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lunes, abril 02, 2007

EL ABISMO EN EL TIEMPO // LOVECRAFT

EL ABISMO EN EL TIEMPO
H. P. LOVECRAFT


EL ABISMO EN EL TIEMPO
Después de veintidós años de pesadilla y terror, en los que tan sólo me salvó la
convicción desesperada de que ciertas impresiones procedían de una fuente mítica,
todavía no me siento dispuesto a garantizar la verdad acerca de lo que creo que encontré
en Australia Occidental la noche del 17 al 18 de julio de 1935. Hay motivos para creer
que mi experiencia fue total o parcialmente una alucinación, para la cual, en verdad,
existían causas en abundancia. Y, sin embargo, su realismo fue tan horrendo que, a veces,
encuentro imposible toda esperanza.
Si «eso» ocurrió, entonces el hombre debe de estar preparado para aceptar conceptos
del cosmos y de su propio lugar en el vértice vibrante del tiempo cuya mera mención es
sobrecogedora. También el hombre debe ponerse en guardia contra un peligro acechante
y específico que, pese a que nunca abarcará a toda la raza, puede imponer horrores
monstruosos e inimaginables sobre ciertos infelices miembros de ella.
Por esta última razón apremio, con toda la fuerza de mi ser, para que se abandonen
todos los intentos de desenterrar aquellos fragmentos de lo desconocido, cimientos
primordiales que mi expedición se dispuso a investigar.
Dando por sentado que yo estuviera cuerdo y despierto, mi experiencia aquella noche
fue tal como ningún hombre ha tenido nunca. Además, fue una temible confirmación de
cuanto traté de descartar considerándolo mito y sueño. Piadosamente no hay pruebas,
porque en mi miedo perdí el impresionante objeto que, de haberlo traído en realidad de
aquel abismo nocivo, hubiera sido una evidencia irrefutable.
Cuando me tropecé con el horror estaba solo, y hasta hoy no he contado nada sobre él.
Me fue imposible impedir que los demás excavaran en su dirección, pero la casualidad y
las cambiantes arenas han impedido hasta ahora que lo encuentren. En este momento,
tengo que formular una declaración definitiva, no sólo en beneficio de mi equilibrio
mental, sino para advertir a cuantos puedan tomarse en serio lo escrito en estas líneas.
Las presentes páginas, cuyo principio resultará en su mayor parte familiar para los
asiduos lectores de la prensa científica y de información general, están escritas en el
camarote del barco que me devuelve a casa. Las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate
Peaslee, de la Universidad de Miskatonic, único miembro de mi familia que permaneció a
mi lado tras la rara amnesia que sufrí hace mucho tiempo, y la persona mejor informada
de los hechos íntimos de mi caso. De todos los seres vivos que existen, él es quien menos
considerará ridículo lo que voy a contar de tan azarosa noche.
Antes de zarpar, no quise adelantarle nada de palabra, porque me parece que preferirá
tener la revelación por escrito. Leyéndola y releyéndola con sosiego se formará una
imagen más convincente que la que mi confusa lengua podría proporcionarle.
Que haga con este relato lo que crea más conveniente; enseñarlo, con el comentario
adecuado, allá donde considere que puede causar más bien. En beneficio de aquellos
lectores que no estén familiarizados con las primeras fases de mi caso, prologo la propia
revelación con un extenso resumen de sus antecedentes y circunstancias.
Capítulo I

Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y quienes recuerden los relatos periodísticos de
hace una generación o las cartas y artículos aparecidos en las revistas de psicología hace
seis o siete años, sabrán quién y qué soy. En la prensa se dieron abundantes detalles de mi
extraña amnesia de 1908-1913, y se aprovecharon de las tradiciones de horror, locura y
brujería inmanentes al antiguo pueblo de Massachussetts que entonces y ahora es mi
lugar de residencia. Sin embargo, me gustaría que se supiera que no hay nada de loco o
siniestro ni en mi herencia ni en mis primeros años de vida. Esto es de suma importancia
con respecto a la sombra que cayó sobre mí tan de repente y que procedía de fuentes
externas.
Puede ser que siglos de sombría meditación hayan comenzado a desintegrarse, dando al
supersticioso Arkham una peculiar vulnerabilidad en lo tocante a dichas sombras, aunque
parece dudoso según los otros casos que más tarde estudié. Pero lo principal es que tanto
mis antecedentes hereditarios como el medio ambiente que me rodeaba fueron
absolutamente normales. Lo que vino, vino de «alguna otra parte»..., una parte cuya
localización dudo de precisar con palabras sencillas.
Soy hijo de Jonathan y Hannah Peaslee (mi madre, de soltera, se apellidaba Wingate),
ambos de la vieja casta de Haverhill. Nací y me crié en Haverhill, en la antigua casa de la
calle Boardrnan, cerca de Golden Hill.... y no fui a Arkham hasta que ingresé en la
Universidad de Miskatonic en 1895, como instructor de economía política.
Durante quince años, mi vida transcurrió monótona y feliz. Me casé con Alice Keezar,
natural de Haverhill, en 1896, y mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah, nacieron
respectivamente en 1898, 1900 y 1903. En 1898 pasé a ser profesor adjunto y en 1902
profesor titular. Nunca sentí el menor interés por el ocultismo ni por la psicología de las
anormalidades.
Fue el jueves 14 de mayo de 1908 cuando se me presentó la extraña amnesia. Ocurrió
de repente, aunque más tarde comprendí que ciertas visiones vacilantes y breves sufridas
varias horas antes, visiones caóticas que me conturbaron mucho por su carencia de
precedentes, pudieron ser los síntomas premonitorios. Me dolía la cabeza y
experimentaba la extraña sensación, del todo nueva para mí, de que alguien trataba de
adueñarse de mis pensamientos.
El colapso se produjo sobre las 10.20 de la mañana, mientras daba una clase del sexto
tema de Economía Política -historia y tendencias actuales de la economía- ante un grupo
de estudiantes de primero y segundo. Comencé a ver formas extrañas ante mis ojos y a
notar que me hallaba en una habitación grotesca distinta del aula habitual.
Mis pensamientos y palabras se separaron del tema, y los estudiantes advirtieron que
algo grave sucedía. Luego me desplomé, inconsciente, en mi silla, sumido en un estupor
del que nadie pudo hacerme salir. Mis facultades propias no volvieron a asomar a la luz
del día de nuestro mundo normal hasta pasados cinco años, cuatro meses y trece días.
Lo que sigue, claro, lo he averiguado a través de terceras personas. En un espacio de
dieciséis horas y media no mostré signos de conciencia, aunque me llevaron a mi casa,
sita en el número 27 de la calle Crane, y se me proporcionaron los mejores cuidados
médicos.
A las tres de la madrugada del 15 de mayo abrí los ojos y comencé a hablar, pero, al
poco, el doctor y mi familia se quedaron sorprendidos por las tendencias mostradas por
mi forma de expresarme y el lenguaje empleado. Resultaba claro que no recordaba ni mi
identidad ni mi pasado, aunque, por algún motivo, intentara ocultar esta falta de
conocimiento. Mis ojos contemplaban con extrañeza a las personas que me rodeaban y
las flexiones de mis músculos faciales eran del todo inhabituales.
Incluso mi manera de hablar sonaba torpe y extraña. Utilizaba mis órganos vocales
grosera y tentativamente, y mi dicción poseía una cierta vacilación, como si hubiese
aprendido el inglés en los libros. La pronunciación sonaba en extremo extranjera,
mientras que el idioma parecía incluir tanto retazos de curiosos arcaísmos como
expresiones de una textura del todo incomprensible.
Esto último, en particular una de aquellas construcciones sintácticas, sería recordada,
incluso con espanto, por los médicos más jóvenes veinte años después. Ya que en ese
período posterior fue cuando tal frase comenzó a tener una circulación actual -primero en
Inglaterra y luego en Estados Unidos- y pese a su complejidad y su indiscutible novedad,
reproducía hasta en el menor detalle las enigmáticas palabras del extraño paciente de
Arkham de 1908.
Recuperé la fuerza física casi de inmediato, aunque necesité de una rara reeducación
para poder volver a usar mis manos, piernas y órganos corporales en general. Por esta
causa y por otras peculiaridades inherentes a mi lapso mnemónico, se me mantuvo algún
tiempo bajo vigilancia médica.
Cuando me di cuenta de que habían fracasado mis intentos de ocultar ese lapso, lo
admití sin reparo y me mostré ansioso por conseguir toda clase de información. Es más,
los doctores llegaron a pensar que había perdido interés en mi propia personalidad tan
pronto como vi que se aceptaba mi caso de amnesia como algo natural.
Advirtieron que centraba mis esfuerzos en dominar ciertos puntos de la historia, la
ciencia, el arte, el idioma y el folclore -parte de estos esfuerzos fueron tremendamente
abstrusos y parte de una infantil simplicidad-, puntos que quedaban al margen de mi
conciencia, lo que resultaba singular en muchos aspectos.
Al mismo tiempo observaron que poseía un dominio inexplicable de conocimientos casi
desconocidos, dominio que parecía más propenso a ocultar que a exhibir.
Inadvertidamente hacía referencia con una casual seguridad a acontecimientos específicos
de las épocas oscuras al margen de la historia aceptada... para, al advertir la sorpresa
producida por mis palabras, tratar de disimularlos dándoles un tono de broma. Y mi modo
de hablar del futuro en un par o tres de ocasiones provocó el temor de quienes me
escuchaban.
Estos singulares destellos no tardaron en desaparecer, aunque algunos observadores
achacaron su desaparición a cierta precaución furtiva por mi parte con el fin de evitar la
alarma que producía el extraño conocimiento que había en su trasfondo. En verdad, me
mostraba anormalmente ávido de asimilar la forma de hablar, las costumbres y puntos de
vista de la época en la que me encontraba; como si fuese un viajero estudioso llegado de
un lejano país extranjero.
En cuanto se me permitió, empecé a visitar a todas horas la biblioteca de la universidad;
y, al poco, comencé a prepararme para efectuar los singulares viajes y asistir a los cursos
especiales en universidades europeas y americanas que tantos comentarios despertaron
durante los pocos años siguientes.
En ningún momento me faltaron contactos con personas doctas, porque mi caso había
adquirido una cierta celebridad entre los psicólogos de la época. Se dieron conferencias
presentándome como un ejemplo típico de personalidad secundaria, aun cuando parecía
desconcertar a los conferenciantes, en ocasiones, con síntomas caprichosos o con algún
rastro raro de velada ironía.
Sin embargo, encontré escasamente verdaderos amigos. Algo en mi aspecto y en mi
forma de hablar parecía incitar vagos temores y aversiones en todos aquellos que me
conocían, como si yo estuviera a infinita distancia de todo lo que es normal y saludable.
Esta idea de oculto horror negro, sumada a las incalculables lagunas de un cierto
«distanciamiento», tuvo una difusión y persistencia excepcionales.
Mi familia no fue la excepción que confirma la regla. Desde el mismo instante de mi
extraño despertar, mi mujer me miró con el máximo horror y repugnancia, jurando que yo
era otro ser que había usurpado el cuerpo de su marido. Obtuvo el divorcio en 1910, y no
quiso siquiera acceder a verme después de mi vuelta a la normalidad en 1913. Mi hijo
mayor y mi hija pequeña compartieron estos sentimientos, y desde entonces no los he
visto.
Sólo Ríngate, mi segundo hijo, pareció capaz de superar el horror y la repulsión
inspirados por mi cambio. Se daba cuenta de que yo era un desconocido pero, pese a sus
ocho años de edad, se mantuvo aferrado a la esperanza de que volvería a recuperar mi
verdadera personalidad. Cuando así sucedió, me pidió que le reclamara, y los tribunales
no tardaron en concederme su custodia. En los años posteriores me ayudó en todas sus
posibilidades con los estudios hacia los que me sentía atraído y, hoy en día, cumplidos los
treinta y cinco años, es profesor de psicología en Miskatonic.
Pero no me extraña el horror que provocaba, puesto que la mentalidad, la voz y la
expresión facial del individuo que despertó el 15 de mayo de 1908 no pertenecía
Nathaniel Wingate Peaslee.
No entraré en detalles acerca de mi vida desde 19 hasta 1913, puesto que los lectores -
como hice yo mismo- pueden obtener cuanta información les sea precisa recurriendo a los
archivos de los periódicos y de las revistas científicas de la época.
Se me devolvió la administración de mis bienes, y los fui gastando poco a poco y con
prudencia en viajar y estudiar en diversos centros de enseñanza. Sin embargo, mis viajes
fueron en extremo singulares, abarcando prolongadas visitas a lugares remotos y
desolados.
En 1909 pasé un mes en el Himalaya, y en 1911 llamó la atención el que realizara un
viaje en camello por los desiertos desconocidos de Arabia. Jamás he podido averiguar lo
que ocurrió en esos viajes.
Durante el verano de 1912 fleté un barco y navegué por el Ártico, al norte de
Spitsbergen, aunque después mostré signos de desilusión.
Posteriormente, aquel mismo año, pasé varias semanas solo más allá de los límites de
anteriores y posteriores exploraciones en el vasto sistema de cavernas calcáreas de
Virginia occidental, una serie de negros laberintos tan complejos que harían ilusorio el
propósito de reconstruir mis ¡das y venidas.
Mis estancias en las universidades destacaron por una anormal y rápida asimilación,
como si la personalidad secundaria poseyese una inteligencia muy superior a la mía
propia. También he descubierto que mi capacidad de lectura y de estudio en solitario era
fenomenal. Podía dominar hasta el último detalle de un libro mirando sus páginas
mientras las iba pasando a la máxima velocidad posible; mi habilidad para interpretar
cifras complejas en un instante resultaba en verdad impresionante.
De vez en cuando, aparecían desagradables muestras de mi facultad de influir en los
pensamientos y actos de los demás, aunque parecía ser que cuidaba con esmero
minimizar las exhibiciones de esta facultad.
Otros informes aludían a mi intimidad con dirigentes de grupos ocultistas y con
estudiantes sospechosos de estar en relación con indecibles bandas de repelentes y
arcaicos hierofantes. Estos rumores, aunque en su tiempo estuviesen faltos de pruebas,
fueron indudablemente fomentados por el conocimiento general de algunas de mis
lecturas: consultaba libros raros en las bibliotecas, y esto no permitía conservar en secreto
tales consultas.
Existe la prueba tangible, en forma de notas marginales, de que estudié con
minuciosidad libros como Cultes des Goules del Conde d'Erlette, De Vermis Mysteriir de
Ludvig Prinn, Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, los fragmentos que se conservan
del extraño Libro de Eibon, y el temido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred.
También es innegable que durante el período de mi singular mutación se apreció el
desarrollo de una nueva y siniestra actividad de los cultos clandestinos.
En el verano de 1913 comencé a mostrar signos de tedio y de disminución de mi interés
y a insinuar a varios de los que se relacionaban conmigo que podía esperarse pronto algún
cambio en mí. Hablaba de recuerdos que pertenecían a mi vida anterior, aunque la mayor
parte de quienes me escuchaban no me consideraban sincero, puesto que los detalles que
daba eran casuales y podía haberlos conocido estudiando mis documentos particulares
antiguos.
A mediados de agosto regresé a Arkham y volví a abrir mi casa de la calle Crane, tanto
tiempo cerrada. instalé allí un mecanismo con el más curioso de los aspectos, construido
pieza a pieza por distintos fabricantes europeos y americanos de aparatos científicos, un
mecanismo que guardé celosamente de la vista de todo aquel con inteligencia suficiente
como para analizarlo.
Los que lo vieron, un mecánico, una criada y la nueva ama de llaves, dicen que era una
rara mezcla de palancas, ruedas y espejos, aunque sólo midiera sesenta centímetros de
alto, treinta de ancho y otro tanto de profundidad. El espejo central era convexo y
circular. Todos estos detalles los he obtenido tras hablar con tantos fabricantes de sus
partes como me fue posible localizar.
En la tarde del viernes 26 de septiembre concedí permiso al ama de llaves y a la
doncella hasta el mediodía siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas
hasta bien tarde y un hombre delgado, moreno, de curioso aspecto extranjero, llegó en
automóvil.
Sobre la una de la madrugada fueron vistas las luces por última vez. A los dos y cuarto
un policía notó que en el edificio reinaba la oscuridad, pero el vehículo del extranjero
permanecía estacionado Junto al bordillo de la acera. A las cuatro, el coche se había ido
ya.
A las seis de la madrugada una voz extranjera, titubeante, pedía por teléfono al doctor
Wilson que viniera a mi casa y me asistiera, ya que sufría un ligero desvanecimiento. Esta
llamada -una conferencia- fue localizada más tarde como realizada desde una cabina
telefónica de la Estación del Norte, en Boston, pero sin poderse hallar rastro alguno del
comunicante extranjero.
Cuando el médico llegó, me encontró inconsciente en una mecedora de la sala de estar,
con una mesita delante. Sobre el tablero de la mesita aparecían ciertos arañazos,
indicadores de que allí había estado colocado algún pesado objeto. La extraña máquina
faltaba y nunca se volvió a saber de ella. Sin duda, el extranjero delgado y moreno debió
llevársela consigo.
En la chimenea de la biblioteca se veían abundantes cenizas, con toda evidencia restos
de los papeles que escribí desde que me sobrevino la amnesia. El doctor Wilson me
encontró con una respiración muy peculiar, pero después de inyectarme un sedante mi
respiración se hizo más normal.
A las 11. 15 de la mañana del 27 de septiembre, me agité con vigor, y la hasta entonces
máscara facial que parecía como congelar los músculos de mi rostro empezó a mostrar
signos de expresión. El doctor Wilson notó que dicha expresión no correspondía a mi
personalidad secundaria, sino que tenía mayor semejanza con la de mi personalidad
normal. Sobre las 11.30 murmuré sílabas curiosísimas, sílabas que no parecían
emparentadas con ningún idioma humano. Parecía también como si luchara contra algo.
Luego, alrededor del mediodía, cuando ya habían regresado el ama de llaves y la
doncella, empecé a musitar en inglés:
-De entre los economistas ortodoxos del período, Jevons destaca una tendencia
prevalente hacia la correlación científica. Su intento de ligar el ciclo comercial de
prosperidad y depresión con el ciclo físico de las manchas solares es quizá la culminación
de...
Nathaniel Wingate Peaslee había regresado, un alma cuyo reloj marcaba todavía la
mañana de aquel jueves de 1908, cuando tenía enfrente a los adormilados alumnos de la
clase de Economía.
Capítulo II
Mi reincorporación a la vida normal fue un proceso doloroso y difícil. La pérdida de
casi cinco años crea más complicaciones de lo que uno podría imaginar y, en mi caso, era
necesario ajustar infinidad de asuntos.
Lo que me contaron de mis actos realizados desde 1908 me asombró y me perturbó,
pero traté de tomármelo lo más filosóficamente que pude. Por último, tras recobrar la
custodia de Wingate, mi segundo hijo, me instalé con él en la casa de la calle Crane y me
dispuse a reanudar mi labor docente: la universidad tuvo la gentileza de ofrecerme mi
antigua cátedra.
Comencé a trabajar en febrero, con el curso de 1914, y así seguí todo un año. Para
entonces comprendía ya la impresión que me había causado la experiencia vivida.
Aunque completamente cuerdo -eso creo- y sin secuelas en mi personalidad original,
carecía de la energía nerviosa de los viejos tiempos. Continuamente me acosaban vagos
sueños e ideas singulares y, cuando el estallido de la Guerra Mundial hizo que mi mente
enfocara su atención hacia la historia, me encontré pensando en períodos y
acontecimientos de la manera más rara posible.
Mi concepto del tiempo -mi habilidad para distinguir entre consecutividad y
simultaneidad- parecía sutilmente alterado; así que me formaba nociones quiméricas
acerca de vivir en una época y proyectar la mente por toda la eternidad para obtener el
conocimiento de épocas pasadas y futuras.
La guerra me causó impresiones extrañas, como si recordara algunas de sus remotas
consecuencias: era como si conociera su resultado y pudiese recapacitar acerca de él a la
luz de la información futura. Alcanzaba todos estos casi recuerdos con mucha dificultad y
con la sensación de que ante ellos se alzaba alguna barrera psicológica artificial.
Cuando insinué desconfiado mis impresiones a los demás, las respuestas fueron
variadas. Algunas personas me miraban incómodas, pero los miembros del departamento
de matemáticas hablaban de nuevos desarrollos en aquellas teorías de la relatividad -
discutidas por entonces sólo en círculos doctos- que más tarde se harían famosas. Decían
que el doctor Albert Einstein estaba reduciendo rápidamente el tiempo a la categoría de
una mera dimensión.
Pero los sueños y las sensaciones perturbadoras se apoderaban de mí, y así tuve que
abandonar mi trabajo habitual en 1915. Ciertas impresiones tomaban una forma enojosa,
proporcionándome la noción persistente de que mi amnesia había originado alguna clase
de intercambio maligno; que la personalidad secundaria fue en verdad una fuerza
procedente de regiones desconocidas y que mi propia personalidad quedó desplazada por
la intrusión.
