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jueves, abril 12, 2007

LEYENDAS // G. A. BECQUER

Leyendas
Gustavo Adolfo Bécquer
(1836-1870)


Introducción

Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos,
duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el
arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del
mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres
que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare
en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número,
a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían
suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en
indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura
y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se
estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin
encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del
sol en flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro
rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede
recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos
el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto,
buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que viven.
Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que
sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a
secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil
lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos
de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de
mis fiebres: ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis
exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí,
paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi
cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas
hay que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso
maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un
vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de
la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a
las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente
aumentadas por un manantial vivo.
¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi
inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque
sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo
quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de
frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un
manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros,
como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es
imposible.
No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se
sangra el cuerpo por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con
pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos
absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el
paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en
embrión que aventa por el aire la muerte, antes que su creador haya podido
pronunciar el flat lux que separa la claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de
mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que
os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a
fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y
cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que
contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una
vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El
sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las
gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber
qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre
fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica,
revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado,
con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar
arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin
que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la
nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis
engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron, en un alma que
pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora
a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones
más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado
equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido
acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.
Junio de 1868.

La creación: Poema indio

I

Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo
seno hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan
nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.
Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la
ribera aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas
acuáticas, que lo esconden a los ojos del viajero.
En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas
ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan
desde el sueño a la muerte.
El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de
perjurios y ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en
fin, puede compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro.

II

El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro
de sus habitantes.
No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de
nuestros mayores, ni en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras
galas de la poesía, se acumulan disparates sobre disparates acerca de su
origen.
Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso
brahmín, después de pasar tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación
de sí mismo, y con los índices levantados hacia el firmamento.

III

Brahma es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo.
No tuvo principio ni tendrá fin.
Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su
alrededor como una niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí
mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.
Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos
de una de sus cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de
otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba todo, y todo era él.
La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se
deleita en sí misma; pero al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no
los encuentra, se aburre.
Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se
aburriría de hallarse solo, solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de
ojos para verse.

IV

Brahma deseó por primera vez, y su deseo, fecundando la creadora
Maya que lo envolvía, hizo brotar de su seno millones de puntos de luz,
semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos que nadan en el rayo
de sol que penetra por entre la copa de los árboles.
Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres
destinados a entonar himnos de gloria a su criador.
Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus
alas de mil colores, sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron
a Brahma la primera sonrisa, y de ella brotó el Edén. El Edén con sus ocho
círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario en la
cúspide.

V

Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e
incorregibles, comienzan por hacer gracia, una hora después aturden, y
concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de acontecerle a
Brahma, cuando apeándose del gigantesco cisne, que como un corcel de nieve
lo paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de gandharvas en los círculos
inferiores, y se retiró al fondo de su santuario.
Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve,
donde reina el augusto silencio de la soledad, y su profunda calma convida a
las meditaciones, Brahma, buscando una distracción con que matar su eterno
fastidio, después de cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose a la
alquimia.

VI

Los sabios de la tierra qué pasan su vida encorvados sobre antiguos
pergaminos, que se rodean de mil objetos misteriosos y conocen las extrañas
propiedades de las piedras preciosas, los metales y las palabras cabalísticas,
hacen por medio de esta ciencia transformaciones increíbles. El carbón lo
convierten en diamante, la arcilla en oro, descomponen el agua y el aire,
analizan la llama, y arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.
Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber,
figuraos por un instante lo que haría Brahma, que es el principio de toda
ciencia.

VII

De un golpe creó los cuatro elementos, y creó también a sus guardianes.
Agni, que es el espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en el huracán;
Varuna, que se levuelve en los abismos del Océano; y Prithivi, que conoce
todas las cavernas subterráneas de los mundos, y vive en el seno de la
creación.
Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca
vista gérmenes de cosas inmateriales e intangibles, pasiones, deseos,
facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo de muerte y de vida, de bien
y de mal. Y todo lo subdividió en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita
poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.

VIII

La turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus
ruidosos juegos los círculos inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su
señor. -¿Dónde estará? -exclamaban los unos-. ¿Qué hará? -decían entre sí
los otros-; y no eran parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas de
negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma,
ni los globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaba volteando al
vacío, y allí giraban como en una ronda luminosa y magnífica.

IX

La imaginación de los muchachos es un corcel, y la curiosidad la
espuela que lo aguijonea y lo arrastra a través de los proyectos más
imposibles. Movidos por ella los microscópicos cantores, comenzaron a trepar
por las piernas de los elefantes que sustentan los círculos del ciclo, y de uno en
otro se encaramaron hasta el misterioso recinto, dónde Brahma permanecía
aún, absorto en sus especulaciones científicas.
Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la
puerta, y uno por el ojo de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de los
mal unidos tableros, penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio, objeto
de su curiosidad.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no pudo menos de
sorprenderles.

X

Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas
colosales de todas hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de
astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con hombres a medio
modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros,
libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de figuras
geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento,
en una gigantesca marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían,
con un ruido sordo, mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia
combinación habían de resultar las creaciones perfectas.

XI

Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus diez y seis
manos para tapar y destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba
algunas veces un gran canuto, a manera de cerbatana, y así como los
chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo
sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del cielo, y
soplaba en la una punta, apareciendo en la otra un globo candente que al
lanzarse comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de los otros que ya
flotaban en el espacio.

XII

Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador los seguía con una
mirada satisfecha, y aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados de seres
felices y hermosísimos sobre toda ponderación, que son esos astros que,
semejantes a los soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban un
himno de alegría a su Dios, girando sobre sus ejes de diamante y oro con una
cadencia majestuosa y solemne.
Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban
espantados entre sí, llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo
grandioso.

XIII

Cansose Brahma de hacer experimentos, y abandonando el laboratorio,
no sin haberle echado, al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a
montar sobre su cisne con el objeto de tomar aire. Pero ¡cuál no sería su
preocupación cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que,
abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la
inquieta turba de rapaces, que, notando el descuido, le siguieron a larga
distancia con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco
la puerta, éste asoma la cabeza, aquél adelanta un pie, e invaden todos, por
fin, el laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.

XIV

Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería
imposible.
Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro,
luego se atrevieron a tocarlos, y al fin terminaron por no dejar títere con
cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre para que sirvieran de pasto a las
llamas: destaparon las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las
vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo,
los unos se colgaban de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de
las bóvedas para secarse; los otros se subían por las osamentas de los
gigantescos animales, cuyas formas no habían agradado al Señor. Y
arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras de papel, y se coloraron los
compases entre las piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas de
virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.
Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como
lo habían visto hacer.

XV

Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita
estaba candente. Llegó el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una
columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre aquél un elixir misterioso que
contenía una redoma, con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del
receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada
nuevo ingrediente que arrojaban en la marmita, se elevaban en su fondo
llamaradas azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre con gritos de
júbilo y risotadas interminables.

XVI

Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el
dolor y la alegría, la fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los
gérmenes del hielo destinados a mundos hechos de maner a que el frío
causase una fruición deleitosa en sus habitadores, y los del calor compuestos
para globos cuyos seres se habían de gozar en las llamas; y revolvieron los
principios de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango,
confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la
pequeñez, la vida y la muerte.
Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo
de la marmita.

XVII

Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le
cortó las barbas con los dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a
inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y apareció un mundo. Un mundo
deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de medio
ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las
entrañas y océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa,
con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro. El principio de muerte,
destruyendo cuanto existe, y el principio de vida con conatos de eternidad,
reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un mundo disparatado, absurdo,
inconcebible; nuestro mundo, en fin.
Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un
modo tan grotesco, lo saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los
ocho círculos del Edén.

XVIII

Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo
comprendió todo. La indignación llameó en sus pupilas; su airado acento atronó
el cielo y amedrantó a la turba de muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa
a puntapiés; y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme creación para
destruirla; ya el solo amago había producido en ella esa gran catástrofe que
aún recordamos con el nombre del diluvio, ruando uno de los gandharvas, el
más travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas diciendo entre
sollozos: -¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!

XIX

Brahma es grave, porque es Dios, y, sin embargo, tuvo que hacer un
gran esfuerzo al oír estas palabras para no dejar reventar la risa que le
retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó: -Id, turba desalmada e
incorregible, marchaos donde no os vea más, con vuestra deforme criatura.
Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él hasta los átomos pelean
con los átomos; pero marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder
vuestro no durará mucho.
Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose
descompasadamente y arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de
nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga por allá... Desde entonces
ruedan con él por el ciclo, para asombro de los otros mundos y desesperación
de sus habitantes.
Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más
delicado ni más temible que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete no
puede durar mucho.

Maese Pérez el Organista
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que
comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del
convento.
Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara
la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni
nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella
noche.
Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con
aire de burla:
-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma! -me contestó la vieja-, en que ese no es el suyo.
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.
Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta,
después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el
milagroso portento hasta nuestros días.

I

-¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que
trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en
este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora que, después de
dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas?
Pues ese es el Marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda.
Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en
matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de
quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de
Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de
San Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado
con una linterna? Ahora llega frente al retablo.
¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda
que brilla en su pecho?
A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la
calle de Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del
pueblo le abre paso y le saluda.
Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados
de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y
con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran
Turco...
Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros
veinticuatros. ¡Hola, hola! También está el flamencote, a quien se dice que no
han echado ya el guante los señores de la cruz verde, merced a su influjo con
los magnates de Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír música...
No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños,
bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en
las calderas de Pero Botero...
¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener jarana; yo me
refugio en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los
cintarazos que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá
doblan. la esquina de la Plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se
me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?
Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos...
los grupos se disuelven... los ministriles, a quienes en- estas ocasiones
apalean amigos y enemigos, se retiran... hasta el señor asistente, con su vara y
todo, se refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.
Para los pobres...
Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor
del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí...
antes que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han
comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas
encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.
La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el
pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta
Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los
sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete
rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí.
Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los
duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del
prelado para besarle el anillo...
Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares.
Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se
encuentran en una calle oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de
creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas
ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se
buscaran... y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían,
poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que
verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su
servidumbre.
Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en
bote... que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni
un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista...
¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras
comunidades, puedo decir que le han hecho a Maese Pérez proposiciones
magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le
ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero
dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese
Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre,
sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo
que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una: y
componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada,
él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla...
Como le conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si os lo he dicho,
pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su
desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: Mucho,
pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? -
Sí, y muy pronto -añade sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis
años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...
¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle,
que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un
pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro
de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre
tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que
santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a
los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era
natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se
las bendiga. Merecía que se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las
engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche
como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la
Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las
doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su
órgano son voces de ángeles...
En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el
ver cómo todo lo demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo,
vienen a un humilde convento para escucharle: y no se crea que sólo la gente
sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que
hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas
entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las
sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las
iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el
órgano... y cuando alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los
ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso,
que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras
dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y
va a comenzar la Misa, vamos adentro...
Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor
que para nosotros.
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina,
atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en
aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se
agolpaba en la puerta.

II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de
luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los
ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo
que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas,
vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto
a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro,
dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la
una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los
bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los
caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana,
parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del
contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un
rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación
de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al
mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor
bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la
bendición al pueblo.
Era la hora de que comenzase la Misa.
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante
apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia;
los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo
mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba
la ceremonia.
-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista
esta noche a la Misa de media noche.
Ésta fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el
efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste
decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso
de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las
apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento, un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por
añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si
queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer
organista del mundo, ni a su muerte dejará de usarse este instrumento por falta
de inteligente.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos
de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista
envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en
exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido
espantoso.
-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo
volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia,
conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus
hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido
bastante a detenerle en el lecho.
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero
morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo
quiero, lo mando; vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos
a la tribuna, y comenzó la Misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne
en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad
de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el
ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese
Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde
majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de
aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la
tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta
convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios, llegaba al
mundo.
Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que
entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse
formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una
extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos,
como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación
se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían
entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo
de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como
a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a
los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía
trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la
iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de
colores se estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se
desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos,
diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los
ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al
nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había
una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que
levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios,
era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente,
como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse,
cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un
grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y
quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que,
arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los
fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y nadie sabía
responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el
alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el
recogimiento propios de la iglesia.
-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que precedido
de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y
con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el
arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la
escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre
las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su
hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

III

-Buenas noches, mi señora doña Baltasara, ¿también usarced viene
esta noche a la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír
a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y
eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que
me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito!
¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como
una reliquia, y lo merece..., pues, en Dios y en mi ánima, que si el señor
arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los
altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo
que priva es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo
que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la
iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase
de decir...; sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin
ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades....
Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román,
aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas;
perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de
solfa, va a tocar esta Noche-Buena en lugar de Maese Pérez. Ya sabrá
usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla,
que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y
después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era
natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de
parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues
cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como
muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta
noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve a
tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no
es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el
mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que nada ha
cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los
mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma
multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir
por no oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es
verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al
intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a
comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más
que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué
ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos,
vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la Misa...;
vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos
días.
Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus
ex abruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según
costumbre un camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia.
El templo estaba tan brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que
ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la
tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una
gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un
rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a
fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.
-Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -
decían los unos.
-Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su
parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían
los otros.
Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle
de firme a su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a
hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender
tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan
notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto
maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el
sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la
Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una
lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el
órgano.
Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel
instante y ahogó su primer acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del
populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el
estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían
comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún
brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía
inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de
éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas
sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos traídas en las ráfagas
del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo
semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre
las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre,
imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni
cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos
alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y
de sonidos... todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza,
con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado
nunca.
Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a
la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente,
temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus
ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al
altar mayor, donde el prelado le esperaba.
-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo
desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese
Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la
Misa de la catedral?
-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues
por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se
revelaba en la palidez de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede
expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las
literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las
calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en
distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de
la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de
persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe,
prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy
de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos
descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que
acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era
su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa
de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al
rostro, que según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito,
como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en
semejante noche como ésta bajaba de la tribuna, después de haber
suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué
color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... no que éste ha bajado las
escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro en la meseta, y con un
color de difunto y unas... Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced, y
creame con todas veras... yo sospecho que aquí hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina
del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés
y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las
sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles
desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y
desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un
puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio
esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.
-Ya lo veis -decía la superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril;
nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche.
Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos
en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros.
¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente
conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído
decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta
distinción pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os
sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna...
En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál...
Pero las campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando
todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me
pareció un siglo.
La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba
como una estrella perdida en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de
la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo
contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi... le
vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de espaldas
hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano,
mientras tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de
una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado
dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y
reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel
proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo
como un frío glacial y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no
pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado.., digo mal, no
me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo
procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un
Avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os
asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la
reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad
a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con
impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que
daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para el
objeto de tan especial devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La
hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para
sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.
Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta
que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo
tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez.
La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el
banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus
manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y
no obstante, el órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles
podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.
-¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo
dije yo!... ¡Aquí hay busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del
Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra
cosa... El señor arzobispo está hecho y con razón una furia... Haber dejado de
asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... y ¿para qué?,
para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo
el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa...
-Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí
hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.

Los ojos verdes
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este
título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes
en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé
si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales
ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se
resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para
hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que
pintaré algún día.

I

-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la
sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han
flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros
acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por
San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los
perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los
corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la
fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas,
el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con
nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto
que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el
más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como
una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los
matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que
había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles
dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta,
Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se
pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué
haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi
mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el
fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines
de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los
Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El
que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá
salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza
alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero
reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,
pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero
perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese
ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de
cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí...
las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o
te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la
fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes
de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza;
después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían
inmóviles y consternados.
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies
de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no
sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante,
que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente
de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha
encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de
vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la
espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche
oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera
los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más
os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba
maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al
resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su
servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has
encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en
hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña...
Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en
mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás
a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para
mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto
al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste,
después de coordinar sus ideas prosiguió así:
-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la
fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra
superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una
peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de
las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al
desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un
instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido
semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por
entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se
oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y
corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el
lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares,
yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril
sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para
estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento
de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive
en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las
plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del
agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al
monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no;
iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una
locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar
en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez
una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices
parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía;
una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de
encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es
verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta
las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación.
Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y
entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí;
porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente;
unos ojos de un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e
incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que
iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres,
al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu,
trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color.
Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los
Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito
de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por
las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un
servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo
el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que
puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola
mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que
temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un
día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los
servidores que conducen tu litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te
envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré
tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a
grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la
niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a
envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a
desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba
temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa
amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno
de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo,
como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas
rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para
pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil,
doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los
juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-;
¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo
quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus
pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y
fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de
amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi
destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una
música-: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la
tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo
vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente,
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa
turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de
comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su
fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes
prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y
verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de
esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad
que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven,
la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las
ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los
álamos sus himnos de amor; ven... ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la
superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes
brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las
aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de
Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del
abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y
flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios
ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un
rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y
sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en
las orillas.

La ajorca de oro

I

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo;
hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal
vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la
tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la
amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios;
amor que se asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo
para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres
del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su
época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él, Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio
nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos
años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de
mi cosecha para caracterizarlos mejor.

II

Él la encontró un día llorando y le preguntó:
-¿Porqué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a
llorar.
Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo
en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y
tornó a decirle:
-¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que
se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de
la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua
interrumpía el alto silencio.
María exclamó:
-No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré
contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma
de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por
nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos
incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni
aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la
revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a
reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con
voz sorda y entrecortada:
-Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré,
puesto que lo deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen,
colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un
ascua de fuego; las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por
el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando
maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué
mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se
fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder
explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era
la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que
descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis
ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar,
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una
manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y
amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de
fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan
con su brillo y su increíble inquietud...
Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la
imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con
aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?,
aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer
morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí,
porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una
mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La
ves? -parecía decirme, mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo
de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es
tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es
posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan
fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí,
entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable,
inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la
frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada,
levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-¡La del Sagrario! -murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror:
-¡la del Sagrario de la Catedral!...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma,
espantada en una idea.
¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y
apasionado-; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona
o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la
vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona,
yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que
pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del
mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.

