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martes, diciembre 16, 2008

LA MUJER DEL SUEÑO -- Wilkie Collins

LA MUJER DEL SUEÑO -- Wilkie Collins
I

No hacía mucho más de seis semanas que desempeñaba mi profesión en el campo, cuando me enviaron a un pueblo como médico cercano, para consultar a un colega residente allí sobre un caso de una enfermedad muy grave.
Mi caballo había caído conmigo al fin de una larga cabalgata, la noche anterior, y se había lastimado, por suerte, mucho más de lo que había lastimado a su amo. Al verme privado de los servicios del animal, partí hacia mi destino en coche (en esa época no había ferrocarriles), y esperaba regresar en el mismo vehículo, hacía la tarde.

Después de terminar con la consulta, me dirigí a la posada principal del pueblo para esperar el coche. Cuando éste llegó iba repleto por dentro y por fuera. No me quedaba otro remedio que regresar a casa lo más barato que pudiese, alquilando un birlocho. El precio que me pidieron por tal favor me pareció tan exorbitante que decidí buscar una posada de menores pretensiones, e intentar hacer un trato mejor con un establecimiento menos próspero.
Pronto encontré una casa prometedora, deslucida y tranquila, con un anticuado letrero, que evidentemente no pintaban desde hacía años. En este caso el posadero se conformó con una pequeña ganancia, y en cuanto nos pusimos de acuerdo hizo sonar la campana del patio para pedir el birlocho.
–¿Robert aún no ha regresado de la diligencia que fue a hacer? –preguntó el posadero, dirigiéndose al criado que contestó al llamado de la campana. –No, señor, aún no.
–Bueno, entonces debes despertar a Isaac. – ¡Despertar a Isaac! –repetí–. Eso suena bastante poco común. ¿Ustedes los palafreneros duermen de día?
–Este lo hace –dijo el posadero, sonriendo para sí de modo bastante extraño.
–Y además sueña –agregó el criado–. Nunca olvidaré el susto que me dio la primera vez que lo oí.
–Bueno, eso no tiene importancia –replicó el propietario un poco amoscado–. Anda y despierta a Isaac. El caballero espera su birlocho.
La conducta del posadero y del criado expresaba mucho más que lo que decían. Empecé a sospechar que podía encontrarme sobre la pista de algo profesionalmente interesante para mí como médico, y pensé que me gustaría darle un vistazo al palafrenero antes de que el criado lo despertara.
–Aguarden un momento –intervine–. Desearía ver a este hombre antes de que lo despierten. Soy médico; y si ese raro modo de dormir y soñar que tiene el hombre proviene de algo que no marcha en su cerebro, tal vez pueda decirles qué hacer con él.
–Creo que más bien descubrirá que su mal no tiene remedio, señor –dijo el posadero–. Pero si quiere verlo, estoy seguro de que no habrá inconvenientes.
Encabezó la marcha a través del patio y por un pasillo hasta los establos, abrió una de las puertas, y, quedándose afuera, me dijo que entrara a mirar.
Me encontré en un establo de dos pesebres. En uno de ellos un caballo masticaba su cereal; en el otro un anciano dormía sobre la paja.
Me agaché y lo miré con atención. Era un rostro marchito, angustiado. Las cejas estaban dolorosamente contraídas; tenía la boca bien apretada, y las comisuras de los labios hacia abajo. Las, mejillas huecas y arrugadas, y el escaso cabello entrecano, hablaban de una pena o un sufrimiento pasado. Cuando lo mire por primera vez respiraba convulsivamente, y en un instante más empezó a hablar en sueños.
–¡Despierten! –le oí decir, en un susurro rápido, a través de los dientes apretados–. ¡Eh, despierten! ¡Asesinato!
Movió lentamente el brazo delgado hasta apoyarlo sobre su garganta, se estremeció un poco, y se dio vuelta sobre la paja. Después el brazo se apartó de la garganta, la mano se tendió hacia afuera, y se cerró hacia el costado sobre el que se había vuelto, como si imaginara estar agarrando el borde de algo. Vi que sus labios se movían, y me incliné un poco más sobre él. Seguía hablando en sueños.
–Ojos gris claro –murmuraba–, y el párpado izquierdo caído; cabello color lino, con un toque dorado... está bien mamá: hermosos brazos blancos, con un leve vello... pequeñas manos de damita, con una sombra rojiza bajo las uñas. El cuchillo... siempre el maldito cuchillo... primero de un lado, después del otro. ¡Aja! ¿Dónde está el cuchillo, demonia?
En las últimas palabras su voz se alzó, y él se inquietó de pronto. Lo vi estremecerse sobre la paja; su rostro marchito se contorsionó, y alzó las dos manos con un brusco espasmo histérico. Golpearon contra la parte inferior del pesebre bajo el cual estaba acostado, y el golpe lo despertó. Apenas tuve tiempo de deslizarme a través de la puerta y cerrarla antes de que abriera los ojos del todo, y recobrara el sentido.
–¿Sabe usted algo sobre la vida pasada de este hombre? –le dije al posadero.
–Sí, señor, conozco bastante al respecto –fue la respuesta–. Y es una historia rara, nada común. La mayor parte de la gente no la cree. Sin embargo es cierta, a pesar de todo. Caramba, no tiene más que mirarlo –siguió el posadero, abriendo otra vez la puerta del establo–. ¡Pobre diablo! Está tan agotado por sus noches de insomnio que ya ha vuelto a dormirse.
–No lo despierte –dije–. No tengo apuro por el birlocho. Espere que regrese de su diligencia el otro hombre; y, entretanto, le propongo que me sirva algo de comer y una botella de jerez, y que la comparta conmigo.
Tal como lo había previsto, el corazón de mi anfitrión se ablandó una vez que bebió su propio vino. Pronto fue comunicativo sobre el hombre que dormía en el establo, y poco a poco pude extraerle toda la historia. Por extravagantes e increíbles que los hechos puedan parecer a todos, los relato aquí tal como los oí y tal como pasaron.

