UN DUELO -- GUY DE MAUPASSANT
La guerra había acabado; los alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido caído a los pies del vencedor.
De un París desquiciado, hambriento, desesperado, salían los primeros trenes que iban a las nuevas fronteras, atravesando con lentitud campos y ciudades. Los primeros viajeros miraban por las portezuelas las llanuras devastadas y los caseríos incendiados. Ante las puertas de las casas que seguían en pie, soldados prusianos, con el casco negro con punta de cobre, fumaban en pipa, a horcajadas en unas sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formasen parte de las familias. Cuando se pasaba por una ciudad, se veían regimientos enteros maniobrando en las plazas, y, pese al traqueteo de las ruedas, llegaban a veces roncas voces de mando.
El señor Dubuis, que había pertenecido a la Guardia Nacional de París durante todo el asedio, iba a reunirse en Suiza con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al extranjero antes de la invasión.
El hambre y las fatigas no habían disminuido su abultado vientre de comerciante rico y pacífico. Había soportado los terribles acontecimientos con una desolada resignación y con amargas frases sobre el salvajismo de los hombres. Ahora que se dirigía a la frontera, acabada la guerra, veía por primera vez a los prusianos, aunque había cumplido su deber en las murallas y montado muchas guardias en las noches frías.
Miraba con irritado terror a aquellos hombres armados y barbudos instalados como en casa propia en la tierra de Francia, y sentía en el alma una especie de fiebre de impotente patriotismo al mismo tiempo que esa gran necesidad, que ese nuevo instinto de prudencia que ya no nos ha abandonado.
En su departamento, dos ingleses, llegados para ver, miraban con ojos tranquilos y curiosos. También ellos dos eran gruesos y charlaban en su lengua, hojeando a veces su guía, que leían en alta voz tratando de reconocer los lugares indicados.
De repente el tren se detuvo en la estación de un pueblecito, y subió un oficial prusiano con gran ruido de sable en el doble estribo del vagón. Era alto, embutido en su uniforme y con barba hasta los ojos. Su cabello rojo parecía llamear, y sus largos bigotes, más pálidos, se lanzaban hacia los dos lados del rostro, cortándolo en dos.
Los ingleses se pusieron al punto a contemplarlo con sonrisas de curiosidad satisfecha, mientras el señor Dubuis fingía leer un periódico. Se mantenía acurrucado en su rincón, como un ladrón ante un guardia.
El tren volvió a ponerse en movimiento. Los ingleses seguían charlando, buscando el lugar preciso de las batallas; y de pronto, cuando uno de ellos extendía el brazo hacia el horizonte señalando un pueblo, el oficial prusiano pronunció en francés, estirando sus largas piernas y arrellanándose en su asiento:
«Cho maté toce franceces en eze bueblo. Cho cogí máz te cien brisioneros.»
Los ingleses, muy interesados, preguntaron en seguida:
«¡Aaah! ¿Cómo llamarse, ese pueblo?»
El prusiano respondió: «Farsburg. »
Y prosiguió:
«Cho cogí ezos frifonez de franceces bor laz orejaz.»
Y miraba al señor Dubuis riendo orgullosamente, de buen humor.
El tren avanzaba, siempre atravesando caseríos ocupados. Se veían soldados alemanes a lo largo de las carreteras, al borde de los campos, de pie junto a las barreras, o charlando ante los cafés. Cubrían la tierra como las langostas de Africa.
El oficial extendió la mano:
«Ci cho tufiera el mando habría tomado Paríz, y quemado toto, y matado toto el mondo. ¡No maz Francia!»
Los ingleses se limitaron a responder, por cortesía:
«Aoh yes.»
El continuo:
«En feinte años, tota Europa, tota, pertenecerá a nozotroz. Pruzia maz fuerte que totos.»
Los ingleses, inquietos, no respondieron. Sus caras, impasibles, parecían de cera entre sus largas patillas. Entonces el oficial prusiano se echó a reír. Y, siempre arrellanado en su asiento, empezó a burlarse. Se burlaba de la Francia aplastada, insultaba a los enemigos caídos por tierra; se burlaba de Austria, vencida poco ha; se burlaba de la defensa encarnizada e impotente de los departamentos; se burlaba de los voluntarios, de la artillería inútil. Anunció que Bismarck iba a construir una ciudad de hierro con los cañones capturados. Y de repente puso sus botas contra el muslo del señor Dubuis, que apartaba la mirada, rojo hasta las orejas.
Los ingleses parecían haberse vuelto indiferentes a todo, como si de pronto se hubiesen encontrado encerrados en su isla, lejos del mundanal ruido.
El oficial sacó su pipa y, mirando fijamente al francés:
«¿Tiene uzted tabaco?»
El señor Dubuis respondió:
«No, señor.»
El alemán prosiguió:
«Le ruego que faya a comprarlo cando ce pare el tren.»
Y se echó a reír de nuevo:
«Le taré una bropina.»