III

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de
granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica,
bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una
creación de seres imaginarios y reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan
y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas;
donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las
lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra
religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y
todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo
y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el
tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un
santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y
las mezquinas pasiones de la tierra.
La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas,
el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe. Pero si grande, si
imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se
penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan
profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa
religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de
alfombra y sus pilares de tapices.
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas
de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la
armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio
desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan,
entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios
que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su
omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se
celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la
Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero
ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las
luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo
habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano,
cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba
en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un
hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero.
Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a
poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de
horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo
su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el
sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio
profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores
confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién
sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo
que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas,
ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de
telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la
primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas
de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la
espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan
todos por una eternidad.
-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que
sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se
erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas
sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en
aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban
en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a
su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y
osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara,
y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo
se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa,
más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente
iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y
serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un
instante concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo
que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la
mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa
ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una
fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con
una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era
preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los
reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los
capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y
gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves,
pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de
sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos
y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el
ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas
y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies
oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los
arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus
lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los
machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas,
pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de
reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia
espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito,
un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar,
tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó
con una estridente carcajada:
-¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.

El caudillo de las manos rojas
Tradición india
Canto primero


I

Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta
montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira,
a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y
sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.

II

El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la
azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles,
robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el
soplo de un espíritu.

III

Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los
melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por
las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un himno a la Divinidad levanta
la Creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del
Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce,
vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.

IV

La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak,
para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese
caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo tiempo que la luna se
levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a cuyos pies corre el
Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?

V

Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates
y a la muerte, tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede
adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su
cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo
chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y
hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra
de Dios e hijo de los astros luminosos?

VI

Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del
lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus
oscuras facciones el resplandor de una noche serena, o el aspecto terrible de
una tempestad en las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero ¿qué
aguarda?

VII

¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar
entre las sombras los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca
túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio?
Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche;
esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la
amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a
la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus
manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.

VIII

Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la
cumbre que toca el primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que
no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la presencia del tigre, late
violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad
que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -exclaman al verse, y caen el uno
en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas
del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo
al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con
la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo
cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.

IX

Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una
ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en
grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aún bajo el verde abanico de
una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un
sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal,
y retrocede diez pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja
de su agudo puñal damasquino.

X

¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos
ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible
serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas
pupilas que arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su
hermano.
Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien
estaba desterrado de Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a Kattak,
poniendo la mano sobre el ara de su Dios.

XI

Siannah le ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda
inmóvil, como si la mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos
rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y
exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro como dos
leopardos que se disputan una presa... Corramos un velo sobre los crímenes
de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror
de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande
Espíritu.

XII

El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de
las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de
diamantes, dejando en pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro
que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los
bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen una sola voz, y esta voz
entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo a los ecos
de este solemne cántico?

XIII

Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una
mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su
inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas. en las orillas
del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas apenas
retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las
ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con un acento
de terrible desesperación: -¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído
sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies hay un cadaver y cuyas
rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de
señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por la muerte de su
hermano y antecesor...

Canto segundo

I

-¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el
fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida?
Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los ojos, como las visiones de un
sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la
mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar cuanto toca manchado de sangre!..,
¡Oh! ¡Esto es espantoso!

II

Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y
torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el
humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara; en balde la seda de
brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de tigre para que
descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por siete
veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El
Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito
lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo: que
golpea su frente con dolor al escucharlo.

III

Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de
záfiro y entre nubes de ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del mar,
cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los
cantares de los espíritus invisibles que refrescan con sus alas los cansados
párpados de los justos, no pasan como una tromba de luz y de colores en el
sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan
bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio terrible, imágenes
espantosas y confusas de desolación y terror; éstos son los fantasmas que
engendra su mente durante las horas del reposo.

IV

Por eso el magnífico señor de Osira puede gustar la copa del beleño con
que los dioses brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre las
puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de sus vestidos que abrillantan
las perlas y el oro, y depositando un beso sobre la frente de su amada, sale de
palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad
que domina la cumbre del Jabwi.

V

Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba
en sábanas de plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se
desliza silencioso entre las guijas y las flores para ir a confundir sus rizadas
ondas con las ondas del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes
peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve de taza a estas olas en
su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin
que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta,
el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o el salvaje
grito d e los cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.

VI

Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le
siguen, y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que,
serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace
el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde va el
señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada túnica, del amarillo
chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su vestidura por
el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras
en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las
penas que el resto de los hombres no comprende?

VII

No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar
en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil
fatigan el eco de los bosques; cien ágiles esclavos le preceden arrancando las
malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus
plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro, y veinte rajás siguen
su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.
La soledad es el imperio de la conciencia.

VIII

El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el
torrente; sobre su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo
alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para
templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a cazar
en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un
brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones
al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una
venerable tradición, abundan las sagradas linfas.

IX

El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad
han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un
anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en
que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables;
sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su
juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente
inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a
la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen
su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le
revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el
espíritu bajo las formas de un brahmín.

X

¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se
sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a
ella para pedirle un remedio contra los males desesperados; una revelación
para conocer el término de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente
a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de éstos es Pulo, porque a la
gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los
aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar sus
remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para
que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.

XI

Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes
del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre,
suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El
caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre restalla,
produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el
rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario aparece. -Elegido del
Grande Espíritu -exclama al verle el caudillo, inclinando la frente-, que el enojo
de Schiven no se amontone sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de
los montes. -Hijo de mortales -replica el anciano sin responder a la salutación-,
¿qué me quieres?

XII

-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso,
cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a
los adivinos de Brahma; las penitencias que me impusieron han sido inútiles; el
remordimiento vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima me sigue a
todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú,
a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en
las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de
este crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me
ocultas, haya desaparecido -exclama el terrible brahmín lanzando una mirada
de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la
sabiduría del solitario.

XIII

¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. -No te
conozco, pero sé quién eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y
el brahmín prosigue de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño
había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo
rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el
hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire frío y silencioso vino
de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas
alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis
huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra
tan pesada como un mundo descansar sobre mi hombro en tanto que me
contaba al oído tu historia.

XIV

-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer
que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi
sangre toda no podrá borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida para
expiar este delito, y Schiven está airado, porque has hecho uso de tus
facultades para la destrucción, obra que a él sólo está encomendada. -Pues
bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me protegerá contra su
hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí. -
¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí. -¿Has dejado de cazar
durante nueve días? -También. -Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se
hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.

XV

Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea
confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes
monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para
aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de
conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se
estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre
se helaba al escucharlos.

XVI

Las palabras del dios se guardan y son éstas: -Asesino marcado por
Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que
puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, a través de los
pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El
remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del
Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el
más escondido de los manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a
tus plantas. Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa
Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.

XVII

¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul
y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada,
sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la luna se
desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico rey de
Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.

Canto tercero

I

Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas
las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por
sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del
imperio de los Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han
cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus
tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses
con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak,
cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.

II

También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de
Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de
miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las
caravanas de peregrinos que de todos los puntos de la India acuden a sus
templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del
Océano.

III

Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero
¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han
prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kiangar, conocido
por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante
a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombrios donde
el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros;
Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países,
ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras
del Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.

IV

Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las
pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto
por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las
amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de
atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a Siannah sobre
sus espaldas.

V

El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros,
fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se
aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de
cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se lanza
al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri, que pasea
sus miradas sobre medio mundo.

VI

Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los
juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas
de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las
ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el ámbar
miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y
esmeraldas.

VII

Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus
labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las
cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y
melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las aguas
y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas,
recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se
menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante
su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un
panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el
porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la
expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un
fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su
diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases
vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se
sienta a la par de los amantes sin ser sentido.

VIII

El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa
sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los
países tropicales, el mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen
esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y
tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz del sol como un
torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah,
respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio.
Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?

IX

Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya
no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren
nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la
materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz entre
las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin
límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus
alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color
que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio,
que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre
nuestros brazos.

X

Pulo es el primero que interrumpe el silencio.
-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento
que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas
de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes!
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo
de tu respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que
murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda
los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños
de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me
narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base
de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el
aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su
túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?

XI

Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros
ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso
semejante al reflejo de una estrella en un lago.
-Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese
alejado por algunos instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya
sombra causa la muerte?
-Es cierto -responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir a
los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo
dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su
esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.

XII

-Pulo -exclama a los pocos instantes la hermosa- ¿es verdad que existe
un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor?
-Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas...
¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este
bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando el sol
abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y
la luz comience a palidecer.
-Esperemos -murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos de los
míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.

XIII

-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y
puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea...
Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño
como una madre, ya que no como una esposa.

La beldad de las trenzas de ébano canta:

I

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas
se templa con sangre.»
«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan
entre la nube de polvo que levantan, son los hierros de nuestros
enemigos.»
«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a
mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión
de la pelea.»
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas
se templa con sangre.»

II

«Allá van semejantes en...»
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto.
-¿Por qué -exclama el príncipe- no escucho ahora las canciones de mi
patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el
corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para
que los recite una hermosa?

???????

-Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los
címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las
aras.
-Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu
voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente
como una ola que se hincha coronada de espuma.

LA VUELTA DEL COMBATE

I

«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia
de su adorada.»
LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero
beber en ella el sudor y el polvo de la gloria.»
EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero
beber en ellos la muerte en una copa de rubí.»

II

LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las
setenta alas!, ¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de
la noche a coronar con tu aureola a los que arden en tu llama.»
EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa!
¡esperanza del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el
alcázar de los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona
de laurel del caudillo.»

III

LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán;
tu mano, que busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre
se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de
sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis
ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué
espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a
su contacto?»

EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que pasa.»

XV

El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un
beso.
¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para
combatir las funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que,
como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del
huracán los arrebata.

Canto cuarto

I

-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la tierra y sé el mensajero de mis
iras.
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los
soñolientos ojos y agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene
una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. -¿Qué me quieres,
realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que sirviera de eslabón
invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las
almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta
que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?

II

Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen:
-Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la destrucción del
príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano buscaba la
ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le
defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos,
cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De
repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un
joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el vacío,
fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.

III

De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío,
dilatándose en él como los círculos en un lago donde se arroja una piedra.
Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y
sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la
mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte.
Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a
Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los
astros, volviéndole a la vida.

IV

He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su
promesa, y ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su
ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre
sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño de agonía y ansiedad,
de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el
corazón como una montaña de plomo.

V

El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un
alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes. El silencio
le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y
confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios,
embriones de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la
fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.

VI

La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el
príncipe descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa,
después un entorpecimiento general, y por último, sus párpados caen con el
peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro. El
Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso vaso
de ópalo.

VII

Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del
caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se
reviste de una forma imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para
lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones del sueño, que le fingen un
mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica,
profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la
conserva, la visión del caudillo.

VIII

La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas
ramas del boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de
fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba
dilatándose de eco en eco en los abismos de las cordilleras; la lluvia azota el
penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la
tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso murmullo de las
hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y
estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.

IX

Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no
hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo
parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las
profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que rompían el
secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.

X

De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y
a la frente en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario
para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan
terrible.

XI

Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los
dientes. Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso.
-¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz que resuena en la espesura? -Es el
viento que azota los palmares -responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo,
una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes que
bordan las lindes del sendero.

XII

Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez
más terrible. -¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? -
interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la lluvia que agita las lianas -añade el
príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. -¿Oyes? -
vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor nuestro. -Échate en tierra -
grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.

XIII

Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.
La flecha del príncipe parte.
A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta;
Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla,
esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la diestra. Siannah está
desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies yace.

XIV

La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del
tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste,
cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y
sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y a la muerte.
Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose
entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta
los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.

XV

La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y
súbito resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una
luz indecisa semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves,
que se habían guarecido de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la
selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero
la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una
mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a
impulsos de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las
pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los
cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al
soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque,
pierden el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino
que se acerca al fuego. Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo,
que un tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles
efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella
el mundo.

XVI

El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas
partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro
le causa es ver el sangriento cadáver del tigre estremecerse, y poco a poco,
perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible
transformación, las de una serpiente.
-Ya no me queda ningún género de duda -exclama- Schiven desea mi
muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo
un dios para luchar con los dioses!... Mas no importa; mortal miserable como
soy, venderé cara mi vida.

XVII

El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya
treinta veces mayor que la del boa secular que se despierta de dos en dos
lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores,
están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese arrojo
sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja
lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por
segunda vez su puñal.

XVIII

La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma,
lanzando un silbo áspero y agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa,
se arroja a su cuello, tan grueso como el de una palma colosal, y hace
esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la
cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del
Jawkior.
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y
comienza a ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas,
y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada
de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.

XIX

Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi
inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.
La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la
muerte.
El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin
sentirse sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es
deudor de la vida.
Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido
aún y el carcaj de las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de
pie; la frente del dios toca a las nubes, y su sombra es inmensa como la que
arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines del
Océano.

XX

-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para
qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias
aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo
habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla, en
prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora
sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:
-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he
aquí por qué me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las
fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en la medida de la culpa,
debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya
insuficiente para lavar tu alma.

XXI

-Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había
logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -
exclama el príncipe.
-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco, descálzate las sandalias, y
abandonando las orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a
Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el seno del olvido un templo
que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por
mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en que
se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle
el lugar en que el templo se oculta: éste lo conocerás por los fuegos que
durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.

XXII

Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su
verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el
tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y llena de armonía,
perfumes, suspiros y cantares.
El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece
desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y
de sus labios se escapa un grito de sorpresa y ansiedad.
Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.

XXIII

En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste,
convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo
seno se había dormido, y no la encuentra.
El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su
alfombra de colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos.
La Naturaleza comienza a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de
la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el cáliz de las
flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando en sus linfas
transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno
melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que
despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.

XXIV

-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada por el llanto.
-Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes? Siannah,
inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi
lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!, vuelve,
vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin
lágrimas.

XXV

Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí,
corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su
esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien veces: todo es inútil. La
noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de
los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas de
un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.

XXVI

-Insensato -dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la
boca de donde parte:- ¿que vas a hacer?
El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho,
se detiene sobrecogido y escucha estas palabras:
-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples
cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus manos desaparecerá para
siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.
Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira;
los dioses descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del
porvenir o recuerdos del pasado.
La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había
aparecido en sueños.

Canto quinto

I

El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término
señalado por el genio. Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su
protegido, ha velado día y noche por su vida hasta dejarle en Kattak.

II

La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden
el rocío en una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes
del mar se encienden y las crestas de sus olas brillan como las escamas de la
armadura de un guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún
con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de aromas en
emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las
nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los
brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa
máquina de los mundos.

III

Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del
reino de Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido
entre su esposa y su conciencia.
-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me
hallo en presencia del ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete
de sus designios. Dios, que conservas cuanto existe, apartando las
tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no interpongas tu poder
entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del
tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo,
arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano
que los dirige.

IV

El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose
por la cumbre del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces
las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas,
emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas,
cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas besan
o azotan las hirvientes olas del Océano.

V

Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y
malezas que crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin
encontrarse en la cumbre del promontorio.
En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una
hendidura, y en el fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un
ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz
fantástica.

VI

-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido
del cuervo de la cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió
por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar
la muerte que el dios de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus
palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del día esperan las gotas
del rocío de la noche.

VII

El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas
rocas, y, después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo
escucha en silencio y con la frente humillada en el polvo:
-Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de
la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil
que me lo refieras. El templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis
pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.

VIII

El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al
pie del promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al
término de su descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a
saltos pequeños y sin abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje
de crestas de oro.
Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la
espuma, y cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de
espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de las playas, internándose
tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y
altísimos.

IX

Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol
en un sudario de brumas, antes que descienda a su sepulcro.
La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa
murmura la oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos
juncos; el perfume de las flores que se abren en la sombra vaga en el espacio;
el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose
con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en
el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.
-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose en su camino,- he aquí que la
noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la
sombra te ha robado a mi vista.
El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le
temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus
traidores ataques.
Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada.
Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no
puede exterminar o vencer; si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me
guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy temo encontrar la
muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.

X

-No temas -responde el cuervo;- el dios que nos envía cuidará de nosotros
desde su elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las
llanuras que vamos a atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven,
celoso del culto que éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que
te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que
ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las
sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los
predilectos de Vichenú.

XI

Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se
extienden al pie de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube
de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la
luz del sol, atrajo su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se
aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás
portadores de su escudo y su aljaba.

XII

Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió
al victorioso rey con la sonrisa en los labios:
-¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de
peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca
hasta los más remotos confines del mundo.
Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de
polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz
terrible:

XIII

-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del
sol como las armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del
viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara armonía de sus trompas de
guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se
endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos si los
caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de
acostumbrarse a huir.

XIV

-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que le acompañan- dadme el arco
y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata
convoquen a mis huestes con sus bramidos.
Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde
en el pecho su misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en
los aires en ademán de triunfo prorrumpe a voces:
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de
Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el
humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!

XV

En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano
llamar en su socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer
tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los puños crispados y
tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás
de sus instrumentos de bronce.

XVI

Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a
las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles
bramidos del caracol sagrado, al que responden en la llanura las bocinas de
marfil de los guerreros de tu padre.

XVII

-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate?
¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que
ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y
ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al
rumor de la batalla con el grito de guerra.

XVIII

Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros
y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes
alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte. Los defensores de
Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es presa de las
llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de
Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.

XIX

Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus
temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el
casco de los valientes que habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que
yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.
Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha,
silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al
desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal,
que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva,
temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.
Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa
época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener
en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.

XX

Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento
combate en que su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las
bayaderas al son de los címbalos, pero cuya terrible sencillez nunca había
arrancado una lágrima tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó
abrasadora sobre su mejilla.

XXI

El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los espesos cañaverales,
encenderse una llama ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las
fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de
un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro formado de piedras toscas e
irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y
se detiene junto a los troncos de los árboles, y se multiplica subdividiéndoles en
mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado resplandor?

XXII

Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te
protege sucumbieron al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la
rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba para guiarnos, a través de
la noche, del pantano y de las sombras de los valientes, al sitio en que
cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y silenciosas
hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.

XXIII

Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama
roja, que lanzándose al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.
El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.
De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya
falda duerme el viento de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.
El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires
sobre las ruinas de la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado
y absorto, sube la suave pendiente que conduce al término de su
peregrinación.

