca...! Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento
estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!
-Adiós!


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Almanaque literario de la Biblioteca de Gaspar Roig
1871

miércoles, mayo 21, 2008

LA GITANA -- AGATHA CHRISTIE


LA GITANA
Agatha Christie




_
MacFarlane había advertido que su amigo Dickie Carpenter sentía aversión hacia los gitanos. Y sólo llegó a conocer los motivos cuando se anuló el compromiso matrimonial de Dickie y Esther Lawes, que originó algunas confidencias entre los dos hombres.
MacFarlane tenía relaciones con la hermana de Esther, Rachel, desde hacía un año. Conoció a las dos jóvenes durante la infancia. Pero su carácter apocado hizo que tardase algún tiempo en admitir la creciente atracción que el rostro aniñado y la sinceridad de los ojos pardos de Rachel ejercían sobre él. No era una belleza como su hermana; aunque sí más sincera y dulce. El comportamiento de Dickie y la mayor de las hermanas dio vida a crecientes lazos de fraternidad entre los dos hombres.
Después de breves semanas las relaciones amorosas de Dickie y Esther se habían diluido en la nada del olvido. Hasta entonces la vida de su joven amigo había discurrido plácidamente. Su carrera de marino era acertada, pues su amor a las cosas del mar tenía profundas raíces en su ser. De hecho, en sus entrañas palpitaba el primitivo vikingo, cuya mente no es dada a sutilezas románticas. Pertenecía a esa clase de ingleses reñidos con toda manifestación emotiva, y tan torpes a la hora de transformar en palabras corrientes sus procesos mentales.
MacFarlane, un escocés de imaginación céltica, escuchaba y fumaba mientras Dickie se perdía en un mar de palabras. Intuyó la necesidad de un desahogo mental en su amigo, si bien no imaginó que siguiera derroteros tan originales, en los cuales Esther era una estrella apagada. En realidad, el relato se convirtió en una historia de terror infantil.
—Todo empezó en un sueño que tuve de niño —decía Dickie—. No fue una pesadilla; pero desde entonces la gitana estuvo siempre en mis sueños, incluso en esos sueños agradables de niño, con sus fiestas, galletas y cosas por el estilo. Aunque fuese feliz, sabía que de alzar los ojos, la vería allí, en pie, mirándome tristemente, como si ella supiese algo ignorado por mí. No sé por qué me alteraba tanto... pero era así. Al despertarme chillaba aterrorizado y mi niñera decía: «¡Vaya! ¡Dickie vuelve a tener uno de sus sueños de gitanos!»
—¿Te asustó antes la presencia de gitanos, verdad?
—¡Nunca! No los vi hasta mucho tiempo después. Por cierto que fue de un modo extraño. Buscaba a mi perro que había huido. Salí por la puerta del jardín y me interné en el bosque. Entonces vivíamos en New Forest. Llegué a una especie de claro con un puente de madera sobre un arroyo. Junto a él vi a una gitana en pie con un pañuelo rojo anudado a la cabeza, igual que en mis sueños.
»Me asusté. Sus ojos reflejaban aquella tristeza... Como si supiese algo ignorado por mí. De pronto me dijo muy suavemente, inclinando la cabeza: «Yo no pasaría por ahí de ser tú.» Me sentí preso de un pánico cerval y, como una exhalación, pasé por delante de ella hacia el puente. Quizás estuviese podrido. Lo cierto es que se rompió y caí a la fuerte corriente. Tuve que luchar como un desesperado para no ahogarme. Jamás lo he olvidado.
—Ella lo que hizo fue advertirte.
—Comprendo que lo interpretes así —hizo una pausa antes de seguir—. Estos sueños no tienen nada que ver con lo sucedido después, al menos eso creo, pero sí es el punto de partida. Así comprenderás ese estado mío que llamo «sensación de gitana».
»Bien, te contaré lo ocurrido aquella primera noche en casa de los Lawes. Acababa de regresar de la costa oeste, y sentíame feliz al pisar de nuevo las calles de Londres. Los Lawes eran viejos amigos. Llevaba sin ver a las niñas desde la edad de siete años. Arthur me escribía con frecuencia y, después de su muerte, fue Esther quien lo hizo, además de mandarme periódicos. Sus cartas eran muy alegres, y tenían la virtud de animarme en grado sumo. Muy pronto nació en mí un deseo incontenible de verla. No satisface por completo el conocer a una chica a través de sus cartas. Por eso lo primero que hice fue visitar a los Lawes. Esther se hallaba ausente, pero la esperaban aquella noche. A la hora de comer me senté junto a Rachel, y mientras observaba la larga mesa, me invadió una extraña sensación. Sentía sobre mí los ojos de alguien, y esto me puso nervioso. Entonces la vi.
—¿A quién?
—A la señora Haworth, lo que te digo.
MacFarlane estuvo a punto de decir: «Pensé que sería Esther». Pero guardó silencio. Dickie continuó:
—Algo en ella me era vagamente familiar. Permanecía sentada al lado del viejo Lawes, escuchando gravemente con la cabeza inclinada. Tenía alrededor de su cuello un pañuelo rojo, quizá no muy nuevo, si bien sus tersas puntas simulaban pequeñas lenguas de llama.
«Pregunté a Rachel: «¿Quién es aquella mujer morena que luce un pañuelo rojo?»
»—¿Te refieres a Alistair Haworth? Sí que lleva el pañuelo rojo, pero es rubia.
»Y lo era, ¿sabes? Su pelo tenía un maravilloso amarillo pálido que resplandecía. No obstante, hubiera jurado que era morena. Pensé que mis ojos me gastaban una broma. Después de comer, Rachel nos presentó y paseamos por el jardín. Hablamos sobre la reencarnación.
—¡Eso no va contigo, Dickie!
—Desde luego. Le dije que a veces entre dos personas se establece una corriente de sensibilidad que los hace sentirse unidos... como si fueran viejos conocidos. Ella me contestó:
»—¿ Se refiere al amor?
»—Percibí una leve ansiedad en su voz, que trajo a mi mente el roce de un recuerdo inconcreto. Momentos después nos llamaba el viejo Lawes desde la terraza. Esther había llegado y quería verme. La señora Haworth puso la mano en mi brazo:
»—¿Regresa usted a la casa? —me preguntó.
»—Sí —repuse—. Debo hacerlo.
Dickie guardó silencio y MacFarlane apremió:
—¿Qué sucedió?
—Parece una pesadilla. La señora Haworth me dijo: «Yo no iría de ser usted.»
Dickie volvió a enmudecer, como si se concentrase en sus pensamientos; al fin continuó:
—Me asustó. Me asustó terriblemente... porque lo dijo como si supiera algo que yo ignorase. No se trataba de una mujer hermosa empeñada en retenerme en el jardín. Pese al tono amable de su voz, capté su angustia, síntoma inequívoco de su temor a lo que iba a pasar.
»Sé que reaccioné groseramente, pues di media vuelta y casi corrí a la casa, que me pareció un puerto seguro. Entonces comprendí cuánto temor le tuve desde el principio. La visión del viejo Lawes me resultó un gran alivio. Esther se hallaba detrás de él...
Dickie vaciló un momento y luego añadió casi en un susurro:
—Tan pronto la vi me supe perdido.
La mente de MacFarlane voló a Esther Lawes. En cierta ocasión oyó decir de ella que «era seis pies y una pulgada de perfección judía». Una expresiva definición, se dijo, mientras recordaba su altura, la frágil blancura de mármol de su rostro, su delicada nariz y el negro esplendor de su pelo y ojos. No le sorprendió que la infantil simplicidad de Dickie capitulase. Sin embargo, Esther jamás hubiera acelerado los latidos de él, MacFarlane, si bien admitía el poder sugestivo de su extraordinaria belleza.
—Después —continuó Dickie—, nos comprometimos.
—¿En seguida?
—Bueno, al cabo de una semana. Pero quince días más tarde ella averiguó que yo no le importaba mucho —Dickie se rió amargamente—. La última noche, antes de volver a mi barco, regresaba del pueblo a través del bosque cuando la vi... me refiero a la señora Haworth. Lucía una roja boina de punto, y esto casi me hizo saltar. Luego caminamos juntos un rato. Nada de cuanto dijimos afectaba a Esther, pero...
—¿Seguro?
MacFarlane, inquisitivo, observó a su amigo. Resulta curioso oír a la gente su versión sobre las cosas en que han sido actores sin proponérselo.
—Seguro —repuso Dickie, y luego añadió—: La señora Haworth me retuvo un momento cuando me disponía a irme y me dijo: «Se va demasiado pronto a casa». Y tuve la seguridad de que algo desagradable me aguardaba. En cuanto llegué, Esther salió a mi encuentro y me dijo que no estaba enamorada de mí.
MacFarlane le miró apenado.
—¿Y la señora Haworth? —preguntó.
—No he vuelto a verla hasta esta noche.
—¿Esta noche?
—Sí. En la clínica del doctor Johnny. Me examinaban la pierna herida en la guerra. Hace algún tiempo que me produce molestias. El doctor me aconsejó una operación... sin importancia. Abandonaba la clínica cuando me crucé con una enfermera que vestía una blusa roja sobre su uniforme. Ésta me dijo:« Yo no me sometería a esa operación si fuese usted...» Entonces advertí que era la señora Haworth. Pasó tan rápidamente que no supe detenerla. No obstante, pregunté a otra enfermera, y ésta me aseguró que ninguna de ellas respondía a ese nombre.
—¿Estás seguro de que era la señora Haworth?
—Desde luego. Es muy guapa e inconfundible —cambió de tema—. Pienso operarme, aunque... si mi número está arriba...
