CARNAVAL EN CÁDIZ -- Hanz Heiz Ewers
Algunos afirmaban que en su interior estaba oculta una máquina, o que el tronco de árbol había estado impulsado por meditas; otros replicaban por su parte que era un truco de los marineros indios del crucero británico, quizás incluso un cadete o un teniente de la nave a quien los charlatanes indios le habrían enseñado la estratagema. Sea como fuere, se habría, comprobado que alguien estaba oculto en el tronco de árbol (pero no, decían los que lo habían rajado de parte a partí el tronco no tenía nada adentro), sólo se sabe que el tronco de árbol ambulante se encontraba allí, en el mediodía de un lunes de Carnaval, en la plaza del Mercado de la ciudad de Cádiz y que debido a su presencia inexplicable las pobres cabezas de los gaditanos y de los extranjeros de paso estaban tan desorientadas como incoherente es la construcción de esta bella frase.
Ya a las tres de la tarde la plaza y las calles adyacentes hormigueaban de gente. Todos habían asomado la nariz en aquel hermoso día soleado y se paseaban de un lado a otro, bromeando alegremente. Las mujeres deambulaban, con velos o en mantilla, adornadas con claveles y las flores que allí llaman nardos, y que nadie considera flores fúnebres. Cada mujer se pavoneaba con todo lo que tenía; aunque en su casa sólo dispusiera de una mesa tambaleante y sillas desvencijadas, en la calle exhibía puntillas y zapatos de charol, llevando en los dedos y en las orejas, en el cabello y en los brazos, brillantes y otros piedras vistosas. Todas las casas de citas estaban cerradas ese día y las prostitutas de Cádiz se paseaban empolvadas y maquilladas, por las callejuelas. Los marineros de las naves que habían hecho escala en el puerto, ingleses, alemanes y escandinavos, estaban sentados ante los mostradores, bebiendo jerez y vino de Málaga y llamando a gritos a las rameras. En cambio los moros de Tánger y de Ceuta, marineros marroquíes de los veleros, con albornoces y turbantes blancos, estaban sobrios. Se entremezclaban, silenciosos y discretos, con la multitud, con el reflejo ávido de los animales de presa en los ojos. Por todas partes circulaban tranquilamente los coches que llevaban a las damas vestidas de gala con mantillas y velos, cubiertas de claveles rojos y nardos inmaculados.
Ningún grito ni vociferación; sólo llamados alegres y risas. En la multitud, numerosas máscaras y disfraces hechos con harapos multicolores unidos a las apuradas. Uno se cruzaba con mezclas de chinos con indios, de gauchos con otomanos, con gente que llevaba espadas de utilería, narices falsas, zancos y cabezas de melón, reminiscencias deformes y extrañas del Capitán Fracasse, de Pantaleón y de Arlequín. Alguien se había confeccionado un traje y un sombrero puntiagudo a partir de viejos diarios pegados entre sí; otro corría de aquí para allá, blanco hornillo de cocina de donde surgían piernas, brazos y una cabeza. Algunos pequeños bribones callejeros se habían puesto cuernos enormes sobre la frente y se habían pegado una larga cola en las asentaderas; atacaban a cualquiera y todos, hombres y mujeres, entraban en seguida en el juego, tomando su pañuelo con las dos manos y haciendo de toreros, ejecutando majestuosas naturales por encima de un brazo, verónicas sin moverse, quites, molinetes y gaoneras. Todos los espectadores batían palmas gritando "¡Ole!" Se tiraban serpentinas, confites y cariandoli, huevos rellenos de harina. Pero también claveles y nardos.
Fue en ese momento, hacia la tres, cuando advirtieron el tronco de árbol. Nadie había visto de dónde venía, pero lo cierto era que se alzaba allí, en medio de la plaza, oscilando lentamente a través de la multitud hasta un extremo, reculando después sin darse vuelta hasta la otra punta.
Era un tronco de árbol bastante voluminoso, de más de dos metros de altura. En la base se le veían trozos de raíz mediante las cuales parecía estar en contacto con el suelo, salvo que flotara por encima de él a menos de una pulgada. En ciertos puntos aparecían ramas grandes recubiertas de hojas verdes y frescas; en la cima podía distinguirse una corona de ramas más delgadas pero muy frondosas que ocultaban por completo la parte superior. El tronco, aparentemente hueco, era lo bastante amplio como para alojar a un ser humano; parecía tratarse de un antiguo sauce que debía de haber crecido extrañamente recto y al que una corteza perfectamente lisa otorgaba un lustre casi insólito.