II

Hace algunos años vivía en los suburbios de un gran puerto marítimo de la costa oeste de Inglaterra un hombre de condición humilde, llamado Isaac Scatchard. Sus medios de vida provenían de los empleos que podía conseguir como palafrenero, y de vez en cuando, cuando las cosas le iban bien, de contratos transitorios para prestar servicios como mozo de cuadra en fincas privadas. Aunque era un hombre cumplidor, formal y honesto, no tenía fortuna con su oficio. Su mala suerte era proverbial entre sus vecinos. Siempre estaba perdiendo buenas oportunidades sin que la culpa fuera suya, y siempre servía los períodos más largos con gente amiga que no era puntual en el pago de los salarios. "Desdichado Isaac" era el apodo que tenía en su barrio, y nadie podía decir que no se lo merecía de sobra.
Con una porción de adversidad mucho mayor que la que debe soportar un hombre por lo común, a Isaac sólo le quedaba un consuelo, y era del tipo más triste y negativo. No tenía esposa ni hijos que aumentaran sus angustias o se agregaran a la amargura de sus diversos fracasos en la vida. Podía deberse a simple insensibilidad, o podía tratarse de un generoso rechazo a implicar a otros en su propio destino desafortunado; pero el hecho indudable era que había llegado a la madurez sin casarse, y, lo que es mucho más destacable, sin exponerse ni una vez, de los dieciocho a los treinta y ocho años, a la cordial acusación de haber tenido una amada.
Cuando no trabajaba vivía a solas con su madre viuda. La señora Scatchard era una mujer superior al promedio de su baja condición social, en cuanto a inteligencia y modales. Había conocido días mejores, como suele decirse, pero nunca se refería a ellos en presencia de visitas curiosas; y, aunque era cortés con todos quienes se acercaban a ella, nunca cultivó amistades íntimas entre sus vecinos. Se las ingeniaba, con bastante esfuerzo, para cubrir sus sencillas necesidades haciendo trabajo pesado para sastres, y siempre lograba mantener, una casa decente a la que su hijo podía regresar cada vez que su mala suerte lo dejaba indefenso en el mundo.
Un frío otoño en que Isaac se acercaba con rapidez a la cuarentena, y en el que estaba, como de costumbre, desocupado sin que fuera culpa de él, emprendió una larga caminata tierra adentro desde la cabaña de la madre hasta la finca de un caballero, donde había oído que necesitaban un mozo de cuadra.
Faltaban sólo dos días para su cumpleaños; y la señora Scatchard, con su cariño de siempre, le hizo prometer, antes de partir, que regresaría a tiempo de pasar el aniversario con ella, en el modo más festivo que sus pobres medios pudieran permitirles.
A él no le costaba cumplir con el pedido, aún suponiendo que durmiera en el camino una noche a la ida y otra a la vuelta.
Iba a emprender la marcha desde el hogar el lunes por la mañana y, consiguiera o no el puesto, iba a regresar para el almuerzo de cumpleaños el miércoles a las dos.
Como llegó a destino el lunes por la noche, demasiado tarde para ir a solicitar el puesto de mozo de cuadra, durmió en la posada de la aldea, y el martes bien temprano se presentó en la casa del caballero para cubrir la vacante. Su mala suerte lo persiguió, inexorable como siempre. Los excelentes testimonios escritos acerca de su carácter que pudo mostrar no le sirvieron de nada; su larga marcha había sido en vano: en la víspera le habían dado el puesto de mozo de cuadra a otro hombre.
Isaac aceptó esta nueva desilusión resignado y como algo previsto. Lento de inteligencia por naturaleza, tenía la sensibilidad opaca y el paciente carácter flemático que distingue con frecuencia a los hombres con poderes mentales de pesado funcionamiento. Agradeció al mayordomo del caballero con su serena urbanidad de siempre por haberle concedido una entrevista, y partió sin que se advirtiera una depresión desacostumbrada en su rostro o conducta.
Antes de emprender el camino de regreso, hizo algunas averiguaciones en la posada, y se aseguró que podía ahorrarse unos kilómetros siguiendo un camino nuevo. Provisto de instrucciones completas, que se hizo repetir varias veces, en cuanto a las diversas vueltas que debía dar, emprendió el camino del retorno, y caminó durante todo el día deteniéndose sólo una vez para comer pan y queso. En el momento en que caía la oscuridad, empezó a llover y el viento aumentó, y para peor se encontró en una región que no conocía bien, aunque sabía que estaba a unos quince kilómetros del hogar. La primera casa que encontró para informarse fue una solitaria posada junto al camino, al borde de un denso bosque. Aunque el lugar parecía desolado, era una visión agradable para un hombre perdido que además estaba hambriento, sediento, con los pies doloridos, y mojado. El posadero era amable y de aspecto respetable, y el precio que le pidieron por una cama era bastante razonable. En consecuencia Isaac decidió quedarse a dormir cómodamente en la posada por esa noche.
Era hombre de carácter sobrio. Su comida consistió en dos lonjas de tocino, una rodaja de pan casero, y una pinta de cerveza. No se fue a acostar inmediatamente después de esta comida moderada, sino que se quedó sentado con el posadero, hablando acerca de sus malas perspectivas y su larga racha de mala suerte, y pasando de estos tópicos a los temas de los caballos y las carreras. Ni él, ni el posadero, ni los pocos peones que pasaban el tiempo en la taberna dijeron nada que pudiese haber excitado en lo más mínimo la muy escasa y opaca capacidad imaginativa de Isaac Scatchard.
Poco después de las once cerraron la casa. Isaac acompañó al posadero y sostuvo la vela mientras eran aseguradas las puertas y las ventanas de la planta baja. Notó con sorpresa la solidez de los cerrojos y las trancas, y los postigos forrados de hierro.
–Aquí estamos bastante aislados, sabe –dijo el posadero–. Aún no hicieron muchos intentos de entrar por la fuerza, pero siempre conviene asegurarse. Si no tenemos a nadie durmiendo aquí, soy el único hombre de la casa. Mi esposa y mi hija son tímidas, y la joven criada se parece a sus amas. ¿Otro vaso de cerveza antes de acostarse? ¡No! Créame que no puedo entender cómo un hombre tan sobrio como usted puede estar sin ocupación. Aquí es donde va a dormir. Esta noche usted es nuestro único huésped, y creo que se dará cuenta de que mi patrona ha hecho todo lo posible para que esté cómodo. ¿Está seguro de que no quiere otro vaso de cerveza? Muy bien. Buenas noches.
El reloj del pasillo marcaba las once y media cuando subieron al dormitorio, cuya ventana daba sobre el bosque del fondo de la casa.
Isaac cerró la puerta con llave, dejó su vela sobre la cómoda, y se dispuso a acostarse con gesto cansado. El helado viento otoñal aún soplaba, y su gemido solemne, monótono, creciente, recorriendo el bosque, era triste y horrible de oír en el silencio nocturno. Isaac se sentía extrañamente desvelado. Cuando se tendió en la cama, decidió dejar la vela encendida hasta empezar a adormilarse, porque había algo deprimente hasta lo insoportable en la sola idea de quedarse despierto en la oscuridad, oyendo el gemido fúnebre, incesante del viento en el bosque.
El sueño lo invadió sin que se diera cuenta. Se le cerraron los ojos, y cayó dormido sin que se le ocurriera apagar la vela.
La primera sensación de la que tuvo conciencia después de hundirse en el sueño fue un extraño escalofrío que lo recorrió bruscamente de pies a cabeza, y un terrible dolor punzante en el corazón, como nunca había sentido. El escalofrío sólo perturbó su sueño; el dolor lo despertó de inmediato. En un instante pasó del estado de sueño al estado de vigilia: los ojos bien abiertos, las percepciones mentales despejadas de pronto, como por milagro.
La vela había ardido casi hasta el último fragmento de sebo, pero la punta del pabilo sin cortar acababa de caer, y la luz era por el momento plena y clara en la pequeña habitación.
Entre el pie de la cama y la puerta cerrada se erguía una mujer con un cuchillo en la mano mirándolo.
El impacto del horror le dejó sin palabras, pero no perdió la nitidez sobrenatural de sus facultades, y no apartó los ojos de la mujer. Ella no dijo una palabra mientras se miraban a la cara, pero empezó a moverse lentamente hacia el costado izquierdo de la cama.
La siguió con los ojos. Era una mujer rubia, hermosa, con cabellos color lino y ojos gris claro, con el párpado izquierdo un poco caído. El notó esos detalles y los fijó en su mente antes de que la mujer llegara al costado de la cama. Sin decir palabra, sin expresión en el rostro, sin un ruido que siguiera a cada paso, ella se acercó más, y más... se detuvo... y alzó lentamente el cuchillo. El se llevó el brazo derecho a la garganta para protegerla; pero cuando vio que el cuchillo bajaba, movió la mano a través de la cama hacia el costado derecho, y sacudió el cuerpo de tal modo que el cuchillo descendió sobre el colchón, a una pulgada de su hombro.
Isaac fijó la mirada en el brazo y la mano de la mujer cuando retiró lentamente el cuchillo de la cama: un brazo blanco, bien formado, con un hermoso vello cubriendo levemente la piel clara: una delicada mano de dama, coronada por la belleza de un rubor rosado debajo y alrededor de las uñas.
Ella retiró el cuchillo, y se dirigió otra vez lentamente al pie de la cama; se detuvo un momento allí mirándolo; después siguió –aún sin hablar, aún sin expresión en el bello rostro impávido, aún sin un sonido que siguiera a sus pasos furtivos– siguió hacia el costado derecho de la cama, donde él estaba tendido ahora.
Cuando se aproximó alzó el cuchillo otra vez, y él se apartó hacia la izquierda. Ella golpeó el colchón, como antes, con un movimiento deliberadamente perpendicular y hacia abajo del brazo. Esta vez los ojos de él fueron de la mujer al cuchillo. Era como una de esas grandes navajas que les había visto usar a los peones para cortar pan y tocino. Los dedos pequeños y delicados no ocultaban más que dos tercios de la empuñadura: Isaac advirtió que estaba hecha de cuerno de gamo, limpia y brillante como la hoja, de aspecto flamante.
Ella retiró el cuchillo por segunda vez, lo ocultó en la ancha manga de su vestido, después se detuvo junto a la cama, observándolo. Por un instante él la vio de pie en esa posición, después el pabilo de la vela cayó en el candelero; la llama disminuyó hasta ser un puntito azul, y el cuarto quedó a oscuras.
Un instante, o menos, si es posible, pasó así, y después el pabilo llameó humeante por última vez. Isaac aún miraba ansioso sobre el lado derecho de la cama cuando brilló el último resplandor, pero no vio nada. La mujer rubia del cuchillo se había ido.
El convencimiento de que se encontraba una vez más a solas debilitó el dominio del miedo que lo había dejado mudo hasta ese momento. La agudeza sobrenatural que la misma intensidad del pánico había comunicado misteriosamente a sus facultades lo abandonó de pronto. Se le confundieron las ideas, el corazón le latía como desbocado, sus oídos se abrieron por primera vez desde la aparición de la mujer a la sensación del gemido funesto, incesante del viento entre los árboles. Con la terrible convicción de la realidad de lo que había visto aún intensa en su interior, saltó de la cama, y gritando: " ¡Asesinato! ¡Eh, despierten! ¡Despierten!" se abalanzó hacia la puerta de cabeza en la oscuridad.
Estaba bien cerrada con llave, exactamente como la había dejado al acostarse.
Sus gritos habían alarmado a la casa. Oyó las exclamaciones aterrorizadas, confusas de las mujeres; vio que el dueño de casa se acercaba por el pasillo con su vela de junco ardiendo en una mano y un arma en la otra.
–¿Qué pasa? –preguntó el posadero sin aliento. Isaac sólo pudo contestar con un susurro.
–Una mujer, con un cuchillo en la mano –dijo con voz entrecortada–. En mi cuarto: una mujer rubia, de pelo amarillo; trató de clavarme un cuchillo dos veces.
Las mejillas pálidas del posadero palidecieron aún más. Miró a Isaac con angustia al resplandor titilante de la vela, y su rostro empezó a enrojecer otra vez; su voz se alteró tanto como su piel.
–Ella parece haberle errado dos veces –dijo.
–Esquivé el cuchillo cuando bajaba –siguió Isaac, con el mismo susurro asustado–. Se clavó las dos veces en la cama.
El posadero llevó la vela de inmediato al interior del dormitorio. En menos de un minuto volvió a salir al pasillo con un violento ataque de furia.
–¡Que el diablo los lleve, a usted y su mujer del cuchillo! La ropa de la cama no tiene una sola marca. ¿Qué pretende, metiéndose en la casa de un hombre, y sacando a la familia de las casillas de puro susto, por un sueño?
Me iré de su casa dijo Isaac con voz débil–. Mejor estar en el camino, en la lluvia y la oscuridad, en camino a casa, que otra vez en ese cuarto, después de lo que vi en él. Permítame una luz para vestirme, y dígame cuánto tengo que pagar.
–¡Pagar! –exclamó el posadero, entrando al dormitorio, de mal humor, con la luz– Encontrará su cuenta sobre el mostrador cuando baje. No lo habría recibido a usted ni por todo el dinero del mundo si hubiese sabido por anticipado que soñaba y chillaba de ese modo. Fíjese en la cama. ¿Dónde hay un tajo de cuchillo? Fíjese en la ventana: ¿está forzada la cerradura? Fíjese en la puerta (que yo mismo le oí cerrar con llave): ¿está rota? ¡Una mujer asesina con un cuchillo en mi casa! ¡Tendría que darle vergüenza!
Isaac no contestó una palabra. Se vistió a las apuradas, y después bajaron juntos.
–¡Casi las dos y veinte! –dijo el posadero, cuando pasaron junto al reloj–. ¡Linda hora de la madrugada para aterrorizar a la gente honesta!
Isaac pagó la cuenta, y el posadero lo acompañó hasta la puerta delantera, preguntándole con una sonrisa de desdén, mientras abría las sólidas trancas y cerraduras, si "la mujer asesina había entrado por allí".
Se separaron sin una palabra. La lluvia había cesado, pero la noche era oscura, y el viento más frío que nunca. A Isaac le importaba poco la oscuridad, o el frío, o la in–certidumbre sobre el camino de regresó. Si lo hubiesen echado a un páramo en una borrasca, le habría resultado un alivio después de lo que había sufrido en el dormitorio de la posada.
¿Qué era la mujer rubia del cuchillo? ¿La criatura de un sueño, o esa otra criatura del mundo desconocido que los hombres llaman fantasma? No podía sacar nada en limpió del misterio: seguía sin sacar nada en limpio incluso en el mediodía del miércoles, cuando se encontró, después de extraviarse varias veces, una vez mas en el umbral de su casa.