Canto sexto

I

-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices
más celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las
antorchas durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad,
fatigando el eco de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de
los trabajadores, a los rudos y sonoros golpes del martillo.

II

Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el
mundo de admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las
nubes y estallaran las tempestades, como en las crestas de las montañas.
Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore y
perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus
adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros,
flotantes moradas de los genios.
Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el
temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla.
Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen
impulsados por una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el
peregrino.

III

Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible
descubrir un arcano!
Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de
seda y oro que cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso
viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le asombraría tanto como la
escena que se presenta a sus ojos.

IV

El peregrino ha desaparecido.
En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de
alabastro, se ve el informe busto de un horroroso ídolo.
La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas
pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen
tan repugnante y terrible.

V

No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en
cuyas facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la
noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la
fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún se presenta a los
ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas
pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está
contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.
Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.
La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.

VI

Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -
exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que
aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de un lirio que besa el
simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que lo representa;
llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el
clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y
con él mi vida.

VII

Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su
llamamiento, se apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas
vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros hieren sus escudos con el
pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo sueño
de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al
dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la
cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos
lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que
solemnizan su victoria.

VIII

El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora
con la primera luz del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por
cien y cien magníficas lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se
elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y del áloe por los
extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo
chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras
está de rodillas ante el ara.
Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los
genios, han dado posesión al de la muerte del templo de Jaganata han
concluido.

IX

-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la
cólera de los dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada
pendiente de un cabello; mis manos, que desde la terrible hora en que subí al
solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas;
esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida
con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo
por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes,
caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer
de la tierra.
La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo,
volviéndose hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo,
dirigiéndose al informe ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda
e infernal sonrisa.

X

-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis
culpas apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última
ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la
contemple un instante por la postrera vez; que su boca reciba el frío y apagado
aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la
tumba.

XI

La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el
príncipe y arroja un grito de horror.
Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre
que brotó de su herida saltó humeando al rostro del genio.
En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se
adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de Schiven.
-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo
antes de morir. -Y expira.

XII

Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la
hermosura y del amor, la que formó Bermach en un delirio de placer,
combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad de los juncos
del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un diamante de
Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje
del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través
de su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero
vuelve.
Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el
cadáver de su esposo.

El rayo de luna

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que
parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una
verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en
aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa;
yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos
podrá entretenerles un rato.

I

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito
clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un
instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última
cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio
de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban
a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en
afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas
veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro
del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a
ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el
puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos;
o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del
cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que
cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte
estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que
algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le
siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la
imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones,
hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían
satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los
había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego
de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos
encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de
las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta
chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente
y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u
ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el
monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las
peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de
seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las
mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios
rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche
entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las
estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras
preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si es
verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos
de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre
las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de
esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!...
¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los
muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por
donde se empieza.

II

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras
de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo
convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la
opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya
abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de
los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy,
cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las
prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el
viento con un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía
muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí
misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la
mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos
de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se
confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las
ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de
fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el
penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose
como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria
de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de
rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul,
luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de
atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la
ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y
ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los
Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido
remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en
una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del
Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa,
de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca,
que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una
mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje,
en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles
penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es
la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido
como una saeta.

III

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las
ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy
lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una
claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -
dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra
que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por
entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que
iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó
entonces.- Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que
arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de
aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra
vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira
entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido
oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado...
¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras
pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había
desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus
propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que
aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se
burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas.
¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para
escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya
en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la
margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de
San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a
través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la
ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una
gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente
impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al
tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí
una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una
mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus
sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas
con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma
podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de
terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la
otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la
entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio,
entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo
llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas
almenas.

IV

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado
por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la
casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en
la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por
sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y
tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían,
ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el
relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al
pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas
veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última
esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban
a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas
horas, corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y
antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión
de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos
llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través
de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y
grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja
sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el
postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio...
en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en
vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones,
puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y
fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que
en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al
caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño,
giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un
escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano,
restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces
de dar envidia a un cocodrilo. Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue
obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A
qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta fue
la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre
escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos
espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero
mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se
encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su
hermana; o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde
toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo,
mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más
asombro que el que le causaron estas palabras.

V

-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi
seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir...
pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que
vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me
bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos
aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están
sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso
rumor de sus ininteligibles palabras...
¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...
pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi
corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas
las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de
una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a
dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja,
arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad;
y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la
litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje
de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de
poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como
el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos,
tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son,
seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me
parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no
me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una
cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta
y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos
ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus
doseles de granito!
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento
en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las
cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de
adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo
que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento
de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar
como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas
las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto...
¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como
todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el
silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de
Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en
cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con
un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella
mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a
sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atrevesar absorto
en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se
perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

VI

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud
en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las
hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través
de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al
Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un
grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco,
del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un
loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer;
pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un
rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va
creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera
convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente,
horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos,
pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por
entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la
alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e
inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su
madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te
consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que
amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus
escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire
vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se
encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén
Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;- no
quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas...
mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos
en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos
tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el
contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

La cruz del diablo
Que lo crea o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.


I

El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las
pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada
llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por
detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de
granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una
ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han
abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima
se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea
divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto,
remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes,
se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de
mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos
fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha
roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen
algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras
una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y
deteniendo mi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz,
muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas
ligerísimas, sin forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de
luz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente
noche y la vaga melancolía de mi espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché
maquinalmente pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi
memoria una de aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de
aquellas oraciones, que cuando más tarde se escapan involuntarias de
nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las
lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me
sacudían con violencia por los hombros.
Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una
indescriptible expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme
consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una
interrogación enérgica, aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio,
contestó a ella con estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en
las que había un acento de verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su
madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la
cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted
que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que
estaba loco; pero él prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted
al cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán
en una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la
raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del
porche de nuestra iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que
tiene de Dios, está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por
eso le llaman La cruz del diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta
a mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y
que me rechazaba como una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del
diablo! ¡Nunca ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada de
dos ideas tan absolutamente enemigas!... ¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya,
vaya! Fuerza será que en llegando a la población me expliques este
monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus
cabalgaduras, se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves
palabras lo que acababa de suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las
campanas de la parroquia llamaban lentamente a la oración, cuando nos
apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver.

II

Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del
grueso tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que
se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o
tomaban formas gigantescas, según la hoguera despedía resplandores más o
menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como
cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que
formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La
cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de
consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se
echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la
boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros
ocupaban aún la mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y
las villas y aldeas pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez
prestaban homenaje a otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a
referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó
silencio durante algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y
prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras
formaban parte del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se
levantó por muchos siglos sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre,
del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que,
cubiertas de jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el
camino que conduce a este pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien
por su crueldad detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey
admitía en su corte, ni sus vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con
su mal humor y sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados
colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción
propia de su carácter, lo cual era bastante difícil después de haberse cansado,
como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y
ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin
ejemplar, una idea feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban
a partir juntos en una formidable armada a un país maravilloso para conquistar
el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se
determinó a marchar en su seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas,
derramando su sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un
punto donde sus malas mañas no se conociesen, se ignora; pero la verdad del
caso es que, con gran contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y de
iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío, mediante
una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya más que el peñón
del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres, desapareció
de la noche a la mañana.
La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si
despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las
muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar
agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por
sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la
trocha a los ballesteros de su muy amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que
sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo
dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con
voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los
pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del
Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o
abortado de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como
suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo
podrán figurar mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando
sus vendidos derechos, que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito
se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar con más recursos
que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan
desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta
costa habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus
alquerías y a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las
cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y
colgó a los farautes de una encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se
pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y
tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al
diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en
todos sitios y a todas horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la
llanura, en el día y durante la noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear.
Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra
ni brillaba un solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por
una reciente victoria, se repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores,
en mitad de la loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor
de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de
las blasfemias, que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como
palpitan las almas de los condenados envueltas en los pliegues del huracán de
los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en
la villa que reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa,
apoyados en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos
aldeanos, resueltos a morir y protegidos por la sombra, comenzaron a escalar
el cubierto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los
centinelas salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la
muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al puente y al rastrillo, se
comunicó con la rapidez del relámpago a los muros; y los escaladores,
favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con
los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los
enebros, humeaban aún los calcinados escombros de las desplomadas torres;
y a través de sus anchas brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno
de los negros pilares de la sala del festín, era fácil divisar la armadura del
temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y polvo, yacía entre los
desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros
compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos
patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las campanillas
azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de
la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se
deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio
de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos
moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas
del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto,
causa incesante de hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante
el día, herido por la luz del sol, o creían percibir en las altas horas de la noche
el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el
viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se
fraguaron, y que en voz baja se repetían unos a otros los habitantes de los
alrededores, no pasaban de cuentos, y el único más positivo que de ellos
resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más que regular, que cada
uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como decirse
suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el
diablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda
con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas,
volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron
de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar
consistencia y a hacerse de día en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido
observar un extraño fenómeno.
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del
peñón del Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al
parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer
para alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas,
cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y
los confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos
conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar mucho, cuando tres o
cuatro alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los cadáveres de
algunos caminantes despeñados en los precipicios, pusieron en alarma a todo
el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en
los subterráneos del castillo.
Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en
determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la
ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas,
emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a
la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los
niños eran arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres,
para servirlos en diabólicos festines, en que, según la creencia general, los
vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque
de oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se
creían seguros de los bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el
nombre de su misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y
que nadie podía resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego
que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que antes
ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán
de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con una que, de no
ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con
que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de
sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que
éstos se distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las
abandonadas armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de
sus secuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la
medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos, el
contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud,
mis locas prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza
la cólera de mis deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al
expirar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin duda
debió sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban en una
situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de un porvenir
de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante en suscribir a mis
designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor,
despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante
vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del país, hasta tanto
que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su voluntad,
según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras
expediciones futuras, y escogimos como punto el más a propósito para
nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre, lugar seguro no tanto por
su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido contra el vulgo por
las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una
hoguera que iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose
una acalorada disputa sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban
entre sí con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas
por la embriaguez, habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para
dirimir la cuestión, cuando de repente oímos un extraño crujir de armas,
acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cada vez se hacían más
distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada de
desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de
permanecer inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de
elevada estatura completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro
con la visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres
podrían apenas manejar, y poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos
de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda, semejante al rumor
de una caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en
el castillo del Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de
estupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una
copa de nuestro vino, la cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz,
que en vano procuramos distinguir a través de las rejillas de hierro que la
ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los
juramentos, y a la siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En
ella nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le
ataja, ni los peligros le intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca
despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en nuestras manos, como
cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuando las
mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor,
y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz
alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después
de la victoria, ni participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le
hieren se hunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni
se retiran teñidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su cota, y aún
prosigue impávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas; desprecia el
oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado,
que por un resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra
convencido de que es el mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los
labios y sin arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en
diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían
nuevos prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y
desesperados, no acertaban ya con la determinación que debería tomarse para
concluir de un todo con aquel orden de cosas, cada día más insoportable y
triste. Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a
esta sazón, en una pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo
hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre
en olor de santidad, merced a sus saludables consejos y acertadas
predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría
encomendaron los vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema,
después de implorar la misericordia divina por medio de su santo Patrono, que,
como ustedes no ignoran, conoce al diablo muy de cerca y en más de una
ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se emboscasen durante la
noche al pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca; en cuya
cima se encontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí, no
hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración
que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las crónicas que
San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas
esperanzas se habían concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la
alta torre de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza
Mayor, se contaban unos a otros, con aire de misterio, cómo aquella noche,
fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una poderosa mula, había
entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre.
De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla
a término, ni nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo;
pero el hecho era que gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos,
la cosa había sucedido tal como se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa
en casa, la multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a
reunirse a las puertas de la prisión. La campana de la parroquia llamó a
concejo, y los vecinos más respetables se juntaron en capítulo, y todos
aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante sus
improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para
administrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos
malhechores, deliberaron un momento, pasado el cual, mandaron comparecer
al delincuente a fin de notificarle su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el
prisionero debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se
encontraban, la impaciente multitud hervía como un apiñado enjambre de
abejas. Especialmente en la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba
cada vez mayores proporciones; ya los animados diálogos, los sordos
murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en cuidado a sus
guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión,
completamente vestido de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un
sordo y prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de entre las
compactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella
armadura, objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio
suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar
el negro penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran
contra su señor; todos le habían visto agitarse al soplo de la brisa del
crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas a
la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que
entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos
dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras muchas, y por
qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el completo
esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables
confusiones.
El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio
profundo sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al
oír resonar bajo las altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus
acicates de oro. Uno de los que componían el tribunal, con voz lenta e
insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para
no perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó a
encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no
pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o
parecida contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -
comenzaron a gritar los vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se
descubra! Veremos si se atreve entonces a insultarnos con su desdén, como
ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas,
lanzándose sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la
paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito general de
sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de un
inconcebible estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente,
en parte caída sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente
vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la
armadura se estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al
suelo con un ruido sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio,
abandonaron tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que
aguardaba impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la
vocería, que ya a nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba,
esto es, que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había heredado los
feudos de Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la
maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la
atribulada villa hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los
que no tardaron muchos días en tornar con la resolución de estos personajes,
resolución que, como suele decirse, era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si
el diablo la ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a
reunirse en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y
cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la
armadura, en corporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso
requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al
edificio, un hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de
los aturdidos circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita
dentro de la armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos
reconocieron al alcaide de las prisiones-, para mí... porque las armas... han
desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se
encontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la
posición en que se encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente
relación del aterrado guardián no les hubiera hecho agruparse en su alrededor
para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré
nada, siquiera sea en contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las
armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble
personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia pública no permitía ni
descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de
confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez
tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando
sorprender su misterio, si misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y
aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada puerta de su calabozo; ni un
rumor se percibía.
En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido
en el muro; arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros
rincones, permanecían un día y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando
convencerme por mí mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de
misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones, levanté sus dobles
aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en que todo no pasaba de un
cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera
hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí
sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el
profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se
removían y chocaban al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero
al asir sus hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con
un guantelete, que después de sacudirme con violencia me derribó bajo el
dintel. Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que me encontraron mis
servidores falto de sentido, y recordando sólo que, después de mi caída, había
creído percibir confusamente como unas pisadas sonoras, al compás de las
cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta
perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió
luego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con
la novedad, pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva
desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una
nueva persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de
sus perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San
Bartolomé, la cosa no era ya muy difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la
colgaron de una horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el
objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las
desunidas armas veían dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a
tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, que
era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las
piezas de la armadura, que acaso por la centésima vez se encontraba en sus
manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los iluminó con sus consejos,
decidiera lo que debía hacerse de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por
tres días en el fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos
dispuso que se fundiesen las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares
del castillo del Segre, se levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores
prodigios llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a
enrojecerse, largos y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha
hoguera, de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen
la acción del fuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules danzaba en
la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como si una
legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de
aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura
perdía su forma para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el
yunque, al que veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente
metal, que palpitaba y gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya
comenzaba a formarse la cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se
retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo
de los desgraciados que pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte, se
enroscaba en anillas como una culebra o se contraía en zigzag como un
relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron,
por último, vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el
diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de
Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos
se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que
los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su
presencia. En el invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que
la protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a
los caminantes, que entierran a su pie después que los asesinan; y cuando la
tempestad se desata, los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al asta
de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.

Tres fechas

En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes,
hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de
Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta
cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido
en formar algunas noches de insomnio una novela más o menos sentimental o
sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y
propensa a ideas risueñas o terribles.
Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes
delirios hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias
imposibles que forjo antes de que se cierren del todo mis párpados, esas
historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto que
separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero
original y acaso interesante.
No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por
decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no
pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro
de sus alas.
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen
servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos
aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas
como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil
variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.

I

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan
fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado; que
habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le revela tantos secretos
puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma
y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría
sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este
letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que
sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo
de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo,
achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los
años, el en cual crece la hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco
que lo corona como un penacho de pluma.
Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su
lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco,
su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.
Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un
tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos
hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus
dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales,
sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la
portada; otras son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso,
dos o tres ajimeces abiertos a capricho en un paredón grieteado, y un mirador
que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún
orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas que
son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra
curiosa de las extravagancias de un período del arte.
Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado;
aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de
flores, la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta,
clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes
de un alcázar morisco, empotrados en el muro.
El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de
un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en
oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita
árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos
contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y
épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo
lo que se encuentra en esta calle: calle construida en muchos siglos; calle
estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al
levantar su habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo
con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle
rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de
detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo
nuevo al que la estudia.
Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar
algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla
todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de
fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella
una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido
de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una
puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado
rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha
toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad
desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.
Una tarde sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y
oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas
desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de
ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y
agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido
y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la
primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta
de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de
granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una
tela blanca, ligera y transparente.
Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter;
pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue al notar
que cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un
momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me
miraba en aquel instante.
Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, o mejor dicho,
de la cortinilla, o más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque,
indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena
de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase
que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones,
aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían,
respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a
levantar.
La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la
imaginación me pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre
que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que
se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los
ojos.
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de
los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía,
sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el
codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre
allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado
jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella
ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál
era el color de sus ojos.
La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima
casa, alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas.
Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy
oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía de haber allá
en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y
sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba
pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí
seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó
en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...
Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un
día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí
del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de
Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de
la calle.
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras
doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz
y apunté, una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la
ventana.