Al principio nadie prestó atención al estúpido tronco de árbol que se arrastraba a paso de tortuga a través de la plaza, deteniéndose un breve instante ante un poste de alumbrado y reculando en seguida, sobre la misma línea bien recta. Sin lugar a dudas, de todas las bromas y trajes que solían verse en los días de carnaval, aquel hallazgo era el más soporífero y aburridor.
En cuanto al tronco de árbol, la multitud no le importaba. Iba y venía entre dos puntos de la plaza, con una lentitud infinita. Y aunque había mucha gente, después de cierto tiempo se hizo evidente que un pequeño espacio siempre quedaba libre en las cercanías del tronco; era como si la gente, sin darse cuenta del todo, guardara distancia respecto al tonto objeto. En ese instante uno de los pierrots callejeros que imitaban las acometidas de los toros se precipitó desafiante contra él. Sus cuernos se incrustaron en el tronco, con el resultado de que el desdichado granuja se encontró tendido en tierra, aullando, mientras que el tronco ambulante no había sido apartado ni un milímetro de su marcha ciega, que siguió imperturbable. La multitud rompió a reír a carcajadas, pero era un risa un poco forzada.
Poco a poco, el distanciamiento entre la multitud que se movía y el objeto misterioso aumentó. Sobre todo las mujeres describían círculos cada vez más amplios, cuando sus pasos las llevaban cerca de él. Todas las personas de la plaza estaban abiertas a todas las supersticiones imaginables, pero nadie hubiese querido preocuparse por aquel tronco de árbol pagano. Y sin embargo lo evitaban; había algo en él, no sabían exactamente qué. Pronto ocurrió incluso que la línea "ida y vuelta" a lo largo de la cual se movía el tronco, quedó libre por completo.
Poco a poco el nerviosismo ganó a la multitud, que se puso a murmurar y protestar contra aquella farsa estúpida y a insultar al tronco con una vehemencia creciente. El hombre qué corría disfrazado de hornillo de cocina, quiso demostrar su valor: tomó una de las ramas y acompañó cortésmente al tronco de árbol, con el gesto de quien lleva a una dama en un minué. La multitud rompió a reír y el hombre–hornillo rió entre dientes, orgulloso de su éxito. Sin embargo su rostro se trastornó bruscamente; sin una pausa, soltó la rama y huyó, aterrorizado. Entonces, algunos rudos arrieros atacaron al tronco, propinándole fuertes garrotazos. El tronco no se dio por enterado y siguió su marcha, exactamente al mismo ritmo, de acuerdo al mismo itinerario, realizando sus ida–y–vuelta sobre la blanca plaza de Cádiz. Los arrieros dejaron caer sus garrotes y volvieron a mezclarse, atemorizados, con la multitud.
En ese momento uno de los marineros saltó del mostrador, un joven rubio, de mejillas tostadas y a quien las cintas de la boina le flotaban en el viento. Se abrió camino, arremetió, aferró una de las ramas y en un instante estuvo en la copa, agitando con alegría su boina, riendo. La multitud lo aclamó con un ¡Ole!
La carga no pareció importunar al tronco de árbol. Siguió el camino por su línea, lentamente y sin inclinarse. Transportó al alegre marino a través de la plaza hasta el farol, después volvió sobre sus pasos, reculando. Fue eso lo que desconcertó al gallardo rubio. Ahora se desplazaba reculando y eso no le gustaba nada. Su risa se apagó; se encasquetó con firmeza la boina sobre la cabeza y dejó de gritar. Las risas y vociferaciones de la multitud se apagaron al mismo tiempo, como ahogadas. Lo que había sido cómico hacía un segundo apenas, ya no lo era en absoluto.
De pronto, el marinero volvió a erguirse en medio de las ramas, con las facciones convulsas por una angustia terrible. Saltó y corrió a refugiarse en la taberna a toda la velocidad que le daban las piernas. La gente retrocedió junto con él, apretándose más bien en las calles que rodeaban la plaza. Por último ésta quedó completamente vacía y abandonada en su parte central; sólo el temible tronco de árbol seguía su paseo sobre las grandes losas, en un trayecto rectilíneo, hasta el poste de alumbrado y de vuelta, sin girar sobre sí mismo.
Ida y vuelta, una vez, otra vez, muchísimas veces.
La alegría abandonó a la multitud. Basta de serpentinas, cariandoli y flores. Todos se quedaron inmovilizados, mudos y aterrados, mirando el tronco de árbol ambulante.