Así me vi arrastrado a vagas y temibles especulaciones concernientes al paradero de mi
yo durante los años en que aquel otro estuvo en posesión de mi cuerpo. El conocimiento
curioso y la extraña conducta de aquel indeseado inquilino me turbaban cada vez más a
medida que ampliaba detalles gracias a las personas, los periódicos y las revistas.
La singularidad que confundió a los demás parecía armonizar terriblemente con cierto
transfondo de negro conocimiento que pululaba en el caos de mi subconsciente. Inicié
una febril búsqueda de retazos de información referentes a los estudios y viajes
efectuados por aquel otro ser durante los años oscuros.
Pero no todas mis dificultades tenían este carácter semi-abstracto. Estaba lo de los
sueños, y dichos sueños parecían aumentar en vividez y concreción. Dándome cuenta de
la acogida que les iban a dispensar la mayor parte de mis oyentes, raras veces los
mencionaba, excepto a mi hijo o a alguno de los psicólogos de confianza, pero en aquel
tiempo inicié un estudio científico de otros casos con el fin de ver si tales visiones eran o
no típicas entre las víctimas de amnesia.
Mis resultados, obtenidos con la ayuda de psicólogos, historiadores, antropólogos y
especialistas mentales de amplia experiencia, y con el estudio de los casos de
esquizofrenia correspondientes a los días en que se creó la leyenda de las posesiones
demoníacas y que comprendían desde ese remoto período hasta nuestro presente
médicamente realista, al principio me inquietaron más que me sirvieron de consuelo.
No tardé en descubrir que mis sueños carecían de contrapartida en la abrumadora masa
de casos de verdadera amnesia. Sin embargo, quedaba un cierto residuo de relatos que
durante años me asombró y sorprendió por su paralelismo con respecto a mi experiencia.
Algunos de estos casos correspondían a fragmentos del folclore antiguo; otros eran casos
que hacían historia en los anales de la medicina; uno o dos constituían anécdotas
oscuramente enterradas en las historias corrientes.
Parece ser que, si bien mi clase especial de afección era muy rara, casos semejantes se
habían presentado a largos intervalos casi desde el principio de los anales del hombre.
Había siglos conteniendo uno, dos o tres casos, otros siglos carecían de ellos o, por lo
menos, ninguno había llegado hasta nuestros días.
La esencia era idéntica: una persona de mentalidad aguda se veía dominada por una
vida secundaria extraña y gobernada durante un período más o menos largo por una
existencia del todo ajena, tipificada al principio por una torpeza vocal y corporal y, más
tarde, por una adquisición total de conocimiento científico, histórico, artístico y
antropológico; adquisición llevada a cabo con ansia febril y con un poder de absorción en
absoluto normal. Luego seguía un súbito retorno a la consciencia prístina, plagada
siempre a intermitencias por vagos sueños ilocalizables que sugerían fragmentos de
alguna memoria horrenda cuidadosamente confusa o anulada.
Y el estrecho parecido de aquellas pesadillas con las mías -incluso en sus mínimos
detalles- me dejaba convencido de su naturaleza significativamente típica. Un caso o dos
poseían un tono añadido de familiaridad débil y blasfema, como si hubiera tenido noticia
anterior de ellos a través de algún canal cósmico demasiado mórbido y terrible de
contemplar. En tres ejemplos se hacía mención específica de la máquina desconocida que
estuvo en mi casa antes del segundo cambio.
Otro aspecto que me preocupó durante mi investigación fue la frecuencia, mayor en
cierto modo, de casos en los que personas no afectadas de una amnesia bien definida
sufrían algún breve y elusivo vislumbre de las pesadillas típicas.
En su inmensa mayoría, estas personas eran de mente mediocre o inferior, algunas con
inteligencia tan primitiva que nadie las consideraría vehículos para la escolaridad anormal
y las adquisiciones mentales preternaturales. Durante un instante se veían inflamadas por
una fuerza ajena, luego venía un lapso de retroceso y un recuerdo nimio, que se
desvanecía con rapidez, de horrores inhumanos.
Durante el pasado medio siglo se dieron cuando menos tres de esos casos, uno apenas
quince años atrás. ¿Es que algo anduvo tanteando a ciegas por el transcurso del tiempo,
algo que procedía de cualquier insospechado abismo de la naturaleza? ¿Serían estos casos
imprecisos experimentos siniestros y monstruosos de alguna clase y autoridad más allá
por completo de toda creencia lógica?
Había unas pocas especulaciones imprecisas de mis horas débiles, fantasías inducidas
por mitos que descubrí en mis estudios. Porque no me cabía duda de que ciertas leyendas
persistentes de antigüedad inmemorial, en apariencia desconocidas por las víctimas y los
médicos relacionados con recientes casos de amnesia, formaban una sorprendente e
impresionante concatenación de lapsos de memoria iguales que el mío.
Todavía temo casi hablar de la naturaleza de los sueños e impresiones que tan
clamorosamente crecían. Parecía como si tuvieran un regusto a locura, y a veces creía que
en verdad me estaba volviendo loco. ¿Había allí un tipo especíal de espejismo que
afectaba a cuantos sufrieron lapsos de memoria? Resulta concebible que los esfuerzos de
la mente subconsciente para llenar los desconcertantes espacios en blanco con pseudorecuerdos
pudieran dar paso a extrañas divagaciones imaginativas.
Ésta era en verdad la opinión de la mayor parte de los alienistas que me ayudaron en la
búsqueda de casos paralelos y que compartían mi turbación ante los parecidos exactos
que descubríamos algunas veces, aunque por último me pareció más plausible una teoría
folclórica alternativa.
No consideraron ese estado como pura locura, sino que lo catalogaron entre los
desórdenes neuróticos. Mi trayectoria en el intento de seguir su rastro y analizarlo, en vez
de tratar vanamente de apartarlo de mis pensamientos u olvidarlo, fue considerada
correcta por los científicos, puesto que concordaba con los más acreditados principios
psicológicos. Di un valor particular al consejo de aquellos médicos que me habían
estudiado durante el período en que estuve poseído por otra personalidad.
Mis primeras perturbaciones no fueron visuales sino referentes a las materias más
abstractas que ya he mencionado. Había también la sensación de profundo e inexplicable
horror referente a mí mismo. Nació en mí una rara repulsión a ver mi figura, como si mis
ojos la encontraran de algún modo ajena e inconcebiblemente repelente.
Cuando bajaba la vista y contemplaba la familiar forma humana con su traje azul o gris
discreto, sentía siempre un curioso alivio, aunque para lograr tal alivio había tenido que
superar un temor infinito. Evitaba los espejos en cuanto me era posible, y siempre acudía
al barbero para afeitarme
Pasó mucho tiempo antes de que relacionara cualquiera de estas sensaciones
desanimadoras con las fugaces impresiones visuales que comenzaron a desarrollarse. La
primera correlación de esta especie se refería a la peculiar sensación de que en mi
memoria había una barrera externa y artificial que restringía sus alcances.
Noté que los retazos de visión que yo experimentaba poseían un significado profundo y
terrible y una relación acongojante conmigo mismo, pero que alguna influencia de
definido propósito me impedía entender ese significado y su relación. Luego vino la
singularidad referente al elemento tiempo, y con ella los esfuerzos desesperados por
situar en su molde cronológico y espacial los fragmentarios atisbos obtenidos en los
sueños.
En sí mismos, los atisbos eran al principio más extraños que horribles. Me parecía estar
en una enorme cámara abovedada cuyas elevadas entrañas pétreas se perdían en las
sombras de lo alto. Fuera cualquiera el tiempo o lugar de la escena, los principios del arco
eran conocidos y empleados tan extensamente como en la época de los romanos.
Había colosales ventanas redondas y altas puertas arqueadas y pedestales o mesas cuya
parte superior alcanzaba la altitud de una habitación corriente. Vastas estanterías de
madera oscura cubrían las paredes, conteniendo lo que parecían ser volúmenes de
inmenso tamaño con extraños jeroglíficos en sus lomos.
La sillería al descubierto tenía unas curiosas tallas esculpidas, siempre en diseños
curvilíneos matemáticos, y se veían inscripciones a cincel con los mismos caracteres que
mostraban los libros. La oscura albañilería en granito pertenecía a un monstruoso tipo
megalítico, con filas de bloques convexos por su parte superior que encajaban en las
estructuras de base cóncava que descansaban sobre ellos.
No había sillas, pero las superficies altas y planas de los enormes pedestales o taburetes
estaban cubiertas de libros, papeles y lo que semejaban ser útiles para escribir, recipientes
de singulares formas hechos con un metal purpúreo y varillas cuyas puntas estaban
manchadas o tintadas. Pese a la altura de esos pedestales, a veces era capaz de verlos
desde encima. Sobre algunos había grandes globos de cristal luminoso que hacían el
papel de lámparas, y máquinas inexplicables compuestas por tubos vítreos y palancas de
metal.
Las ventanas estaban acristaladas y entrecruzadas por barrotes de recia apariencia.
Aunque no me atrevía a asomarme y mirar por ellas, desde donde estaba distinguía las
ondulantes copas de singulares helechos arbóreos. El suelo estaba formado por enormes
losas octogonales, mientras que se notaba una ausencia absoluta de alfombras y
cortinajes.
Más tarde, tuve visiones en las que recorría corredores ciclópeos de piedra y subía y
bajaba por gigantescos planos inclinados de la misma albañilería monstruosa. No había
escaleras por ninguna parte, ni pasillos de menos de diez metros de anchura. Algunas de
las construcciones por las que flotaba debían de elevarse centenares de metros en el cielo.
Debajo había una multitud de pisos de negras bóvedas y trampillas que nunca se abrían,
cerradas con flejes metálicos y que contenían imprecisas sugerencias de algún peligro
especial.
Parecía estar prisionero, y un horror impregnaba todo lo que estaba al alcance de mi
vista. Presentí que los burlones jeroglíficos curvilíneos trazados en las paredes habrian
desintegrado mi alma de no estar protegido por una piadosa ignorancia acerca de su
significado.
Mis sueños posteriores incluían vistas desde las grandes ventanas redondas y desde el
titánico techo o terraza superior plano, con sus curiosos jardines, amplia zona despejada y
alta barandilla de piedra festoneada, techo o terraza al que conducían la mayor parte de
los planos inclinados.
Se distinguían infinitos kilómetros de edificios gigantescos, cada uno con su jardín y
bordeando carreteras pavimentadas de más de sesenta metros de anchura. Diferían mucho
de su aspecto, pero se veían pocos que tuviesen menos de cincuenta metros de longitud
en el lado de su base cuadrangular y que no llegaran a los trescientos metros de altura. La
mayoría aparecían tan descomunales que su fachada podía superar el kilómetro de ancho,
mientras que otros alcanzaban alturas montañosas en el cielo gris y cubierto de masas de
vapor.
Principalmente parecían ser de piedra o cemento, y muchos mostraban el curioso tipo
de albañilería curvilínea característica del edificio que me albergaba. Los tejados eran
planos y ajardinados, con una tendencia a poseer barandillas festoneadas. A veces se
distinguían terrazas y pisos más altos, con amplios espacios despejados entre los jardines.
Las grandes carreteras ofrecían atisbos de movimiento, pero en las visiones iniciales me
fue imposible concretar estas impresiones.
En ciertos lugares distinguí enormes torres cilíndricas, oscuras, cuya altura superaba la
de cualquier otro edificio. Parecían poseer una naturaleza particular sin mostrar señales
del paso de los años y de la erosión. Estaban construidas a base de un singular tipo de
sillería basáltica de forma cúbica y con una leve conicidad más marcada al llegar a sus
redondos remates superiores. En ninguna de ellas se veía rastro de ventanas u otras
aberturas, excepto las enormes puertas de acceso. Me fijé también en algunos edificios
más bajos -todos ruinosos por la huella climatológica de los eones transcurridos- que se
parecían en su arquitectura básica a las mencionadas torres cilíndricas y oscuras. En tomo
a todas estas aberrantes masas de albañilería cúbica pendía un aura inexplicable de
amenaza y temor concentrados, como el que emanaba de las cerradas trampillas.
Los omnipresentes jardines casi causaban terror por su extrahumana configuración,
puesto que mostraban singulares y desconocidas formas de vegetación oscilando sobre
senderos bordeados por monolitos cubiertos de extraños bajorrelieves. Predominaban los
helechos anormalmente grandes, algunos verdes y otros con una fantasmal palidez
fungosa.
Entre ellos se alzaban grandes cosas espectrales parecidas a los cálamos, cuyos tallos o
troncos semejantes al bambú alcanzaban una altura fabulosa. Estaban luego las formas
amazorcadas, como si fueran umbelas fabulosas, y grotescos matorrales verdeoscuros y
árboles de aspecto conífero.
Las flores eran pequeñas, incoloras e irreconocibles; florecían en macizos geométricos,
en medio de una gran cantidad de verdor.
En unos cuantos jardines de terrazas y tejados se distinguían floraciones mayores y más
vívidas, de contornos casi ofensivos y aspecto que sugería cultivo artificial. Hongos de
tamaño inconcebible, de raro y moteado color, salpicaban la escena con una regularidad
de formaciones que presuponía la existencia de alguna desconocida pero reglamentada
tradición hortícola. En los jardines mayores, el suelo parecía transpirar algún intento de
conservar las irregularidades naturales, pero en los de los tejados y terrazas había más
selectividad y pruebas más evidentes del arte de la jardinería.
El cielo aparecía casi siempre húmedo y nuboso, en ocasiones hasta pude presenciar
tremendas lluvias. De vez en cuando, sin embargo, se podía distinguir con brevedad el sol
-su tamaño parecía anormalmente grande- y también la luna, cuyas manchas grisáceas
poseían una cierta diferencia con las normales que nunca logré comprender. Cuando,
rarísimas veces, el cielo nocturno aparecía despejado, contemplaba constelaciones
irreconocibles para mí. Contornos conocidos se aproximaban en ocasiones a los visibles,
pero raramente se les podía igualar a los que formaban los agrupamientos estelares de
aquel desconocido firmamento; y, por la posición de los pocos grupos que logré
reconocer, creí estar en el hemisferio meridional terrestre, cerca del Trópico de
Capricornio.
El horizonte aparecía siempre brumoso y confuso, pero pude distinguir las grandes
junglas de criptógamas, cálarnos, lepidodendros y sigiliarias que se extendían a las
afueras de la ciudad, con su fantástico follaje ondeando burlón bajo los vapores
cambiantes. De cuando en cuando, se advertía algo de movimiento en el cielo, pero esas
visiones imprecisas nunca concretaron su especie o calidad.
En el otoño de 1914 comencé a tener sueños infrecuentes de extraños vuelos sobre la
ciudad y por las regiones circundantes. Vi interminables carreteras que cruzaban bosques
de impresionante vegetación, de troncos aflautados, abigarrados y agrupados, y pasé por
otras ciudades tan singulares como la que se me aparecía con persistencia.
Vi construcciones monstruosas de piedra negra o iridiscente en sotos y claros donde
reinaba un perpetuo crepúsculo, y atravesé largas calzadas sobre pantanos tan oscuros que
apenas pude distinguir algo de húmeda y crecida vegetación.
Una vez divisé una zona de innumerables kilómetros sembrada de antiguas ruinas cuya
arquitectura original era la de las torres sin ventanas y de cima redondeada que se veían
en la ciudad habitual dentro de mis pesadillas.
En otra ocasión vi el mar una ¡limitada extensión espumosa, más allá de los colosales
muelles pétreos de una ingente ciudad de cúpulas y arcos. Grandes e informes
sugestiones de sombra se movían por él y, de trecho en trecho, su superficie se veía rota
por anómalos surtidores.
CAPÍTULO III

Como ya he dicho, estas visiones extravagantes no comenzaron conteniendo de
inmediato su cualidad aterradora. Cierto que muchas personas han soñado
intrínsecamente cosas más extrañas, cosas compuestas por deslavazados retazos de la
vida cotidiana, películas y lecturas, dispuestos en fantásticas formas novelescas por los
incontrolables caprichos del sueño.
Durante algún tiempo acepté las visiones como cosa natural, pese a que nunca había
sido un soñador extravagante. Muchas de las vagas anomalías, argüí, debían de proceder
de fuentes triviales demasiado numerosas para ser individualizadas; mientras que otras
parecían reflejar un conocimiento textual común de plantas y otras condiciones del
mundo primitivo de hace ciento cincuenta millones de años, el mundo del período
Pérmico o de la era Triásica.
Sin embargo, en el transcurso de algunos meses, el elemento terrorífico apareció con
fuerza acumulativa. Fue entonces cuando los sueños comenzaron a tener
indefectiblemente el aspecto de recuerdos y cuando mi mente empezó a relacionarlos con
mis crecientes perturbaciones abstractas, la sensación de barrera mnemónica, las curiosas
impresiones referentes al tiempo, la noción de odioso intercambio con mi personalidad
secundaria habido desde 1908 a 1913 y, bastante después la inexplicable repugnancia que
me inspiraba mi propia persona.
Ciertos detalles definidos empezaron a entrar en los sueños, y aumentaron su horror un
millar de veces, hasta que en octubre de 1915 comprendí que debía hacer algo.
Entonces inicié el estudio intensivo de otros casos de amnesia y visiones, creyendo con
ello que podría objetivizar mi afección y librarme de su agobio emocional.
Sin embargo, como dije antes, el resultado fue al principio casi exactamente lo
contrario. Me turbaba una enormidad hallar que mis sueños habían sido duplicados con
exactitud; en especial debido a que algunos de los relatos eran demasiado antiguos para
admitir ningún conocimiento geológico por parte del paciente, por lo que no podía tener
idea alguna acerca de los paisajes primitivos.
Aún más, muchos de esos relatos proporcionaban detalles y explicaciones horribles en
relación con las visiones de grandes edificios y jardines selváticos... y otras cosas. Las
visiones actuales y las vagas impresiones eran ya malas de por sí, pero lo que se
insinuaba o afirmaba en algunos otros soñadores tenía el regusto de la locura y la
blasfemia. Peor todavía, mi propia pseudomemoria se vela incitada hacia sueños más
extravagantes y atisbos de inminentes revelaciones. Y, sin embargo, la mayoría de los
doctores aprobaron mi actitud en su totalidad y la catalogaron como la más aconsejable.
Estudié sistemáticamente psicología y, bajo los estímulos frecuentes, mi hijo Wingate
hizo lo mismo; sus estudios, con el tiempo, le llevaron a su profesorado actual. En 1917 y
1918 seguí cursos especiales en Miskatonic. Mientras, mi examen de los archivos
médicos, históricos y antropológicos se hizo incansable, y abarcó viajes a lejanas
bibliotecas e incluyó por último la lectura de los repelentes libros que trataban de
costumbres prohibidas en los que mi personalidad secundaria tanto se había interesado.
Algunos de ellos eran los ejemplares que consulté en mi estado alterado, y me perturbó
sobremanera el ver ciertas notas marginales y correcciones ostensibles de pasajes de sus
textos hechas en una escritura e idioma que parecían singularmente inhumanos.
Las anotaciones estaban hechas en los respectivos idiomas de los distintos libros,
idiomas que parecía conocer con una facilidad académica evidentemente igual. Una nota
en el Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, sin embargo, estaba en otro idioma. Se
componía de ciertos jeroglíficos curvilíneos trazados con la misma tinta que la empleada
en las correcciones del alemán, pero sin seguir ningún sistema conocido por la
humanidad. Y tales jeroglíficos estaban estrecha e inconfundiblemente emparentados con
los caracteres que veía en mis sueños, caracteres cuyo significado a veces creía saber, o
que estaba al borde mismo de recordar.
Para completar mi negra confusión, muchos bibliotecarios me aseguraron que, vistos
los registros de lectores y de consultas de los libros en cuestión, todas las anotaciones
debían de haber sido hechas por mí cuando me encontraba en mi estado de personalidad
secundaria. Esto pese al hecho de que yo ignoraba y sigo ignorando tres de los idiomas
involucrados. Reuniendo las dispersas relaciones, antiguas y modernas, antropológicas y
médicas, encontré una consistente mezcla de mito y alucinación cuya extensión y
extravagancia me dejó profundamente confuso. Sólo una cosa me consolaba: el hecho de
que los mitos fuesen tan antiguos. No puedo ni conjeturar qué conocimiento perdido
hubieran comportado las imágenes del Paleozoico o el Mesozoico en el contexto de
aquellas fábulas primitivas; pero allí estaban las imágenes. Así, existía una base para la
formación de un tipo fijo de alucinación.
No hay duda de que los casos de amnesia crean el modelo general del mito, pero luego
los caprichosos crecimientos de los mitos han debido de reaccionar en los pacientes
amnésicos coloreando sus pseudorrecuerdos. Durante mi lapso de memoria, había leído u
oído todo lo referente a los antiguos relatos, mi indagación lo había demostrado con
amplitud. ¿No resultaba pues natural que mis sueños posteriores y mis impresiones
emocionales quedaran moldeados y coloreados por lo que retenía sutilmente mi memoria
de las experiencias «vividas» en mi estado secundario?