—¡Bobadas!
—Claro que es una bobada. Sin embargo, me satisface haberte hablado de la gitana. Pero hay algo relacionado con ella, algo... ¡Si pudiera recordarlo!

MacFarlane ascendió por la empinada carretera hasta llegar a la verja abierta de una casa en la cima de la colina. Apretó sus mandíbulas y tiró de la campanilla.
—¿Está en casa la señora Haworth?
—Sí, señor. La avisaré.
La sirvienta lo dejó en una habitación rectangular con ventanas a la agreste tierra pantanosa. MacFarlane frunció el ceño al pensar en la causa que lo había traído allí. De pronto le sobresaltó una voz que entonaba:

La joven gitana vive en el páramo...

Al interrumpirse la tonada, su corazón latió más aprisa. Luego se abrió la puerta.
Una aturdente rubicundez escandinava entró en la habitación, casi produciéndole un colapso. Pese a la descripción de Dickie, la había supuesto morena. Entonces recordó las palabras de su amigo, y su tono peculiar al decirlas: «Comprende, es muy bella... Una belleza de rara perfección.» Y una belleza de rara perfección era Alistair Haworth.
MacFarlane se puso en pie y avanzó hasta ella.
—Temo que no me conozca por mi nombre, Adam. Los Lawes me dieron las señas. Soy amigo de Dickie Carpenter.
Alistair lo miró atentamente. Luego dijo:
—Me disponía a dar un paseo por el páramo. ¿Quiere acompañarme?
Ella abrió de par en par una de las ventanas y salió al exterior. Él hizo otro tanto, y entonces vio a un hombre de aspecto bobalicón que fumaba sentado en un sillón de mimbre.
—Es mi marido —dijo a MacFarlane, y volviéndose—: Vamos al páramo, Maurice. El señor MacFarlane comerá con nosotros —y de nuevo al joven—: ¿Nos acompañará?
—Muchas gracias —repuso él.
Mientras seguía los ágiles pasos de ella hacia la cima, se preguntó: «¿Por qué, por qué diablos se casó con eso?»
Alistair se encaminó a unas rocas.
—Nos sentaremos aquí. Y dígame... lo que vino a decirme.
—¿Lo sabe ya?
—Sólo intuyo la vecindad de las cosas malas. Y es malo, ¿verdad? ¿Se trata de Dickie?
—Sufrió una pequeña operación con todo éxito. Pero su corazón debía ser débil, pues no resistió la anestesia.
MacFarlane no había supuesto ninguna reacción en Alistair, si bien lo hubiera esperado todo menos aquel gesto de infinito desespero. Al fin la oyó murmurar:
—Otra vez... esperar tanto tiempo... tanto tiempo...
Luego alzó la vista.
—¿Qué iba usted a preguntarme? —indagó.
—Una enfermera lo advirtió contra la operación. Él creyó que era usted.
Alistair sacudió negativamente la cabeza.
—No. Pero tengo una prima que es enfermera. Quizá fue ella. Bien, supongo que eso ya no importa, ¿verdad? —de repente se agrandaron sus ojos, y con manifiesta sorpresa exclamó—: ¡Oh, qué curioso! ¡Usted no me comprende!
MacFarlane, intrigado, la observaba.
—Le creí un iniciado. Su aspecto lo confirma.
—¿Qué confirma mi aspecto?
—El don, la maldición, llámelo como quiera. ¡Usted lo tiene! Mire fijo al fondo de las rocas. No piense en nada. ¡Ah! —Alistair notó su ligero sobresalto—. ¿Vio usted algo?
—Debe de haber sido un espejismo. Durante un segundo vi las piedras llenas de sangre.
Ella asintió.
—Advertí que usted lo tiene. Ahí es donde los antiguos adoradores del Sol sacrificaban a sus víctimas. Lo supe antes de que nadie me lo dijera. A veces sé cómo lo hacían; es como si yo misma hubiera estado allí. También hay algo en el páramo que me es tan familiar como mi propia casa. Pero es natural que yo posea el don. Soy una Fuerguesson. Todos los miembros de mi familia lo poseen. Mi madre fue una médium hasta casarse. Se llamaba Cristine. Era bastante célebre.
—¿Se refiere usted al «don» de ver las cosas antes de que sucedan?
—Sí; el don de ver lo futuro, lo presente o lo pasado. Por ejemplo, yo vi como usted se preguntaba por qué me casé con Maurice. ¡Oh, sí, no lo niegue! Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible y quise salvarlo. Las mujeres somos así. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede. Ya ha comprobado que no me sirvió para ayudar a Dickie. Él no lo entendió. Tuvo miedo. Era muy joven.
—Veintidós.
—Yo treinta. Pero no me refiero a eso. Hay muchos modos de estar separados; si bien la separación del tiempo es la peor.
El sonido de un gong procedente de la casa los hizo volver al mundo de la realidad.
Durante la comida, MacFarlane estudió a Maurice Haworth, que, indudablemente, estaba enamorado de su esposa. En sus ojos se advertía la feliz sumisión del perro. También observó la tierna correspondencia de ella, no exenta de maternidad.
—Estaré en la posada un día o dos más —dijo MacFarlane a Alistair, ya en la puerta de la casa—. ¿Puedo venir mañana?
—Naturalmente, sólo que...
—¿Hay algún impedimento?
Ella se pasó la mano por los ojos.
—No lo sé. Supuse que no volveríamos a vernos... eso es todo. Adiós.
MacFarlane descendió lentamente el camino de regreso. Aunque su ánimo era esforzado, no pudo eludir la sensación de una fría mano oprimiéndole el corazón. Alistair no había dicho nada de particular, y, sin embargo...
Una motocicleta surgió de improviso en un cruce, obligándole a saltar a la cuneta con el tiempo justo. Grisácea palidez cubrió su rostro.
—¡Pardiez, mis nervios están podridos! —murmuró MacFarlane al despertarse a la mañana siguiente.
Recordó los sucesos de la tarde anterior. La motocicleta; el atajo y la repentina niebla que le hizo extraviarse cerca de una peligrosa ciénaga; el trozo de chimenea desprendido en la posada; el olor a quemado durante la noche, procedente de su manta sobre el brasero. Pero esto no sería nada, nada en absoluto, de no haber oído las palabras de ella al despedirse, y de su desconocida seguridad en cuanto a que Alistair sabía...
Saltó del lecho con repentina energía, dispuesto a ir en su busca lo antes posible. Eso rompería el hechizo, si llegaba felizmente. ¡Señor, qué locura la suya!
Comió poco al desayunarse. A las diez inició el ascenso de la carretera. A las diez y media su mano tiraba de la campanilla. Entonces se permitió exhalar un largo suspiro de alivio.
—¿Está en casa la señora Haworth?
Era la misma mujer que le abrió la puerta el día anterior. Pero su rostro aparecía bañado de dolor.
—¡Oh, señor! ¿No se ha enterado usted?
—¿Enterado, de qué?
—La señora Haworth, mi linda corderita... Era su tónico. Lo tomaba todas las noches. El pobre capitán está desconsolado, casi loco. Él equivocó el frasco al cogerlo del estante en la oscuridad... Llamaron al médico, pero fue demasiado tarde.
En la mente de MacFarlane repiquetearon las viejas palabras: «Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede.» Desgraciadamente, nadie puede torcer el destino. Y, extraña fatalidad, éste había destruido a quien tanto quiso salvar.
La anciana sirvienta continuó:
—¡Mi linda corderita! Tan dulce y cariñosa, y tanto que se preocupaba por cualquiera en apuros. No soportaba que nadie sufriera daño —vaciló un segundo y luego añadió—: ¿Quiere usted subir a verla, señor? Ella me dijo que usted la conoció hace mucho tiempo. Muchísimo tiempo.
MacFarlane siguió a la anciana por las escaleras a una habitación al otro lado del salón donde oyera cantar el día anterior. Las ventanas tenían cristales de colores que lanzaban su roja luz sobre la cabecera del lecho. Una gitana con un pañuelo en la cabeza... Tonterías, sus nervios volvían a jugarle tretas. Miró largamente, y por última vez, a Alistair Haworth.
—Hay una señorita que desea verle, señor.
—¿En? —MacFarlane, sorprendido, miró a su patrona—. Oh, perdone, señora Rowse. Veía fantasmas.
—¿No lo dirá en serio, señor? Se ven cosas raras en el páramo a la caída de la noche, como la dama blanca, el herrero del diablo y el marinero y la gitana.
—¿El marinero y la gitana?
—Eso dicen, señor. Es una historieta de mis tiempos. Estaban muy enamorados.
—¿Y no podría ser que ellos ahora...?
—¡Señor! ¿Qué cosas dice usted? La señorita aguarda.
—¿Qué señorita?
—La que espera en el salón. La señorita Lawes.
—¡Oh! —exclamó MacFarlane.
¡Rachel! El recuerdo de ella le hizo descender a realidades inmediatas, a la vez que lo elevaba a un estado de felicidad. Asomado al ventanal de un mundo tenebroso se había olvidado de su prometida.
Abrió la puerta del salón y vio a su Rachel de ojos pardos y sinceros. De repente, como si despertase de un sueño, gozó la cálida y agradable sensación de estar vivo. ¡Vivo! ¡Sólo hay un mundo del cual estamos seguros! ¡Éste!
—¡Rachel! —dijo, y, levantándole la barbilla, la besó.
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ACCIDENTE -- AGATHA CHRISTIE

ACCIDENTE
Agatha Christie




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—Y le aseguro... que es la misma mujer... ¡sin la menor duda!