II

Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la
corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse
bajo el brazo y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos
cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea
férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso, los puntos
en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los
sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que
aún no conocía sino de nombre.
Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más
antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña
expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel
confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros
y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo,
después de una de estas largas excursiones a través de lo desconocido, no
sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta,
olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como
escondida en uno de sus más apartados rincones.
La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se
habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía
el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los
barrancos formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor malvas de unas
proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de
campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un
verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando
como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que
vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.
Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas
hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas
distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar: donde iban
formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología
histórica.
Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de
mármol y de jaspe, pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes
sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas
polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero, y otros
cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían a primera vista
a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una
mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de
diamantes arrojados a granel, y que, examinados de cerca, no eran otra cosa
que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que,
reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas, y
deslumbrantes.
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con
pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta
de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho,
semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.
Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos
extraños y digno de estudio.
Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con
sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus
guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus
balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol
rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las
pedradas de los muchachos.
Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y
hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños
y brillantes por entre las hojas de musgo: un paredón altísimo formado de
gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados con
piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con
él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a
trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de un bardal de heno
seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.
Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña
decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos,
cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante algún tiempo, pues el
verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono
general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original,
infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se
levantaban a su alrededor.
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle; y sentándome
en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de
madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente sus formas irregulares y
estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte
que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un
cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada de él que
todas las descripciones imaginables.
Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin
de que, leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de
sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.
Figuraos un palacio árabe, con sus puertas enforma de herradura; sus
muros engalanados con lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces
entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillanles: aquí se ve el hueco de
un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en
un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su
mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas; y su
aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula
que cubre un gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con
persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de
arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo
armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las marañas de su
interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.
El opulento árabe que poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los
años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer
hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su
residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y
abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales
se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un
macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas
puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y
sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por
otra artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y
puro, que da entrada a un salón gótico severo e imponente.
Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto,
cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo,
añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran
las ventanas con celosías: entre dos arcos árabes colocan el escudo de su
religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles,
plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y
levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y
extravagantes que pueden concebirse.
Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el
crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una
andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen, entre las
hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un
minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del
murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes
huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una
tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último,
un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente
noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una
mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas
de involuntaria tristeza.
Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color
oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus
hendiduras.
Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el
ala de los tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la
lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las
noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos
con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y
agudos.
Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales,
hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno
de contraste, de poesía y de recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció a
mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.
Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol
doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo
comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso
me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades,
más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa,
dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la
pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de
la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía claramente
sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a
unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar a otras, y las
primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas,
llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros
secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué sé
yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y tocadores de encaje y de
estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías
con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el
libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y
adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a
cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con
labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de confinente
altivo y andar majestuoso.
Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de
pensadas, no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible
encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto
sobre mi asiento y pasándome la mano por los ojos para convencerme de que
no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé
la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede
caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo
por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a
tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un
signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que me
equivocase... Estaba solo, completamente solo en la plaza.
En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto
los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra
que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa,
objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a
ver más...
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí,
como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían
levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles en mi cartera con un
suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo
conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior, la
de la ventana, y no pude menos de sonreirme de mi locura.

III

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que
volví a Toledo, transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de
presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio, a todas horas y con
todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta
vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete
de una ilusión, o de un sueño.
No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman
algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria
salí preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención
preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.
El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se
ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los
edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a
lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como
notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de
campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría
helaba el alma con su soplo glacial.
Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y
desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con
la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un
detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni
una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo
examen minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente
ideas de arte y recuerdos históricos.
El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza
y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve
deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba
aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme,
impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis
pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.
Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba
sumido, como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una
violenta sacudida.
Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo
mal, estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el
estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde
el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez
primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que
existe desde la melancolía a la amargura.
Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella
ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme,
cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y
sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando
contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de
pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como
acometido de un vértigo.
Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba
sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos,
hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían
agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos
ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes a la risa
de una mujer loca.
A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas,
creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico
religioso y solemne.
Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del
templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en
sus escalones de piedra:
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo la oración
que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber
besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el
interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a
penetrar en su recinto.
La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares
compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en
una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los
arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo,
bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos,
grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y
florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se
veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas
lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura.
Capillas de una arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con
magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas,
sumidas en las tinieblas, con una antigua tumba de mármol delante del altar;
aquéllas, profusamente alumbradas, con una imagen vestida de relumbrones y
rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.
Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia,
completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto
del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y
cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas
ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde luz de mil colores diversos:
blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la
cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes,
azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso a través de
los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar
con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban
confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían
destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y
oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los
fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante
tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar
mayor, bajaban en aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras,
envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire,
para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a
las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de
conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano; y
abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo
prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a
través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos
fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que
luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una
prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los
que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las
religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo, alumbrado por cuatro
velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos
de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he
aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.
Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro,
precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y
seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente,
atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de
sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.
Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras
confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la
noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del
mar o de la profunda cima de una montaña, un jirón de niebla que flota
lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve
y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera
de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus
huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas
angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar
adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro,
aquella figura blanca, alta y ligerísima.
El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de
las velas que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo
de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una
dudosa sombra.
Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó
la última parte de la ceremonia.
La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a
su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las
sienes la corona de flores que las ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores!
Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores
como todas las mujeres.
Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una
cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un
instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo
silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba
los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba,
y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire
perfumado habría besado tantas veces...
La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes
la repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en
cuando se oían a lo lejos como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento
que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y
estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra
arrancada del nicho de un claustro gótico.
Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la
desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para
que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño.
El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la
muerte; abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como
traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales,
porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas
arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo, puñados de flores, entonando
una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los
sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos,
acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el
hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.
¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con
voces plañideras y dolientes.
¡Dies iroe, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes con eco atronador y
profundo, y en tanto las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de
campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y
lúgubre.
Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una
cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y
que a mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo,
como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso
desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que
no se puede pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...
Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso
y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa le
vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y
formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo
del coro.
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz: era la puerta claustral
que se había abierto. Al poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por la
vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y
pude verle el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella
mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en
sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de
otro mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la
memoria.
Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió
como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para
siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!,
subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de
atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre
comenzaron a repicar; volteando con una furia espantosa.
Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi
alrededor buscando a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No
encontré a nadie.
-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude contener una lágrima.
-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -
exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía
agarrada a la reja.
-¿La conoce usted? -le pregunté.
-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis
brazos.
-¿Y por qué profesa?
-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron, en el
mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida,
el señor Deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿que había de
hacer?
-¿Y quién era ella?
-Hija del administrador del conde de C.... al cual serví yo hasta su
muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de
sorpresa.
Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea que
brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más
distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos
recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo...
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo
mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de
donde no se borrará nunca.
Algunas veces, recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos
aquí, me he preguntado:
-Algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de
la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de
los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del
mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico; la mano en la
mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro
alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?
¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?

El Cristo de la calavera

I

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con
los enemigos de la religión había apellidado en son de guerra a todo lo más
florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban
noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la
morisca puerta de Visagra, ya en la del Cambrón, o en la embocadura del
antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito
de los centinelas, anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de
su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso
del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir
de ordenar las huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas, lujosos
convites y lucidos torneos, hasta que, llegada al fin la víspera del día señalado
de antemano por S. A. para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao,
con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular.
En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras, y diseminados sin
orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados,
ballesteros y gente menuda, quienes, éstos aderezando sus corceles y sus
armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o
blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del
cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra, que
entonaba un juglar acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un
romero conchas, cruces y cintas tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo
con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el
aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas
historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente
acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto imposible de pintar con
palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos
que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de
corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas
destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a
intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música
del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del
alcázar, ofrecía a su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso, más
deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos formando un
intrincado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el
encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro
habían representado, con mil colores diversas escenas de amor, de caza y de
guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían
un mar de chispeante luz un sin número de lámparas y candelabros de bronce,
plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en
los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos,
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se veía oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas
hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando
sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en
vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos
encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con
talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de
tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de
filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos
miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de
alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención, por su belleza
incomparable, una mujer aclamada reina de la hermosura en todos los torneos
y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por emblema
los caballeros más valientes; cuyos encantos eran asunto de las copias de los
trovadores más versados en la ciencia del gay saber; a la que se volvían con
asombro todas las miradas; por la que suspiraban en secreto todos los
corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos
humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza
toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de contínuo a formar el séquito de presuntos galanes
de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada
hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás
en sus pretensiones; y éste, animado con una sonrisa que había creído
adivinar en sus labios; aquél, con una mirada benévola que juzgaba haber
sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o
una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin
embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían
por su asiduidad y rendimiento, dos que al parecer, si no los predilectos de la
hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su
corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas,
servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse
Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras
armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se
sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó
algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y
a dar involuntarias señales en existencia en sus acciones y discursos.
En los torneos del Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre
que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o
donaire, la habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de
distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos sin duda por un
mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y
la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber
dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases
enamoradas e ingeniosas o epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado
semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas
burlas; y la hermosa, objeto de aquel torneo de palabras, aprobaba con una
imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que, ora
salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que
halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para
clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de
cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves,
secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los
labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos, imposibles
de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos
rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y
levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo
incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se
contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por
descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados
guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras
duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos
pliegues de seda, y cayó en la alfombra. Al verle caer, todos los caballeros que
formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerle,
disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de
su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse,
una imperceptible sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la
orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes
que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta
y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se
encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en
que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus
pies, ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al
incorporarse cada cual le tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles,
desafiándose en silencio con la mirada, y decididos ambos a no abandonar el
guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve
e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los
cuales presentían una escena borrascosa, que en el alcázar y en presencia del
rey podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos,
midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus
almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso, que agitaba sus
miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre. Los
murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a
agruparse en torno de los actores de la escena; doña Inés, o aturdida o
complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como
buscando donde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez
acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían
ya cambiado, algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano
sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar
instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió
respetuosamente el grupo que formaban los espectadores, y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su
ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle
a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó
el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte,
se abrieron sin dificultad al sentir el contacto de la del monarca, y volviéndose a
doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña, parecía
próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado,
firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer en otra ocasión donde al
devolvérsele, os lo devuelva manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no
acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del
paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete
de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los
labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al
rostro, a un desafío a muerte.


II

Al llegar la media noche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el
sarao, y los curiosos de la plebe que aguardaban con impaciencia este
momento, formando grupos y corrillos en las avenidas del palacio, corrieron a
estacionarse en la cuesta del alcázar, los miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó
un bullicio, una animación y un movimiento indescriptible. Por todas partes se
veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados,
reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros
vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras
resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de
plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas
cubiertas de ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas,
a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud, que, con cara atónita, labios
entreabiertos y ojos espantados miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de
la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor
fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de
colores de las altas ojivas del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre los
apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a
dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del
enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba
el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún
guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último, o el
ruido que producían las aldabas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo
alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un
caballero, el cual, después de tender la vista por todos lados como buscando a
alguien que debía esperarle, descendió lentamente hasta la cuesta del alcázar,
por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a
pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola
estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz; no obstante, allá a
lo leios, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido
como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el busto de un
hombre: era, sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta
impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse al
Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que
desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en
su cámara hasta aquellas horas. El que saliendo de entre las sombras de los
arcos que rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos
caballeros se hubieron reunido, cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-Y ¿adónde iremos?
-A cualquiera parte en que se puedan hallar cuatro palmos de terreno
donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una
de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en
la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un
instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en
seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo,
buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad
de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante,
ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer
debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos
sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que por último, vieron brillar
a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno de la cual, la niebla
formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de
sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y
alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y
apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto
al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del
Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de
tablas que lo defendían de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una
cuerda que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban
todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que
habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de
pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente la imagen de
Cristo, quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración,
reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y
apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve
movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado
los aceros y antes que ninguno de los combatientes hubiesen podido dar un
solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó
sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo
pensamiento y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes
dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de sus espadas y levantaron
los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de
nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó
Carrillo volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que
parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el
brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a apagar
por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques. -
En verdad que esto es extraño -murmuró Lope mirando al farolillo, que
espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire,
derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la
calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada de cuidar del farol del
retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz, próxima a
morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía. Y dichas estas
palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su
contrario le imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió a rodearlos una sombra
espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco
profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval
que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las
torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse;
pero al oírla, ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que
las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus
cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y
descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las
tinieblas se disiparon.
¡Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su
mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-; Dios no quiere
permitir este combate, porque es una lucha fratricida; porque un combate entre
nosotros ofende al cielo, ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad
eterna.
Y esto diciendo se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre
los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.

III

Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron
toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con
acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó
dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la
amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a
encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca; que ella decida
con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será
respetada por ambos, y el que no merezca sus favores mañana saldrá con el
rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia
la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los
restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña
Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no
era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su
palacio.
Animados con esta esperanza llegaron, en fin, al pie de la gótica torre
del templo; mas al llegar a aquel punto, un ruido particular llamó su atención y
deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre las sombras de los altos
machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el
balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta
el suelo con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés
sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas
frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de
sus espadas; pero deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los
ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro tan
cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que,
repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y
llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de
las puertas que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar
las huestes que marchaban a la guerra de moros teniendo a su lado a las
damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas,
en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella
le parecía advertir, con diversa expresión que la de costumbre. Diríase que en
todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo
en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a
lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y
despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los
combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego
de sus brillantes armaduras, y envueltos en una nube de polvo, los pendones
reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que
al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales que cabalgaban
juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló
en sus ojos una lágrima de despecho.

La corza blanca

I

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y
pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís,
el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles,
descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas
fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión
acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le
habían granjeado el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más
andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo
que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un
riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel
delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera,
departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y
refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida
de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada
ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas
de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una
esquililla semejante a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron
a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la
orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve,
detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los
perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo,
apareció el zagal que los conducía.
-A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los
monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el
zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que
naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un
rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.
-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con
aire de curiosidad picada.
-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin
haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en
relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de
cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad
más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien
se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.
-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
-Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y
perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos
montes se han dado de ojo para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del
caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las
burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a
término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.
Mientras esto decía el montero, Constanza, que -así se llamaba la
hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y
como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de
Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de
beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la
turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por
su nombre, acompañando al saludo con una bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la
cabeza pequeña y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la
mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos
y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y
el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en
guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su
moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna
de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un
tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.
Una vez el zagal respuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la
palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un
extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se
había referido, le hizo una multitud de preguntas, a la que Esteban comenzó a
contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el
asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los
ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor
refiriese sus estupendas aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que
antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser
oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o
cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso,
que al fin comenzó de esta manera.
-Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que
acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos,
sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es
quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar: que Dios, que es justo y está
allá arriba, proveerá a todo.
Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el
asunto a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad,
y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a
molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a la
pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las
digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y
ve derecho al asunto.
-A él voy -contestó con calma Esteban, que después de dar una gran
voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos que no
perdía de vista y comenzaban a desparramarse por el monte, tornó a rascarse
la cabeza y prosiguió así:
-Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le
das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a
vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en
estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un
ojo de la cara.
Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia,
donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos
peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me
dijeron:
-Pues, hombre, no sé el qué consista en que tú no los topes, pues de
nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos
encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada,
que a juzgar por las huellas debía componerse de más de veinte, le segaron
antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo
de ver si topaba con la tropa.
-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.
No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a
apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por
allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban
unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas;
pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguirla
ninguno.
No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la
orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos
hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza
un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas
desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el
rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad
de la palma de mi mano sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de
comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por
debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como
al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los
monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo,
exclamando con el tono más natural del mundo:
-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este
tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los
trovadores.
-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo
concluido-, no que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde
indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al
filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no
abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se
movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo
cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba
más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños,
carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y
algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y
bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a
la cabeza.
Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de
las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas,
iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el
sitio donde yo estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que
me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que
dijo... creedlo, señores, esto es tan seguro como me he de morir... dijo... claro y
distintamente estas propias palabras:
¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!
Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no
pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba
en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada
estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo,
fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección no pudo menos de
tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que
miraba a Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca
hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración
había producido, parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían
a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles
muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados
troncos de los árboles.
-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó unos de los
monteros notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus
espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía a su
alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó Esteban-. Cuando, después
de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para
sorprender a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la
nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando
unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó
seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la blanca
que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas
carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este
momento.
-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón-, sigue los
consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos
amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio
que tienes; y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de
San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que empiezan a desbandarse por la
cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio:
Pater noster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un
trozo de carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio
por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su
hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir a
pedradas los corderos.
Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas
del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las
hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que
aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato
soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que soltasen las
traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la
chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

II

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un
antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño
hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y
satisfacer el más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas
saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su
señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y
amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla
caperuzas rojas bordadas de oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de
don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le
distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir
de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a
prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero.
No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron
sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal
disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada
disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado
un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y
otro al lado de aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.
La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien
merecía este sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que,
como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la
hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella y que, a
pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una
gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas murmuraciones nadie pudo
nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante
azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta
del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del
Moncayo, marchose a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para
volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña,
nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que hubiera podido decir
algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís
en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto
hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio
hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo había
preguntado.
El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de
Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos,
sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las
cejas negros como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían
contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo
Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su
señora era algo especial y no se parecía a las demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue
acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su
increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió
las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían
sesteado comenzó a revolver en su mente las más absurdas imaginaciones.
-No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de
Esteban, que es un completo mentecato -decía entre sí el joven montero
mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de
Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y
retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero
¿quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? -
prosiguió pensando el mancebo-. Cosas más extrañas hemos visto en el
mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de dar
crédito a las cantigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía
una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi
señora!
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol
comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó
volver grupas a su gente para tornar al castillo, separose sin ser notado de la
comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las
puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentose
con su hija a la mesa.
-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero
no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.
-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servidores-;
desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que
todavía no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la
frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme
si he faltado un momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el
correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba el serviros.
-¿En servirme? -repitió Constanza-: no comprendo lo que quieres decir.
-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-, pues he averiguado que es verdad
que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios
pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales
espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva o
muerta, os la traeré al castillo.
-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían
coro a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes-;
déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado
en la flor de tentar a los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a
dar que reír contigo cómo con el pobre Esteban.
-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo
posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo no
me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las
gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque
el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el
enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a
decir en el mismo tono:
-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó
Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se
te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha
desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?
-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso, estad segura que como yo la
topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque
me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se
iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante
gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras,
comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del
mundo, para el caso de que se encontrase de manos a boca con el demonio
convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza
fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto
que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y
su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación prolongose esta escena, en que la credulidad
del joven montero, fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de
modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se
retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo,
Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar
de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría
completamente de la empresa.
-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se
encontraba:- mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por
el contrario, es verdad lo que nos ha contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo
he de saborear mi triunfo!
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de
la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la
poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las
instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna
comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a
propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá
para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los
árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus
aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar
en que se encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de copas
elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo
bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía
siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una
vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de los sauces que
sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras
rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de
escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor
dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en
ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por
cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas
azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en
torno de su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz,
que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas
inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista
clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas,
Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.
Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la
mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el
penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen
a sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la Naturaleza
toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido
revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir
que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban
formas más leves e indecisas.
Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre
la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus
manos y se quedó profundamente dormido.
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna
suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su
vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a
medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después
de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche,
creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que
hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa
diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros
que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a
quedar en silencio.
-Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -exclamó
Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de
que cuanto había creído oír no era más que esa vaga huella del ensueño que
queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última
cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y
dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a
reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante
de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire, del
agua y de las hojas cantaban así:
CORO
«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada
cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el
sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y
dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las
sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa
música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con
mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún
sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con
ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a escuchar otras
jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo
nuevamente a la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.
Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y
alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo
que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño
color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de
sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la
momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole
músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus
movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada
con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta
clase de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a
comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo,
desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la
dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose
como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos
cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez
acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo suficiente para que las
corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas
empezó a escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate a
golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y
con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta
de los dedos, y después con una de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada,
dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para
dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par
de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó
de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.
La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte,
estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad
inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río, y hacía ver los
objetos como a través de una gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de
bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando,
mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún
ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes
risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces
comienza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha
habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la
fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del
atónico Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que
destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con
descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer
por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua,
haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una
menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su
cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la
cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba
que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida
de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de
rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto
que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los ojos azules
adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y
estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban
en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer
atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el suelo con el pie en
alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar
con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo,
jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los
árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el
levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían
largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que
nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin
saber donde fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que
parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas a cual más
bellas, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el
objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable
Constanza.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía
ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de
un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía
era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y
más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y
sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a mortiguar la luz de
sus pupilas; suyas aquella rubia y abundante cabellera que, después de
coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas
como una cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso, que sostenía su
lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de
las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez,
y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies
diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido
derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno
que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura,
sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una
melodia dulcísima.