III

Su madre salió a recibirlo con ansiedad. La cara de él le comunicó en un instante que algo andaba mal.
–He perdido el puesto; pero así es mi suerte. Anoche tuve un mal sueño, madre... o tal vez vi un fantasma. Sea como fuere, me asustó mucho, y aún no me siento bien.
–Isaac, tu cara me da miedo. Entra y acércate al fuego... entra y cuéntale todo a tu madre.
El estaba tan ansioso por contar como ella por oír; porque en todo el camino a casa había tenido la esperanza de que su madre, con su inteligencia más rápida y sus conocimientos superiores, pudiese ser capaz de aclarar el misterio que él mismo no podía resolver. Su recuerdo del sueño aún era mecánicamente vivido, aunque sus ideas eran confusas por completo.
El rostro de la madre palideció cada vez más a medida que él hablaba. No lo interrumpió ni una sola palabra; pero cuando terminó, acercó su silla a la de él, le rodeó el cuello con un brazo y le dijo:
–Isaac, tuviste tu mal sueño el miércoles a la madrugada. ¿Qué hora era cuando viste a la mujer rubia con el cuchillo en la mano?
Isaac reflexionó sobre lo que le había dicho el posadero cuando pasaron junto al reloj al irse de la posada; calculó lo mejor que pudo el tiempo transcurrido entre el momento en que abrió la puerta del dormitorio y aquel en que pagó la cuenta antes de irse, y contestó:
–Alrededor de las dos de la mañana.
La madre le soltó de pronto el cuello, y se estrujó las manos con un gesto de desesperación.
–Este miércoles es tu cumpleaños, Isaac, y tú naciste a las dos de la mañana.
La inteligencia de Isaac no era lo bastante aguda como para que se le contagiara el temor supersticioso de la madre. Se asombró, y también se alarmó un poco, cuando ella se levantó de pronto de la silla, abrió su antiguo pupitre, tomó pluma, papel y tinta y después le dijo:
–Tu memoria es pobre, Isaac, y ahora que soy vieja, la mía no es mucho mejor. Quiero que los dos sepamos todo acerca de este sueño, dentro de unos años, tan bien como lo sabemos ahora. Cuéntame otra vez lo que me contaste hace un minuto, cuando hablaste del aspecto de esa mujer.
Isaac obedeció, y quedó maravillado cuando vio que la madre asentaba cuidadosamente en el papel cada palabra que él pronunciaba.
"Ojos gris claro" escribió ella, cuando llegaron a la parte descriptiva, "con el párpado izquierdo un poco caído; cabello color lino, con un toque dorado; brazos blancos, con un leve vello; pequeñas manos de dama, con una sombra rojiza alrededor de las uñas; gran navaja con empuñadura de cuerno de gamo, que parecía flamante". A estos detalles la señora Scatchard agregó el año, el mes, el día de la semana, y la hora de la madrugada en que la mujer del sueño se le había aparecido al hijo. Después encerró cuidadosamente con llave el papel en el pupitre.
Ni en ese día ni en ningún día posterior pudo el hijo inducirla a volver al punto del sueño. Ella se guardaba celosamente para sí lo que pensaba, y hasta se negó a mencionar otra vez el papel de su pupitre. No pasó mucho tiempo antes de que Isaac se cansara de tratar de quebrar el resuelto silencio de su madre; y el tiempo, que tarde o temprano desgasta todas las cosas, desgastó poco a poco la impresión que el sueño le había provocado. Empezó a pensar en él con indiferencia, y terminó por no pensar en él para nada.
El resultado se produjo con mayor facilidad debido a la sucesión de algunos cambios importantes que mejoraron sus perspectivas y que comenzaron no mucho después de la noche de su terrible experiencia en la posada. Al fin cosechó la recompensa de su largo y paciente sufrimiento bajo la adversidad al conseguir un puesto excelente, que ocupó durante siete años, y dejándolo, a la muerte de su amo, no sólo con una referencia excelente, sino también con una buena pensión anual que se le otorgó como recompensa por haber salvado la vida de su ama en un accidente carretero. Fue así como Isaac Scatchard regresó a casa de su anciana madre, siete años después de la época del sueño en la posada, con una suma anual a su disposición suficiente para mantenerlos a los dos en la comodidad y la independencia por el resto de sus vidas.
La madre, cuya salud había empeorado mucho en los últimos años, sacó provecho del cuidado que tenían con ella y del hecho de verse libre de aprietos económicos, de tal modo que cuando llegó el cumpleaños de Isaac pudo sentarse a la mesa sin inconvenientes y cenar con él.
Ese día, al caer la noche, la señora Scatchard descubrió que una botella de tónico que acostumbraba tomar, y en la que creía que quedan aún una o dos dosis, estaba vacía. Isaac se ofreció de inmediato para ir a la farmacia y hacerla llenar. Era una noche de otoño tan fría y lluviosa como en la memorable ocasión en que se había perdido y dormido en la posada cercana al camino.
Cuando estaba por entrar a la farmacia se cruzó con una mujer vestida pobremente que salía y pasó con rapidez junto a él. Lo poco que pudo ver de su cara lo impactó, y la siguió con lo ojos mientras ella bajaba los escalones de entrada.
–¿Se fijó en esa mujer? –dijo el aprendiz de farmacéutico detrás del mostrador–. En mi opinión algo no marcha bien en ella. Me ha pedido láudano para ponerse en un diente enfermo. El patrón salió hace una hora, y le dije que yo no podía venderle veneno a extraños en ausencia de él. Ella se rió de un modo–raro, y dijo que regresaría dentro de media hora. Si espera que el patrón se lo dé, creo que se verá desilusionada. Es un caso de suicidio, señor, si alguna vez lo hubo.
Estas palabras aumentaron hasta lo inconmensurable el brusco interés por la mujer que Isaac había sentido al verle por primera vez la cara. Una vez que hizo llenar la botella de medicamento, la buscó con ojos ansiosos a su alrededor en la calle. Ella caminaba lentamente de un lado a otro por el costado opuesto del camino. Con el corazón latiéndole con fuerza, para su gran sorpresa, Isaac cruzó y le habló.
Le preguntó si tenía algún problema. Ella señaló su chal desgarrado, el vestido barato, el sombrero sucio y aplastado; después se movió hasta quedar bajo una lámpara, como para que la luz le diera sobre el rostro torvo, pálido, pero aún muy hermoso.
–Parezco una mujer acomodada y feliz, ¿verdad? –dijo, con una risa amarga.
Hablaba con una pureza de entonación que Isaac no había oído nunca antes sino en labios de una dama. Las más triviales acciones de la mujer parecían poseer la elegancia fluida y negligente de una mujer bien educada. Su piel, a pesar de toda la palidez de la pobreza, era delicada, como si hubiera disfrutado de cada una de las comodidades sociales que el dinero puede comprar. Incluso las manos, finamente conformadas, sin guantes como estaban, no habían perdido su blancura.
Poco a poco, en respuesta a las preguntas de Isaac, se desplegó, la triste historia de la mujer. No es necesario relatarla aquí; puede leerse una y otra vez en los informes policiales y en las noticias breves acerca de intentos de suicidio.
–Me llamo Rebecca Murdoch –dijo la mujer cuando terminó–. Me quedan nueve peniques, y pensé en gastarlos en una farmacia para asegurarme el pasaje al otro mundo. Por difícil que sea, no puede ser para mí peor que esto, ¿así que por qué detenerme?
Además de la compasión y la tristeza naturales que se agitaron en su corazón ante lo que oía, Isaac sintió que obraba en él una influencia misteriosa durante todo el tiempo que la mujer estuvo hablando, una influencia que confundía sus ideas por completo y casi lo privaba de los poderes del habla. Todo lo que pudo decir ante las últimas palabras temerarias de la mujer fue que le impediría atentar contra su vida, aunque tuviese que seguirla toda la noche para lograrlo. Su seriedad áspera y temblorosa parecieron impresionarla.
–No le ocasionaré ese problema –contestó, cuando el repitió la amenaza–. Al hablarme con bondad usted ha hecho que le tenga afecto a la vida. No son necesarias protestas ni promesas. Usted puede creerme, venga mañana a las doce al Prado de Fuller, y me encontrará viva, para dar cuenta de mí misma. ¡No! Nada de dinero. Mis nueve peniques me conseguirán un lugar para pasar la noche.
Se despidió con un movimiento de cabeza. El no intentó seguirla: no sintió sospechas de que lo engañara.
–Es extraño, pero no puedo dejar de creerle –se dijo para sus adentros, y se alejó, aturdido, hacia su casa.
Al entrar, su mente seguía absorbida de un modo tan completo por su nuevo centro de interés que no advirtió lo que su madre estaba haciendo cuando él entró con la botella de medicamento. Había abierto el viejo pupitre mientras no estaba, y ahora leía con atención el papel que estaba en su interior. En todos los cumpleaños de Isaac, desde que había asentado los detalles del sueño de sus propios labios, acostumbraba leer el mismo papel, y meditar sobre él en secreto.
Al día siguiente Isaac fue al Prado de Fuller.
Había hecho bien en creerla sin reservas. Allí estaba ella, de lo más puntual, para dar cuenta de sí misma. Las últimas débiles defensas que quedaban en el corazón de Isaac contra la fascinación que una palabra o una mirada de la mujer empezaban a ejercer de modo inescrutable sobre él se hundieron y desaparecieron ante ella para siempre en aquella mañana memorable.
Cuando un hombre previamente insensible a la influencia de las mujeres entabla una relación en la edad madura, son raros los casos, cualesquiera sean las circunstancias de advertencia, en que se encuentra capaz de librarse de la tiranía de la nueva pasión dominante. El encanto de que le hablara familiar, amable y agradecidamente una mujer cuyo lenguaje y modales seguían conservando el suficiente refinamiento anterior como para insinuar la alta clase social a la que había pertenecido, habría sido un lujo peligroso para un hombre de la posición de Isaac a la edad de veinte años. Pero era mucho más que eso – era la ruina segura para él– ahora que su corazón se abría sin límites a una influencia nueva en esa época intermedia de la vida en que los sentimientos fuertes de cualquier tipo, una vez implantados, echan raíces con mayor terquedad en la naturaleza moral de un hombre. Unas pocas entrevistas furtivas posteriores a esa primera mañana en el Prado de Fuller completaron su infatuación. En menos de un mes a partir del momento en que la conociera, Isaac Scatchard había consentido en darle a Rebecca Murdoch un nuevo interés por la existencia, y una oportunidad de recobrar el carácter que había perdido, al prometerle que la haría su esposa.
Ella había tomado posesión no sólo de sus pasiones, sino también de sus facultades; Isaac concentraba toda su mente en cuidarla. Ella lo dirigía en todos los aspectos: incluso lo instruyó acerca de cómo darle a su madre la novedad sobre el casamiento cercano del modo más seguro posible.
–Si le cuentas primero cómo me conociste y quién soy –le dijo la astuta mujer–, ella removerá cielo y tierra para impedir nuestro casamiento. Dile que soy hermana de un compañero de trabajo... pídele que me vea antes de entrar en más detalles, y deja el resto a mi cargo. Pienso hacer que me ame casi tanto como tú, Isaac, antes de que se entere de quién soy realmente.
El motivo del engaño bastaba para santificarlo a los ojos de Isaac. La estratagema propuesta lo aliviaba de una gran angustia, y tranquilizaba su conciencia incómoda en relación a la madre. Aún así, había algo que faltaba para que su felicidad fuera perfecta, algo que no podía precisar, algo misteriosamente imposible de rastrear, y sin embargo algo que se hacía sentir de modo perpetuo; no cuando Rebecca Murdoch estaba ausente, ¡sino, por extraño que suene, cuando se encontraba en presencia de ella! Ella era la amabilidad personificada con él. Nunca le hacía sentir su inteligencia inferior y sus modales inferiores. Mostraba la más tierna ansiedad por complacerlo en las más pequeñas trivialidades; pero, a pesar de todos estos atractivos, él nunca podía sentirse del todo en paz a su lado. Ya en el primer encuentro, mezclada a su admiración, hubo, cuando la miró a la cara, una sensación leve, involuntaria de duda acerca de si esa cara le era del todo desconocida. Ninguna intimidad posterior había tenido el menor efecto sobre esa incertidumbre inexplicable, fastidiosa.
Ocultando la verdad tal como le habían indicado, anunció su compromiso matrimonial a la madre con precipitación y confundido, el mismo día en que lo contrajo. La pobre señora Scatchard mostró la absoluta confianza que tenía en su hijo echándole los brazos al cuello y felicitándolo por haber encontrado al fin, en la hermana de un compañero de trabajo, una mujer que lo consolara y lo cuidara después de la muerte de su madre. No veía la hora de conocer a la mujer que había elegido su hijo, y fijaron el día siguiente para la presentación. Era una brillante mañana soleada, y la salita de la pequeña cabaña estaba inundada de luz cuando la señora Scatchard, feliz y expectante, vestida para la ocasión con su galas domingueras, se sentó a esperar al hijo y su futura nuera.
Fiel a la hora fijada, Isaac hizo entrar con apuro y nerviosidad a su prometida en el cuarto. Su madre se levantó para recibirla –avanzó unos pasos, sonriendo– miró a Rebecca de lleno en los ojos, y se detuvo de pronto. Su rostro, que un momento antes se veía rozagante, se puso blanco en un instante; sus ojos perdieron su expresión de ternura y amabilidad, y fueron invadidos por un sordo terror; sus manos tendidas cayeron a los costados, y retrocedió unos pasos tambaleando con una exclamación en voz baja dirigida a su hijo.
–Isaac –susurró, agarrándolo con fuerza del brazo cuando él le preguntó alarmado si estaba enferma–. Isaac, ¿la cara de esa mujer no te recuerda nada?
Antes de que pudiese contestar, antes de que pudiese darse vuelta hacia donde estaba Rebecca, atónita y enfurecida por la recepción, en el otro extremo del cuarto, su madre le señaló con impaciencia su pupitre, y le dio la llave.
–Ábrelo –dijo, con un susurro rápido, entrecortado.
–¿Qué significa esto? ¿Por qué me tratan como si no tuviera nada que hacer aquí? ¿Tu madre quiere insultarme? –preguntó Rebecca, iracunda.
–Ábrelo, y dame el papel que está en el cajón de la izquierda, ¡Rápido! ¡Rápido, por Dios! –dijo la señora Scattchard, encogiéndose aún más de terror.
Isaac le dio el papel. Ella lo miró con ansiedad por un instante, después siguió a Rebecca, que ahora empezaba a alejarse altanera para abandonar el cuarto, y la tomó del hombro... le alzó bruscamente la manga larga y suelta de su vestido, y le miró la mano y el brazo. Algo parecido al miedo empezó a invadir la expresión furiosa del rostro de Rebecca cuando se libró de las manos de la anciana.
–¡Loca! –dijo para sí–. Y pensar que Isaac nunca me lo dijo.
Con estas palabras, abandonó el cuarto.
Isaac se apresuraba a seguirla cuando su madre se dio vuelta y lo detuvo. A él le estrujó el corazón ver la desdicha y el terror en el rostro de la anciana mientras lo miraba.
–Ojos gris claro –dijo la madre, en tono grave, lúgubre, espantado, señalando hacia la puerta abierta–; el párpado izquierdo un poco caído; cabello color lino, con un toque dorado; brazos blancos, con un leve vello; pequeñas manos de dama, con un matiz rojizo bajo las uñas... ¡La mujer del sueño, Isaac, la mujer del sueño!
La leve duda penetrante de la que nunca había podido librarse en presencia de Rebecca Murdoch quedó fijada para siempre. Entonces él había visto su rostro antes... siete años antes, el día de su cumpleaños, en el dormitorio de la posada solitaria.
–¡Ten cuidado! ¡Oh, hijo mío, ten cuidado! ¡Isaac, Isaac, deja que se vaya, y quédate conmigo!
Algo oscureció la ventana de la salita cuando esas palabras fueron dichas. Un brusco escalofrío recorrió a Isaac, y miró de soslayo la sombra. Rebecca Murdoch había regresado. Estaba atisbando con curiosidad por sobre el bajo antepecho de la ventana.
–He prometido casarme, madre –dijo él–. Y debo casarme.
Le subieron lágrimas a los ojos mientras hablaba, que le enturbiaron la visión, pero pudo alcanzar a distinguir el rostro fatal afuera, alejándose otra vez de la ventana.
La madre bajó aún más la cabeza.
–¿Te sientes mal?–susurró él.
–Me siento deshecha, Isaac.
El se inclinó y la besó. La sombra, en el momento en que lo hacía, regresó a la ventana, y el rostro fatal atisbo con curiosidad una vez más.

