CLIVE BARKER
LIBROS SANGRIENTOS
Los muertos tienen autopistas
El tren de la carne de medianoche
El geniecillo y Jack
El blues de la sangre de cerdo
Sexo, muerte y brillo de estrellas
En las colinas, las ciudades
LOS MUERTOS TIENEN AUTOPISTAS
Discurren –vías infalibles de trenes fantasmas, de vagones de sueños– a través del erial que está más allá de nuestras vidas, acarreando un tráfico sin fin de almas que han muerto. Puede oírse su traqueteo y zumbido en los lugares quebrados del mundo, a través de grietas abiertas por actos de crueldad, violencia y depravación. Su cargamento –los muertos errantes– puede entreverse cuando el corazón está a punto de estallar y se vuelvan claramente visibles visiones que deberían permanecer ocultas.
Estas autopistas tienen señales indicadoras, y puentes, y zonas de aparcamiento. Tienen peajes e intersecciones.
En estas intersecciones, donde las masas de muertos se mezclan y cruzan, es más probable que esta autopista prohibida irrumpa en nuestro mundo. El tráfico es intenso en los cruces y las voces de los muertos alcanzan su mayor estridencia. Aquí las barreras que separan una realidad de la siguiente las desgasta el paso de innumerables pies.
Una intersección parecida a la autopista de los muertos se encontraba en el número 65 de la plaza Tollington. Tan sólo una casa independiente, con la fachada de ladrillos, imitación del estilo georgiano, el número 65 no destacaba por nada más. Era una casa vieja, anodina, olvidable, despojada de la grandeza barata a la que una vez aspiró, y que había permanecido vacía durante una década o tal vez más.
No era la humedad lo que mantenía alejados a los inquilinos del número 65. No era la podredumbre de los sótanos, o el hundimiento que había abierto en la fachada de la casa una grieta que iba desde el umbral hasta los aleros; era el ruido de sus huéspedes. En el piso de arriba el estrépito de ese trajín no cesaba nunca. Rajaba el yeso de las paredes y cuarteaba las vigas. Hacía temblar las ventanas. También hacia temblar la mente. El número 65 de la plaza Tollington era una casa encantada, y nadie podía ser el propietario mucho tiempo sin conocer la locura.
En algún momento de su historia se había cometido un horror en ella. Nadie sabía cuándo o cuál. Pero incluso al observador no experimentado le resultaba inconfundible la atmósfera opresiva de la casa, especialmente del piso de arriba. Había un recuerdo y una promesa de sangre en la atmósfera del número 65, un aroma que flotaba en los recodos y revolvía el estómago más resistente. Los bichos, los pájaros, hasta las moscas rehuían el edificio y sus alrededores. Ninguna cochinilla se arrastraba por la cocina, ningún estornino había construido su nido en el ático. Fuera cual fuese el acto violento cometido allí, había hendido la casa con la misma firmeza con que un cuchillo rasga la tripa de un pez; y por ese corte, esa herida en el mundo, los muertos se asomaban y tomaban la palabra.
Eso se decía, en cualquier caso...
Era la tercera semana de investigaciones en la plaza Tollington, 65. Tres semanas de éxito sin precedentes en el reino de lo paranormal. Utilizando como médium a un recién llegado al oficio, un hombre de veinte años llamado Simon Mc Neal, el departamento de Parapsicología de la Universidad de Essex había recogido pruebas casi indiscutibles de vida después de la muerte.
En la habitación superior de la casa, un pasillo claustrofóbico de una habitación, el joven Mc Neal había conjurado aparentemente a los muertos, que ante su demanda habían dejado pruebas abundantes de su visita, escribiendo con centenares de manos diferentes sobre las paredes ocre pálido. Escribían, al parecer, lo primero que se les ocurría. Sus nombres, naturalmente, y sus fechas de nacimiento y de muerte. Retazos de recuerdos y buenos deseos para sus descendientes vivos, extrañas frases elípticas que insinuaban sus tormentos actuales y añoraban sus alegrías pasadas. Algunos de los trazos eran recios y feos, otros, delicados y femeninos. Había dibujos obscenos y chistes a medio acabar, junto a versos de poesía romántica. Una rosa mal dibujada. Un juego de tres en raya. Una lista de compras.
Los famosos habían visitado este muro de las lamentaciones –ahí estaban Mussolini, Lennon y Janis Joplin– y también los don nadies, gente olvidada, habían firmado al lado de los grandes. Era una lista de muertos, y crecía día a día, como si la palabra se extendiera entre las tribus perdidas y las sedujera para que rompieran el silencio y sellaran esa habitación desnuda con su presencia sagrada.
Después de trabajar toda su vida en el campo de la investigación psíquica, la doctora Florescu estaba acostumbrada a los desengaños del fracaso. Casi le había resultado cómodo hacerse a la idea de que no volvería a haber pruebas. Y ahora, al verse ante un éxito súbito y espectacular, se sintió al mismo tiempo satisfecha y confusa.
Se sentó, como se había sentado durante tres increíbles semanas, en el salón del piso de en medio, un tramo de escalera por debajo del despacho, y escuchó el clamor de ruidos procedente de arriba con una especie de temor reverente, osando apenas creer que se le permitiera presenciar ese milagro. Antes habían oído mordisqueos, aterradores indicios de voces de otro mundo, pero ésta era la primera vez que esa región había insistido en ser escuchada.
Arriba cesaron los ruidos.
Mary miró su reloj: eran las seis y diecisiete de la tarde.
Por alguna razón que los visitantes conocían mejor, el contacto no se prolongaba demasiado después de las seis. Ella solía esperar hasta la media y luego se iba. ¿Qué ocurriría hoy? ¿Quién habría venido a ese sórdido cuchitril y dejado su huella?
–¿Preparo las cámaras? –preguntó Reg Fuller, su ayudante.
–Por favor –murmuró, distraída por la espera.
–¿Te imaginas qué pasará hoy?
–Le concederemos diez minutos.
–De acuerdo.
Arriba, Mc Neal se había desplomado en una esquina de la habitación y observaba el sol de otoño a través de la pequeña ventana. Se sintió un poco encerrado, solo en ese maldito lugar, pero no por ello dejó de sonreírse con esa sonrisa triste, beatífica, que deshacía hasta el corazón más académico. En especial, el de la doctora Florescu: sí, la mujer estaba locamente enamorada de su sonrisa, sus ojos, la mirada perdida que ponía para ella...
Era un juego magnífico.
Efectivamente, al principio no fue más que eso: un juego. Ahora Simon sabía que estaban en juego premios más importantes; lo que había empezado como una especie de ensayo de detección de mentiras se había convertido en una contienda muy seria: Mc Neal contra la Verdad. La verdad era sencilla: era un tramposo. Escribía todos esos «mensajes de fantasmas» en la pared con pequeñas tiras de plomo que ocultaba bajo su lengua: daba portazos, golpetazos y chillidos sin más motivo que la pura travesura: y los nombres desconocidos que escribía –se reía al pensarlo– eran los que encontraba en los listines telefónicos.
Sí, era ciertamente un juego magnífico.
Ella le había prometido tanto... Lo tentó con la fama, alentando todas las mentiras que inventaba. Promesas de riqueza, de apariciones en programas de televisión, de una adulación que nunca había conocido antes. Siempre que creara los fantasmas.
Sonrió de nuevo con aquella sonrisa. Ella lo llamaba su Intermediario: un inocente transportista de mensajes. Estaría pronto arriba de las escaleras con los ojos sobre su cuerpo y la voz de él a punto de romperse por la excitación patética que sentiría ella ante una nueva sarta de palabras garabateadas y absurdas.
Le gustaba que ella mirara su desnudez, o casi desnudez. Efectuaba todas sus sesiones vestido sólo con unos calzoncillos para impedir cualquier ayuda oculta. Una precaución ridícula. Todo lo que necesitaba eran los plomos debajo de la lengua y la suficiente energía para agitarse durante media hora, bramando a voz en grito.
Estaba sudando. El canal de su esternón estaba empapado de sudor y tenía el cabello pegado a la pálida frente. El trabajo de hoy había sido duro: estaba deseando salir de la habitación, lavarse con agua y dejarse admirar un rato. El Intermediario llevó su mano a los calzoncillos y jugueteó, distraído. En alguna parte de la habitación estaba encerrada una mosca, o tal vez varias. La estación estaba demasiado avanzada para que hubiera moscas, pero las podía oír cerca, en alguna parte. Zumbaban y pasaban rozando la ventana, o alrededor de la bombilla. Oía sus pequeñas voces de mosca pero no le extrañaban, absorto como estaba pensando en el juego o en el simple placer de acariciarse.
Cómo zumbaban las voces de esos insectos inofensivos, zumbaban y cantaban y se lamentaban. ¡Cómo se lamentaban!
Mary Florescu tabaleó la mesa con sus dedos. Su anillo de casada estaba suelto, lo notaba moverse al ritmo de su tamborileo. Unas veces estaba apretado y otras suelto: uno de esos pequeños misterios que nunca había analizado debidamente, sencillamente, lo aceptaba. De hecho hoy estaba muy suelto: casi a punto de caerse. Pensó en la cara de Alan. En la querida cara de Alan. Pensó en ella a través de un agujero hecho en su anillo de casada, como del otro lado de un túnel. ¿Se había parecido a eso su muerte: fue arrastrado cada vez más lejos por un túnel hacia las tinieblas? Se caló más firmemente el anillo. Con las yemas del índice y el pulgar creía apreciar el sabor agrio del metal al tocarlo. Era una sensación curiosa, una ilusión indefinible.
Para disipar la amargura pensó en el muchacho. Su cara se le hacia presente con facilidad, con mucha facilidad, irrumpiendo en su conciencia con aquella sonrisa y aquel físico corriente, aún no viril. Era realmente como una chica, con su redondez, la dulce claridad de su piel, la inocencia.
Sus dedos todavía estaban posados sobre el anillo, y la amargura que había experimentado creció. Miró hacia arriba. Fuller estaba organizando el equipo. Alrededor de su calva cabeza brillaba y zigzagueaba una aureola de luz verde pálido.
De repente se sintió mareada.
Fuller no vio ni oyó nada. Su mente estaba inmersa en los preparativos, absorta. Mary se quedó mirándolo, observando el halo que tenía a su alrededor, sintiendo nuevas sensaciones despertarse en ella, correr por su interior. El aire pareció súbitamente vivo: las moléculas de oxigeno, hidrógeno y nitrógeno se apretaban contra ella en un abrazo intimo. La aureola crecía alrededor de la cabeza de Fuller, encontrando un brillo homólogo en cada objeto de la habitación. La sensación antinatural de sus yemas también crecía. Podía ver el color de su aliento al exhalarlo: era como un resplandor naranja rosado en el aire burbujeante. Podía oír con toda claridad la voz de la mesa de despacho en que estaba sentada: el sordo quejido de su sólida presencia.
El mundo se estaba resquebrajando: llevaba sus sentidos al éxtasis y, al halagarlos, provocaba una tremenda confusión de sus funciones. Era capaz, de repente, de comprender el mundo como un sistema, no político o religioso, sino como un sistema de los sentidos, un sistema que abarcaba desde la carne viva a la madera inerte de la mesa de despacho, al oro rancio de su anillo de bodas.
Y que iba más lejos. Más allá de la madera, más allá del oro. Se había abierto la grieta que conducía a la autopista. Oyó voces dentro de su cabeza que no procedían de ninguna boca viviente.
Miró hacia arriba, o más bien una fuerza le empujó violentamente la cabeza hacia atrás y se encontró mirando el techo. Estaba lleno de gusanos. No. ¡Era absurdo! Y sin embargo parecía estar vivo, hormigueando de vida, vibrando, bailando.
Podía ver al muchacho a través del techo. Estaba sentado en el suelo, con el miembro prominente en la mano. Tenía la cabeza echada hacia atrás, como la suya. Estaba tan perdido en su éxtasis como ella. En su siguiente visión observó cómo la luz palpitante, dentro y alrededor del cuerpo de Simon, indicaba que la pasión se había asentado en sus entrañas y que su cabeza estaba deshecha por el placer.
Vio también otra cosa, la mentira en él, la ausencia de ese poder en el que ella pensó que había algo maravilloso. No tenía talento para comunicarse con los fantasmas ni lo había tenido nunca, lo comprendió claramente. Era un pequeño mentiroso, un niño mentiroso, un dulce, blanco mentiroso, sin compasión o sabiduría para comprender lo que se había atrevido a hacer.
Ahora ya estaba hecho. Se habían contado las mentiras, hecho las trampas, y la gente de la autopista, hartos más allá de la muerte de que se burlaran de ellos y los desvirtuaran, zumbaban en la grieta de la pared, exigiendo satisfacción.
Esa grieta que ella había abierto: en la que ella había metido los dedos y hurgado sin saberlo, abriéndola poco a poco. Su deseo del muchacho lo había conseguido: el que no dejara de pensar en él, su frustración, su acaloramiento –y su disgusto ante ese acaloramiento– habían agrandado la grieta. Entre los poderes que hacían manifestarse al sistema, el amor y su compañera, la pasión, y la compañera de ambos, la pérdida, eran los más fuertes. Y ahí estaba ella, como un encarnamiento de los tres. Queriendo, deseando y dándose cuenta cabal de la imposibilidad de conseguir ambas cosas. Llena de angustia por los sentimientos que se había negado a sí misma, creyendo que sólo quería al muchacho como Intermediario.
¡No era cierto! ¡No era cierto! Lo deseaba, lo deseaba ahora, quería sentirlo dentro de ella. Sólo que ahora era demasiado tarde. No se podía aplazar el tráfico por más tiempo: exigía, sí, exigía tener acceso al pequeño embustero.
Era incapaz de evitarlo. Todo lo que pudo hacer fue emitir un débil grito de horror al ver abrirse ante ella la autopista, y comprendió que la intersección en la que se encontraban no era corriente.
Fuller oyó el ruido.
–¿Doctor?
Levantó su mirada de los preparativos y su cara –teñida de una luz azul que ella podía ver con el rabillo del ojo– adoptó una expresión interrogativa.
–¿Dijo usted algo? –preguntó.
Pensó con un retortijón de estómago cómo tenía que acabar todo aquello.
Las caras etéreas de los fantasmas se dibujaban con claridad ante ella. Podía ver la profundidad de sus sufrimientos y entender que su dolor se hiciera oír.
Comprendió claramente que las autopistas que se cruzaban en la plaza Tollington no eran vulgares calles. No estaba contemplando el tráfico alegre y despreocupado de los muertos ordinarios. No, esta casa daba a un camino sólo hollado por las víctimas y los perpetradores de violencias. Los hombres, mujeres y niños que habían muerto soportando todo tipo de dolores nerviosos tuvieron la agudeza de reunirse, con las circunstancias de sus muertes grabadas en sus espíritus. Elocuentes sin palabras, sus ojos narraban sus angustias, sus cuerpos fantasmales aún llevaban las heridas que los habían matado. También podía ver, mezclados libremente con los inocentes, a sus asesinos y torturadores. Estos monstruos frenéticos, enloquecidos mensajeros sangrientos, miraban el mundo a hurtadillas: criaturas sin par, inefables, milagros olvidados de nuestra especie, parloteaban y aullaban su algarabía.
El muchacho que estaba encima de ella se dio cuenta de su presencia. Lo vio moverse un poco por la habitación silenciosa, sabiendo que las voces que oía no eran voces de moscas, que los lamentos no eran lamentos de insecto. Comprendió de repente que había vivido en un pequeño rincón del mundo y que el resto, los mundos tercero, cuarto y quinto, lo acosaban, hambrientos e irrevocables, mientras estaba tumbado. La visión de su pánico fue también para ella un sabor y un olor. Sí, gozó de él como siempre había deseado, pero no fue un beso lo que unió sus sentidos, sino su creciente pánico. La colmó: su empatía era absoluta. Los dos tenían la mirada espantada; sus secas gargantas emitieron con voz áspera la misma petición:
–Por favor...
Que el niño aprenda.
–Por favor...
Que reciba atenciones y regalos.
–Por favor...
Que hasta los muertos, ¡por supuesto!, que los muertos sepan y obedezcan.
–Por favor...
Esta vez no se concederían esos favores, lo sabía con seguridad. Estos fantasmas se habían sumido en una desesperación afligida durante una eternidad en la autopista, arrastrando las heridas por las que habían muerto y las locuras por las que habían asesinado. Habían soportado su levedad o insolencia, sus estupideces, las maquinaciones que habían trivializado sus sufrimientos. Querían decir la verdad.
Fuller, cuya cara flotaba ahora en un mar de luz naranja palpitante, la estaba observando más de cerca. Notó que le ponía las manos sobre la piel. Sabían a vinagre.
–¿Estás bien? –le preguntó, con un aliento de hierro.
Ella agitó la cabeza.
No, no estaba bien, nada estaba bien.
La grieta se abría por segundos: a través de ella podía ver otro cielo, el cielo pizarroso que encapotaba la autopista. Aplastaba la pequeña realidad de la casa.
–Por favor –dijo, dirigiendo sus ojos a la materia evanescente del techo.
Más profunda. Más profunda.
El frágil mundo que habitaba estaba tenso, a punto de romperse.
Súbitamente se rompió como un dique, y negras aguas irrumpieron inundando la habitación.
Fuller sabía que algo no iba bien (el miedo repentino se le reflejaba en el color de su aureola), pero no comprendía qué estaba pasando. Ella sintió erizarse su espina dorsal; podía ver cómo daba vueltas el cerebro del hombre.
–¿Qué está ocurriendo? –dijo.
Lo patético de su pregunta hizo sonreír a Mary.
Arriba se destrozó el aguamanil del despacho.
Fuller la dejó tal cual y corrió hacia la puerta. Al acercarse a ella empezó a traquetear y agitarse, como si todos los habitantes del infierno la estuvieran golpeando desde el otro lado. El pomo daba vueltas y vueltas y más vueltas. La pintura se llenó de ampollas. La llave brillaba, al rojo vivo.
Fuller miró de nuevo a la doctora, que todavía conservaba aquella grotesca postura, la cabeza atrás y los ojos como platos.
Fue a coger el pomo, pero la puerta se abrió antes de que pudiera tocarlo. El vestíbulo que se encontraba detrás también había desaparecido. Donde solía haber un interior familiar la perspectiva de la autopista se extendía hasta el horizonte. Esta visión mató instantáneamente a Fuller. Su mente no fue capaz de asimilar el panorama –no pudo controlar la sobrecarga que se acumuló en cada uno de sus nervios–. Su corazón se detuvo; una revolución trastornó el orden de su sistema; su vejiga falló, su intestino falló, sus miembros se contrajeron y se desplomó. Según caía al suelo, su cara empezó a cubrirse de ampollas, como la puerta, y su cadáver traqueteó como el pomo. Ya era materia inerte: tan apropiada para ese ultraje como la madera o el acero.
Su alma se unió a la autopista de los lacerados en alguna parte del Este, camino de la intersección donde había muerto un momento antes.
Mary Florescu supo que estaba sola. Por encima de ella, el maravilloso muchacho, su hermoso, tramposo niño se retorcía y chillaba mientras los muertos ponían sus manos vengadoras sobre la piel fresca. Ella sabía su intención: la podía ver en sus ojos –no había nada nuevo en ella–. Cada historia tenía en su tradición este tormento particular. Iba a ser utilizado para grabar sus testamentos. Iba a ser su página, el receptáculo de sus autobiografías. Un libro de sangre. Un libro hecho con sangre. Un libro escrito con sangre. Pensó en los libros mágicos que se habían fabricado con piel de hombre muerto: los había visto, los había tocado. Pensó en los tatuajes que había visto: algunos de ellos exhibían monstruos, otros los llevaban simples trabajadores descamisados en la calle, con un mensaje para sus madres grabado en la espalda. El hecho de escribir un libro de sangre no le era desconocido.
Pero hacerlo sobre una piel parecida, una piel tan reluciente, ¡Dios mío, ése era el crimen! Gritaba mientras los afilados trozos de cristal de la jarra rota lo torturaban, rebotaban en su carne, abriendo surcos en ella. Sentía los sufrimientos del muchacho en su propia carne, y no eran tan terribles...
Sin embargo, gritaba. Y luchaba, y lanzaba obscenidades a sus atacantes. Éstos no le hacían caso. Hormigueaban a su alrededor, sordos a cualquier súplica o ruego, y trabajaban sobre él con el entusiasmo de criaturas forzadas demasiado tiempo al silencio. Mary oyó cómo iban remitiendo los lamentos de Simon y luchó contra el peso del miedo sobre sus miembros. Por alguna razón sentía que debía subir a la habitación. No importaba qué hubiera detrás de la puerta o en la escalera; él la necesitaba y eso era suficiente.
Se levantó y notó cómo le caía el pelo en remolinos, desgranándose como la pelambrera de serpientes de la medusa Gorgona. Se dio cuenta de la situación: apenas podía ver el piso que había debajo de ella. Los tablones eran de madera fantasmal y por detrás de ellos se extendía ante su vista una tiniebla en ebullición que rugía. Miró a la puerta, sintiendo un continuo letargo muy difícil de combatir.
Estaba claro que no la querían allá arriba. «A lo mejor –pensó– me tienen un poco de miedo.» La idea le infundió resolución; ¿por qué se iban a molestar en intimidarla si su mera presencia, una vez abierta esa brecha en el mundo, no era una amenaza para ellos?
La puerta llena de ampollas estaba abierta. Detrás de ella la realidad de la casa había sucumbido por completo al caos estruendoso de la autopista. La atravesó concentrándose en la forma en que sus pies aún tocaban terreno sólido, aunque sus ojos ya no pudieran verlo. Por encima de ella, el cielo era azul prusia; la autopista, ancha y ventosa, y los muertos se apelotonaban a ambos lados. Se abrió camino entre ellos como a través de una masa de hombres vivos, mientras sus rostros boquiabiertos e idiotas la miraban maldiciendo su invasión.
El «por favor» había desaparecido. Ahora no decía nada; sólo rechinaba los dientes y fijaba los ojos en la autopista, avanzando a paso firme para encontrarse con la escalera que, lo sabía, se encontraba ahí. Tropezó al tocarla y se alzó un aullido de la multitud. No pudo distinguir si se reían de su torpeza o la advertían de que había ido demasiado lejos.
Primer escalón. Segundo. Tercero.
Aunque la atacaban por todas partes, estaba venciendo a la muchedumbre. Enfrente suyo podía ver a través de la puerta de la habitación donde su pequeño mentiroso estaba tumbado, rodeado de agresores. Los calzoncillos le colgaban de los tobillos: la escena se parecía a una especie de violación. Ya no gritaba, pero sus ojos estaban desorbitados a causa del dolor y del terror. Por lo menos todavía estaba vivo. Su joven cerebro, a pesar de su resistencia natural, había aceptado a medias el espectáculo que se había desencadenado ante él.
De pronto sacudió la cabeza y la miró directamente a través de la puerta. En esa parte del cuerpo había desarrollado un verdadero talento, una habilidad que era una fracción de la de Mary, pero suficiente para ponerle en contacto con ella. Sus miradas se encontraron. En un océano de oscuridad azul, rodeados por todas partes por una civilización que no comprendían ni conocían, sus corazones llenos de vida se encontraron y se unieron.
–Lo siento –dijo en silencio. Daba una lástima infinita–. Lo siento, lo siento. –Miró a otra parte, arrancó su mirada de la de ella.
Estaba segura de que tenía que estar en lo alto de la escalera, con los pies sobre el aire, por lo que le decían sus ojos, y las caras de los viajeros encima, debajo y a cada lado de ella. Pero podía ver, muy vagamente, el contorno de la puerta y los tablones y vigas de la habitación donde yacía Simon. Ya era una masa de sangre, de la cabeza a los pies. Podía ver las marcas, los jeroglíficos de la angustia en cada pulgada de su pecho, su cara, sus miembros. Por un momento pareció brillar en una especie de epicentro, y pudo verlo en la habitación vacía, con el sol en la ventana y la jarra rota a su lado. Entonces vacilaba su concentración y, en lugar de eso, veía al mundo invisible vuelto visible; él colgaba en el aire mientras le escribían por todas partes, arrancándole el pelo de la cabeza y el cuerpo para limpiar la página, escribían en sus axilas, en sus párpados, en sus genitales, en los pliegues de sus nalgas, en las plantas de sus pies.
Sólo las heridas coincidían en las dos visiones. Lo viera rodeado de torturadores o solo en la habitación, sangraba y sangraba.
Ya había llegado a la puerta. Alargó una mano temblorosa para tocar la sólida realidad del pomo, pero por mucho que se concentrara no podía conseguir que se volviera nítido; aunque fue suficiente que se fijara en una mera imagen fantasmal. Agarró el pomo, le dio la vuelta y abrió la puerta del despacho.
Ahí estaba, frente a ella. No los separaban más que dos o tres yardas de aire poseído. Sus ojos se volvieron a encontrar e intercambiaron una elocuente mirada, común al mundo de los vivos y de los muertos. Había compasión en esa mirada, y amor. Las ficciones desaparecieron, las mentiras quedaron reducidas a cenizas. En lugar de las sonrisas manipuladoras del chico había una auténtica dulzura, que tenía réplica en la cara de Mary.
Y los muertos, temerosos de esa mirada, apartaron la vista. Sus rostros se endurecieron, como si les estuvieran tensando la piel sobre los huesos, su carne se volvió negra como una magulladura, sus voces tristes ante la previsión de la derrota. Intentó tocarlo, pues ya no tenía que luchar contra las huestes de los muertos; se estaban cayendo de cada lado de su presa, como moscas muertas que se despegaron de una ventana.
Le tocó ligeramente la cara. Su caricia fue una bendición. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que cayeron por su mejilla desollada, mezclándose con la sangre.
Los muertos ya no tenían voz, ni siquiera boca. Estaban perdidos en la autopista; su maldad había sido contenida.