CORO

«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un
jirón de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en
vuestros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre
nosotras en menuda lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras,
¡venid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un
enjambre de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de
su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares
misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un
impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el
encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el
ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El
encanto se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al tender en torno suyo
la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas,
sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su
presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales,
cuál ganando a todo correr la trocha del monte.
-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que
fantasmagorías del diablo -exclamó entonces el montero- pero por fortuna esta
vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.
Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se
había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de
madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés la encaró la ballesta;
pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el
montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:
-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y, después de un instante de
duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir
a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su
estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para
acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla
hecha al montero.
-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa,
recogiendo la ballesta con una rapidez indecible-; pronto has cantado la
victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la
saeta, que partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo
del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos
sofocados.
-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos-.
¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de
lo que pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era
la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos
se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que
agarrarge al tronco de un árbol para no caer a tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en
su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

La rosa de pasión

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular
historia una muchacha muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas
y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da a su nombre esta
leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que
tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió la historia de la
infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda
en este instante.

I

En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial,
empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua
parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega,
tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como
su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero
más que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele,
no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda,
componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones
rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover las
revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera
pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la
primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría
su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus
habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones
acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda Toledo,
y su mansedumbre a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y
rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarte, tiraban piedras a su
tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo
palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos o las viejas
devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como
si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una
sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a
la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y
aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las
espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible
golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil
baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su
tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos
de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas
construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del
ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos
iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras
que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros
de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos
vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y grieteado paredón de la
calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío
y veían por casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a
Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz admirados de las
perfecciones de la hebrea: -¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado de
sí tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos
grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo
brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el ciclo de
una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados
hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez
blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro.
Contaba apenas diez y seis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce
tristeza de las inteligencias precoces y ya hinchaban su seno y se escapaban
de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa
hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a los
homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, que la instaba
para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se
mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña
conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir
los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto
de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores
se acercó a Daniel y le dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo
martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... qué sé yo... muchas cosas...
Entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano...-Al llegar a este punto,
el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras
hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir
palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quien dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle,
mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven
hebreo admirado de que sus sospechas primero y después sus afirmaciones
no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el
que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de
metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja
y entrecortada, como si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas que
cruzaban por su mente.
-¡Je! ¡je! ¡je! -decía riéndose de una manera extraña y diabólica-.
¿Conque a mi Sara, al orgullo de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez,
piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je!
¡je! -continuaba siempre hablando para sí y siempre riéndose, mientras la lima
chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de
acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere
ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe
guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je! ¡je! ¿Crees
tú por ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un
amante... que bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y
la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y
huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que
Daniel se dejará así arrebatar su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis acaso?...
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé
más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de
decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se
reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle,
recogió sus trabajos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y
aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos
goznes, impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez que en
aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su
alféizar.

II

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de
haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse
al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de
la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se
descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guarda, en quien los
implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús.
Reinaba en la ciudad un silencio profundo: interrumpido a intervalos, ya
por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban
en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las
veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles,
cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca
de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el
Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando
trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los
muros conducen al río, a una persona a quien al parecer aguardaba con
impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta
noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se
tendrán dada cita con Satanás, qué todos acuden a mi barca teniendo tan
cerca el puente?... No, no irán a nada bueno, cuando así evitan toparse de
manos a boca con los hombres de armas de San Servando...; pero, en fin, ello
es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en nada
entro ni salgo.
Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los
remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había
aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo
sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas
se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían
tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre! Parece
que esta noche será la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas
horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar
esta noche... Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada
bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes
sumida en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas. -No
hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara
alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen, qué
intentan. Un momento de vacilación podría perderle.
Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles
dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había
cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea arrojando algunas monedas
a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía
serpenteando por entre las rocas-, ¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la
izquierda. Después el diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió el
barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos
minutos se le vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro
laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico: después, y cuando hubo llegado a
la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante
sobre el fondo azul del cielo, y por último desapareció entre las sombras de la
noche.

III

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la
Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce
en Toledo por la Cabeza del Moro, existían, aún en aquella época los ruinosos
restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo,
crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el
destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con
hojas entrelazadas, endriagos horribles y grotescos, e informes figuras
humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos
rotos y cubiertos de hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al
punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa
acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme
y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía.
Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo
cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía animado del espíritu de la
venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de saciar su sed de odio en
uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando
órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con
una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la
espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba
impasible el yunque en su covacha de Toledo.
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la
iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar
en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba
la forma de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que
algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros
tejían una corona con las ramas de los zarzales o aplastaban sobre una piedra
las puntas de los enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su
mente; recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de
misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño
Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia,
inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban
aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo
aguardaban la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y
animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había
revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo, y rompiendo por
entre la maleza que la ocultaba, presentose de improviso en el dintel del
templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel,
dando un paso hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz
ronca: -¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y
resuelta- todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano
esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí
vuestra sed de sangre; porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque
yo le he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-, Sara, eso no es verdad; tú
no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros
misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los
suyos, un padre a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que
murió en ella por redimirnos, abriéndonos para una eternidad las puertas del
cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi
origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo
pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la
hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la
arrastró como poseído de un espíritu infernal hasta el pie de la Cruz, que
parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a
los que les rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha
vendido su honra, su religión y a sus hermanos.

IV

Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires
tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar
ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en
algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho, como
tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a
los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de
hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni
nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de
colores.
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor
hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del
martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado
sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella
maravilla, añaden que se hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con ella
otros tantos atributos divinos como la flor tenía.
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó
por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y
la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión.

Creed en Dios
Cantiga provenza
«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón de Fortcastell. Noble o villano,
señor o pechero, tú, cualquiera que seas,
que te detienes un instante al borde de mi sepultura,
cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.»

I

Nobles aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del
casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio
que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la
profesión de las armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut os han
sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las
ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.

II

Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen
derramadas por las colinas y las llanuras: si al conducirlas al borde del
transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del
valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego habéis
encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del
monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oídme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al
abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos
lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que
embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio
que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto
para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las
margaritas más dobles y los jacintos más azules, oídme.

IV

Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor
errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún
con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo
lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y
una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra. En esa
tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón
de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina
historia.

**************

I

Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su
primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de
Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que
en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que,
arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora
replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al
fin entre unas zarzas.
-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su horrible pesadilla,
señalando a sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso
reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama,
inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca
paloma se levantó de entre las breñas y se remontó a las nubes.
La serpiente había desaparecido.

II

Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre
pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno
contra los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede
compararse a un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un
rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus
iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en sus
blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no
maldijese.

III

Un día que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo entrar
a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos,
arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes,
en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote,
arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter
impetuoso, le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada
en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de
romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.
-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz;
o, ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y
te cazo como a un jabalí para distraerme.

IV

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin
embargo, se limitó a contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente que
hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos, borrará mis
culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu
crimen.
-¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego barón con una
carcajada-. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que
te he prometido; porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis
palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo,
tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil,
aunque se suba a los retablos de sus altares.

V

Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor,
comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus
ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás,
y el venerable sacerdote murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y
esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una
vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de -
¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la
deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron
sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.

VI

-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su corcel,
sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta. -Por la cañada que se
extiende al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar la última palabra,
el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió
al escape. Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de
alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus
chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y
cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la
espesura, se santiguaron en silencio.

VII

Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más
castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o
tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había
empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para herirlo.
Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos matorrales,
tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance
de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso
lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus
sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo
alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.


VIII

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y
voló la saeta que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que
dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -exclama con un grito de
alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el
sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la
sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la
bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero
temblor agitó sus contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando
por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí
comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.

IX

Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus
maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó
a grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas
inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de
la más espantosa desesperación. -Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de
reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a
seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se
entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus ojos un paje que
traía del diestro un corcel negro como la noche.
-El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil
como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la
muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.

X

El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque;
dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y
el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra
arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un escape tan rápido
que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo
que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz,
el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él,
sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar,
y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su alrededor?
Nadie lo sabe.

XI

Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar
en torno suyo una mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y
en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin
detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una
exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que
se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos,
herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían
arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un
tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde
hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas
soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los
gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro,
blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al
pasar, todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su
fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de
percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.

**************

I


Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi
relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi
antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta
mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio
de Montagut es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan
cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con
algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible
historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.

II

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió
lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror.
Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos
eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría
desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le
quedaba duda de que era juguete de un poder sobrenatural, que le arrastraba,
sin que supiese adonde, a través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas
nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a
veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes
centellas, próximas a desprenderse.
El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores
caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse
unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.

III

Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de
fuego, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que
relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros
de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la
tempestad.
Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes
semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el
Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.

IV

Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso
globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel
de plata sobre la superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de
colores y de fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes
entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador himnos de
alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y
vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al
primer cielo del segundo.

V

Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas
y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un
arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban
solos tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían
cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.
Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como
cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en
nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a
sus miradas deslumbrador y magnífico.

VI

Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente
esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes
luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor, en los vidrios de
colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y
sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada
de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y
hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre Dios,
la reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los
afligidos.

VII

Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la
Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor
se apoderó de su alma. La eterna soledad; el eterno silencio viven en aquellas
regiones; que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en
cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que
crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos,
ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del
espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que
pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en
las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.

VIII

Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la
tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos
que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las
oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones
de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas
quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que
esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en el éter
luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la
suya.

IX

Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos
ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías,
palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y
juramentos sacrílegos de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro
cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante
y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto
infernal.
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento agitándose
en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.

X

Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de
visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al
cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al
Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados a sus pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un
trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío
como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer
nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando
Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.

**************

I

La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles,
por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando
Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si
despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró
en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde
le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas
regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo
interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas
y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus
ráfagas.
-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del
bosque, y salió al fin a la llanura.

II

En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra
silueta de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la
noche. -Mi castillo está lejos y estoy cansado -murmuró-; esperaré el día en un
lugar cercano -y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? -le
preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió, y se le rieron en sus barbas.
Llamó a otra. -¿Quién sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -Vuestro
señor -insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen-; Teobaldo de
Montagut. -¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era
una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro
camino, y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles
chanzonetas insulsas.

III

Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a
cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con
los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya se pudría
colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de
los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al
arco principal de la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz;
en los muros no se veía un solo soldado; y, confuso y sordo, parecía que de su
seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne
y magnífico.
-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía Teobaldo, paseando su
inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-.
¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de
Montagut! Estas tierras que domino, el señorío de Fortcastell...
En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus
goznes y apareció en su dintel un religioso.

IV

-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó Teobaldo al monje.
-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor de Dios, religioso del
monasterio del Montagut.
-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no es un señorío?
-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho tiempo... A su último señor,
según cuentan, se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese
en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras a los
religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento
veinte años. Y vos, ¿quién sois?
-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de
silencio-; yo soy... un miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a
confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que lo admita en el seno de su religión.

La promesa

I

Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir,
pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose
por entre sus dedos para caer en la tierra hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos
para mirarla, y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su vez un
silencio profundo.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del
campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a
envolver los espesos árboles del soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de
borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna
comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del
crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y
entrecortada y como si hablase consigo mismo:
-¡Es imposible... imposible!
Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus
manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor.
No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber.
Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana de su castillo para reunir su
hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los
infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin
familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he
dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su
mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel
por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: -¿Dónde
está el escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor callará con
vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: -El escudero del
conde no es más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para
fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra;
pero su voz se ahogó en un sollozo.
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen
daño. Voy a alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un
poco de gloria para mi nombre oscuro...
El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el
rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores.
Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de
los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de
Castilla.
Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada
el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz
resuelta y firme-. Ve, ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras,
se arrojó por última vez en brazos de su amante. Después añadió con acento
más sordo y conmovido:- Ve a mantener tu honra pero vuelve..., vuelve a
traerme la mía.
Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto
a uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre
la niebla de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al
lugar, donde la aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana
vamos a Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde que se
marcha a Andalucía.
-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han
de volver -respondió Margarita con un suspiro.
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros y has
de venir compuesta y alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que tienes
amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.

II

Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a
oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del
conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares
cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta
de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los
árboles, éstos vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las
colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría
cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que
algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque
de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre
el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y
gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio
de armas.
La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a
su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de
Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de trecho en trecho,
pregonaban en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus
feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para
que diesen paso y ayuda a sus huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas
de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de
plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco,
caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre
con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las
justicias del señorío, vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos
trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la
increíble fuerza de sus pulmones.
Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable
trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran
los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas
adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las
máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de
escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus
caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los
hombres de armas del castillo formados en gruesos pelotones, que semejaban
a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas
con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de
seda y oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la
confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó
desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que
acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita que había conocido a su
misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno
de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.


III

El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido
por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y
Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso
los reales a la vista de la ciudad de los infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de
alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del
montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar
un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.
A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su
casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado
interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera. -¿Qué
tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al
combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los
guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado; y si
corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta.
Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor?
Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria
como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo
espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar
desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y,
atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana
fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que
me sucede.
Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El
cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos
sobrenaturales.
¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en
el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto de
perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo herido y ciego de
furor se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por
contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal
corría llevándome a una muerte segura.
Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento
de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis
oídos: el caballo estaba a algunos pies de distancia del muro de hierro en que
íbamos a estrellarnos, cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una mano que
agarrándole de la brida lo detuvo con una fuerza sobrenatural, y volviéndole en
dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.
En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie
le había visto.
-Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron-, ibais
solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo
que ya el corcel no obedecía al jinete.
-Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano
arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al
dirigirme al lecho, torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta
la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas.
Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano
misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto,
al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una
saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba
ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y
siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda,
en el combate, de día, de noche.... ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada
suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio
algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo
loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a
decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde
refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo
no hallo palabras de consuelo.

IV

El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira,
hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y
destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros de Sevilla
flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de
almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre
las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los
minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil
lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro,
que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de
aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los
diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y
distantes vinieran también; llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del
santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña
de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento
distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras
y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el
nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada
ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados que hablando
dialectos diversos, y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado a
su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados
en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto
que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones
aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas
en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos
ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su
destreza; y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de
los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos
de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas
portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los
maestres de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban
a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles
de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por
entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste,
como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve.
Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita
en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus
acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados,
pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta,
apresurándose a comprarle algunas de las baratijas que anunciaba a voces y
con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad
juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo
una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes
capaces de poner colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de
amores picarescos con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que
colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos
diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que
él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el
templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades
contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la
mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar
de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de
España: joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de
alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus
admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolín o guzla árabe
con que se acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo
estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su
acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca
escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un
aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo
estribillo.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al
parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres
pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor
antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.
Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de
aquel sitio, pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil,
escuchando esta cantiga:

I

La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

II

El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que le ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

III

Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

IV

Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que la echaban,
la mano no se cubría:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el
muro de curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó
adonde se encontraba el romero, y cogiéndole con fuerza del brazo, le
preguntó en voz baja y convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia
que cuentas? -volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de
emoción más profunda.
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza
imperturbable-, esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo
de Gómara y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un
poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase
siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al
hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.

V

En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que
conduce a Gómara, he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo
lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya
la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre
unión, es fama que cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado, que al
llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores.
La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.