IV

Tres semanas después de ese día Isaac y Rebecca eran marido y mujer. Todo lo que había de tenaz y obstinado sin esperanzas en la naturaleza moral del hombre parecía haberse ceñido alrededor de su pasión fatal, y haberla fijado de modo inatacable en su corazón.
Después de la primera entrevista en la salita de la cabaña ninguna consideración convencería a la señora Scatchard de ver otra vez a la esposa de su hijo, o incluso de hablar de ella cuando Isaac se esforzaba por defender la causa de la mujer después del casamiento.
Esta conducta no estaba provocada en ningún sentido por el descubrimiento de la degradación en la que había vivido Rebecca. No era esa la cuestión entre madre e hijo. La única cuestión era el parecido temiblemente exacto entre la mujer viva, de carne y hueso, y la mujer espectral del sueño de Isaac.
Rebecca, por su parte, no sentía ni expresaba la menor pena ante el distanciamiento entre ella y su suegra. Isaac, para conservar la paz, nunca había negado su primera idea acerca de que la vejez y la larga enfermedad habían afectado la mente de la señora Scatchard. Incluso le permitió a su esposa increparlo por no habérselo confesado en la época del compromiso, en vez de arriesgarse a insinuar la verdad. El sacrificio de su integridad ante su única ilusión imperiosa le parecía algo sin importancia, y después de los sacrificios que ya había hecho le costó poco a su conciencia.
El momento de despertar de su ilusión –el momento cruel y lamentable– no estaba lejos. Después de unos meses tranquilos de vida matrimonial, cuando terminaba el verano, y el año avanzaba hacia el mes de su cumpleaños, Isaac descubrió que su esposa cambiaba el modo de tratarlo. Se volvió malhumorada y "desdeñosa; entabló amistad con personas del tipo más peligroso a despecho de sus objeciones, amenazas y órdenes; y, peor aún, no pasó mucho tiempo sin que, después de cada nuevo roce con el esposo, aprendiera a buscar el olvido letal de la bebida. Poco a poco, después del primer lastimoso descubrimiento de que su esposa tenía amistad con borrachos, se impuso a Isaac la escandalosa certeza de que ella misma había llegado a ser una borracha.
El se encontraba en un triste estado depresivo desde cierto tiempo antes de que se presentaran estas calamidades domésticas. La salud de la madre, como podía advertir con demasiada claridad cada vez que iba a visitarla a la cabaña, empeoraba con rapidez, y él se recriminaba en secreto ser la causa del sufrimiento físico y mental que ella soportaba. Cuando a su remordimiento en relación a la madre se agregó la vergüenza y la desdicha ocasionadas por el descubrimiento de la degradación de la esposa, se derrumbó bajo esa dura prueba doble: su rostro empezó a cambiar rápidamente, y parecía lo que era, un hombre con el espíritu quebrado.
La madre, que aún luchaba con valor contra la enfermedad que la iba llevando a la tumba, fue la primera en notar el triste cambio en él, y la primera en enterarse de su último y peor problema con la esposa. El día en que el hijo le hizo la humillante confesión sólo pudo llorar amargamente, pero en la próxima oportunidad que la visitó, la anciana había tomado una decisión respecto a las aflicciones domésticas que lo acosaban, una decisión que lo asombró y hasta lo alarmó. La encontró vestida para salir, y cuando le preguntó la causa recibió esta respuesta:
–No me queda mucho tiempo en este mundo, Isaac, y no me sentiré tranquila en mi última hora a menos que haga todo lo posible hasta el fin para que mi hijo sea feliz. Voy a descartar mis miedos y sentimientos, y acompañarte a ver a tu esposa, y hacer lo que esté a mi alcance para que ella reaccione. Dame el brazo, Isaac, y déjame hacer por mi hijo lo último que puedo antes de que sea demasiado tarde.
El no pudo desobedecerle, y caminaron juntos lentamente hacia su desdichado hogar.
Era apenas la una de la tarde cuando llegaron a la cabaña donde él vivía. Era la hora del almuerzo, y Rebecca estaba en la cocina. Así que él pudo llevar sin inconveniente a su madre a la salita, y preparar después a la esposa para la entrevista. Por fortuna a esa hora de la mañana ella había bebido poco, y estaba menos malhumorada y caprichosa que de costumbre.
Regresó junto a la madre con la mente tolerablemente tranquila. Pronto entró su esposa a la salita, y el encuentro entre ella y la señora Scatchard se desarrolló mejor de lo que él se había atrevido a prever, aunque observó con secreta preocupación que la madre, por más decidida que estuviera a controlarse en otros aspectos, no podía mirar a su esposa a la cara cuando le hablaba. Por lo tanto fue un alivio para él cuando Rebecca empezó a tender el mantel.
Tendió el mantel, trajo la tabla del pan, y cortó una rodaja para su esposo, después regresó a la cocina. En ese momento Isaac, que aún vigilaba con ansiedad a la madre, se sobresaltó al ver en el rostro de la anciana el mismo cambio horroroso que lo había alterado tanto en la mañana en que Rebecca y ella se conocieron. Antes de que pudiera decir una palabra, ella le susurró, con una mirada de terror:
–Llévame... llévame otra vez a casa, Isaac. Ven conmigo, y no regreses nunca.
Le daba miedo pedir una explicación; sólo pudo hacerle un gesto para que se callara, y ayudarla a llegar con rapidez a la puerta. Cuando pasaron junto a la tabla del pan ella se detuvo y la señaló.
–¿Viste con qué cortó el pan tu esposa? –preguntó en voz baja.
–No, mamá... No estaba prestando atención. ¿Qué era?
–¡Mira!
Miró. Una gran navaja nueva, con empuñadura de cuerno de gamo, descansaba con la hogaza de pan sobre la tabla. El tendió una mano temblorosa para tomarlo; pero en el mismo instante hubo un ruido en la cocina, y la madre le aferró el brazo.
–¡El cuchillo del sueño! Isaac, me desmayo de miedo. Llévame ante de que ella regrese.
Le costaba sostenerla. La realidad visible, tangible del cuchillo lo llenaba de pánico, y destruía por completo cualquier leve duda que hubiese podido acariciar hasta ese momento en relación a la misteriosa advertencia onírica de casi ocho años atrás. Mediante un último esfuerzo desesperado, pudo controlarse lo necesario para ayudar a salir a la madre de la casa, tan en silencio que la "Mujer del Sueño" (ahora pensaba en ella con ese nombre) no los oyó irse desde la cocina.
–¡No vuelvas, Isaac... no vuelvas! –le imploró la señora Scatchard, cuando él se dio vuelta para irse, después de dejarla otra vez sana y salva en su habitación.
–Debo hacerme del cuchillo –contestó él, en voz baja. La madre intentó detenerlo otra vez, pero él se apuró a salir sin decir una palabra más.
Al regresar encontró que la esposa habla descubierto la partida en secreto de los dos. Había estado bebiendo, y tenía un furioso ataque de cólera. Había arrojado la comida bajo la rejilla del hogar; el mantel no estaba sobre la mesa de la salita. ¿Dónde estaba el cuchillo?
El lo pidió, tontamente. Ella se alegró ante la oportunidad de irritarlo que el pedido le ofrecía.
–¿Así que él quiere el cuchillo? ¿Puede darle a ella un motivo? ¡No! Así que no lo tendrá... ni aunque lo pida de rodillas.
Las recriminaciones posteriores hicieron surgir el hecho de que ella lo había comprado en una liquidación, y que lo consideraba de propiedad personal. Isaac comprendió la inutilidad de tratar de obtener el cuchillo por las buenas, y decidió buscarlo más tarde, en secreto. La búsqueda fue infructuosa. Llegó la noche, y se fue de la casa para caminar por las calles. Ahora le daba miedo dormir en el mismo cuarto con ella.
Pasaron tres semanas. Aun rabiosa con él, la mujer no quería entregar el cuchillo; y él seguía dominado por el temor de dormir con ella en el mismo cuarto. Se paseaba por las noches, o dormitaba en la salita, o se quedaba sentado junto al lecho de la madre. Antes de que terminara la primera semana del nuevo mes su madre murió. Faltaban apenas diez días para el cumpleaños del hijo. Ella había anhelado vivir para el aniversario. Isaac estuvo presente en el momento de la muerte, y las últimas palabras de la anciana en este mundo fueron para él:
–¡No vuelvas, hijo mío, no vuelvas!