El capitán Haydock miró el rostro de su amigo y suspiró. Hubiera deseado que Evans no se mostrara tan absoluto. Durante el curso de su carrera, el viejo capitán de marina había aprendido a no preocuparse por las cosas que no le concernían. Su amigo Evans, inspector retirado del C.I.D., tenía una filosofía muy distinta. «Hay que actuar según la información recibida»... Había sido su lema en sus primeros tiempos, y ahora lo había ampliado hasta buscar él mismo la información.
El inspector Evans había sido un policía muy listo y despierto, que ganó justamente el puesto alcanzado. Incluso ahora, ya retirado del cuerpo e instalado en la casita de sus sueños, su instinto profesional seguía en activo.
—Nunca pude olvidar una cara —repetía satisfecho—. La señora Anthony... sí, es la señora Anthony sin lugar a dudas. Cuando usted dijo la señora Merrowdene... la reconocí en el acto.
El capitán Haydock movióse intranquilo. Los Merrowdene eran sus vecinos más próximos, aparte del propio Evans, y el que éste identificara a la señora Merrowdene con una antigua heroína de un caso célebre, le contrariaba.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo con voz débil.
—Nueve años —replicó Evans con la precisión de siempre—. Nueve años y tres meses. ¿Recuerda el caso?
—Vagamente.
—Anthony resultó ser un consumidor de arsénico —dijo Evans—, y por eso la absolvieron.
—Bueno, ¿por qué no habían de hacerlo?
—Por ninguna razón. Es el único veredicto que podían pronunciar dada la evidencia. Absolutamente correcto.
—Entonces —replicó Haydock—, no veo por qué ha de preocuparse.
—¿Quién se preocupa?
—Yo creía que usted.
—En absoluto.
—El caso pasó a la historia —continuó el capitán—. Si la señora Merrowdene tuvo la desgracia en otro tiempo de ser juzgada y absuelta por un crimen...
—Por lo general no se considera una desgracia el ser absuelto —intervino Evans.
—Ya sabe a lo que me refiero —dijo el capitán Haydock irritado—. Si la pobre señora tuvo que pasar esa amarga experiencia, no es asunto nuestro el sacarlo a relucir, ¿no le parece?
Evans no respondió.
—Vamos, Evans. Esa señora es inocente... usted mismo acaba de decirlo.
—Yo no dije que fuera inocente, sino que fue absuelta.
—Es lo mismo.
El capitán Haydock, que había empezado a vaciar su pipa contra el costado de su silla, se detuvo para mirarle en actitud expectante.
—¡Hola, hola, hola! —dijo—. ¿Conque esas tenemos, eh? ¿Usted cree que no era inocente?
—Yo no diría eso. Sólo... no sé. Anthony tenía la costumbre de tomar arsénico, y su esposa lo adquiría para él. Un día, por error, tomó demasiado. ¿La equivocación fue suya o de su esposa? Nadie pudo decirlo, y el juez, muy sensatamente, dudó de ella. Eso está muy bien y no veo nada malo en ello, pero de todas formas... me gustaría saber...
El capitán Haydock volvió a dedicar toda su atención a la pipa.
—Bien —dijo tranquilo—; no es asunto nuestro.
—No estoy tan seguro.
—Pero, seguramente...
—Escúcheme un momento. Este hombre, Merrowdene... anoche en su laboratorio manipulando entre sus tubos de ensayo... ¿recuerda lo que dijo?
—Sí. Mencionó el experimento de Marsh con respecto al arsénico. Dijo que usted debiera saberlo muy bien... que era cosa de su ramo... y se rió. No lo hubiera dicho si hubiese pensado por un momento...
Evans le interrumpió.
—Quiere usted decir que no lo hubiera dicho de haberlo sabido. Llevan ya tiempo casados... ¿seis años, me dijo usted? Apuesto lo que quiera a que no tiene la menor idea de que su esposa fue la célebre señora Anthony.
—Y desde luego no lo sabrá por mí —dijo el capitán Haydock.
Evans continuó sin prestarle atención.
—Acabe de interrumpirme. Según el experimento de Marsh, Merrowdene calentó una sustancia en un tubo de ensayo, y el residuo metálico se disolvió en agua y luego lo precipitó agregándole nitrato de plata. Esta era la prueba de los cloratos. Un experimento claro y sencillo, pero tuve oportunidad de leer estas palabras en un libro que estaba abierto sobre la mesa. «H2 SO4 descompone cloratos con evolución de Cl2O4. Si se calienta, explota violentamente, por lo tanto la mezcla debe guardarse en lugar frío y se utiliza sólo en cantidades muy pequeñas.»
Haydock, profundamente extrañado, miró a su amigo de hito en hito.
—Bueno, ¿y qué?
—Sólo esto. En mi profesión tenemos también que llevar a cabo ciertos experimentos... para probar un crimen. Hay que ir añadiendo los hechos... pesarlos, separar el residuo de los prejuicios y la incompetencia general de los testigos. Pero hay otra prueba... mucho más precisa... ¡Pero bastante peligrosa! Un asesino raramente se contenta con un crimen. Si se le da tiempo y nadie sospecha de él, cometerá otro. Usted coge a un hombre...¿Ha asesinado o no a su esposa?... Tal vez el caso no esté demasiado claro. Examine su pasado... si descubre que ha tenido varias esposas... y que todas murieron... digamos... de un modo extraño... ¡entonces puede estar bien seguro! No le hablo legalmente, comprenda, sino de la certeza moral, y una vez se sabe, puede buscarse la evidencia.
—¿Y bien?
—Voy al grano. Eso está muy bien cuando existe un pasado que revisar. Pero supongamos que usted detiene a un asesino que acaba de cometer su primer crimen. Entonces esa prueba no dará resultado. Pero el detenido es absuelto y empieza una nueva vida bajo otro supuesto nombre. ¿Repetirá o no su crimen?
—Es una idea horrible.
—¿Sigue usted pensando que no es asunto nuestro?
—Sí; no tiene usted motivos para pensar que la señora Merrowdene sea otra cosa que una mujer inocente.
El ex inspector guardó silencio unos instantes, y luego dijo despacio:
—Le dije que examinamos su pasado y no encontramos nada. Eso no es del todo cierto. Tenía padrastro y cuando cumplió los dieciocho años se enamoró de cierto joven... y su padrastro hizo valer su autoridad para separarlos. Un día, cuando paseaban por una parte peligrosa de los acantilados, hubo un accidente... el padrastro se aproximó demasiado al borde de las rocas... perdió pie y cayó, matándose.
—No pensará...
—Fue un accidente. ¡Accidente! La dosis extra de Anthony fue un accidente. No hubiera sido procesada nunca de no haberse sospechado que había otro hombre... que por cierto escapó. Al parecer, no quedó satisfecho como el jurado. Le aseguro, Haydock, que por lo que respecta a esa mujer tengo miedo de que ocurra... ¡otro accidente!
El anciano capitán se encogió de hombros.
—Bueno, no sé cómo va usted a prevenirse contra eso.
—Ni yo tampoco —repuso Evans con pesar.
—Yo de usted dejaría las cosas tal como están —dijo el capitán Haydock—. Nunca se saca ningún bien de entrometerse en los asuntos ajenos.
Pero aquel consejo no habría de seguirlo el inspector, que era un hombre paciente, pero decidido. Cuando se hubo despedido de su amigo, echó a andar hacia el pueblo, dando vueltas en su mente a las posibilidades de una acción inmediata y de éxito.
Al entrar en un estanco para comprar sellos, tropezó con el objeto de sus preocupaciones, Jorge Merrowdene. El ex profesor de química era un Hombrecillo menudo, de aspecto soñador y modales amables y correctos, que por lo general andaba siempre distraído. Reconoció al inspector, saludándole afectuosamente, y se agachó para recoger las cartas que por efecto del choque se le habían caído al suelo. Evans se agachó también, y por ser más rápido de movimientos, pudo recogerlas primero, devolviéndolas a su propietario con unas palabras de disculpa.
Al hacerlo pudo echarles un vistazo, y la de encima del montón volvió a despertar sus sospechas. Iba dirigida a una conocida agencia de seguros.
Al instante tomó una resolución, y el distraído Jorge Merrowdene se encontró sin darse cuenta caminando hacia el pueblo en compañía del ex inspector, y tampoco hubiera podido decir cómo surgió en su conversación el tema de los seguros de vida.
Evans no tuvo dificultad en lograr su objeto. Merrowdene por su propia voluntad le comunicó que acababa de asegurar su vida en beneficio de su esposa, y quiso saber lo que Evans opinaba de la compañía en cuestión.
—He hecho algunas inversiones poco acertadas —le explicó—, Y como resultado, mis rentas han disminuido. Si me ocurriera algo, mi esposa quedaría en mala situación. Con este seguro de vida queda todo arreglado.
—¿Ella no se opuso? —preguntó Evans—. Algunas señoras no suelen querer. Dicen que trae mala suerte...
—¡Oh!, Margarita es muy práctica —repuso Merrowdene sonriendo—. Y nada supersticiosa. En realidad, me parece que la idea fue suya. No le gusta verme preocupado.
Evans tenía ya la información que deseaba y dejó a Merrowdene, sumamente preocupado. El difunto señor Anthony también había asegurado su vida en favor de su mujer pocas semanas antes de su muerte.
Acostumbrado a confiar en su instinto, tenía plena certeza en su interior, pero el saber cómo debía actuar era cosa muy distinta. Él deseaba no detener al criminal con las manos en la masa, sino impedir que se cometiera otro crimen, y eso era mucho más difícil.