Unos cuantos de esos mitos tenían relaciones significativas con otras brumosas
leyendas del mundo prehumano, en especial aquellas narraciones hindúes que abarcaban
espacios de tiempo anonadadores y formaban parte del caudal cultural folclórico de los
teósofos modernos.
El mito primitivo y las quimeras modernas se unificaban al asumir que la humanidad es
solo una -quizá la más insignificante- de las razas dominantes y en extremo
evolucionadas que ha habido en la larga y desconocida carrera de nuestro planeta. Ambas
implicaban que cosas de formas inconcebibles habían erigido torres hasta el cielo y
hurgado en cada secreto de la naturaleza antes de que el primer antepasado anfibio del
hombre hubiese salido del cálido mar hace trescientos millones de años.
Algunas de estas «cosas» habían venido de las estrellas; unas cuantas eran tan viejas
como el propio cosmos; otras se habían desarrollado con rapidez a partir de gérmenes
terrestres tan distantes en el pasado de los primeros gérmenes de nuestro ciclo vital como
estos gérmenes antecesores lo están con respecto a nosotros mismos. El transcurrir de
millares de millones de años y las relaciones con otras galaxias y universos se
mencionaban como datos característicos. En realidad, la noción «tiempo», tal y como la
concibe la mente humana, no existe.
Pero la mayoría de los relatos e impresiones se referían a una raza relativamente
reciente, de forma singular e intrínseca, que no se parecía a ninguna forma viva conocida
por la ciencia, que existió hasta sólo cincuenta millones de años antes de la aparición del
hombre. Ésta, indicaban, fue la raza más grande de todas porque había sido la única que
conquistó el secreto del tiempo.
Aprendió todas las cosas que se supieron o llegarán a saberse en la Tierra, gracias a la
facultad que poseían sus mentes más agudas de proyectarse en el pasado y el futuro,
incluso atravesando abismos de millones de años, para estudiar el caudal cultural de cada
época. De los logros de esta raza surgieron todas las leyendas, incluyendo las de la
mitología humana.
En sus enormes bibliotecas había volúmenes de textos e ilustraciones que contenían los
anales completos de la Tierra, historias y descripciones de cuantas especies han existido o
existirán, con detallados historiales de sus artes, logros, idiomas y psicologías.
Con este conocimiento que abarcaba eones, la Gran Raza eligió de cada era y forma de
vida cuantos pensamientos, artes y procesos convinieran a su propia naturaleza y
situación. El conocimiento del pasado, obtenido por una especie de proyección mental
extrasensorial, era más difícil de cosechar que el conocimiento del futuro.
En este último caso, el camino resultaba más fácil y material. Con la adecuada ayuda
mecánica, una mente se proyectaba hacia adelante, en el tiempo, tanteando su impreciso
camino extrasensorial hasta que desembocaba en el período deseado. Luego, tras una
serie de pruebas preliminares, se apoderaba del mejor. Penetraba en el cerebro del
organismo e instalaba sus propias vibraciones, mientras que la mente desplazada se veía
obligada a retroceder hasta el período del desplazante y a permanecer en el cuerpo de este
último hasta que se iniciaba el proceso inverso.
El intelecto proyectado dentro del cuerpo del organismo del futuro se hacía pasar por
miembro de la raza cuya forma externa utilizaba, y asimilaba lo más rápido posible todo
cuanto hubiera que aprender en la era elegida, junto con el conjunto de información y las
técnicas.
Mientras, la mente desplazada, obligada a retroceder hasta la época del desplazante y
habitando en el cuerpo de éste, quedaba celosamente guardaba. Se le impedía que causara
daño alguno al cuerpo en que se alojaba, y se le extraían todos sus conocimientos
mediante expertos interrogadores. A menudo las preguntas se le hacían en su propio
idioma, siempre y cuando, claro está, las investigaciones previas en el futuro hubiesen
traído registros de ese lenguaje.
Si el intelecto procedía de un cuerpo cuyo idioma no pudiera reproducir físicamente la
Gran Raza, se construían
máquinas ingeniosas en las que el lenguaje extraño era interpretado como si se tratara
de la partitura interpretada con algún instrumento musical.
Los miembros de la Gran Raza eran inmensos conos rugosos de unos tres metros de
altura, con la cabeza y otros órganos dispuestos en los extremos de una serie de miembros
distensibles, de unos treinta centímetros de grosor, que se extendían a partir de sus cimas.
Hablaban chasqueando o arañando sus enormes zarpas o garras, articuladas al final de
dos de sus cuatro miembros, y caminaban por la expansión y contracción de una capa
viscosa situada en la parte inferior de sus bases, que a su vez tenían un diámetro de casi
tres metros.
Cuando el resentimiento y la sorpresa de la mente cautiva se habían disipado -en el caso
de que procediera de un cuerpo esencialmente distinto al del miembro de la Gran Raza- y
perdía parte de su horror hacia aquella forma temporal nada familiar, se le permitía
estudiar su nuevo medio ambiente y gozar de un asombro y una sabiduría aproximados a
los que sintiera su desplazador.
Con las precauciones adecuadas y a cambio de los convenientes servicios, se le permitía
circular por todo el mundo habitable a bordo de aeronaves gigantes o en los enormes
vehículos en forma de. barco, con motor atómico, que cruzaban las grandes carreteras,
se le daba libre acceso a las bibliotecas que contenían los archivos del pasado y el futuro
del planeta.
Esto servía para que muchas mentes cautivas se reconciliaran con su suerte, puesto que
pertenecían a seres de agudo intelecto, y para tales cerebros siempre constituye la
suprema experiencia de la vida, pese a los horrores abismales a menudo desvelados, el
conocimiento de los ocultos misterios de la Tierra, capítulos cerrados de pasados
inconcebibles y de vórtices abrumadores del tiempo futuro que incluían los años
venideros con respecto a sus épocas propias y naturales.
De vez en cuando, a ciertas mentes cautivas se les permitía reunirse con otros intelectos
capturados del futuro, para intercambiar pensamientos con entidades conscientes de cien,
mil o un millón de años anteriores o posteriores a sus épocas. Y a todos se les apremiaba
para que escribiesen abundantemente en su idioma, contando cosas de sí mismos y de sus
períodos respectivos, para guardar después tales documentos en los grandes archivos
centrales.
Podría añadirse que existía un tipo especial de cautivo con privilegios muy superiores a
los demás. Pertenecían a ese tipo los exilados moribundos permanentes, cuyos cuerpos en
el futuro habían sido ocupados por supercerebros de la Gran Raza que, enfrentados a la
muerte, buscaban escapar de la extinción mental.
Esa especie de melancólicos exilados no eran tan abundantes como podría suponerse,
puesto que la longevidad de la Gran Raza hacía disminuir su amor por la vida, en especial
entre aquellos intelectos superiores capaces de la proyección mental. Muchos de los
cambios de personalidad advertidos últimamente en la historia, incluyendo también la
historia de la humanidad, tenían su origen en esos casos e proyección permanente de
mentes más antiguas.
En cuanto a los casos normales de exploración, cuando la mente desplazante había
aprendido lo que deseaba en el futuro, construía un aparato como el que le sirviera para
iniciar el viaje e invertía el proceso de proyección. Una vez más no tardaría en
encontrarse en su propio cuerpo y época, mientras que la mente cautiva regresaba a aquel
cuerpo en el futuro que le pertenecía por derecho natural.
Sólo cuando uno u otro de los cuerpos había muerto durante el intercambio se hacía
imposible la restauración. En tales casos, evidentemente, la mente exploradora tenía -al
igual que los que buscaban escapar de la muerte que vivir toda su existencia en un cuerpo
extraño del futuro; y, viceversa, la mente cautiva, como en el caso de los exiliados
moribundos permanentes, tenía que acabar sus días en la forma y época pasada
correspondientes a la Gran Raza.
Este destino era menos horrible cuando la mente cautiva pertenecía también a la Gran
Raza, cosa no infrecuente, puesto que en todos sus períodos esa raza se preocupó
muchísimo por su futuro. El número de exiliados moribundos permanentes de la Gran
Raza era mínimo, sobre todo porque los moribundos comportaban tremendos castigos
implícitos a los desplazamientos de futuros intelectos de la Gran Raza.
Mediante la proyección se establecían acuerdos para aplicar tales castigos a las mentes
delincuentes en sus nuevos cuerpos del futuro, llegando en ocasiones a efectuarse
reintercambios forzados.
Se dieron casos, pronto rectificados, de desplazamientos de mentes exploradoras o ya
cautivas por otros intelectos en diversas regiones del pasado. En cada edad, desde el
descubrimiento de la proyección mental, un diminuto elemento, aunque bien identificado,
de la población se componía de mentes de la Gran Raza procedentes de épocas pasadas
que disfrutaban de estancias más o menos largas.
Cuando una mente cautiva de origen extranjero era devuelta a su propio cuerpo en el
futuro, se le extraía, mediante un complicado mecanismo de hipnosis, todo cuanto
hubiera aprendido en la era de la Gran Raza, lo que se hacía a causa de ciertas
consecuencias molestas inherentes al transporte general hacia el futuro de grandes
cantidades de conocimiento.
Los pocos casos existentes de transmisión clara habían causado, y causarían en
determinados tiempos futuros, enormes desastres. Y fue precisamente como consecuencia
de dos de estos casos -según los viejos mitos- que la humanidad averiguó lo referente a la
Gran Raza.
De cuantas cosas sobrevivían de manera física y directa de aquel mundo eones distante,
quedaban tan sólo ciertas ruinas de grandes piedras en lugares remotos y bajo el mar, y
fragmentos del texto del impresionante Manuscrito Pnakótico.
Así pues, la mente que regresaba llegaba a su época con sólo la visión más débil y
fragmentaria de lo que había experimentado durante su cautiverio. Todos los recuerdos
borrables eran borrados, de forma que, en la mayoría de los casos, únicamente un sueño
oscuro y confuso se extendía hasta el momento en que se produjo el primer intercambio.
Algunos intelectos recordaban más que otros, y la posibilidad de agrupar memorias raras
veces comportó atisbos del prohibido pasado en épocas futuras.
Con toda probabilidad hubo un tiempo en que algunos grupos o cultos secretos
acogieron y fomentaron estos atisbos. En el Necronomicón se sugería la presencia entre
los seres humanos de dicho culto; culto que, a veces, ayudaba a las mentes que
descendían por el camino de los eones desde los días de la Gran Raza.
Y, mientras, la Gran Raza se acercaba mucho a la omnisciencia y se dedicaba a la tarea
de preparar intercambios con los intelectos de otros planetas, para explorar sus pasados y
sus futuros. Se intentaba averiguar el pasado y el origen de aquel globo negro, muerto
hacía eones, sito en el lejano espacio, del que procedía la herencia mental de la Gran
Raza, porque la mente de esta Gran Raza era mucho más antigua que su forma corporal.
Los seres de un mundo moribundo, más viejo, conocedores de los últimos secretos,
tuvieron la previsión de buscar un planeta nuevo con especies donde pudieran tener una
larga vida, y así, en masa, enviaron sus mentes hasta el interior de aquella raza futura
mejor adaptada para albergarles, los seres en forma de cono que poblaron nuestra Tierra
hace mil millones de años.
Y así cobró ser la Gran Raza, mientras que la miríada de mentes enviadas hacia atrás, al
pasado, fue abandonada para morir en el horror de formas corporales que le eran
extrañas. Más tarde, la raza volverla a enfrentarse a la muerte, pero sobreviviría gracias a
otra migración al futuro, realizada por sus mejores intelectos que ocuparían cuerpos de
otros individuos poseedores de una mayor longevidad.
Tal era el transfondo de entrelazadas leyendas y alucinaciones. Cuando, en 1920,
efectué de manera coherente mis investigaciones, sentí una leve disminución de la tensión
que se había incrementado en sus primeras etapas. Después de todo, pese a las fantasías
originadas por las ciegas emociones, ¿acaso la mayoría de mis fenómenos no tenían una
fácil explicación? Cualquier casualidad pudo haber orientado mi mente hacia los estudios
de las ciencias ocultas u oscuras, durante mi amnesia, y entonces leí las leyendas
prohibidas y conocí a los miembros de cultos antiguos y mal considerados. Eso, con toda
certeza, proporcionó material para los sueños y sensaciones perturbadoras que me
sobrevinieron al recuperar la memoria.
En cuanto a las notas marginales hechas utilizando los jeroglíficos que «viera» en mis
sueños y el hecho de que, consultara libros escritos en idiomas que me eran desconocidos
se explica considerando que pude haber estudiado tales lenguas durante mi estado
secundario, mientras que los jeroglíficos fueron frutos de mi fantasía nacidos de las
descripciones de las leyendas antiguas, entretejidas después en mis pesadillas. Procuré
comprobar algunos detalles durante mis conversaciones con famosos practicantes del
ocultismo, pero sin lograr nunca establecer las relaciones apropiadas.
A veces, el paralelismo de tantos casos en épocas muy separadas entre sí seguía
preocupándome como al princípio, pero, por otra parte, me decía que el folclore excitante
resultaba sin duda más universal en el pasado que en la época presente.
Con toda probabilidad, las otras víctimas cuyos casos se asemejaban al mío habían
tenido un amplio y familiar conocimiento de los relatos que yo conocí sólo cuando me
hallaba en mi estado secundario. Al perder la memoria estas víctimas, se asociaron a sí
mismas con las criaturas de los mitos de su país -los fabulosos invasores que se suponía
desplazaban las mentes de los hombres-, y así iniciaron procesos de investigación para
obtener un conocimiento que creían que les podría hacer retroceder hasta un pasado
ilusorio no humano.
Luego, al recuperar la memoria, invertían su proceso asociativo y se creían antiguos
intelectos cautivos en vez de ser las mentes desplazadas. Con esta base, los sueños y
pseudorrecuerdos seguían la norma mítica convencional.
A pesar de lo confuso de estas explicaciones, llegaron por último a desplazar en mí a
todas las demás, principalmente por la mayor debilidad lógica de cualquier otra teoría. Y
estuvo de acuerdo conmigo un buen número de eminentes psicólogos y antropólogos.
Cuanto más reflexionaba, más convincente me parecía ese razonamiento; hasta que, al
final, creí tener una defensa efectiva contra las visiones e impresiones que seguían
produciéndose en mí. ¿Que de noche veía cosas extrañas? Eran, simplemente, las que
había leído u oído hablar durante el día. ¿Que tenía singulares fobias y perspectivas y
pseudorrecuerdos? También constituían meros ecos de mitos asimilados en mi estado
secundario. Nada de cuanto pudiera soñar, nada de cuanto pudiera sentir, tenía
significado actual y auténtico.
Fortalecido por esta filosofía, tras mejorar mucho en mi equilibrio nervioso, aunque las
visiones -más todavía que las impresiones abstractas- se iban haciendo más frecuentes y
con detalles más perturbadores, decidí prescindir de sus influencias. En 1922 me sentí
con fuerzas para reanudar un trabajo regular y empleé mi recién adquirido conocimiento
de manera práctica, aceptando la plaza de profesor de psicología en la universidad.
Mi antigua cátedra de economía política hacía tiempo que estaba ya cubierta de forma
adecuada, además de que los métodos de enseñanza de las ciencias económicas habían
cambiado mucho desde el día en que caí «enfermo». Por aquella época, mi hijo iniciaba
sus estudios de doctorado, precisamente los que le llevaron a su actual cátedra, así que
trabajamos juntos durante mucho tiempo
.
Capítulo IV
Continué, no obstante, llevando un cuidadoso registro de los «otros» sueños que
continuaban acosándome tan densa y vívidamente. Ese registro, argüía, era de un valor
genuino como documento psicológico. Los atisbos seguían conservando su condenado
parecido con los recuerdos, aunque luché por reprimir esta impresión con bastante éxito.
Al escribir, trataba las cosas fantasmales como si las hubiera visto; pero en todos los
demás momentos procuraba apartarlas de mí al catalogarlas como nimias ilusiones
nacidas en la noche. En conversación normal, nunca mencioné tales materias; aunque
algunos informes acerca de ellas, filtrándose como suele suceder en casos parecidos,
provocaron vanos rumores concernientes a mi salud mental. Resulta chocante pensar que
tales rumores quedaban reducidos a personas vulgares, legos en la materia, sin que los
acogiera ningún médico o psicólogo.
De mis visiones posteriores a 1914 mencionaré poco, puesto que informes más
completos e historiales clínicos quedan a disposición del estudiante concienzudo. Es
evidente que, con el tiempo, las curiosas inhibiciones se difuminaron en cierto modo,
porque el alcance de mis visiones se incrementó considerablemente. Sin embargo, éstas
nunca llegaron a ser nada más que fragmentos descoyuntados sin clara motivación
aparente.
Dentro de los sueños, parecía que yo adquiría una libertad de movimiento cada vez
mayor. Flotaba por muchos edificios extraños de piedra, yendo de uno a otro por los
largos y colosales pasadizos subterráneos que parecían constituir las vías de tránsito
comunes. A veces me tropezaba con aquellas gigantescas trampillas cerradas sitas en la
planta más baja y de las que parecía emanar un aura de prohibición y miedo.
Vi enormes piscinas o estanques cuadrados y salas con curiosos e inexplicables
utensilios de infinidad de formas y dimensiones. Había luego las colosales cavernas de
complicada maquinaria cuyo contorno y propósito eran del todo extraños para mí y cuyo
sonido se manifestó sólo al cabo de muchos años de soñar. Debo resaltar aquí que la vista
y el oído fueron los únicos sentidos de los que me valía en el mundo de las visiones.
El verdadero horror comenzó en mayo de 1915, cuando vi por primera vez las cosas
vivientes. Eso fue antes de que mis estudios me hubieran enseñado lo que, en vista de los
mitos y de los casos históricos, podía esperar. Teniendo bajadas mis barreras mentales,
contemplé grandes masas de fino vapor en varias partes del edificio y abajo, en las calles.
Los vapores se fueron haciendo más sólidos y distintos, hasta que, por último, pude
distinguir sus contornos monstruosos con incómoda facilidad. Parecían enormes conos
indiscentes, de unos tres metros de altura y otros tres de ancho en la base, hechos de una
materia rugosa, escamosa, semielástica. De sus cimas se proyectaban cuatro miembros
cilíndricos flexibles, de unos treinta centímetros de grosor cada uno, de la misma materia
rugosa que los conos.
Estos miembros aparecían a veces contraídos casi hasta la nada y en otras se extendían,
llegando a alcanzar una longitud de tres metros. En la punta de dos de ellos había
enormes zarpas o pinzas. Un tercero finalizaba con cuatro apéndices rojos en forma de
trompeta. El cuarto terminaba en un globo amarillento, irregular, de unos sesenta
centímetros de diámetro, con tres grandes ojos oscuros dispuestos a lo largo de su
circunferencia, digamos, ecuatorial.
Culminando la cabeza destacaban cuatro pedúnculos esbeltos, de color gris, con
apéndices semejantes a flores, mientras que en su parte inferior colgaban ocho verdosas
antenas o tentáculos. La gran base del cono central estaba rebordeada por una sustancia
gris, gomosa, que movía a todo el ser mediante su expansión y contracción.
Sus acciones -aunque inofensivas- me horrorizaban más que su aspecto, porque no
resultaba satisfactorio ver a objetos monstruosos realizando lo que uno sólo ha visto hacer
a seres humanos. Esos objetos se movían con inteligencia por las grandes salas, tomando
libros de las estanterías y llevándolos a las enormes mesas, o viceversa, y a veces
escribiendo con una peculiar barra o varilla aferrada entre los tentáculos verdosos de la
cabeza. Las colosales pinzas se empleaban para el transporte de los libros y en la
conversación; el habla se componía de una especie de chasquidos.
Los objetos no iban vestidos, pero llevaban unas bolsas o mochilas colgadas de lo alto
del tronco cónico. Por lo general llevaban la cabeza y su miembro soporte a la altura de la
cima del cono, aunque era frecuente verla más alta o más baja.
Los otros tres grandes miembros tenían tendencia a caer descansando a los lados del
cono, reducidos a la longitud de metro y medio, cuando no se utilizaban. Por su
capacidad de lectura, escritura y manejo de las máquinas -las de las mesas parecían en
cierto modo relacionadas con los pensamientos- deduje que su inteligencia era
enormemente superior a la del hombre.
Después los vi por doquier, pululando por todas las grandes cámaras y corredores,
atendiendo a monstruosas máquinas en criptas abovedadas y marchando raudos por las
carreteras a bordo de gigantescos coches en forma. de barco. Dejé de tenerles miedo,
porque parecían formar par-te natural de su medio ambiente.
