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martes, mayo 29, 2007

BAUDELAIRE // EL JUGADOR GENEROSO

EL JUGADOR GENEROSO

Charles Baudelaire


Ayer, entre la multitud que llenaba el bulevar, me sentí tocado por un ser misterioso al que siempre había deseado conocer, y al que reconocí inmediatamente, a pesar de que nunca le había visto. Suponía que, en su interior, y con respecto a mí, él sentía un deseo similar, pues, al pasar, me lanzó una señal tan significativa con la mirada, que me apresuré a obedecerle. Le seguí cortésmente, y no tardé en descender tras él a una morada subterránea, quedando asombrado ante el brillante lujo que ninguna de las casas de París podía ofrecer más que un ejemplo aproximado. Me pareció muy singular que hubiese pasado tantas veces junto a aquel prodigioso retiro sin haber descubierto nunca la entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, casi sofocante, que le hacía olvidar a uno, casi instantáneamente, todos los fastidiosos horrores de la vida; allí respiré una sombría sensualidad, como la de los fumadores de opio cuando, sentados junto a la orilla de una isla encantada sobre la que brilla una tarde eterna, sienten nacer en ellos los suaves sonidos de cascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver nunca más sus hogares, sus mujeres, sus hijos y el de no ser arrojados nunca de las cubiertas de los barcos por las tormentas.

Había allí rostros extraños de hombres y mujeres, dotados de una belleza tan fatal que parecía haberlos visto hacía años y en países que ahora no puedo recordar y que inspiraron en mí esa curiosa simpatía y esa sensación de temor, igualmente curiosa, que suelo descubrir en los aspectos desconocidos. Si tratara de definir de una forma u otra la singular expresión de sus ojos, diría que nunca había visto tal resplandor mágico expresando más enérgicamente el horror del tedio y el deseo... del deseo inmortal de sentirse a sí mismos como seres vivos.

En cuanto a mi anfitrión y a mí mismo, cuando nos sentamos ya éramos unos amigos tan perfectos como si nos hubiéramos conocido el uno al otro desde siempre. Bebimos enormemente de toda clase de vinos extraordinarios y -algo no menos extraño-, me pareció que no estaba más intoxicado de lo que él mismo estaba.

Sin embargo, el juego, ese placer sobrehumano, había interrumpido en diversos intervalos nuestras copiosas libaciones, y debo decir que, mientras jugábamos, gané y perdí mi alma con un heroico descuido y ligereza. El alma es algo tan invisible, a menudo tan inútil y a veces tan problemático, que, ante aquella pérdida, no experimenté más que aquella clase de emoción que hubiera podido experimentar de haber perdido en la calle mi tarjeta de visita.

Nos pasamos horas enteras fumando puros, cuyo incomparable sabor y perfume proporcionaba al alma la nostalgia de delicias y vistas desconocidas, e intoxicado por todas estas especies picantes, y en un acceso de familiaridad que no pareció molestar a mi amigo, me atreví a gritar, elevando una copa de vino:

-¡Por tu alma inmortal, viejo macho cabrío!

Hablamos del universo, de su creación y de su futura destrucción, de las principales ideas del siglo -o sea del progreso y de la perfectibilidad- y, en general, de toda clase de chifladuras humanas. Sobre este tema, Su Alteza era inagotable en sus chanzas irrefutables, y se expresaba con un esplendor de dicción y con una magnificencia en la gracia como no he hallado jamás en ninguno de los más famosos interlocutores de nuestro tiempo. Me explicó lo absurdo de diferentes filosofías que habían tomado posesión del cerebro humano, y hasta se dignó confiar en mí en cuanto a ciertos principios fundamentales que no me siento inclinado a compartir con nadie.

No se quejó en modo alguno de la perversa reputación en la que vivía, de hecho, sobre todo el mundo, y me aseguró que, de entre todos los seres vivientes, él era el más interesado en la destrucción de la superstición, y me confesó que había tenido miedo, relativamente y en relación con su propio poder, en una sola ocasión, y fue el día en que escuchó a un predicador, más sutil que el resto del rebaño humano, gritar desde su púlpito: “Mis queridos hermanos, cuando escuchéis alabar las luces del progreso, no olvidéis que uno de los trucos más queridos del demonio consiste en persuadirnos de que no existe.”

El recuerdo de aquel famoso orador, nos hizo entrar de un modo natural en el tema de la enseñanza, y mi extraño anfitrión me declaró que, en muchos casos, no desdeñaba inspirar las plumas, las palabras y las conciencias de los pedagogos, y que, a pesar de ser invisible, casi siempre asistía en persona a todas las reuniones científicas.

Animado por tanta amabilidad, le pregunté si tenía alguna noticia de Dios -¿quién no tiene sus momentos de impiedad?-, especialmente como amigo del diablo. Entonces, con una sombra de despreocupación, unida a una profunda sombra de maldad, me dijo:

-Nos saludamos el uno al otro cuando nos encontramos.

Pero, en cuanto a lo demás, habló en hebreo.

No se sabe que Su Alteza haya concedido jamás una audiencia tan prolongada a un simple mortal, y yo temía abusar de ella.

Finalmente, cuando la oscuridad se aproximó temblando, este famoso personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos que trabajaron en honor de su gloria aunque sin llegar a saberlo jamás, me dijo:

-Quiero que me recuerdes siempre, y para demostrarte que yo -del que tan mal se habla- soy a menudo un bon diable, por utilizar una de las expresiones vulgares, y en relación con la pérdida irremediable de tu alma, te devolveré el premio que habrías ganado de haber sido afortunado tu destino... me refiero a la posibilidad de consuelo y conquista durante toda tu vida, a esa extraña enfermedad de aburrimiento que es la fuente de todos tus males y de todas tus miserias. Nunca formularas un solo deseo en el que yo no te ayude a realizarlo; reinarás sobre tus vulgares iguales; el dinero y el oro y los diamantes y los más exquisitos palacios vendrán a buscarte y te pedirán que los aceptes sin que tengas que llevar a cabo el menor esfuerzo para obtenerlos; podrás cambiar tu domicilio tantas veces como quieras; tendrás en tu poder todas las sensualidades sin la menor laxitud, en países donde el clima siempre es caluroso y donde las mujeres son tan fragantes como las flores.

Y, diciendo esto, se levantó y se despidió de mí con una encantadora sonrisa.

De no haber sido por la vergüenza de humillarme ante una asamblea tan numerosa, habría caído voluntariamente a los pies de un jugador tan generoso, agradeciéndole su inaudita munificencia. Pero, después de dejarle, y poco a poco, fui sintiéndome invadido por un recelo incurable; ya no me atrevía a creer en una felicidad tan prodigiosa y, cuando me marché a la cama, y echando mano de nuevo de mis oraciones nocturnas gracias a lo poco de fe que aún me quedaba, repetí en mi tranquilo sueño:

-Dios mío, Señor mío, Dios mío! Haz que el diablo mantenga su palabra conmigo!

1 comentario:

7Ventura dijo...

Un corto de Baudelaire de 3 minutos


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