Plano a plano, la habitación empezó a restaurarse. Las planchas del suelo, todos los clavos, todos los tablones manchados, se hicieron visibles bajo su cuerpo sollozante. Reaparecieron las ventanas –y, fuera, la calle crepuscular repitió el eco del clamor de los niños–. La autopista había desaparecido por completo de la vista de los vivos. Los viajeros hablan vuelto la mirada hacia la oscuridad y se habían sumergido en el olvido, dejando sólo sus signos y talismanes en el mundo tangible. En mitad del rellano del número 65, sus pies, al pasar por la intersección, tropezaron casualmente con el cuerpo humeante y lleno de ampollas de Reg Fuller. Por fin, el alma de Fuller pasó entre la muchedumbre y echó una ojeada a la carne que había ocupado una vez, antes de que la multitud le empujara hacia el tribunal donde sería juzgado.
Arriba, en la habitación que se ensombrecía, Mary Florescu se arrodilló al lado del joven Mc Neal y acarició su cabeza pegajosa de sangre. No quería abandonar la casa en busca de ayuda hasta que estuviera segura de que los torturadores no volverían. Ya no había más ruido que el zumbido de un reactor buscando su camino por la estratosfera hacia la mañana. Hasta la respiración del muchacho era silenciosa y regular. Ningún halo de luz lo rodeaba. Todos los sentidos estaban indemnes. Vista. Oído. Tacto.
Tacto.
Lo tocó ahora como nunca se había atrevido a hacerlo antes, rozando ligerísimamente su cuerpo con las yemas, haciendo correr los dedos por su piel levantada como una mujer ciega que leyera Braille. Había palabras diminutas en cada milímetro de su cuerpo, escritas por una multitud de manos. Incluso a través de la sangre podía distinguir con cuánta meticulosidad lo habían desgarrado las palabras. Incluso podía leer, bajo la luz mortecina, alguna frase ocasional. Era una prueba que estaba más allá de toda duda, y deseó, ¡oh, Dios, cuánto lo deseó!, no haberla conseguido jamás. Y, sin embargo, después de esperarla toda una vida, ahí estaba: la revelación de una vida más allá de la carne, escrita sobre la propia carne.
El muchacho sobreviviría, eso estaba claro. La sangre ya se iba secando y la miríada de heridas sanaban. Después de todo, era sano y fuerte: no tendría ninguna lesión física grave. Su belleza había desaparecido para siempre, por supuesto. A partir de ahora sería, en el mejor de los casos, objeto de curiosidad y, en el peor, de repugnancia y horror. Pero lo protegería y, con el tiempo, él aprendería a conocerla y confiar en ella. Sus corazones estaban inextricablemente unidos.
Después de cierto tiempo, cuando las palabras de su cuerpo fueran costras y cicatrices, ella lo leería. Seguiría, con amor y paciencia infinitos, las historias que los muertos habían contado encima de él.
El cuento, escrito en su abdomen en un estilo agradable, fluido. El testimonio, impreso con exquisitez y elegancia, que cubría su rostro y su cráneo. La historia en su espalda, en su espinilla, en sus manos.
Las leería todas, las explicaría todas, hasta la última sílaba que reluciera y se deslizara bajo sus dedos adoradores, para que el mundo conociera las historias que cuentan los muertos.
Él era un Libro de Sangre, y ella su única traductora.
Al caer la oscuridad, abandonó la vigilia y lo guió, desnudo, hacia la noche reparadora.
He aquí, pues, las historias escritas en el Libro de Sangre. Léalas, si le gustan, y aprenda.
Son un mapa de esa oscura autopista que conduce más allá de la vida, a destinos desconocidos. Pocos deberán seguirla. Los más andarán pacíficamente por calles iluminadas, acompañados en su tránsito por rezos y caricias. Pero a unos pocos, los elegidos, les llegarán los horrores, brincando para llevárselos a la autopista de los condenados.
Así que lea. Lea y aprenda.
Después de todo, es bueno estar preparado para lo peor y sabio aprender a andar antes de perder el aliento.
EL TREN DE LA CARNE DE MEDIANOCHE
Leon Kaufman ya no era un recién llegado a la ciudad. El Palacio de los Placeres, como la había llamado siempre, en sus días de inocencia. Pero eso fue cuando vivía en Atlanta, y Nueva York todavía era una especie de tierra prometida, donde era posible cualquier cosa, todo.
Ahora había pasado tres meses y medio en la ciudad de sus sueños, y el Palacio de los Placeres le parecía menos placentero.
¿Sólo había transcurrido realmente una estación desde que se bajó en la parada de autobuses de Port Authority y miró por la calle 42 en dirección a la intersección de Broadway? Un tiempo muy corto para perder tantas ilusiones acumuladas.
Ahora se sentía avergonzado sólo de pensar en su ingenuidad. Se le ponía mala cara al recordar cómo se había parado y había declarado en voz alta: «Nueva York, te quiero».
¿Amor? Jamás.
Habla sido un enamoramiento como mucho.
Y ahora, después de sólo tres meses de vida con el objeto de su adoración, de pasar los días y noches en su presencia, éste había perdido su aureola de perfección.
Nueva York tan sólo era una ciudad.
La había visto despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse hombres asesinados de entre los dientes y suicidios de la maraña de su pelo. La había visto a altas horas de la noche, con sus sucios callejones cortejando sin pudor a la depravación. La había observado en las tardes abrasadoras, perezosa y fea, indiferente a las atrocidades que se cometían cada hora en sus ahogados pasadizos.
No era ningún Palacio de los Placeres.
Alimentaba la muerte, no el placer.
Siempre que se encontraba con alguien, éste huía violentamente; eran cosas de la vida. Casi resultaba elegante haber conocido a alguien que hubiera muerto de forma violenta. Era una prueba de que se vivía en esa ciudad.
Pero Kaufman había querido a Nueva York desde lejos durante casi veinte años. Había planeado su aventura amorosa a lo largo de casi toda su vida de adulto. No le era fácil, por lo tanto, sacarse la pasión de encima, como si nunca la hubiera sentido. Aún había ocasiones, muy temprano, antes de que empezaran a sonar las sirenas de la policía, o al atardecer, en que Manhattan era un milagro.
Por esos momentos, y en nombre de sus sueños, aún le concedía el favor de la duda, aunque se comportara peor que una dama. Ella no hacía sencilla esa indulgencia. En los pocos meses que Kaufman había pasado en Nueva York, sus calles se habían inundado con la sangre vertida.
En realidad, no tanto las propias calles como los túneles bajo esas calles.
«Matanza en el metro» era la expresión de moda del mes. Sólo en la semana anterior se había informado de tres asesinatos. Los cuerpos se descubrieron en uno de los vagones de metro de la Avenida de las Américas, acuchillados y con las entrañas vaciadas en parte, como si se hubiera interrumpido en plena labor a un eficiente empleado de un matadero. Los asesinatos eran tan absolutamente profesionales que la policía interrogaba a cualquier hombre que hubiera estado relacionado con el gremio de los carniceros. Eran vigiladas las plantas de empaquetado de carne en el puerto, y registrados los mataderos en busca de pistas. Se prometió un rápido arresto, aunque no se realizó ninguno.
Este reciente trío de cadáveres no iba a ser el único que se descubriera en ese estado; el mismo día en que llegó Kaufman había aparecido una noticia en The Times que era la comidilla de todas las secretarias morbosas en la oficina.
La historia contaba que un visitante alemán, perdido en la red de metros entrada la noche, se había encontrado un cuerpo en un vagón. La víctima era una mujer de treinta años, muy atractiva, de Brooklyn. La habían despojado por completo. De cada jirón de ropa, de todo artículo de joyería. Hasta de los pendientes de sus orejas.
Más extraño que el hecho de que la desnudaran era la manera ordenada y sistemática en que habían doblado la ropa y la habían colocado, en bolsas de plástico separadas, sobre el asiento que estaba detrás del cadáver.
No era obra de ningún navajero irracional. Se trataba de un cerebro muy organizado: un lunático con un gran sentido de limpieza.
Había más: más extraño aún que el cadáver hubiera sido desnudado cuidadosamente, era el ultraje que se había cometido con él. Los informes pretendían –aunque el Departamento de Policía no lo confirmó–, que lo habían afeitado minuciosamente. Le habían quitado todos los pelos: de la cabeza, de las ingles, de los sobacos; todos cortados y quemados sobre la carne. Le habían arrancado incluso las cejas y las pestañas.
Por último, habían colgado por los pies ese montón de carne absolutamente desnudo de uno de los asideros del techo del vehículo y habían colocado un cubo negro de plástico, forrado con una bolsa, también de plástico negro, para recoger la sangre que goteaba lentamente de sus heridas.
En ese estado, desnudo, afeitado, colgado y prácticamente desangrado, se había encontrado el cuerpo de Loretta Dyer.
Era repugnante, meticuloso y profundamente desconcertante.
No había habido violación, ni indicio alguno de tortura. Se había despachado rápida y eficazmente a la mujer como si fuera un trozo de carne. Y el carnicero aún andaba suelto.
Los Padres de la Ciudad, en su sabiduría, declararon una suspensión completa de los informes de la prensa sobre la matanza. Se dijo que el hombre que había encontrado el cuerpo había sido objeto de detención preventiva en Nueva Jersey, fuera de la vista de los curiosos periodistas. Pero la ocultación fracasó. Un policía codicioso había revelado los detalles sobresalientes a un reportero de The Times. Todo el mundo conocía ahora en Nueva York la horrible historia de las matanzas. Era un tema de conversación en todas las cafeterías y bares; y, por supuesto, en el metro.
Pero Loretta Dyer fue sólo la primera.
Se habían encontrado otros tres cuerpos en circunstancias idénticas, aunque esta vez el trabajo había quedado claramente interrumpido. No se habían afeitado todos los cuerpos, ni les habían cortado las yugulares para desangrarlos. Había otra diferencia más significativa en el descubrimiento: no fue un turista quien los descubrió por la noche; lo decía un informe de The New York Times.
Kaufman examinó el informe que cubría la primera página del periódico. No tenía ningún interés morboso por el asunto, a diferencia de su compañero de mostrador en la cafetería. Sólo sentía una ligera repugnancia, que le hizo apartar su plato de huevos demasiado cocidos. Era simplemente una prueba más de la decadencia de la ciudad. No podía divertirse con su enfermedad.
Con todo, como ser humano no conseguía ignorar por completo los detalles sangrientos de la página que tenía enfrente. El artículo no era sensacionalista, pero la sencilla claridad del estilo hacía más espantoso el tema. Tampoco pudo evitar el imaginarse qué hombre habría detrás de esas atrocidades. ¿Era un psicótico suelto, o eran varios, y cada uno de ellos aspiraba a imitar el asesinato original? Tal vez ése sólo fuera el principio del horror. A lo mejor le seguirían más asesinatos, hasta que por fin el asesino, confiado o exhausto, cometiera una imprudencia y fuera apresado. Hasta entonces la ciudad, la adorada ciudad de Kaufman, viviría en un estado intermedio entre la histeria y el éxtasis.
Al lado de su codo, un hombre con barba le tiró el café.
–¡Mierda! –dijo.
Kaufman se movió sobre su taburete para esquivar el goteo de café que caía de la barra.
–¡Mierda! –volvió a decir el hombre.
–No pasa nada –dijo Kaufman.
Miró al hombre con una expresión ligeramente desdeñosa. El torpe bastardo estaba intentando achicar el café con una servilleta que se quedaba hecha pegotes.
Kaufman se encontró pensando si ese zoquete, con sus mejillas coloradas y su barba descuidada, sería capaz de asesinar. ¿Había algún indicio en esa cara sobrealimentada, alguna pista en la forma de su cabeza o en el movimiento de sus pequeños ojos que revelara su auténtica naturaleza?
El hombre habló.
–¿Quiere otro?
Kaufman sacudió la cabeza.
–Café. Normal. Solo –le dijo el zoquete a la chica de detrás del mostrador. Ésta levantó la mirada de la parrilla cuya grasa fría limpiaba.
–¿Huh?
–Café. ¿Estás sorda?
El hombre sonrió a Kaufman.
–Sorda –dijo.
Éste se dio cuenta de que le faltaban tres dientes en la mandíbula inferior.
–Tiene mala pinta, ¿eh? –dijo.
¿A qué se refería? ¿Al café? ¿A la ausencia de dientes?
–Tres personas así. Acuchilladas.
Kaufman asintió.
–Te hace pensar –dijo.
–Claro.
–Quiero decir, ¿es un encubrimiento, no? Saben quién lo hizo.
«Esta conversación es ridícula», pensó Kaufman. Se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo: la cara de la barba ya no estaba a la vista. Por lo menos eso era un progreso.
–Bastardos –dijo–. Jodidos bastardos, todos ellos. Le apostaría cualquier cosa a que es un encubrimiento.
–¿De qué?
–Tienen las jodidas pruebas: simplemente nos están manteniendo en la jodida ignorancia. Hay algo en todo esto que no es humano.
Kaufman comprendió. El zoquete estaba haciendo alarde de una teoría de conspiración. Las había oído con frecuencia: una panacea.
–Mire, hacen experimentos genéticos y se les van de las manos. Podrían estar criando jodidos monstruos por lo poco que sabemos. Hay algo en todo esto que no nos contarán. Encubrimiento, como le digo. Me jugaría cualquier cosa.
A Kaufman le pareció atractiva la seguridad del hombre. Monstruos al acecho. Seis cabezas: una docena de ojos. ¿Y por qué no?
Él sabía por qué no. Porque eso disculpaba a su ciudad: la sacaba del apuro. Y creía de corazón que los monstruos que se iban a encontrar en los túneles eran perfectamente humanos.
El hombre de la barba tiró el dinero sobre el mostrador y se levantó, deslizando su gordo trasero del manchado taburete de plástico.
–Probablemente un jodido policía –dijo, como conjetura de despedida–. Intentó hacerse el jodido héroe y, en vez de eso, se convirtió en un jodido monstruo. –Sonrió grotescamente–. Me apostaría cualquier cosa –añadió, y salió fuera torpemente sin decir nada más.
Kaufman espiró despacio por la nariz, sintiendo que se aplacaba la tensión de su cuerpo.
Odiaba estas confrontaciones: le hacían sentirse mudo e inútil. Cuando se paraba a pensar en ello, odiaba a este tipo de hombres: el bruto testarudo que Nueva York criaba tan bien.
Iban a ser las seis cuando se despertó Mahogany. La lluvia matinal se había convertido con el ocaso en una ligera llovizna. El aire era todo lo limpio que se podía esperar de Manhattan. Se estiró en la cama, tiró la manta sucia y se levantó para ir al trabajo.
En el cuarto de baño la lluvia caía sobre la caja del acondicionador de aire, llenando el piso de un rítmico sonido de palmadas. Enchufó la televisión para que cubriera el ruido, sin interés por lo que pudiera ofrecer.
Se acercó a la ventana. La calle, seis pisos por debajo, estaba atestada de tráfico y de gente.
Después de un duro día de trabajo, Nueva York regresaba a casa: a jugar, a hacer el amor. La gente salía en tropel de las oficinas y se metía en sus coches. Algunos estaban irritables después de un día de trabajo agotador en una oficina mal ventilada; otros, mansos como corderos, erraban por las avenidas en dirección a casa, acompañados por una incesante corriente de cuerpos. Otros, por último, entraban apretujados al metro, ciegos a las pintadas de las paredes, sordos al parloteo de sus propias voces y al frío estruendo de los túneles.
A Mahogany le gustaba pensar en eso. Él no era, después de todo, uno del montón. Podía asomarse a la ventana y mirar a un millar de cabezas por debajo suyo, sabiendo que era un hombre escogido.
Tenía tareas que cumplir, por supuesto, como la gente de la calle. Pero su trabajo no era como la faena absurda de éstos, se parecía más a una obligación sagrada.
También necesitaba vivir, dormir y defecar, como ellos. Pero no era la necesidad pecuniaria lo que le motivaba, sino las exigencias de la historia.
Estaba dentro de una tradición, que se remontaba más allá de América. Era un cazador nocturno: como Jack el Destripador, Gilles de Rais, una encarnación viviente de la muerte, un espectro con cara humana. Atormentaba los sueños y provocaba terrores.
La gente que estaba por debajo de él no podía conocer su cara; ni se habría molestado en mirarlo dos veces. Pero él los capturaba y calibraba con la mirada, seleccionando sólo a los más maduros del desfile, escogiendo sólo a los sanos y jóvenes para que sucumbieran bajo su cuchillo santificado.
A veces Mahogany deseaba revelar su identidad al mundo, pero tenía responsabilidades y éstas pesaban mucho sobre él. No podía esperar la fama. La suya era una vida secreta, y sólo por orgullo deseaba reconocimiento.
Después de todo, pensaba, ¿saluda la vaca al carnicero cuando late arrodillada ante él?
En resumidas cuentas, estaba contento. Formar parte de la gran tradición era suficiente, y siempre debería serlo.
Recientemente, sin embargo, se habían producido descubrimientos. No eran culpa suya, naturalmente. Nadie podía achacárselo. Pero fue una mala temporada. La vida no era tan fácil como lo había sido hacia diez años. Era bastante viejo, por supuesto, y eso hacía más agotador el trabajo; las obligaciones cada vez pesaban más sobre sus hombros. Era un hombre escogido, y ése era un privilegio con el que resultaba difícil vivir.
De vez en cuando se preguntaba si no sería hora de pensar en entrenar a un hombre más joven para esos menesteres. Tendría que consultarlo con los padres, pero tarde o temprano habría que encontrar a un sustituto; le parecía que era un desperdicio criminal de su experiencia no tomar un aprendiz a su cargo.
¡Podía legar tantas alegrías! Los trucos de su extraordinario oficio. La mejor forma de acechar, de cortar, de desnudar, de sangrar. Cómo encontrar la mejor carne requerida. El modo más simple de disponer los restos. ¡Tantos detalles, tanta experiencia acumulada!
Mahogany entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Al meterse en ella se miró el cuerpo. La pequeña barriga, los pelos de su pecho hundido que encanecían, las cicatrices y granos que salpicaban su pálida piel. Se estaba haciendo viejo. Sin embargo, esa noche, como todas las demás, tenía un trabajo que hacer...
Kaufman se precipitó en la oficina con su bocadillo, ajustando el dobladillo del cuello y quitándose del pelo el agua de la lluvia. El reloj que había encima del ascensor marcaba las siete y dieciséis. Trabajaría sólo hasta las diez.
El ascensor lo llevó hasta el piso decimosegundo, a las oficinas de Pappas. Cruzó descontento el laberinto de despachos vacíos y máquinas encapuchadas hacia su pequeño territorio, que todavía estaba iluminado. Las mujeres que limpiaban las oficinas estaban charlando en el pasillo: por lo demás, el local estaba desierto.
Se sacó el abrigo, sacudió la lluvia lo mejor que pudo y lo colgó.
Luego se sentó frente a los montones de pedidos con los que había estado lidiando casi tres días y se puso a trabajar. Sólo le haría falta una noche más de dedicación, estaba seguro, para hacer la parte más complicada, y le resultaba más fácil concentrarse sin el tableteo incesante de mecanógrafas y máquinas de escribir por todos lados.
Desenvolvió el jamón en pan integral con mayonesa adicional y se dispuso a pasar la tarde.
Ya eran las nueve.
Mahogany estaba vestido para la salida nocturna. Llevaba su sobrio traje habitual con la corbata marrón bien anudada, los gemelos de plata (regalo de su primera esposa) puestos en las mangas de su camisa inmaculadamente planchada, el pelo, fino, reluciente de brillantina, las uñas cortadas y limadas y la cara lavada con colonia.
Su bolsa estaba a punto. Las toallas, los instrumentos y su delantal de mallas.
Comprobó qué aspecto tenía ante el espejo. Pensó que aún podía pasar por un hombre de cuarenta y cinco años, cincuenta como máximo.
Al inspeccionarse la cara se acordó de su deber. Ante todo debía tener cuidado. Habría ojos observándole a cada paso del camino, espiando su actuación nocturna y juzgándola. Tenía que salir como un inocente, sin despertar sospechas.
Si sólo supieran..., pensó. La gente que andaba, corría y saltaba a su espalda en la calle: que chocaban con él sin pedirle perdón: que se cruzaban con su mirada despreciándolo: que se sonreían ante esa masa que parecía incómoda dentro de un traje que le quedaba mal. Si ellos supieran lo que hacía, quién era y qué llevaba.
Cuidado, se dijo, y apagó la luz. El piso estaba a oscuras. Fue a la puerta y la abrió, acostumbrado a andar entre tinieblas: era feliz en ellas.
Los nubarrones habían desaparecido por completo. Mahogany se dirigió por Amsterdam hacia el metro de la calle 145. Esta noche volvería a coger la Avenida de las Américas, su línea favorita, y a menudo la más productiva.
Bajó las escaleras del metro con el billete en la mano. Cruzó las puertas automáticas. El olor de los túneles ya estaba en sus fosas nasales. No era el olor de los túneles profundos, por supuesto; ése tenía un aroma exclusivo. Pero hasta en el aire viciado de esta línea poco profunda se respiraba tranquilidad. La respiración regurgitada de un millón de viajeros circulaba por ese laberinto, mezclándose con el de criaturas mucho mayores; cosas con voces pastosas como la arcilla, cuyos apetitos eran abominables. Cuánto le gustaba. El aroma, la oscuridad, el estruendo.
Se quedó de pie en el andén y escrutó críticamente a sus compañeros de viaje. Estuvo contemplando uno o dos cuerpos, pero tenían tanta escoria encima que pocos merecían ser perseguidos. Los estropeados físicamente, los obesos, los enfermos, los cansados. Cuerpos destrozados por los abusos y la indiferencia. Como profesional le ponía enfermo, aunque comprendía la debilidad que echaba a perder lo mejor de los hombres.
Se demoró en la estación más de una hora, paseando entre los andenes mientras los trenes iban y venían, iban y venían, y la gente con ellos. Había tan poca calidad por todas partes que era desalentador. Parecía que cada día tuviera que esperar más y más para encontrar carne digna de uso.
Ya eran casi las diez y media y no había visto a una sola criatura que fuera ideal para el sacrificio.
No importa, se dijo; todavía quedaba tiempo. Muy pronto saldría la riada del teatro. Siempre proporcionaba uno o dos cuerpos robustos. La intelectualidad bien alimentada, sosteniendo los resguardos de sus billetes y opinando sobre los entretenimientos del arte; sí, habría algo ahí.
De lo contrario, y había noches en que parecía que no encontraría nunca nada apropiado, tendría que ir al centro y arrinconar a una pareja de amantes noctámbulos, o encontrar a un par de atletas recién salidos de un gimnasio. Siempre garantizaban un buen material, aunque con especímenes tan sanos se corría el riesgo de encontrar resistencia.
Recordó haber capturado hacía un año o más a un par de machos negros, puede que con cuarenta años de diferencia, a lo mejor padre e hijo. Se habían resistido con navajas y él tuvo que permanecer seis meses hospitalizado. Había sido un encontronazo muy duro, que le hizo dudar de sus habilidades. Peor aún, le hizo pensar qué habrían hecho sus amos con él de haber sufrido una herida fatal. ¿Lo habrían mandado a su familia en Nueva Jersey y le habrían dado un decente entierro cristiano? ¿O hubieran tirado su cadáver a las tinieblas, para su propio uso?
El titular del New York Post abandonado en el asiento de enfrente le llamó la atención: «Toda la policía movilizada para capturar al asesino». No pudo reprimir una sonrisa. Sus ideas de fracaso, debilidad y muerte se evaporaron. Después de todo, él era ese hombre, ese asesino, y esa noche la idea de que lo atraparan era ridícula. Al fin y al cabo, ¿no estaba su profesión sancionada por las máximas autoridades posibles? Ningún policía podía apresarlo, ningún tribunal juzgarlo. Las mismas fuerzas de la ley y el orden que armaban tanto alboroto con su persecución servían a sus amos igual que él; estuvo por desear que algún policía insignificante lo capturara y lo llevara en triunfo ante el juez, sólo para ver qué cara ponían cuando les llegara la voz desde la oscuridad de que Mahogany era un hombre protegido por encima de todas las leyes de los códigos.
Eran las diez y media pasadas. El desfile de los espectadores de teatro había empezado, pero de momento no había nada prometedor. De todas formas le habría gustado dejar pasar al gentío: seguir simplemente hasta el final de la línea a una o dos piezas escogidas. Esperaba el momento oportuno, como cualquier cazador prudente.
Kaufman aún no había acabado hacia las once, una hora después de cuando se había prometido irse. Pero la exasperación y el aburrimiento estaban haciendo más difícil el trabajo, y las páginas de números que tenía delante empezaron a volverse borrosas. A las once y diez tiró su pluma y admitió la derrota. Se frotó los ojos –irritados– con las palmas de las manos hasta que la cabeza se le llenó de colores.
–¡Joder! –dijo.
Nunca decía tacos en público. Pero de cuando en cuando decirse joder a sí mismo era un gran consuelo. Salió de la oficina con el abrigo empapado sobre el brazo y se dirigió al ascensor. Sus miembros parecían drogados y apenas podía mantener abiertos los ojos.
Fuera hacía más frío de lo que había previsto, y el aire lo sacó un poco de su letargo. Anduvo en dirección a la parada de metro de la calle 34. Cogería un expreso hacia Far Rochaway. Estaría en casa en una hora.
Ni Kaufman ni Mahogany lo sabían, pero en la estación de la calle 96, la policía había arrestado al que tomaron por el Asesino del Metro, acorralándolo en uno de los trenes de la parte alta de la ciudad. Un hombre pequeño, de origen europeo, armado con un martillo y una sierra, había arrinconado a una joven en el segundo vagón y la había amenazado con partirla por la mitad en nombre de Jehová.
Parecía dudoso que fuera capaz de cumplir su amenaza. Tal como fueron las cosas, no tuvo ocasión. Mientras el resto de los pasajeros (incluyendo a dos marines) observaban, la presunta víctima asestó una patada al hombre en los testículos. Se le cayó el martillo. Ella lo recogió y le rompió con él la mandíbula inferior y el pómulo derecho antes de que se interpusieran los marines.
Cuando el tren paró en la 96, la policía estaba preparada para arrestar al Carnicero del Metro. Se precipitaron al vagón en tropel, chillando como hadas y asustados como demonios. El Carnicero yacía en un rincón del vagón con la cara hecha pedazos. Lo sacaron de ahí, triunfantes. La mujer, después del interrogatorio, se fue a casa con los marines.