Comencé a distinguir diferencias individuales entre ellos, y unos pocos parecían estar
bajo alguna especie de restricción. Estos últimos, aunque no mostraban variación física,
tenían una diversidad de gestos y hábitos que les destacaban no sólo de la mayoría, sino
que sobre todo les daban carácter individual.
Escribían muchísimo en lo que para mi nublada visión parecía ser una enorme variedad
de caracteres, nunca en los típicos jeroglíficos curvilíneos que utilizaba la mayoría.
Advertí que unos cuantos empleaban nuestro alfabeto familiar. Casi la totalidad de estos
individuos trabajaba más despacio que la masa en general de los seres.
Durante este tiempo, mi papel en los sueños parecía ser el de una consciencia
incorpórea con un alcance de visión superior a lo normal, flotando libre por los
alrededores, pero confinada a las avenidas y velocidades de tránsito comunes. Hasta
agosto de 1915 no comenzaron a hostigarme las sugestiones de corporeidad. Digo
hostigar porque la primera fase fue una pura asociación abstracta, aunque infinitamente
terrible, de mis anteriores fobias hacia mi cuerpo con las escenas de mis visiones.
Hubo una temporada en la que mi interés principal durante los sueños era evitar
mirarme, y recuerdo lo que me aliviaba la ausencia total de grandes espejos en las
extrañas habitaciones. Pero me turbaba más que nada el hecho de que siempre veía las
enormes mesas -cuya altura no podía ser menor de tres metros- desde un nivel no infenor
al de sus superficies.
Y entonces la morbosa tentación de mirarme a mí mismo fue haciéndose cada vez
mayor, hasta que una noche me fue imposible resistirla. Al principio mi mirada no reveló
nada de particular. Un momento después percibí que esto ocurría porque mi cabeza se
hallaba al extremo de un cuello flexible de enorme longitud. Contrayendo el cuello y
mirando hacia abajo con más atención, vi la masa iridiscente, rugosa, escamosa, de un
vasto cono de tres metros de altura y otros tres de ancho en la base. Fue entonces cuando
desperté a medio Arkham con mi grito, mientras salía enloquecido de los abismos del
sueño.
Sólo al cabo de semanas de horrenda repetición, casi me reconcilié con las visiones de
mi persona bajo tan
monstruosa forma. En los sueños movía ahora mi cuerpo entre los otros seres
desconocidos, leyendo terribles libros de las interminables estanterías y escribiendo horas
y horas en las enormes mesas con una pluma dirigida por los tentáculos verdes que
colgaban de mi cabeza.
Cruzan por mi memoria retazos de lo que leí y escribí. Estaban los horribles anales de
otros mundos y otros universos, y la historia de unas entidades vivas sin forma en el
exterior de todos los universos. Estaban los archivos de extrañas clases de seres que
habían poblado el mundo en pasados ya olvidados, y espeluznantes, crónicas de
inteligencias de cuerpo grotesco que lo habitarían dentro de millones de años, después de
la muerte del último ser humano.
Estudié capítulos de la historia de la humanidad cuya existencia no ha sospechado
jamás ningún universitario de hoy en día. La mayor parte de estos escritos estaban en
lenguaje jeroglífico, que estudié de una manera rara con ayuda de máquinas zumbantes y
que, sin duda, constituía un idioma aglutinante con raíces muy distintas a las que se
hallan en los idiomas humanos.
Otros volúmenes aparecían escritos en lenguas desconocidas que aprendí de la misma
singular manera. Pocos pertenecían a los idiomas que ya conocía. Ilustraciones en
extremo ingeniosas, tanto insertas en los libros como formando colecciones separadas,
me ayudaron inmensamente. Y todo el tiempo parecía que lo dedicaba a escribir en inglés
una historia de mi propia época. Al despertar, recordaba tan sólo retazos mínimos e
inconexos de lenguas desconocidas que mi yo del sueño había dominado, aunque
,conservara frases enteras de lo relatado.
Aprendí -incluso antes de que mi yo hubiera estudiado en estado de vigilia los casos
paralelos o los viejos mitos, fuente indudable de los sueños- que los seres de mi alrededor
eran la mayor raza del mundo, que habían conquistado el tiempo y enviado intelectos
exploradores a cada época. Supe, también, que me habían arrebatado de mi propia era,
mientras otro empleaba mi cuerpo en mi presente habitual, y que unas cuantas de las
demás formas vivientes albergaban mentes capturadas de forma similar. Creía hablar, en
una rara lengua de chasquidos de las zarpas, con los intelectos exiliados procedentes de
todos los rincones del sistema solar.
Había una mente del planeta que nosotros llamamos Venus que viviría dentro de
incalculables época futuras, y otra, procedente de una de las lunas de Júpiter, que existió
hace seis millones de años. De entre los intelectos terrestres había unos cuantos
pertenecientes a la raza antártida palafítica, gente alada, con cabeza estrellada,
semivegetal; otro individuo procedía del pueblo reptil de la fabulosa Valusia; tres, de los
peludos y abominables Tcho-Tchos; dos, de los arácnidos habitantes de la última era
terrestre; cinco, de las duras especies coleópteras que siguieron inmediatamente a la
humanidad, a cuyos cuerpos, algún día, la Gran Raza trasladaría en masa a sus individuos
más inteligentes en vista del horrible peligro que se les avecinaba; y varios de diferentes
ramas de la humanidad.
Hablé con el intelecto de Yiang-Li, filósofo del cruel imperio de Tsan-Chan, que
sobrevendrá en el año 5000 de la Era Cristiana; con el de un general del pueblo pardo de
grandes cabezas que dominó África del Sur en el año 50000 a. C.; con un monje
florentino del siglo xii, llamado Bartolomeo Corsi; con el de un rey de Lomar que
gobernó esa terrible tierra polar cien mil años antes de que los amarillentos y
achaparrados inutos vinieran del oeste para sojuzgarles.
Hablé con la mente de Nug-Soth, un mago de los oscuros conquistadores del año 16000
d.C.; con la de un romano, llamado Titus Sempronius Blaesus, que fue cuestor en la
época de Sulla; con la de Kefnes, un egipcio de la XIV dinastía, que me contó el horrible
secreto de Nyarlathotep; con la de un sacerdote del reinado medio de la Atlántida; con la
de un caballero de SuffoIk, de la época de Cromwell, un tal James Woodville; con un
astrónomo de la corte preincaica del Perú; con la de Theodotides, un personaje grecobactriano
del año 200 a. C.; con el médico australiano Nevel Kingston-Brown, que morirá
en el 2518; con una archiimagen de un desaparecido yhe del Pacífico; con la mente de un
viejo francés de la época de Luis XIII, llamado Pierre-Louis Montagny; con la de Crom-
Ya, un reyezuelo cimmeriano del año 15000 a. C.; y con muchas otras que mi cerebro no
recuerda, como tampoco recuerdo los sorprendes secretos y anonadadoras maravillas que
conocí gracias a ellos.
Cada mañana despertaba con fiebre, a veces tratando frenéticamente de comprobar o
desacreditar tales Informaciones dentro de cuanto cabe en la extensión del conocimiento
humano. Los hechos tradicionales adquirían huevos y dudosos aspectos, y yo me
maravillaba ante las fantasías que el sueño podía inventar como apéndices sorprendentes
a la historia y a la ciencia.
Los misterios que el pasado podía ocultar me producían escalofríos, y temblaba ante las
amenazas que podría deparar el futuro. Lo que se insinuaba en la manera de hablar de las
entidades posthumanas acerca del destino de la humanidad me causaba un efecto tal que
ni aún ahora me atrevo a describirlo en las presentes líneas.
Tras el hombre se desarrollaría una potente civilización de escarabajos, en cuyos
cuerpos se albergarían los miembros de la elite de la Gran Raza cuando la monstruosa
destrucción alcanzase a su mundo más antiguo. Posteriormente, cuando se cerrara el ciclo
vital de la Tierra, las mentes transferidas volverían a emigrar por el tiempo y el espacio
hasta otro lugar de estancia en los cuerpos de las entidades bulbosas de Mercurio. Pero
tras ellos habría otras razas, aferrándose de manera patética a este viejo y frío -planeta y
albergándose en madrigueras excavadas en el corazón del globo terráqueo, hasta que
llegase el definitivo final.
Mientras, en mis sueños, escribía interminablemente en aquella historia de mi propia
época que preparaba, en parte voluntariamente y en parte por las promesas de aumentar
las oportunidades de viajar y consultar bibliotecas, con destino a los archivos centrales de
la Gran Raza. Estos archivos se encontraban en una colosal estructura subterránea
próxima al centro de la ciudad, estructura que llegué a conocer bien gracias a mis
frecuentes trabajos y consultas. Destinado a durar tanto como la raza y a resistir las más
tremendas convulsiones telúricas, este depósito titánico superaba a todos los demás
edificios la sólida firmeza de su construcción.
Los legajos, escritos o impresos en grandes láminas de un curioso e indestructible tejido
celulósico, estaban encuadernados en forma de libros que se abrían por su parte superior
y que se guardaban en estuches individuales de un extraño y ligerísimo metal grisáceo e
inoxidable, decorados con dibujos geométricos y ostentando el título escrito en los
jeroglíficos curvilíneos de la Gran Raza.
Estos estuches se almacenaban en filas y filas de bóvedas rectangulares -semejantes a
estanterías- hechas del mismo metal inoxidable y cerradas con pomos de intrincado
diseño. A mi historia se le asignó un lugar determinado en las bóvedas del nivel más bajo,
destinado a los vertebrados, en toda una sección dedicada a las culturas de la humanidad
y de las razas peludas y reptilescas que la siguieron en el dominio terrestre.
Pero ninguno de los sueños me proporcionó una imagen completa de la vida cotidiana.
Todo se componía de los más mínimos y brumosos fragmentos inconexos y estoy seguro,
además, de que esos fragmentos n se desplegaban en el orden adecuado. Por ejemplo,
tengo una idea muy imperfecta de mi manera de vivir y alojarme en el mundo de mis
pesadillas; aunque parece ser que poseía para mí solo una gran habitación de piedra.
Gradualmente desaparecieron mis restricciones como prisionero, así que algunas de las
visiones incluían vívidos viajes por las ingentes carreteras de la jungla, estancias en
ciudades desconocidas y exploraciones de algunas de las vastas y oscuras ruinas de torres
sin ventana,: que provocaban un curioso temor a los miembros de la Gran Raza. Hubo
también largos viajes marítimos en enormes navíos de infinidad de cubiertas y de
increíble rapidez, y excursiones sobre regiones salvajes en proyectiles cerTados,
singulares aeronaves movidas por la repulsión eléctrica.
Más allá del amplio y cálido océano, se alzaban otras ciudades de la Gran Raza, y en un
lejano continente vi los toscos poblados de las aladas criaturas de negros hocicos que
evolucionarían como género dominante luego que la Gran Raza hubiera enviado a sus
mentes más destacadas hacia el futuro con el fin de escapar al horror que lentamente se
aproximaba. La nota dominante en la escena venía dada por las llanuras y la exuberante
vida vegetal. Las montañas eran bajas y escasas, y en general mostraban señales de
vulcanismo.
Podría escribir tomos y tomos acerca de los animales que vi. Todos salvajes; porque la
agricultura mecanizada de la Gran Raza hacía tiempo que prescindió de los animales
domésticos, puesto que la alimentación era totalmente vegetariana o sintética. Torpes
reptiles de gran corpachón se revolcaban en los humeantes cenagales, aleteaban por el
brumoso aire o lanzaban chorros borboteantes de agua mientras nadaban en mares y
lagos; y entre ellos creí reconocer vagamente prototipos arcaicos e inferiores de múltiples
especies -dinosaurios, pterodáctilos, ictiosaurios, laberintodontes, plesiosaurios, etcéteracuyas
figuras me resultaban familiares gracias a la paleontología. No pude descubrir, sin
embargo, ningún pájaro ni mamífero.
El suelo y los pantanos se veían constantemente llenos de serpientes, lagartos y
cocodrilos, mientras que los insectos zumbaban sin cesar por entre la lujuriante
vegetación. Y, mar adentro, monstruos desconocidos lanzaban montañosas columnas de
espuma en el aire preñado de vapor de agua. En una ocasión viajé bajo la superficie del
mar en un gigantesco submarino con potentes reflectores y pude distinguir horrores
vivientes de impresionante magnitud. Vi también las ruinas de increíbles ciudades
hundidas y la riqueza superabundante de vida ictínea, crinoide, braquiópoda y coralina.
Mis visiones conservaron escasos detalles acerca de la fisiología, psicología,
costumbres y aspectos de la historia de la Gran Raza, y muchas de las cosas que aquí
expongo las obtuve de mi estudio de las antiguas leyendas y de otros casos más que de
mis sueños.
Porque, evidentemente, con el tiempo, mis lecturas e indagaciones alcanzaron y
sobrepasaron en muchas fases a los sueños, así que ciertos fragmentos de pesadilla
quedaron explicados por anticipado y constituyeron comprobaciones y confirmaciones de
cuanto había aprendido. Esto establecía de manera consoladora mi creencia de que las
lecturas e investigaciones realizadas por mi yo secundario crearon la fuente de todo el
terrible entramado de falsos recuerdos.
En apariencia, el período de mis sueños abarcaba un pasado de al menos 150 millones
de años, cuando la era Paleozoica estaba dando paso a la Mesozoica. Los cuerpos
ocupados por la Gran Raza no representaban línea alguna superviviente, ni siquiera
conocida por la ciencia, de evolución terrestre, sino un tipo orgánico, en extremo
homogéneo, peculiar y altamente especializado, tan cerca del estado animal como del
vegetal.
La acción celular poseía una cualidad única que casi excluía la fatiga y eliminaba por
completo la necesidad del sueño. La nutrición, asimilada a través de los apéndices rojos
de uno de los grandes miembros flexibles, era siempre semifluida y, en múltiples
aspectos, totalmente diferente al género de alimentación de los animales existentes.
Los seres sólo tenían dos de los sentidos corporales que conocemos nosotros: la vista y
el oído, este último centralizado en los apéndices semejantes a flores de tallos grises de la
parte superior de sus cabezas. Pero poseían otros muchos sentidos, aunque no utilizables,
sin embargo, por las mentes cautivas extrañas a su raza que habitaban en sus cuerpos.
Tenían situados sus tres ojos de forma que les daban un campo de visión superior en
amplitud al normal. La sangre era una especie de espesísimo líquido seroso verde oscuro.
Carecían de sexo, pero se reproducían mediante semillas o esporas que se apiñaban en
sus bases y que sólo podían germinar bajo el agua. Para criar a sus retoños disponían de
grandes tanques de poca profundidad, aunque en poco número dada la longevidad de los
individuos, que alcanzaban por lo común los cuatro o cinco mil años de vida.
Los individuos con marcados defectos constitutivos eran sacrificados con presteza nada
más manifestarse sus anormalidades. A falta de sentido del tacto y de dolor físico, se
diagnosticaban las enfermedades y la proximidad de la muerte mediante síntomas
visuales.
Los difuntos se incineraban con un solemne ceremonial. De vez en cuando, como ya
mencioné antes, algún intelecto agudo escapaba a la muerte gracias a la proyección en el
tiempo; pero tales casos no abundaban. Cuando se producía uno de estos casos, la mente
exiliada del futuro era tratada con la máxima amabilidad, hasta la disolución de su poco
normal «inquilinato».
La Gran Raza parecía formar una sola nación o liga, muy unida, con la mayoría de las
instituciones en común, aunque hubiera cuatro divisiones o clases perfectamente
definidas. El sistema político-económico de cada unidad era una especie de socialismo
fascista, con la mayor parte de los recursos distribuidos de manera racional y con el poder
delegado a una pequeña junta de gobierno elegida por los votos de quienes eran capaces
de sobrepasar ciertas pruebas psicológicas y educacionales. La célula familiar no tenía un
alcance desmesurado, aunque se reconocieran los lazos existentes entre personas de
ascendencia común y los jóvenes fueran criados generalmente por sus padres.
Los parecidos con actitudes e instituciones humanas eran, por supuesto, más marcados
en aquellos campos donde se requería la existencia de elementos individuales o donde,
por otra parte, hubiera un predominio de los impulsos básicos y no especializados
comunes a toda clase de vida orgánica. Otros parecidos o similaridades procedían de la
adopción consciente efectuada por la Gran Raza que, al sondear el futuro, copiaba lo que
le interesaba.
La industria, muy mecanizada, ocupaba poco tiempo del disponible por cada individuo;
y los abundantes espacios de ocio se llenaban con diversas clases de actividades
intelectuales y estéticas.
Las ciencias alcanzaron un increíble nivel de desarrollo y el arte constituía una parte
vital de la existencia, aunque en el período de mis sueños había ya sobrepasado lo que
pudiera llamarse su «edad de oro». El constante forcejeo por la supervivencia y el
mantenimiento de la textura física de las grandes ciudades, amenazada por los -
prodigiosos seismos geológicos de aquella primitiva era terrestre, hizo que la tecnología
poseyera enormes estímulos.
El crimen era sorprendentemente escaso y se reprimía gracias a una eficacísima policía.
Los castigos iban desde la privación de privilegios hasta la cadena perpetua o la
extirpación de las emociones mayores, y nunca se aplicaban sin un previo y concienzudo
estudio de las motivaciones del delincuente.
La guerra, principalmente civil en los últimos milenios, aunque a veces se realizaba
contra los Antiguos, seres alados de cabeza estrellada que habitaban en el extremo
antártico, no era frecuente aunque sí infinitamente devastadora. Un numeroso ejército,
empleando armas semejantes a cámaras que producían tremendos efectos eléctricos, se
mantenía en pie con propósitos que raras veces se mencionaban, pero claramente
relacionados con el incesante miedo hacia las ruinas más antiguas, negras y sin ventanas
y con las cerradas trampillas existentes en los subterráneos más profundos.
Este miedo a las ruinas de basalto y a las trampillas era más que nada cuestión de
sugestión... o, como máximo, algo que se mencionaba en semisusurros. Todo lo que de
forma específica se refería a este asunto faltaba de modo significativo de los libros
existentes en las estanterías normales. Era la única materia tabú entre la Gran Raza, y
parecía relacionarse por igual con horribles contiendas pasadas y con ese futuro peligro
que algún día forzaría a la raza a enviar en masa hacia adelante a sus mejores intelectos.
Por imperfectas y fragmentarias que fueran las otras cosas aparecidas en los sueños y
leyendas, este asunto resultaba todavía más brumoso. Los vagos mitos de la antigüedad lo
eludían, o quizá, por algún motivo, habían sido expurgadas todas las alusiones. Y en mis
sueños o en los de otros, las insinuaciones eran singularmente escasas. Los miembros de
la Gran Raza nunca se referían al asunto de manera intencional y lo que podía atisbarse
procedía tan sólo de los intelectos cautivos más observadores.
Según estos retazos de información, la base del miedo la constituía una horrible raza
antigua de seres en extremo extraños, semipólipos, que vinieron cruzando el espacio
desde universos incalculablemente lejanos y que dominaron la Tierra y otros tres planetas
del sistema solar hacía unos seiscientos millones de años. Eran parcialmente materiales,
según comprendemos nosotros la materia, y su tipo de conciencia y su percepción media
diferían muchísimo de los demás organismos terrestres. Por ejemplo, entre sus sentidos
no estaba el de la vista, y su mundo mental era un conjunto extraño de impresiones no
visuales.
Sin embargo, eran lo suficientemente materiales como para usar herramientas de
materia normal cuando las áreas cósmicas las contenían y necesitaban alojamiento,
aunque de cierta clase peculiar. Pese a que sus sentidos podían atravesar todas las
barreras materiales, su sustancia no; y ciertas formas de energía eléctrica lograban
destruirles. Poseían la facultad del movimiento aéreo, a pesar de la falta de alas o de
cualquier otro sistema visible de levitación. Sus mentes eran de una textura tal que la
Gran Raza no podía efectuar el menor intercambio.
Cuando estas cosas vinieron a la Tierra, construyeron poderosas ciudades de basalto
compuestas por torres sin ventanas, y cuantos seres encontraron fueron sus presas. Fue
entonces cuando las mentes de la Gran Raza cruzaron el vacío desde su oscuro mundo
transgaláctico conocido con el nombre de Yith en los discutidos y turbadores Élitros de
Eltdown.
Los recién llegados, con los instrumentos que habían creado, hallaron fácil dominar a
los entes depredadores y obligarles a que se refugiaran en aquellas cavernas del interior
del subsuelo que ya constituían sus domicilios habitados.
Luego cerraron herméticamente las entradas y les abandonaron a su suerte; después
ocuparon la mayoría de sus grandes ciudades y conservaron ciertos edificios importantes,
más por motivos supersticiosos que por inquietud científica, valentía o indiferencia.
Pero con el transcurso de los eones se advirtieron siniestras y vagas manifestaciones
que indicaban que aquellas cosas antiguas se iban multiplicando y fortaleciendo en la
zona interna del planeta. Se produjeron irrupciones esporádicas de un tipo
particularmente abominable en algunas de las viejas urbes que no poblara la Gran Raza,
lugares donde los accesos a las cavernas inferiores no habían sido cerTados o vigilados
adecuadamente.