Todo el día estuvo pensativo. Aquella tarde se celebraba una fiesta al aire libre en la finca del alcalde, y Evans asistió a ella, entreteniéndose en el juego de la pesca, adivinando el peso de un cerdo y tirando a los cocos, con la misma mirada abstraída. Incluso consultó a Zara, la Adivinadora de la Bola de Cristal, sonriendo al recordar cómo la había perseguido durante sus tiempos de inspector.
No prestó gran atención al discurso de la voz cantarina y misteriosa, hasta que el final de una frase atrajo su atención.
—...y de pronto... muy pronto... se verá complicado en un asunto de vida o muerte... para otra persona. Una decisión... Tiene usted que tomar una decisión. Tiene que andar con cuidado... con mucho... mucho cuidado. Si cometiera un error... el más pequeño error...
—¿Eh...? ¿Qué es eso? —preguntó con brusquedad.
La adivinadora se estremeció. El inspector Evans sabía que todo aquello eran tonterías, pero no obstante estaba impresionado.
—Le prevengo... que no debe cometer ni el más pequeño error. Si lo hace veo con toda claridad el resultado: una muerte.
¡Qué extraño! ¡Una muerte! ¡Qué curioso que se le hubiera ocurrido decir eso!
—Si cometo un error el resultado será una muerte, ¿es eso?
—Sí.
—En ese caso —dijo Evans poniéndose en pie y entregándole el precio de la consulta—, no debo cometer errores, ¿no es así?
Lo dijo en tono intrascendente, pero al salir de la tienda tenía las mandíbulas apretadas. Era fácil decirlo pero no tanto el estar seguro de no cometerlo. No podía equivocarse. Una vida, una valiosa vida humana, dependía de ello.
Y nadie podía ayudarle. Miró a lo lejos la figura de su amigo Haydock. «Deje las cosas como están», le diría, y eso es lo que, a la sazón, no podía hacer.
Haydock estaba hablando con una mujer que al separarse de él se aproximó a Evans. Era la señora Merrowdene, y el inspector, siguiendo sus impulsos, apresuróse a detenerla.
La señora Merrowdene era una mujer bastante atractiva. Tenía una frente ancha y unos serenos ojos castaños muy bonitos, así como la expresión plácida. Su aspecto era el de las Madonnas italianas, que acentuaba peinándose con raya en medio y ondas sobre las orejas. Su voz era profunda, casi somnolienta.
Al ver a Evans le dedicó una sonrisa de bienvenida.
—Me pareció que era usted, señora Anthony... quiero decir, señora Merrowdene —dijo en tono ligero y deliberado, mientras la observaba. Vio que abría un poco más los ojos, y que tomaba aliento, pero su mirada no desfalleció, sosteniendo la suya con firmeza y orgullo.
—Estoy buscando a mi esposo —dijo tranquila—. ¿Le ha visto por aquí?
—La última vez que le vi, iba en esa dirección.
Echaron a andar en la dirección indicada, charlando animadamente. El inspector sentía aumentar su admiración. ¡Qué mujer! ¡Qué dominio de sí misma! ¡Qué destreza! Una mujer notable... y muy peligrosa. Sí... estaba seguro de que era peligrosa.
Aún se sentía intranquilo, aunque estaba satisfecho de su paso inicial. Sabiendo que la había reconocido, no era de esperar que se atreviera a intentar nada. Quedaba la cuestión de Merrowdene. Si pudiera avisarle... Encontraron al hombrecillo abstraído en la contemplación de una muñeca de porcelana que fue un premio en el juego de la pesca. Su esposa le sugirió que volvieran a casa, a lo que él se avino en seguida. Luego la señora Merrowdene volvióse al inspector.
—¿No quiere venir con nosotros a tomar una taza de té, señor Evans?
¿No había un ligero tono de reto en su voz? A él se lo pareció.
—Gracias, señora Merrowdene. Con muchísimo gusto lo acepto.
Y fueron caminando juntos mientras comentaban temas vulgares. Brillaba el sol, soplaba una ligera brisa y todo parecía agradable y sonriente. La doncella había ido a la fiesta, según le explicó la señora Merrowdene cuando llegaron a la encantadora casita. Fue a su habitación a quitarse el sombrero, y al regresar se dispuso a preparar el té calentando el agua sobre un infiernillo de plata. De un estante cerca de la chimenea cogió tres pequeños boles con sus tres platos correspondientes.
—Tenemos un té chino muy especial —explicó—. Y siempre lo tomamos al estilo chino... en bol, y nunca lo hacemos en taza.
Se interrumpió mirando al interior de uno de ellos, que fue a cambiar con una exclamación de disgusto.
—Jorge... eres terrible. Ya has vuelto a coger un bol de ésos.
—Lo siento, querida —dijo el profesor disculpándose—. Tienen una medida tan a propósito... Los que encargué aún no me los han enviado.
—Cualquier día nos envenenarás a todos —dijo su esposa sonriendo—Mary los encuentra en el laboratorio y los trae aquí sin molestarse en lavarlos, a menos que tengan algo muy visible en su interior. Vaya, el otro día pusiste en uno cianuro potásico, y la verdad, Jorge, eso es peligrosísimo.
Merrowdene pareció ligeramente irritado.
—Mary no tiene por qué coger las cosas de mi laboratorio, ni tocar nada de allí.
—Pero a menudo dejamos allí las tazas después de tomar el té. ¿Cómo va ella a saberlo? Sé razonable, querido.
El profesor marchó a su dormitorio murmurando entre dientes, y con una sonrisa la señora Merrowdene echó el agua hirviendo sobre el té y apagó la llama del infiernillo de plata.
Evans estaba intrigado, pero al fin creyó ver un rayo de luz. Por alguna razón desconocida, la señora Merrowdene estaba mostrando sus cartas. ¿Es que aquello iba a ser el «accidente»? ¿Decía todo aquello con el propósito de preparar su coartada de antemano y de manera que cuando algún día ocurriera el «accidente» él se viera obligado a declarar en su favor? Qué tonta era, porque antes de todo eso...
De pronto contuvo el aliento. La señora Merrowdene había servido el té en tres boles. Uno lo colocó delante de él, otro ante ella, y el tercero en una mesita que había cerca de la chimenea, junto a la butaca donde solía sentarse su esposo, y fue al colocar esta última cuando sus labios se curvaron en una sonrisa especial. Fue aquella sonrisa la que le convenció.
¡Ahora lo sabía!
Una mujer notable... y peligrosa. Sin esperar... y sin preparación. Esta tarde, aquella misma tarde... con él como testigo. Su osadía le cortó la respiración.
Era inteligente... endiabladamente inteligente. No podría probar nada. Ella contaba con que él no sospecharía... por la sencilla razón de ser «demasiado pronto». Una mujer de inteligencia y acción rápidas.
Tomó aliento antes de inclinarse ligeramente hacia delante.
—Señora Merrowdene, soy hombre de raros caprichos. ¿Me perdonará usted uno?
Ella le miró intrigada, pero sin recelo.
Evans se levantó y cogiendo el bol que había ante ella, lo sustituyó por el que estaba dispuesto de antemano sobre la mesita.
—Quiero que usted beba éste.
Sus ojos se encontraron con los suyos... firmes, indomables, mientras el color iba desapareciendo paulatinamente de su rostro.
Alargando la mano cogió la taza. Evans contuvo el aliento.
¿Y si hubiera cometido un error?
Ella la llevó a sus labios..., pero en el último momento, con un escalofrío, se apresuró a verter el contenido del bol en una maceta de helechos. Luego volvió a sentarse, mirándole retadora.
El exhaló un profundo suspiro y volvió a sentarse.
—¿Y bien? —dijo ella.
Su tono había cambiado. Ahora era ligeramente burlón... y desafiante.
Evans le contestó tranquilo:
—Es usted una mujer muy inteligente, señora Merrowdene. Y creo que me comprende. No habrá repetición. ¿Sabe a qué me refiero?
—Sé a qué se refiere.
Su voz carecía de expresión. Evans inclinó la cabeza satisfecho. Era una mujer inteligente y no quería verse ahorcada.
—A su salud y a la de su esposo —brindó llevándose el té a sus labios.
Luego su rostro cambió..., contorsionándose horriblemente...; quiso levantarse..., gritar...; su cuerpo se agarrotaba..., estaba congestionado... Cayó desplomado en el sillón... presa de convulsiones.
La señora Merrowdene se inclinó hacia delante observándole con una sonrisa, y le dijo... en tono suave:
—Cometió usted un error, señor Evans. Pensó que yo quería matar a Jorge. ¡Qué tonto fue usted... qué tonto!
Permaneció unos minutos contemplando al muerto..., el tercer hombre que había amenazado con interponerse en su camino y separarla del hombre que amaba.
Su sonrisa se acentuó. Parecía más que nunca una madonna, y al fin, levantando la voz, gritó:
—Jorge..., Jorge! ¡Oh! Ven en seguida. Me temo que ha ocurrido un lamentable accidente. Pobre señor Evans...

martes, mayo 20, 2008

Juan Salvador Gaviota -- Richard Bach


Juan Salvador Gaviota
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Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilometro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la
Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día
de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura,
bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición requerida para
lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el
océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un...
sólo... centímetro... más...
Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas
vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -
parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de vuelo más elementales: como ir y volver entre
playa y comida. Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no
era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres
se desilusionaron al ver a Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura, experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus
alas, podía quedarse en el aire más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón al
tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas
en aerodinámico gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego revisaba paso a
paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan?
¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no eres más que
hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo
deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se
habrán ido a las profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy
bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de
verdad, trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y
algún pez. Pero no le dió resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le
perseguía. Podría estar empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más acerca de la velocidad que la más veloz de las
gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las
olas, y aprendió por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos volo a cien kilómetros
por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza a ceder.
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a
alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego inclinándose, hasta lograr un picado vertical.