Iba a resultar una distracción útil, aunque Mahogany no lo pudo saber en su momento. A la policía le costó la mayor parte de la noche determinar la identidad del prisionero, especialmente porque con la mandíbula destrozada sólo podía babear. A las tres y media un tal capitán Davis, que se incorporaba al trabajo, identificó al hombre como un vendedor de flores jubilado del Bronx llamado Hank Vasarely. Hank, según parecía, era arrestado con regularidad por conducta intimidatoria y ademanes deshonestos, todo en nombre de Jehová. Las apariencias engañaban: era probablemente tan peligroso como el conejito de Pascua. Éste no era el Asesino del Metro. No obstante, cuando los policías lo descubrieron, Mahogany ya había acabado con su tarea desde hacía tiempo.
Eran las once y cuarto cuando Kaufman subió al expreso en dirección a Mott Avenue. Compartió el vagón con dos viajeros más. Uno era una mujer negra de mediana edad con un abrigo púrpura, el otro, un adolescente pálido, lleno de acné, que observaba con mirada extraviada la pintada del techo: «Besa mi blanco culo».
Kaufman iba en el primer vagón. Tenía treinta y cinco minutos de viaje por delante. Dejó que sus ojos se cerraran, tranquilizado por el bamboleo rítmico del tren. Era un viaje tedioso y estaba cansado. No vio apagarse, parpadeando, las luces del segundo vagón. Tampoco vio la cara de Mahogany, mirando por la puerta entre los vagones, buscando más carne.
En la calle 14 la mujer negra salió. No entró nadie.
Kaufman abrió un momento los ojos, reconociendo el andén vacío de la 14, y luego los volvió a cerrar. Las puertas se cerraron con un silbido. Estaba vagando entre la conciencia y el sueño y sentía un revoloteo de sueños nacientes en la cabeza. Era una sensación agradable. El tren se puso otra vez en marcha, traqueteando por entre los túneles.
Quizá percibió a medias que detrás de su cabeza adormilada habían abierto las puertas que separaban el segundo vagón del primero. Quizá sintió la ráfaga súbita de aire del túnel y se dio cuenta de que el ruido de las ruedas fue más fuerte durante un rato. Pero decidió ignorarlo.
Quizás oyó la pelea en que Mahogany sometió al joven de mirada extraviada. Pero el ruido era demasiado lejano y la perspectiva de sueño demasiado tentadora. Siguió adormecido.
Por alguna razón soñó con la cocina de su madre. Estaba cortando rábanos y sonriendo con dulzura al cortarlos. Él aún era pequeño y le miraba la cara radiante mientras trabajaba. Cortar. Cortar. Cortar.
De pronto abrió los ojos. Su madre se desvaneció. El vagón estaba vacío y el joven se había ido.
¿Cuánto tiempo había dormitado? No se acordó de que el tren paraba en la calle 4, oeste. Se levantó con la cabeza somnolienta y estuvo a punto de caerse cuando el tren se agitó violentamente. Parecía que iba a una velocidad considerable. Tal vez el conductor quería llegar a casa, arroparse en la cama con su mujer. Iba a todo gas; en realidad era sumamente aterrador.
La ventana entre los dos vagones tenía una cortina bajada que antes no lo estaba, según creía recordar. Una ligera inquietud se apoderó de la mente despierta de Kaufman. ¿Y si hubiera dormido mucho rato y el vigilante no lo hubiera visto en el vagón? A lo mejor habían pasado Far Rockaway y el tren se dirigía a toda prisa a donde quiera que los llevaran de noche.
–¡Joder! –dijo en voz alta.
¿Debería ir a la cabina y preguntarle al conductor? Era una pregunta completamente estúpida: ¿dónde estoy? A esas horas de la noche, ¿podía esperar algo más que una sarta de insultos a modo de respuesta?
Entonces el tren empezó a aminorar la marcha.
Una estación. Sí, una estación. El tren salió del túnel a la sucia luz de la parada de la calle 4, oeste. No se había pasado ninguna de largo.
Entonces ¿dónde se había metido el chico?
O había hecho caso omiso del aviso que había en la pared del vagón, que prohibía el cambio de vagones durante el trayecto, o se había ido delante, a la cabina del conductor. Probablemente estaría todavía entre sus piernas, pensó Kaufman, con los labios abarquillados. Había precedentes. Éste era el Palacio de los Placeres, después de todo, y todo el mundo tenía derecho a un poco de placer en la oscuridad.
Se encogió de hombros. ¿Qué le importaba dónde se hubiera metido el chico?
Las puertas se cerraron. No había subido nadie al tren. Cambió de vía después de la estación, las luces parpadearon al utilizar el tren más corriente para recuperar un poco de velocidad.
Kaufman notó que le volvían las ganas de dormir, pero el miedo súbito de haberse perdido había inyectado adrenalina en su sistema y sus miembros hormigueaban de tensión nerviosa.
Sus sentidos también se habían agudizado.
Incluso por encima del estrépito y del estruendo de las ruedas sobre las vías oía un ruido de desgarrones de ropa procedente del vagón contiguo. ¿Alguien se estaría rasgando la camisa?
Se levantó, agarrándose a una de las correas para conservar el equilibrio.
La ventana entre un vagón y otro estaba tapada del todo por la cortina, pero se quedó mirándola, ceñudo, como si pudiera descubrir de repente la visión de rayos X. El vagón avanzaba tambaleándose. Era como volver a viajar de verdad.
Otro ruido de desgarrones.
¿Sería una violación?
Con un vago interés de mirón se acercó por el oscilante vagón hacia la puerta intermedia, esperando que la cortina tuviera alguna grieta. Sus ojos aún estaban fijos en la ventana, y no se dio cuenta de las salpicaduras de sangre que estaba pisando.
Hasta que...
... su talón resbaló. Miró hacia abajo. Su estómago vio la sangre casi antes que su cerebro, y el jamón con pan integral se le atascó a mitad de camino de la garganta. Sangre. Tragó varias bocanadas de aire viciado y apartó la vista; miró de nuevo a la ventana.
Su cabeza no dejaba de repetir: sangre. No podía pensar en otra cosa.
Ahora no había más que un par de metros entre él y la puerta. Tenía sangre en el zapato y había un pequeño reguero hasta el vagón de al lado, pero a pesar de todo tenía que mirar.
Tenía que hacerlo.
Dio dos pasos más en dirección a la puerta y escudriñó la cortina buscando un rasguño: una hebra descosida sería suficiente. Había un pequeño agujero. Pegó el ojo a él.
Su cerebro se negaba a admitir lo que sus ojos estaban viendo al otro lado de la puerta. Rechazaba el espectáculo por absurdo, como si fuera una ensoñación. Su razón decía que no podía ser real, pero su instinto le decía que sí lo era. El cuerpo se le quedó rígido de terror. Sus ojos no podían dejar de mirar sin pestañear lo que había detrás de la cortina. Se quedó en la puerta mientras el tren seguía traqueteando; entretanto la sangre se le iba de las extremidades y su cerebro se mareaba por falta de oxígeno. Se le encendieron manchas brillantes en la vista, emborronando la atrocidad.
Luego se desmayó.
Estaba inconsciente cuando el tren llegó a Jay Street. Permaneció sordo al aviso del conductor de que todos los que fueran más allá de esa parada tenían que cambiar de tren. Si lo hubiera oído se habría preguntado qué quería decir. Ningún tren vomitaba todos sus pasajeros en Jay Street; la línea seguía hasta Mott Avenue, pasando por el hipódromo del Acueducto, después del aeropuerto JFK. Habría ido a preguntar qué clase de tren era ése. Sólo que ya lo sabía. La verdad colgaba del vagón de al lado. Sonreía satisfecha desde detrás de un delantal de mallas ensangrentado.
Éste era el tren de la carne de medianoche.
En un desmayo absoluto no se controla el tiempo. Pudieron pasar segundos u horas antes de que los ojos de Kaufman volvieron a abrirse, parpadeando, y su espíritu recapacitó sobre esta nueva situación.
Estaba tumbado bajo uno de los asientos, recostado a lo largo de la vibrante pared del vagón, a salvo de miradas. El destino debía estar de su parte hasta ahora, pensó: de alguna manera el tambaleo del vagón debía haber desplazado su cuerpo inconsciente.
Pensó en el horror del segundo vagón y volvió a tragarse el vómito. Estaba solo. Donde quiera que estuviera el vigilante (tal vez asesinado), no tenía forma de pedir ayuda. ¿Y el conductor? ¿Estaba muerto junto a los mandos? ¿Estaría el tren precipitándose ahora mismo por un túnel desconocido, un túnel sin una sola estación que permitiera identificarlo, hacia su destrucción?
Y, si no había ningún accidente en que morir, siempre quedaba el Carnicero, que todavía daba puñaladas, separado tan sólo por una puerta de donde Kaufman estaba tumbado.
Mirara donde mirara, el nombre que estaba escrito en cada puerta era «muerte».
El ruido era ensordecedor, especialmente en el suelo. Los dientes le temblaban en los alveolos y su cara estaba entumecida por las vibraciones; incluso el cráneo le dolía.
Poco a poco fue notando que le volvía la fuerza a los exhaustos miembros. Estiró con cuidado los dedos y se apretó los puños para que la sangre corriera de nuevo.
Y a medida que volvía en sí sentía otra vez náuseas. Seguía representándose la espantosa brutalidad del vagón contiguo. En ocasiones había visto fotografías de víctimas asesinadas, por supuesto, pero éstos no eran asesinatos vulgares. Estaba en el mismo tren que el Carnicero del Metro, el monstruo que colgaba de las correas a sus víctimas por los pies, afeitadas y desnudas.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el asesino cruzara esa puerta y lo encontrara? Estaba seguro de que si no lo mataba el Carnicero lo haría la espera.
Oyó movimientos del otro lado de la puerta.
Venció su instinto. Kaufman se apretujó todavía más bajo el asiento y se arrebujó en una pequeña bola, con la cara blanca y mareada vuelta hacia la pared. Luego se cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos tan fuerte como un niño aterrorizado por el coco.
La puerta se abrió con un silbido. Clic. Shsss. Entró una bocanada de aire de los raíles. Olía más raro que cualquier cosa que hubiera olido antes: y era más frío. Fue como un aire primitivo para sus fosas nasales, un aire hostil e insondable. Le hizo estremecerse.
La puerta se cerró. Clic.
El Carnicero estaba cerca, Kaufman lo sabía. No podía estar más que a unos cuantos centímetros de donde él se encontraba.
¿Estaría incluso ahora mirando hacia abajo, hacia su espalda? ¿Ahora mismo, inclinándose, navaja en mano, para sacarlo de su escondite como a un caracol de su concha?
No pasó nada. No sintió ningún aliento sobre su cuello. Su espina dorsal no estaba abierta en canal.
Sólo hubo un ligero ruido de pisadas cerca de su cabeza; luego, ese mismo sonido disminuyó.
Kaufman expulsó la respiración –contenida en los pulmones hasta que le dolieron–, con un chirrido entre los dientes.
Mahogany casi se sentía decepcionado porque el hombre dormido se hubiera bajado en la calle 4, oeste. Estaba deseando un trabajo más esa noche para distraerse hasta que bajaran. Pero no: el hombre se había ido. De todas formas, la víctima potencial no parecía demasiado sana, pensó para sus adentros, probablemente era un anémico contable judío. La carne no habría sido de calidad. Recorrió todo el vagón hasta la cabina del conductor. Pasaría ahí el resto del viaje.
«¡Cielos!», pensó Kaufman, «va a matar al conductor.»
Oyó abrirse la puerta de la cabina. Luego la voz del Carnicero: baja y ronca.
–Hola.
–Hola.
Se conocían.
–¿Trabajo hecho?
–Trabajo hecho.
Le sorprendió la banalidad del diálogo. ¿Trabajo hecho? ¿Qué significaba «trabajo hecho»?
Se perdió las pocas palabras restantes porque el tren pasó por un tramo especialmente ruidoso de la vía.
No pudo resistirse más tiempo a mirar. Se desdobló cautelosamente y echó una ojeada por encima del hombro hasta el fondo del vagón. Todo lo que pudo ver fueron las piernas del Carnicero y la base de la puerta abierta de la cabina. ¡Maldición! Quería volver a ver la cara del monstruo.
Se oyeron risas.
Kaufman meditó los riesgos de su situación: la matemática del pánico. Si se quedaba donde estaba, tarde o temprano el Carnicero lo sorprendería, y él se convertiría en carne picada. Por otra parte, si salía de su escondite, se arriesgaba a que lo vieran y le persiguieran. ¿Qué era peor: la inmovilidad, y encontrarse la muerte atrapado en un agujero, o la tentativa de fuga, y enfrentarse a su Hacedor en mitad del vagón?
A Kaufman le sorprendió su propio arrojo: se movería.
Salió infinitesimalmente despacio de debajo del asiento, arrastrándose y vigilando constantemente al hacerlo la espalda del Carnicero. Una vez fuera, empezó a reptar hacia la puerta. Cada paso que daba era un tormento, pero el Carnicero parecía demasiado absorto en la conversación para darse la vuelta.
Había alcanzado la puerta. Empezó a levantarse, intentando prepararse para lo que vería en el vagón número dos. Agarró el pomo y abrió la puerta con suavidad.
El ruido de los raíles aumentó, y le llegó una ola de aire malsano, que no apestaba a nada terrestre. Seguro que el Carnicero lo oía, ¿o lo olía? Seguro que se daría la vuelta...
Pero no. Kaufman se deslizó por la rendija que había abierto y se adentró en la cámara sangrienta.
El alivio lo volvió imprudente. Se olvidó de echar el picaporte tras él y la puerta empezó a abrirse suavemente con el zarandeo del tren.
Mahogany sacó la cabeza de la cabina y miró por el vagón hacia la puerta.
–¿Qué narices es eso? –dijo el conductor.
–No cerré bien la puerta. Eso es todo.
Kaufman oyó al Carnicero dirigirse hacia ella. Se agazapó, hecho una bola de consternación, contra la pared intermedia, consciente de repente de cuán cargadas tenía las tripas. La puerta se cerró desde el otro lado y los pasos se volvieron a alejar.
Salvado, al menos por un momento.
Abrió los ojos, intentando permanecer insensible al espectáculo de la matanza que tenía delante.
No había forma de lograrlo.
Embriagaba cada uno de sus sentidos: el olor de entrañas abiertas, la vista de los cuerpos, la sensación de líquido sobre el suelo, bajo sus pies, el ruido de las correas crujiendo por el peso de los cadáveres, hasta el aire, que sabía salado de sangre. Estaba a solas con la muerte en ese cuchitril, precipitándose por la oscuridad,
Pero ya no sentía náuseas, Sólo una repugnancia ocasional. Incluso se vio inspeccionando los cuerpos con cierta curiosidad.
El cadáver más cercano a él eran los restos del joven cubierto de espinillas que había visto en el vagón número uno. El cuerpo colgaba cabeza abajo, meciéndose adelante y atrás al ritmo del tren al unísono con sus tres compañeros; una obscena danza macabra. Sus brazos se columpiaban, fláccidos, de las articulaciones de los hombros, en las que se habían practicado cuchilladas de una pulgada o dos de profundidad para que los cuerpos se balancearan con más elegancia.
Todas las partes de la anatomía del muchacho oscilaban de forma hipnótica. La lengua, colgando de la boca abierta. La cabeza, bailoteando del cuello rajado. Incluso el pene del joven se sacudía de lado a lado de sus ingles desolladas. De la herida de la cabeza y de la yugular aún manaba sangre en un cubo negro. Había cierta elegancia en el conjunto: la impronta de un trabajo bien hecho.
Detrás de este cuerpo estaban los cadáveres ahorcados de dos jóvenes mujeres blancas y de un hombre de piel oscura. Inclinó la cabeza a un lado para mirarles las caras. No tenían expresión. Una de las chicas era una belleza. Decidió que el hombre era un puertorriqueño. Todos tenían la cabeza y el vello corporal rapado. En realidad aún había un olor acre en el aire, de rapado. Kaufman se levantó deslizándose por la pared y, al hacerlo, el cuerpo de una mujer se dio la vuelta, presentando la parte dorsal.
No estaba preparado para este nuevo horror.
Habían abierto la carne de la espalda en canal desde el cuello hasta las nalgas y separado los músculos para exponer las vértebras relucientes. Era el triunfo final de la obra del Carnicero. Ahí colgaban esas tajadas de humanidad, afeitadas, sangradas y rajadas, abiertas como peces y listas para ser devoradas.
Estuvo a punto de sonreírse ante la perfección de ese horror. Sintió un arrebato de locura en la base del cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndole una absoluta indiferencia ante el mundo.
Empezó a temblar incontrolablemente. Notó cómo sus cuerdas vocales trataban de formar un grito. Era intolerable: y sin embargo, gritar era convertirse en poco tiempo en una de las criaturas que tenía delante.
–Joder–dijo, más alto de lo que quería, y luego, apartándose de la pared, echó a andar por el vagón entre los cadáveres oscilantes, observando los cuidadosos montones de ropas y pertenencias depositados detrás de sus propietarios, en los asientos. Bajo sus pies, el suelo estaba pegajoso de bilis secándose. Aun sin hacer caso de las rajas podía ver con demasiada claridad la sangre de los cubos: estaba espesa y embriagadora, con grumos de coágulos flotando dentro.
Ya había sobrepasado al chico y veía la puerta del vagón número tres ante él. Todo lo que tenía que hacer era huir de ese montón de atrocidades. Se animó a seguir avanzando, procurando ignorar esos horrores y concentrarse en la puerta que lo devolvería a la cordura.
Había pasado a la primera mujer. Unos pocos metros más, se dijo, diez pasos como máximo, menos si andaba con tranquilidad.
Entonces se apagaron las luces.
–¡Dios mío! –exclamó.
El tren dio un bandazo y Kaufman perdió el equilibrio.
En la oscuridad más absoluta buscó un apoyo y, sacudiendo los brazos, abrazó el cuerpo que tenía al lado. Antes de que pudiera evitarlo, notó que sus manos se hundían en la tibia carne y sus dedos asían el borde de músculo que tenía la mujer abierto en la espalda, tocando con las yemas el hueso de la espina dorsal. Su mejilla rozaba la carne pelada del muslo.
Gritó y, justo al gritar, las luces se volvieron a encender parpadeando.
Según volvía la luz y se apagaba su grito, oyó el ruido de los pasos del Carnicero acercándose a lo largo del vagón número uno en dirección a la puerta intermedia.
Soltó el cuerpo al que estaba abrazado. Tenía la cara manchada por la sangre de la pierna. Podía sentirla en la mejilla; era como pintura de guerra.
El grito le había despejado la cabeza, y sintió que le invadía una especie de fuerza. No habría persecución por el tren, lo sabía: no habría cobardía, ahora no. Éste iba a ser un enfrentamiento primitivo; dos seres humanos, cara a cara. Y utilizaría todos los trucos que se le ocurrieran –todos– para vencer a su enemigo. Era, pura y simplemente, cuestión de supervivencia.
El pomo de la puerta vibró. Kaufman buscó un arma a su alrededor, con una mirada tranquila y calculadora. Su vista recayó en la pila de ropas que estaba detrás del cuerpo del puertorriqueño. Ahí había una navaja tirada entre sortijas de diamantes falsos y cadenas de oro de imitación. Un arma de filo largo, inmaculadamente limpia, probablemente motivo de orgullo de ese hombre. Pasando el cuerpo musculoso, la arrancó del montón. Le reconfortó la mano; sin duda era muy emocionante.
La puerta se abría, y asomó la cara del asesino.
Kaufman miró por entre el matadero a Mahogany. No era excesivamente corpulento; sólo otro cincuentón medio calvo y demasiado gordo. Su cara era de rasgos duros; los ojos, hundidos. Tenía la boca pequeña y de labios delicados. En realidad era una boca de mujer.
Mahogany no conseguía imaginar de dónde había salido ese intruso, pero se dio cuenta de que se trataba de un nuevo descuido, otro signo de su creciente incompetencia. Debía despachar inmediatamente a esa criatura que había pasado por alto. Después de todo no podían estar más que a una milla del final del trayecto. Tenía que cortar al hombrecito y colgarlo por los talones antes de que llegaran a destino.
Entró en el vagón número dos.
–Estabas durmiendo –dijo al reconocer a Kaufman–. Te vi.
Kaufman no dijo nada.
–Tendrías que haberte bajado del tren. ¿Qué intentabas hacer? ¿Esconderte de mí?
Kaufman siguió en silencio.
Mahogany sacó el mango de su cuchilla del cinturón de acero desgastado. Estaba sucio de sangre, igual que su delantal de mallas, su martillo y su sierra.
–Tal como están las cosas –dijo– tendré que deshacerme de ti.
Kaufman levantó la navaja. Parecía algo pequeña al lado de toda la parafernalia del Carnicero.
–Joder –dijo.
Mahogany se echó a reír ante las pretensiones de defensa del hombrecito.
–No deberías haber visto esto: no es para tipos como tú –dijo, dando otro paso hacia Kaufman–. Es secreto.
«O sea que es del tipo inspirado por la divinidad, ¿no?», pensó Kaufman. «Eso explica algo.»
–Joder –volvió a decir.
El Carnicero frunció el ceño. No le gustaba la indiferencia del hombrecito ante su trabajo, ante su reputación.
–Todos tenemos que dormir un día, tarde o temprano –dijo–. Tendrías que estar agradecido: no te van a quemar como a la mayoría: te puedo utilizar. Para dar de comer a los padres.
La única respuesta de Kaufman fue una mueca. No le aterrorizaba nada ese energúmeno gordo y arrastrado.
El Carnicero descolgó la cuchilla de su cinturón y la blandió.
–Un judío de mierda como tú –dijo–, debería alegrarse sólo de ser útil: la carne es lo mejor a lo que puedes aspirar.
Sin previo aviso, lanzó una estocada. La cuchilla rasgó el aire a considerable velocidad, pero Kaufman se echó atrás. Rajó la manga de su abrigo y se hundió en la espinilla del puertorriqueño. El golpe partió a medias la pierna y el peso del cuerpo abrió aún más la cuchillada. La carne del muslo, en exposición, era como un filete de primera, suculento y apetitoso.
El Carnicero empezó a desclavar la cuchilla de la herida y en ese momento saltó Kaufman. La navaja voló hacia el ojo de Mahogany, pero por un error de cálculo se hundió en el cuello. Atravesó la columna y asomó con una pequeña gota de sangre coagulada por el otro extremo. De lado a lado. De un solo golpe. De lado a lado.
Mahogany recibió la hoja en el cuello con una sensación de asfixia. Emitió un sonido ridículo, una especie de tos poco entusiasta. Manó sangre de sus labios, pintándolos, como el lápiz de labios a una boca de mujer. La cuchilla cayó al suelo con gran estrépito.
Kaufman arrancó la navaja. De las dos heridas chorrearon dos pequeños arcos de sangre.
Mahogany se desplomó sobre sus rodillas, mirando la navaja que lo había matado. El hombrecito lo observaba pasivamente. Estaba diciendo algo, pero sus oídos estaban sordos a los comentarios, como si se encontrara bajo el agua.
De repente se quedó ciego. Supo con nostalgia por sus sentidos que no volvería a ver ni a oír. Esto era la muerte: la tenía encima, sin duda.
Sin embargo todavía palpaba con las manos la tela de los pantalones y las salpicaduras calientes sobre su piel. La vida parecía temblarle en las yemas mientras sus dedos se aferraban al último sentido... luego se desplomó, y sus manos, su vida y su deber sagrado se doblegaron bajo el peso de una carne avejentada.
El Carnicero estaba muerto.
Kaufman introdujo bocanadas de aire viciado en sus pulmones y se agarró a una de las correas para serenar su cuerpo tambaleante. Las lágrimas emborronaron la carnicería ante la que se encontraba. Pasó un tiempo: no supo cuánto; estaba perdido en sueños de victoria.
Luego el tren empezó a reducir su velocidad. Notó y oyó cómo apretaban los frenos. Los cuerpos colgantes se inclinaron hacia adelante al frenar la locomotora, sus ruedas chirriaron sobre las vías, que rezumaban limo.
La curiosidad se apoderó de él.
¿Se desviaría el tren al matadero subterráneo del Carnicero, decorado con las carnes que había reunido a lo largo de su carrera? ¿Y qué haría el risueño conductor, tan indiferente a la masacre, cuando el tren se detuviera? Ahora podía ocurrir cualquier cosa. Podía enfrentarse a todo: espérate y verás.
El altavoz crepitó. Se oyó la voz del conductor:
–Ya estamos, colega. Es mejor que te vayas a tu sitio, ¿no?
¿Irse a su sitio? ¿Qué quería decir eso?
El tren iba ahora a paso de caracol. Fuera de las ventanas todo estaba tan oscuro como siempre. Las luces parpadearon y se apagaron. Esta vez no volvieron a encenderse.
Se quedó en la oscuridad absoluta.
–Llegaremos en media hora –anunció el altavoz, igual que un aviso de estación.
El tren se había detenido. De repente echó a faltar el ruido de las ruedas sobre los raíles, la precipitación de su paso, a los que tan acostumbrado estaba. Todo lo que pudo oír fue el zumbido del altavoz. Aún no podía ver nada.
Y de repente, un silbido. Las puertas se estaban abriendo. Penetró en el vagón un olor tan cáustico que tuvo que apretarse las manos contra la cara para zafarse de él.
Permaneció en silencio, la mano en la boca, durante lo que pareció una eternidad.
Entonces hubo un parpadeo de luz fuera de la ventana. Dibujó el perfil del marco de la puerta y se hizo progresivamente más intensa. Pronto hubo bastante luz en el vagón para que viera a sus pies el cuerpo arrugado del Carnicero y trozos cetrinos de carne colgando a cada lado de él.