Después se tomaron mayores precauciones y muchísimos de estos accesos fueron
clausurados para siempre, aunque se dejaron unos pocos dotados de trampillas herméticas
para utilizarlos de manera estratégica en la lucha contra las cosas antiguas, si llegaban a
irrumpir saliendo por sitios inesperados.
Las irrupciones de las cosas antiguas debieron alcanzar un carácter de indescriptible
sorpresa, puesto que afectaron de forma permanente la psicología de la Gran Raza. Hasta
tal punto culminó el horror, que se prescindió de mencionar incluso el aspecto de las
criaturas. Nunca me fue posible obtener un atisbo claro que me indicara cómo eran.
Se captaban veladas sugerencias acerca de una plasticidad monstruosa y de lapsos
temporales de visibilidad, mientras que otros susurros fragmentarios se referían a su
capacidad para dominar y emplear militarmente los grandes inventos. Singulares ruidos
semejantes a silbidos y colosales pisadas compuestas de cinco huellas circulares
correspondientes a otros tantos dedos parecían tener alguna asociación con las cosas
antiguas.
Resultaba evidente que la próxima destrucción tan temida por la Gan Raza -la muerte
que algún día les obligaría a enviar millones de sus intelectos más brillantes por el abismo
del tiempo hasta encontrar el refugio de otros cuerpos que existían en un futuro menos
expuesto a los avatares del peligro- estaba relacionada con una irrupción final y victoriosa
de los seres antiguos.
Las proyecciones mentales a través de los siglos predecían ese horror, y la Gran Raza
había decidido que ninguno de los miembros que pudiera escapar tendría que enfrentarse
a la presentida catástrofe. Sabían, gracias a su conocimientos de la historia futura del
planeta, que la irrupción y el pillaje posterior se deberían más a un impulso de venganza
que a un intento de recuperar el dominio del mundo exterior, puesto que sus proyecciones
mentales hacia el futuro les señalaban el nacimiento y el ocaso de muchas otras razas
posteriores, sin que en ningún caso los seres antiguos llegaran a molestarlas.
Quizá tales entes habían llegado a preferir las entrañas de la Tierra a la variable
superficie, sujeta a tormentas y fenómenos meteorológicos, dado el hecho de que la luz
nada significaba -a,. a ellos. Puede también que su despertar fuera lento y necesitara de
eones para completarse. Más aún, la Gran Raza estaba convencida de que, para cuando
apareciera la raza coleóptera posthumana, cuyos cuerpos servirían de alojamiento a los
intelectos más destacados, las cosas antiguas habrían muerto por completo.
Entretanto, la Gran Raza mantenía una precavida vigilancia, teniendo constantemente
preparadas armas potentísimas, pese a haber eliminado todo lo referente a esa materia no
sólo de los archivos, sino también como motivo conversacional. Y así, la sombra de un
indecible temor se cernía siempre encima y en torno a las cerradas trampillas y a las
oscuras torres antiguas y sin ventanas.
Capítulo V
Éste es el mundo del que mis sueños me traían cada noche ecos imprecisos y confusos.
No creo poder expresar de manera aproximada el horror y temor contenido en tales ecos,
porque esas sensaciones dependían principalmente de una cualidad del todo intangible, la
aguda sensibilidad de la pseudomemoria.
Como ya he dicho, mis estudios me proporcionaron poco a poco una defensa contra
estas sensaciones o sentimientos en forma de explicaciones psicológicas racionales; y esta
influencia salvadora aumentó gracias al toque sutil que, con el transcurso del tiempo,
produce el hábito. Sin embargo, pese a todo, el vago horror progresivo retornaba de vez
en cuando. De cualquier forma, no me dominó como había hecho antes; y después de
1922, disfruté de una vida normal de trabajo y distracciones.
Con el paso de los años, comencé a sentir que mi experiencia -junto con la de los casos
semejantes y el folclore correspondiente- debía resumirse y publicarse en beneficio de los
estudiantes concienzudos; por tanto, preparé una serie de artículos que abarcaban con
brevedad todo el asunto e ilustrados con toscos bocetos de algunas de las formas, escenas,
motivos decorativos y jeroglíficos recordados de mis pesadillas.
Los artículos aparecieron en diversas fechas durante 1928 y 1929 en el Journal of the
American Psychological Society, pero sin llamar mucho la atención. Mientras, yo
continuaba anotando mis sueños con un cuidado minucioso, aunque el creciente montón
de informes alcanzaba molestas proporciones.
El 10 de julio de 1934, la Psychological Society me remitió la carta que inició la fase
culminante y más horrible de toda mi alucinante experiencia. Tenía matasellos de
Pilbarra, Australia Occidental, e iba firmada por alguien que, según mis indagaciones, era
un destacado ingeniero de minas. Se incluían unas cuantas fotografías muy curiosas.
Reproduciré su texto completo para que ningún lector deje de comprender el tremendo
efecto que carta y fotos me causaron.
Por algún tiempo me quedé anonadado y sin creer lo que tenía ante mí; porque, aunque
a menudo pensaba que ciertas fases de las leyendas que coloreaban mis sueños debían de
tener alguna base de veracidad, no estaba preparado para recibir una prueba tangible de la
supervivencia de un mundo perdido que quedaba fuera de los límites de toda
imaginación. Lo más devastador fueron las fotografías, porque en ellas, con un frío
realismo incontrovertible, alzándose en medio de un paisaje de arenas desérticas, se veían
unos bloques de piedra, maltrechos por los elementos, erosionados, cuyas partes
superiores algo convexas y cuyas bases levemente cóncavas narraban una historia propia.
Y al examinarlos con una lupa pude distinguir por entre las huellas del tiempo los
rastros de aquellos dibujos curvilíneos de los ocasionales jeroglíficos cuyo significado
fuera para mí tan espeluznante. Pero he aquí la carta, cuya elocuencia es harto
significativa:

49 Dampier St.,
Pilbarra, W. Australia,
18 Mayo 1934
Prof. N. W Peaslee,
c/o Am. Psychological Society,
30 E. 41st St.,
Nueva York, E.U.A.

Muy señor mío:
Una reciente conversación con el doctor E. M. Boyle, de Perth, y algunas revistas con
sus artículos que dicho doctor acaba de enviarme, me impulsan a comunicarle haber
visto ciertas cosas en el campo aurífero que poseemos en la zona oeste del Gran Desierto
Arenoso. Dadas las peculiares leyendas referentes a viejas ciudades con ingentes
edificaciones de piedra y extraños dibujos y jeroglíficos, parece ser que he tropezado con
algo muy importante.
Los nativos siempre han hablado de «grandes piedras cubiertas de señales»,
mostrando siempre un miedo terrible a tales rocas. En cierto modo las relacionaban con
sus leyendas raciales comunes acerca de Buddai, el viejo gigante que duerme desde hace
siglos bajo tierra, con la cabeza recostada en su brazo, y que algún día despertará y
devorará el mundo.
Existen antiquísimos y semiolvidados relatos de enormes chozas subterráneas hechas
con grandes piedras, con pasadizos que bajan y bajan, en las cuales han sucedido cosas
horribles. Los indígenas afirman que, hace mucho, algunos guerreros, huyendo tras una
batalla, bajaron por uno de esos pasadizos y no regresaron nunca, pero que en cuanto
los guerreros bajaron, comenzaron a soplar vientos terribles procedentes de aquel lugar.
Sin embargo, los relatos de los nativos no son dignos de gran confianza.
Pero tengo que contarle algo más. Hace dos años, cuando estaba buscando nuevas
vetas de mineral a unos ochocientos kilómetros al este en el desierto, llegué hasta un
grupo de raras piedras labradas de un tamaño aproximado de un metro de alto por unos
sesenta centímetros de ancho y otros tantos de grosor, muy afectadas por su exposición a
los elementos.
Al principio no vi ninguna de las marcas que los nativos indicaran, pero cuando las
examiné con mayor detenimiento pude distinguir algunas líneas profundas cinceladas en
sus superficies, discernibles aún pese a la intensa erosión. Había peculiares curvas,
como las que describieron los indígenas. Calculo que en total habría unos treinta o
cuarenta bloques, algunos casi enterrados en la arena, y todos dentro de un círculo de
quizá medio kilómetro de diámetro.
Tras descubrir los primeros, busqué más, efectuando un minucioso reconocimiento del
terreno con mis instrumentos. También tomé fotos de diez o doce de los bloques más
característicos, de las cuales le adjunto copias.
Entregué un informe ilustrado con fotografías a las autoridades de Perth, pero hasta la
fecha no se ha hecho nada con respecto al asunto.
Entonces conocí al doctor Boyle, que había leído sus artículos en el Joumal of the
American Psychological Society, y cierto día mencioné las piedras. Se mostró
enormemente interesado y se emocionó mucho cuando le enseñé las fotografías,
afirmando el buen doctor que las piedras y las señales eran idénticas a las piezas de
cantería que vio usted en sus sueños y que aparecían descritas en las leyendas.
Su intención era escribirle, pero diversos retrasos se lo han impedido. Mientras, me
envió la mayor parte de las revistas que contienen los artículos de usted, y de inmediato
vi, gracias a los dibujos y descripciones, que mis piedras son de la especie por usted
mencionada. Puede comprobarlo si examina las fotos incluidas. Posteriormente tendrá
noticias directas gracias al doctor Boyle.
Comprendo ahora lo importante que será para usted todo esto. Sin duda nos
enfrentamos a los restos de una civilización desconocida más vieja de lo que cualquiera
hubiese podido imaginar, una civilización que sirve de base a sus leyendas.
Como ingeniero de minas poseo algunos conocimientos de geología y puedo asegurarle
que esos bloques son tan antiguos que hasta me asustan. En su mayoría están
compuestos por granito y piedra arenisca, aunque hay uno que, estoy casi seguro, ha
sido fabricado con una rara especie de cemento u hormigón.
Presentan señales de erosión por las aguas, como si esta parte del mundo hubiera
estado sumergida y hubiera vuelto a salir a la superficie tras largos siglos; es decir,
después de que fabricaran y usaran los bloques debió de producirse el cataclismo y la
posterior inundación. Todo en cuestión de centenares de millares de años.... únicamente
el cielo sabrá cuantos con exactitud. No me agrada pensar en ese detalle.
En vista de su diligente trabajo anterior al seguir el rastro de las leyendas y de todo lo
relacionado con ellas, no dudo de que querrá dirigir una expedición por el desierto en la
que efectuar excavaciones arqueológicas. Tanto el doctor Boyle como yo estamos
dispuestos a cooperar en esa expedición si usted --o cualquier organización que usted
conozca- consigue los fondos necesarios.
Puedo proporcionar una docena de mineros para el trabajo más pesado de la
excavación, los nativos de nada servirían porque he descubierto que tienen un miedo casi
cerval a este lugar en particular. Boyle y yo no hemos contado nada a nadie, porque es
lógico que tenga usted preferencia en cualquier descubrimiento y en los honores
consiguientes.
Se puede llegar hasta donde hallé las ruinas desde Pilbarra en unos cuatro días de
viaje en camión remolque, que necesitaremos para el transporte de nuestros aparatos. Se
encuentra al suroeste de la ruta que estableciera Warburton en 1873 y a unos ciento
sesenta kilómetros al sureste de Joanna Spring. Podríamos también enviar el equipo en
barcazas que remontaran el río De Grey, en vez de empezar desde Pilbarra, pero eso ya
lo discutiremos más tarde.
Poco más o menos, las piedras se encuentran en un punto sito a 22º Y 14" de latitud sur
y 125º 0' 39" de longitud este. El clima es tropical, y las condiciones de vida en el
desierto son agotadoras.
Agradeceré sus comentarios sobre este asunto y le reitero mi gran interés por ayudarle
en cualquier plan que pueda usted concebir. Después de estudiar sus artículos me siento
muy impresionado por el profundo significado de todo este asunto. El doctor Boyle le
escribirá más tarde. En caso de desear establecer conmigo una comunicación rápida,
puede enviar un cablegrama a Perth, donde me lo retransmitirían por radio.
Esperando impaciente sus noticias, queda de usted su seguro servidor.


ROBERT B. E MACKENZIE

De lo que ocurrió después de recibir la carta anterior cualquiera puede enterarse
leyendo la prensa. Tuve la gran suerte de conseguir el respaldo de la Universidad de
Miskatonic, y tanto el señor Mackenzie como el doctor Boyle resultaron insustituibles en
la tarea de disponer lo necesario en Australia. No nos mostramos muy explícitos ante el
público en lo referente a nuestros objetivos, puesto que el asunto sin duda habría sido
tomado a broma por la prensa sensacionalista. Por tal razón, los informes publicados
fueron escasos, aunque aparecieron los suficientes como para narrar nuestros preparativos
de viaje a Australia con el propósito de examinar ciertas ruinas.
Junto con mi hijo Wingate, me acompañaron: el profesor William Dyer, del
departamento de geología de la universidad (jefe de la expedición Miskatonic a la
Antártida en 1930-1931); Ferdinand C. Ashley, del departamento de historia antigua, y
Tyler M. Freeborn, del departamento de antropología.
Mi corresponsal, Mackenzie, vino a Arkham a principios de 1935 y nos ayudó en los
últimos preparativos. Demostró poseer una tremenda competencia; era un hombre afable,
cincuentón, muy culto y familiarizado con todos los sistemas de viaje por Australia.
Tenía tractores esperándonos en Pilbarra, y contratarnos un vapor lo bastante pequeño
como para que nos subiera río arriba hasta aquel punto. íbamos preparados para realizar
excavaciones con el máximo cuidado científico, tamizando cada grano de arena y sin
alterar nada de lo que pudiera parecer que estuviere en su situación original.
Zarpamos de Boston en el achacoso Lexington el 28 de marzo de 1935, y realizamos un
tranquilo viaje por el Atlántico y el Mediterráneo, pasando por el canal de Suez, bajando
por el mar Rojo y cruzando el océano índico hasta nuestra meta final. No es preciso que
cuente lo que me deprimió ver la baja y arenosa costa de Australia Occidental, ni cuanta
antipatía experimenté hacia la tosca ciudad minera y los lóbregos campos auríferos donde
los tractores tenían que recoger los últimos cargamentos.
El doctor Boyle, que salió a recibirnos, resultó ser un hombre mayor, agradable e
inteligente, y sus conocimientos de psicología le permitieron entablar larguísimas
discusiones conmigo y con mi hijo.
La inquietud y la expectación constituían una mezcolanza singular en la mayoría de
nosotros cuando, al fin, el grupito de dieciocho personas inició la marcha para cubrir
kilómetros y kilómetros de arena y roca. El viernes 31 de mayo vadeamos un afluente del
río De Grey y entramos en el reino de la más absoluta desolación. Dentro de mí creció un
verdadero terror al acercarnos al emplazamiento actual del antiguo mundo origen de las
leyendas, un terror, claro, reforzado por el hecho de que todavía me acosaban con fuerza
constante los sueños y las pseudomemorias.
Fue el lunes 3 de junio cuando vimos el primero de los semienterrados bloques. No
puedo describir las emociones que sentí al tocar materialmente -en la más objetiva de las
realidades- un fragmento de cantería ciclópea igual en todos sus aspectos a los bloques de
las paredes que tenían los edificios de mis pesadillas. Se advertía un rastro claro de
cincelado, y mis manos temblaron al reconocer parte de un esquema decorativo
curvilíneo que me resultaba infernal tras tantos años de anonadadoras investigaciones y
de atormentadores sueños.
Un mes de excavaciones dio como resultado el hallazgo de 1.250 bloques en diversas
etapas de desgaste y desintegración. La mayoría eran megalitos labrados con partes altas
y bases curvas. Una minoría eran más pequeños, planos, de superficies lisas y corte
cuadrado u octogonal -como los de los suelos y pavimentos de mis sueños-, mientras que
otros pocos eran singularmente macizos y curvados u oblicuos, como sugiriendo su uso
en bóvedas o techados góticos, o como parte de arcadas o marcos de ventanas redondas.
Cuanto más hondo excavábamos -y cuanto más al norte y al este- más bloques
encontrábamos, pese a que no logramos descubrir rastro alguno de asociación ordenada
entre ellos. El profesor Dyer se sentía abrumado por la inconmensurable edad de los
fragmentos, y Freeborn halló rastros de símbolos que encajaban de forma oscura con
ciertas leyendas papúes y polinesias de infinita antigüedad. El estado y la separación de
los bloques eran un mudo relato de ciclos vertiginosos de tiempo y de seísmos geológicos
de un salvajismo cósmico.
Llevábamos un aeroplano con nosotros, y mi hijo Wingate se elevaba con frecuencia en
él a diferentes alturas para explorar la inmensidad de arena y roca, en busca de indicios
imprecisos de gigantescos contornos, o bien de diferencias de nivel o huellas de bloques
esparcidos. Sus resultados fueron virtualmente negativos; porque cuando, algún día,
llegaba a creer que había entrevisto un detalle significativo, en su siguiente viaje
encontraba aquella impresión sustituida por otra igualmente vaga, resultado del cambio
incesante de la arena a impulsos del viento.
Uno o dos de estos efímeros indicios, sin embargo, me afectaron de manera extraña y
desagradable. Parecían, en cierto modo, concordar terriblemente con algo que soñé o leí,
pero que no me era posible recordar. En ellas había una horrenda familiaridad, que me
hacía mirar con gesto furtivo, y lleno de aprensiones a aquel terreno estéril y aborrecible.
En la primera semana de julio se habían desarrollado en mí una serie de emociones
confusas referentes en general a aquella región del noreste. Había horror y curiosidad,
pero, más todavía, surgió una persistente y abrumadora ,ilusión de recuerdos.
Probé toda clase de procedimientos psicológicos para quitarme esas nociones de la
cabeza, pero sin éxito. El insomnio también se apoderaba de mí, pero casi lo agradecía
porque acortaba sobremanera la duración de mis pesadillas. Adquirí la costumbre de dar
largos y solitarios paseos nocturnos por el desierto, por regla general hacia el norte o
noreste, direcciones hacia las que parecían impulsarme mis extrañas y nuevas tendencias.
A veces, en estos paseos me tropezaba con fragmentos semienterrados de antigua
cantería. Aunque había menos bloques visibles aquí que donde comenzamos, estaba sede
que bajo la superficie los encontraríamos en abundancia. El terreno era menos llano que
en nuestro campamento, y los fuertes vientos predominantes amontonaban arena en
efímeras colinas, descubriendo nuevas huellas piedras antiguas y tapando a su vez los
restos que anteriormente dejaran al descubierto.
Me sentía impaciente por extender las excavaciones hasta este territorio, aunque, al
mismo tiempo, temía lo `que pudiera descubrir. Era evidente que mi estado era cada vez
peor, pero lo más grave de todo era que no encontraba explicación al empeoramiento.
Una muestra de mi mal estado nervioso lo atestigua en mi actitud ante un singular
descubrimiento que realicé durante uno de mis paseos nocturnos. Fue la noche del 11 de
Julio, cuando la luna inundaba de curiosa palidez la masa ondulada y misteriosa de las
dunas.
Vagando más allá de mis límites de lo ordinario, me tropecé con una gran piedra que
difería señaladamente de cualquiera de las que habíamos encontrado. Estaba casi
totalmente enterrada, pero me agaché y aparté la arena con las manos, estudiando el
objeto después con máximo cuidado y aumentando la luz de la luna con el rayo luminoso
de mi linterna eléctrica.
A diferencia de las otras piedras grandes, esta era perfectamente cuadrada, sin
superficie alguna cóncava o convexa. También parecía ser de una sustancia oscura,
basáltica, del todo diferente al granito y piedra arenisca o cemento de los fragmentos que
ya nos eran familiares.
De pronto, me levanté, di media vuelta y corrí a toda velocidad hacia el campamento.
Fue un gesto de huida completamente irracional, y sólo cuando estuve cerca de mi tienda
comprendí por qué había con-ido. Entonces lo supe. La singular piedra oscura era algo
que había soñado y leído, relacionado con los máximos horrores de las leyendas
antiquísimas.
Era uno de los bloques de aquella cantería basáltica más vieja que despertaba tanto
temor a la fabulosa Gran Raza, las altas ruinas sin ventanas dejadas por aquellas cosas
extraterrestres, meditativas, semimateriales, que anidaban en los profundos abismos del
planeta y contra cuyas fuerzas tormentosas e invisibles se habían colocado trampillas
herméticamente cerradas y centinelas que nunca dejaban de vigilarlas.
Permanecí despierto toda la noche, pero al amanecer comprendí lo estúpido que había
sido al dejar que me transtornase la sombra de un mito. En vez de asustarme, debí haber
experimentado el entusiasmo propio del descubridor.