Se vio obligado a volver, aunque sólo fuese para vigilar a la esposa. Exasperada al extremo por la desconfianza que él le tenía, había buscado vengativamente agregar un aguijón a su pena, en los últimos días de la enfermedad de la madre, declarando que haría valer su derecho de asistir al entierro. A pesar de todo lo que él pudo decir o hacer, ella se atuvo con malvada persistencia a lo prometido, y en el día designado para el entierro le impuso su presencia –enardecida y descarada debido a la bebida– al esposo, y declaró que participaría de la procesión fúnebre hasta la tumba de la madre.
Aquel ultraje final, acompañado por todo lo que había de más insultante en aspecto y conducta, lo enloqueció por un momento. La golpeó.
En cuanto propinó el golpe se arrepintió. Ella se acurrucó, silenciosa, en un rincón del cuarto, y lo miró con fijeza; era una mirada que le enfrió su sangre caliente y lo hizo temblar. Pero en ese momento no había tiempo de pensar en un medio de hacer las paces. Sólo le restaba arriesgarse a lo peor hasta que el funeral terminase. Sólo había un modo de sentirse seguro. La encerró con llave en el dormitorio de ella.
Cuando regresó unas horas después, la encontró sentada, muy cambiada en el aspecto y la actitud, junto a la cama, con un bulto sobre el regazo. Se levantó, y lo enfrentó serenamente, y habló con una extraña calma en la voz, una extraña tranquilidad en los ojos, una extraña compostura en los modales.
–Ningún hombre me ha golpeado dos veces –dijo–. Y mi esposo no tendrá una segunda oportunidad. Abre la puerta y déjame partir. A partir de este momento no volveremos a vernos.
Antes de que él pudiese contestar pasó a su lado y abandonó la habitación. El la vio alejarse por la calle.
¿Regresaría?
Vigiló y esperó durante toda la noche, pero no hubo sonido de pasos cerca de la casa. La noche siguiente, abrumado por la fatiga, se acostó vestido en la cama, con la puerta cerrada con llave–, la llave sobre la mesa, y la vela encendida. Su sueño no se vio perturbado. Se sucedieron la tercera, la cuarta, la quinta, la sexta noche, y nada ocurrió. Estaba acostado en la séptima, aún vestido, aún con la puerta cerrada con llave, la llave sobre la mesa y la vela encendida, pero más tranquilo.
Más tranquilo, y en perfectas condiciones físicas cuando se durmió. Pero su descanso se vio perturbado. Despertó en dos oportunidades, sin sensación de inquietud. Pero en la tercera ocasión se trataba del inolvidable escalofrío que había sentido en la noche de la posada solitaria, aquel espantoso dolor punzante en el corazón, que una vez más lo despertó de inmediato.
Abrió los ojos hacia el costado izquierdo de la cama, y allí estaba...
¿Otra vez la Mujer del Sueño? ¡No! Su esposa; la realidad viviente, con el rostro espectral del sueño, con la actitud espectral del sueño; el blanco brazo alzado, el cuchillo apretado en la delicada mano blanca.
Saltó casi en él instante mismo en que la vio, y sin embargo sin la suficiente rapidez como para impedir que ella ocultara el cuchillo. Sin una palabra por parte de él, sin una exclamación por parte de ella, la inmovilizó en una silla. Le tanteó la manga con una mano, y allí donde la Mujer del Sueño había escondido el cuchillo, allí lo había escondido si esposa: el cuchillo con mango de cuerno de gamo, de aspecto flamante.
En medio de la desesperación de ese momento espantoso su cerebro estaba sereno, su corazón en calma. La miró fijamente con el cuchillo en la mano, y dijo estas palabras finales:
–Me dijiste que no íbamos a volver a vernos, y regresaste. Ahora me toca a mí irme, y me iré para siempre. Digo que no volveremos a vernos, y no quebraré mi palabra.
La dejó, y empezó a caminar en la noche. Afuera había un viento frío, y "el olor de la lluvia reciente saturaba el aire. La campana distante de una iglesia dio el cuarto de hora mientras él caminaba con rapidez más allá de las últimas casas del suburbio. Preguntó al primer policía que encontró a qué hora correspondía el cuarto que acababa de sonar.
El hombre se fijó en su propio reloj.
–A las dos.
Las dos de la mañana. ¿Qué día del mes era el que acababa de empezar? Lo calculó a partir de la fecha del funeral de la madre. El paralelo fatal era completo: ¡era su cumpleaños!
¿Había escapado del peligro mortal que el sueño le pronosticara? ¿O sólo había recibido una segunda advertencia?
En cuanto esa duda ominosa se impuso en su mente, se detuvo, reflexionó, y se dirigió otra vez hacia la ciudad. Aun estaba decidido a cumplir con su palabra de que ella no lo viera nunca más, pero ahora se le había ocurrido la idea de hacerla vigilar y seguir. Tenía el cuchillo; el mundo se abría ante él; pero una nueva desconfianza hacia ella... un temor vago, indecible, supersticioso lo había invadido.
–Debo saber adonde va, ahora que cree que la he dejado –se dijo, mientras se acercaba con paso cansado a la casa.
Aún estaba a oscuras. El había dejado la vela encendida en el dormitorio; pero cuando alzó los ojos hacia la ventana, no vio luz. Se acercó furtivamente a la puerta. Recordaba que al irse la había cerrado; al probarla ahora, la encontró abierta.
Esperó afuera, sin perder de vista la casa, hasta que rompió el día. Entonces se atrevió a entrar: prestó atención, y no escuchó nada; se fijó en la cocina, en el lavadero, en la salita, no encontró nada; al fin subió al dormitorio: estaba vacío. En el piso había una ganzúa, que revelaba cómo había entrado la mujer por la noche, y ésa era la única huella que había dejado.
¿Adonde se había dirigido? No hubo lengua mortal que pudiera contestarle. La oscuridad había ocultado su huida; y cuando llegó el amanecer, nadie podía saber dónde la había sorprendido la luz.
Antes de abandonar la casa y la ciudad para siempre, Isaac le dio instrucciones a un amigo y vecino para que vendiera los muebles por lo que pudiera conseguir y que empleara el producto de la venta en contratar a la policía para que le siguiera el rastro a la mujer. Las órdenes fueron cumplidas con honestidad y se gastó todo el dinero, pero las pesquisas no llevaron a nada. La ganzúa del piso del dormitorio seguía siendo la única y última pista inútil de la Mujer del Sueño.
A esta altura del relato el posadero hizo una pausa, y, volviéndose hacia la ventana del cuarto en el que estábamos sentados, miró en dirección a los establos.
–Eso es lo que me contaron –dijo–. Lo poco que falta lo sé por experiencia personal. Dos o tres meses después de los hechos que acabo de contarle, Isaac Scatchard vino a verme, marchito y envejecido prematuramente, como usted lo vio hoy. Vino con sus referencias personales y me pidió un empleo. Sabiendo que tenía un lejano parentesco con mi esposa, lo tomé a prueba en consideración a ello, y me cayó bien a pesar de sus costumbres raras. Es tan sobrio, honesto y voluntarioso como puede serlo un hombre en Inglaterra. En cuanto al hecho de que se mantiene despierto por la noche, y duerme en los momentos de ocio del día, ¿quién puede asombrarse después de oír su historia? Además, nunca se opone a que lo despierten cuando lo necesitan, así que no hay mucho de qué quejarse, después de todo.
–Supongo que teme que regrese ese sueño espantoso, y despertar de él en la oscuridad, ¿verdad? –dije.
–No –replicó el posadero–. El sueño sé le ha repetido con tanta frecuencia que ahora lo soporta resignado. Lo que lo mantiene despierto toda la noche es la esposa, como me ha dicho a menudo.
–¿Cómo! ¿Nunca se supo nada de ella?
–Nunca. Isaac tiene un solo pensamiento permanente respecto a ella: que está viva y que lo busca. Creo que no se quedaría dormido a las dos de la mañana ni por todo el oro del mundo. Dice que las dos de la mañana es la hora en que ella lo encontrará, uno de estos días. Durante todo el –año las dos de la mañana es la hora en que le gusta estar más seguro de que tiene la gran navaja encima. No le importa estar a solas siempre que esté despierto, salvo en la noche previa a su cumpleaños, cuando cree con firmeza que su vida peligra. Desde que está aquí, pasó un solo cumpleaños, y ese día se quedó sentado junto al sereno toda la noche. "Ella me está buscando", es todo lo que dice cuando alguien le habla de la única angustia de su vida; "ella me está buscando." Puede tener razón. Ella puede estar buscándolo. ¿Quién puede saberlo?
–¿Quién puede saberlo? –dije.