Entonces, cada vez que trataba de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente hacia ese lado, y al
tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien
kilómetros por hora, terminó en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debia ser mantener las alas quietas a alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por
hora, y entonces dejar las alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical, el pico hacia abajo y las alas completamente
extendidas y estables desde el momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo tremendo, pero
lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había
conseguido una marca mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en el instante en que cambió el angulo de sus
alas, se precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace
fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.
Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de la Luna y flotando en el océano. Sus alas
desgreñadas parecían lingotes de plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda. Débilmente deseó que el
peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado
por la naturaleza. Si estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas de navegación. Si
estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi
padre tenía razón. Tengo que olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la Bandada, y estar contento de ser como
soy: una pobre y limitada gaviota.
La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió.
Durante la noche, el lugar para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una gaviota normal. Así todo
el mundo se sentiría más feliz.
Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido de lo que habia aprendido sobre cómo volar a baja
altura con el menor esfuerzo.
-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con todo lo que he aprendido. Soy una gaviota
como cualquier otra gaviota, y volaré como tal.
Asi es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más fuerza luchando por llegar a la orilla.
Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la
fuerza que le impulsaba a aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó grato dejar ya de pensar, y volar,
en la oscuridad, hacia las luces de la playa.
¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos
senderos en la oscuridad, y todo tan pacífico y sereno...
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de
buho! ¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! ¡Tendrias las alas cortas de un halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron.
¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón!
¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy pequeñita, no necesito más que doblar la parte
mayor de mis alas y volar sólo con los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento en el fracaso o en la muerte, pegó
fuertemente las antealas a su cuerpo, dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó en
picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más
rápido. La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien, y con un mínimo
movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala
de cañón bajo la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por
hora! ¡Y bajo control! ¿Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran viento. Sin embargo, no se sentía culpable al
romper las promesas que había hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan lo
corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil metros los pesqueros eran puntos sobre el agua
plana y azul, la Bandada de la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias,
encogió sus antealas, extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia el mar. Al pasar los dos
mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar
con más rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos viente kilómetros por hora. Tragó saliva, comprendiendo que
se haría trizas si sus alas llegaban a desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de gaviota.
Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y
justamente en su camino, el barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de una cometa.
No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Asi es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, Juan Salvador Gaviota se disparó directamente en medio
de la Bandada de la Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos cerrados y en medio de un rugido
de viento y plumas. La Gaviota de la Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto.
Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta
y extender sus alas otra vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad maxima! ¡Una gaviota a trescientos viente kilómetros por hora! Era un
descubrimiento, el momento más grande y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva epoca se
abrió para Juan Salvador Gaviota. Voló hasta su solitaria área de practicas, y doblando sus alas para un picado desde tres
mil metros, se puso a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar.
Se dió cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una fracción de centímetro, causaba una curva suave
y extensa a tremenda velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movia más de una pluma a esa
velocidad, giraba como una bala de rifle... y así fue Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.
No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió volando hasta después de la puesta del Sol.
Descubrió el rizo, el balance lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche. Estaba mareado y rendido. No obstante, y no sin
satisfacción, hizo un rizo para aterrizar y un tonel rápido justo antes de tocar tierra. Cuando sepan, pensó, lo del
Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y
pesado ir y venir a los pesqueros, hay una razán para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos
descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó tierra, y parecía que habían estado así reunidas
durante algún tiempo. Estaban, efectivamente, esperando.
-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de la Gaviota Mayor sonaron con la voz solemne propia de las
altas ceremonias. Ponerse en el Centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el Centro por Honor, era
la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre las gaviotas. ¡Por supuesto, pensó, la Bandada de la
Comida... esta mañana: vieron el Descubrimiento! Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo de ser líder. Sólo
quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos nuevos horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.
-Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a temblar, sus plumas se combaron, y le
zumbaron los oídos. ¿Al Centro para deshonrarme? ¡Imposible! ¡El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están equivocados!
¡Están equivocados!
-... por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la dignidad y la tradición de la Familia de las
Gaviotas...
Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en
los Lejanos Acantilados.
-... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se paga. La vida es lo desconocido y lo
irreconocible, salvo que hemos nacido para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se hizo oir:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable que una gaviota que ha encontrado y que
persigue un significado, un fin más alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los peces,
pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para descubrir; para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme
que os muestre lo que he encontrado...
La Bandada parecía de piedra.
-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo cerraron solemnemente sus oídos y le dieron
la espalda.
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar
no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a
abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y
sabroso que habitaba a tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni pan duro para
sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento
cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a traves de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas
hasta cielos claros y deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió
a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo ahora para si mismo; aprendió a volar y no se
arrepintió del precio que había pagado.
Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan
corta, y al desaparecer aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico y solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas
que aparecieron juto a sus alas eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el alto cielo
nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que volaban; los extremos de sus alas avanzando a un
preciso y constante centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había superado jamás. Torció sus alas, y redujo su
velocidad a un sólo kilómetro por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la suya, en
formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo
en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical. Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron firmes y serenas -. Hemos venido a llevarte más
arriba, a llevarte a casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a la vanguardia del Viento de la Gran Montana.
Unos cientos de metros más, y no podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento iluminó ese instante de la existencia de Juan
Gaviota. Tenían razón. El era capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde tanto había aprendido.
-Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.
Juan Salvador Gaviota:
un relato
Segunda Parte
Primera parte
De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No era muy respetuoso analizar el cielo justo en el momento en
que uno está a punto de entrar en él.
Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación cerrada con las dos resplandecientes gaviotas, vió que su
propio cuerpo se hacía tan resplandeciente como el de ellas.
En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que siempre había existido detrás de sus ojos dorados, pero la
forma exterior había cambiado.
Su cuerpo sentía como gaviota, pero ya volaba mucho mejor que con el antiguo. ¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo,
pensó, obtengo el doble de velocidad, el doble de rendimiento que en mis mejores dias en la Tierra!
Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y sus alas eran lisas y perfectas como láminas de plata pulida.
Empezó, gozoso, a familiarizarse con ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.
A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que estaba logrando su máxima velocidad en vuelo horizontal. A
cuatrocientos diez pensó que estaba volando al tope de su capacidad, y se sintió ligeramente desilusionado. Había un límite
a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y aunque iba mucho más rápido que en su antigua marca de vuelo horizontal,
era sin embargo un límite que le costaría mucho esfuerzo mejorar. En el cielo, pensó, no debería haber limitaciones.
De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:
-Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.
Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que otra gaviota se afanaba en los remolinos entre los acantilados.
Lejos, hacia el Norte, en el horizonte mismo, volaban unas cuantas mas. Nuevos horizontes, nuevos pensamientos, nuevas
preguntas. ¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso debería estar lleno de gaviotas! ¿Y por qué estoy tan cansado de
pronto? Era de suponer que las gaviotas en el cielo no deberían cansarse, ni dormir.
¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se le estaba haciendo borroso. La Tierra había sido un lugar
donde había aprendido mucho, por supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba algo de la lucha por la
comida, y de haber sido un Exilado.
La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a saludarle sin que ni una dijera una palabra. Sólo sintió que se le
daba la bienvenida y que esta era su casa. Había sido un gran día para él, un día cuyo amanecer ya no recordaba.
Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta pararse un instante en el aire, y luego descendió ligeramente sobre
la arena. Las otras gaviotas aterrizaron tambien, pero ninguna movió ni una pluma. Volaron contra el viento, extendidas sus
brillantes alas, y luego, sin que supiera él cómo, cambiaron la curvatura de sus plumas hasta detenerse en el mismo
instante en que sus pies tocaron tierra. Había sido una hermosa muestra de control, pero Juan estaba ahora demasiado
cansado para intentarlo. De pie, allí en la playa, sin que aún se hubiera pronunciado ni una sola palabra, se durmió.
Durante los proximos días vió Juan que había aquí tanto que aprender sobre el vuelo como en la vida que había dejado.
Pero con una diferencia. Aqui había gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de ellas lo más importante de
sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo que más amaban hacer: volar. Eran pájaros magníficos, todos ellos, y
pasaban hora tras hora cada día ejercitándose en volar, ensayando aeronáutica avanzada.
Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había venido, ese lugar donde la Bandada vivía con los ojos bien
cerrados al gozo de volar, empleando sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida. Pero de cuando en
cuando, sólo por un momento, lo recordaba.
Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor mientras descansaba en la playa después de una sesión de
toneles con ala plegada.
-¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya bien acostumbrado a la cómoda telepatía que estas gaviotas
empleaban en lugar de graznidos y trinos-. ¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde vengo había...
-... miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su cabeza afirmativamente-. La única respuesta que puedo dar, Juan, es
que tú eres una gaviota en un millón. La mayoría de nosotros progresamos con mucha lentitud. Pasamos de un mundo a
otro casi exactamente igual, olvidando en seguida de donde habíamos venido, sin preocuparnos hacia donde íbamos,
viviendo solo el momento presente. ¿Tienes idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que lográramos la primera idea
de que hay mas en la vida que comer, luchar. o alcanzar poder en la Bandada? ¡Mil vidas, Juan, diez mil! Y luego cien vidas
más hasta que empezamos a aprender que hay algo llamado perfección, y otras cien para comprender que la meta de la
vida es encontrar esa perfección y reflejarla.
La misma norma se aplica ahora a nosotros, por supuesto: elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que hemos
aprendido de éste. No aprendas nada, y el próximo será igual que éste, con las mismas limitaciones y pesos de plomo que
superar.
Extendió sus alas y volvió su cara al viento.
-Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has tenido que pasar por mil vidas para llegar a esta.