A la tarde siguiente conté a los demás mi descubrimiento, y Dyer, Freeborn, Boyle, mi
hijo y yo partimos para reconocer el bloque anómalo. Sin embargo, nos esperaba un
fracaso. No tenía una idea precisa de la localización exacta de la piedra, y el viento había
alterado las dunas que hubieran podido servirme de puntos de referencia.
Capítulo VI
Llego ahora a la parte crucial y más difícil de mi narración, aún más difícil porque no
estoy seguro del todo de que sea realidad. A veces me siento incómodamente convencido
de que ni soñé ni sufrí alucinaciones; y es este sentimiento -en vista de las tremendas
implicaciones que supondría la verdad objetiva de mi experiencia- el que me impulsa a
escribir estas páginas.
Mi hijo, el experto psicólogo que mejor y con más cariño conocía los detalles de mi
caso, será el que primero enjuicie lo que voy a decir.
Antes que nada, permítanme que bosqueje los aspectos externos del asunto, tal como
los conocieron los miembros del campamento: en la noche del 17 al 18 de julio, tras un
día ventoso, me retiré temprano, pero no pude dormir. Me levanté poco antes de las once,
dominado como siempre por aquella extraña sensación relacionada con el terreno del
noreste, y partí para uno de mis típicos paseos nocturnos, saludando, al salir del
campamento, a un minero australiano llamado Tupper.
La luna, iniciado apenas su cuarto menguante, lucía en un cielo despejado y empapaba
las antiguas arenas col, una luz lechosa y blancuzca que, para mí, rezumaba maldad
infinita. No corría el aire, ni lo hizo durante casi cinco horas, como atestiguaría después
Tupper y quienes me vieron caminar con rapidez por las pálidas y misteriosas dunas, en
dirección noreste.
Alrededor de las 3.30 de la madrugada sopló un viento huracanado que despertó a todo
el campamento tres de las tiendas. El cielo aparecía sin nubes y el desierto relucía aún
con el lechoso resplandor lunar. Aunque se examinaron las tiendas, mi ausencia, pese a
ser advertida, no alarmó a nadie, dada mi costumbre de pasear por el desierto a altas
horas de la noche. Sin embargo, tres hombres cuando menos, todos australianos,
presintieron algo siniestro en el ambiente.
Mackenzie explicó al profesor Freeborn que esto se debía al miedo existente en el
folclore de los indígenas, quienes habían entretejido un curioso y maligno mito en torno a
los fuertes vientos que, a largos intervalos, barrían los arenales en días de cielo despejado.
Tales vientos, se murmuraba, tenían su origen en las grandes chozas de piedra
subterráneas, en las que habían sucedido cosas horribles, y jamás se producían excepto en
los lugares donde están esparcidas las grandes piedras labradas. Cerca de las cuatro, el
huracán amainó tan de repente como comenzara, dejando las dunas con una forma nueva
y poco familiar.
Eran poco más de las cinco, con la blanquecina y lechosa luna cayendo hacia poniente,
cuando entré tambaleándome en el campamento, sin sombrero, con el rostro y las manos
arañados y ensangrentados, extraviada la linterna eléctrica. La mayor parte de los
hombres se habían vuelto a acostar, pero el profesor Dyer estaba fumando una pipa a la
puerta de su tienda. Al verme sin respiración y en un estado de gran frenesí, llamó al
doctor Boyle, y entre los dos me instalaron en mi litera. Mi hijo, despertado por el ruido,
pronto se les unió, y todos trataron de obligarme a yacer inmóvil y a procurar dormir.
Pero no podía conciliar el sueño. Mi estado psicológico era muy extraordinario, distinto
de cualquier otro que, hubiera experimentado con anterioridad. Al cabo de cierto tiempo
insistí en hablar, explicando nerviosa y trabajosamente lo ocurrido.
Les dije que me sentí fatigado y que me tumbé en la arena para dar una cabezada. Tuve
sueños más terribles que de ordinario, y cuando el vendaval me despertó de improviso,
mis nervios sobrecargados cedieron. Huí presa del pánico, cayéndome repetidas veces al
tropezar con las semienterradas piedras, arañándome y magullándome hasta el punto en
que me vieron legar. Debí de haber dormido mucho, lo que explicaba las largas horas de
ausencia.
No insinué absolutamente nada de lo que de extraño viera o experimentara, poniendo en
práctica todo el dominio sobre mí mismo del que pude hacer acopio. Pero les hablé de un
cambio de opinión con respecto al trabajo de la expedición, y les apremié para que
cesasen todas las excavaciones en dirección noroeste.
Mis razonamientos eran con toda evidencia débiles, porque argüí que en esa zona
escaseaban los bloques, añadiendo mi deseo de no ofender a los supersticiosos mineros,
una falta de fondos por parte de la universidad y otras cosas inciertas o ¡lógicas. Como es
natural, nadie hizo el menor caso a mis nuevos deseos, ni siquiera mi hijo, cuyo interés
por mi salud era evidente.
Al día siguiente me levanté y recorrí el campamento, pero no tomé parte en las
excavaciones. Decidí volver a casa lo antes posible en bien de mis nervios, y mi hijo
prometió llevarme a Perth en el aeroplano, unos mil seiscientos kilómetros al suroeste, en
cuanto hubiera sobrevolado la región que yo queda que dejaran en paz.
Reflexioné que si la cosa que yo había visto seguía visible, podría intentar darles un
aviso específico incluso a costa de quedar en ridículo. Era de esperar que los mineros, que
conocían el folclore local, me respaldaran. Siguiéndome la corriente, mi hijo efectuó el
vuelo aquella tarde, realizando pasadas por toda la zona de mis paseos. Sin embargo, no
quedaba a la vista nada de lo que yo había encontrado.
Se repetía el caso de los anómalos bloques de basalto; las arenas habían borrado todo
rastro. Durante un instante, medio lamenté haber perdido en mi ciega huida cierto objeto
impresionante; pero ahora sé que la pérdida fue providencial. Aún creo que mi
experiencia fue una ilusión, especialmente si, como confío de todo corazón, ese abismo
infernal nunca llega a descubrirse.
Wingate me llevó a Perth el 20 de julio, aunque se negó a abandonar la expedición y
regresar a casa. Se quedó conmigo hasta el 25, día en que zarpó el barco con rumbo a
Liverpool. Ahora, en el camarote del Empress, he meditado largo y tendido sobre todo el
asunto, y he decidido que mi hijo, cuando menos, reciba la información. De él dependerá
que los hechos alcancen una más amplia difusión.
He preparado este resumen general con el fin de poder afrontar cualquier eventualidad,
aunque sean cosas que los demás ya conocen de una manera más o menos directa, y ahora
narraré con la mayor brevedad posible lo que pareció suceder durante mi ausencia del
campamento aquella azarosa noche.
Con los nervios de punta y acuciado por una especie de perversa ansiedad originada por
aquel inexplicable impulso mnemónico preñado de terTores que me inspiraba la región
del noreste, caminé bajo la brillante y siniestra luna. De vez en cuando veía, medio
enterrados por la arena, los primitivos bloques ciclópeos abandonados desde indecibles y
olvidados eones.
La edad incalculable y el horror inmanente a esta inmensidad comenzaron a agobiarme
como nunca lo hicieran con anterioridad, y no pude evitar pensar en mis enloquecedoras
pesadillas, en las terribles leyendas que las respaldaban y en los presentes temores de
nativos y mineros referentes al desierto y sus piedras labradas.
Y, no obstante, seguí caminando como para acudir a alguna ignota cita, cada vez más
abrumado por mis desconcertantes fantasías, impulsos y pseudorrecuerdos. Pensé en
algunos de los posibles contornos de las filas de piedras tal como las viera mi hijo desde
el aire, y me pregunté por qué me parecían a la vez ominosas y familiares. Algo se
agitaba tratando de abrir el pestillo de mi recuerdo, mientras que otra fuerza desconocida
pugnaba por mantener cerrado el portalón.
Ni una brisa se agitaba en la noche, y la pálida arena se ondulaba como si fuese un mar
cuyo oleaje hubiera quedado petrificado. No tenía meta alguna, pero seguí adelante como
si me dejara guiar por el destino. Mis sueños irrurnpían en el mundo consciente, de forma
que cada megalito enterrado por la arena parecía formar parte de las infinitas salas y
corredores de arquitectura prehumana, labrados y adornados con los símbolos jeroglíficos
que yo conocía tan bien tras largos años de contemplarlos siendo una mente cautiva de la
Gran Raza.
Había momentos en los que me parecía ver a aquellos horrores omniscientes circulando
en ¡das y venidas, como correspondía a sus tareas habituales, y hasta temía mirarme por
miedo de ver que tenía su mismo aspecto. Sin embargo, todo el rato, mientras veía los
bloques semicubiertos de arena, contemplaba al mismo tiempo las habitaciones y
corredores; la maligna y brillante luna se transformaba para mí en las lámparas de
luminoso cristal; el inacabable desierto se trocaba en los bosques de ondulantes helechos
que se distinguían desde las ventanas. Estaba despierto y soñando al mismo tiempo.
No sé cuán lejos o cuánto tiempo transcurrió o anduve, ni en qué dirección, hasta que
hallé el montón de bloques descubiertos por el viento durante el día. Se trataba del mayor
grupo visto en un solo lugar, y me impresionó tanto que las visiones de lejanos eones se
disiparon de repente de mi espíritu.
De nuevo tenía allí únicamente el desierto y la maligna luna y las huellas de un
inimaginable pasado. Me acerqué y me detuve, proyectando la luz de mi linterna sobre el
montón de escombros. El viento se había llevado una duna, dejando una masa baja e
irregular de megalitos y fragmentos más pequeños de unos trece metros de parte a parte y
una altura que oscilaba entre los sesenta centímetros y los dos metros y medio.
Por su disposición comprendí que aquellas piedras tenían una cualidad sin precedente.
No se trataba tan sólo de su número, sin parangón posible con otros hallazgos, sino que
había algo en la disposición de sus erosionados restos que me impresionó mientras los
examinaba a la doble luz de la luna y la linterna.
Y tampoco es que difirieran en esencia de las muestras anteriores que habíamos
hallado. Era algo mucho más sutil. La impresión no se producía cuando miraba tan sólo a
un bloque, sino cuando pasaba la vista por varios casi simultáneamente.
Luego, por último, comprendí la verdad. Los dibujos curvilíneos de la mayoría de
aquellos bloques estaban estrechamente emparentados, formando parte de un vasto
concepto decorativo. Por primera vez en esta inmensidad desértica milenaria me había
tropezado con una masa de sillería que conservaba su antigua posición, ruinosa y
fragmentaria, es cierto, pero guardando un sentido o un propósito realmente definido.
Subiendo a una piedra poco alta, trepé con dificultad hasta la cumbre; apartando de
trecho en trecho la arena con las manos y esforzándome constantemente en interpretar
variedades de tamaño, forma y estilo y correlaciones de dibujo, pasé ignoro si horas o
minutos.
Al cabo de un tiempo pude deducir de manera vaga la naturaleza de la arcaica
estructura y, hasta reconstruir los dibujos que antaño se extendieron por las vastas
superficies de sillería. La perfecta identidad del conjunto con algunos de mis sueños me
dejó abrumado y sin apenas fuerzas.
Esto había sido otrora un ciclópeo corredor de diez metros de anchura y otros diez de
alto, pavimentado con bloques octogonales y un techo de sólida bóveda pétrea.
Abriéndose a la derecha hubo habitaciones y, en el extremo opuesto, uno de aquellos
extraños planos inclinados permitia el acceso a las plantas inferiores.
Me sobresalté con violencia al ocurrírseme estos conceptos, porque en ellos había más
de lo que sugerían los bloques. ¿Cómo sabía que aquella planta debió estar situada muy
por debajo del nivel del suelo? ¿Cómo sabía que la rampa que llevaba al piso superior
debía estar situada detrás de mí? ¿Cómo sabía que el largo pasadizo subterráneo que
terminaba en la plaza de las Columnas tenía que hallarse a la izquierda, en el piso
superior?
¿Cómo sabía que la sala de máquinas y el túnel liacia la derecha, que conducía a los
archivos centrales, debían estar dos pisos más abajo? ¿Cómo sabía que habría una de esas
horribles trampillas, sellada con flejes de metal, en el mismísimo fondo, cuatro pisos más
abajo? Desconcertado por esta intrusión del mundo de mis pesadillas, me puse a temblar,
mientras todo mi cuerpo quedaba bañado por un sudor frío.
Luego, como un último e intolerable detalle, noté aquella débil e insidiosa corriente de
aire fresco que ascendía desde una depresión cercana al centro del enorme montón de
escombros. Al instante, como antes, mis visiones desaparecieron, y volví a ver de nuevo
tan sólo la siniestra luz lunar, el inhóspito desierto y el extenso túmulo de aquella cantería
paleolítica. Ahora me enfrentaba a algo real y tangible, fraguado, no obstante, con
infinitas sugerencias de misterio nocturno. Porque la corriente de aire no podía significar
más que una escondida sima insondable que existía debajo de los desordenados bloques
de la superficie.
Mi primer pensamiento fue para las siniestras leyendas de los indígenas que hablaban
de vastas salas subterráneas entre los megalitos, donde sucedían cosas horrorosas y
nacían potentes vendavales. Luego volvieron los pensamientos basados en mis propios
sueños, y sentí como los oscuros pseudorrecuerdos forcejeaban en mi mente. ¿Qué clase
de lugar yacía debajo de mí? ¿Qué inconcebible y primitiva fuente creadora de ciclos
mitológicos antiguos y de asediantes pesadillas estaba a punto de descubrir?
Dudé tan sólo un instante, porque algo más que la curiosidad o el celo científico me
impulsaba a avanzar, superando el miedo creciente.
Parecía moverme de forma automática, como a merced de algún destino compulsivo.
Me guardé la linterna en el bolsillo y, empleando una fuerza que nunca creí poseer, aparté
primero un fragmento titánico de piedra y luego otro, hasta notar una fuerte corriente
cuya humedad contrastaba de manera singular con el seco aire del desierto. Una negra
hendidura comenzó a aparecer y, por fin, cuando hube apartado cada fragmento lo
bastante pequeño como para poderlo mover, la lechosa luz lunar cayó sobre una abertura
lo suficientemente ancha como para permitir mi paso.
Saqué la linterna y lancé su rayo al interior de la brecha. Por debajo se advertía un caos
de sillares derrumbados, inclinados hacia el norte en un ángulo de unos cuarenta y cinco
grados; con toda evidencia, resultado de algún desprendimiento originado en la
superficie.
Entre su nivel y el del suelo había un abismo de impenetrable negrura en cuyo borde
superior se veían signos de una gigantesca bóveda. Parecía que en aquel punto las arenas
del desierto estaban posadas de manera directa sobre el piso de alguna estructura titánica
edificada en la época joven de la Tierra, y ni siquiera me atreví a calcular cómo se había
conservado tras el paso de eones de convulsiones geológicas. Es más, ni me atreví
entonces, ni me atrevo ahora.
Recapacitando, la sola idea de un repentino descenso en solitario por tan hosco abismo
-y en un tiempo en que todos ignoraban mi paradero- semejaba la cumbre de la más
insensata locura. Quizá así fuera... No obstante, aquella noche emprendí el descenso sin
la menor vacilación.
De nuevo se manifestaba aquella ansiosa y compulsiva fatalidad que parecía dirigir mis
pasos durante toda mi estancia en Australia. Utilizando la linterna de manera intermitente
para ahorrar pilas, inicié un alocado descenso por la siniestra y ciclópea pendiente que se
insinuaba por debajo de la abertura, a veces marchando hacia delante, cuando encontraba
puntos de apoyo para mis manos y pies, y en otras ocasiones haciéndolo de espaldas,
encarado al montón de megalitos mientras me colgaba y tanteaba desde algún precario
asidero.
A mi lado, en dos direcciones, se cernían, imprecisas, lejanas paredes de ruinosa sillería
puestas precariamente al descubierto por los rayos de mi linterna. Delante, sin embargo,
reinaba la oscuridad.
No llevé control del tiempo durante mi apurado descenso. Mi mente se encontraba tan
henchida de confusos atisbos e imágenes que todas las cuestiones objetivas parecían
haberse retirado a distancias incalculables. La sensación física estaba muerta, e incluso el
temor permanecía amenazándome como una desdeñosa, colérica e impotente gárgola
incapaz de actividad alguna.
Llegué a una planta sembrada de bloques caídos, informes fragmentos de piedra, arena
y escombros de todas clases. A cada lado, quizá separadas unos diez metros, se alzaban
macizas paredes que culminaban en un enorme abovedado de aristas. Apenas podía
percibir que estaban labradas, pero la naturaleza de aquellos bajorrelieves escapaba a mi
percepción.
Lo que más me impresionaba era la abovedada parte superior. La luz de mi linterna no
llegaba hasta el techo, pero las partes inferiores de los monstruosos arcos se destacaban
con claridad. Y tan absoluta era su identidad con los que viera en mis incontables
pesadillas del mundo antiguo que temblé de pies a cabeza por primera vez.
Detrás y muy por encima, un débil turbión luminoso me indicaba que fuera seguía
existiendo el mundo bañado por la luna. Algún vago retazo de precaución me aconsejó
que no lo perdiera de vista, para que me sirviese de guía durante mi regreso.
Avancé ahora hacia la pared de la derecha, donde los rastros de figuras esculpidas eran
más claros. El suelo cubierto de escombros era tan difícil de cruzar como lo había sido el
descenso por el montón de ruinas, pero logré abrirme paso, aunque con dificultades.
En un lugar tuve que hacer a un lado unos cuantos bloques y apartar con el pie las
piedras o fragmentos pequeños para ver cómo era el suelo, y me estremecí ante la nefasta
familiaridad de las grandes losas octogonales cuya combada superficie aún se mantenía
unida.
Al llegar a una distancia prudencial de la pared, proyecté el rayo de mi linterna
despacio y con cuidado por encima de los desgastados restos de sus bajorrelieves. El
influjo de las aguas pasadas parecía haber erosionado la superficie de piedra arenisca,
mientras que se apreciaban curiosas incrustaciones cuya presencia no me fue posible
explicar.
En ciertos lugares la cantería estaba suelta y dislocada, y me pregunté cuántos eones
más podría conservar sus actuales rasgos en medio de tantos y tan continuados
movimientos sísmicos.
Pero lo que más me excitaba eran los bajorrelieves en sí. Pese a las profundas huellas
que en ellos dejara el transcurso del tiempo, sus contornos resultaban bastante fáciles de
seguir desde cerca; y la completa e íntima familiaridad de cada detalle casi anonadó mi
imaginación. Quedaba dentro de los límites de la credibilidad normal el que los
principales atributos de aquella antigua arquitectura me pareciesen conocidos.
Impresionando fuertemente a los urdidores de mitos, habían sido incorporados a las
leyendas antiguas que, de alguna manera, llamándome la atención durante mi período de
amnesia, habían evocado vívidas imágenes en mi subconsciente.
¿Pero cómo podía explicar la manera exacta y minuciosa en que cada línea y cada
espiral de los extraños dibujos coincidía con lo que soñé durante tantos años? ¿Qué
oscura y olvidada iconografía pudo haber reproducido tan sutil sombreado, tanta
diversidad de trazos que de forma persistente, exacta e invariable asomaban a mi visión
de durmiente noche tras noche?
Porque allí no existía casualidad ni parecido remoto. Absoluta y definitivamente, el
milenario y oculto corredor en el que me hallaba era el original de algo que yo conocía en
mis sueños tan bien como conocía mi casa en la calle Crane, en Arkham. Es cierto que
aquel lugar aparecía en mis pesadillas intacto, en su estado original; pero la identidad
seguía siendo real. Dentro del pasadizo me sentía perfectamente orientado.
Conocía aquella estructura particular en cuyo interior estaba ahora. También conocía su
situación en la terrible y antigua ciudad de mi sueño. Me di cuenta con una abominable e
instintiva certeza que podía visitar sin equivocarme cualquier punto del edificio o de la
ciudad que hubiese escapado a los cambios y devastaciones producidos por los
incalculables años transcurridos. En nombre del cielo, ¿qué significado tenía todo
aquello? ¿Cómo llegué a saber lo que sabía? ¿Y qué horrenda realidad podía yacer tras
los antiguos relatos de los seres que habitaron este laberinto de piedras arcaicas?
Las palabras sólo pueden expresar de manera fraccionaria e incompleta la amalgama de
miedo y confusión que corroía mi alma. Conocía este lugar. Sabía lo que quedaba por
debajo de mí y lo que estuvo más arriba antes de que la miríada de elevados pisos se
desplomara convirtiéndose en polvo y escombros fundidos con el desierto. Con un
escalofrío pensé que ya no necesitaba conservar como guía aquel débil resplandor de luz
lunar.
Luchaba entre un ansia de huir y una mezcla febril de ardiente curiosidad y fatalidad
compulsiva. ¿Qué le había ocurrido a esta monstruosa megalópolis de la antigüedad en
los millones de años transcurridos desde la época de mis pesadillas? ¿Cuántos de los
laberintos subterráneos que minaban la ciudad y entrelazaban todas las torres titánicas
habían sobrevivido a las convulsiones de la corteza terrestre?