También hubo un murmullo procedente de la oscuridad, fuera del tren, una congregación de pequeñas voces parecidas a las de los escarabajos. En el túnel, andando con los pies a rastras hacia el tren, había seres humanos. Kaufman pudo distinguir ahora su figura. Algunos llevaban antorchas que brillaban con una mortecina luz amarronada. El ruido tal vez procedía de su andar sobre el suelo húmedo, o del chasquido de sus lenguas, o de ambos.
No era tan ingenuo como lo había sido hacía una hora. ¿Podía haber alguna duda acerca de la intención de esas cosas que salían de la oscuridad dirigiéndose hacia el tren? El Carnicero había asesinado a hombres y mujeres para dar carne a esos caníbales; se acercaban, como comensales al oír la campana de la cena, a comer en este vagón restaurante.
Se agachó y recogió la cuchilla que Mahogany había dejado caer. El ruido de criaturas acercándose era cada vez mayor. Fue hacia el final del vagón, tratando de alejarse de las puertas abiertas, sólo para descubrir que las de detrás también lo estaban, y también allí se oía el rumor de pasos acercándose.
Se volvió a encoger detrás de uno de los asientos, y estaba a punto de refugiarse debajo de ellos cuando una mano, delgada y frágil hasta el punto de transparentarse, apareció junto a la puerta.
No pudo apartar la vista. No porque el terror lo helara, como había ocurrido junto a la ventana. Simplemente quería observar.
La criatura entró en el vagón. Las antorchas que iban detrás de ella dejaron su cara en la sombra, pero se podía ver claramente su figura.
No había nada demasiado especial en ella.
Como él, tenía dos brazos y dos piernas. Su cabeza no tenía forma anormal. El cuerpo era pequeño, y el esfuerzo de trepar al tren había enronquecido su respiración. Tenía más de geriátrico que de psicótico; generaciones de ficticios devoradores de hombres no habían preparado a Kaufman para una vulnerabilidad tan angustiosa.
Detrás de aquello surgían criaturas similares de la oscuridad, entrando torpemente en el tren. Entraban por todas las puertas.
Kaufman estaba atrapado. Sopesó la cuchilla en sus manos, buscando su equilibrio, preparado para una batalla con esos monstruos antiguos. Habían metido una antorcha en el vagón que iluminaba las caras de los líderes.
Eran completamente calvos. La carne cansada de sus rostros estaba estirada fuertemente sobre sus cráneos, de forma que brillaba por la tirantez. Había manchas de descomposición y enfermedad sobre su piel, y en algunas zonas el músculo se había podrido con un pus negro, por el que sobresalía el hueso del pómulo o de la sien. Algunos estaban desnudos como bebés, con los cuerpos pastosos y sifilíticos casi asexuados. Lo que una vez fueron pechos eran como bolsas de cuero colgando del torso, los genitales habían encogido.
Más desagradables que los que iban desnudos eran los que se cubrían con ropas. Pronto se dio cuenta de que la tela pútrida que les rodeaba los hombros o que llevaban atada en mitad del diafragma estaba hecha de pieles humanas. No una, sino una docena o más, amontonadas a la buena de Dios, como patéticos trofeos.
Los líderes de esta grotesca cola para comer ya habían llegado a los cuerpos y posaron las manos gráciles sobre los pedazos de carne, acariciando de arriba abajo la piel afeitada, de una forma que sugería placer sensual. Las lenguas bailoteaban fuera de las bocas, salpicando de baba la carne. Los ojos de los monstruos se abrían y cerraban con hambre y excitación.
Por fin uno de ellos lo vio.
Sus ojos dejaron de pestañear un momento y se clavaron en él. Una mirada inquisitiva le asomó a la cara, era como una parodia del desconcierto.
–Tú –dijo. Su voz estaba tan consumida como los labios de donde salía.
Kaufman levantó un poco la cuchilla, calculando sus posibilidades. Habría cerca de unos treinta en el vagón, y muchos más afuera. Pero parecían muy débiles y no tenían más armas que sus pieles y huesos.
El monstruo volvió a hablar con una voz bastante bien modulada cuando la recuperó; era el gorjeo de un hombre antaño cultivado, antaño encantador.
–Viniste después del otro, ¿no es verdad?
Miró de reojo el cuerpo de Kaufman. Estaba claro que había comprendido muy rápidamente la situación.
–Viejo, en cualquier caso –dijo, con sus húmedos ojos posados otra vez sobre Kaufman, estudiándolo cuidadosamente.
–Que te jodan –dijo éste.
La criatura esbozó una sonrisa forzada, pero casi había olvidado la técnica y el resultado fue una mueca que descubrió una boca con los dientes colocados sistemáticamente en fila.
–Ahora tienes que hacer esto para nosotros –dijo, con una sonrisa bestial–. No podemos sobrevivir sin comida.
La mano dio unas palmaditas al trasero de carne humana. Kaufman no supo qué replicar ante esa idea. Se limitó a observar con repugnancia cómo las uñas se deslizaban por la hendidura de las nalgas, valorando la curvatura del tierno músculo.
–Nos repugna tanto como a ti –dijo la criatura–. Pero estamos obligados a comer esta carne o si no moriremos. Dios sabe que no tengo ganas de hacerlo.
Sin embargo, esa cosa estaba babeando.
Kaufman recuperó la voz. Era débil, más por confusión de sentimientos que por miedo.
–¿Qué sois vosotros? –Recordó al hombre de la barba en la cafetería–. ¿Sois accidentes de algún tipo?
–Somos los padres de la ciudad –dijo la cosa–. Y las madres, hijas e hijos. Los constructores, los legisladores. Hicimos esta ciudad.
–¿Nueva York? –dijo Kaufman–. ¿El Palacio de los Placeres?
–Antes de que nacieras tú, antes de que naciera cualquier ser vivo.
Mientras hablaba, las uñas de la criatura acariciaban por debajo de la piel el cuerpo destrozado y arrancaba la fina tira elástica del apetitoso músculo. Detrás de Kaufman las otras criaturas habían empezado a descolgar los cuerpos de las correas, posando las manos con la misma satisfacción sobre los suaves pechos y los costados de carne. También la habían empezado a despellejar.
–Nos traerás más –dijo el padre–, más carne para nosotros. El otro era débil.
Kaufman lo miró con reticencia.
–¿Yo? –dijo–. ¿Daros de comer? ¿Por quién me tomas?
–Lo tienes que hacer por nosotros y por otros más viejos que nosotros. Para los que nacieron antes de que se planeara la ciudad, cuando América era un bosque y un desierto.
La frágil mano señaló el exterior del tren.
La mirada de Kaufman siguió el dedo extendido en dirección a la penumbra. Fuera del tren había algo que no descubrió antes; más grande que nada humano.
El montón de criaturas se apartó para permitirle examinar más de cerca lo que estaba ahí fuera, pero sus pies no se movieron.
–Adelante –dijo el padre.
Kaufman pensó en la ciudad que había amado. ¿Eran éstos sus padres, sus filósofos, sus creadores? Tuvo que creer que así era. A lo mejor había gente en la superficie –burócratas, políticos y autoridades de todo tipo– que conocían este horrible secreto y cuyas vidas estaban consagradas a proteger a estas abominaciones dándoles de comer, como los salvajes ofrecen corderos a sus dioses. Había algo terriblemente familiar en este ritual. Pulsó una tecla, no en la inteligencia consciente de Kaufman, sino en su personalidad más recóndita, más antigua.
Sus pies, que ya no obedecían a su cerebro, sino a su instinto de adoración, se movieron. Atravesó el pasillo entre los cuerpos y bajó del tren.
La luz de las antorchas empezaba a iluminar débilmente la ilimitada oscuridad exterior. El aire parecía sólido, se espesaba con el olor de tierra antigua. Pero Kaufman no olía nada. Inclinó la cabeza, fue todo lo que pudo hacer para evitar tropezar de nuevo.
Ahí estaba el precursor del hombre. El americano primigenio, cuya tierra natal era ésta, y no Passamaquody o Cheyenne. Sus ojos, si los tenía, estaban mirándolo.
Su cuerpo se estremeció. Le castañetearon los dientes.
Podía oír los ruidos de esa anatomía: latidos, crujidos y sollozos.
Se movió un poco en medio de la oscuridad.
El ruido de su movimiento fue doloroso. Como el de una montaña al levantarse.
Kaufman levantaba la mirada en dirección a él y, sin pensar qué estaba haciendo o por qué, se postró de rodillas, sobre la mierda, ante el padre de los padres.
Todos los días de su vida estaban encaminados a éste, todos los momentos apresuraban este momento imprevisible de terror sagrado.
Si hubiera habido bastante luz en este infierno para verlo entero, tal vez su tibio corazón habría estallado. Con la que había, notó que su pecho se estremecía al ver lo que vio.
Era un gigante. Sin cabeza ni miembros. Sin un rasgo que fuera análogo al de un hombre, sin un órgano que tuviera sentido, o sentidos. Era como un banco de peces, si es que se podía comparar con algo. Miles de hocicos moviéndose al unísono, echando brotes, floreciendo y marchitándose rítmicamente. Era iridiscente, como el nácar, pero más oscuro a veces que cualquier color que Kaufman conociera o pudiera nombrar.
Eso fue todo lo que pudo ver; era más de lo que quería. Había mucho más en la oscuridad, parpadeando, boqueando y aleteando.
Pero no pudo seguir mirando. Se dio la vuelta y, mientras lo hacía, tiraron desde el tren una pelota que rodó hasta pararse delante del padre.
Por lo menos creyó que era un balón, hasta que se fijó con más atención y reconoció en él a una cabeza humana, la cabeza del Carnicero. Le habían pelado la cara a tiras. Tirada delante de su señor, relucía de sangre.
Kaufman apartó la mirada y volvió andando al tren. Todas las partes de su cuerpo parecían llorar, menos sus ojos. Estaban demasiado calientes por lo que habían visto; hicieron que sus lágrimas se evaporaran.
Dentro, las criaturas ya habían empezado a cenar. Vio a uno arrancar de su órbita el dulce bocado azul de un ojo de mujer. Otro tenía una mano en la boca. A los pies de Kaufman yacía el cadáver descabezado del Carnicero, que aún sangraba profusamente de las heridas del cuello.
El pequeño padre que había hablado antes se puso delante de Kaufman.
–¿Nos servirás? –le preguntó suavemente, como se pide a una vaca que nos siga.
Él miraba fijamente la cuchilla, el símbolo del trabajo del Carnicero. Las criaturas ya abandonaban el vagón arrastrando tras ellos cuerpos a medio comer. A medida que se retiraban las antorchas del vagón volvía la oscuridad.
Pero, antes de que desaparecieran todas las luces, el padre alargó la mano y cogió por la cabeza a Kaufman, y le hizo volverse para que se contemplara en el mugriento espejo de la ventana del vagón.
Fue un reflejo rápido, pero pudo ver perfectamente lo cambiado que estaba. Más blanco que cualquier ser vivo, cubierto de mugre y de sangre.
La mano del padre aún aferraba la cara de Kaufman; le metió el dedo índice en la boca y se lo hundió en la garganta, agarrando con la uña la raíz de la lengua. La intromisión le dio náuseas, pero no le quedaba voluntad para repeler el ataque.
–Sirve –dijo la criatura–. En silencio.
Se dio cuenta demasiado tarde de la intención de los dedos.
Aprisionaron repentinamente su lengua y la voltearon en la raíz. Conmocionado, dejó caer la cuchilla. Intentó chillar, pero no emitió ningún sonido. Tenía sangre en la garganta, oyó cómo le rasgaban la carne y se contorsionó de dolor.
Luego salió la mano de su boca, y los dedos escarlatas, cubiertos de baba, tenían su lengua cogida entre el índice y el pulgar delante de su cara.
Kaufman estaba mudo.
–Sirve –dijo el padre, y se metió la lengua en la boca, mascándola con manifiesta satisfacción. Kaufman cayó de rodillas, vomitando el bocadillo.
El padre ya se iba, arrastrándose, hacia las tinieblas; el resto de los ancianos se habían escondido una noche más en su madriguera.
El altavoz crujió.
–A casa –dijo el conductor.
Las puertas silbaron al cerrarse, el tren vibró al volver a circular por él la corriente. Las luces se encendieron parpadeando, se apagaron y se volvieron a encender.
El tren se puso en marcha.
Kaufman estaba en el suelo; le rodaban lágrimas por el rostro, lágrimas de desconsuelo y resignación. Sangraría hasta morir –decidió–, donde yacía. No importaba que muriera. Al fin y al cabo era un mundo loco.
El conductor lo despertó. Abrió los ojos. La cara que lo miraba era negra, y no hostil. Sonreía. Kaufman intentó decir algo, pero su boca estaba sellada con sangre seca. Sacudió la cabeza como un idiota tratando de escupir una palabra. No emitió más que gruñidos.
No estaba muerto. No se había desangrado.
El conductor lo puso de rodillas, hablándole como si tuviera tres años.
–Tienes trabajo que hacer, colega: están muy contentos contigo.
Se había chupado los dedos y le frotaba los labios inflamados, intentando separarlos.
–Tienes mucho que aprender antes de mañana por la noche...
Mucho que aprender. Mucho que aprender.
Sacó a Kaufman del tren. Nunca había visto antes esta estación. Tenía azulejos blancos y era absolutamente prístina; el nirvana de un jefe de la estación. Ninguna pintada ensuciaba las paredes. No había máquinas de billetes, pero tampoco puertas, ni pasajeros. Ésta era una línea que sólo ofrecía un servicio: el Tren de la Carne.
Los limpiadores del turno de mañana ya estaban atareados eliminando la sangre de los asientos y del suelo del tren. Alguien desnudaba el cuerpo del Carnicero, preparándolo para despacharlo a Nueva Jersey. Alrededor de Kaufman todo el mundo trabajaba. Por una reja del techo la luz del alba entraba a raudales.
De las vigas caían motas de polvo dando vueltas y vueltas. Las observó, absorto. No había visto nada tan bonito desde que era niño. Precioso polvo. Vueltas y vueltas, vueltas y más vueltas.
El conductor había conseguido separarle los labios. Tenía la boca demasiado herida para poder moverla, pero por lo menos podía respirar fácilmente. Y el dolor ya empezaba a calmarse.
El conductor le sonrió, y luego se volvió al resto de los trabajadores de la estación.
–Me gustaría presentaros al sustituto de Mahogany. Nuestro nuevo carnicero –anunció.
Los encargados de la limpieza miraron a Kaufman. Había cierto respeto en sus rostros, cosa que a él le pareció conmovedora.
Levantó la vista a la luz del sol, que ahora caía a su alrededor. Agitó la cabeza, queriendo decir que quería subir al aire libre. El conductor asintió y lo condujo a un conjunto de escaleras y, a través de un pasadizo, hasta la calle.
Hacía un día precioso. El brillante cielo de Nueva York estaba rayado de filamentos de nubes rosa pálido, y el aire olía a mañana.
Las calles y avenidas estaban prácticamente vacías. A lo lejos un taxi atravesaba de vez en cuando un cruce, y su motor era un murmullo; un corredor pasaba sudando por el otro lado de la calle.
Muy pronto aquellas aceras desiertas estarían atestadas de gente. La ciudad se dedicaría a sus negocios en la ignorancia: sin conocer jamás sus cimientos ni saber a qué debía su vida. Sin dudarlo, Kaufman se postró de rodillas y besó el sucio asfalto con los labios ensangrentados, jurando en silencio eterna lealtad a su causa.
El Palacio de los Placeres acogió esta muestra de adoración sin un comentario.
EL GENIECILLO Y JACK
El geniecillo no acertaba a averiguar por qué los poderes (que puedan presidir el tribunal por largo tiempo, que por largo tiempo puedan iluminar las cabezas de los condenados) lo habían mandado desde el infierno a seguir los pasos de Jack Polo. Siempre que elevaba una demanda, por mediación del sistema, a su amo, planteando la simple pregunta de «¿Qué estoy haciendo aquí?», se le contestaba con un rápido reproche por su curiosidad. «No es asunto tuyo», era la réplica. «Tú hazlo. O muere en el intento.» Y, después de seis meses de perseguir a Polo, el geniecillo empezaba a ver en la extinción una salida fácil. Este interminable juego del escondite no beneficiaba a nadie y sólo contribuía a su inmensa frustración. Temía las úlceras, la lepra psicosomática (enfermedades a las que estaban sujetos los demonios inferiores como él) y, sobre todo, temía perder del todo el control y matar al hombre en el acto en un arrebato irreprimible de resentimiento.
¿Qué era Polo, a fin de cuentas?
Un importador de pepinillos, ¡por los cuernos del Levítico!, era un simple importador de pepinillos. Su vida estaba destrozada, su familia era gris, su política, necia, y su teología inexistente. El hombre era una insignificancia, una de las hormiguitas más diminutas de la naturaleza: ¿por qué preocuparse por tipos como él? No era precisamente un Fausto, un sellador de pactos, un vendedor de almas. Era la clase de individuo que no se lo piensa dos veces en espera de una inspiración divina: en semejante tesitura, la habría olisqueado, se habría encogido de hombros y habría seguido importando pepinillos.
Con todo, el geniecillo estaba confinado a esa casa, durante largas noches y días aún más largos, hasta que convirtiera a ese hombre en un lunático, o casi. Iba a ser un trabajo lento, por no decir interminable. Sí, había veces en que hasta la lepra psicosomática sería soportable si ello significaba que lo dieran de baja por invalidez en esa misión imposible.
Por su parte, Jack J. Polo seguía siendo el más ignorante de los hombres. Siempre había sido así; desde luego, su historia estaba jalonada por las víctimas de su ingenuidad. Cuando su última y llorada esposa lo había engañado (él había estado en casa por lo menos en dos de las ocasiones, mirando la televisión) fue el último en descubrirlo. ¡Con la de pistas que habían dejado! Un hombre ciego, sordo y mudo se habría olido algo. Jack no. Se ocupaba de su triste negocio y no advirtió jamás el fuerte olor de la colonia del adúltero ni la regularidad anormal con que su mujer cambiaba la ropa de cama.
No estuvo menos desinteresado por los acontecimientos cuando su hija menor, Amanda, le confesó que era lesbiana. Su respuesta fue un suspiro y una mirada de desconcierto.
–Bueno, mientras no te quedes embarazada, chata –le dijo, y salió a pasear por el jardín, alegre como siempre.
¿Qué podía hacer una furia con un hombre así?
Para una criatura enseñada a hurgar con los dedos en las heridas de la psiquis humana, Polo ofrecía una superficie tan glacial, tan profundamente lisa como para negarle cualquier influencia a la maldad.
Los acontecimientos no parecían hacer mella en su absoluta indiferencia. Los desastres de su vida no parecían conturbar su espíritu. Cuando se enfrentó finalmente a la infidelidad de su esposa (se los encontró haciendo el amor en el cuarto de baño) no llegó a sentirse herido o humillado.
–Estas cosas ocurren –se dijo, saliendo del baño para dejarles acabar lo que habían empezado.
–Che serà, serà.
Che serà, serà. El hombre mascullaba esa maldita frase con monótona regularidad. Parecía vivir con la filosofía del fatalismo, dejando que los ataques a su virilidad, a su ambición y a su dignidad resbalaran por su ego como la lluvia por su calva cabeza.
El geniecillo había oído a la mujer de Polo confesárselo todo a su marido (estaba colgado cabeza abajo de la lámpara, invisible como siempre) y la escena le había disgustado. Ahí estaba, la pecadora enloquecida, suplicando que la acusaran, la maldijeran, la pegaran incluso, y, en lugar de darle la satisfacción de su odio, Polo se había limitado a encogerse de hombros y a dejar que expusiera su parecer sin tratar de interrumpirla, hasta que no tuvo nada más que revelar. Al final se fue más llena de frustración y tristeza que de culpabilidad; el geniecillo la había oído decir al espejo del cuarto de baño cuánto la ultrajaba la ausencia de cólera legítima por parte de su marido. Poco después se tiró por el balcón del cine Roxy.
Su suicidio resultó útil de alguna manera a la furia. Con la mujer desaparecida y las hijas lejos de casa, podía planear trucos más refinados para acobardar a su víctima, sin tener que preocuparse por si se aparecía o no a seres que los poderes no habían designado como blancos.
Pero la ausencia de la esposa dejó la casa vacía durante el día y esto se convirtió pronto en una losa de aburrimiento que al geniecillo le costaba soportar. El tiempo transcurrido de nueve a cinco, solo en la casa, solía parecerle interminable. Tenía ideas negras y erraba meditando venganzas complejas e imposibles contra Polo, yendo y viniendo por las habitaciones, con el corazón enfermo, acompañado sólo por los tictacs y los zumbidos de la casa al enfriarse los radiadores o conectarse y desconectarse sola la nevera. La situación se hizo pronto tan desesperada que la llegada del correo de mediodía se convirtió en el punto culminante del día, y una insuperable melancolía se apoderaba de él si el cartero no tenía nada que dejar y pasaba de largo hacia la casa siguiente.
Cuando Jack regresaba empezaban en serio los juegos. La rutina habitual de calentamiento: se encontraba con Polo en la puerta y no dejaba que su llave girara en la cerradura. La competición duraba un minuto o dos, hasta que Jack descubría accidentalmente la medida de la resistencia del geniecillo y triunfaba momentáneamente. Una vez dentro, hacía oscilar todas las lámparas. El hombre ignoraba por lo general esa demostración, por violento que fuera el movimiento. A lo mejor se encogía de hombros y murmuraba para su coleto: «hundimiento», y luego, inevitablemente, «Che serà, serà».
En el baño, el geniecillo había esparcido pasta de dientes alrededor de la taza y atascado la alcachofa de la ducha con papel higiénico empapado. Compartía incluso la ducha con Jack, colgando invisible de la barra que sostenía la cortina y murmurando a su oído sugerencias obscenas. Eso siempre tiene éxito, se les decía a los demonios en la academia. La rutina de las obscenidades al oído siempre angustiaba a los clientes, haciéndoles creer que eran ellos quienes imaginaban esos actos perniciosos, y llevándolos a asquearse de sí mismos, luego a rechazarse y finalmente a la locura. Naturalmente, en algunos casos las víctimas se enardecían tanto ante estas sugerencias murmuradas que salían a la calle y actuaban en ella. En esas circunstancias la víctima era a menudo arrestada y encarcelada. La prisión conducía a nuevos crímenes y a una lenta disminución de las reservas morales –y de esta forma se conseguía la victoria–. De una manera u otra acababa por aparecer la locura.
Salvo que, por alguna razón, esta regla no era aplicable a Polo; era imperturbable: un bastión de la decencia.
Desde luego, tal como iban las cosas, el geniecillo sería el primero en arrojar la toalla. Estaba cansado; cansadísimo. Fueron interminables días de torturar al gato, leer las tiras cómicas en el periódico de ayer, mirar los acontecimientos deportivos: agotaban a la furia. Últimamente había alimentado una pasión por la mujer que vivía enfrente de Polo. Era una viuda joven; y parecía ocupar la mayor parte de su vida paseando completamente desnuda por la casa. A veces le resultaba casi insoportable, en medio de un día en que el cartero no llamaba, observar a la mujer sabiendo que nunca podría cruzar el umbral de la casa de Polo.
Eso decía la ley. El geniecillo era un demonio menor y su radio de influencia anímica estaba estrictamente confinado al perímetro de la casa de su víctima. Salir de ahí era cederle todos los poderes a la víctima: ponerse a merced de la humanidad.
Todo el mes de junio, de julio y la mayor parte de agosto sudó en su prisión, y a lo largo de esos meses brillantes y calientes Jack Polo mantuvo una absoluta indiferencia con respecto a sus ataques.
Era completamente vergonzoso y estaba destrozando gradualmente la confianza del demonio en sí mismo el ver que su blanda víctima sobrevivía a cualquier tentativa o truco que intentara contra él.
El geniecillo lloró.
El geniecillo gritó.
En un acceso de angustia insoportable, hizo hervir el agua de la pecera, escalfando a los guppys.
Polo no oyó nada. No vio nada.
Finalmente, a finales de septiembre, el demonio rompió una de las primeras reglas de su condición y apeló directamente a sus amos.
Otoño es la estación del infierno; y los demonios de las esferas superiores se sentían benignos. Condescendieron a hablar con su criatura.
–¿Qué quieres? –preguntó Belcebú, y su voz oscureció el aire del salón.
–Este hombre... –empezó a decir el geniecillo nerviosamente.
–¿Sí?
–Este Polo...
–¿Sí?
–No tengo recursos contra él. No puedo inducirle al pánico, no puedo provocarle miedo, ni siquiera una leve inquietud. Soy estéril, Señor de las Moscas, y deseo que me saquen de mi miseria.
La cara de Belcebú se dibujó un momento en el espejo que había encima de la repisa de la chimenea.
–¿Que quieres qué?
Belcebú era mitad elefante mitad mosca. El geniecillo estaba aterrorizado.
–Yo... me quiero morir.
–No puedes morir.
–En este mundo. Sólo morirme en este mundo. Desaparecer. Ser sustituido.
–No morirás.
–¡Pero no puedo vencerlo! –chilló el geniecillo, lloroso.
–Es tu obligación.
–¿Por qué?
–Porque te lo ordenamos. –Belcebú siempre usaba el «nosotros» mayestático, aunque no tenía derecho a hacerlo.
–Déjeme saber por lo menos por qué estoy en esta casa –suplicó el demonio–. ¿Qué es él? ¡Nada! ¡No es nada!
A Belcebú esto le pareció ocurrente. Se rió, zumbó y barritó.
–Jack Johnson Polo es hijo de uno de los fieles de la Iglesia de la Salvación Perdida. Nos pertenece.
–Pero ¿por qué lo iba a querer? Es tan torpe.
–Lo queremos porque su alma nos estaba prometida, y su madre no la entregó. O se dejó convencer. Ella nos engañó. Murió en brazos de un sacerdote y fue escoltada sin peligro hasta el...
La palabra siguiente era anatema. El Señor de las Moscas le costaba trabajo pronunciarla.
–...cielo –dijo, con una debilitación infinita de su voz.
–Cielo –dijo el geniecillo, sin saber bien qué se entendía por esa palabra.
–Hay que perseguir a Polo en nombre del Diablo, y castigarlo por los crímenes de su madre. Ningún tormento es demasiado duro para una familia que nos ha engañado.