En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era difícil mantener la formación cuando giraban para volar en
posición invertida, puesto que entonces Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento, cambiando la curvatura, y
cambiándola en exacta armonía con la de su instructor.
-Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-: Intentemos de nuevo. -Y por fin-: Bien. -Y entonces empezaron a
practicar los rizos exteriores.
Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos nocturnos se quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan
echó mano de todo su coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a trasladarse más allá de este
mundo.
-Chiang... -dijo, un poco nervioso.
La vieja gaviota le miró tiernamente.
-¿Si, hijo mío?
En lugar de perder la fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía volar más y mejor que cualquier gaviota de la
Bandada, y había aprendido habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.
-Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?
El Mayor sonrió a la luz de la Luna.
-Veo que sigues aprendiendo, Juan -dijo.
-Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que sea como el cielo?
-No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo consiste en ser perfecto. -Se quedó callado un
momento-. Eres muy rápido para volar, ¿verdad?
-Me... me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que el Mayor se hubiese dado cuenta.
-Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros
por hora, ni a un millón, ni a la velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un límite, y la perfección no tiene límites.
La perfecta velocidad, hijo mío, es estar alli.
Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al borde del agua, veinte metros más allá. Entonces
desapareció de nuevo y volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.
-Es bastante divertido -dijo.
Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.
-¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?
-Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo el Mayor-. Yo he ido donde y cuando he querido. -Miró hacia el mar-. Es
extraño. Las gaviotas que desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y lo hacen lentamente.
Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección, llegan a todas partes, y al instante. Recuerda, Juan, el cielo no es
un lugar ni un tiempo, porque el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es...
-¿Me puedes enseñar a volar asi? -Juan Gaviota temblaba ante la conquista de otro desafío.
-Por supuesto, si es que quieres aprender.
-Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?
-Podríamos empezar ahora, si lo deseas.
-Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz extraña brilló en sus ojos-. Dime qué hay que hacer.
Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.
-Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista -dijo-, debes empezar por saber que ya has
llegado...
El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo como prisionero de un cuerpo limitado, con
una envergadura de ciento cuatro centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era saber que su
verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del
tiempo.
Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el amanecer hasta después de la medianoche. Y a pesar de todo su
esfuerzo no logró moverse ni un milímetro del sitio donde se encontraba.
-¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no necesitaste fe para volar, lo que necesitaste fue comprender lo
que era el vuelo. Esto es exactamente lo mismo. Ahora intentalo otra vez...
Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrado los ojos, concentrado, como un relámpago comprendió de pronto lo que Chiang
habíale estado diciendo.
-¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin limitaciones! -Y se estremeció de alegría.
-¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.
Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa completamente distinta; los árboles llegaban hasta el borde
mismo del agua, dos soles gemelos y amarillos giraban en lo alto.
-Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control necesita algo mas de trabajo...
Juan se quedó pasmado.
-¿Dónde estamos?
En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor ignoró la pregunta.
-Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde y una estrella doble por sol.
Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que haba pronunciado desde que dejara la Tierra:
-¡RESULTO!
-Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se sabe lo que se hace. Y ahora, volviendo al tema de tu control...
Cuando volvieron, había anochecido. Las otras gaviotas, miraron a Juan con reverencia en sus ojos dorados, porque le
habían visto desaparecer de donde había estado plantado por tanto tiempo.
Aguantó sus felicitaciones durante menos de un minuto.
-Soy nuevo aqui. Acabo de empezar. Soy yo quien debe aprender de vosotros.
-Me pregunto si eso es cierto, Juan -dijo Rafael, de pie cerca de él-. En diez mil años no he visto una gaviota con menos
miedo de aprender que tú. -La Bandada se quedó en silencio, y Juan hizo un gesto de turbación.
-Si quieres, podemos empezar a trabajar con el tiempo -dijo Chiang-, hasta que logres volar por el pasado y el futuro. Y
entonces, estarás preparado para empezar lo más difícil, lo más colosal, lo más divertido de todo. Estarás preparado para
subir y comprender el significado de la bondad y el amor.
Pasó un mes, o algo que pareció un mes, y Juan aprendía con tremenda rapidez. Siempre había sido veloz para aprender
lo que la experiencia normal tenía para enseñarle, y ahora, como alumno especial del Mayor en Persona, asimiló las nuevas
ideas como si hubiera sido una supercomputadora de plumas.
Pero al fin llegó el día en que Chiang desapareció. Había estado hablando calladamente con todos ellos, exhortándoles a
que nunca dejaran de aprender y de practicar y de esforzarse por comprender más acerca del perfecto e invisible principio
de toda vida. Entonces, mientras hablaba, sus plumas se hicieron más y más resplandecientes hasta que al fin brillaron de
tal manera que ninguna gaviota pudo mirarle.
-Juan -dijo, y estas fueron las últimas palabras que pronunció-, sigue trabajando en el amor.
Cuando pudieron ver otra vez, Chiang había desaparecido.
Con el pasar de los días, Juan se sorprendió pensando una y otra vez en la Tierra de la que había venido. Si hubiese
sabido allí una décima, una centésima parte de lo que ahora sabía, ¡cuanto más significado habría tenido entonces la vida!
Quedóse allí en la arena y empezó a preguntarse si habría una gaviota allá abajo que estuviese esforzándose por romper
sus limitaciones, por entender el significado del vuelo más allá de una manera de trasladarse para conseguir algunas
migajas caídas de un bote. Quizás hasta hubiera un Exilado por haber dicho la verdad ante la Bandada. Y mientras más
practicaba Juan sus lecciones de bondad, y mientras más trabajaba para conocer la naturaleza del amor, más deseaba
volver a la Tierra. Porque, a pesar de su pasado solitario, Juan Gaviota había nacido para ser instructor, y su manera de
demostrar el amor era compartir algo de la verdad que había visto, con alguna gaviota que estuviese pidiendo sólo una
oportunidad de ver la verdad por sí misma.
Rafael, adepto ahora a los vuelos a la velocidad del pensamiento y a ayudar a que los otros aprendieran, dudaba.
-Juan, fuiste Exilado una vez. ¿Por qué piensas ahora que alguna gaviota de tu pasado va a escucharte ahora? Ya sabes el
refran, y es verdad: Gaviota que ve lejos, vuela alto. Esas gaviotas de donde has venido se lo pasan en tierra, graznando y
luchando entre ellas. Están a mil kilómetros del cielo. ¡Y tú dices que quieres mostrarles el cielo desde donde están
paradas! ¡Juan, ni siquiera pueden ver los extremos de sus propias alas! Quédate aquí. Ayuda a las gaviotas novicias de
aqui, que están bastante avanzadas como para comprender lo que tienes que decirles.
Se quedó callado un momento, y luego dijo:
-¿Qué habría pasado si Chiang hubiese vuelto a sus antiguos mundos? ¿Dónde estarías tú ahora?
El último punto era el decisivo, y Rafael tenía razón. Gaviota que ve lejos, vuelta alto.
Juan se quedó y trabajó con los novicios que iban llegando, todos muy listos y rápidos en sus deberes. Pero volvióle el viejo
recuerdo, y no podía dejar de pensar en que a lo mejor había una o dos gaviotas allá en la Tierra que también podrían
aprender. ¡Cuánto más habría sabido ahora si Chiang le hubiese ayudado cuando era un Exilado!
-Rafa, tengo que volver -dijo por fin-. Tus alumnos van bien. Te podrán incluso ayudar con los nuevos.
Rafael suspiró, pero prefirió no discutir. -Creo que te echaré de menos, Juan -fue todo lo que le dijo.
-¡Rafa, qué vergüenza! -dijo Juan reprochándole-. ¡No seas necio! ¿Qué intentamos practicar todos los días? ¡Si nuestra
amistad depende de cosas como el espacio y el tiempo, entonces, cuando por fin superemos el espacio y el tiempo,
habremos destruido nuestra propia hermandad! Pero supera el espacio, y nos quedará sólo un Aqui. Supera el tiempo, y
nos quedará sólo un Ahora. Y entre el Aqui y el Ahora, ¿no crees que podremos volver a vernos un par de veces?
Rafael Gaviota tuvo que soltar una carcajada.
-Estás hecho un pájaro loco -dijo tiernamente-. Si hay alguien que pueda mostrarle a uno en la Tierra cómo ver a mil millas
de distancia, ése será Juan Salvador Gaviota. -Quedóse mirando la arena-: Adiós, Juan, amigo mío.
-Adiós, Rafa. Nos volveremos a ver. -Y con esto, Juan evocó en su pensamiento la imagen de las grandes bandadas de
gaviotas en la orilla de otros tiempos, y supo, con experimentada facilidad, que ya no era sólo hueso y plumas, sino una
perfecta idea de libertad y vuelo, sin limitación alguna.
Pedro Pablo Gaviota era aún bastante joven, pero ya sabía que no había pájaro peor tratado por una Bandada, o con tanta
injusticia.
-Me da lo mismo lo que digan -pensó furioso, y su vista se nubló mientras volaba hacia los Lejanos Acantilados-. ¡Volar es
tanto más importante que un simple aletear de aqui para alla! ¡Eso lo puede hacer hasta un... hasta un mosquito! ¡Sólo un
pequeño viraje en tonel alrededor de la Gaviota Mayor, nada más que por diversión, y ya soy un Exilado! ¿Son ciegos
acaso? ¿Es que no pueden ver? ¿Es que no pueden imaginar la gloria que alcanzarían si realmente aprendiéramos a
volar?
Me da lo mismo lo que piensen. ¡Yo les mostraré lo que es volar! No seré más que un puro Bandido, si eso es lo que
quieren. Pero haré que se arrepientan...