¿Acababa de tropezarme con todo un soterrado mundo de profano arcaismo? ¿Podría
hallar todavía la casa del maestro en escritura y la torre donde S'gg'ha, la mente cautiva
de los carnívoros vegetales de la Antártida, los seres de cabeza estrellada, había cincelado
ciertas figuras en el espacio libre de las paredes?
¿Acaso el pasadizo de la segunda planta, al final del vestíbulo de las mentes extrañas,
seguiría abierto y transitable? En aquel vestíbulo o salón, una mente cautiva, la de cierta
increíble entidad, habitante semiplástico del hueco interior de un desconocido planeta
transplutoniano a dieciocho millones de años de distancia en el futuro, había guardado
una cosa que modeló en arcilla.
Cerré los ojos y me llevé la mano a la cabeza en un vano y lastimero esfuerzo por
arrancar de mi consciencia aquellos locos fragmentos de pesadilla. Luego, por primera
vez, sentí con fuerza la frescura, el movimiento y la humedad del aire circundante. Con
un estremecimiento, comprendí que una vasta cadena de negros abismos, muertos hacía
muchos eones, debía de estar abierta en algún lugar más allá y debajo de mí.
Pensé en las terribles cámaras, corredores y rampas tal como los recordaba de mis
sueños. ¿Seguiría abierto el camino a los archivos centrales? De nuevo la fatalidad
compulsiva tiró con fuerza de mí desde el interior de mi cerebro mientras recordaba los
impresionantes historiales que antaño se guardaban encerrados en las arcas rectangulares
de metal inoxidable.
Allí, según los sueños y leyendas, había reposado la historia completa, pasada y futura,
del continuo cósmico del espacio-tiempo, escrita por mentes cautivas de cada orbe y cada
era del sistema solar. Locura, claro, pero ¿acaso no me encontraba ahora inmerso en un
mundo nocturno tan loco como yo?
Pensé en las cerradas estanterías metálicas y en los curiosos giros que había que
someter a los pomos para abrir cada estante. El destinado a mí surgió con claridad en mi
conciencia. ¡Con cuánta frecuencia había pasado por la rutina de las diversas vueltas y
presiones en la sección de vertebrados terrestres del piso más bajo! Hasta el último
detalle se me aparecía fresco y familiar.
Si existía allí una bóveda como la que yo soñara, podría abrirla en cosa de un momento.
Fue entonces cuando la locura se apoderó por entero de mí. Un instante después estaba
saltando y tropezando por entre los escombros rocosos en dirección a la bien recordada
rampa que conducía a los niveles inferiores.
Capítulo VII
Desde ese punto en adelante mis impresiones apenas son de fiar, es más, todavía
albergo una final y desesperada esperanza de que todo haya formado parte de alguna
pesadilla demoníaca o una fantástica ilusión fruto del delirio febril. Y es que en mi
cerebro ardía la fiebre y cada cosa se me aparecía en medio de una especie de bruma,
aunque en ocasiones esta bruma fuese intermitente.
Los rayos de mi linterna apenas perforaban la oscuridad reinante, revelándome destellos
fantasmales de paredes y bajorrelieves familiares; todo ello acusaba el deterioro del
tiempo. Había un lugar donde se amontonaban los restos del abovedado que había caído,
por lo que tuve que trepar por el montículo de piedras que casi llegaba al rasgado techo
de grotescas estalactitas.
Me hallaba en la cumbre máxima de la pesadilla, con el empeoramiento de la fuerza
compulsiva de las pseudomemonas. Sólo una cosa dejaba de serme familiar, y era mi
tamaño en relación con la monstruosa edificación. Me notaba oprimido por una sensación
de insólita pequeñez, como si la vista de estas elevadas paredes desde un simple cuerpo
humano me resultara algo totalmente nuevo y anormal. Una y otra vez me miraba a mí
mismo, vagamente turbado por la forma humana que poseía.
Salté, tropecé y me tambaleé siguiendo hacia delante a través de la negrura abismal,
cayendo y magullándome con frecuencia, y en una ocasión casi rompí mi linterna. Cada
piedra y rincón de aquel diabólico pasaje me eran conocidos, y en múltiples puntos me
detuve para proyectar rayos de luz por las arcadas obturadas, en ruinas, pero familiares.
Algunas salas se habían desplomado por entero; otras estaban desnudas, aunque tras
unos instantes de marcha tuve que detenerme ante una abierta e irregular grieta abismal
cuyo punto más estrecho no debía de ser menor de metro y medio. Por allí se había
desplomado par-te de la sillería, revelando una incalculable y negrísima profundidad.
Estaba seguro de la existencia de dos pisos subterráneos más en este edificio titánico, y
temblaba con un pánico nuevo al recordar la trampilla cerrada con flejes metálicos de la
planta más baja. Ahora no habría centinelas junto a ella, porque los seres que
construyeron todo esto hacía tiempo que vivieron su ocaso y llegaron a su extinción. Lo
mismo que las entidades recluidas tras las trampillas cerradas, aunque éstas, cuando
apareciera la raza coleóptera posthumana, habrían muerto del todo. Y, sin embargo,
temblé de nuevo al acordarme de las leyendas indígenas.
Necesité de un terrible esfuerzo para franquear aquel abierto abismo, puesto que los
escombros del suelo impedían tomar impulso mediante una simple carrerilla, pero me
impulsó la locura. Elegí un lugar cerca de la pared de la izquierda, donde la grieta era
menos ancha y el lado opuesto aparecía razonablemente libre de escombros peligrosos, y
tras un momento de frenes!, llegué a la otra parte sin novedad.
Por fin, ya en el nivel más profundo, pasé por delante de la arcada de la sala de
máquinas, dentro de la cual se adivinaban fantásticas ruinas de metal semienterradas por
la desplomada bóveda. Todo se hallaba donde yo sabía que debería estar, así que trepé
confiado por los escombros que cerraban la entrada de un vasto corredor transversal.
Comprendí que ese corredor me llevaría hasta los archivos centrales, cruzando por debajo
de la ciudad.
Infinidad de épocas parecían desplegarse mientras avanzaba dando tumbos, saltando y
arrastrándome a lo largo del pasadizo repleto de ruinas. De vez en cuando distinguía los
bajorrelieves de las antiquísimas paredes; algunos me resultaban familiares, otros
evidentemente añadidos desde el período de mis sueños. Puesto que ésta era una carretera
subterránea que conectaba diversas edificaciones, no cruzaba por delante de portalones
excepto cuando el camino pasaba a través de los pisos inferiores de algunas estructuras.
En unas pocas de estas intersecciones me desvié lo suficiente como para echar un
vistazo a alguna de las salas que recordaba con cierta claridad. Sólo dos veces encontré
cambios radicales en comparación con lo que había soñado, y en uno de estos casos
todavía pude seguir los contornos ocluidos de la arcada que yo recordaba.
Temblé con violencia y experimenté una curiosa oleada de debilidad cuando, a toda
prisa y de mala gana, atravesé la cripta de una de aquellas ruinosas torres sin ventanas
cuya extraña sillería basáltica era mudo recordatorio de su horrible origen.
Esta primitiva bóveda era redonda, con un diámetro de más de setenta metros, sin
ningún bajorrelieve que adornara las negras piedras. El piso aquí estaba libre de todo lo
que no fuera polvo y arena, y pude distinguir las aberturas que conducían a las zonas
superior e inferior. No había escaleras, ni rampas; es más, en mis sueños veía aquellas
torres de superior antigüedad completamente intactas, sin que las hubiera alterado la
fabulosa Gran Raza. Con toda evidencia, quienes las construyeron no necesitaban ni
escaleras ni rampas.
En mis pesadillas, la abertura que daba acceso a otras partes inferiores estaba
herméticamente cerrada y con una vigilancia ininterrumpida. Ahora aparecía abierta,
negra y amenazadora, dando paso a una fuerte corriente de aire fresco y húmedo. No me
he permitido nunca pensar o imaginar qué clase de ¡limitadas cavernas de eterna noche
podían ocupar sus profundidades.
Más tarde, tras abrirme paso por una Parte del corredor muy castigada por los
desprendimientos, llegué a un lugar donde todo el techado se había derrumbado. Los
escombros se alzaban como una montaña y tuve que trepar sobre ellos, pasando por un
vasto espacio vacío en el que mi linterna no revelaba la existencia de muros ni de
bóvedas. Reflexioné que aquello debía de ser el sótano de la casa de los suministradores
de metal, situada frente a la tercera plaza, no lejos de los archivos. Me fue imposible
conjeturar lo que había sucedido.
Volví a hallar el corredor pasada la montaña de escombros y piedras, pero al poco lo
encontré completamente obstruido, con la desplomada bóveda casi rozando el peligroso e
inestable techado. Ignoro de qué forma logré arrancar y apartar los bloques suficientes
como para crear un pasadizo, y cómo me atreví a perturbar el inestable equilibrio de los
fragmentos cuando el cambio más insignificante pudo haber hecho que toneladas y
toneladas de sillería cayeran sobre mí y me sepultaran para toda la eternidad.
Fue la pura locura lo que me impulsaba y me guiaba; siempre y cuando, como espero y
confío, toda aquella aventura subterránea no fuese una fase o ilusión infernal dentro de
mis pesadillas. Pero conseguí -o creo que conseguí- practicar un pasadizo por el que
seguir adelante. Mientras esforzaba mi cuerpo en la estrecha abertura para franquear el
montículo -con la linterna encendida y sujeta con la boca- noté cómo las fantásticas
estalactitas del rasgado techo agujereaban y laceraban mi piel y mis ropas.
Me hallaba cerca ya de la gran estructura subterránea de los archivos que parecía ser la
meta final de mi viaje. Deslizándome y resbalando por el otro lado de la barrera,
orientándome gracias a los restos reconocibles del corredor, encendiendo y apagando de
modo intermitente mi linterna, llegué por último a una cripta baja y circular con arcos que
se abrían en todos los lados y que se encontraban en un maravilloso estado de
conservación.
Las paredes, o las partes que quedaban al alcance de la luz de mi linterna, estaban casi
por completo cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con los típicos símbolos curvilíneos,
algunos añadidos después del período de mis sueños.
Comprendí que había llegado a mi destino y penetré por un arco familiar que se abría a
la izquierda. Apenas dudaba que encontraría un pasaje despejado que, partiendo de la
rampa, conduciría a todos los pisos restantes. Este vasto albergue de los anales del
sistema solar había sido construido con una pericia sobrenatural, que le proporcionaba
resistencia para durar tanto como el propio sistema.
Bloques de ingente tamaño, colados con genio matemático y unidos con cementos de
increíble dureza, se habían combinado para formar una masa tan firme como el núcleo
rocoso del planeta. Aquí, tras épocas más prodigiosas que lo que podía aceptar mi
cordura, su mole enterrada se alzaba con todos sus detalles esenciales, con los vastos
suelos polvorientos apenas sembrados de los pequeños escombros que, en las demás
dependencias, eran la nota dominante.
El camino relativamente fácil a partir de este punto se me subió a la cabeza de manera
curiosa. Toda la frenética impaciencia hasta entonces frustrada por los obstáculos se
transformó en una especie de febril velocidad y, de forma
literal, corrí a lo largo de los monstruosos pasillos, cuyo bajo techado tan bien
recordaba, alejándome de la arcada que les servía de acceso.
La familiaridad de cuanto veía había dejado ya de asombrarme. A cada lado, las
grandes puertas de las estanterías metálicas adornadas con jeroglíficos se cernían
monstruosas; algunas permanecían en su sitio, otras estaban abiertas, y otras más
aparecían dobladas y combadas a causa de pasadas tensiones geológicas que no fueron lo
bastante fuertes, sin embargo, para destruir la titánica sillería.
De trecho en trecho, un montón de escombros cubierto de polvo bajo alguna abierta y
vacía estantería parecía indicar dónde cayeron las cajas por causa de los temblores de
tierra. En las columnas, de vez en cuando, se distinguían grandes símbolos y letreros
anunciando clases y subclases de volúmenes.
Durante un momento me detuve ante una bóveda abierta, en cuyo interior vi alguna de
las acostumbradas cajas de metal todavía en su sitio, en medio del omnipresente polvo
arenoso. Extendiendo el brazo, saqué con cierta dificultad uno de los volúmenes más
delgados y lo puse en el suelo para inspeccionarlo. Estaba titulado en los abundantes
jeroglíficos curvilíneos, aunque había algo en la disposición de los caracteres sutilmente
inusual.
Me era bien conocido el viejo mecanismo del cierre curvo, de gancho, y abrí la tapa
todavía brillante, sacando el libro del interior. Como esperaba, el tomo medía unos
cincuenta centímetros de alto, veinticinco de ancho y cinco de grueso; las finas tapas de
metal se abrían por la parte superior.
Las páginas de fuerte celulosa no parecían afectadas por la miríada de ciclos de tiempo
que habían soportado, así que estudié las letras del texto, hechas a pincel, con un trazo
singular -símbolos diferentes a los usuales jeroglíficos curvilíneos y a cualquier alfabeto
conocido por los humanos-, en medio de un semidespertar de mis recuerdos.
Comprendí que aquel era el idioma empleado por una mente cautiva a la que conocí
superficialmente en mis sueños, un intelecto originario de un gran asteroide en el que
sobrevivió la mayor parte de la vida y de costumbres arcaicas de cierto primitivo planeta
del que el asteroide fue un fragmento. Al mismo tiempo, recordé que este piso de los
archivos estaba destinado a los volúmenes referentes a planetas extraterrestres.
Mientras dejaba de meditar en aquel increíble documento, advertí que flaqueaba la luz
de mi linterna, y rápidamente le puse las pilas de recambio que siempre llevaba conmigo.
Luego, provisto de mayor caudal luminoso, reanudé mi febril carrera por el infinito
laberinto de pasillos y corredores, reconociendo de vez en cuando alguna estantería
familiar, y vagamente molesto por las condiciones acústicas que producían un eco,
incongruente para estas catacumbas, del sonido de mis pisadas.
Hasta las huellas de mis zapatos, impresas a mi espalda sobre el milenario polvo jamás
hollado, me hacían estremecer. Nunca con anterioridad, si mis locos sueños contenían
algo de verdad, un pie humano había pisado tan inmemoriales pavimentos.
Mi mente consciente no tenía ni el menor atisbo acerca de la identidad de lo que parecía
ser meta final de mi febril carrera. Sin embargo, existía alguna fuerza de maligna
potencia que empujaba a mi turbada voluntad, sacando a la luz los soterrados recuerdos, y
que hacía que sintiera de forma vaga que no marchaba sin rumbo fijo, que no caminaba al
azar.
Llegué hasta una rampa descendente y la seguí hasta sus profundas entrañas. Las
plantas quedaron atrás y arriba mientras seguía corriendo, pero no me detuve a explorar
ninguna de ellas. En mi atorbellinado cerebro había comenzado a sonar cierto ritmo que
hizo que mi mano derecha se contrajera siguiendo el compás. Deseaba abrir algo, y me
daba cuenta de que conocía todos los complicados giros y presiones necesarios para
conseguirlo. Se parecía a una moderna caja fuerte con cerradura de combinación.
Sueño o no, lo aprendí antaño y seguía sabiéndolo. No traté de explicarme cómo ningún
sueño o retazo de leyenda asimilado inconscientemente podía haberme enseñado un
detalle tan minucioso, tan intrincado y tan complejo. Me encontraba más allá de todo
pensamiento coherente. ¿Porque acaso esta experiencia, esta sorprendente familiaridad
con una serie de desconocidas ruinas, y esta exacta identidad de todo lo que tenía ante mí
con lo que sólo podían haberme sugerido los sueños y los mitos, no era un horror que
superaba todo raciocinio?
Lo más probable es que mi convicción básica fuera entonces -como lo es ahora, durante
mis momentos de mayor cordura- la certeza de no estar despierto en absoluto, y de que
toda la ciudad enterrada era un fragmento de febril alucinación.
Al poco tiempo llegué al nivel inferior y me desvié hacia la derecha de la rampa. Por
algún oscuro motivo traté de pisar con más suavidad, aunque al hacerlo así mi velocidad
disminuyera. Había un espacio en este último y más profundo piso que me daba miedo
atravesar.
Al acercarme a él recordé qué era la cosa que temía en aquel lugar. Se trataba
sencillamente de una de las trampillas barradas y vigiladas día y noche. Ahora no habría
centinelas y por esa razón temblé y caminé de puntillas como hiciera al pasar a través de
la bóveda de negro basalto donde permanecía abierta una trampilla similar.
Noté una corriente de aire frío, como sintiera en la citada trampilla anterior, y deseé que
mi trayectoria me hubiese llevado en otras direcciones. Ignoraba por qué tomé aquel
camino en particular.
Cuando llegué al espacio temido vi que la trampilla estaba también abierta de par en
par. Delante comenzaba de nuevo la serie de estanterías y advertí en el suelo, frente a una
de ellas, un montón de escombros con una leve capa de polvo, donde habían caído hacía
poco algunas de las cajas. Al mismo tiempo, una nueva oleada de pánico se apoderó de
mí, aunque pasó algún tiempo antes de que descubriera el motivo.
No era raro encontrarse con montones de cajas caídas, porque en el transcurso de los
eones aquel oscuro laberinto se había visto sacudido por temblores de tierra y, a
intervalos, acogió en mil ecos el estrépito ensordecedor de objetos al caer. Fue sólo
cuando casi había cruzado el espacio que comprendí el motivo de mis violentos
temblores.
No se trataba del montón de escombros, sino de algo que había en el polvo del suelo.
Eso era lo que me perturbaba. A la luz de la linterna me pareció que el polvo no estaba
tan igualmente repartido como debiera, en algunos sitios parecía más fina la capa, como
si la hubieran alterado no muchos meses atrás. No estaba seguro, porque incluso en esos
lugares el polvo era abundante; sin embargo, resultaba inquietante experimentar
sospechas acerca de la posible irregularidad en la masa de polvo.
Cuando enfoqué con la linterna uno de esos lugares, lo que el rayo de luz me mostró me
hizo sentir enormemente turbado, porque la ilusión de regularidad había sido muy grande.
Había allí una serie de líneas regulares de impresiones o huellas compuestas, impresiones
que iban de tres en tres, cada una sobrepasando un poco el espacio de un palmo cuadrado,
y compuestas por cinco huellas casi circulares de unos ocho centímetros.
Estas posibles líneas de huellas parecían tomar dos direcciones, como si algo hubiera
ido y venido a alguna parte. Como es lógico, aparecían muy débiles y quizá pudieron ser
casuales o simples imaginaciones mías; pero constituían un elemento de impreciso y
acechante terror en el camino que yo creí que seguían. Porque en uno de los extremos de
la serie de impresiones había un montón de cajas que debieron caer no hacía mucho
tiempo, mientras que el otro extremo conducía a la ominosa trampilla abierta con el aire
frío brotando de abismos inimaginables.
Capítulo VIII
Que me sobrepusiera al miedo demuestra el profundo arraigo de mi extraño sentido
compulsivo. Ningún motivo racional me hubiera obligado a proseguir después de ver
aquella horrenda sugerencia de huellas y sentir la evocación de pesadillas agobiantes que
éstas despertaban. No obstante, mi mano derecha, aunque continuara temblando de
miedo, seguía contrayéndose al compás rítmico en su ansiedad por manipular la cerradura
que yo esperaba encontrar. Antes casi de darme cuenta, había dejado atrás el montón de
cajas últimamente caídas y corría de puntillas por los pasillos cubiertos de polvo virgen
hacia un punto que parecía conocer mórbida y terriblemente bien.
Mi mente se hacía preguntas sobre cuyo origen e importancia comenzaba a tener una
vaga noción. ¿Llegaría un cuerpo humano a alcanzar la estantería? ¿Podría una mano
humana repetir los antiquísimos movimientos necesarios para abrir la cerradura? ¿Estaría
la cerradura en condiciones de funcionamiento? ¿Y qué haría, qué me atravería a hacer,
con lo que, como ahora comenzaba a comprender, a la vez esperaba y temía encontrar?
¿Demostraría la impresionante y demencial verdad de una pasada concepción
extranormal, o probaría sólo que yo estaba soñando?
Me di cuenta de que había dejado de correr de puntillas y estaba ahora inmóvil,
mirando con fijeza a una fila enervantemente familiar de estanterías con jeroglíficos. Su
estado de conservación era casi perfecto, y sólo tres puertas de las más próximas estaban
abiertas.
Me resulta imposible describir cuáles eran mis sentimientos hacia aquellas estanterías;
tan honda y persistente era la certeza de que las conocía de antaño. Miré a la última fila,
cerca del techo, fuera por completo de mi alcance, mientras me preguntaba cómo podría
trepar mejor hasta alcanzarla. Una puerta abierta a cuatro filas de la parte baja me serviría
de ayuda, y las cerraduras de las puertas me proporcionarían posibles asideros a manos y
pies. Sujetaría la linterna con los dientes, como ya hice en otros lugares donde necesité
ambas manos. Pero, por encima de todo, no debía hacer el menor ruido.