–Estoy cansado –confesó el geniecillo, atreviéndose a acercarse al espejo–. Por favor. Se lo suplico.
–Persigue a ese hombre –dijo Belcebú– o sufrirás en su lugar. La figura del espejo agitó su tronco negro y amarillo y se desvaneció.
–¿Dónde está tu orgullo? –dijo la voz de su amo según se perdía en la distancia–. Orgullo, geniecillo, orgullo.
Y desapareció.
En su frustración, cogió el gato y lo echó al fuego, donde se quemó rápidamente. Sólo con que la ley permitiera una crueldad tan sencilla con los seres humanos, pensó. Ojalá. Ojalá. Entonces le haría padecer esos tormentos a Polo. Pero no. El geniecillo conocía las reglas como la palma de la mano; los profesores se las habían grabado en su tierna corteza de demonio novato. Y la Ley Primera declaraba: «No pondrás la mano sobre tus víctimas».
Nunca le habían dicho por qué era pertinente esa ley, pero lo era.
«No pondrás...»
Así que todo siguió igual. Transcurrían los días, y el hombre no daba todavía señales de irse a someter. A lo largo de las semanas siguientes el geniecillo mató dos gatos más que Polo trajo a casa para sustituir a su querido Freddy (ahora reducido a cenizas).
La primera de estas pobres víctimas fue ahogada en la taza del water un aburrido viernes por la tarde. Fue una pequeña satisfacción ver cómo la cara de Polo se teñía de desagrado al desabrocharse la bragueta y mirar hacia abajo. Pero el placer que obtuvo el geniecillo con el desconcierto de Jack fue anulado por la forma alegre y eficaz con que el hombre trató al gato muerto, levantando el montón de piel empapada de la cazoleta, envolviéndolo en una toalla y enterrándolo en el jardín trasero sin una queja.
El tercer gato que trajo Polo a casa fue consciente de la presencia invisible del demonio desde el principio. Fue sin duda una semana divertida, a mediados de noviembre, en que la vida casi se volvió interesante para el geniecillo, mientras jugó al gato y al ratón con Freddy III. Freddy hacía de ratón. No siendo los gatos animales especialmente brillantes, el juego apenas suponía un gran desafío intelectual, pero fue un cambio frente a los días interminables de espera, persecución y fracaso. Por lo menos el gato aceptaba su presencia. Sin embargo, con el tiempo, en un estado de ánimo pésimo (debido a que la viuda desnuda se volvía a casar), el demonio perdió los estribos con el gato. Estaba afilándose las uñas sobre la alfombra de nilón, rasgando y arañando el pelo durante horas enteras. El ruido le daba dentera metafísica al demonio. Miró al gato una vez, brevemente, y éste salió volando como si se hubiera tragado una granada activada.
El efecto fue espectacular. Los resultados, sensacionales. Sesos de gato, pelo de gato, tripas de gato por todas partes.
Esa tarde Polo llegó exhausto a casa y se quedó en la puerta del comedor, con cara de mareo al observar la carnicería que había sido Freddy III.
–¡Malditos perros! –dijo–. ¡Malditos, malditos perros!
Había enfado en su voz. Sí, exultaba el geniecillo: enfado. El hombre estaba trastornado; había claras pruebas de emoción en su rostro.
Regocijado, el demonio atravesó la casa corriendo, decidido a sacar partido de su victoria. Abrió y cerró todas las puertas. Rompió jarrones. Hizo oscilar las pantallas.
Polo se limitó a recoger el gato.
El geniecillo se lanzó escaleras abajo, destrozó una almohada. Representó el papel de una cosa con cojera y hambre de carne humana, y se rió tontamente.
Polo se limitó a enterrar a Freddy III al lado de la tumba de Freddy II y a las cenizas de Freddy I.
Luego se metió en la cama sin su almohada.
El demonio se quedó totalmente perplejo. Si ese hombre no podía mostrar más que una chispa de pesadumbre cuando su gato explotaba en el comedor, ¿qué posibilidades tenía de derrotar algún día a ese bastardo?
Aún quedaba una última oportunidad.
Se acercaba la Navidad, y las hijas de Jack vendrían a casa, a la intimidad de la familia. A lo mejor podían convencerlo de que no estaba todo bien en el mundo; tal vez podrían clavar sus uñas en su absoluta indiferencia y empezar a socavarlo. Esperando contra toda esperanza, el geniecillo se estuvo quieto unas semanas hasta finales de diciembre, planeando sus ataques con toda la maldad imaginativa que pudo reunir.
Mientras tanto, la vida de Jack siguió su curso. Parecía vivir al margen de su experiencia, vivir su vida como un autor podría escribir una historia extravagante sin involucrarse nunca demasiado en el argumento. Sin embargo, mostró su entusiasmo de varias formas significativas por las vacaciones venideras. Limpió inmaculadamente las habitaciones de sus hijas. Hizo sus camas con sábanas perfumadas. Lavó todas las manchas de sangre de gato de la alfombra. Hasta preparó un árbol de Navidad en el salón, con bolas iridiscentes, oropeles y regalos colgando de él.
De vez en cuando, mientras hacía los preparativos, Jack pensó en el juego al que jugaba y calculó tranquilamente los elementos que tenía en contra. En los próximos días no sólo su sufrimiento, sino también el de sus hijas, tendrían que decidir la posible victoria. Y siempre, cuando hacía esos cálculos, la posibilidad de una victoria parecía pesar más que los riesgos.
Así que siguió escribiendo su vida y esperó.
Llegó la nieve, en suaves golpecitos contra la ventana, contra la puerta. Llegaron niños cantando villancicos y fue generoso con ellos. Fue posible, durante unos pocos días, creer que la paz reinaba sobre la tierra.
Avanzada la tarde del veintitrés de diciembre llegaron las hijas con un revuelo de chismes y besos. La más joven, Amanda, llegó la primera. Desde el lugar privilegiado que ocupaba en el rellano, el geniecillo miró siniestramente a la joven. No parecía el material ideal en quien provocar una crisis. De hecho parecía peligrosa. Gina llegó una o dos horas más tarde; era una mujer de rasgos delicados, mundana, de unos veinticuatro años; parecía tan intimidatoria en todo como su hermana. Ambas trajeron a la casa su animación y sus risas; volvieron a disponer los muebles; metieron las sobras de comida en el congelador, se dijeron cada una (y a su padre) lo mucho que habían echado a faltar su mutua compañía. En unas pocas horas la casa gris se volvió a pintar de luz, alegría y amor.
Eso enfermó al geniecillo.
Gimoteando, se escondió en la habitación para no oír la efusión del cariño, pero sus ondas expansivas lo envolvieron. Todo lo que pudo hacer fue sentarse, escuchar y perfeccionar su venganza.
Jack estaba contento de tener a sus bellezas en casa. Amanda, tan llena de opiniones y tan fuerte como su madre. Gina, más parecida a la madre de él: equilibrada y sensible. Se sentía tan feliz con su presencia que se podría haber echado a llorar; y ahí estaba él, el padre orgulloso, exponiendo a ambas a tantos riesgos. Pero ¿qué alternativa le quedaba? Habría resultado muy sospechoso que suprimiera los festejos de Navidad. Podría incluso haber echado por tierra toda su estrategia, haciendo sospechar al enemigo qué trampa le tendía.
No, debía mantenerse en sus trece. Hacerse el mudo como el enemigo había acabado por esperar de él.
Ya llegaría el momento de actuar.
A las tres y cuarto de la madrugada del día de Navidad, el geniecillo inició las hostilidades tirando a Amanda de la cama. Una actuación ínfima en el mejor de los casos, pero que tuvo el efecto deseado. Adormecida, se frotó la magullada cabeza y se subió otra vez a la cama, sólo para que ésta se corcoveara, agitara y la derribara otra vez, como un potro indomado.
El ruido despertó al resto de la casa. Gina fue la primera en llegar al cuarto de su hermana.
–¿Qué pasa?
–Hay alguien debajo de mi cama.
–¿Qué?
Gina cogió un pisapapeles del tocador y le gritó al asaltante que saliera. El geniecillo, invisible, estaba sentado en el asiento junto a la ventana y hacía gestos obscenos a las mujeres, retorciéndose los genitales.
Gina se asomó debajo de la cama. El demonio estaba agarrado ahora a la lámpara, haciéndola oscilar adelante y atrás, para que la habitación diera vueltas.
–Aquí no hay nada.
–Sí.
Amanda lo sabía. Claro que lo sabía.
–Hay algo ahí, Gina –dijo–. Hay algo en la habitación, con nosotras, estoy segura.
–No. –Gina fue tajante–. Está vacía.
Amanda estaba buscando detrás del ropero cuando entró Polo.
–¿Qué es todo este jaleo?
–Hay alguien en casa, papá. Me tiraron de la cama.
Jack miró las sábanas arrugadas, el colchón fuera de su sitio, y luego a Amanda. Ésta era la primera prueba: tenía que mentir con toda la naturalidad de que fuera capaz.
–Parece que has tenido pesadillas, guapa –dijo, afectando una sonrisa inocente.
–Había algo debajo de la cama –insistió Amanda.
–Aquí no hay nadie ahora.
–Pero yo lo noté.
–Bueno, inspeccionaré el resto de la casa –propuso, sin entusiasmo por la tarea–. Vosotras dos quedáos aquí, por si acaso.
En cuanto Polo salió de la habitación, el geniecillo agitó un poco más la luz.
–¡Esto se hunde! –dijo Gina.
Hacia frío en el piso de abajo, y Polo se habría abstenido de andar de puntillas y descalzo sobre las baldosas de la cocina, pero estaba relativamente satisfecho de que la guerra hubiera empezado de una manera tan inocente. Temía que el enemigo se volviera salvaje con víctimas tan tiernas a mano. Pero no: había juzgado el espíritu de esa criatura con bastante precisión. Era de las órdenes menores. Poderoso pero lento. Se le podía sacar de sus casillas. «Procede cuidadosamente», se dijo, «procede cuidadosamente.»
Se paseó por toda la casa, abriendo pacientemente aparadores y mirando detrás de los muebles; luego volvió con sus hijas, que estaban sentadas arriba de las escaleras. Amanda parecía pequeña y pálida, no la mujer de veintidós años que era, sino de nuevo una niña.
–No pasa nada –les dijo con una sonrisa–. Es la mañana de Navidad y en toda la casa...
Gina acabó la estrofa.
–Nada se mueve; ni siquiera un ratón.
–Ni siquiera un ratón, cariño.
En ese momento el geniecillo hizo que su cola tirara un jarrón de la repisa del salón.
Incluso Jack se sobresaltó.
–Mierda –dijo. Necesitaba dormir, pero estaba claro que el demonio no tenía intención de dejarlos en paz justamente ahora.
–Che serà, serà –murmuró, recogiendo los pedazos del jarrón chino y envolviéndolos en un trozo de periódico–. Por cierto, que la casa se hunde un poco del lado izquierdo –dijo elevando la voz–. Lo ha hecho durante años.
–Un hundimiento –dijo Amanda con una serena tranquilidad– no me tiraría de la cama.
Gina no dijo nada. Las opciones eran limitadas. Las alternativas poco atrayentes.
–Bueno, a lo mejor fue Santa Claus –dijo Polo, ensayando la frivolidad. Empaquetó los pedazos del jarrón y se dirigió a la cocina, seguro de que lo seguían a cada paso–. ¿Qué otra cosa puede ser? –Hizo la pregunta por encima del hombro al tirar el periódico a la basura–. La única explicación que resta... –y por poco se regocija al rozar tan de cerca la verdad–, la única explicación que resta es demasiado absurda para expresarla.
Fue una ironía exquisita negar la existencia del mundo invisible con el conocimiento pleno de que ahora mismo estaba resoplando vengativamente detrás de su cuello.
–¿Quieres decir duendes? –dijo Gina.
–Me refiero a cualquier cosa que dé trastazos de noche. Pero somos gente mayorcita, ¿verdad? No creemos en el coco.
–No –dijo Gina categóricamente–, yo no, pero tampoco creo que la casa se esté hundiendo.
–Bueno, tendremos que aceptarlo de momento –dijo Jack con una determinación negligente–. La Navidad empieza ahora. Y no vamos a estropearla hablando de duendes, ¿verdad?
Se rieron juntos.
Duendes. Ese fue un duro golpe. Llamar duende a un enviado del infierno.
El geniecillo, debilitado por la frustración, con lágrimas ácidas que hervían en sus mejillas intangibles, hizo rechinar sus dientes y se calló.
Aún quedaba tiempo para borrar esa sonrisa atea de la cara suave y gorda de Jack. Tiempo de sobras. Ningún paño caliente de ahora en adelante. Ninguna sutileza. Sería un ataque a fondo.
Que haya sangre. Que haya sufrimiento.
Todos se desmoronarían.
Amanda estaba en la cocina, preparando la cena de Navidad, cuando el geniecillo lanzó su siguiente ataque. Por la casa resonaban las voces del coro del King’s College: «Oh, pequeña ciudad de Belén, qué tranquila te vemos yacer...».
Se habían abierto los regalos se estaban bebiendo los gin-tonics, la casa era un cálido abrazo desde el tejado hasta el sótano.
En la cocina se coló una súbita ráfaga fría entre el calor y el vapor, haciendo estremecerse a Amanda; alcanzó la ventana, abierta de par en par para ventilar el aire, y la cerró. No fuera a resfriarse.
El geniecillo observó su espalda mientras ella se ocupaba de la cocina, disfrutando de la vida doméstica durante un día. Amanda notó con toda claridad que la miraban. Se dio la vuelta. Nadie, nada. Siguió lavando las coles de Bruselas y cortó una con un gusano acurrucado en medio. Lo ahogó.
El coro seguía cantando.
En el salón, Jack que estaba con Gina, se reía de algo.
Luego hubo un ruido. Un traqueteo al principio, seguido del golpear del puño de alguien contra una puerta. Amanda dejó caer el cuchillo en la pila de las coles y se dio la vuelta ante el fregadero siguiendo el ruido. Éste se hacia cada vez más fuerte. Como si algo encerrado en uno de los armarios intentara desesperadamente escapar. Un gato encerrado en una jaula o un...
Pájaro.
Procedía del horno.
A Amanda se le encogió el estómago y empezó a imaginar lo peor. ¿Habría encerrado algo en el horno al meter el pavo? Llamó a su padre mientras cogía el paño de cocina y avanzaba hacia el horno, que se agitaba con el pánico de su prisionero. Tuvo visiones de un gato apaleado saltándole encima, con el pelo achicharrado y la carne medio cocida.
Jack estaba en la puerta de la cocina.
–Hay algo en el horno –le dijo, como si hiciera falta que se lo dijeran. El horno estaba frenético; su sobresaltado contenido casi había echado la puerta abajo.
Le quitó el paño de cocina. «Éste es un truco nuevo», pensó. «Eres mejor de lo que creía. Esto es astuto. Es original.»
Gina ya estaba en la cocina.
–¿Qué se está cociendo? –preguntó irónicamente.
Pero el chiste se echó a perder cuando la cocina empezó a bailar y las cacerolas con agua hirviendo se cayeron bruscamente de los quemadores al suelo. El agua abrasó la pierna de Jack. Éste gritó y retrocedió tropezándose con Gina, antes de abalanzarse contra la cocina con un chillido que no habría asustado a un samurai.
El mango del horno estaba resbaladizo por el calor y la grasa, pero lo agarró y abrió la puerta.
Del interior salió una ola de vapor y de calor abrasadora; olía a carne de pavo suculenta. Pero el pájaro que estaba dentro no tenía aparentemente ninguna intención de que se lo comieran. Se arrojaba de lado a lado de la bandeja del asador, lanzando gotas de salsa en todas direcciones. Sus alas marrones y churruscadas se agitaban lamentablemente, sus patas repiqueteaban contra el techo del horno.
Entonces pareció advertir que la puerta estaba abierta. Las alas se estiraron a cada lado de su cuerpo asado, y medio saltó medio cayó en la puerta del horno, en una parodia de su personalidad viva. Descabezado, rezumando condimentos y cebollas, dio aletazos por doquier como si nadie le hubiera informado a ese condenado bicho de que estaba muerto; la manteca aún hervía en su lomo cubierto de bacon.
Amanda chilló.
Jack se abalanzó sobre la puerta mientras el pájaro daba bandazos por el aire, ciego pero vengativo. Nunca se descubrió qué pretendía hacer una vez que alcanzara a sus tres acobardadas víctimas. Gina arrastró a Amanda al pasillo, seguidas ambas de cerca por su padre, y cerraron la puerta de un portazo justo cuando el pájaro se lanzaba contra el revestimiento, golpeando contra él con todas sus fuerzas. Corrió salsa por la ranura de debajo de la puerta, oscura y grasienta.
Ésta no tenía cerradura, pero Jack pensó que el pájaro no sería capaz de hacer girar el pomo. Al retirarse sin aliento, maldijo su confianza. La oposición tenía más trucos en reserva de lo que se había imaginado.
Amanda estaba apoyada contra la pared, sollozando, con la cara manchada de salpicaduras de grasa de pavo. Sólo parecía capaz de negar lo que había visto, agitando la cabeza y repitiendo la palabra «no» como un talismán contra ese horror ridículo que todavía se abalanzaba contra la puerta. Jack la acompañó hasta el salón. La radio aún emitía villancicos que cubrían el estrépito del pájaro, pero sus promesas de buena voluntad eran un mediocre consuelo.
Gina sirvió un coñac fuerte a su hermana y se sentó detrás de ella en el sofá dándole, solícita, ánimos y palabras tranquilizadoras. Hicieron poca mella en Amanda.
–¿Qué fue eso? –preguntó Gina a su padre en un tono que exigía réplica.
–No lo sé –contestó Jack.
–¿Histeria colectiva? –El disgusto de Gina era evidente. Su padre tenía un secreto: sabía qué ocurría en la casa pero, por alguna razón, se negaba a revelarlo.
–¿A quién llamo: a la policía o a un exorcista?
–A ninguno de los dos.
–Por el amor de Dios...
–No pasa nada, Gina, de verdad.
Junto a la ventana, su padre se dio la vuelta y la miró. Sus ojos dijeron lo que su boca no quería decir: que eso era la guerra.
Jack estaba asustado.
La casa se había convertido en una prisión. De repente el juego era mortal. El enemigo, en lugar de jugar a juegos inofensivos, quería hacerles daño, daño de verdad, a todos ellos.
En la cocina, el pavo había admitido por fin su derrota. Los villancicos de la radio habían dado paso a un sermón sobre las bendiciones de Dios.
Lo que había sido dulce era agrio y peligroso. Miró a través de la habitación a Amanda y a Gina. Cada una por sus razones, estaban temblando. Polo quiso hablarles, explicarles lo que estaba ocurriendo. Pero la cosa debía estar ahí, lo sabía, refocilándose.
Estaba equivocado. El geniecillo se había retirado al ático, satisfecho con sus esfuerzos. El del pájaro, le parecía, había sido un golpe genial. Ahora podía descansar un rato: recuperarse. Dejar que poco a poco los nervios del enemigo flaquearan. Entonces, en el momento apropiado, asestaría el coup de grâce.
Pensó distraídamente si alguno de los inspectores habría observado su obra con el pavo. A lo mejor estaban lo bastante impresionados por su originalidad como para mejorar sus perspectivas de trabajo. Seguro que no había pasado todos esos años de entrenamiento para perseguir a imbéciles medio lerdos como Polo. Debía haber algo más estimulante que eso. Sentía la victoria, y era una sensación agradable.
La persecución de Polo seguramente se precipitaría. Sus hijas lo convencerían (si es que aún no lo estaba) de que había algo terrible en marcha. Se rajaría. Se tambalearía. A lo mejor se volvía loco a la manera clásica: mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras, untándose con sus propios excrementos.
Sí, la victoria se acercaba. ¿Y no tendrían sus amos atenciones con él? ¿No lo recompensarían con alabanzas y poder?
Sólo era necesaria una nueva manifestación. Una intervención final inspirada y Polo no sería más que una masa gimoteante.
Cansado pero confiado, el geniecillo bajó al salón.
Amanda estaba tumbada cuan larga era sobre el sofá, dormida. Obviamente, estaba soñando con el pavo. Sus ojos se movían bajo los finos párpados, el labio inferior le temblaba. Gina se había sentado detrás de la radio, que ahora estaba apagada. Tenía un libro abierto en el regazo, pero no lo estaba leyendo.
El importador de pepinillos no estaba en la habitación. ¿No era ésa de la escalera su huella? Sí, la estaba subiendo para aliviar su intestino lleno de coñac.
Una sincronización perfecta.
El geniecillo cruzó la habitación. Mientras dormía, Amanda soñó que algo oscuro revoloteaba delante de su vista, algo maligno, algo que le sabía amargo en la boca.
Gina levantó la mirada del libro.
Las bolas plateadas del árbol se mecían suavemente. No sólo las bolas: el oropel y las ramas también.
De hecho, todo el árbol. Todo el árbol se agitaba como si alguien se hubiera apoderado de él.
A Gina le dio muy mala espina. Se levantó. El libro se cayó al suelo.
El árbol empezó a girar.
–Cristo –dijo–. Jesucristo.
Amanda seguía durmiendo.
El árbol ganaba velocidad.
Gina anduvo todo lo silenciosamente que pudo en dirección al sofá y trató de despertar a su hermana agitándola. Amanda, encerrada en sus sueños, se resistió un momento.
–Padre –dijo Gina. Su voz era fuerte y llegó hasta el vestíbulo. También despertó a Amanda.
Polo oyó un ruido como de perro quejándose en el piso de abajo. No, como dos perros quejándose. Al bajar corriendo las escaleras, el dúo se convirtió en trío. Irrumpió en el salón esperando encontrar a todas las huestes infernales con cabeza de perro bailando sobre sus bellezas.
Pero no. Era el árbol de Navidad el que gemía, gemía como una jauría de perros, y giraba y giraba.
Las bombillas habían saltado hacía mucho de sus casquillos. El aire apestaba a plástico chamuscado y a savia de pino. El propio árbol giraba como una peonza, repartiendo los regalos y adornos de sus atormentadas ramas con la generosidad de un rey loco.
Jack apartó la vista del espectáculo del árbol y encontró a Gina y Amanda, en cuclillas y aterrorizadas, detrás del sofá.
–¡Fuera de ahí! –chilló.
En aquel momento, la televisión se levantó impertinentemente sobre una pata y empezó a girar como el árbol, ganando velocidad rápidamente. El reloj de la repisa se unió al ballet. Y los atizadores del lado del fuego. Y los cojines. Y los adornos. Cada objeto añadía su propia nota singular a la orquestación de gemidos que crecían por segundos hasta alcanzar un volumen ensordecedor. El aire empezó a rebosar de olor a leña quemada, pues la fricción calentaba los extremos giratorios hasta hacerlos casi explotar. El humo se arremolinó por la habitación.
Gina cogió a Amanda por el brazo y la arrastró hacia la puerta, protegiendo su cara contra la lluvia de agujas de pino que el árbol, sin dejar de acelerarse, iba lanzando.
Ahora daban vueltas las luces.
Los libros, que se habían caído de las estanterías, se unieron a la tarantela.
Jack se podía imaginar al enemigo corriendo entre los objetos como un malabarista que hiciera rodar platos con palos, intentando que todos se movieran al unísono. Debía ser un trabajo agotador, pensó. Probablemente el demonio estaba a punto de venirse abajo. No podía pensar con claridad. Sobreexcitado. Impulsivo. Vulnerable. Éste debía ser el momento, si es que había un momento, de unirse por fin a la batalla. De enfrentarse a eso, desafiarlo y hacerle caer en la trampa.
Por su parte, el geniecillo estaba disfrutando de esta orgía de destrucción. Lanzaba a la refriega todo objeto que pudiera moverse, haciendo que todo diera vueltas.
Observaba con satisfacción cómo la hija se crispaba y se escabullía; reía al ver cómo miraba el viejo, con los ojos desorbitados, ese ballet estrafalario.
Seguro que ya estaba casi loco, ¿no?
Las bellezas habían llegado a la puerta, con el pelo y la piel llenas de agujas de pino. Polo no las vio salir. Corrió a través de la habitación esquivando una lluvia de adornos y recogió una horquilla de cobre para asar que el enemigo había descuidado. Las baratijas llenaban el aire alrededor de su cabeza, bailando a una velocidad vertiginosa. Tenía la carne herida y pinchada. Pero la hilaridad de unirse a la batalla se había apoderado de él, y se puso a hacer añicos libros, relojes y porcelanas chinas. Como un hombre en medio de una nube de cigarras, corrió por la habitación, derribando sus libros favoritos en un remolino de batir de páginas, golpeando a Dresden mientras dibujaba espirales, destrozando las lámparas. Un montón de objetos rotos inundaba el suelo, algunos de ellos aún se crispaban al salir la vida de sus fragmentos. Pero por cada objeto derrumbado quedaba todavía una docena girando y gimiendo.
Podía oír a Gina en la puerta gritándole que saliera, que lo dejara tal cual.
Pero era muy divertido jugar contra el enemigo más directamente de lo que se había permitido hacerlo hasta entonces. No quería rendirse. Quería que el demonio se mostrase, que lo conocieran, que lo reconocieran.
Quería un enfrentamiento con el emisario de Pedro Botero inmediato y definitivo.
Sin previo aviso, el árbol dio paso a los dictados de la fuerza centrífuga y estalló. El ruido fue como un aullido de muerte. Ramas, ramitas, agujas, bolas, luces, cables y cintas volaron por la habitación. Jack, dando la espalda a la explosión, notó que una onda expansiva lo golpeaba con fuerza y lo tiraba al suelo. La parte de atrás de su cuello y cuero cabelludo fueron alcanzadas de lleno por las agujas de pino. Una rama reseca salió disparada por encima de su cabeza y atravesó el sofá. A su alrededor repiquetearon pedazos del árbol en el suelo.