La voz surgió dentro de su cabeza, y aunque era muy suave, le asustó tanto que se equivocó y dio una voltereta en el aire.
-No seas tan duro con ellos, Pedro Gaviota. Al expulsarte, las otras gaviotas solamente se han hecho daño a sí mismas, y
un día se darán cuenta de ello; y un día verán lo que tú ves. Perdónales y ayúdales a comprender.
A un centímetro del extremo de su ala derecha volaba la gaviota más resplandeciente de todo el mundo, planeando sin
esfuerzo alguno, sin mover una pluma, a casi la máxima velocidad de Pedro.
El caos reino por un momento dentro del joven pájaro.
-¿Qué está pasando? ¿Estoy loco? ¿Estoy muerto? ¿Qué es esto?
Baja y tranquila continuó la voz dentro de su pensamiento, exigiendo una contestación:
-Pedro Pablo Gaviota, ¿quieres volar?
-¡SI, QUIERO VOLAR!
-Pedro Pablo Gaviota, ¿tanto quieres volar que perdonarás a la Bandada, y aprenderás, y volverás a ella un día y trabajarás
para ayudarles a comprender?
No había manera de mentirle a este magnífico y hábil ser, por orgulloso o herido que Pedro Pablo Gaviota se sintiera.
-Sí, quiero -dijo suavemente.
-Entonces, Pedro -le dijo aquella criatura resplandeciente, y la voz fue muy tierna-, empecemos con el Vuelo Horizontal...
Juan Salvador Gaviota:
un relato
Tercera Parte
Segunda parte
Juan giraba lentamente sobre los Lejanos Acantilados; observaba. Este rudo y joven Pedro Gaviota era un alumno de vuelo
casi perfecto. Era fuerte, y ligero, y rápido en el aire, pero mucho más importante, ¡tenía un devastador deseo de aprender a
volar!
Aquí venia ahora, una forma borrosa y gris que salía de su picado con un rugido, pasando como un bólido a su instructor, a
doscientos veinte kilómetros por hora. Abruptamente se metió en otra pirueta con un balance de dieciséis puntos, vertical y
lento, contando los puntos en voz alta.
...ocho... nueve... diez... ves -Juan-se-me-está-terminando-la-velocidad -del-aire... once... Quiero-paradas-perfectas -yagudas
-como-las-tuyas... doce...... pero-¡caramba!-no-puedo-llegar... trece... a-estos -últimos- puntos... sin... cator...
¡aaakk...!
La torsión de la cola le salió a Pedro mucho peor a causa de su ira y furia al fracasar. Se fue de espaldas, volteó, se cerró
salvajemente en una barrena invertida, y por fin se recuperó, jadeando, a treinta metros bajo el nivel en que se hallaba su
instructor.
-¡Pierdes tu tiempo conmigo, Juan! ¡Soy demasiado tonto! ¡Soy demasiado estúpido! Intento e intento, ¡pero nunca lo
lograré!
Juan Gaviota lo miró desde arriba y asintió.
-Seguro que nunca lo conseguirás mientras hagas ese encabritamiento tan brusco. Pedro, ¡has perdido sesenta kilómetros
por hora en la entrada! ¡Tienes que ser suave! Firme, pero suave, ¿te acuerdas?
Bajó al nivel de la joven gaviota.
-Intentémoslo juntos ahora, en formación. Y concéntrate en ese encabritamiento. Es una entrada suave, fácil.
Al cabo de tres meses, Juan tenía otros seis aprendices, todos Exilados, pero curiosos por esta nueva visión del vuelo por
el puro gozo de volar.
Sin embargo, les resultaba más fácil dedicarse al logro de altos rendimientos que a comprender la razón oculta de ello.
-Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran Gaviota, una idea ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes,
en la playa -, y el vuelo de alta precisión es un paso hacia la expresión de nuestra verdadera naturaleza. Tenemos que
rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa de todas estas prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias...
... y sus alumnos se dormirían, rendidos después de un día de volar. Les gustaba practicar porque era rápido y excitante y
les satisfacía esa hambre por aprender que crecía con cada lección. Pero ni uno de ellos, ni siquiera Pedro Pablo Gaviota,
había llegado a creer que el vuelo de las ideas podía ser tan real como el vuelo del viento y las plumas.
-Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan en otras ocasiones-, no es más que tu propio pensamiento, en
una forma que puedes ver. Rompe las cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas de tu cuerpo. -Pero
dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una agradable f icción, y ellos necesitaban más que nada dormir.
Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había llegado la hora de volver a la Bandada.
-¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni seremos bienvenidos! ¡Somos Exilados! No podemos
meternos donde no seremos bienvenidos, ¿verdad?
-Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos -contestó Juan, y se elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia
el país de la Bandada.
Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley de la Bandada que un Exilado nunca retorne, y no se había
violado la Ley ni una sola vez en diez mil años. La Ley decía quédate, Juan decía partid; y ya volaba a un kilómetro mar
adentro. Si seguían allí esperando, él encararía por si solo a la hostil Bandada.
-Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos parte de la Bandada, ¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-.
Además, si hay una pelea, es allá donde se nos necesita.
Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste ocho de ellos en formación de doble-diamante, casi
tocándose los extremos de las alas. Sobrevolaron la Playa del Consejo de la Bandada a doscientos cinco kilómetros por
hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su ala derecha, Enrique Calvino luchando valientemente a su
izquierda. Entonces la formación entera giró lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo pájaro... de horizontal... a...
invertido... a... horizontal, con el viento rugiendo sobre sus cuerpos.
Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron como si la formación hubiese sido un gigantesco
cuchillo, y ocho mil ojos de gaviota les observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno de los ocho pájaros
ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó un amplio giro que terminó en un estático aterrizaje sobre la
arena. Entonces, como si este tipo de cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio comienzo a su crítica de vuelo.
-Para comenzar -dijo, con un sonrisa seca-, llegasteis todos un poco tarde al momento de juntaros...
Un relámpago atravesó a la Bandada. ¡Esos pájaros son Exilados! ¡Y han vuelto! ¡Y eso... eso no puede ser! Las
predicciones de Pedro acerca de un combate se desvanecieron ante la confusión de la Bandada.
-Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los jóvenes -, pero, oye, ¿dónde aprendieron a volar asi?
Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra repartirse por la Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un
Exilado será también un Exilado. Quien mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.
Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese momento a Juan, quien no dio muestras de darse por aludido.
Organizó sus sesiones de prácticas exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por primera vez, forzó a sus alumnos
hasta el límite de sus habilidades.
-¡Martín Gaviota -gritó en pleno vuelo-, dices conocer el vuelo lento! Pruébalo primero y alardea después! ¡VUELA!
Y de esta manera, nuestro callado y pequeño Martín Alonso Gaviota, paralizado al verse el blanco de los disparos de su
instructor, se sorpendió a sí mismo al convertirse en un mago del vuelo lento. En la más ligera brisa, llegó a curvar sus
plumas hasta elevarse sin el menor aleteo, desde la arena hasta las nubes y abajo otra vez.
Lo mismo le ocurrió a Carlos Rolando Gaviota, quien voló sobre el Gran Viento de la Montana a ocho mil doscientos metros
de altura y volvió, maravillado y feliz y azul de frío, y decidido a llegar aún más alto al otro día.
Pedro Gaviota, que amaba como nadie las acrobacias, logró superar su caida "en hoja muerta", de dieciséis puntos, y al día
siguiente, con sus plumas refulgentes de soleada blancura, llegó a su culminación ejecutando un tonel triple que fue
observado por más de un ojo furtivo.
A toda hora Juan es taba allí junto a sus alumnos, enseñando, sugiriendo, presionando, guiando. Voló con ellos contra
noche y nube y tormenta, por el puro gozo de volar, mientras la Bandada se apelotonoba miserablemente en tierra.
Terminado el vuelo, los alumnos descansaban en la playa y llegado el momento escuchaban de cerca a Juan.
Tenía él ciertas ideas locas que no llegaban a entender, pero también las tenía buenas y comprensibles.
Poco a poco, por la noche, se formó otro círculo alrededor de los alumnos; un círculo de curiosos que escuchaban allí, en la
oscuridad, hora tras hora, sin deseo de ver ni de ser vistos, y que desaparecían antes del amanecer.
Un mes después del Retorno, la primera gaviota de la Bandada cruzó la línea y pidió que se le enseñara a volar. Al
preguntar, Terrence Lowell Gaviota se convirtió en un pájaro condenado, marcado por el Exilio y octavo alumno de Juan.
La próxima noche vino de la Bandada Esteban Lorenzo Gaviota, vacilante por la arena, arrastrando su ala izquierda hasta
desplomarse a los pies de Juan.
-Ayúdame -dijo apenas, hablando como los que van a morir-. Más que nada en el mundo, quiero volar...
-Ven entonces -dijo Juan-. Subamos, dejemos atras la tierra y empecemos.
-No me entiendes. Mi ala. No puedo mover mi ala.
-Esteban Gav iota, tienes la libertad de ser tú mismo, tu verdadero ser, aquí y ahora, y no hay nada que te lo pueda impedir.
Es la Ley de la Gran Gaviota, la Ley que Es.
-¿Estás diciendo que puedo volar?
-Digo que eres libre.
Y sin más, Esteban Lorenzo Gaviota extendió sus alas, sin el menor esfuerzo, y se alzó hacia la oscura noche. Su grito, al
tope de sus fuerzas y desde doscientos metros de altura, sacó a la Bandada de su sueño:
-¡Puedo volar! ¡Escuchen! ¡PUEDO VOLAR!
Al amanecer había cerca de mil pájaros en torno al círculo de alumnos, mirando con curiosidad a Esteban. No les importaba
si eran o no vistos, y escuchaban, tratando de comprender a Juan Gaviota.