CARNAVAL EN CÁDIZ -- Hanz Heiz Ewers

CARNAVAL EN CÁDIZ -- Hanz Heiz Ewers

Algunos afirmaban que en su interior estaba oculta una máquina, o que el tronco de árbol había estado impulsado por meditas; otros replicaban por su parte que era un truco de los marineros indios del crucero británico, quizás incluso un cadete o un teniente de la nave a quien los charlatanes indios le habrían enseñado la estratagema. Sea como fuere, se habría, comprobado que alguien estaba oculto en el tronco de árbol (pero no, decían los que lo habían rajado de parte a partí el tronco no tenía nada adentro), sólo se sabe que el tronco de árbol ambulante se encontraba allí, en el mediodía de un lunes de Carnaval, en la plaza del Mercado de la ciudad de Cádiz y que debido a su presencia inexplicable las pobres cabezas de los gaditanos y de los extranjeros de paso estaban tan desorientadas como incoherente es la construcción de esta bella frase.
Ya a las tres de la tarde la plaza y las calles adyacentes hormigueaban de gente. Todos habían asomado la nariz en aquel hermoso día soleado y se paseaban de un lado a otro, bromeando alegremente. Las mujeres deambulaban, con velos o en mantilla, adornadas con claveles y las flores que allí llaman nardos, y que nadie considera flores fúnebres. Cada mujer se pavoneaba con todo lo que tenía; aunque en su casa sólo dispusiera de una mesa tambaleante y sillas desvencijadas, en la calle exhibía puntillas y zapatos de charol, llevando en los dedos y en las orejas, en el cabello y en los brazos, brillantes y otros piedras vistosas. Todas las casas de citas estaban cerradas ese día y las prostitutas de Cádiz se paseaban empolvadas y maquilladas, por las callejuelas. Los marineros de las naves que habían hecho escala en el puerto, ingleses, alemanes y escandinavos, estaban sentados ante los mostradores, bebiendo jerez y vino de Málaga y llamando a gritos a las rameras. En cambio los moros de Tánger y de Ceuta, marineros marroquíes de los veleros, con albornoces y turbantes blancos, estaban sobrios. Se entremezclaban, silenciosos y discretos, con la multitud, con el reflejo ávido de los animales de presa en los ojos. Por todas partes circulaban tranquilamente los coches que llevaban a las damas vestidas de gala con mantillas y velos, cubiertas de claveles rojos y nardos inmaculados.
Ningún grito ni vociferación; sólo llamados alegres y risas. En la multitud, numerosas máscaras y disfraces hechos con harapos multicolores unidos a las apuradas. Uno se cruzaba con mezclas de chinos con indios, de gauchos con otomanos, con gente que llevaba espadas de utilería, narices falsas, zancos y cabezas de melón, reminiscencias deformes y extrañas del Capitán Fracasse, de Pantaleón y de Arlequín. Alguien se había confeccionado un traje y un sombrero puntiagudo a partir de viejos diarios pegados entre sí; otro corría de aquí para allá, blanco hornillo de cocina de donde surgían piernas, brazos y una cabeza. Algunos pequeños bribones callejeros se habían puesto cuernos enormes sobre la frente y se habían pegado una larga cola en las asentaderas; atacaban a cualquiera y todos, hombres y mujeres, entraban en seguida en el juego, tomando su pañuelo con las dos manos y haciendo de toreros, ejecutando majestuosas naturales por encima de un brazo, verónicas sin moverse, quites, molinetes y gaoneras. Todos los espectadores batían palmas gritando "¡Ole!" Se tiraban serpentinas, confites y cariandoli, huevos rellenos de harina. Pero también claveles y nardos.
Fue en ese momento, hacia la tres, cuando advirtieron el tronco de árbol. Nadie había visto de dónde venía, pero lo cierto era que se alzaba allí, en medio de la plaza, oscilando lentamente a través de la multitud hasta un extremo, reculando después sin darse vuelta hasta la otra punta.
Era un tronco de árbol bastante voluminoso, de más de dos metros de altura. En la base se le veían trozos de raíz mediante las cuales parecía estar en contacto con el suelo, salvo que flotara por encima de él a menos de una pulgada. En ciertos puntos aparecían ramas grandes recubiertas de hojas verdes y frescas; en la cima podía distinguirse una corona de ramas más delgadas pero muy frondosas que ocultaban por completo la parte superior. El tronco, aparentemente hueco, era lo bastante amplio como para alojar a un ser humano; parecía tratarse de un antiguo sauce que debía de haber crecido extrañamente recto y al que una corteza perfectamente lisa otorgaba un lustre casi insólito.
Al principio nadie prestó atención al estúpido tronco de árbol que se arrastraba a paso de tortuga a través de la plaza, deteniéndose un breve instante ante un poste de alumbrado y reculando en seguida, sobre la misma línea bien recta. Sin lugar a dudas, de todas las bromas y trajes que solían verse en los días de carnaval, aquel hallazgo era el más soporífero y aburridor.
En cuanto al tronco de árbol, la multitud no le importaba. Iba y venía entre dos puntos de la plaza, con una lentitud infinita. Y aunque había mucha gente, después de cierto tiempo se hizo evidente que un pequeño espacio siempre quedaba libre en las cercanías del tronco; era como si la gente, sin darse cuenta del todo, guardara distancia respecto al tonto objeto. En ese instante uno de los pierrots callejeros que imitaban las acometidas de los toros se precipitó desafiante contra él. Sus cuernos se incrustaron en el tronco, con el resultado de que el desdichado granuja se encontró tendido en tierra, aullando, mientras que el tronco ambulante no había sido apartado ni un milímetro de su marcha ciega, que siguió imperturbable. La multitud rompió a reír a carcajadas, pero era un risa un poco forzada.
Poco a poco, el distanciamiento entre la multitud que se movía y el objeto misterioso aumentó. Sobre todo las mujeres describían círculos cada vez más amplios, cuando sus pasos las llevaban cerca de él. Todas las personas de la plaza estaban abiertas a todas las supersticiones imaginables, pero nadie hubiese querido preocuparse por aquel tronco de árbol pagano. Y sin embargo lo evitaban; había algo en él, no sabían exactamente qué. Pronto ocurrió incluso que la línea "ida y vuelta" a lo largo de la cual se movía el tronco, quedó libre por completo.
Poco a poco el nerviosismo ganó a la multitud, que se puso a murmurar y protestar contra aquella farsa estúpida y a insultar al tronco con una vehemencia creciente. El hombre qué corría disfrazado de hornillo de cocina, quiso demostrar su valor: tomó una de las ramas y acompañó cortésmente al tronco de árbol, con el gesto de quien lleva a una dama en un minué. La multitud rompió a reír y el hombre–hornillo rió entre dientes, orgulloso de su éxito. Sin embargo su rostro se trastornó bruscamente; sin una pausa, soltó la rama y huyó, aterrorizado. Entonces, algunos rudos arrieros atacaron al tronco, propinándole fuertes garrotazos. El tronco no se dio por enterado y siguió su marcha, exactamente al mismo ritmo, de acuerdo al mismo itinerario, realizando sus ida–y–vuelta sobre la blanca plaza de Cádiz. Los arrieros dejaron caer sus garrotes y volvieron a mezclarse, atemorizados, con la multitud.
En ese momento uno de los marineros saltó del mostrador, un joven rubio, de mejillas tostadas y a quien las cintas de la boina le flotaban en el viento. Se abrió camino, arremetió, aferró una de las ramas y en un instante estuvo en la copa, agitando con alegría su boina, riendo. La multitud lo aclamó con un ¡Ole!
La carga no pareció importunar al tronco de árbol. Siguió el camino por su línea, lentamente y sin inclinarse. Transportó al alegre marino a través de la plaza hasta el farol, después volvió sobre sus pasos, reculando. Fue eso lo que desconcertó al gallardo rubio. Ahora se desplazaba reculando y eso no le gustaba nada. Su risa se apagó; se encasquetó con firmeza la boina sobre la cabeza y dejó de gritar. Las risas y vociferaciones de la multitud se apagaron al mismo tiempo, como ahogadas. Lo que había sido cómico hacía un segundo apenas, ya no lo era en absoluto.
De pronto, el marinero volvió a erguirse en medio de las ramas, con las facciones convulsas por una angustia terrible. Saltó y corrió a refugiarse en la taberna a toda la velocidad que le daban las piernas. La gente retrocedió junto con él, apretándose más bien en las calles que rodeaban la plaza. Por último ésta quedó completamente vacía y abandonada en su parte central; sólo el temible tronco de árbol seguía su paseo sobre las grandes losas, en un trayecto rectilíneo, hasta el poste de alumbrado y de vuelta, sin girar sobre sí mismo.
Ida y vuelta, una vez, otra vez, muchísimas veces.
La alegría abandonó a la multitud. Basta de serpentinas, cariandoli y flores. Todos se quedaron inmovilizados, mudos y aterrados, mirando el tronco de árbol ambulante.
Algunas mujeres se pusieron a aullar. Hubo hombres que llamaron a los gendarmes. Estos no tenían muchas ganas de intervenir.
Por último unos marineros se decidieron. Cuando se deslizaron a través de la multitud, el tronco estaba completamente solo en la plaza vacía. Y los marineros llegaron, atacaron al adversario con sus sólidos puños, se arrojaron sobre él con robustos golpes de hombros.
El tronco de árbol no se movió.
Vociferaron, juraron, extrajeron sus cuchillos y los clavaron en la corteza. Como último recurso, unos obreros municipales trajeron hachas grandes y pequeñas. Golpearon con todas sus fuerzas y la plaza retumbó con sus golpes sonoros. Hacharon las ramas pequeñas y las grandes, una por una, aullando y vociferando. La multitud acompañaba cada golpe con maldiciones salvajes.
Un sueco inmenso dio el primer golpe de gracia. Haciendo girar el hacha dos veces por encima de la cabeza, como los leñadores de Montana, la dejó caer silbando, en sentido vertical. El fue quien abrió el primer tajo en el tronco.
De allí en adelante las cosas se desarrollaron con rapidez. Las hachas caían rítmicamente. El árbol se alzaba impasible, sin inclinarse ni moverse. Sólo cuando abrieron un gran agujero en la corteza cayó, como si lo hubieran abandonado las fuerzas. Lo dieron vuelta, lo pisotearon, lo arrastraron a través de la plaza. Siguieron golpeando de inmediato, agrandaron el agujero, para poder mirar y llegar al interior: adentro no había nada, absolutamente nada.
Sin embargo hubo personas que afirmaron que en el interior se encontraba una máquina; otros pretendieron que era un truco de los marineros indios del crucero inglés, quizás incluso un cadete o un teniente de la nave a quien los charlatanes indios le habrían enseñado la estratagema. Sea como fuere alguien tendría que haber estado dentro de ese tronco, eso era seguro... (pero no, dijeron los marineros que lo tumbaron, estaba vacío). Lo único seguro es que se encontraba allí, el tronco de árbol ambulante, en la plaza del Mercado de la blanca ciudad de Cádiz, en aquel lunes de Carnaval de principios de siglo.

¿QUIEN SABE? -- GUY DE MAUPASSANT

¿QUIEN SABE? -- GUY DE MAUPASSANT
I


¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Así que al fin voy a escribir lo que me ha pasado! ¿Pero podré? ¿Me atreveré? ¡Es algo tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loco!
Si no estuviese seguro de lo que vi, seguro de que no hubo en mi razonamiento falla alguna, ningún error en mis comprobaciones, ninguna laguna en el orden inflexible de mis observaciones, me creería un simple alucinado, juguete de una visión extraña. Después de todo, ¿quién sabe?
Hoy me encuentro en un asilo; pero entré voluntariamente, ¡por prudencia, por miedo! Sólo una persona conoce mi historia. El médico de aquí. Voy a escribirla. No sé muy bien por qué. Para librarme de ella, porque la siento en mí como una pesadilla intolerable.
Es como sigue:

Siempre he sido un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, benévolo, que se conforma con poco, sin amargura contra los hombres ni rencor contra el cielo. He vivido siempre solo, debido a una especie de malestar que se insinúa en mí ante la presencia de los demás. ¿Cómo explicarlo? No podría. No me niego a ver gente, conversar, cenar con amigos, pero cuando los siento durante un largo rato cerca de mí, incluso a los más íntimos, me cansan, me enervan, y experimento un deseo creciente, torturante de verlos irse o de irme yo, de estar solo.
Este deseo es más que una simple necesidad, es una necesidad irresistible. Y si la presencia de las personas con las que me encuentro continuase, si yo debiese, no escuchar, sino oír por largo tiempo sus conversaciones, sin duda me ocurriría un accidente. ¿Cuál? ¡Ah! ¿Quién sabe? ¿Tal vez un simple síncope? ¡Sí! ¡Es probable!
Me gusta tanto estar solo que ni siquiera puedo soportar la cercanía de otros seres durmiendo bajo mi techo; no puedo vivir en París porque allí agonizo indefinidamente. Muero moralmente y siento tanto mi cuerpo como mis nervios atormentados por esa multitud inmensa que hormiguea que vive a mi alrededor, incluso cuando duerme. ¡Ah! El sueño de los demás me resulta aun más penoso que sus palabras. Y nunca puedo descansar cuando sé, cuando siento, detrás de un muro, existencias interrumpidas por esos eclipses periódicos de la razón.
¿Por qué soy así? ¿Quién sabe? Tal vez la causa es muy simple: me fatiga muy pronto todo lo que no pasa en mí. Y hay muchas personas en mi situación.
Sobre la tierra somos dos razas. Los que necesitan a los demás, aquellos a quienes los demás distraen, ocupan, descansan, y a quienes la soledad atormenta, agota, anula, como la ascensión de un glaciar terrible o la travesía del desierto, y aquellos a quienes los demás, por el contrario, cansan, aburren, molestan, irritan, mientras que el aislamiento los calma, los baña de descanso en la independencia y la fantasía de lo que piensan.
En pocas palabras, se trata de un fenómeno psíquico normal. Unos están dotados para vivir hacia afuera, los otros para vivir hacia adentro. Mi atención externa es de corta duración y se agota pronto, y, cuando llega a sus límites, experimento, en todo mi cuerpo y toda mi inteligencia, una malestar intolerable.
Un resultado de eso es que me apego, que me había apegado mucho a los objetos inanimados, que adquieren, para mi, una importancia de seres, y que mi cusa se ha convenido, se había convertido, en un inundo donde vivía una vida solitaria y activa, en medio de cosas, tic muebles, de chucherías familiares, simpáticas como rostros para mí. La había llenado de ellos poco a poco, la había adornado, y en su interior me sentía contento, satisfecho, muy feliz, como en brazos de una mujer amable cuya caricia cotidiana se ha convertido en una necesidad serena y dulce.
Había hecho construir esta casa en un hermoso jardín que la aislaba de los caminos, y a la entrada de una ciudad donde podía encontrar, dado el caso, los recursos sociales que, en ciertos momentos, deseaba. Todos mis criados dormían en una dependencia alejada, en el fondo del huerto, al que rodeaba un alto muro. El oscuro manto envolvente de las noches, en el silencio de mi vivienda perdida, oculta, ahogada bajo las hojas de los grandes árboles, me resultaba tan tranquilizador y tan beneficioso, que todas las noches vacilaba, durante muchas horas, antes de acostarme, para saborear más tiempo.
Aquel día habían representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era la primera vez que escuchaba aquel hermoso drama musical y mágico, que me había dado un gran placer.
Retornaba a pie, con paso vivo, la cabeza llena de frases sonoras, y los ojos abstraídos en bonitas visiones. Estaba oscuro, oscuro, pero oscuro al extremo de que apenas si distinguía la ruta, y en más de una ocasión estuve a punto de caer a la cuneta. Desde el control hasta casa hay un kilómetro aproximadamente, tal vez un poco más, o sea veinte minutos de marcha lenta. Era la una de la mañana, la una o la una y media; el cielo se aclaró un poco delante mío y apareció la media luna, la triste media luna del cuarto menguante. La media luna creciente, la que se alza a las cuatro o las cinco de la tarde, es límpida, alegre, lustrada de plata, pero la que se alza después de medianoche es rojiza, lúgubre, inquietante: es la verdadera media luna del Sabbat.
Todos los noctámbulos tienen que haber hecho esta observación. La primera, aunque sea delgada como un hilo, emite una leve luz alegre que regocija el corazón, y proyecta sobre la tierra sombras nítidas; la última difunde apenas un resplandor moribundo, tan tenue que casi no forma sombras.
Divisé desde lejos la masa sombría de mi jardín, y de no sé dónde me vino una especie de malestar ante la idea de entrar allí. Camine con pasos más lentos. El clima era suave. La gran arboleda parecía una tumba donde mi casa estaba enterrada.
Abrí mi barrerá y penetré en la larga avenida de sicómoros, que se alejaba hacia el edificio, arqueada en forma de cúpula, como un alto túnel, atravesando macizos opacos y rozando parches de césped donde los grupos de flores formaban, bajo las tinieblas empalidecidas, manchas ovales de matices imprecisos.
Al acercarme a la casa, me invadió una turbación extraña. No se oía nada. Entre las hojas no corría ni un soplo de aire. "¿Qué me pasa?" pensé. Hacía diez años que regresaba así a casa sin que se hubiese presentado la menor inquietud. No tenía miedo. Nunca tengo miedo, por la noche. Si hubiese visto a un hombre, a un merodeador, a un ladrón, me habría invadido la rabia, y hubiese saltado sobre él sin vacilar. Además estaba armado. Tenía mi revólver. Pero no lo toqué, porque quería resistir esa influencia de temor que nacía en mí.
¿Qué era? ¿Un presentimiento? ¿El presentimiento misterioso que se apodera de los sentidos de los hombres cuando están por ver lo inexplicable? ¿Puede ser? ¿Quién sabe?
A medida que avanzaba, sentía estremecimientos en la piel, y cuando estuve ante el muro, de tejas cerradas, de mi enorme vivienda, sentí que necesitaba esperar unos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Me senté entonces en un banco, bajo las ventanas de mi salón. Me quedé allí, un poco vibrante, con la cabeza apoyada contra la pared, los ojos abiertos sobre la sombra de las hojas. Durante esos primeros instantes, no noté nada insólito a mi alrededor. Sentía zumbidos en los oídos; pero es algo que me ocurre con frecuencia. A veces me da la impresión de que oigo pasar trenes, que escucho sonar campanas, que oigo marchar una multitud.
Muy pronto los zumbidos se hicieron más nítidos, más precisos, más reconocibles. Me había equivocado. No era el bordoneo común de mis arterias lo que introducía en mis orejas los rumores, sino un ruido muy singular, aunque muy confuso, que venía, sin la menor duda, del interior de mi casa.
Lo distinguía a través de la pared, aquel ruido continuo, más una agitación que un ruido, una vaga agitación de muchas cosas, como si sacudieran, desubicaran, arrastraran suavemente todos mis muebles.
¡Oh! Dudé durante un rato bastante largo de la precisión de mi oído. Pero una vez que lo pegué contra una teja para percibir mejor el trastorno extraño de mi vivienda, quedé convencido, seguro, de que en casa pasaba algo anormal e incomprensible. No tenía miedo, pero estaba... cómo expresarlo... pasmado de asombro. No amartillé mi revólver: adivinaba muy bien que no lo necesitaba. Esperé.
Esperé mucho tiempo, sin poder decidirme a nada, con el espíritu lúcido, pero locamente ansioso. Esperé, parado, oyendo siempre el ruido que aumentaba, que adquiría, por momentos, una intensidad violenta, que parecía convertirse en un gruñido de impaciencia, de cólera, de tumulto misterioso.
Después, de pronto, avergonzado de mi cobardía, tomé mi manojo de llaves, elegí la que necesitaba, la hundí en la cerradura, la hice girar dos veces, y empujando la puerta con todas mis fuerzas, la hice pegar contra el tabique.
El golpe sonó como un tiro de fusil, y he aquí que al ruido explosivo respondió, de arriba abajo de mi casa, un tumulto extraordinario. Fue tan súbito, tan terrible, tan ensordecedor que retrocedí unos pasos y, aunque siguiera sintiendo que era inútil, saqué el revólver de la funda.
Seguí esperando, ¡oh!, poco tiempo. En seguida oí un pataleo extraordinario sobre los escalones de la escalera, sobre los pisos de madera, sobre las alfombras, un pataleo, no de calzado, de suelas humanas, sino de muletas, de muletas de madera y muletas de hierro que vibraban como címbalos. Y de pronto divisé, en el umbral, un sillón, mi gran sillón de lectura, que salía meneándose. Se alejó por el jardín. Lo seguían otros, los de mi salón, después los canapés bajos que se arrastraban como cocodrilos sobre sus patas cortas, después todas mis sillas, con saltos de cabras, y los pequeños taburetes que trotaban como conejos.
¡Oh! ¡Qué emoción! Me deslicé al interior de un macizo de arbustos donde me quedé agachado, contemplando el desfile de mis muebles, porque se iban todos, uno tras otro, rápida o lentamente, según el tamaño o el peso. Mi piano, mi gran piano de cola, pasó con un galope de caballo desbocado y un murmullo musical en el flanco, los objetos más pequeños se deslizaban sobre la arena como hormigas, los cepillos, la cristalería, las copas, a las que el claro de luna colgaba fosforescencias de luciérnagas. Las telas reptaban, desplegándose en charcos como los pulpos de mar. Vi aparecer mi escritorio, una rareza del siglo pasado, que contenía todas las cartas que he recibido, toda la historia de mi corazón, ¡una vieja historia que me ha hecho sufrir tanto! Y allí dentro también iban mis fotografías.
Súbitamente, dejé de tener miedo, me lancé sobre él y lo agarré como se agarra a un ladrón, como se agarra a una mujer que huye, pero él iba con un impulso irresistible, y a pesar de mis esfuerzos, y a pesar de mi cólera, no pude ni siquiera disminuir su marcha. Como me resistí desesperado a aquella fuerza espantosa, caí a tierra luchando contra él. Entonces me hizo rodar, me arrastró sobre la arena, y ya los muebles, que lo seguían, empezaban a marchar sobre mí, pisoteándome las piernas y lastimándolas; después, cuando lo solté, los demás pasaron sobre mi cuerpo como una carga de caballería sobre un soldado desmontado.
Loco de espanto al fin, pude arrastrarme fuera de la gran alameda y ocultarme otra vez entre los árboles, para ver cómo desaparecían los objetos más ínfimos, los más pequeños, los más modestos e ignorados por mí, que me habían pertenecido.
Después escuché, a los lejos, en el interior de mi vivienda resonante ahora como las mansiones vacías, un ruido formidable de puertas que volvían a cerrarse. Restallaron de arriba a abajo, hasta que la del vestíbulo, que yo mismo había abierto, insensato, para aquella partida, se cerró al fin, la última.
Yo también huí, corriendo hacia la ciudad, y no recobré la sangre fría hasta que estuve en las calles, y me crucé con trasnochadores. Iba a llamar a la puerta de un hotel donde me conocían. Había golpeado, con las manos, mi ropa, para quitarle el polvo, y conté que había perdido mi manojo de llaves, que incluía la del huerto, donde dormían mis criados en una dependencia aislada, detrás de la tapia que defendía mis frutos y legumbres de la visita de los merodeadores.
Me hundí hasta los ojos en la cama que me dieron. Pero no pude dormir, y esperé el día escuchando los fuertes latidos de mi corazón. Había ordenado que avisaran a mi gente al amanecer, y mi camarero llamó a la puerta a las siete de la mañana.
Su rostro parecía trastornado.
–Anoche ocurrió una gran desgracia, señor –dijo.
–¿De qué se trata?
–Robaron todos los muebles del señor, todo, todo, hasta los objetos más pequeños.
La noticia me agradó. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Me sentía muy dueño de mí, seguro de disimular, de no decir nada a nadie sobre lo que había visto, de ocultarlo, de enterrarlo en mi conciencia como un secreto espantoso. Contesté:
–Entonces se trata de las mismas personas que me robaron las llaves. Habrá que avisar en seguida ala policía. Voy a levantarme y estaré con usted en instantes.
La pesquisa duró cinco meses. No se descubrió nada, no encontraron ni mi más pequeña chuchería, ni el más leve rastro de los ladrones. ¡Demonios! Si hubiese contado lo que sabía... Si lo hubiese contado... me habrían encerrado, a mí, no a los ladrones, sino al hombre que había visto semejante cosa.
¡Oh! Supe callarme. Pero no volví a amueblar mi casa. Era inútil por completo. Aquello habría recomenzado, siempre. No quería entrar otra vez allí. No entré otra vez. No volví a verla.
Vine a París, al hotel, y consulté médicos por el estado de mis nervios, que me inquietaba mucho desde aquella noche deplorable.
Me conminaron a viajar. Seguí el consejo.