El tren silbó, disminuyendo la marcha. Pasaban ante los edificios incendiados de una estación; después se detuvo.
El alemán abrió la portezuela y, cogiendo del brazo al señor Dubuis:
«Faya a hacer mi regado. ¡De brisa, de brisa!»
Un destacamento prusiano ocupaba la estación. Otros soldados miraban, de pie a lo largo de una valla de madera. La máquina silbaba ya para salir de nuevo. Entonces, bruscamente, el señor Dubuis se lanzó al andén y, a pesar de los gestos del jefe de estación, se precipitó en el departamento contiguo.
¡Estaba solo! Se desabotonó el chaleco, pues el corazón le latía con fuerza, y se secó la frente, jadeante.
El tren se detuvo de nuevo en una estación. Y de repente el oficial apareció en la portezuela y montó, seguido pronto por los dos ingleses a quienes empujaba la curiosidad. El alemán se sentó frente al francés y, sin dejar de reír:
«Uzted no ha querido hacer mi regado.» El señor Dubuis respondió:
«No, señor.»
El tren acababa de ponerse en marcha. El oficial dijo:
«Puez foy a cortarle zu pigote para llenar mi pipa. »
Y extendió la mano hacia la cara de su vecino.
Los ingleses, siempre impasibles, miraban sin pestañear.
El alemán había agarrado ya un mechón de pelo y tiraba de él, cuando el señor Dubuis, de un revés, le apartó el brazo y, cogiéndolo por el cuello, lo derribó sobre el asiento. Después, loco de cólera, con las sienes hinchadas, los ojos inyectados en sangre, estrangulándolo con una mano, empezó con la otra, cerrada, a asestarle furiosos puñetazos en la cara. El prusiano se debatía, trataba de desenvainar el sable, de estrechar a su adversario tumbado sobre él. Pero el señor Dubuis lo aplastaba con el peso enorme de su vientre, y golpeaba, golpeaba sin tregua, sin tomar aliento, sin saber dónde caían sus golpes. Corría la sangre; el alemán, estrangulado, bramaba, escupía dientes, e intentaba, aunque en vano, rechazar a aquel gordo exasperado, que lo molía a golpes.
Los ingleses se habían levantado, acercándose para ver mejor. Estaban de pie, llenos de gozo y de curiosidad, dispuestos a apostar a favor o en contra de cada uno de los combatientes.
Y de repente el señor Dubuis, agotado por semejante esfuerzo, se levantó y volvió a sentarse sin decir una palabra.
El prusiano no se arrojó sobre él, tales eran su pasmo, su asombro y su dolor. Cuando recuperó el aliento, pronunció:
«Zi uzted no quiere darme una zatisfacción con la bistola, lo mataré.»
El señor Dubuis respondió:
«Cuando usted quiera. Acepto.»
El alemán prosiguió:
«Estamoz llegando a Estrasburgo, yo cogeré doz oficialez de teztigoz, tenemoz tiempo antez de que zalga el tren.»
El señor Dubuis, que resoplaba tanto como la máquina, dijo a los ingleses:
«¿Quieren ustedes ser mis testigos?»
Ambos respondieron al tiempo:
«Aoh yes!»
Y el tren se detuvo.
En un minuto, el prusiano había encontrado a dos camaradas que trajeron pistolas, y todos se dirigieron a las fortificaciones.
Los ingleses sacaban sus relojes sin cesar, apretando el paso, apresurando los preparativos, preocupados por la hora para no perder la salida.
El señor Dubuis nunca había empuñado una pistola. Lo colocaron a veinte pasos de su enemigo. Le preguntaron:
« ¿Está preparado? »
Al responder: «sí, señor», se dio cuenta de que uno de los ingleses había abierto el paraguas para resguardarse del sol.
Una voz ordenó:
« ¡Fuego! »
El señor Dubuis disparó, al azar, sin esperar, y notó con estupor que el prusiano, en pie frente a él, se tambaleaba, alzaba los brazos y caía rígido de bruces. Lo había matado.
Un inglés gritó un «¡Aoh!» vibrante de gozo, de curiosidad satisfecha y de feliz impaciencia. El otro, que seguía con el reloj en la mano, agarró del brazo al señor Dubuis, y lo arrastró, a paso gimnástico, hacia la estación.
El primer inglés marcaba el paso, mientras corría, con los puños cerrados, los codos pegados al cuerpo.
«¡Un, dos! ¡Un, dos!»
Y los tres juntos corrían, pese a sus vientres, como tres caricaturas de un periódico festivo.
El tren partía. Saltaron a su coche. Entonces, los ingleses, sacándose sus gorras de viaje, las alzaron agitándolas, y luego, tres veces seguidas, gritaron:
«Hip, hip, hip, ¡hurra!»
Después, tendieron gravemente, uno tras otro, la mano derecha al señor Dubuis, y volvieron a sentarse uno junto al otro en su rincón.
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