Habló de cosas muy sencillas: que está bien que una gaviota vuele; que la libertad es la misma escencia de su ser; que
todo aquello que le impida esa libertad debe ser eliminado, fuera ritual o superstición o limitación en cualquier forma.
-Eliminado -dijo una voz en la multitud-, ¿aunque sea Ley de la Bandada?
-La única Ley verdadera es aquella que conduce a la libertad -dijo Juan-. No hay otra.
-¿Cómo quieres que volemos como vuelas tú? -intervino otra voz-. Tú eres especial y dotado y divino, superior a cualquier
pájaro.
-¡Mirad a Pedro, a Terrence, a Carlos Rolando, a Maria Antonio! ¿Son también ellos especiales y dotados y divinos? No
más que vosotros, no más que yo. La única diferencia, realmente la única, es que ellos han empezado a comprender lo que
de verdad son y han empezado a ponerlo en práctica.
Sus alumnos, salvo Pedro, se revolvían intranquilos. No se habían dado cuenta de que era eso lo que habían estado
haciendo.
Día a día aumentaba la muchedumbre que venía a preguntar, a idolatrar, a despreciar.
-Dicen en la Bandada que si no eres el Hijo de la misma Gran Gaviota -le contó Pedro a Juan, una mañana después de las
prácticas de Velocidad Avanzada-, entonces lo que ocurre contigo es que estás mil años por delante de tu tiempo.
Juan suspiró. Este es el precio de ser mal comprendido, pensó. Te llaman diablo o te llaman dios.
-¿Qué piensas tú, Pedro? ¿Nos hemos anticipado a nuestro tiempo?
Un largo silencio.
-Bueno, esta manera de volar siempre ha estado al alcance de quien quisiera aprender a descubrirla; y esto nada tiene que
ver con el tiempo. A lo mejor nos hemos anticipado a la moda; a la manera de volar de la mayoría de las gaviotas.
-Eso ya es algo -dijo Juan, girando para planear invertidamente por un rato.
Eso es algo mejor que aquello de anticiparnos a nuestro tiempo.
Ocurrió justo una semana más tarde. Pedro se hallaba explicando los principios del vuelo a alta velocidad a una clase de
nuevos alumnos. Acababa de salir de su picado desde cuatro mil metros -una verdadera estela gris disparada a pocos
centímetros de la playa-, cuando un pajarito en su primer vuelo planeó justamente en su camino, llamando a su madre. En
una décima de segundo, y para evitar al joven, Pedro Pablo Gaviota giró violentamente a la izquierda, y a mas de
trescientos kilómetros por hora fue a estrellarse contra una roca de sólido granito.
Fue para él como si la roca hubiese sido una dura y gigantesca puerta hacia otros mundos. Una avalancha de miedo y de
espanto y de tinieblas se le echó encima junto con el golpe, y luego se sintió flotar en un cielo extraño, extraño, olvidando,
recordando, olvidando; temeroso y triste y arrepentido; terriblemente arrepentido.
La voz le llegó como en aquel primer día en que había conocido a Juan Salvador Gaviota.
-El problema, Pedro, consiste en que debemos intentar la superación de nuestras limitaciones en orden, y con paciencia. No
intentamos cruzar a través de rocas hasta algo más tarde en el programa.
-¡Juan!
-También conocido como el Hijo de la Gran Gaviota -dijo su instructor, secamente.
-¿Qué haces aquí? ¡Esa roca! ¿No he... no me había... muerto?
-Bueno, Pedro, ya está bien. Piensa. Si me estás viendo ahora, es obvio que no has muerto, ¿verdad? Lo que sí lograste
hacer fue cambiar tu nivel de conciencia de manera algo brusca. Ahora te toca escoger. Puedes quedarte aquí y aprender
en este nivel -que para que te enteres, es bastante más alto que el que dejaste-, o puedes volver y seguir trabajando con la
Bandada. Los Mayores estaban deseando que ocurriera algún desastre y se han sorprendido de lo bien que les has
complacido.
-¡Por supuesto que quiero volver a la Bandada. Estoy apenas empezando con el nuevo grupo!
-Muy bien, Pedro. ¿Te acuerdas de lo que decíamos acerca de que el cuerpo de uno no es más que el pensamiento
puro...?
Pedro sacudió la cabeza, extendió sus alas, abrió sus ojos, y se halló al pie de la roca y en el centro de toda la Bandada allí
reunida. De la multitud surgió un gran clamor de graznidos y chillidos cuando empezó a moverse.
-¡Vive! ¡El que había muerto, vive!
-¡Le tocó con un extremo del ala! ¡Lo resucitó! ¡El Hijo de la Gran Gaviota!
-¡No! ¡El lo niega! ¡Es un diablo! ¡DIABLO! ¡Ha venido a aniquilar a la Bandada!
Había cuatro mil gaviotas en la multitud, asustadas por lo que había sucedido, y el grito de ¡DIABLO! cruzó entre ellas como
viento en una tempestad oceánica. Brillantes los ojos, aguzados los picos, avanzaron para destruir.
-Pedro, ¿te parecer mejor si nos marchásemos? -preguntó Juan.
-Bueno, yo no pondría inconvenientes si...
Al instante se hallaron a un kilómetro de distancia, y los relampagueantes picos de la turba se cerraron en el vacío.
-¿Por qué será -se preguntó Juan perplejo- que no hay nada más difícil en el mundo que convencer a un pájaro de que es
libre, y de que lo puede probar por sí mismo si sólo se pasara un rato practicando? ¿Por qué será tan dificil?
Pedro aún parpadeaba por el cambio de escenario.
-¿Qué hiciste ahora? ¿Cómo llegamos hasta aquí?
-Dijiste que querías alejarte de la turba, ¿no?
-¡Si! pero, ¿cómo has...?
-Como todo, Pedro. Práctica.
A la mañana siguiente, la Bandada había olvidado su demencia, pero no Pedro.
-Juan, ¿te acuerdas de lo que dijiste hace mucho tiempo acerca de amar lo suficiente a la Bandada como para volver a ella
y ayudarla a aprender?
-Claro.
-No comprendo cómo te las arreglas para amar a una turba de pájaros que acaba de intentar matarte.
-Vamos, Pedro, ¡no es eso lo que tú amas! Por cierto que no se debe amar el odio y el mal. Tienes que practicar y llegar a
ver a la verdadera gaviota, ver el bien que hay en cada una, y ayudarlas a que lo vean en sí mismas. Eso es lo que quiero
decir por amar. Es divertido, cuando le aprendes el truco. Recuerdo, por ejemplo, a cierto orgulloso pájaro, un tal Pedro
Pablo Gaviota. Exilado reciente, listo para luchar hasta la muerte contra la Bandada, empezaba ya a construirse su propio y
amargo infierno en los Lejanos Acantilados. Sin embargo, aquí lo tenemos ahora, construyendo su propio cielo, y guiando a
toda la Bandada en la misma dirección.
Pedro se volvió hacia su instructor, y por un momento surgió miedo en sus ojos.
-¿Yo guiando? ¿Qué quieres decir: yo guiando? Tú eres el instructor aqui. ¡Tú no puedes marcharte!
-¿Ah, no? ¿No piensas que hay acaso otras Bandadas, otros Pedros, que necesitan más a un instructor que ésta, que ya va
camino de la luz?
-¿Yo? Juan, soy una simple gaviota, y tú eres...
-...el único Hijo de la Gran Gaviota, ¿supongo? -Juan suspiró y miró hacia el mar-. Ya no me necesitas. Lo que necesitas es
seguir encontrándote a tí mismo, un poco más cada día; a ese verdadero e ilimitado Pedro Gaviota. El es tu instructor.
Tienes que comprenderle, y ponerlo en práctica.
Un momento mas tarde el cuerpo de Juan trepidó en el aire, resplandeciente, y empezó a hacerse transparente.
-No dejes que se corran rumores tontos sobre mí, o que me hagan un dios. ¿De acuerdo, Pedro? Soy gaviota. Y quizá me
encante volar...
-¡JUAN!
-Pobre Pedro. No creas lo que tus ojos te dicen. Sólo muestran limitaciones. Mira con tu entendimiento, descubre lo que ya
sabes, y hallarás la manera de volar.
El resplandor se apagó. Y Juan Gaviota se desvaneció en el aire.
Después de un tiempo, Pedro Gaviota se obligó a remontar el espacio y se enfrentó con un nuevo grupo de estudiantes,
ansiosos de empezar su primera lección.
-Para comenzar -dijo pesadamente-, tenéis que comprender que una gaviota es una idea ilimitada de la libertad, una
imagen de la Gran Gaviota, y todo vuestro cuerpo, de extremo a extremo del ala, no es más que vuestro propio
pensamiento.
Los jóvenes lo miraron con extrañeza. ¡Vaya, hombre!, pensaron, eso no suena a una norma para hacer un rizo...
Pedro suspiró y empezó otra vez:
-Hum... ah... muy bien -dijo, y les miró críticamente-. Empecemos con el vuelo horizontal. -Y al decirlo, comprendió de
pronto que, en verdad, su amigo no había sido más divino que el mismo Pe dro.
¿No hay límites, Juan? pensó. Bueno, ¡llegará entonces el día en que me apareceré en tu playa, y te enseñaré un par de
cosas acerca del vuelo!
Y aunque intentó parecer adecuadamente severo ante sus alumnos, Pedro Gaviota les vió de pronto tal y como eran
realmente, sólo por un momento, y más que gustarle, amó aquello que vió. ¿No hay límites, Juan?, pensó, y sonrió. Su
carrera hacia el aprendizaje había empezado...
Fin

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