El beso

I

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este
siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se
exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos
separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores
edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de
la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a
invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por
transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta
conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el
suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada,
envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y
solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el
choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que
sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien
dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan
con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia
de unos treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también
militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante
de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de guía por
entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento
que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible
arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era
un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto
más un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de
fraile en la que duermen quince húsares. El convento adonde voy a conduciros
no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de
las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias
que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre
la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como
resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba-, más
vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil
según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía,
siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo
fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su
campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales
y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y
dirigiéndose al capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa,
echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto
que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente
desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído
que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro
mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con
que calentarse por las noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer
cerrojos para penetrar en el interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas
sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro
la fantástica sombra del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió
la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas,
hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente,
y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada,
en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo
con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto;
diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin
imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los
extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en
varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres;
escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las
silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre
la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de
piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas,
parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía
una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos
sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos
adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel
oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se
quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas
que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de
los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las
cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y
temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada
vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas
peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente,
mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y
arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el
escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey
José en su palacio de Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su
ejemplo, y poca a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba
por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las
aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de
los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba,
envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.

II

En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica
como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar
los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más
que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de
vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su
ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para que
decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a
romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida
con avidez entre los ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de
uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de una columna
volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza
cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto
de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo,
sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de
costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el
Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los dragones, cuyo
jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando
de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba
alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la
ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero
suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las
bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su
ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de
plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico
mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus
marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él
se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en
quienes habían despertado la curiosidad y la gana de conocerle los
pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las
exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después
de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la
varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno
en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las
penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el
inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía
noticias del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar
su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que
ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que
no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El
insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena
fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para
hacerle más soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de
quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan
incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al
capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor
atención a sus palabras mientras él comenzó la historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el
cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me
hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo,
horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme
después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me
cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que
oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que
los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito
de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca,
disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger
nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación
y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna
que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi
a una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e
incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía, continuó
de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica
visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas
vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez
destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las
catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y
espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y
melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno
esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la
memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y
celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos,
ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella
permanecía inmóvil.
Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura
terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana,
había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la
azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del
opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y
misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que
comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con
su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó
su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de
contestarme, ni verme, ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que
escuchaban la relación.
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento
de pausa-, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en
el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al
narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en
una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un
millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde
ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una
mujer de carne como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las
carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la
mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la
escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino que aún
permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con
las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico
amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de
la fábula de Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde
anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no
tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo
hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas
la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...;
mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen
de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay
un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os
moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo
que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta
original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -
añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis?
-exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el
joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel
relámpago de celos-. A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de
docenas de botellas de Champagne, verdadero Champagne, restos de un
regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en
alegres exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!

III

Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían
cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la
campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del
alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines,
cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el
Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en
que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las
prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de
nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y
retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía
girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el
alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a
encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos
penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de
una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la
vista-, que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si
con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la
Siberia -añadió un tercero arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se
proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-:
busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla
mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a
descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran
cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la
linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de
riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla
salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la
disforme cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por
todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de
comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma
ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los
convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la
invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor
precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un
instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les
dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo
que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una
exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros,
arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta
hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás
salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía
más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a
una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la
noche.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que
contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a
duras penas, descifrar la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a
lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que
hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su
esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe
que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su
siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían
de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las
botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la
ronda.
A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el
vapor del espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían
la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos
arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares los cascos de las
botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y
escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las
palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos
de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso
velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la
marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real, parecíale que
entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho
como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza que sus
mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y
repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le
sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y, presentándole una
copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la
noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo
encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced
a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer
en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el
capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con
esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor
alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te admiro como un marido
paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también
ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no se ha de decir que te
he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!
Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de
humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara
prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la
tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de
zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de
piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.º
en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron
mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los que se
entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el
capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el
que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas
estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo
arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a
su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le
infunde una vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien,
pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió
con una exaltación creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes
mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera
epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?...
¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos
que fuese de carne y hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he
sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego
que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores
caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas.
Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro
candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco;
porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi
frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve
coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como
esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que
parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus
labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso
tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la
estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué
locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y
como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los
brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca
y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle
socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes
a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y
derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.

El Monte de las Ánimas

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las
campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición
que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la
imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda.
Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo
algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi
balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los
cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos
los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las
nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible.
Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los
difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún
no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo
también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa
historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de
Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos
siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante
distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida
historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios,
cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y
religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de
lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello
notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido
defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la
ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los
primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para
satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos
determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas
prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su
manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada
expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían
presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello
no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de
cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento
festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de
tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada
en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos,
comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye
doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos,
envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica
por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos
aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas
en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en
Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él
antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes
llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí
esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos
jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea
gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor
iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre
conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las
ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y
Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los
caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las
azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos
tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal
papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido
monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en
que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las
áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos
sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,
acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se
reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -
se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré
en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te
acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la
salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi
gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu
oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a
la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda
recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe
aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin
volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un
momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza: -Lo sé prima;
pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de
ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar
la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la
cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del
aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las
campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de
este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el
tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo,
¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como
un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho
como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de
terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento,
añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no
sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un
recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su
asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer
sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda
Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar
mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta
diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor,
hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras
que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he
combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y
nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche
volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta
noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas
doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte
comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas
que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la
sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el
torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que
se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los
labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y
mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando
chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por
semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el
camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que
Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como
por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para
arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz
firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el
hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso
o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al
galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que
coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se
perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas;
el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban
a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de
sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en
menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y
encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar
algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya
no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de
seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las
vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos.
Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y
por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró
tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas
de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo
prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que
daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido
sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un
silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un
murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces
confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de
ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que
casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de
algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y
escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente,
tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como
bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en
un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la
almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres
gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de
aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un
esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más
inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la
puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la
alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero
continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se
acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su
lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría,
escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y
caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en
las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras
distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella
pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor,
entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de
insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las
cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados,
cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y
una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto
sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul
que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del
primogánito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los
lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil,
crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho,
desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los
miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que
pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro
día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras,
asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de
Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con
un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir
como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies
desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de
la tumba de Alonso.

La cueva de la mora

I

Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas
cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos
abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la
Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por
parte de los que le defendieron, como los que valerosamente clavaron sobre
sus almenas el estandarte de la cruz.
De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras
de la atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo;
en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes
adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y
carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la
hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los
postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.
Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me
decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad,
todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las
ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando
el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para
observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y
metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de
algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los
moros.
Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.
Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo
y curioso en lo alto de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir
a ella y limité mi paseo a las orillas del río que corre a sus pies, andando,
andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña
viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito
de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció
cueva formada por la Naturaleza y que después que anduve algunos pasos vi
era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se
perdía entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente las
particularidades de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba
formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla
el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces
haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos
caminos secretos tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual
debió de servir para hacer salidas falsas o coger durante el sitio, el agua del río
que corre allí inmediato.
Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones,
después que salí de la cueva por donde mismo había entrado, trabé
conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos
vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender
un cigarrillo.
Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales
de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de
Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen
hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si
sabía de alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo como asombrado al oír mi
pregunta-. ¿Quién había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale
todas las noches un ánima?
-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El ánima de quién?
-El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por
estos lugares, y se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva,
y llena en el río una jarrica de agua.
Por la explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que
acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación
con él, había alguna historieta; y como yo soy muy amigo de oír todas estas
tradiciones, especialmente de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la
refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo a mi
vez se la voy a referir a mis lectores.

II

Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se
tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra
sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo
aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la villa de
Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un
famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su
valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo
algunos días en el fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte
hasta que, curado casi milagrosamente de sus heridas, sus deudos le
rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los
que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se
alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender nuevos combates; pero
el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía, y ni el
cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disipar su extraña
melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya
hermosura tenía noticias por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo
conocido la encontró tan superior a la idea que de ella se había formado, que
no pudo resistir a la seducción de sus encantos, y se enamoró perdidamente
de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y
absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de
aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía
por una cosa, ya se mostraba partidario de otra absolutamente opuesta, hasta
que al fin un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas, mandó llamar
a sus hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los
aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba a la
hermosura, objeto de su insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo
el afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo
de sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno
la verdadera causa de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos
cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.
El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el
pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni
paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y
otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era
natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la
sorpresa.
Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó gentes de los lugares
comarcanos; y una mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre
bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la sierra que desde
aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien
podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero
pidió sus armas a grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza.
Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar
órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron
de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.
Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa,
como se apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues,
sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo
estrechamente para hacer capitular a sus defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los
cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de
sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los
mismos que habían reprobado su conducta, juraron perecer en su defensa.
Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La
embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la
pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del
muro, al que había logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo
que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en
donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora
se inclinó sobre su amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en
sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea
del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la
boca qué dejó ver una piedra al levantarse como movida de un impulso
sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta
llegar al fondo del subterráneo.

III

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena
de extravío, y dijo: -¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio,
precursor de la muerte, de sus labios secos, por los cuales silbaba la
respiración al pasar, sólo se oían salir estas palabras angustiosa: -¡Tengo sed!
¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde
corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de
soldados moros, que una vez rendida la fortaleza buscaban en vano por todas
partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su sed de exterminio: sin
embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó
como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y
bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al
lado de su amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían
disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada
del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero.
Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y
conociendo la enormidad del pecado que tan duramente expiaban; volvió los
ojos al cielo, tomó el agua que su amante le ofrecía, y sin acercársela a los
labios, preguntó a la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi
religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo
desvanecida con la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la
cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando el
nombre del Todopoderoso.
Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la
orilla del río, y siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del
caballero y su amada, que aún vienen por las noches a vagar por estos
contornos.


El gnomo

I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la
cabeza, volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo
pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas
cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un
campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío
Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa
navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos
temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña
heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas
y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie
contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más
estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un
adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar,
y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les
contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse
de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y
las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales,
una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los
cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo
centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este
momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas,
me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde,
me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.
-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-
. ¡Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos
hagan falta ya nos los dará el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y
temblona- que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan
oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus
rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua
a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de
burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se
tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto
significativo.
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando
un rato con las amigas y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes
en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a
brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra
en nombre de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy
vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban
de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo
encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio
donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os
sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de
misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con
mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales
aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo
que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus
guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído
aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en
las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles
del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en
su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por
sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la
llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las
desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las
peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que
bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan cuanto encuentran a
su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches
de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos.
Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los
exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las
montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se
revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se
insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran
con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas
de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de
los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales
y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le
servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha,
destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del
crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su seno
tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es
horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada,
penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos
matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido
como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado
su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de
morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había
encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un
resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas,
semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas
caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos
salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más
ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas
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vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras preciosas de
todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y
diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas
que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se
deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la
fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y
lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor
confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas
corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas
horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del
manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente
maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía firmando una
vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por
entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca
vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas
flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad
discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas
cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas
humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas
fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose
en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y
contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose en
figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del
agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y
removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros
esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el
lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se
pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y
desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para
esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por
debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues,
hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de
un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas
de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas,
monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en
fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y
todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan
vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al
menos, el pastor refirió que así le había parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que
comenzaron por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla,
guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los
ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés
pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin
poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas riquezas
que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel
momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su
miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría
a hacerle poderoso, el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó,
¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a
pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego
subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó,
digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la
campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo
invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por
dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al
pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera
salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae
a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la
noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras
engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran
seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros
que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche
había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las
muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz
baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar que
no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas
salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en
que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde
habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío
Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su
credulidad de un momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de
los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes
calles que venían a desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que
no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la
veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación,
parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia
de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte
años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los
dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio;
pero cuando llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el
asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena: -¿Y tú crees en las
maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?... -Yo -contestó
Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? -¡Oh, no! se
apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que deseo
creer.

II

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años
de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre
que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus
dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía
contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas
hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el
sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda
emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus
caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje
en la expresión de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había
llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante,
bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los
niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras
pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón
ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del
cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la
diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de
estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que
sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo:
formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil
en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus
sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las
dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia,
que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias
que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor.
Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio: y
Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas
cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus
alegrías y sus pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban
esconder en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente
con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y
Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y
voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura
de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el
primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor,
porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un
cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas
plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del
objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un
antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de
velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores.
Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos,
agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el
trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de
revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el
Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas,
riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó
sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la
tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los
desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el
rey a la pastorcita: -Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de
mi reino, juro que te lo he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la
pastorcita.- No cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío
de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a
Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del
rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos
feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del
Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las
locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo
así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro
cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de
amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las
muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda
historia que los había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo
silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después,
volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las
conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo
a su hermana: -¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena volvió a
decirle: -¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol
antes de la vuelta. -Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero: -Yo no
quiero ir hoy. -Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de
silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como
si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.

III

Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta
en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y
la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y
Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino,
salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba
escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga
alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y
ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven
caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran
por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las
esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros
que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del
toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la
soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más
perceptibles.
Marta y Magdalena deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y,
protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no
conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con
sólo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el
suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la
noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos
desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y
uniforme.
Marta y Magdalena se prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban
bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un
lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer y dilatarse por la
espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y
del agua empezó a producirse una extraña exaltación, una especie de vértigo,
que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por
completo. Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco
lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre
sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede llamar a su
madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo;
después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último... por
último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua
saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme,
que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el foqdo
sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz
besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo
sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi
inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas! Habla
misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes,
refrescan mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi
espíritu vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido
el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus
entrañas, donde germinan las futuras creaciones.
Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas
inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que
ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que
se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son un
bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente
subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba
un misterio que yo debía comprender al cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me
acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi
niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a
su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua
que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa
que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a
hablar, y hablaron así:
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de
una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como
sobre guijarros entre un sin número de zafiros y amatistas, arrastrando en vez
de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio.
Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los
metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas.
Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete
piedras y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que
vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de
mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y
azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de
armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la
vaga felicidad de sueños venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde
de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los
riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el
fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura: -Esos
son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de
las estrellas: -Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su
misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un
instante, tornaron a hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una
vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he
adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La
envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la
miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te
hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar
palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te
brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las
conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros
para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona,
tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos
confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula
como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las
regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu
corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo.
¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar
el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento!
Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen
vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un
rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu
espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.
El gnomo era, como un hombrecillo transparente: una especie de enano
de luz, semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y
saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces
se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de mil
colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la
cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas
sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por
entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su
cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él
con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y
Magdalena, paso a paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una
voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el
viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de
siempre.

IV

Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la
esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un
cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la
cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por
agua tan temprano, que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que
de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu
vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la
historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a
penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.

El miserere

Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y
ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca,
descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante
antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla,
suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas
hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las
rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman
llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me
llamó la atención fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina,
tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba
terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que
me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en
vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro,
ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy
menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan
difíciles de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han
de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el
metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y
todo es la Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda,
recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de
carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y
dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al
acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un
loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.

I

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta
claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus
ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue
cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a
quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que
se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y
del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí,
y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un
arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a
un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado
para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo
claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e
instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de
este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al
intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar
dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por
casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas
encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que
comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus
estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan
sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta.
Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo
que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y
tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan
desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán conmigo
cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor
la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y
después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El
hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la
granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban
en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor
parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere
en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que
los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A
qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-.
¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una
entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que
como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es
toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer
increíble. Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas
que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo
hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio
famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con
los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de
sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que
se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo
diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los
religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos
cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera
al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los
monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o
habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la
iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.
Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con
ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez.
Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún
quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada,
que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a
bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por
partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a
hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada;
pero lo que mantiene más viva su memoria, es que todos los años, tal noche
como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas
de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos
lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.
Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para
presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del
purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad;
sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la
historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente
esta noche es la de jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la
abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con
una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos
al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón,
abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el
verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de
muertos, y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no
menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano
poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones,
azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un
relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se
descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se
agruparon alrededor del hogar.

II

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que
calificaron de loco en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le
indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e
imponentes las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre
cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el
aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros,
diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño
venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro
amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que
había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos
aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos
arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola
de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra
de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que
despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de
los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los
zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas
sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y
misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban
perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una
tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores
seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los
mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se
oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce
un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran,
de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se
dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada...,
dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última
campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando
los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de
los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los
festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el
pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse
espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que
derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende
ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada,
inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime
a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más
horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza.
Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían
antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella
su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas
capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que,
cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus
columnas un laberinto de pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que
pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces
lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a
poco, haciéndose cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo
luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él
dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre
cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y
espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo
los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los
blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los
esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a
aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos
dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta
tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora
expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos
hileras, y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más
levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La
música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante
del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el
zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido
de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el
grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la
música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más
que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del
gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes
como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado,
creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que
todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba
todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una
emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible
de reprimir, y el frío penetrar hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras
del Miserere:
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en
bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor
arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito
horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos
de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto
monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron
concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de
sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un
relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced a una
transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las
osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa
brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el
cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban
con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor
como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et loetitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus
sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por
tierra, y nada más oyó.

III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el
hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior,
vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido
romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el
lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió
dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una
obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios,
eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su
demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella,
y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se
paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se
dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no
hay duda..., así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio
en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo,
pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible
proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no
se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y
perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se
murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña,
guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la
abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos
de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que
aún estaba abierto sobre una de las mesas. In peccatis concepit me mater mea
Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía
mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los
legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe sí no serán una locura?