Explotaban, como el árbol, otros objetos de la habitación, arrojados más allá de lo que sus estructuras toleraban. La televisión estalló, enviando una ola letal de cristales por la habitación, gran parte de la cual se hundió en la pared de enfrente. Sobre Jack, que reptaba hacia la puerta como un soldado bajo un bombardeo, cayeron trozos de entrañas del televisor tan calientes que chamuscaban la piel.
La habitación estaba tan atestada de andanadas de cascos que parecía envuelta en niebla. Los cojines habían contribuido al espectáculo con sus tripas, que caían como nieve sobre la alfombra. En cuanto a los trozos de porcelana, un brazo primorosamente barnizado y una cabeza de cortesano rebotaron en el suelo delante de su nariz.
Gina estaba en cuclillas en la puerta, instándole a que se diera prisa y entornando los ojos para protegerse contra la lluvia. Cuando Jack la alcanzó y sintió sus brazos alrededor suyo, juró que podía oír risas en el salón. Risas tangibles, audibles, sonoras y satisfechas.
Amanda estaba en el vestíbulo, con el pelo lleno de agujas de pino, mirándolo. Arrastró sus piernas por el pasillo y Gina cerró la puerta de un golpe detrás de la demolición.
–¿Qué es? –preguntó–. ¿Duende? ¿Fantasma? ¿El fantasma de mamá?
La idea de que su difunta mujer fuera la responsable de esa destrucción total le pareció divertida a Jack.
Amanda sonreía a medias. «Bueno, pensó, lo está superando.» Entonces se cruzó con la mirada ausente de sus ojos y se dio cuenta de la verdad. Se había derrumbado, su cordura se había refugiado donde esta fantasmagoría no la pudiera alcanzar.
–¿Qué hay ahí? –preguntó Gina, aferrándole el brazo tan fuertemente que le detuvo la circulación.
–No sé –mintió–. ¿Amanda?
La sonrisa de Amanda no desaparecía. Se quedó mirando hacia él, a través de él.
–Sí que lo sabes.
–No.
–Estás mintiendo.
–Creo...
Se levantó del suelo y se sacudió los trozos de porcelana, las plumas y el cristal de su camisa y pantalones.
–Creo... que me voy a dar un paseo.
Detrás de él, los últimos vestigios de zumbidos se habían apagado en el salón. El aire del pasillo estaba electrizado de presencias ocultas. Estaba muy cerca de él, invisible como siempre, pero muy cerca. Éste era el momento más peligroso. No debía perder la calma ahora. Debía actuar como si no hubiera pasado nada; tenía que dejar a Amanda tal cual, dejar las explicaciones y las recriminaciones hasta que todo se hubiera acabado y resuelto.
–¿Pasear? –dijo Gina, incrédula.
–Sí... pasear... Necesito un poco de aire fresco.
–No puedes dejarnos aquí.
–Buscaré a alguien que nos ayude a limpiar.
–¿Y Mandy?
–Se recuperará. Déjala tal como está.
Eso fue duro. Casi imperdonable. Pero ya estaba dicho.
Anduvo inseguro hasta la puerta principal, sintiendo náuseas después de tanto remolino. A sus espaldas, Gina estaba enfurecida.
–¡No puedes irte así, sin más! ¿Estás chiflado?
–Necesito aire –dijo, tan tranquilamente como se lo permitieron su corazón, que latía con fuerza, y su reseca garganta–. Así que saldré un rato.
No, dijo el geniecillo. No, no, no.
Estaba detrás suyo, Polo podía sentirlo. Muy enfadado, a punto de cortarle la cabeza. Salvo que no estaba autorizado a tocarlo jamás. Pero podía notar su resentimiento como una presencia física.
Dio otro paso hacia la puerta principal.
Todavía estaba con él, siguiendo cada uno de sus pasos. Era su sombra, su lapa; inseparable. Gina le gritó:
–¡Hijo de puta, mira a Mandy! ¡Se ha vuelto loca!
No, no debía mirar a Mandy. Si la miraba, podría echarse a llorar, derrumbarse como quería esa cosa, y entonces todo estaría perdido.
–Se pondrá bien –dijo, apenas más fuerte que un murmullo.
Cogió el pomo de la puerta principal. El demonio echó el cerrojo rápidamente, sonoramente. Ya no estaba de humor para seguir fingiendo.
Jack, manteniendo sus movimientos todo lo pausados que pudo, descerrojó la puerta, por arriba y por abajo. Pero la puerta se cerró de nuevo.
Era un juego emocionante, pero también aterrador. Si iba demasiado lejos, la frustración del demonio se sobrepondría seguramente a lo que le habían enseñado.
Lentamente, suavemente, quitó otra vez el cerrojo. Con la misma lentitud, la misma suavidad, el geniecillo la cerró.
Jack pensó cuánto tiempo podría soportar eso. Tenía que salir como fuera: tenía que hacerle atravesar el umbral. Un paso era todo lo que la ley pedía, de acuerdo con sus investigaciones. Un solo paso.
Abierta. Cerrada, Abierta. Cerrada.
Gina estaba de pie a uno o dos metros de su padre. No comprendía lo que estaba viendo, pero era obvio que su padre luchaba con alguien, o algo.
–Papá... –empezó a decir.
–Cállate –dijo bondadosamente, gimiendo al abrir la puerta por séptima vez. Hubo un temblor de locura en su gemido: fue demasiado largo y demasiado laxo.
Inexplicablemente, ella le devolvió la sonrisa. Era triste, pero genuina. Por mucho que estuviera en juego en todo esto, ella lo quería.
Polo se dirigió hacia la puerta trasera. El demonio iba tres pasos por delante de él, corriendo por la casa como un esprínter y echando el cerrojo antes de que Polo pudiera alcanzar siquiera el pomo. Unas manos invisibles hicieron girar la llave en la cerradura y la redujeron en el aire a cenizas.
Jack fingió una escapada hacia la ventana que había junto a la puerta trasera, pero se bajaron las persianas y se cerraron los postigos de un golpe. El geniecillo, demasiado preocupado por la ventana para vigilar a Jack de cerca, no advirtió que éste volvía sobre sus pasos por la casa.
Cuando vio la trampa que le tendían, soltó un pequeño chillido y lo persiguió; estuvo a punto de resbalar sobre el pulimentado suelo y darse contra Polo. Evitó la colisión sólo gracias a la más artística de las maniobras. Eso habría resultado fatal, desde luego: tocar al hombre en el calor de la pelea.
Jack estaba otra vez en la puerta principal y Gina, comprendiendo la estrategia de su padre, le había quitado el cerrojo mientras el geniecillo y él luchaban en la puerta trasera. Jack había deseado fervientemente que aprovechara la oportunidad de abrirla. Lo había hecho. Estaba entornada: el aire gélido y vivificante de la tarde entraba en remolinos por el pasillo.
Jack cubrió los últimos metros que lo separaban de la puerta como un relámpago, sintiendo sin oírlo el aullido de queja que lanzó el geniecillo al ver que su víctima escapaba al mundo exterior.
No era una criatura ambiciosa. Todo lo que quería en ese momento, por encima de cualquier sueño, era coger ese cráneo humano entre sus manos y hacer un disparate con él. Hacerlo añicos y tirar su obsesión fuera, a la nieve. Hacer eso con Jack Polo, por siempre jamas.
¿Era eso mucho pedir?
Polo había salido a la nieve fresca y crujiente, con las zapatillas y los dobladillos de sus pantalones enterrados en el hielo. Para cuando la furia llegó al umbral, Jack ya estaba tres o cuatro metros más allá, andando tranquilamente por el sendero hacia la verja. Escapando, escapando.
El geniecillo volvió a aullar y olvidó sus años de entrenamiento. Todas las lecciones que había aprendido, todas las reglas de guerra que habían grabado en su cerebro quedaron anegadas por el simple deseo de hacerse con la vida de Polo.
Franqueó el umbral y se puso a perseguirlo. Fue una transgresión imperdonable. En alguna parte del infierno, los poderes (que por largo tiempo puedan presidir el tribunal, que por largo tiempo puedan iluminar las cabezas de los condenados) sintieron el pecado y supieron que la batalla por el alma de Polo estaba perdida.
Jack también lo sintió. Oyó el sonido de agua hirviendo a medida que los pasos del demonio derretían la nieve del sendero. ¡Lo estaba siguiendo! La cosa había transgredido la primera condición de su existencia. Había perdido sus prerrogativas. Sintió la victoria en su espina dorsal y en el estómago.
El demonio lo alcanzó en la verja. Se podía ver claramente su aliento en el aire, aunque el cuerpo del que procedía aún no se había vuelto visible.
Jack intentó abrir la verja, pero el geniecillo la cerró de un portazo.
–Che serà, serà –dijo Jack.
El demonio no lo pudo soportar más. Cogió, lleno de ira, la cabeza de Jack con sus manos con la intención de reducir el frágil hueso a cenizas.
Tocarlo fue su segundo pecado; y lo hizo sufrir más de lo admisible. Aulló como un hada y se apartó tambaleando de su presa, resbalando en la nieve y cayendo de espaldas.
Conocía su error. Las lecciones que le habían inculcado a golpes se le presentaron vertiginosamente ante su imaginación. También sabía cuál era el castigo por abandonar la casa y tocar al hombre. Estaba sujeto a un nuevo amo, esclavizado a esa víctima idiota que tenía encima.
Polo había vencido.
Se reía observando la manera en que se formaba la figura del demonio sobre la nieve del sendero. Como una fotografía que se revelara en una hoja de papel, la imagen de la furia se hizo nítida. La ley se estaba cobrando sus derechos. El geniecillo nunca podría volver a esconderse de su amo. Ahí estaba, visible a los ojos de Polo, en toda su gloria desencantada. Piel castaña y ojo brillante sin párpado, brazos fláccidos, removiendo la nieve con su cola y derritiéndola a la vez.
–¡Bastardo! –dijo. Su voz tenía un deje australiano.
–No hablarás hasta que se te dirija la palabra –dijo Polo, con una autoridad tranquila pero absoluta–. ¿Comprendido?
El ojo sin párpado lo miró, lleno de humildad.
–Sí –dijo el geniecillo.
–Sí, señor Polo.
–Sí, señor Polo.
La cola se le hundió entre las piernas, como a un perro acobardado.
–Puedes levantarte.
–Gracias, señor Polo.
Se levantó. No era agradable de ver, pero Jack disfrutó a pesar de todo.
–Acabarán con usted, sin embargo.
–¿Quiénes?
–Ya lo sabe –dijo, dubitativo.
–Nómbralos.
–Belcebú –contestó, orgulloso de nombrar a su antiguo amo–. Los poderes. El propio infierno.
–No creo –musitó Polo–. No contigo sometido a mí como prueba de mis habilidades. ¿No soy el mejor de todos?
La mirada de la criatura parecía hosca.
–¿No lo soy?
–Sí –concedió amargamente–. Sí, usted es el mejor de todos.
Había empezado a temblar.
–¿Tienes frío? –preguntó Polo.
Asintió, imitando el aspecto de un niño perdido.
–Entonces necesitas ejercicio –dijo–. Mejor que vuelvas a casa y empieces a arreglarlo todo.
La furia pareció perpleja, hasta desengañada, por esa orden.
–¿Nada más? –preguntó, incrédula–. ¿Ningún milagro? ¿Ni Helena de Troya ni vuelos?
La idea de volar en una tarde tan nevada como ésa dejó frío a Polo. Era ante todo un hombre de gustos sencillos: todo lo que le pedía a la vida era el amor de sus hijas, una casa agradable y un buen precio comercial para los pepinillos.
–Nada de vuelos –dijo.
Al dirigirse cabizbajo por el sendero hacia la casa, pareció idear una nueva maldad. Se volvió hacia Polo, obsequioso pero inconfundiblemente pagado de sí mismo.
–¿Podría decir algo? –preguntó.
–Habla.
–Es justo que le informe de que se considera impío tener contactos con tipos como yo. Incluso herético.
–¿Es eso cierto?
–Sí –dijo el geniecillo, animándose por su profecía–. Se ha quemado a gente por menos.
–No en los tiempos que corren –replicó Polo.
–Pero el serafín lo verá –dijo–. Y eso significa que nunca irá a ese lugar.
–¿Qué lugar?
El demonio buscó la palabra especial que había oído usar a Belcebú.
–El cielo –dijo, triunfante. Había aparecido una fea sonrisa en su cara; ésta era la maniobra más astuta a la que había recurrido jamás; era teología malabar.
Jack asintió despacio, poniéndose el índice en el labio inferior.
Lo que decía la criatura era probablemente cierto: la asociación con él o con tipos como él no la verían con buenos ojos las huestes de santos y ángeles. Probablemente le fuera vedado el acceso a las praderas del paraíso.
–Bueno –dijo–, ya sabes lo que tengo que responder a eso, ¿no es verdad?
El geniecillo se quedó mirándolo frunciendo el entrecejo. No, no lo sabía. Entonces desapareció su sonrisa de satisfacción al ver lo que quería decir Polo.
–¿Qué digo? –le preguntó Polo.
Derrotado, murmuró la frase.
–Che serà, serà.
Polo sonrió.
–Todavía te queda una oportunidad –dijo, y lo llevó camino del umbral, cerrando la puerta con algo muy parecido a la serenidad en su rostro.
EL BLUES DE LA SANGRE DE CERDO
Se podía oler a los niños antes de verlos, su joven sudor se había vuelto rancio en aquellos pasillos de ventanas enrejadas, su aliento amargo, sus cabezas mustias. Más tarde, se oían sus voces, unas voces moldeadas por la rigidez de su encierro.
No corras. No grites. No silbes. No pelees.
Lo llamaban Centro de Rehabilitación para Delincuentes Juveniles, aunque, en realidad, era una maldita prisión. Todo cerraduras, llaves y guardianes. Los pocos gestos de liberalidad que existían en el centro no conseguían ocultar la cruda realidad; Tetherdowne era una auténtica prisión, con un nombre más suave quizá, y los internos lo sabían.
No es que Redman tuviera depositada ninguna ilusión en aquellos que iban a ser sus alumnos. Eran duros, y si estaban encerrados era por alguna razón. La mayoría de ellos intentarían robarte apenas te hubieran puesto la vista encima; te mutilarían, si les apeteciera, sin pestañear. Había estado demasiado tiempo en el Cuerpo para creer en aquellos argumentos sociológicos. Conocía a las víctimas, y conocía a los chicos. No se trataba de deficientes mentales incomprendidos, eran perspicaces, agudos y amorales; tanto como las cuchillas que solían esconder bajo sus lenguas. No tenían necesidad alguna de sentimientos, tan sólo querían salir de allí.
–Bienvenido a Tetherdowne.
El nombre de la mujer era Leverton, o Leverfall, o...
–Soy la doctora Leverthal.
Leverthal, sí. La perra que había conocido en...
–Nos conocimos en la entrevista.
–Sí.
–Es un placer verle, señor Redman.
–Neil; por favor, llámeme Neil.
–Intentamos no tuteamos en presencia de los chicos para que no tomen demasiada confianza. Por eso preferiría que el uso del nombre quedara exclusivamente reducido a las horas de asueto.
Ella no dijo el suyo. Probablemente sería algo hermético, Yvonne. Lydia. Ya se le ocurriría algo apropiado. Aparentaba unos cincuenta, aunque probablemente sería diez años más joven. No llevaba ningún maquillaje, el pelo recogido tan rígidamente que parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas.
–Empezará las clases pasado mañana. El director me pidió que le diera la bienvenida al Centro de su parte, y pide disculpas por no poder estar presente él mismo. Existen problemas económicos.
–¿No los hay siempre?
–Lamentablemente, sí. Me temo que nadamos contra corriente. La política social del país se encuentra más bien orientada hacia el estricto cumplimiento del orden y la justicia.
¿Era ésa una bonita forma de expresarlo? ¿Sacar a golpes la mierda que los niños habían cogido golfeando en las calles? Sí, él había seguido ese sistema en su tiempo, y era un asqueroso callejón sin salida; tan malo como ser sentimental.
–El hecho es que podemos perder Tetherdowne –dijo–, lo cual sería una vergüenza. Ya sé que no parece demasiado...
–...pero es nuestra casa –rió él. El chiste no tuvo ningún efecto. Ella ni siquiera pareció oírlo.
–Usted –su tono se endureció–, usted tiene un sólido (¿o dijo manchado? 1) historial en el cuerpo de policía. Tenemos esperanzas de que su nombramiento sea bien recibido por las autoridades.
Así que era eso. Traían a un ex policía ejemplar para tranquilizar a las autoridades y demostrar buena voluntad en el Departamento de Disciplina. Realmente no le querían allí. Lo que realmente ellos deseaban era un sociólogo que redactara algunos de aquellos informes sobre el efecto del sistema de las clases en la brutalidad de los adolescentes. Estaba intentando decirle tranquilamente que él era tan sólo un extraño.
–Le conté por qué dejé la policía.
–Lo mencionó; invalidez.
–Nunca aceptaría un trabajo de oficina, así de sencillo; y ellos no me permiten desempeñar el trabajo que realmente sé hacer. Es peligroso para mí, según dicen.
Ella pareció turbarse un poco con su explicación. Ella, una psicóloga; ella, que debería estar ansiosa de escuchar todo aquel material, era su alma lo que estaba desnudando allí, por el amor de Dios.
–Así que me dieron la patada después de veinticuatro años. –Dudó y dijo–: No soy un policía ejemplar; no soy policía de ninguna clase. El cuerpo y yo hemos acabado. ¿Entiende lo que quiero decir?
–Bien, bien.
Ella no había entendido una sola palabra. Redman intentó otra aproximación.
–Me gustaría saber qué les ha contado a los chicos.
–¿Contado?
–De mí.
–Bueno, algo sobre su pasado.
–Ya veo. Se les ha avisado. Ya llegan los cerdos.
–Parecía importante.
Gruñó.
–Comprenda usted, hay tantos de estos muchachos que tienen problemas de agresividad, que eso les crea muchos traumas. No pueden controlarse y, consecuentemente, sufren.
Redman no replicó nada, pero ella lo miró severamente, como si lo hubiera hecho.
–¡Oh, sí!, sufren. Para eso estamos nosotros aquí, para enseñarles que hay alternativas.
La doctora Leverthal se acercó a la ventana. Desde el segundo piso había una estupenda vista de los alrededores. Tetherdowne debía haber sido algún tipo de hacienda, por lo que había una respetable cantidad de tierras adyacentes al edificio principal. Un campo de juego, poblado de hierba mustia debido a la sequía veraniega. Más allá se encontraban las letrinas, delante de algunos árboles mustios, arbustos, y un yermo hasta llegar al muro. Había visto el muro desde el otro lado. Alcatraz se sentiría orgullosa de él.
–Intentamos darles un poco de libertad, algo de educación, y un poco de simpatía. Existe la opinión general de que los delincuentes disfrutan con sus actividades criminales, pero mi experiencia no indica eso en absoluto. Los chicos llegan aquí sintiéndose culpables, destrozados...
Una de aquellas víctimas destrozadas dibujó una «v» en la espalda de Leverthal mientras avanzaba por el corredor. Tenía el pelo alisado y arreglado, y la raya hecha por tres sitios. Un par de tatuajes caseros, sin terminar, aparecían en su antebrazo.
–No obstante, han cometido actos criminales –señaló Redman.
–Sí, pero...
–Y probablemente hay que recordárselo.
–Creo que no necesitan que nadie se lo recuerde, señor Redman A ellos les quema su propia culpabilidad.
Insistía en lo de la culpabilidad, cosa que no le sorprendió. Estos analíticos se sentían en el púlpito. Estaban allá arriba, donde solían estar los predicadores, lanzando a la gente sus amenazantes sermones sobre fuegos eternos pero con un vocabulario menos colorido. La misma historia, con promesas de salvación, si se cumplían los mandamientos. Y además, los justos heredarían el reino de los cielos.
Abajo, en el campo de juegos, se estaba celebrando una cacería. Caza y captura. Una de aquellas víctimas estaba pisoteando a otra más pequeña; era todo una demostración de crueldad.
Leverthal se dio cuenta de lo que estaba sucediendo al mismo tiempo que Redman.
–Discúlpeme. Debo...
Comenzó a bajar la escalera.
–Su aula de trabajo se encuentra en la tercera puerta a la izquierda, por si desea echarle una ojeada. Estaré de vuelta dentro de un momento –dijo por encima del hombro.
Seguro que sí. A juzgar por la forma en que la escena se estaba desarrollando sobre el campo de juegos, iban a necesitar una palanca de tres apoyos para lograr separarlos.
Redman se dirigió a su aula de trabajo. La puerta estaba cerrada, pero a través del cristal enrejado pudo ver los bancos, los alicates, las herramientas. No estaba mal. Podría enseñarles cómo trabajar la madera, si le dejaban suficiente independencia para hacerlo.
Al no poder entrar, se sintió un poco frustrado. Volvió al corredor, y bajó la escalera; encontró sin dificultad el camino hacia el soleado campo de juegos. Un pequeño grupo de espectadores se había reunido entorno a la pelea –o a la masacre–, que ya había cesado. Leverthal permanecía de pie, mirando al muchacho que se hallaba tendido en el suelo. Uno de los guardianes estaba arrodillado junto a su cabeza; las heridas no tenían buen aspecto.
Algunos de los chicos levantaron la vista y se quedaron observando al extraño, mientras Redman se aproximaba. Hubo algunos murmullos y sonrisas entre ellos.
Redman miró al herido. Tendría unos dieciséis años. Se encontraba con la cara sobre el suelo, escuchando las entrañas de la tierra.
–Lacey –le dijo Leverthal, refiriéndose al muchacho.
–¿Alguna herida seria?
El hombre que se encontraba arrodillado al lado de Lacey negó con la cabeza.
–Nada grave. Una pequeña caída. No hay nada roto.
La cara estaba manchada de sangre, que le manaba de la nariz. Tenía los ojos cerrados. Pacíficamente. Parecía estar muerto.
–¿Dónde está el cabrón del camillero? –dijo el guardián. Parecía encontrarse incómodo sobre la hierba seca del campo.
–Ya viene, señor –dijo alguien. Redman pensó que era el agresor. Un muchacho delgado de unos diecinueve años, con unos ojos que podían cortar la leche a diez metros de distancia.
Mientras tanto, un grupo de niños salía del edificio principal llevando una camilla y una sábana roja. Sonreían burlonamente entre ellos.
El grupo de espectadores había comenzado a dispersarse, ahora que lo mejor había acabado. No había diversión en recoger los trozos rotos.
–Esperen, esperen –dijo Redman–. ¿No necesitamos algún testigo? ¿Quién ha hecho esto?
Algunos se encogieron de hombros, la mayoría se hicieron los sordos. Se marcharon como si nadie hubiera dicho nada.
Redman dijo:
–Lo hemos visto. Desde la ventana.
Leverthal permaneció inmóvil, muda.
–¿No lo vimos? –le inquirió.
–Estábamos demasiado lejos para culpar a alguien. Creo. Pero no quiero volver a ver esta clase de intimidaciones. ¿Me habéis comprendido?
Si ella había visto a Lacey, y le había reconocido desde aquella distancia, ¿cómo no reconoció al agresor? Redman se culpó a sí mismo por no haberse fijado; sin nombres y personalidades que acompañaran las caras, era difícil distinguir entre ellos. El riesgo de hacer una acusación equivocada era alto, incluso a pesar de que estaba casi seguro de la culpabilidad del muchacho de la mirada gélida. Pero no era momento de cometer errores, esta vez no podía resolver el caso.
Leverthal parecía imperturbable por todo lo ocurrido.
–Lacey –dijo tranquilamente–, siempre es Lacey.
–Él se lo busca –dijo uno de los muchachos que llevaban la camilla, mientras apartaba un mechón de pelo rubio de los ojos–; no sabe hacer nada mejor.
Ignorando la observación, Leverthal supervisó el traslado de Lacey a la camilla, y empezó a caminar hacia el edificio principal, con Redman tras ella. Era todo tan casual.
–Lacey no es un chico sano –dijo crípticamente a modo de explicación; y eso fue todo. Cuánta compasión.
Redman miró hacia atrás, mientras el rígido cuerpo de Lacey era envuelto en la sábana roja. Entonces, dos cosas sucedieron casi simultáneamente.
La primera: alguien del grupo dijo:
–Ése es el cerdo.
La segunda: los ojos de Lacey se abrieron y miraron directamente a Redman; una mirada sincera, clara y abierta.
Redman empleó gran parte del día siguiente ordenando su aula. Muchas de las herramientas se habían roto o se encontraban inservibles debido al uso de manos inexpertas: sierras sin dientes, cinceles astillados y sin punta, piezas rotas. Necesitaría dinero para reponer las herramientas necesarias, pero aún no era el momento de empezar a pedir. Mejor esperar hasta que vieran que trabajaba bien. Estaba acostumbrado a la política de las instituciones; la policía había sido una buena escuela.
Serían las cuatro y media cuando un timbre comenzó a sonar. Parecía encontrarse lejos de donde él estaba. Él lo ignoró, pero sus instintos acabaron por imponerse. Los timbres eran alarmas, y las alarmas sonaban para alertar a la gente. Dejó de ordenar las herramientas, cerró el aula, y se dejó guiar por su oído.
El timbre estaba sonando en lo que, con sorna, llamaban el Centro Sanitario; dos o tres habitaciones independientes del edificio principal, adornadas con algunos cuadros y cortinas en las ventanas. No había indicios de humo, por lo que evidentemente no era el fuego la causa de la alarma. Se oyó un grito; más que un grito, un aullido.
Aligeró el paso avanzando por interminables pasillos; mientras doblaba una esquina para dirigirse al Centro, una pequeña figura chocó contra él. El impacto aturdió a ambos, pero Redman sujetó al muchacho del brazo antes de que éste pudiera escaparse. El prisionero fue rápido en reaccionar, y golpeó con su pie descalzo la espinilla de Redman. Pero éste lo tenía bien sujeto.
–Déjame, cabrón.
–¡Calma!, ¡calma!
Sus perseguidores casi le habían dado alcance.
–¡Cogedle!
–¡Cabrón!, ¡cabrón!, ¡cabrón!, ¡cabrón!
–¡Cogedle!