Resultaría difícil bajar cargado con lo que quería llevarme, pero quizá pudiera
enganchar su cierre móvil en el cuello de mi americana y cargar con él como si fuese una
mochila. Volví a preguntarme si la cerradura estaría intacta. No me cabía la menor duda
de que podría repetir cada familiar movimiento preciso para abrir. Pero esperaba que la
puerta no chirriase ni emitiese el menor chasquido y que mi mano lograse manejarla de
forma adecuada.
Incluso mientras pensaba en todos estos detalles había cogido la linterna con la boca e
iniciado la ascensión. Las cerraduras resultaban precarios puntos de apoyo; pero, como
esperaba, la estantería abierta me fue de gran ayuda. Empleé a la vez la puerta batiente y
el borde mismo de la abertura para iniciar el ascenso, y logré evitar todo crujido fuerte y
audible.
En equilibrio sobre el borde de la puerta e inclinándome todo lo posible a la derecha,
pude alcanzar por poco margen la cerradura buscada. Mis dedos, entumecidos
la escalada, se mostraron torpes al principio; pero pronto vi que, anatómicamente, eran
apropiados para la manipulación. Y el ritmo mnemónico era bien recordado por ellos.
Surgiendo de los desconocidos abismos del tiempo, los complicados y secretos
movimientos habían llegado de alguna forma a mi cerebro con todo detalle y corrección,
porque apenas tras cinco minutos de intentarlo percibí el chasquido cuya familiaridad
resultó más asombrosa dado el hecho de que no lo había previsto de manera consciente.
Un instante después, la puerta metálica se abría despacio con tan sólo un leve rechinar.
Turbado, miré la fila de cajas grisáceas así expuestas y experimenté la tremenda oleada
de una explicable emoción. Al alcance de mi mano derecha había una caja cuyos curvos
jeroglíficos me hicieron temblar con un ramalazo infinitamente más complejo que el del
simple miedo. Temblando todavía, logré extraerla en medio de una lluvia de copos
arenosos y tiré de ella hacia mí sin ningún ruido violento.
Como la otra caja que manipulara, medía cincuenta por veinticinco centímetros, con
dibujos curvilíneos matemáticos en bajorrelieve. Su grosor apenas excedía los siete
centímetros.
Sujetándola precariamente entre mi cuerpo y la superficie de la estantería a la que me
había encaramado, manipulé el cierre y logré soltar el gancho. Alcé la tapa, coloqué a mi
espalda el pesado objeto y prendí el gancho en el cuello de mi americana. Con las manos
ahora libres, descendí torpemente hasta el polvoriento suelo y me preparé para examinar
mi trofeo.
Arrodillado en el polvo, di la vuelta a la caja y la coloqué ante mí. Me temblaban las
manos y temía sacar el libro casi tanto como lo deseaba y me veía impulsado a hacerlo.
Poco a poco iba haciéndose la luz dentro de mí acerca de lo que encontraría, y esta
comprensión estuvo a punto de paralizar mis facultades.
Si la cosa estaba allí dentro -y si yo no soñaba-, las implicaciones quedarían por
completo más allá de la facultad de resistencia del alma humana. Lo que más me
atormentaba era mi actual incapacidad de sentir que cuanto me rodeaba pertenecía a un
sueño. La sensación de realidad era horrible, y se repite cuando evoco la escena.
Por último, tembloroso, saqué el libro de su estuche y miré fascinado los conocidísimos
jeroglíficos de su cubierta. Parecía en perfecto estado de conservación, y las letras
curvilíneas del título me mantuvieron casi tan hipnotizado como si pudiera leerlas. Es
más, no podría jurar el no haberlas leído en algún fugaz y terrible acceso de memoria
anormal.
Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que me atreví a levantar la delgada cubierta metálica.
Me entretuve con banales excusas. Me quité la linterna de la boca y la apagué para
ahorrar pilas. Luego, en la oscuridad, hice acopio de valor, y finalmente levanté la tapa
sin encender la luz. Por último, proyecté un destello de la linterna sobre la página
descubierta, previniéndome por anticipado para reprimir cualquier sonido que me hiciese
emitir lo que viera en ella.
Miré un instante y me desplomé. Apretando los dientes, sin embargo, guardé silencio.
Me hundí totalmente en el polvo y me llevé la mano a la frente en medio de la total
oscuridad circundante. Allí estaba lo que temía y esperaba. 0 bien estaba soñando, o el
espacio y el tiempo se habían convertido en una cruel burla.
Tenía que estar soñando, pero pondría a prueba el horror llevándome aquella cosa y
enseñándosela a mi hijo, si es que el objeto tenla existencia real. La cabeza me daba
vueltas de forma espeluznante, aún cuando no hubiera objetos visibles, dentro de la
inmensa oscuridad, que me sirvieran de puntos de referencia. Ideas e imágenes del más
desnudo terror -provocadas por las cosas que viera en mi fugaz atisbo- comenzaron a
condensarse en mí, nublándome los sentidos.
Pensé en aquellas posibles pisadas en el polvo y el sonido de mi respiración me
provocó temblores. De nuevo lancé un destello de luz sobre la página, mirándola como la
víctima de la serpiente debe mirar a los colmillos y los ojos del enemigo que va a
destruirle.
Luego, con dedos torpes, en la oscuridad, cerré el libro, volví a meterlo en su estuche y
bajé la tapa, accionando el curioso cierre de gancho. Esto era lo que tenía que llevar al
mundo exterior, si es que tenía existencia real -si todo el abismo existía-, y si tanto yo
como el mundo existíamos en verdad.
No estoy seguro de cuándo me puse en pie e inicié el camino de regreso. Me viene
singularmente ahora a la memoria –como medida de mi sentido de separación del mundo
normal- que ni en una sola ocasión durante aquellas abominables horas pasadas en el
subterráneo miré mi reloj
Empuñando la linterna y con la ominosa caja bajo el brazo, me descubrí caminando de
puntillas en una especie de silencioso pánico más allá del abismo del que brotaba la
corriente de aire frío y en cuyas proximidades aparecían las amenazadoras sugerencias de
pisadas. Relajé mis precauciones mientras ascendía por las interminables rampas, pero no
pude sacudirme de encima la sombra de la aprensión que no había sentido durante mi
periplo descendente.
Temía tener que volver a cruzar la cripta de basalto negro más vieja que la propia
ciudad, donde se acumulaban frías corrientes de aire nacidas en insólitas profundidades.
Pensé en lo que había temido la Gran Raza y que todavía podía estar al acecho -aunque
débil y moribundo- allá abajo. Pensé en los cinco circulitos de cada huella y en lo que me
revelaron mis sueños acerca de estas pisadas, junto con los extraños vientos y ruidos
sibilantes asociados a ellas. Y pensé en los relatos de los indígenas actuales, henchidos de
horror hacia los grandes vientos y las innominadas ruinas.
Por un símbolo labrado en la pared supe cuál era el piso por el que tenía que pasar y,
por último, tras dejar atrás el otro libro que examinara con anterioridad, llegué al gran
espacio circular con arcadas radiales. A mi derecha, reconocible de inmediato, estaba la
arcada por la que había llegado. Entré, consciente de que el resto de mi ruta sería más
difícil por culpa del ruinoso estado de la sillería exterior al edificio de los archivos. La
pesadez de la caja metálica me agobiaba, y a cada paso encontraba mayores dificultades
para no hacer ruido mientras iba dando tumbos por entre escombros y fragmentos de
todas clases.
Luego alcancé el montículo de ruinas que llegaba hasta el techo y a cuyo través me
labrara un precario pasadizo. Mis temores al retorcerme para franquearlo de nuevo eran
infinitos, porque la primera vez hice bastante ruido y ahora -tras ver aquellas posibles
pisadas- el temor de causar cualquier sonido lo superaba todo. La caja también
aumentaba el problema de cruzar la estrecha grieta.
Pero remonté la barrera lo mejor que pude y empujé la caja metiéndola por la abertura.
Luego, con la linterna entre los dientes, trepé y pasé yo mismo, hiriéndome en la espalda,
como antes, con las estalactitas.
Al tratar de recoger la caja, cayó por la pendiente de los escombros a cierta distancia
delante de mí, produciendo un perturbador estrépito cuyos ecos hicieron que mi cuerpo se
cubriese de frío sudor. Salté a por ella de inmediato y la recuperé sin más ruidos.... pero
un instante después los bloques resbalaron bajo mis pies causando un súbito e imprevisto
estrépito.
Ese estrépito me resultó fatal. Porque, fuera falso o no, me pareció oír una especie de
respuesta terrible procedente de los corredores que había dejado atrás. Creí percibir un
sonido sibilante agudo, nada parecido a lo que se escucha en la Tierra y fuera de toda
posible descripción. En tal caso, lo que siguió tiene una amarga ironía pues, a no ser por
el pánico a esa cosa, lo que ocurrió después nunca hu_ biera sucedido.
De todas formas, mi frenesí era absoluto e irreprimible. Tomando la linterna en la mano
y aferrando débilmente la caja, salté y brinqué frenéticamente sin otra idea en mi cerebro
que el loco deseo de escapar corriendo de aquellas ruinas de pesadilla y verme en el
mundo del desierto bañado por la luna que tan lejos quedaba encima de mí.
Apenas recuerdo cuándo llegué a la montaña de escombros que se alzaba hasta la vasta
negrura de más allá del desplomado techo, y me magullé y me herí repetidas veces
mientras trepaba por la escarpada ladera de puntiagudos bloques y fragmentos.
Luego vino el gran desastre. Mientras cruzaba a ciegas la cumbre, sin estar preparado
para la repentina pendiente que seguía, mis pies resbalaron por completo, y me encontré
envuelto en una avalancha de escombros cuyo descomunal estruendo hendió el negro aire
de la caverna en una serie ensordecedora de atronadoras reverberaciones.
No recuerdo mi salida de aquel caos, pero un momentáneo fragmento de consciencia
me muestra cayendo y arrastrándome a lo largo del corredor en medio del estruendo,
llevando todavía caja y linterna.
Luego, al acercarme a la primitiva cripta de basalto, la locura absoluta que tanto temiera
me sobrevino. Porque mientras se iban apagando los ecos de la avalancha, se hizo audible
una repetición de aquel silbido extraterrestre que creí haber oído antes. Esta vez no cabía
la menor duda y, todavía peor, no procedía de ningún punto a mi espalda, sino de delante
de mí.
Lo más probable es que entonces gritara. Tengo una borrosa imagen de mí mismo
corriendo por la infernal bóveda basáltica construida por los seres más antiguos y
escuchando el diabólico silbido que salía por la abierta puerta que era uno de los accesos
a la negrura ¡limitada de la nada, de aquel universo dentro del planeta en el que la Gran
Raza confinó a los seres semietéreos. También había viento, no una simple corriente
húmeda y fría, sino una ráfaga violenta y decidida, soplando salvaje y fría desde aquel
abominable abismo del que también procedía el siniestro silbido.
Recuerdo haber saltado y rodeado obstáculos de todas clases, con ese viento torrencial,
y el penetrante sonido que crecía a cada instante y que parecía seguir de forma deliberada
mis pasos mientras semejaba surgir perversamente de todos los lugares de debajo de mí y
a mi espalda.
Aunque soplando por detrás, el viento tenía la singular propiedad de dificultar mi
marcha, en vez de facilitarla; actuando como un lazo que me hubieran arrojado,
rodeándome. Sin reparar en el ruido que yo hacía, atravesé una gran barrera de bloques y
me encontré de nuevo en la estructura que conducía a la superficie.
Recuerdo haber tenido un atisbo de la arcada de la sala de máquinas, y que casi grité
cuando vi la rampa que conducía a una de aquellas profanas trampillas que debía de estar
abierta dos plantas más abajo. Pero en vez de lanzar un chillido, murmuré repetidas veces
para mí que todo esto era un sueño del que pronto despertaría. Quizá me encontraba en el
campamento quizá en mi casa de Arkham. Con todas estas vanas esperanzas reforzando
mi cordura, abordé la rampa que llevaba al piso superior.
Sabía, por supuesto, que tenía que volver a atravesar la hendidura de metro y medio; sin
embargo, hasta no estar sobre ella, abrumado por otros temores, no comprendí el horror
que comportaba tan difícil salto. Durante el descenso el brinco no tuvo dificultades, pero
¿podría franquear la brecha yendo cuesta arriba y agobiado por el miedo, el cansancio, el
peso de la caja metálica y el anómalo tirón hacia atrás de aquel viento demoníaco? Pensé
en todas estas cosas en el último momento, y pensé también en las indecibles entidades
que podían estar al acecho dentro de los negros abismos que quedaban bajo la grieta.
La luz de la linterna se debilitaba, pero por algún ignoto recuerdo pude saber cuándo
me encontraba cerca de la hendidura. Las frías ráfagas de viento y los nauseabundos y
agudos silbidos de detrás de mí sir-vieron de momentáneo lenitivo, entorpeciendo mi
imaginación de modo que no captara todo el horror que emanaba de la abierta brecha que
tenía delante. Y entonces me di cuenta de las nuevas ráfagas y de los nuevos silbidos que
venían de la grieta, oleadas de abominación que subían de profundidades inimaginadas e
inimaginables.
Ahora tenía sobre mí la esencia de la más pura pesadilla. Perdida toda cordura, e
ignorándolo todo excepto el impulso animal de huir, me limité a forcejear y a correr por
los restos de la rampa como si no existiera el abismo. Luego vi el borde del precipicio,
salté frenéticamente, empleando hasta el último gramo de mis energías, y me vi de
repente inmerso en un pandemonio vertiginoso de horrendo sonido y de profunda y
tangible oscuridad.
Según lo que puedo recordar, ahí acaba mi experiencia. Todas las impresiones
posteriores pertenecen por entero a los dominios del delirio fantasmagórico. Sueño,
locura y recuerdos se funden anárquicos en una serie de fragmentarias ilusiones
fantásticas que no pueden tener relación con nada real.
Hubo una odiosa caída por incalculables kilómetros de viscosa y repelente oscuridad, y
una babel de ruidos profundamente extraños a todo lo que conocernos en la Tierra y su
vida orgánica. Sentidos rudimentarios, dormidos, parecieron cobrar vitalidad dentro de
mi, hablándome de fosos y vacíos poblados por horrores flotantes que conducían a
océanos y simas sin sol y a populosas ciudades de torres basálticas sin ventanas y sobre
las que nunca brilló ninguna luz.
Secretos del primitivo planeta y de sus inmemoriales eones destellaron en mi cerebro
sin ayuda de la vista o del oído, y conocí entonces cosas que ni siquiera se sugirieron en
los más salvajes de mis primeros sueños. Y durante todo el rato, fríos dedos de húmedo
vapor me aferraban y me alzaban, y aquel condenado silbido arcaico chirriaba cruelmente
por encima de todos los altibajos de babel y silencio en los torbellinos de la circundante
oscuridad.
Después surgieron las visiones de la ciclópea ciudad de mis pesadillas, no en ruinas,
sino tal como la viera en mis sueños. Volvía a encontrarme en mi cuerpo cónico
inhumano, y me mezclaba con las multitudes de la Gran Raza y con las mentes cautivas
que transportaban libros por los titánicos corredores y las vastas rampas.
Luego, sobreimpuestas a estas imágenes, aparecieron temibles y fugaces destellos de
una consciencia no visual que entrañaba luchas desesperadas, un liberarse con retorcidos
esfuerzos de aferrantes tentáculos de viento sibilante, un loco vuelo al estilo de los
murciélagos a través de un aire semisólido, un febril excavar por entre una oscuridad
barrida por los ciclones y un frenético caer y arrastrarse por encima de la desplomada
sillería.
En una ocasión hubo un destello intruso y curioso de semivisión, una sospecha difusa y
débil de azulada iluminación muy lejana, en las alturas. Luego vino un sueño de
ascensión y de arrastrarse perseguido por el viento; un retorcerse en medio de una
llamarada de sardónica luz lunar a través de una mezcolanza de escombros que
resbalaban y me hacían caer de lleno en el centro de un mórbido huracán. Fue el maligno
y monótono batir de aquella enloquecedora luz de luna lo que, por último, me hizo
comprender que había vuelto a lo que fuera para mí el mundo objetivo de la vigilia.
Me encontraba arrastrándome por las arenas del desierto australiano, y a mi alrededor
aullaba un aire tan tumultuoso como nunca conocí en la superficie de nuestro planeta.
Mis ropas estaban hechas jirones y todo mi cuerpo era una masa de despellejaduras y
arañazos.
Poco a poco recuperé la plena consciencia, y en ningún momento pude precisar dónde
desapareció el sueño delirante y comenzó el verdadero recuerdo. Parecía ser que hubo un
montículo de bloques titánicos y un abismo debajo, una monstruosa revelación del pasado
y al final un horror de pesadilla.... pero ¿cuánto de esto era real?
Había perdido la linterna y otro tanto me había sucedido con la caja metálica que
descubriera. ¿Pero existió tal caja, o el abismo, o el montículo? Levanté la cabeza y miré
hacia atrás, y vi tan sólo las estériles y onduladas arenas del desierto.
El viento demoníaco cesó, y la luna hinchada y lechosa se hundió enrojecida por el
oeste. Me puse en pie y comencé a caminar dando tumbos en dirección suroeste, hacia el
campamento. ¿Qué me había sucedido en realidad? ¿Me desplomé simplemente en la
arena y arrastré luego mi cuerpo entre sueños durante kilómetros y kilómetros de desierto
y de bloques enterrados? En caso negativo, ¿cómo podría soportar vivir por más tiempo?
Porque, en esta nueva duda, mi fe en la irrealidad de mis visiones, cuyo origen
achacaba a los mitos, se disolvía una vez más en la infernal duda. Si el abismo era real, la
Gran Raza también, y sus profanos sondeos y raptos en el vórtice de todo el cosmos no
eran mitos ni pesadillas, sino una terrible y anonadadora realidad.
¿Me había visto de lleno, hecho horrendo, retrotraído a un mundo prehumano de hace
ciento cincuenta millones de años, en aquellos días oscuros y desconcertantes de mi
amnesia? ¿Acaso mi cuerpo actual fue el vehículo de alguna terrible consciencia
extrahumana procedente de los abismos paleogénicos del tiempo?
¿Es que yo, como mente cautiva de aquellos deslizantes horrores, conocía realmente la
maldita ciudad de piedra en su primitivo esplendor, y recorrí los corredores familiares
bajo la forma repelente de mi captor? ¿Eran estos atormentadores sueños de hacía más de
veinte años de antigüedad el retoño de recuerdos de monstruosa locura?
¿Había hablado de verdad con mentes de inalcanzables rincones del tiempo y el
espacio, aprendiendo los secretos del universo, pasados y por venir, y escrito los anales
de mi propio mundo para las cajas metálicas de los titánicos archivos? ¿Y estaban en
realidad aquellos otros -las cosas sorprendentemente viejas de los vientos locos y silbidos
demoníacos- rondando, esperando y debilitándose poco a poco en los negros abismos
mientras diversas formas de vida recorrían sus multimilenarias rutas sobre la vieja
superficie del planeta?
No lo sé. Si ese abismo y lo que contenía eran reales, no hay esperanza. Entonces, con
toda certeza, se cierne sobre este mundo del hombre una burlona e increíble presencia
venida del tiempo. Pero, piadosamente, no hay pruebas de que esas cosas no sean sino
fases recientes de mis míticos sueños. Ni traje conmigo la caja metálica que hubiera
constituido evidencia irrefutable, ni, hasta ahora, han sido encontrados los corredores
subterráneos.
Si las leyes del universo son benévolas, nunca serán descubiertos. Pero tengo que
contarle a mi hijo lo que vi o creí ver, y dejar que utilice su criterio como psicólogo para
calibrar la realidad de mi experiencia y comunicar o no este relato a los demás.
He dicho que la terrible verdad que respalda mis torturados años de pesadillas depende
por completo de la realidad de lo que creí ver en aquellas ruinas ciclópeas.
Verdaderamente, ha sido muy duro para mí redactar esta revelación crucial, cosa que
todos los lectores habrán adivinado. Claro que la verdad yace en ese libro del interior de
la caja metálica, la que saqué de su cubil en medio del polvo de un millón de siglos.
Nadie había visto, ninguna mano había tocado aquel libro desde la aparición del
hombre en este planeta. Y sin embargo, cuando le enfoqué la luz de la linterna dentro de
aquel terrible abismo, vi las letras con su pigmentación singular en las páginas de
celulosa amarilleada por el transcurso de los eones, y advertí que no se trataba en realidad
de ninguno de los innumerables jeroglíficos de la juventud de la Tierra. Antes al
contrario, eran letras de nuestro alfabeto familiar, conformando palabras del idioma
inglés... en mi propia caligrafía.

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