La arquitectura árabe en Toledo

Llevando en una mano el Corán y en la otra la espada, los hijos de
Ismael habían ya recorrido una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta
persecución de estos guerreros apóstoles de falso profeta, el Oriente
comenzaba a constituirse en un gran pueblo, y el Asia y el África se unían por
medio del lazo de las creencias, santificado con el sello de las victorias, cuando
la traición abrió nuestra Península a las huestes de Tarif y la monarquía gótica
cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su último rey.
Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron mucho en
posesionarse de casi todo el reino. Como es indudable que a sus conquistas
presidía un gran pensamiento, el exterminio no siguió de cerca a sus victorias;
las ventajosas condiciones con que aceptaron la rendición de un gran número
de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales dejaron a los cristianos,
prueban claramente que antes trataban de consolidar que de destruir, y que al
emprender sus aventuradas expediciones, no les impulsaba sólo una sed de
combates sin fruto y de triunfos efímeros. La historia de los grandes
conquistadores de todas las épocas ofrece muy raros ejemplos de estas
elevadas máximas de sabiduría, puestas en acción por los árabes en la larga
carrera de sus victorias.
Dueños, pues, de casi toda la Península ibérica y calmada la sed de
luchas y de dominio que agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes,
salidas de entre las abrasadoras arenas del Desierto, las diversas ideas de
civilización y de adelanto, rico botín de la inteligencia que habían recogido en
su marcha triunfal a través de las antiguas naciones, comenzaron a fundirse en
su imaginación en un solo pensamiento regenerador.
Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones de vida nómada, no había
encontrado un momento de reposo. Primeramente pone su movible tienda, ya
al pie de una palmera del Desierto, ya en la falda de una colina; después se
hace conquistador, y derramándose por el mundo, hoy sestea en el Cairo, a la
tarde duerme en el África, y al amanecer levanta su campamento y le
sorprende el sol con el nuevo día en Europa.
Pero el momento de recoger el fruto de sus conquistas, la hora de recibir
el precio de su sangre, tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus
leyes, y con ellas sus costumbres, comenzaron a dulcificarse y a tomar una
índole propia; el círculo de sus aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor,
y la sociedad que comenzaba a constituir puso el pie en la senda del progreso
a la que llamaban su grandeza y su poder.
Como es de presumir, el arte no existía aún entre los sectarios de
Mahoma; pero el desarrollo de la nueva religión lo comenzaba a hacer una
necesidad. Y decimos una necesidad, porque es digna de ser observada la
influencia que las creencias religiosas ejercen sobre la imaginación de los
pueblos que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera ligeramente, la historia
moral, por decirlo así, de todos los países, y no se podrá por menos de
conceder a esta influencia la gloria de haber dado, a cada una de las naciones
que civilizó, unas costumbres en perfecta afinidad con sus necesidades, y una
arquitectura original en maravillosa armonía con su culto.
Los adoradores de Isis, los sacerdotes de sus terribles misterios,
después de poblar sus altares de locas e incomprensibles concepciones,
crearon el arte egipcio con sus esfinges monstruosas, sus gigantescas
pirámides y oscuros jeroglíficos. El pensamiento de un mundo viril y grande se
halla grabado con sus caracteres indelebles en los colosos del Desierto.
La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación poderosa y sus
imaginaciones ardientes, alimentadas por una religión todo maravillas y mitos
emblemáticos, ahuecó los montes para tallar en su seno las subterráneas
pagodas de sus dioses. La extraña y salvaje poesía de los Vedas parece que
toma formas y vive cuando a la moribunda luz que se abre paso a través de las
grutas sagradas se ven desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus
muros, las silenciosas procesiones de monstruosos elefantes, guiados por esos
deformes genios que despliegan sus triples miembros en semicírculo, como las
plumas de un quitasol.
La Grecia coronó de flores sus divinidades, les prestó el ideal de la
belleza humana y las colocó sobre altares risueños, levantados a la sombra de
edificios que respiraban sencillez y majestad. Basta examinar sus templos,
ricos de armonía y de luz; basta hacerse cargo de la matemática euritmia de
sus construcciones, para comprender a aquella sociedad que sujetó la idea a la
forma, que tiranizó la libre imaginación por medio de los preceptos del arte.
La arquitectura árabe parece la hija del sueño de un creyente dormido después
de una batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión que con tan
brillantes colores pinta las huríes del paraíso y sus embriagadoras delicias
pudo reunir las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos en la
forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son más que una hermosa
página del libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y estuco en las
paredes de una mezquita o en las tarbeas de una aljama.
La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis y las fantásticas
visiones de los eremitas. La luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro
misterio se dan la mano en ese poema místico del sacerdote, interpretado por
el arte, al que la Edad Media prestó sus severas y melancólicas tintas.
Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absolutamente original y
completa; sus obras fueron modificaciones, no creaciones, porque, como
dejamos dicho, sólo una nueva religión puede crear una nueva sociedad, y sólo
en ésta hay poder de imaginación suficiente a concebir un nuevo arte. Roma no
fue más que el espíritu de Grecia encarnado en un gran pueblo, y Bizancio el
cadáver galvanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de los siglos unió
por algunos instantes el mundo que desaparecía con el que se levantaba.
He aquí por qué dijimos que, derrocada en nuestra Península la raza del Norte
por la del Oriente, el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo del arte
una necesidad. El secreto impulso que lo empujaba a su destino existía, pues,
en la conciencia del genio ismaelita; pero aún se encontraba muy distante del
término de su carrera, por lo que en los primeros pasos se limitó a satisfacer
sus necesidades por medio de la imitación.
En este punto, como fácilmente se comprende, comenzó la primera
época de las tres principales en que puede dividirse la historia de la
arquitectura muslímica toledana, época que a su vez puede dividirse en dos
períodos, uno de imitación, y otro de lucha entre la idea original y la influencia
extraña de los diferentes géneros arquitectónicos que se amalgamaron entre sí
para crear el nuevo estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto
permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.
Pocas son las muestras que nos quedan hoy de ambos períodos, pues
habiendo desaparecido la grande aljama o alcázar de los reyes moros, como
asimismo la mezquita mayor, sobre los cimientos de la cual Fernando el Santo
levantó la iglesia primada, sus obras de mayor importancia, y, por lo tanto, las
más dignas de estudio, se hallan fuera del alcance de nuestra crítica. Sin
embargo, basta examinar la antigua mezquita que es hoy capilla del Cristo de
la Luz, la iglesia de Santa María la Blanca, la de San Román, y algunos otros
restos de la arquitectura de los árabes toledanos, para poder señalar, hasta
cierto punto con exactitud, los caracteres que la distinguen.
Obsérvanse en ella restos de las construcciones góticas como capiteles
y fustes de columnas empleados en las fábricas, que, para atender a sus
primeras necesidades erigieron los sectarios de Mahoma después de
conquistada la ciudad. La forma de los templos guarda, por lo regular, bastante
analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose compartidas en naves
como éstas, y comenzando en la cabecera algunas veces con ábside. Los
arcos que soportan las techumbres de las naves son redondos o de herradura,
observándose asimismo, hasta en las construcciones más primitivas, el empleo
de los arcos dúplices en la ornamentación de los muros. Los fustes de las
columnas que sostienen las arquerías de estos edificios, son unas veces de
mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre gruesos y pesados. La
forma octógona, que en algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres
distintivos de este período. Los arabescos o adornos del gusto árabe con que
embellecían sus obras son escasos, toscos y casi siempre imitación o copia
adulterada de los adornos propios de las órdenes de arquitectura que habían
visto al pasar, triunfadores de los pueblos que amarraron a su yugo. En los
capiteles imitan las formas griegas, aunque modificándolas más o menos,
según el capricho de sus autores; en la ornamentación, el bizantino es uno de
los géneros que presta con más abundancia sus caprichosos adornos al arte
de los muslimes.
El segundo período de esta grande época de nacimiento y desarrollo de
las ideas originales y propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en Toledo
cuando a principios del siglo XI Abu Mohammad Ismael ben Dz'en-non fundó la
dinastía de los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta ciudad en capital del reino
nuevamente constituido. A este tiempo perteneció, sin duda, la ornamentación
de la mezquita mayor y la grande aljama, edificios de los que, como de otros
muchos de la misma edad sólo nos quedan vagas y confusas tradiciones,
unidas a alguno que otro fragmento.
Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda mitad de la creación de
su arte, los alarifes mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración y
la influencia de otros estilos, llevan una considerable ventaja.
Las alharacas o adornos de follaje con que cubren los capiteles de sus
columnas, la archivolta de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las
adarajas o lacerías de sus orlas, y el menudo almocárabe que sirve de fondo a
su ornamentación, comienzan ya a determinarse y a tomar un carácter propio.
Nótase este adelanto muy particularmente en los edificios árabes de este
tiempo que aún existen en varios puntos de España. En Toledo, como ya
dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de estos dos períodos, y
especialmente del último, se conservan.
La segunda época, la época de virilidad y esplendor de este género
maravilloso y delicado, comenzó a florecer en la ciudad imperial después que
Don Alfonso la reconquistó del poder de los musulmanes. Los alarifes
andaluces que habían estudiado en la Alhambra y en el alcázar de Sevilla,
magníficos edificios en que el genio oriental desplegó todo el lujo de su
imaginación inagotable, se desparramaron en este tiempo por la Península, y
llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades reconquistadas, en las que,
así los árabes que aún permanecían en ellas, como los cristianos y los judíos
que en gran número se encontraban en las grandes poblaciones, usaron casi
exclusivamente por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura, ya para
sus palacios, ya para sus templos y fábricas de utilidad común.
Imposible sería describir con palabras la brillante metamorfosis que en
esta edad experimentó el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir
tímidamente el sendero de la imitación, ensayando con pobreza y miedo alguna
que otra idea original. Sus formas groseras y pesadas han adquirido una
esbeltez y una gallardía admirables; sus arcos, compuestos de mil y mil líneas
atrevidas y nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles, que no se
concibe que pudieran soportar los muros, si éstos a su vez no fuesen calados y
ligeros como el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas
combinaciones de sus lacerías se complican y enredan entre sí de un modo
inconcebible, y cada capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas magníficas
creaciones, son a su vez una obra artística maravillosa en las que otros
detalles secundarios aparecen a los ojos del observador y lo asombran por su
delicadeza, su novedad y su número.
La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la ornamentación de Santa
María la Blanca, los restos del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y
otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos, representan dignamente en
la capital de Castilla la Nueva este período de esplendor y grandeza de la
arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos son los que a
continuación expresamos.
El empleo de ojivas túmido conopiales, ya simples, ya incluidas en arcos
de herradura o estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles
ajimeces, sostenidos por parteluces esbeltísimos y cuajados de ornamentación
y figuras geométricas; arcos de diversas formas, en los que se combinan de mil
maneras extrañas porciones de círculo, que dibujan las archivoltas y perfilan
los vanos; arcos trazados por líneas rectas combinadas con porciones de
círculo; pechinas de dobles y triples hileras de bovedillas apiñadas, las que
también se usaron en algunos edificios del género ojival, construidos en épocas
posteriores, como en San Juan de los Reyes; sustitución en las leyendas que
adornan los muros de los caracteres cúficos, usados en la primera época, por
los neskhi, de forma más ligera y gallarda; adornos en la ornamentación
completamente originales y propios del arte arábigo, los que, aun cuando
guardan alguna remota idea de los bizantinos, ya se han hecho más ricos y
elegantes; artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías combinadas de
cierto modo, que les da alguna semejanza con las tracerías del estilo ojival; uso
casi general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de infinitos colores
y formas, adornando las zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución
en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas, propias de la
ornamentación de otros estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo,
las que, revelándose sobre fondos de ataurique y combinándose entre sí,
forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres que, unidos a
la delicadeza y perfección con que están ejecutados todos los detalles, dan a
conocer este período a primera vista.
La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así,
una fisonomía propia.
Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en sus obras, por el
abandono de aquella prodigalidad de ornamentación que caracterizó a esta
arquitectura en su período de gloria, y por la adulteración de algunas de las
partes de que se compone.
El estilo ojival, que cada día adelantaba un paso más en la senda de la
perfección, comenzó a oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el cual, no
obstante, prolongó su existencia; aunque trabajosamente, hasta mediados del
siglo XVI, en el que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos géneros,
representantes genuinos, el uno de la religión cristiana y el otro de la islamita.
¡Es raro!
Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de
esos dramas sociales que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos
protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un papel en algunas
de sus escenas.
Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una
niña rubia, blanca y esbelta, que a tener una corona de flores en lugar del
legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues de su
falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.
Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.
De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que
ocupaba la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de su
cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada pronunciación se
notaba un leve acento extranjero, a pesar de que su aire y su tipo eran tan
españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.
Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y
que parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su
taza de té, completaba el grupo de las personas más próximas a la chimenea,
al calor de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un
cuento, pero no lo es: de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas
veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para
el que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.

I

Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos
hombres en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el
cariño que no pueden depositar en nadie.
Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los
detalles de su niñez; sólo puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se
oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro: -¡Ya pasó aquello!
Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas.
¿Era ésta la explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho que
no.
Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de
calumniarle, la verdad es que el mundo para los pobres, y para cierta clase de
pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho menos. Andrés era, como suele
decirse, de los que se levantan la mayor parte de los días con veinticuatro
horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál sería el estado de un alma toda
idealismo, toda amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de buscarse el
pan nuestro cotidiano.
No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho,
con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:
-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con toda mi alma! ¡Una mujer, un
caballo, un perro siquiera!
Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en
que satisfacer su hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto de que en
sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril donde habitaba, a los mezquinos
muebles que le servían hasta a la patrona, que era su genio del mal.
No hay que extrañarlo; Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén
fue tal el hambre, que las madres se comieron a sus hijos.
Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche
de aquel día, cuando se retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó
una especie de lamentos, como lloros de una criatura recién nacida. No bien
hubo dado algunos pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando
exclamó deteniéndose:
-Diantre, ¿qué es esto?
Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a
chillar y a quejarse. Era uno de esos perrillos que arrojan a la basura de
pequeñuelos.
-La Providencia lo ha puesto en mi camino -dijo para sí Andrés,
recogiéndole y abrigándole con el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.
-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo.- No
nos faltaba más que ese nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted
donde lo encontró, o mañana busca donde acomodarse con él.
Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses
salió de otras doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y
otros mil que es imposible detallar, los compensaban con usura la inteligencia y
el cariño del perro; con el cual se distraía como con una persona en sus
eternas horas de soledad y fastidio. Juntos comían, juntos descansaban y
juntos daban la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino de los
Carabancheles.
Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o
estorbaban los perros, estaban vedados para nuestro héroe, que exclamaba
algunas veces con toda la efusión de su alma y como correspondiendo a las
caricias del suyo:
-¡Animalito! no le falta más que hablar.

II

Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo
de posición, y viéndose con algún dinero, dijo:
-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho;
los hombres como yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y
hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la cara... Si pudiera comprar un
caballo. ¡Un caballo! No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo había
de querer mi perro, cómo se divertirían el uno con el otro y yo con los dos!
Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose
maquinalmente al corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir a
la lidia.
No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a
verlos. Yo de mí puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el
protagonista de esta historia, he tenido algunas veces ganas de comprarlos
todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos.
Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al
encontrarse en aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y
la crin sucia y descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si
presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro de
breves horas, a la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos,
buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y
dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que
olfateaban con horror.
Y todos aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas
manos aristócratas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas
los habrían alentado en su carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos
por acullá, y por último, la muerte, la muerte con una agonía horrible,
acompañada de chanzonetas y silbidos!
-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el
fondo de su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la
lengua y expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud
del hombre es algunas veces inconcebible.
De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los
picadores, que juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los
caballos, dando con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía
del todo despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener alguna enfermedad
de muerte.
Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero ¿y
mantenerlo? El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir;
nuestro joven vaciló un instante y le detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en
menos de un cuarto de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó al
asentista, ajustó el caballo y se quedó con él.
Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.
Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar
loco.
-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.
-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.
El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -exclamó al fin su dueño-: démosle
de comer lo que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no
era viejo, y comenzó a engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus
caprichos y que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste: -Así no
me lo pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos acostumbrando
mutuamente a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de tal modo, que
Andrés sabía cuando el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y
a éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape,
rápido como un huracán.
Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su
nuevo camarada, que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto,
cuando se perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los
Carabancheles, y su perro le acompañaba, saltando y se adelantaba para
tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle. Andrés se creía el
más feliz de los hombres.

III

Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.
Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un
árbol y se recostó a su sombra.
168
Era un día de primavera, luminoso y azul, de esos en que se respira con
voluptuosidad una atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en
las ráfagas del aire como armonías lejanas, en que los limpios horizontes se
dibujan con líneas de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes de no se
qué, átomos que semejan formas transparentes que nos siguen, nos rodean y
nos embriagan a un tiempo de tristeza y de felicidad.
-Yo quiero mucho a estos dos seres -exclamó Andrés después de
sentarse, mientras acariciaba a su perro con una mano y con la otra le daba a
su caballo un puñado de yerbas-, mucho; pero todavía hay un hueco en mi
corazón que no se ha llenado nunca; todavía me queda por emplear un cariño
más grande, más santo, más puro. Decididamente necesito una mujer.
En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro
en la cabeza.
Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió agua. La muchacha se
detuvo para ofrecérsela, y lo hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven
comprendió perfectamente uno de los más patriarcales episodios de la Biblia.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que hubo bebido.
-Plácida.
-¿Y en qué te ocupas?
-Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus
opiniones políticas. Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una
aldea, donde lo pasamos bien mal, con una pensión de tres reales por todo
recurso. Mi madre está enferma y yo tengo que hacerlo todo.
-¿Y cómo no te has casado?
-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy
delicada, muy señorita.
La muchacha se alejó después de despedirse.
Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la
perdió de vista, dijo con la satisfacción del que resuelve un problema:
-Esa mujer me conviene.
Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió a la aldea. Pronto
hizo conocimiento con la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de
la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta se quedó huérfana, se casó
enamorado de su mujer, que es una de las mayores felicidades de este mundo.
Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más
pintorescos de su país, fue obra de algunos días.
Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que
restregarse los ojos: creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el
pobre Andrés.