Era como luchar contra un cocodrilo: el chico tenía toda la fuerza que infunde el miedo. Pero ésta se estaba acabando. Las lágrimas empezaron a inundar sus ojos mientras escupía a la cara de Redman. Era Lacey el que se encontraba en sus brazos, el enfermizo Lacey.
–Ya lo tenemos.
Redman retrocedió cuando el guardián cogió al muchacho, de una manera tan brutal, que parecía querer romperle el brazo. Dos o tres personas más aparecieron por la otra esquina. Dos chicos y una enfermera, una criatura poco adorable.
–Dejadme... Dejadme... –chillaba Lacey. Ya no ofrecía resistencia, y unos leves pucheros se asomaron a su rostro en señal de derrota. Sus ojos de carnero degollado, grandes y marrones, miraron acusadoramente a Redman. No aparentaba tener dieciséis años, ni siquiera estar en la adolescencia. A pesar de la suave pelusilla que cubría su rostro, algunos granitos que aparecían entre las magulladuras y la venda mal colocada sobre la nariz, su cara era bastante femenina; la cara de una virgen, en una época donde todavía hubiera vírgenes. Además, aquellos ojos...
Leverthal apareció demasiado tarde para ser útil.
–¿Qué sucede?
El guardián tocó su silbato. La cacería cobró un pulso más tranquilo.
–Se encerró en los lavabos. Intentó salir a través de la ventana.
–¿Por qué?
La pregunta se la hizo al guardián, no al muchacho. Un error significativo. El guardián, confundido, se encogió de hombros.
–¿Por qué? –Redman repitió la pregunta dirigiéndose a Lacey.
El muchacho se quedó mirando como si nadie le hubiera preguntado nunca nada.
–¿Usted es el cerdo? –dijo repentinamente, mientras le moqueaba la nariz.
–¿El cerdo?
–Quiere decir policía –dijo uno de los chicos con una precisión burlona, como si le estuviera hablando a un imbécil.
–Sé lo que quiere decir, muchacho –dijo Redman mirando fijamente a Lacey–: Sé muy bien lo que quiere decir.
–¿Lo es?
–Tranquilo, Lacey –dijo Leverthal–, ya tienes suficientes problemas.
–Sí, hijo. Yo soy el cerdo.
El desafío de miradas continuó, una batalla particular entre muchacho y hombre.
–Usted no sabe nada –dijo Lacey. No fue una observación sarcástica; el muchacho estaba, sencillamente, contando su versión de la verdad. Su mirada no vaciló.
–De acuerdo, Lacey, ya es suficiente. –El guardián comenzó a arrastrarle, dejando entrever, a través del pijama, la suave y blanca piel de su estómago.
–Dejadle hablar –dijo Redman–, ¿qué es lo que no sé?
–Puede contarle su versión de la historia al director –dijo Leverthal antes que Lacey pudiera replicar–, no es asunto suyo.
Sí que lo era. Aquella mirada, tan cortante y perversa, lo convertía en asunto suyo. Aquella mirada le exigía que lo convirtiera en asunto suyo.
–Déjenle hablar –dijo Redman. La autoridad de su voz amedrentó a Leverthal. El guardián aflojó ligeramente el brazo del muchacho.
–¿Por qué intentabas escapar, Lacey?
–Porque él ha regresado.
–¿Quién ha regresado? Un nombre, Lacey. ¿De quién estás hablando?
Durante varios segundos Redman percibió cómo el muchacho luchaba contra su propio silencio. Finalmente, Lacey sacudió la cabeza rompiendo la fuerte tensión que había entre ambos. Parecía que una especie de aturdimiento le atoraba, obligándole a callar.
–Nadie te va a hacer daño.
Lacey permaneció mirando al suelo, murmurando.
–Me gustaría ir a la cama –dijo. Una súplica virginal.
–Nadie te va a hacer daño, Lacey. Te lo prometo.
La promesa no tuvo ningún efecto; Lacey permaneció mudo. Pero aquello era una promesa, y tenía la esperanza de que Lacey se hubiera dado cuenta de ello. El niño se encontraba exhausto debido a su fallido intento de fuga, a la persecución, a la tensión de las miradas. Su cara estaba pálida, sin color. Por fin permitió al guardián que se lo llevara. Pero, antes de doblar la esquina, el muchacho pareció cambiar de opinión; forcejeó para liberarse y, al no lograrlo, miró hacia atrás, a su interlocutor.
–Henessey –dijo al encontrarse con los ojos de Redman una vez más. Eso fue todo. Antes de que pudiera decir algo más había desaparecido de su vista.
–¿Henessey? –dijo Redman, sintiéndose repentinamente como un extraño–. ¿Quién es Henessey?
Leverthal encendió un cigarrillo. Sus manos, como de costumbre, temblaban ligeramente. El día anterior Redman no se había dado cuenta de ello, pero no le sorprendió. Todavía no había encontrado a ningún lavacerebros que no tuviera sus propios problemas.
–El chico está mintiendo. Henessey ya no está con nosotros –dijo ella.
Se hizo un silencio. Redman no contestó, eso la habría hecho feliz.
–Lacey es inteligente –continuó, mientras ponía el cigarrillo entre sus descoloridos labios–. Conoce nuestro punto débil.
–¿Cómo?
–Usted es nuevo aquí, y quiere darle la impresión de conocer un gran misterio.
–¿No es un misterio, entonces?
–¿Henessey? –bufó–. Oh no, por Dios. Escapó a primeros de mayo. Él y Lacey... –dudó sin quererlo–, él y Lacey tenían algo entre ellos. Drogas quizá, nunca lo averiguamos. Puede que esnifaran pegamento juntos, masturbación recíproca, Dios sabe qué.
Estaba claro que Leverthal encontraba todo el asunto desagradable. Cada rasgo de su cara reflejaba el disgusto que le producía hablar de aquel hecho.
–¿Cómo escapó Henessey?
–Aún no lo sabemos –dijo–; sencillamente, al pasar lista, no apareció una mañana. Se le buscó por todo el lugar de arriba a bajo. Pero se había ido.
–¿Es posible que haya vuelto? –dijo Redman.
La doctora se rió sinceramente.
–No, por Dios. Odiaba este lugar. Además, ¿cómo podría haber entrado?
–Si salió...
Leverthal asintió con un murmullo.
–No era especialmente brillante, pero era listo. No me sorprendí demasiado cuando desapareció. Pocas semanas antes de su huida se volvió muy introvertido. No pude sonsacarle nada y eso que, hasta entonces, había sido siempre bastante comunicativo.
–¿Y Lacey?
–Siempre bajo su influencia. Sucede a menudo. Un chico más joven idolatra a otro mayor, con más experiencia. Lacey tenía un pasado familiar muy poco estable.
Muy claro, pensó Redman. Tan claro que no creyó ni una sola palabra. Las mentes no eran cuadros de exposición, todos numerados y colgados en orden según sus influencias, uno «listo», otro «impresionable», No era tan fácil. Existían garabatos, pequeños indicios inacabados, impredecibles, variables. ¿Y el nombre del pequeño Lacey? Estaba escrito sobre agua.
Al día siguiente, las clases comenzaron bajo un calor tan opresivo que, a las once, el aula parecía un horno. No obstante, los chicos respondieron rápidamente al recto comportamiento que Redman tuvo con ellos. Reconocieron en él a un hombre al que, aun sin gustarles, podían respetar. No esperaban favores, y no recibieron ninguno. Era un pacto estable.
Redman encontró a la totalidad de sus colegas del centro menos comunicativos que a los chicos. Un extraño entre extraños. Decidió mantenerse al margen de cualquier disputa. La rutina de Tetherdowne, sus rituales de clasificación, de humillación, parecía haberles convertido en un solo monolito de piedra. Paulatinamente, fue evitando toda conversación con sus compañeros de trabajo. Su aula se convirtió en su santuario, su hogar. Un santuario con olor a madera recién cortada y a cuerpos jóvenes.
No se enteró hasta el siguiente lunes –cuando uno de los chicos lo mencionó– de que existía una granja.
Nadie le había hablado de la existencia de una granja en los campos del Centro. La idea le pareció absurda.
–Nadie va demasiado por allí –dijo Creeley, uno de los peores carpinteros que había sobre la tierra–; apesta.
Hubo una carcajada.
–De acuerdo, muchachos, tranquilos.
La risa fue apagándose, tan sólo se oyó algún murmullo jocoso.
–¿Dónde está la granja, Creeley?
–No es ni siquiera una granja, señor –dijo Creeley mordiéndose la lengua (un gesto habitual en él)–. Tan sólo son unas cuantas casuchas. Apestan, señor, especialmente ahora.
Señaló hacia la ventana, más allá del campo de juegos. Desde que el primer día había visto el páramo con Leverthal, éste se hallaba más poblado de malas hierbas que entonces. Creeley señaló un muro de ladrillos escondido tras un pequeño grupo de arbustos.
–¿Lo ve, señor?
–Sí, lo veo,
–Ésa es la pocilga, señor.
Otra carcajada.
–¿Qué es tan divertido? –preguntó a la clase. Una docena de cabezas se inclinaron atentas sobre su trabajo.
–Yo no iría allí, señor. Está tan alto como una jodida cometa.
Creeley no estaba exagerando. Incluso con el relativo frescor del atardecer, el olor que provenía de la granja revolvía el estómago. Redman tan sólo tuvo que guiarse por su olfato. Las cabañas que había visto desde la ventana de su aula fueron saliendo poco a poco de su escondido refugio. Unas cuantas casuchas de hierro oxidado y madera podrida, un gallinero, y una pocilga de ladrillo era todo lo que la granja ofrecía. Como Creeley había dicho, no era ni siquiera una granja. Parecía un pequeño Dachau domesticado; sucio y abandonado, Evidentemente, alguien daba de comer a los pocos prisioneros: algunas gallinas, media docena de gansos, los cerdos, pero nadie parecía haberse preocupado de limpiarlos. Había un insoportable olor a podrido. Los cerdos, en particular, vivían sobre un lecho de sus propios excrementos, innumerables islas de estiércol cocidas al sol y pobladas por miles de moscas.
La pocilga estaba dividida en dos compartimentos diferentes, separados por un alto muro de ladrillo. En el patio de uno de ellos había un pequeño cerdo moteado tumbado sobre los excrementos, con el lomo repleto de garrapatas y chinches. En el interior, se podía ver, a pesar de la oscuridad, otro cerdo más pequeño tumbado sobre la paja espesada por los excrementos.
Ninguno mostró el más mínimo interés en Redman.
El otro compartimento parecía vacío.
No había excrementos en el patio y apenas había moscas entre la paja. No obstante, el asfixiante olor a excrementos no era menor. Redman estaba a punto de volverse, cuando oyó un ruido que provenía del interior. Una forma inmensa se movió. El ex policía se apoyó en el portalón de madera y, aguantando la respiración, se asomó por encima de la puerta de la pocilga.
El cerdo salió a mirarlo. Tenía tres veces el tamaño de sus compañeros. Era una cerda inmensa que muy bien podría haber sido la madre de los inquilinos que habitaban el compartimento adyacente. Pero, mientras sus lechones tenían un aspecto sucio y lamentable, la cerda estaba inmaculada. El color rosa de su piel irradiaba buena salud. Su inmenso tamaño impresionó a Redman. Debía pesar el doble que él, supuso; una formidable criatura. Un animal fascinante en un inmenso volumen. Unas delicadas pestañas rubias y una suave curva sobre el brillante hocico adornaban una cabeza, afeada tan sólo por unas toscas cerdas que despuntaban sobre las orejas caídas, una aceitosa y escrutante mirada brillaba en sus oscuros ojos marrones.
Redman, un hombre de ciudad, había tenido pocas ocasiones de haber visto la realidad antes de tenerla en el plato. Esta magnífica criatura fue una revelación. El mal concepto que siempre había tenido de los cerdos, sinónimo de suciedad, aparecía, ahora, como una completa falsedad ante sus ojos.
La cerda era hermosa, desde su respingón hocico al delicado rizo de su cola; una belleza con pezuñas.
Sus ojos miraban a Redman como a un igual; él no tenía duda alguna sobre ello. Le admiraba bastante menos de lo que él la admiraba a ella.
Se sentía segura en su piel, él en la suya. Dos iguales bajo un cielo resplandeciente.
De cerca, su cuerpo olía a limpio. Alguien había estado allí, aquella mañana, lavándola y dándole de comer. Su plato, Redman se daba cuenta ahora de ello, estaba lleno de judías, los restos de la comida del día anterior. No lo había tocado; no era glotona.
Una vez que lo hubo estudiado detenidamente, gruñendo, se dio la vuelta y regresó al fresco del interior. La audiencia había acabado.
Esa noche fue a ver a Lacey. El muchacho había sido trasladado del Centro Sanitario e instalado en una sucia habitación individual. Aparentemente, era objeto de intimidaciones también en el dormitorio, por lo que la única alternativa había sido este confinamiento solitario. Redman lo encontró sentado sobre una alfombra de viejos tebeos mirando la pared. Las oscuras cubiertas de aquéllos hacían que su cara pareciera más blanca que nunca. La venda de la nariz había desaparecido y los moretones que tenía bajo los ojos estaban tomando un color amarillento.
Estrechó la mano de Lacey, y el muchacho le dirigió la mirada. Había un cambio brusco desde su último encuentro. Lacey estaba tranquilo, dócil incluso. El apretón de manos, un ritual que Redman solía practicar cuando se encontraba con los chicos fuera de clase, fue leve.
–¿Estás bien?
El muchacho asintió.
–¿Te gusta estar solo?
–Sí, señor.
–Tendrás que regresar al dormitorio algún día.
Lacey sacudió la cabeza.
–No puedes permanecer aquí para siempre.
–Lo sé, señor.
–Tendrás que regresar.
Lacey asintió. De alguna manera parecía que la lógica no tenía nada que ver con el muchacho. Cogió un tebeo de Superman, y se quedó mirando la primera página sin abrirlo.
–Escúchame, Lacey. Quiero que tú y yo nos comprendamos. ¿De acuerdo?
–Sí, señor.
–Yo no puedo ayudarte si tú me mientes. ¿O sí?
–No.
–¿Por qué mencionaste el nombre de Kevin Henessey la semana pasada? Sé que él ya no está aquí. Se escapó, ¿verdad?
Lacey permaneció mirando al héroe tricolor.
–¿Verdad? –repitió Redman.
–Él está aquí –dijo Lacey con mucha tranquilidad. El niño adquirió repentinamente un aspecto sombrío. Su voz se volvió grave, y sus rasgos se contrajeron.
–Si se escapó, ¿por qué iba a regresar? No tiene demasiado sentido para mí. ¿Para ti sí?
Lacey sacudió la cabeza. Comenzó a moquear, y el agüilla enturbió algo sus palabras, pero éstas fueron lo bastante claras.
–Nunca se marchó.
–¿Qué? ¿Quieres decir que nunca escapó?
–Es inteligente, señor. Usted no conoce a Kevin. Es inteligente.
Cerró el tebeo, miró a Redman.
–¿Inteligente, en qué sentido?
–Lo planeó todo, señor. Todo.
–Tienes que ser más claro.
–Usted no me cree. Esto es el final, porque usted no me va a creer. Él le escucha. Está en todas partes. No le molestan los muros. Los muertos no se preocupan por cosas como ésas.
Muerto. Una palabra tan corta que le cortó el aliento.
–Puede ir y venir tantas veces como quiera –dijo Lacey.
–¿Estás diciendo que Henessey está muerto? Ten cuidado, Lacey.
El muchacho dudó. Se daba cuenta de que estaba andando por la cuerda floja, a punto de perder a su protector.
–Usted lo prometió –dijo, frío como el hielo.
–Te prometí que nadie te haría daño y nadie te lo hará. Pero eso no quiere decir que me puedas mentir, Lacey.
–¿Mentir, señor?
–Henessey no está muerto.
–Lo está señor. Todo el mundo lo sabe. Se ahorcó. Con los cerdos.
Redman había oído mentiras muchas veces, y creía conocer bien todos los trucos de los que las empleaban habitualmente, todos los indicios de la mentira. Pero el muchacho no mostraba ninguno de ellos. Estaba diciendo la verdad. Redman lo sentía en sus huesos.
La verdad; toda la verdad; nada más que la verdad.
Esto no significaba que el muchacho estuviera diciendo la verdad. Estaba simplemente contando su verdad. Él creía que Henessey estaba muerto. Eso no probaba nada.
–Si Henessey estuviera muerto...
–Lo está, señor.
–Si lo estuviera, ¿cómo podría estar aquí?
El muchacho miró a Redman, sin el menor rastro de mofa en su rostro.
–¿Usted no cree en fantasmas, señor?
Una conclusión lógica que confundió a Redman. Henessey estaba muerto y estaba allí. Luego, Henessey era un fantasma.
–¿No cree, señor?
El muchacho no estaba haciendo una pregunta retórica. Él quería, aun más, exigía una respuesta razonable a su razonable pregunta.
–No, muchacho –dijo Redman–. No creo.
Lacey permaneció tranquilo ante la respuesta.
–Ya lo verá, señor, ya lo verá –dijo simplemente.
En la pocilga, en los límites de la hacienda, la inmensa cerda sin nombre se encontraba hambrienta.
Seguía el ritmo de los días y, con su paso, su deseo crecía. Sabía que los tiempos de las judías en el plato habían pasado. Otros apetitos habían ocupado el lugar de aquellos viejos placeres.
Tenía un paladar hecho, desde aquella primera vez, a una comida con cierta textura, cierta resonancia. No era un tipo de comida que exigiera todo el tiempo, tan sólo cuando la necesidad se apoderaba de ella. No era una gran demanda: sólo de vez en cuando devorar la mano que le daba de comer.
Permaneció al lado de la puerta de su prisión, pacientemente, atenta; esperando y esperando. Mordisqueaba, olía, su impaciencia se volvía un hambre angustiosa. En el patio de al lado, sus castrados hijos, sintiendo su angustia, se agitaban. Conocían su naturaleza, y era peligrosa. Después de todo, ella se había comido vivos a dos de sus hermanos, frescos y húmedos todavía de su propia placenta.
Se oyeron ruidos a través del velo azul del crepúsculo, un suave sonido de pasos arrastrándose por las ortigas acompañado por un murmullo de voces.
Dos muchachos estaban aproximándose a la pocilga con respeto y precaución en cada uno de sus pasos. Ella les ponía nerviosos, y era comprensible. Se contaban infinidad de historias sobre los trucos que empleaba.
¿No hablaba, cuando estaba furiosa, con esa voz de posesa, distorsionando su enorme boca para expresarse en un idioma que no era el suyo? ¿No se levantaría sobre sus cuartos traseros, como había hecho otras veces, arrogante e imperial, y exigiría que le enviasen al más pequeño de los muchachos para amamantarlo en su regazo, desnudo como un lechón? ¿No golpeaba la tierra con sus pezuñas hasta que la comida que le traían era troceada en petits pedazos 2 y se la ofrecían unos trémulos dedos? Hacía todo eso.
Y cosas peores.
Los chicos sabían que esa noche no habían traído lo que ella quería. El tipo de carne que llevaban en el plato no era lo que ella deseaba. No se trataba de la dulce carne blanca que había pedido con su otra voz y que, si quería, podía tomar por la fuerza. Esa noche la comida no era más que bacon robado de la cocina. El manjar que a ella realmente le apetecía era la carne que había perseguido y aterrado para engordar sus músculos, que masticaba con deleite, y que ahora estaba bajo una protección especial. Llevaría tiempo que estuviera lista para la matanza.
Mientras tanto, esperaban que aceptara sus excusas y sus lágrimas, y que no los devorara en un arrebato de ira.
Antes de llegar al muro de la pocilga, uno de los muchachos se había cagado en los pantalones, y la cerda lo olió. Disfrutando del olor acre de su miedo, su voz adquirió un timbre diferente. En lugar del gruñido grave, su boca emitió un sonido más alto y más agudo. Dijo:
–Ya sé, ya sé. Venid y sed juzgados. Ya lo sé, ya lo sé.
Los observó a través de las verjas del portalón con ojos resplandecientes como joyas en la noche oscura, más brillantes que la noche porque estaban vivos, más puros que la noche porque estaban llenos de deseo.
Los muchachos se arrodillaron ante la puerta, inclinando sus cabezas a modo de súplica. El plato que sostenían ambos suavemente estaba cubierto por un mantelillo manchado.
–¿Bien? –dijo ella. La voz era inconfundible. Una voz masculina que surgía de la boca de la cerda,
El chico mayor, un niño negro con el paladar partido, habló tranquilamente a aquellos brillantes ojos, intentando ocultar su terror:
–No es lo que quería. Lo sentimos.
El otro muchacho, incómodo en los pantalones manchados, se excusó también con un leve balbuceo.
–Se lo conseguiremos. Seguro. Se lo traeremos muy pronto, tan pronto como podamos.
–¿Por qué no esta noche? –dijo la cerda.
–Lo están protegiendo.
–Un profesor nuevo. El señor Redman.
La cerda parecía saberlo todo. Recordó su enfrentamiento a través de la valla, el modo en que él la miraba como si fuera un espécimen zoológico. Así que era ése su enemigo, ese pobre viejo.
–Acabaré con él. Oh, sí.
Los muchachos oyeron su promesa de venganza y se alegraron de que el asunto hubiera escapado a su responsabilidad.
–Dale la carne –dijo el muchacho negro.
El otro se puso en pie mientras apartaba el mantelillo. El bacon olía mal; la cerda, no obstante, hizo ruidos de entusiasmo. Quizá les había perdonado.
–Vamos, rápido.
El muchacho cogió la primera loncha de bacon entre sus dedos, y se la ofreció. La cerda acercó la boca y la comió, mostrando sus dientes amarillentos. Acabó rápidamente. Lo mismo hizo con las siguientes.
El sexto y último trozo lo cogió agarrando también los dedos del muchacho; lo hizo con tal velocidad y elegancia, que éste sólo pudo chillar cuando ella ya masticaba sus delgados dígitos y se los tragaba. Sacó rápidamente la mano de la cochiquera y observó su mutilación. El daño había sido pequeño, considerándolo. La cabeza del pulgar y la mitad del índice habían desaparecido. Las heridas sangraban abundantemente, salpicándole la camisa y los zapatos. Ella gruñó y resopló. Parecía satisfecha.
El muchacho gritó y salió corriendo.
–Mañana –dijo la cerda al chico que permanecía suplicante–. No esta vieja carne de cerdo. Debe ser blanca. Blanca y... con lacitos 3 –Pensó que era un buen chiste.
–Sí –dijo el muchacho–, sí, por supuesto.
–Sin falta –ordenó.
–Sí.
–O iré a por él yo misma, ¿me oyes?
–Sí.
–Iré a por él yo misma, donde quiera que se esconda. Lo comeré en su cama, si lo deseo, mientras duerme, comeré primero sus pies, después sus piernas, sus genitales, después sus caderas...
–Sí, sí.
–Le quiero –dijo la cerda rascando con las pezuñas entre la paja–. Es mío.
–¿Henessey muerto? –dijo Leverthal, con la cabeza aún inclinada, mientras escribía uno de aquellos interminables informes–. Es otra invención. Antes el chico decía que estaba en el Centro, ahora que está muerto. El muchacho no puede siquiera mantener su historia sin contradecirse.
Era difícil argumentar con tales contradicciones, a menos que se aceptara la idea de Lacey sobre fantasmas. No había manera alguna de intentar discutir ese punto con aquella mujer. No tenía sentido. Los fantasmas eran bobadas; tan sólo miedo hecho realidad. Pero la posibilidad del suicidio de Henessey tenía más sentido para Redman. Intentó seguir por ese lado.
–Entonces, ¿de dónde ha sacado Lacey esa historia sobre la muerte de Henessey? Es una invención curiosa.
Ella se dignó levantar la cabeza, su cara estaba concentrada en sí misma, como un caracol en su concha.
–Este Centro está repleto de imaginaciones desbordantes. Si usted oyese alguna de las historias que tengo grabadas: el exotismo de alguna de ellas le dejaría alucinado.
–¿Ha habido algún suicidio aquí?
–¿Desde que yo estoy? –Pensó un momento, mientras jugaba con su lápiz–. Dos intentos. Ninguno serio. Sólo para llamar la atención
–¿Fue Henessey uno de ellos?
La doctora se permitió una sonrisa burlona, mientras sacudía la cabeza.
–Henessey era inestable en un sentido completamente diferente. Pensaba que iba a vivir para siempre. Ése era su sueño: Henessey, el superhombre de Nietzsche. Sentía algo parecido al desprecio por el rebaño. Era de una raza aparte. Se encontraba tan lejos de nosotros, meros mortales, como lo estaba de esos desgraciados...
Redman supo que iba a decir «cerdos», pero se paró justo antes de mencionar el nombre.
–... Esos desgraciados animales de la granja –dijo, mientras bajaba la cabeza para mirar de nuevo sus informes.
–¿Pasaba Henessey mucho tiempo en la granja?
–No más que cualquier otro chico. –Estaba mintiendo–. A ninguno le gusta el trabajo de la granja, pero es parte de los turnos de trabajo. Limpiar excrementos no es una tarea agradable. Se lo puedo asegurar.
Esta mentira –que sabía le había contado– hizo que Redman encajara el detalle final de la historia de Lacey: la muerte de Henessey había tenido lugar en la pocilga. Se encogió de hombros y tomó un enfoque completamente diferente.
–¿Está Lacey bajo medicación?
–Algunos sedantes.
–¿Se administran sedantes a los chicos siempre que participan en alguna pelea?
–Sólo si intentan escapar. No tenemos suficiente personal para supervisar las preferencias de Lacey. No entiendo por qué esta usted tan preocupado.
–Quiero que él confíe en mí. Se lo prometí. No quiero defraudarle.
–Francamente, esto suena sospechosamente a preferencia personal. Un chico entre muchos, sin problemas especiales, y sin demasiadas esperanzas de redención.
–¿Redención? –Era una extraña palabra.
–Rehabilitación, o como quiera usted llamarlo. Mire, Redman, le voy a ser sincera. Existe la sensación general de que usted no está tocando bola aquí.
–¿Qué?