Algunas mujeres se pusieron a aullar. Hubo hombres que llamaron a los gendarmes. Estos no tenían muchas ganas de intervenir.
Por último unos marineros se decidieron. Cuando se deslizaron a través de la multitud, el tronco estaba completamente solo en la plaza vacía. Y los marineros llegaron, atacaron al adversario con sus sólidos puños, se arrojaron sobre él con robustos golpes de hombros.
El tronco de árbol no se movió.
Vociferaron, juraron, extrajeron sus cuchillos y los clavaron en la corteza. Como último recurso, unos obreros municipales trajeron hachas grandes y pequeñas. Golpearon con todas sus fuerzas y la plaza retumbó con sus golpes sonoros. Hacharon las ramas pequeñas y las grandes, una por una, aullando y vociferando. La multitud acompañaba cada golpe con maldiciones salvajes.
Un sueco inmenso dio el primer golpe de gracia. Haciendo girar el hacha dos veces por encima de la cabeza, como los leñadores de Montana, la dejó caer silbando, en sentido vertical. El fue quien abrió el primer tajo en el tronco.
De allí en adelante las cosas se desarrollaron con rapidez. Las hachas caían rítmicamente. El árbol se alzaba impasible, sin inclinarse ni moverse. Sólo cuando abrieron un gran agujero en la corteza cayó, como si lo hubieran abandonado las fuerzas. Lo dieron vuelta, lo pisotearon, lo arrastraron a través de la plaza. Siguieron golpeando de inmediato, agrandaron el agujero, para poder mirar y llegar al interior: adentro no había nada, absolutamente nada.
Sin embargo hubo personas que afirmaron que en el interior se encontraba una máquina; otros pretendieron que era un truco de los marineros indios del crucero inglés, quizás incluso un cadete o un teniente de la nave a quien los charlatanes indios le habrían enseñado la estratagema. Sea como fuere alguien tendría que haber estado dentro de ese tronco, eso era seguro... (pero no, dijeron los marineros que lo tumbaron, estaba vacío). Lo único seguro es que se encontraba allí, el tronco de árbol ambulante, en la plaza del Mercado de la blanca ciudad de Cádiz, en aquel lunes de Carnaval de principios de siglo.
Algunos afirmaban que en su interior estaba oculta una máquina, o que el tronco de árbol había estado impulsado por meditas; otros replicaban por su parte que era un truco de los marineros indios del crucero británico, quizás incluso un cadete o un teniente de la nave a quien los charlatanes indios le habrían enseñado la estratagema. Sea como fuere, se habría, comprobado que alguien estaba oculto en el tronco de árbol (pero no, decían los que lo habían rajado de parte a partí el tronco no tenía nada adentro), sólo se sabe que el tronco de árbol ambulante se encontraba allí, en el mediodía de un lunes de Carnaval, en la plaza del Mercado de la ciudad de Cádiz y que debido a su presencia inexplicable las pobres cabezas de los gaditanos y de los extranjeros de paso estaban tan desorientadas como incoherente es la construcción de esta bella frase.
Ya a las tres de la tarde la plaza y las calles adyacentes hormigueaban de gente. Todos habían asomado la nariz en aquel hermoso día soleado y se paseaban de un lado a otro, bromeando alegremente. Las mujeres deambulaban, con velos o en mantilla, adornadas con claveles y las flores que allí llaman nardos, y que nadie considera flores fúnebres. Cada mujer se pavoneaba con todo lo que tenía; aunque en su casa sólo dispusiera de una mesa tambaleante y sillas desvencijadas, en la calle exhibía puntillas y zapatos de charol, llevando en los dedos y en las orejas, en el cabello y en los brazos, brillantes y otros piedras vistosas. Todas las casas de citas estaban cerradas ese día y las prostitutas de Cádiz se paseaban empolvadas y maquilladas, por las callejuelas. Los marineros de las naves que habían hecho escala en el puerto, ingleses, alemanes y escandinavos, estaban sentados ante los mostradores, bebiendo jerez y vino de Málaga y llamando a gritos a las rameras. En cambio los moros de Tánger y de Ceuta, marineros marroquíes de los veleros, con albornoces y turbantes blancos, estaban sobrios. Se entremezclaban, silenciosos y discretos, con la multitud, con el reflejo ávido de los animales de presa en los ojos. Por todas partes circulaban tranquilamente los coches que llevaban a las damas vestidas de gala con mantillas y velos, cubiertas de claveles rojos y nardos inmaculados.