II

Empecé con una excursión por Italia. El sol me hizo bien. Durante seis meses vagué de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Después recorrí Sicilia, tierra admirable por su naturaleza y sus monumentos, reliquias que dejaron los griegos y los normandos. Pasé a África, atravesé pacíficamente ese gran desierto amarillo y calmo, en el que vagan camellos, gacelas y árabes errantes, donde, en el aire leve y transparente, no flota ninguna obsesión, ni de día ni de noche.
Regresé a Francia por Marsella, y a pesar de la alegría provenzal, la luz disminuida del cielo me entristeció. Experimenté, al retoñar al continente, la impresión extraña de un enfermo que se cree curado y al que un sordo dolor previene de que el foco del mal no ha desaparecido.
Después regresé a París. Al cabo de un mes, me aburría. Era en otoño, y antes del invierno quería hacer una excursión por Normandía, que no conocía.
Empecé por Rouen, desde luego, y durante ocho días, vague distraído, encantado, entusiasmado por aquella ciudad de la Edad Media, por aquel sorprendente museo de extraordinarios monumentos góticos.
Ahora bien, una tarde, hacia las cuatro, cuando entré en una calle inverosímil por la que corre un río negro como la tinta bautizado "Agua de Robec", mi atención, hasta entonces fija en la fisonomía extravagante y antigua de las casas, fue atraída de pronto por una serie de tiendas de cambalacheros que se sucedían una al lado de la otra.
¡Ah! ¡Habían elegido bien su lugar, aquellos sórdidos traficantes de antiguallas, en esa callejuela fantástica, por sobre la corriente de agua siniestra, bajo los techos puntiagudos de tejas y pizarra donde aún chirriaban las veletas del pasado!
Al fondo de los comercios negros, uno veía amontonarse arcones esculpidos, lozas de Rouen, de Nevers, de Moustiers, estatuas pintadas, otras de roble, Cristos, vírgenes, santos, adornos de iglesia, casullas, capas eclesiásticas, hasta cálices y un viejo tabernáculo de madera dorada del que habían desalojado a Dios. Oh, qué cavernas singulares esas casas altas, esas casas grandes, repletas, del sótano al desván, de objetos de todo tipo, cuya existencia parecía terminada, que sobrevivían a sus dueños naturales, a su siglo, a su época, a sus modas, para ser comprados, como curiosidades, por las nuevas generaciones.
Mi cariño por las chucherías se reavivó en aquella ciudad de anticuarios. Iba de tienda en tienda, cruzando con dos trancos los puentes de cuatro tablones podridos que se proyectaban sobre la corriente nauseabunda del Agua de Robec.
¡Santo Dios! ¡Qué conmoción! Uno de mis más bellos armarios se me apareció a la entrada de una cúpula atestada de objetos que parecía la entrada a las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos. Me acerqué con todos los miembros temblando, temblando de tal modo que no me atreví a tocarlo. Adelanté la mano, vacilé. Sin embargo era él: un armario Luis XIII único, reconocible para cualquiera que lo hubiese podido ver una sola vez. Mirando de pronto más allá, hacia las profundidades más oscuras de esa galería, divisé tres de mis sillones cubiertos del mejor tapizado, después, aún un poco más lejos, mis dos mesas Enrique II, tan raras que venían a verlas desde París.

¡Imaginen! ¡Imaginen el estado de mi alma!
Y avancé, aturdido, agónico de emoción, pero avancé, porque soy valiente, avancé como un caballero de épocas tenebrosas que penetra en una cueva de sortilegios. Reencontré, paso a paso, todo lo que me había pertenecido, mis arañas, mis libros, mis cuadros, mis géneros, mis armas, todo, salvo el escritorio con mis cartas, que no podía ver.
Seguía, bajando a galerías oscuras para volver a subir en seguida a los pisos superiores. Estaba solo. Llamé, no contestaron. Estaba solo; en aquella casa vasta y tortuosa como un laberinto no había nadie.
Llegó la noche, y tuve que sentarme, en las tinieblas, sobre una de mis sillas, porque no quería irme de allí. De vez en cuando gritaba: " ¡Eh, eh de la casa!"
Estaba allí, con seguridad, desde hacía más de una hora, cuando escuché, pasos leves, lentos, no sé dónde. Estuve a punto de escapar; pero me controlé, llamé de nuevo, y divisé un resplandor en el cuarto vecino.
–¿Quién está allí?–dijo una voz. –Un comprador –contesté.
–Es bastante tarde para entrar de ese modo a una tienda –replicaron.
–Lo espero a usted hace más de una hora –dije a mi vez.
–Puede volver mañana.
–Mañana ya no estaré en Rouen.
No me animaba a avanzar, y él no se acercaba. Y seguía viendo el resplandor de su luz que iluminaba un tapiz en el que dos ángeles volaban sobre los muertos de un campo de batalla. También era mío.
–¡Y bien! ¿Se acerca usted? –Lo espero –contestó.
Me levanté y me dirigí hacia él.
En medio de una pieza grande se encontraba un hombre muy pequeño, muy pequeño y muy gordo, gordo como un fenómeno de feria, como un espantoso fenómeno.
Tenía una barba rara, de pelos desparejos, escasos y amarillentos. ¡Y ni un cabello en la cabeza! ¿Ni un cabello? Como sostenía la vela en alto para verme, su cráneo se me aparecía como una pequeña luna en aquel vasto aposento atestado de muebles viejos. El rostro era inflado y arrugado, los ojos imperceptibles.
Regateé por tres sillas que me pertenecían, y pagué de inmediato una buena suma por ellas, dando simplemente el número de mi departamento del hotel. Tenían que entregarlas allí al día siguiente, antes de las nueve.
Después salí. El volvió a guiarme hasta la puerta con mucha cortesía.
Me dirigí de inmediato al comisario en jefe de la policía, a quien le conté el robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de hacer.
Acto seguido pidió por telégrafo datos al juzgado que había tenido a su cargo el asunto del robo, rogándome que esperase la respuesta. Una hora después, ésta llegó de modo del todo satisfactorio para mí.
–Voy a hacer arrestar a ese hombre e interrogarlo de inmediato –me dijo el comisario–, porque puede haber sospechado algo y hecho desaparecer las cosas que le pertenecen a usted. Le ruego que vaya a cenar y pase otra vez dentro de dos horas. Ya lo tendré aquí y lo someteré a un nuevo interrogatorio en su presencia.
–Lo haré con gusto, señor. Le agradezco de todo corazón.
Fui a cenar al hotel, y comí como nunca. A pesar de todo estaba bastante satisfecho. Lo teníamos.
Dos horas después regresé a la oficina del funcionario policial, que me esperaba.
–¡Y bien, caballero! –dijo al verme–. No encontramos a su nombre. Mis agentes no pudieron ponerle la mano encima.
–¡Ah! –me sentí desfallecer.
–Pero... ¿Encontraron su casa? –pregunté. –Claro que sí. Incluso la vamos a vigilar y custodiar hasta que regrese. En cuanto a él, desapareció. –¿Desapareció?
Desapareció. Por lo común pasa la noche en lo de su vecina, también cambalachera, una especie de bruja, la viuda Bidoin. Ella no lo vio esta noche y no puede darnos ningún dato sobre él. Habrá que esperar hasta mañana.
Me fui. ¡Ah, qué siniestras, inquietantes y embrujadas me parecieron las calles de Rouen!
Dormí muy mal, siempre despertando de una pesadilla.
Como no quería parecer demasiado inquieto o apurado, esperé a las diez de la mañana para presentarme otra vez en la policía.
El comerciante no había reaparecido. Su negocio seguía cerrado.
–Tomé todas las medidas necesarias –me dijo el comisario–. El juzgado está al tanto del asunto; iremos juntos a esa tienda y la haremos abrir. Usted me indicará todo lo que le pertenece.
Fuimos en coche. Nos esperaban algunos agentes, con un cerrajero ante la puerta de la tienda, que fue abierta.
Al entrar no vi ni mi armario, ni mis sillones, ni mis mesas, ni nada, nada de lo que había amueblado mi casa, pero nada, mientras que en la víspera no podía dar un paso sin encontrar uno de mis objetos.
El comisario, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.
–Dios mío, caballero –le dije–, la desaparición de los muebles coincide extrañamente con la del cambalachero.
Sonrió.
–¡Es cierto! Usted hizo mal en comprar y pagarle, ayer. Eso le dio la alarma.
–Lo que me parece incomprensible –seguí–, es que todos los lugares ocupados por mis muebles ahora están ocupados por otros.
–¡Oh! –respondió el comisario–. Tuvo la noche, y cómplices, sin duda. Esta casa debe de comunicarse con las casas vecinas. No tema, caballero, voy a ocuparme con gran energía de este caso. El rufián no se nos escapará por mucho tiempo, porque vigilaremos su madriguera.
...................................
¡Ah, mi corazón, mi corazón, mi pobre corazón, cómo golpeaba!
...................................
Me quedé quince días en Rouen. El hombre no regresó. ¡Demonios, demonios! ¿Quién podría haber puesto en aprietos o sorprender a aquel hombre?
Ahora bien, el decimosexto día, por la mañana, recibí de mi jardinero, guardián de mi casa saqueada y vacía, la extraña carta que sigue:

"Señor:
"Tengo el honor de informarle que anoche pasó algo que nadie comprende, y la policía menos que nosotros. Todos los muebles regresaron, todos sin excepción, todos, hasta los objetos más pequeños. Ahora la casa está como en la víspera del robo. Es como para perder la cabeza. Ocurrió en la noche del viernes al sábado. Los caminos quedaron arruinados, como si hubiesen arrastrado todo desde la barrera hasta la puerta. Como en el día de la desaparición.
"Esperamos sus órdenes, señor. Su muy humilde servidor.
Philippe Raudin"

¡Ah! ¡De ninguna manera! ¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡No regresaré jamás!
Llevé la carta al comisario de Rouen.
–Es una restitución muy hábil –dijo–. Hagámonos los muertos. Tarde o temprano atraparemos al hombre.
...................................
Pero no lo atraparon. No. No lo atraparon, y tengo miedo de él, ahora, como si fuera una bestia feroz y suelta que me persigue.
¡Inencontrable! ¡Es inencontrable, ese monstruo con cráneo de luna!. No lo agarrarán jamás. No regresará a su casa. Qué le importa a él. Sólo yo puedo reencontrarlo, y no quiero.
¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!

Y si vuelve, si entra en su tienda, ¿quién podrá probar que mis muebles estaban allí? Contra él sólo está mi testimonio; y me doy cuenta muy bien de que se vuelve sospechoso.
¡Ah, no! Esta existencia ya no era posible. Y no podía guardar el secreto de lo que había visto. No podía seguir viviendo como todos con el temor de que recomenzaran cosas semejantes.
Vine a ver al médico que dirige este asilo, y le conté todo.
Después de interrogarme por largo rato, me dijo:
–¿Consentiría usted, señor, en quedarse un tiempo aquí?
–De buena gana, señor.
–¿Tiene usted dinero? –Sí, señor.
–¿Quiere un pabellón aislado? –Sí, señor.
–¿Querrá recibir amigos?
–No, señor, no, a nadie. El hombre de Rouen podría atreverse a perseguirme hasta aquí, por venganza.
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Y estoy solo, solo por completo, desde hace tres meses. Estoy casi tranquilo. Sólo tengo un temor... Si el anticuario enloqueciera... y si lo trajeran a este asilo... Ni siquiera las prisiones son seguras.
(6 de abril de 1890)

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