IV

Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando
una noche creyó observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde
sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la cerradura de una puerta del
jardín.
-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar al pueblo más cercano,
donde había una pareja de guardias civiles.
-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.
-Al pueblo.
-¿A qué?
-A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la
quinta.
Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso,
prosiguió:
-Me marcho a pie, porque el camino es corto. ¡Adiós!, hasta la tarde.
Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra,
vio a su caballo, y acariciándolo le dijo:
-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás, que ayer te di un mate como
para ti solo.
El caballo, que acostumbraba a salir todos los días con su dueño,
relinchó tristemente al sentirle alejarse.
Cuando Andrés se disponía a abandonar la quinta, su perro comenzó a
hacerle fiestas.
-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole como si lo entendiese-:
cuando vas al pueblo, ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor
día del año te van a dar tal golpe, que no te quedan ánimos de volver por otro...
No abrirle hasta que yo me marche -prosiguió dirigiéndose a un criado, y cerró
la puerta para que no le siguiese.
Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos
aullidos del perro.
Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el
alcalde charlando de diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las
inmediaciones, extrañó bastante que no saliese el perro a recibirle, el perro que
otras veces, como si lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silba...,
¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué diantres será esto! -exclama
con inquietud, y se dirige al caserío.
Llega a él, entra en el patio; lo primero que se ofrece a su vista es el
perro tendido en un charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos
pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de
sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido y
que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.
Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos,
hace un inútil esfuerzo para levantarse, menea débilmente la cola, lame la
mano que lo acaricia y muere.
-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -exclama entonces con voz sorda y
ahogada por la emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo
sujetaba a él.
Sale de allí como un loco: llama a su mujer, nadie responde; a sus
criados, tampoco; recorre toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale de
nuevo al camino, ve las señales del casco de su caballo, del suyo, no le cabe
duda, porque él conoce o cree conocer hasta las huellas de su animal favorito.
-Todo lo comprendo -dice como iluminado por una idea repentina-; los
ladrones se han aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y se
llevan a mi mujer para exigirme por su rescate una gran suma de dinero.
¡Dinero!, mi sangre, la salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! -exclama
volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado, siguiendo la
dirección de las pisadas. Y corrió, corrió sin descansar un instante en pos de
aquellas señales, una hora, dos, tres.
-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo- a un hombre a caballo con
una mujer a la grupa?
-Sí -le respondían.
-¿Por dónde van?
-Por allí.
Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía corriendo.
La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta siempre encontraba
la misma respuesta; y corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y junto a
la entrada, al pie de una cruz que señalaba el punto en que se dividía en dos el
camino, vio un grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que contemplaban
con curiosidad una cosa que él no podía distinguir.
Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del
grupo:
-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por más señas, el caballo que la
conducía, que cayó aquí reventado de correr.
Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban, y ve en efecto
su caballo, su querido caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a
desollar para aprevecharse de la piel. No pudo apenas resistir la emoción;
pero, reponiéndose enseguida, volvió a asaltarle la idea de su esposa.
-Y decidme -exclamó precipitadamente-, ¿cómo no prestasteis ayuda a
aquella mujer desgraciada?
-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del corro -; como que yo les he
vendido otra caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que
al parecer les importa.
-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada; ese hombre es un
bandido que, sin hacer caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no se
adónde.
Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose, de
compasión.
-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? -prosiguió con
sorna su interlocutor-. ¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco:
«Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no me veré tranquila hasta que los
pierda de vista para siempre».
Andrés lo comprendió todo; una nube de sangre pasó por delante de sus
ojos, de los que no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un
cadáver.
Estaba loco; a los pocos días, muerto.
Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si
pudiera hacerse la disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se
explicarían!
-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó el joven, que proseguía
jugando con los dijes de su reloj, al concluir mi historia.
Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con
cierto aire de profundidad: -¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las
últimas carreras, tropezó mi Herminia, mató al jochey y se quebró una pierna;
la desgracia de aquel animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente,
no tanto..., no tanto.
Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz
armoniosa y ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.

Las hojas secas

El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi
cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento
frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas a mis pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven
menos de los que van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa.
Mi alma temblaba a punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y
agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo. Hay momentos en que,
merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le rodea, y
replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos
fenómenos de la vida interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se
confunde con los elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo de ser
y traduce su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en
medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o menos, su
extraño diálogo:
-¿De dónde vienes, hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las
hojas secas nuestras compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?
-Yo he se guido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval
me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.
-¿Y adónde vas?
-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas
arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz
meciéndonos en el aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella
apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos
desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura,
bebiendo por todos los poros el aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las
retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y
transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que
creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para
vernos retratadas en la temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el
ritmo de las ondas!
-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a
nuestro alrededor.
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en
extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes a ...
-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a mi Medoro -dijo dándole un
beso en el hocico al enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-: pero si
se muriese o me lo mataran, no creo que me volvería loca ni cosa que lo valga.
Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían comprendido o
no querían comprenderme.
Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía
de ser algo más razonable.
-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.
-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado, quise a mi mujer, la
aprecio todavía, me parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico,
que por su publicidad exigía una reparación por mi parte, sobrevino un duelo,
tuve la fortuna de herir a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso
si los hay, con quien suelo tomar café algunas noches en la Iberia. Desde
entonces dejé de hacer vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar...
Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como dos amigos; y todo esto sin
violentarme, sin grandes emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después
de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi vida. ¡qué le he de decir a usted
de esas explosiones fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me
parece raro, muy raro!
Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le
hacía el amor repasaban juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los
pocos momentos, él mismo servía con una fruición deliciosa la tercera taza de
té.
Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho «¡es
raro!» exclamé yo para mí mismo..., «¡es natural!»
contarse los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les
consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.
-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima
de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas
sombras?
-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se
columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.
-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír
embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por
escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de
gozo al oírle, nos amanecía llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la
noche y que resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la
aurora!
-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el
bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de
aristas y de plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas
gotas de la lluvia en las tempestades de verano.
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos
rayos del sol.
-Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no
sospechábamos que se podría despertar.
-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en
que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra
ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos
amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria. Ella era joven, casi una
niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: -¿Por qué lloras? -Perdona este
involuntario sentimiento de egoísmo -le respondió ella enjugándose una
lágrima-; lloro por mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se corona de
rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes
y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la
vida es buena! -¿Y por qué no has de vivir? -insistió él estrechándole las
manos conmovido. -Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que
murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento
llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adónde? Yo lo oí y tú lo oíste, y
nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar
arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror
permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la
encantaba con sus quejas.
-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de
plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna
vacía de un niño muerto.
Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar
a los insectos oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en
nuestro seno sus asquerosas larvas.
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las
escarchas de la noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como
rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió
en áspero ruido, seco, desagradable y triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un
punto a otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía
reposar un instante en el profundo surco de un camino.
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi
larga peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada
distraída las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su
movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la
muerte.
-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa
reciente, sobre la que yo me detuve un momento!
-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos
este largo viaje?...
-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y
ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós,
hermana!
-¡Adiós!...
Silbó el aire, que había permanecido un momento callado, y las hojas se
levantaron en confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la
noche.
Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo
recordase, no encontraría palabras para decirlo.

La mujer de piedra
(Fragmento)

Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que puede vulgarizar
el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los pintaría
sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas que resbalan sin dejar huella por las
inteligencias de los hombres positivistas, como una gota de agua sobre un
tablero de mármol. En las ciudades que visito, busco las calles estrechas y
solitarias; en los edificios que recorro, los rincones oscuros y los ángulos de los
patios interiores, donde crece la yerba y la humedad enriquece con sus
manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me
causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir confusamente en el
fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara que arde
ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie sospeche su existencia;
hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y
excitante en la que se esconde entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume
el aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en todo ello algo de la
virginidad de los sentimientos y de las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia, y sólo
teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.

I

Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de
cierta antigua población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya
fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados por la mano de dos
centurias, habían escrito una de las páginas más originales de la arquitectura
española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas,
contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero
del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y
características de aquel siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico en
leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían
interpolados con un desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta
inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románticas incluidas en lienzos
de muros, cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los pilares
acodillados, con sus basas angulosas y sus capiteles de espárrago, propios del
género gótico; trozos de molduras compuestas de adornos circulares
combinados geométricamente, que se interrumpían a veces para dejar espacio
a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco apuntado,
enriquecida de figuritas más airosas y altas y adornada de vidrios de colores. A
donde quiera que se fijaban los ojos, podían observarse detalles delicados de
los dos géneros a que pertenecía el edificio, y muestras de la feliz alianza con
que la generación posterior supo, imprimiéndole su sello especial, conservar
algo de la fisonomía y espíritu severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo
monumento.
Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado
atentamente la fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico,
con la cuadrada torre bizantina y las puntas de las agudas flechas ojivales que
coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas
alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros que, ora se presentaban en
lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables
casuquillas adosadas a los sillares, para asomar más a lo lejos sus dentelladas
crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta
minuciosa inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado por
debajo de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta unía la iglesia a un
antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una pequeña plaza de forma
irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un
palacio en ruinas, y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un
convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella
plazoleta sin salida, parte de la vetusta muralla romana de la población y el
ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de
formas, y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan
gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles
artífices de aquella época, en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita
ligereza con que se teje un encaje.
Por grande que sea la impresión que me causa un objeto expuesto de
continuo a la mirada del vulgo, parece como que la debilita la idea de que tengo
que compartirla con otros muchos. Por el contrario, cuando descubro un detalle
o un accidente que creo ha pasado hasta entonces inadvertido, encuentro
cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo a solas, en creer que únicamente
para mí existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su delicado perfume
de virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso
cubierto de menuda yerba indicaba bien a las claras su soledad continua, el
cubo de piedra flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de
granito, que constituían el ábside o parte posterior del magnífico templo,
experimenté una sensación profunda, semejante a la del avaro que,
removiendo la tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.
Y en efecto, para un entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de
líneas elegantes y airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas de
delicadas tracerías, por entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los
vidrios de color enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones
heráldicos, junto con las grandes masas de sombras y luz que ofrecían los
pilares al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban los
muros con sus anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera
maravilla.
Largo rato estuve contemplando otra obra tan magnífica; recorriendo con
los ojos todos sus delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el
sentido simbólico de las figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que
se ocultaban o parecían alternativamente entre los calados festones de las
molduras. Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había
coronado el muro para dar salida a las aguas por las fauces de un grifo, de una
sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de murciélago y
garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y magníficas
cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en grandes paños,
simétricamente plegados; custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas
de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al unirse y
retorcerse entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas
pertenecían a la mejor época del arte ojival, ofreciendo en sus contornos
generales, en la expresión de sus rostros y en la profusión y acentuada
plegadura de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso amor establecido por
los ignorados escultores, que siguiendo una tradición que arranca de las logias
germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda Europa.
Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas,
patriarcas y apóstoles llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas
formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía, la atención y el estudio
del que los contemplaban; pero entre todas estas figuras una fue la que logró
conmoverme con una impresión parecida a la que al descubrirlo me produjo el
ábside de la iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo el interés de
aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más
bella parte del monumento; como pedestal de una estatua o marco de una
pintura, del que podía decirse era la pudorosa flor que escondida entre las
hojas, perfumaba de misterio y poesía aquella selva petrificada y apocalíptica
en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los cardos
puntiagudos, pululaban millares de criaturas deformes; sierpes, trasgos y
dragones reptiles, con alas monstruosas e inmensas.
Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón
solitario, del color y de las formas que armoniosamente combinados formaban
un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar con la palabra una idea de
ella, ni mucho menos reducir a términos comprensibles la impresión que me
produjo.
Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazados de hojas
y sostenido por la deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con
espantosas contorsiones bajo el peso del sillar, se levantaba una figura de
mujer esbelta y airosa. El dosel de granito que cobijaba su cabeza, trasunto en
miniatura de una de esas torres agudas y en forma de linterna que sobresalen
majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra su frente; una
toca plegada recogía sus cabellos, de los cuales se escapaban dos trenzas,
que bajaban ondulando desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar
como en un marco el perfecto óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente
entornados, parecía arder una luz que se transparentaba al través del granito;
su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro de un encanto suave,
que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía, agitando allí
sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras
de deseos indefinibles.
El sol, que doraba las agudas flechas de los arbotantes, arrojaba sobre
el templo el dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el
ennegrecido y roto blasón de la casa solariega, que cerraba uno de los
costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse detrás de una masa de
edificios cercanos; las sombras tendidas antes por el suelo y que
insensiblemente se habían ido alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo
lienzo subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta
azulada y ligera; la silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro
cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su espalda limpio y transparente,
como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de los
antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura comenzaban a
confundirse; los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las
figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como fantasmas sin
consistencias, envueltas en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los
monumentales doseles.
Inmóvil, absortó en una contemplación muda, permanecía yo aún con los
ojos fijos en la figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi
imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame a veces que su
contorno se destacaba entre la oscuridad; que notaba en toda ella como una
imperceptible oscilación; que de un momento a otro iba a moverse y adelantar
el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido, al borde
de la repisa. Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche
sin luna, sin más que una confusa claridad de las estrellas, que apenas
bastaba a destacar unas de otras las grandes masas de construcción que
cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no obstante, distinguir aún la imagen
de la mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que veía de una manera
muy confusa era el reflejo de aquella visión, conservada por la fantasía, porque
cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las
espesas sombras de las torcidas calles que conducían a mi alojamiento.

II

Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en
aquella población, aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo fijo
por sus calles, nunca tropecé con aquella iglesia y aquella plaza, y desde la
tarde en que las descubrí, todos los días, cualquiera que fuese el camino que
emprendiera, siempre iba a dar aquel sitio, es lo que yo no podré explicar
nunca, como nunca pude darme razón, cuando muchacho, del por qué para ir a
cualquier punto de la ciudad donde nací era preciso pasar antes por la casa de
mi novia. Pero ello era que unas veces de propósito hecho, otras por
casualidad, ya porque a las mañanas se tomaba bien el sol contra la tapia del
convento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso y frío se sentía allí
menos el embate del aire, iba allí a todas horas, y me encontraba frente al
ábside de la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas al pie del arco
de la antigua casa solariega, y con los ojos clavados en aquella figura que
parecía atraerme con una fuerza irresistible.
Más de una vez, deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté
copiarla. Tantas como lo intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la
torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto contorno de aquella figura.
Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas griegas,
irreprochables de forma, pero debajo de cuya modelada superficie, cuando más
se ve palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la
fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y hermosa, que, sin tener la
idealidad de formas del antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real en
ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más alto grado el ideal del sentimiento
y la expresión. Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de anchos
pliegues el tronco para detenerse, quebrando las líneas, al tocar el pedestal,
los ojos entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones; y el largo
brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podía asegurarse, y al menos
este efecto producía, que debajo de aquel granito circulaba como un fluido sutil
un espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible, vida extraña, que no
he podido traslucir jamás en esas otras figuras humanas cuyas ropas agita el
aire al pasar, cuyas facciones se contraen o dilatan con una determinada
expresión y que, a pesar de todo, son únicamente, al tocar la meta de su
perfección posible, mármol que se mueve como un maravilloso autómata, sin
sentir ni pensar.
Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una
persona que había existido. Podían observarse en ella ciertos detalles
característicos que sólo se reproducen delante del natural o guardando un
vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen siempre algún punto de
contacto con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme hacia la que así en
lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte. El placer y el
dolor, la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas por las
reglas. La cabeza de aquella mujer rompía con todas las tradiciones: era
hermosa sin ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los que se observan
en un retrato de la mano de un maestro, el cual tiene tanta personalidad, por
decirlo así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se siente la verdad de
la semejanza. Cada mujer tiene su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los
labios toma formas infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de sello.
La hermosa mujer de piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo una
sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión, que enamorarse de aquel
gesto especial era enamorarse de aquella escultura, pues no sería posible
hallar otra perfectamente semejante. Con los ojos entornados y los labios
ligerísimamente entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable y que la luz
de su pura e interior alegría se revelaba por medio de reflejos imperceptibles,
como se acusa por la transparencia la luz que arde dentro de un vaso de
alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer? ¿Por qué capricho el escultor,
interrumpiendo la larga fila de graves personajes que rodeaban el ábside, había
colocado en el sitio más escondido, es verdad, aunque seguramente el más
misterioso de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que tenía algo de
ángel, pero que carecía de alas, que descubría en su rostro la dulzura y la
bondad de los bienaventurados, pero que no ostentaba sobre su cabeza el
nimbo celeste de los Santos y Apóstoles? ¿Sería acaso recuerdo de una
protectora del templo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la oscura
losa sepulcral, que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que
contribuyó con un rey leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla
mayor, a la sombra de un lucillo realzado de gótica crestería, había tenido
igualmente ocasión de examinar las tumbas con las estatuas yacentes de los
ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia, imprimiéndole
el carácter ojival. En ninguno de estos monumentos funerarios encontré un
blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se veía en la repisa de la estatua
del ábside. ¿Quién podría ser entonces?
Es muy común encontrar en las portadas de las catedrales, en los
capiteles de los claustros y en las entreojivas de la urna de los sepulcros
góticos multitud de figuras extrañas, y que no obstante se refieren sin duda a
personajes reales; indescifrable simbolismo de los escultores de aquella época,
con el cual escribían a la manera que los egipcios en sus obeliscos, sátiras,
tradiciones, páginas personales, caricaturas o fórmulas cabalísticas de alquimia
o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado a deletrear esos
libros de piedra, poco a poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y
accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el cual necesita mucho tiempo
y mucha tenacidad para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender una
a una de las letras de su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y
meditaciones, yo había llegado por aquella época a deletrear algo del oscuro
germanismo de los monumentos de la Edad Media; sabía buscar en el recodo
más sombrío de los pilares acodillados del sillar que contenía la marca
masónica de los constructores; calculaba con acierto el machón o la parte del
muro que gravitaba sobre el arca de plomo, o la piedra redonda en que se
grababan con el nombre de secta del maestro, su escuadra, el martillo y la
simbólica estrella de cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el ibis
de los Faraones. Una parábola, aun abajo en el segundo velo, una alusión
histórica o un rasgo de las costumbres, aunque ataviadas con el disfraz
místico, no podían pasar inadvertidos a mis ojos si los hacía objeto de
inspección minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra del misterio,
sumando y restando la entidad de aquella figura con las que la rodeaban; por
más que trataba de encontrar una relación entre ella y las creaciones de los
capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico, y combinaba el todo con la
idea del diablo que abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la repisa,
nunca veía claro, nunca me era posible explicarme el verdadero objeto, el
sentido oculto, la idea particular que movió al autor de la imagen para
modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario sello de realismo.
Cierto que algunas veces creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que
había de conducirme seguro a través del dédalo de confusas ideas de mi
fantasía, y por un momento se me figuraba encontrar y ver palpable la
escondida relación de los versos sueltos de aquel maravilloso poema de
piedra, en el cual se presentaba en primer término y rodeada de ángeles y
monstruos, de santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la desconocida
dama, como Beatriz en la divina y terrible trilogía del genio florentino; pero
también es verdad que, después de vislumbrar todo un mundo de misterios
como iluminado por la breve luz de un relámpago, volvía a sumergirme en
nuevas dudas y más profunda oscuridad. Entregado a estas ideas, pasaba días
enteros.

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