Ningún grito ni vociferación; sólo llamados alegres y risas. En la multitud, numerosas máscaras y disfraces hechos con harapos multicolores unidos a las apuradas. Uno se cruzaba con mezclas de chinos con indios, de gauchos con otomanos, con gente que llevaba espadas de utilería, narices falsas, zancos y cabezas de melón, reminiscencias deformes y extrañas del Capitán Fracasse, de Pantaleón y de Arlequín. Alguien se había confeccionado un traje y un sombrero puntiagudo a partir de viejos diarios pegados entre sí; otro corría de aquí para allá, blanco hornillo de cocina de donde surgían piernas, brazos y una cabeza. Algunos pequeños bribones callejeros se habían puesto cuernos enormes sobre la frente y se habían pegado una larga cola en las asentaderas; atacaban a cualquiera y todos, hombres y mujeres, entraban en seguida en el juego, tomando su pañuelo con las dos manos y haciendo de toreros, ejecutando majestuosas naturales por encima de un brazo, verónicas sin moverse, quites, molinetes y gaoneras. Todos los espectadores batían palmas gritando "¡Ole!" Se tiraban serpentinas, confites y cariandoli, huevos rellenos de harina. Pero también claveles y nardos.
Fue en ese momento, hacia la tres, cuando advirtieron el tronco de árbol. Nadie había visto de dónde venía, pero lo cierto era que se alzaba allí, en medio de la plaza, oscilando lentamente a través de la multitud hasta un extremo, reculando después sin darse vuelta hasta la otra punta.
Era un tronco de árbol bastante voluminoso, de más de dos metros de altura. En la base se le veían trozos de raíz mediante las cuales parecía estar en contacto con el suelo, salvo que flotara por encima de él a menos de una pulgada. En ciertos puntos aparecían ramas grandes recubiertas de hojas verdes y frescas; en la cima podía distinguirse una corona de ramas más delgadas pero muy frondosas que ocultaban por completo la parte superior. El tronco, aparentemente hueco, era lo bastante amplio como para alojar a un ser humano; parecía tratarse de un antiguo sauce que debía de haber crecido extrañamente recto y al que una corteza perfectamente lisa otorgaba un lustre casi insólito.
Al principio nadie prestó atención al estúpido tronco de árbol que se arrastraba a paso de tortuga a través de la plaza, deteniéndose un breve instante ante un poste de alumbrado y reculando en seguida, sobre la misma línea bien recta. Sin lugar a dudas, de todas las bromas y trajes que solían verse en los días de carnaval, aquel hallazgo era el más soporífero y aburridor.
En cuanto al tronco de árbol, la multitud no le importaba. Iba y venía entre dos puntos de la plaza, con una lentitud infinita. Y aunque había mucha gente, después de cierto tiempo se hizo evidente que un pequeño espacio siempre quedaba libre en las cercanías del tronco; era como si la gente, sin darse cuenta del todo, guardara distancia respecto al tonto objeto. En ese instante uno de los pierrots callejeros que imitaban las acometidas de los toros se precipitó desafiante contra él. Sus cuernos se incrustaron en el tronco, con el resultado de que el desdichado granuja se encontró tendido en tierra, aullando, mientras que el tronco ambulante no había sido apartado ni un milímetro de su marcha ciega, que siguió imperturbable. La multitud rompió a reír a carcajadas, pero era un risa un poco forzada.
Poco a poco, el distanciamiento entre la multitud que se movía y el objeto misterioso aumentó. Sobre todo las mujeres describían círculos cada vez más amplios, cuando sus pasos las llevaban cerca de él. Todas las personas de la plaza estaban abiertas a todas las supersticiones imaginables, pero nadie hubiese querido preocuparse por aquel tronco de árbol pagano. Y sin embargo lo evitaban; había algo en él, no sabían exactamente qué. Pronto ocurrió incluso que la línea "ida y vuelta" a lo largo de la cual se movía el tronco, quedó libre por completo.
Poco a poco el nerviosismo ganó a la multitud, que se puso a murmurar y protestar contra aquella farsa estúpida y a insultar al tronco con una vehemencia creciente. El hombre qué corría disfrazado de hornillo de cocina, quiso demostrar su valor: tomó una de las ramas y acompañó cortésmente al tronco de árbol, con el gesto de quien lleva a una dama en un minué. La multitud rompió a reír y el hombre–hornillo rió entre dientes, orgulloso de su éxito. Sin embargo su rostro se trastornó bruscamente; sin una pausa, soltó la rama y huyó, aterrorizado. Entonces, algunos rudos arrieros atacaron al tronco, propinándole fuertes garrotazos. El tronco no se dio por enterado y siguió su marcha, exactamente al mismo ritmo, de acuerdo al mismo itinerario, realizando sus ida–y–vuelta sobre la blanca plaza de Cádiz. Los arrieros dejaron caer sus garrotes y volvieron a mezclarse, atemorizados, con la multitud.
En ese momento uno de los marineros saltó del mostrador, un joven rubio, de mejillas tostadas y a quien las cintas de la boina le flotaban en el viento. Se abrió camino, arremetió, aferró una de las ramas y en un instante estuvo en la copa, agitando con alegría su boina, riendo. La multitud lo aclamó con un ¡Ole!
La carga no pareció importunar al tronco de árbol. Siguió el camino por su línea, lentamente y sin inclinarse. Transportó al alegre marino a través de la plaza hasta el farol, después volvió sobre sus pasos, reculando. Fue eso lo que desconcertó al gallardo rubio. Ahora se desplazaba reculando y eso no le gustaba nada. Su risa se apagó; se encasquetó con firmeza la boina sobre la cabeza y dejó de gritar. Las risas y vociferaciones de la multitud se apagaron al mismo tiempo, como ahogadas. Lo que había sido cómico hacía un segundo apenas, ya no lo era en absoluto.
De pronto, el marinero volvió a erguirse en medio de las ramas, con las facciones convulsas por una angustia terrible. Saltó y corrió a refugiarse en la taberna a toda la velocidad que le daban las piernas. La gente retrocedió junto con él, apretándose más bien en las calles que rodeaban la plaza. Por último ésta quedó completamente vacía y abandonada en su parte central; sólo el temible tronco de árbol seguía su paseo sobre las grandes losas, en un trayecto rectilíneo, hasta el poste de alumbrado y de vuelta, sin girar sobre sí mismo.
Ida y vuelta, una vez, otra vez, muchísimas veces.
La alegría abandonó a la multitud. Basta de serpentinas, cariandoli y flores. Todos se quedaron inmovilizados, mudos y aterrados, mirando el tronco de árbol ambulante.
Algunas mujeres se pusieron a aullar. Hubo hombres que llamaron a los gendarmes. Estos no tenían muchas ganas de intervenir.
Por último unos marineros se decidieron. Cuando se deslizaron a través de la multitud, el tronco estaba completamente solo en la plaza vacía. Y los marineros llegaron, atacaron al adversario con sus sólidos puños, se arrojaron sobre él con robustos golpes de hombros.
El tronco de árbol no se movió.
Vociferaron, juraron, extrajeron sus cuchillos y los clavaron en la corteza. Como último recurso, unos obreros municipales trajeron hachas grandes y pequeñas. Golpearon con todas sus fuerzas y la plaza retumbó con sus golpes sonoros. Hacharon las ramas pequeñas y las grandes, una por una, aullando y vociferando. La multitud acompañaba cada golpe con maldiciones salvajes.
Un sueco inmenso dio el primer golpe de gracia. Haciendo girar el hacha dos veces por encima de la cabeza, como los leñadores de Montana, la dejó caer silbando, en sentido vertical. El fue quien abrió el primer tajo en el tronco.
De allí en adelante las cosas se desarrollaron con rapidez. Las hachas caían rítmicamente. El árbol se alzaba impasible, sin inclinarse ni moverse. Sólo cuando abrieron un gran agujero en la corteza cayó, como si lo hubieran abandonado las fuerzas. Lo dieron vuelta, lo pisotearon, lo arrastraron a través de la plaza. Siguieron golpeando de inmediato, agrandaron el agujero, para poder mirar y llegar al interior: adentro no había nada, absolutamente nada.
Sin embargo hubo personas que afirmaron que en el interior se encontraba una máquina; otros pretendieron que era un truco de los marineros indios del crucero inglés, quizás incluso un cadete o un teniente de la nave a quien los charlatanes indios le habrían enseñado la estratagema. Sea como fuere alguien tendría que haber estado dentro de ese tronco, eso era seguro... (pero no, dijeron los marineros que lo tumbaron, estaba vacío). Lo único seguro es que se encontraba allí, el tronco de árbol ambulante, en la plaza del Mercado de la blanca ciudad de Cádiz, en aquel lunes de Carnaval de principios de siglo.
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