–Todos pensamos, incluyendo el director, que debería dejarnos manejar nuestros asuntos a nuestra manera. Apréndase las reglas del juego antes de empezar a jugar.
–Intromisión.
Ella asintió:
–Es una palabra tan buena como cualquier otra. Se está creando enemigos.
–Gracias por la advertencia.
–Este trabajo tiene ya suficientes dificultades por sí solo para, además, crearse enemigos, créame.
Ella le dirigió una mirada conciliadora, que Redman ignoró. Podía convivir con enemigos, con mentirosos, no.
La oficina del director estaba cerrada. Llevaba así una semana completa. Las explicaciones de esta ausencia cambiaban continuamente. Las reuniones con los benefactores del centro era una de las excusas más extendidas entre el personal, aunque su secretaria decía no saber dónde se encontraba exactamente. Alguien comentó que se encontraba asistiendo a unos seminarios, en alguna universidad sobre la investigación de los problemas en los Centros de Rehabilitación. Si el señor Redman quería, podía dejarle un mensaje, el director lo recibiría.
En su aula de trabajo, Lacey se encontraba esperándole. Eran casi las siete y cuarto: las clases habían acabado hacía rato.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–Esperando, señor.
–¿Para qué?
–Para verle a usted, señor. Quería darle una carta, señor. Es para mi madre, ¿Podría mandársela usted?
–Puedes emplear los medios usuales, ¿no? Dásela a la secretaria, ella la mandará. Puedes enviar dos cartas semanales.
La cara de Lacey se apesadumbró.
–Ellos las leen, señor: por si escribes algo que no les gusta. Si lo haces, las queman.
–¿Y tú has escrito algo que no deberías?
El muchacho asintió.
–¿Qué?
–Sobre Kevin. Le cuento todo respecto a Kevin. Todo lo que le sucedió.
–No estoy muy seguro de que sepas todo sobre Henessey.
–Es verdad, señor.
El muchacho se encogió de hombros. Dijo, sin intentar convencer a Redman:
–Es verdad, está aquí. Dentro de ella.
–¿Dentro de quién? ¿De qué estás hablando?
Era posible que Lacey estuviese hablando, como Leverthal había sugerido, simplemente de sus miedos. La paciencia con este muchacho debía tener un límite, y parecía que éste había llegado.
Se oyó un golpe en la puerta; un muchacho con la cara llena de granos, llamado Slape, estaba observándoles a través del cristal.
–Entra.
–Una llamada urgente para usted, señor. En la oficina de la secretaría.
Redman odiaba el teléfono. Una máquina infernal: nunca traía buenas noticias.
–¿Urgente? ¿De parte de quién?
Slape se encogió de hombros y se tocó la cara.
–Quédate con Lacey. ¿Lo harás?
A Slape no pareció gustarle la idea.
–¿Aquí, señor? –preguntó.
–Aquí.
–Sí, señor.
–Estoy confiando en ti, así que no me falles.
–No, señor.
Redman se dio la vuelta y miró a Lacey. Su mirada amoratada era, ahora, una herida. Una herida abierta mientras lloraba.
–Dame tu carta. La llevaré a la oficina.
Lacey había metido el sobre en su bolsillo. Lo sacó, a disgusto, y se lo dio a Redman.
–Di gracias.
–Gracias, señor.
Los pasillos estaban vacíos.
Era la hora de la televisión. La adoración nocturna al receptor había comenzado. Seguramente estarían pegados al aparato, en blanco y negro, que dominaba con autoridad la habitación de recreo, allí sentados con la boca abierta, y la mente cerrada, viendo aquellos juegos de policías, aquellos concursos, aquellas guerras mundiales. Un silencio hipnótico se apoderaría de todos hasta que apareciese una escena de violencia, o una insinuación sobre sexo. Entonces la habitación se llenaría de silbidos, obscenidades y gritos, para caer de nuevo en un silencio interrumpido por leves susurros, durante el diálogo, mientras esperaban ansiosamente otro disparo, otro pecho. Incluso desde el pasillo podía oír los tiroteos y la música.
La oficina se encontraba abierta, pero la secretaria no estaba. Seguramente se había ido a casa. El reloj de la oficina marcaba las ocho y diecinueve. Redman puso el suyo en hora.
El teléfono estaba colgado. Quienquiera que hubiese llamado se habría cansado de esperar, y no dejó ningún recado. Aliviado porque la llamada no fuese urgente, se sintió frustrado por no haberse puesto en contacto con el mundo exterior. Como Crusoe viendo un velero pasar de largo ante su isla.
Era ridículo: aquélla no era su prisión. Podría salir esa noche: y no ser Crusoe durante más tiempo.
Contempló la carta de Lacey, que había dejado sobre la mesa. Se lo pensó mejor. Había prometido proteger los intereses del chico y era lo que iba a hacer. Si era necesario, la enviaría él mismo.
Sin pensar en nada concreto, se dirigió a su aula. Vagos presagios de inquietud bloqueaban sus respuestas. Unos leves suspiros atosigaban su garganta, el ceño se fruncía en su cara. «Este maldito lugar», dijo en voz alta, sin referirse a los muros o a los suelos, sino a la trampa que representaba. Sintió que podía morir allí, con sus buenas intenciones adornando su cuerpo, como las flores rodeando un cadáver, y nadie lo sabría, a nadie le importaría. Nadie le lloraría. El idealismo era, allí, una debilidad, compasión e indulgencia. Todo era inquietud: Inquietud y...
Silencio.
Eso era lo que estaba mal. Aunque el programa de la televisión se oía desde el pasillo, tan sólo el silencio acompañaba su sonido. Ningún silbido, ningún grito.
Redman volvió al vestíbulo y bajó al pasillo que conducía a la habitación de recreo.
En esta zona del edificio se permitía fumar, por lo que el área apestaba a tabaco rancio. Podía oír los ruidos de un tiroteo que surgían del televisor. Una mujer gritó el nombre de alguien. Un hombre respondió, pero su voz fue apagada por el sonido de un disparo. Historias a medio contar, colgadas en el aire.
Llegó a la habitación y abrió la puerta.
El televisor le habló.
–¡Agáchate!
–¡Tiene una pisto/a!
Otro disparo.
La mujer, una rubia de pecho exuberante, recibió un balazo en el corazón, y murió sobre la acera al lado del hombre al que había amado.
La tragedia no tenía espectadores. La habitación de recreo estaba vacía, Las sillas y taburetes permanecían desiertos alrededor del receptor. La audiencia debía haber encontrado una diversión mejor esa noche. Redman avanzó entre los asientos y apagó el televisor. La fluorescente pantalla se desvaneció y el insistente ritmo de la música dejó de oírse. Se dio cuenta, en la oscuridad, en el silencio, de que había alguien en la puerta.
–¿Quién es?
–Slape, señor.
–Te dije que te quedaras con Lacey.
–Se tuvo que ir, señor.
–¿Irse?
–Salió corriendo, señor. No pude detenerlo.
–Maldito seas. ¿Qué quieres decir con que no pudiste detenerlo?
Redman comenzó a atravesar la habitación, se tropezó con un taburete. Rasgó el linóleo, chirriando levemente.
Slape se azaro.
–Lo siento señor –dijo–. No pude cogerle. Tengo un pie malo.
Sí, Slape cojeaba.
–¿Qué camino tomó?
Slape se encogió de hombros.
–No estoy seguro, señor.
–Bien, recuérdalo.
–No pierda los nervios, señor.
El «señor» lo pronunció con un énfasis sarcástico. Redman se dio cuenta de que su mano intentaba golpear al purulento adolescente. Estaba casi a medio metro de la puerta. Slape no se apartó.
–Fuera de mi camino, Slape.
–Realmente, señor, usted ya no puede ayudarle. Se ha ido.
–He dicho que fuera de mi camino.
Se disponía a apartar a Slape, cuando oyó un «click» a la altura de su ombligo. El bastardo apoyó una navaja automática en pleno estómago de Redman.
–No hay necesidad de ir tras él, señor.
–En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo Slape?
–Tan sólo estamos jugando –dijo, dejando entrever unos dientes grisáceos–. No hay ningún mal en ello.
La punta del cuchillo comenzó a mancharse de sangre, que corría suavemente, templada, hasta la ingle de Redman. Slape iba a matarle, no había duda. Cualquiera que fuese el juego, Slape quería un poco de diversión para él solo. Asesinato de profesor, se llamaba. Empujaba el cuchillo muy suavemente, atravesando la carne de Redman. El pequeño manantial de sangre pronto se convirtió en un chorro.
–A Kevin le gusta salir, y jugar de vez en cuando –dijo Slape.
–¿Henessey?
–Sí, les gusta llamarnos por nuestros apellidos, ¿no? Así es más serio, ¿no? Quiero decir que ya no somos niños, que somos hombres. Kevin no es un hombre, ¿ve, señor? Nunca quiso ser un hombre. De hecho creo que odiaba la idea. ¿Sabe por qué? –El cuchillo estaba atravesando el músculo–. Pensaba que, una vez te convertías en hombre, comenzabas a morir: y Kevin solía decir que él nunca moriría.
–Que nunca moriría.
–Nunca.
–Quiero verle.
–Todo el mundo quiere. Es carismático. Ésa es la palabra que usa la doctora para él: carismático.
–Quiero ver a ese carismático compañero.
–Pronto.
–Ahora.
–He dicho que pronto.
Redman agarró con tal rapidez la muñeca que sostenía el cuchillo, que Slape no tuvo tiempo de rematar la faena. La reacción del muchacho fue lenta, drogado quizá, y Redman se encontraba en plenas facultades. El cuchillo cayó al suelo mientras Redman aferraba la otra mano de Slape, rodeando su delgado cuello con una presa de estrangulamiento. Comenzó a apretar, haciéndole gargarizar.
–¿Dónde está Henessey? Llévame hasta él.
Los ojos que miraron a Redman, inyectados en sangre, estaban tan ahogados como sus palabras.
–¡Llévame hasta él! –exigió Redman.
La mano de Slape encontró el estómago de Redman, y el puño hurgó en la herida. Redman blasfemó, aflojando su presa; Slape casi logró liberarse, pero Redman le golpeó en la ingle con la rodilla. Un golpe rápido y seco. Slape quiso doblarse debido al dolor, pero la presa del cuello se lo impidió. La rodilla golpeó otra vez, más fuerte. Y otra vez. Y otra.
El rostro de Slape se inundó de lágrimas, que corrieron entre las marcas de sus granos.
–Puedo hacerte mucho más daño del que tú puedes hacerme a mí –dijo Redman–. Si quieres seguir con esto durante toda la noche, me vas a hacer muy feliz.
Slape sacudió la cabeza, intentando recuperar el aliento entre gimoteos y suspiros entrecortados.
–¿No quieres más?
Slape negó con la cabeza de nuevo. Redman lo soltó tirándole contra la pared del pasillo. Lloriqueando, con el rostro encrespado por el dolor, fue deslizándose lentamente junto a la pared, quedando en posición fetal, con las manos entre las piernas.
–¿Dónde está Lacey?
Slape había empezado a temblar; sus palabras apenas fueron perceptibles.
–¿Dónde cree usted? Kevin lo tiene.
–¿Dónde está Kevin?
Slape miró a Redman aturdido.
–¿No lo sabe?
–No preguntaría si lo supiera, ¿no?
Slape pareció intentar aclarar su voz, soltando un suspiro de dolor. Lo primero que pensó Redman fue que el joven se estaba desplomando, pero Slape tenía otras ideas. El cuchillo, que había recogido del suelo, se encontraba, súbitamente, de nuevo en su mano, y Slape lo estaba dirigiendo hacia la ingle de Redman. Apenas un momento después, se encontraba de pie de nuevo, el dolor olvidado. El filo del cuchillo cortaba el aire, moviéndose hacia delante y hacia atrás, mientras Slape susurraba sus intenciones entre dientes.
–Te voy a matar, cerdo. Te voy a matar.
Entonces su boca se abrió y comenzó a chillar:
–¡Kevin!, ¡Kevin! ¡Ayúdame!
Las cuchilladas eran cada vez menos precisas, a medida que Slape iba perdiendo el control de sí mismo, las lágrimas, el sudor, y los mocos ensuciaban su cara mientras se abalanzaba, torpemente, sobre su pretendida víctima.
Redman eligió su momento, y dio un tremendo golpe en la rodilla de Slape, en la que supuso era su pierna mala. Calculó bien. Slape chilló y se tambaleó hacia atrás girando sobre sí mismo y golpeándose la cabeza contra la pared. Redman insistió, embistiendo contra la espalda de Slape. Se dio cuenta de lo que había hecho demasiado tarde. Su cuerpo se relajó, y la mano que empuñaba el cuchillo, aplastada entre la pared y el cuerpo, resbaló, ensangrentada e inerme. Exhaló un último suspiro, chocando pesadamente contra la pared, mientras la navaja se hundía, aún más, en su propio intestino. Estaba muerto antes de tocar el suelo.
Redman le dio la vuelta. Nunca se había acostumbrado a lo súbito de la muerte. Irse tan rápidamente, como una imagen que desaparece de la pantalla. Apretar un botón, y en blanco. Sin dejar ningún mensaje.
El perentorio silencio de los pasillos se hizo abrumador mientras volvía al vestíbulo. La herida de su estómago no era importante, y la sangre había hecho su propio vendaje con la camisa; adhiriendo el algodón a la carne, cerrando la herida. Pero el corte era el menor de sus problemas. Ahora tenía enigmas que descubrir, y se sentía incapaz de enfrentarse a ellos. La gastada y exhausta atmósfera del lugar le hacían sentirse igual que el entorno que lo rodeaba, exhausto y gastado. Allí no había salud, bondad, ni razón.
Repentinamente, creyó en fantasmas.
En el vestíbulo había una luz encendida; una bombilla desnuda que colgaba sobre aquel espacio muerto. Leyó la arrugada carta de Lacey. Las emborronadas palabras sobre el papel eran como cerillas que encendían la mecha de su pánico.
Mamá,
Me dieron de comer al cerdo. No les creas si te dicen que nunca te quise, o si dicen que escapé. No es cierto. Me dieron de comer al cerdo. Te quiero.
TOMMY
Se metió la carta en el bolsillo y salió corriendo del edificio campo a través. Estaba oscuro: una profunda oscuridad sin estrellas. El aire era húmedo. Incluso a la luz del día, no estaba muy seguro de cuál era el camino que conducía a la granja. De noche era peor. Pronto se encontró perdido en algún sitio entre el campo de juegos y la arboleda. Estaba demasiado lejos para poder ver la silueta del edificio principal detrás de él; delante, todos los árboles parecían iguales.
El ambiente nocturno era sucio; sin viento que refrescara los cansados miembros. Había tanta quietud en el exterior como dentro. Parecía como si el mundo se hubiera vuelto una inmensa y sofocante habitación interior aislada por un techo pintado de nubes.
Permaneció en la oscuridad, mientras la sangre golpeaba su cabeza, intentando orientarse.
A su izquierda, donde había supuesto que se encontraban las letrinas, brilló una luz. Estaba completamente equivocado sobre su situación. La luz venía de la pocilga. Mientras la observaba vio la silueta del desvencijado gallinero. Allí había figuras, varias; de pie, contemplando un espectáculo que él aún no podía distinguir.
Corrió hacia la pocilga sin saber qué haría una vez hubiera llegado. Si todos estaban armados como Slape y, compartían las mismas intenciones criminales, sería su final. Este pensamiento no le preocupó demasiado. De algún modo abandonar aquel mundo cerrado le parecía esa noche una opción atractiva. Abajo y fuera.
Y allí estaba Lacey. Había tenido un momento de duda, después de haber hablado con Leverthal, cuando ésta le preguntó la causa de su especial preocupación por el muchacho. Aquella acusación contenía bastante verdad. ¿Existía en él el deseo de tener a Lacey acostado desnudo a su lado? ¿No era ése el texto subliminal de la observación de Leverthal? Incluso ahora, mientras corría hacia las luces, en lo único que podía pensar era en los ojos del muchacho, grandes e implorantes, mirando profundamente a los suyos.
Delante, algunas figuras salían de la granja. Podía ver sus siluetas dibujarse contra las luces de la pocilga. ¿Había acabado todo? Dio un gran rodeo hacia la izquierda del edificio para evitar a los espectadores que abandonaban el escenario. No hicieron ruido. No hubo ningún comentario, ninguna risa entre ellos. Como una congregación abandonando un funeral, iban caminando silenciosamente en la oscuridad, cada uno separado del otro, con las cabezas inclinadas. Era escalofriante contemplar aquellos delincuentes ateos, subyugados por el respeto.
Llegó al gallinero sin tropezarse con ninguno de ellos.
Algunas figuras permanecían aún alrededor de la pocilga. El muro del compartimento de la cerda se encontraba cubierto de velas, docenas y docenas de velas. Ardían sin el más leve movimiento en la quieta noche, desprendiendo su caliente luz sobre los ladrillos y sobre los rostros de los pocos que aún permanecían contemplando los misterios de la pocilga.
Leverthal se encontraba entre ellos, también el guardián que se inclinó sobre la cabeza de Lacey el primer día. Había también dos o tres muchachos cuyas caras reconoció, aunque no sabía sus nombres.
Un ruido salió de la pocilga, el sonido de las pezuñas de la cerda sobre la paja, como si aceptara sus miradas. Alguien estaba hablando pero no pudo averiguar quién. Era la voz de un adolescente, con un tono alegre. Mientras la voz hacía un alto en su monólogo, el guardián y uno de los muchachos deshicieron el grupo como si los despidieran, y desaparecieron en la oscuridad. Redman, reptando, se acercó un poco más. El tiempo era esencial. Los primeros de la congregación cruzarían pronto el campo y llegarían al edificio principal. Verían el cuerpo de Slape: se daría la alarma. Debía encontrar a Lacey ahora, si todavía se podía encontrar.
Leverthal lo vio primero. Lo miró desde la pocilga, y bajó la cabeza a modo de saludo, sin preocuparse aparentemente por su llegada. Era como si su presencia en este lugar hubiera sido inevitable, como si todos los senderos condujeran a la granja, a la casa de paja y al olor a excrementos. Tenía cierto sentido que ella hubiera creído eso. Casi lo creía él mismo.
–Leverthal –dijo.
Ella le sonrió abiertamente. El muchacho que se encontraba a su lado levantó la cabeza y sonrió también.
–¿Eres tú Henessey? –preguntó, mirando al muchacho.
El joven se rió, y también Leverthal.
–No –dijo ella–. No. No. No. Henessey está aquí.
Señaló el establo.
Redman recorrió los pocos metros que le separaban del muro de la pocilga, esperando, sin atreverse a hacerlo, encontrarse la paja y la sangre, al cerdo y a Lacey.
Pero Lacey no estaba allí. Tan sólo la cerda, grande y redonda, como siempre, de pie sobre sus propios excrementos; sus inmensas, ridículas orejas moviéndose sobre los ojos.
–¿Dónde está Henessey? –preguntó Redman, encontrándose con la fija mirada de la cerda.
–Aquí –dijo el muchacho.
–Esto es un cerdo.
–Ella se lo comió –dijo el joven sonriendo. Obviamente pensaba que la idea era deliciosa–. Y él habla desde dentro de ella.
Redman quiso reír. Esto hacía que los cuentos de fantasmas de Lacey fueran, por comparación, casi plausibles. Le estaban diciendo que el cerdo estaba poseído.
–¿Henessey se ahorcó, como dijo Tommy?
Leverthal asintió.
–¿En la pocilga?
Asintió de nuevo.
De pronto, la cerda cobró un aspecto diferente. Se la imaginó elevándose para oler los pies del rígido cuerpo de Henessey, sintiendo cómo la muerte se apoderaba de él, salivando ante la idea de su carne. Vio cómo lamía el sudor que fluía de su piel, degustándolo, mordisqueando delicadamente al principio; devorándolo después. No era difícil comprender cómo los muchachos habían mitificado tal atrocidad: componiendo himnos, tratando al cerdo como a un dios. Las velas, la reverencia, el pretendido sacrificio de Lacey: todo ello eran síntomas de una enfermedad, pero no eran más extraños que miles de diversas costumbres de distintos credos. Incluso comenzó a entender el desaliento de Lacey, su incapacidad para luchar contra los poderes que tomaban posesión de él.
«Mamá, me dieron de comer al cerdo.»
No decía mamá, ayúdame, sálvame. Tan sólo: me entregaron al cerdo.
Podía comprender todo esto: eran niños, la mayoría de ellos apenas sin educación, algunos cercanos a la inestabilidad mental, todos susceptibles a la superstición. Pero no podía explicarse el caso de Leverthal. La doctora estaba mirando a la pocilga de nuevo. Redman se dio cuenta, por primera vez, de que llevaba el pelo suelto, caído sobre sus hombros, color de miel, a la luz de las velas.
–A mí me parece un cerdo, simple y llanamente –dijo él.
–Habla con su voz –dijo Leverthal tranquilamente–. Podría decirse que habla articuladamente. Le oirá en seguida. Mi querido muchacho.
Entonces comprendió.
–¿Usted y Henessey?
–No se horrorice –dijo–. Tenía dieciocho años, el pelo más negro que jamás haya visto, y me amaba.
–¿Por qué se ahorcó?
–Para vivir eternamente, así nunca se convertiría en hombre, y no moriría –dijo ella.
–No lo encontramos durante seis días –dijo el joven casi susurrando al oído de Redman–. Incluso entonces no permitió que nadie se acercara a él, una vez que lo tuvo para ella. Me refiero al cerdo, no a la doctora. Todo el mundo amaba a Kevin –susurró íntimamente–. Era hermoso.
–¿Y dónde está Lacey?
La amorosa sonrisa de Leverthal desapareció.
–Con Kevin –dijo el joven–. Allí donde Kevin lo quiere.
Señaló hacia la puerta de la pocilga. Había un cuerpo echado sobre la paja, detrás de la puerta.
–Si lo quiere, tendrá que ir a cogerlo –dijo el muchacho. Al instante siguiente, tenía agarrado el cuello de Redman en una doble presa.
La cerda reaccionó ante esta acción repentina. Comenzó a patear la paja, mostrando el blanco de los ojos.
Redman intentó liberarse de la llave que el muchacho le había hecho, al mismo tiempo que le daba un codazo en el estómago. El chico cayó de espaldas retorciéndose y maldiciendo, sólo para que Leverthal lo reemplazara.
–Ven a por él –dijo, aferrando el pelo de Redman–. Ven a por él si lo quieres. –Sus uñas le arañaban las sienes y la nariz, sin lograr llegar hasta los ojos.
–¡Suélteme! –dijo, intentando quitarse de encima a la mujer, pero ella se aferraba moviendo frenéticamente la cabeza hacia adelante y hacia detrás, intentando aprisionarlo contra el muro.
El resto sucedió con horrible velocidad. Su largo pelo acarició una de las velas encendidas, prendiéndose. Las llamas crecieron rápidamente. Suplicando ayuda, tropezó pesadamente contra la puerta. Ésta no soportó su peso, y cedió hacia el interior de la pocilga. Redman vio sin poder hacer nada cómo la mujer, envuelta en llamas, caía entre la paja. El fuego se extendió a una velocidad vertiginosa por el patio en dirección a la cerda, consumiendo velozmente el material combustible.
Incluso ahora, in extremis, el cerdo era todavía un cerdo. No había ningún milagro: ninguna palabra, o alegación en lengua alguna. El animal, asustado por el fuego que lo rodeaba, arrinconaba su inmenso volumen y lamía sus costados. El aire se llenó de un hedor a bacon chamuscado, mientras las llamas comenzaban a cubrir el lomo y la cabeza, avanzando por su pelaje como si de hierbas secas se tratara.
Su voz, era la voz de un cerdo, sus quejidos, los quejidos de un cerdo. Unos gruñidos histéricos salieron de su boca, y se abalanzó a través del patio, sobre la puerta rota, pisoteando a Leverthal.
El cuerpo de la cerda, ardiendo aún, parecía algo mágico en la noche, mientras corría por los campos dando vueltas debido al dolor. Sus chillidos no disminuyeron una vez desaparecida en la oscuridad. Parecía un eco continuo que rebotaba una y otra vez en los campos, incapaz de encontrar la salida en una habitación cerrada.
Redman pasó por encima del cuerpo chamuscado de Leverthal y se introdujo en la pocilga. La paja ardía por todos lados, y el fuego estaba avanzando hacia la puerta. Entrecerró los ojos, debido al picor que le producía el humo, y penetró en el interior.
Lacey estaba allí, tendido de espaldas a la puerta. Redman le dio la vuelta. Estaba vivo, Estaba consciente. Su cara, entumecida por las lágrimas y el terror, le miraba fijamente desde su almohada de paja, los ojos tan abiertos que parecían salirse de las órbitas.
–Levántate –dijo Redman, inclinándose sobre el muchacho.
Su pequeño cuerpo estaba rígido. Intentó desentumecer sus anquilosados miembros. Con palabras de ánimo, reincorporó al chico, mientras el humo comenzaba a penetrar en el interior de la pocilga.
–Vamos, todo está bien, vamos.
Redman se puso en pie; algo acarició suavemente su pelo. Sintió una pequeña lluvia de gusanos caer por su cara, miró hacia arriba y vio a Henessey, o lo que quedaba de él, colgado aún de la viga central de la pocilga. Sus rasgos eran imperceptibles, convertidos ahora en una marchita masa ennegrecida. Su cuerpo estaba roído irregularmente hasta la cadera, y sus vísceras colgaban de su fétido cuerpo balanceándose en un nauseabundo contoneo frente al rostro de Redman.
De no haber sido por el espeso humo, el olor del cuerpo habría sido sobrecogedor. Aun así, Redman sintió repugnancia, y esta repugnancia dio fuerza a su brazo. Arrastró a Lacey fuera de la sombra del cuerpo, y lo empujó a través de la puerta.
En el exterior, la paja ya no ardía con tanta fuerza, pero el resplandor del fuego, de las velas y del cuerpo, que aún ardía, le deslumbraron tras la oscuridad del interior.
–Vamos –dijo, levantando al muchacho a través de las llamas. Los ojos de Lacey tenían un brillo metálico, un brillo lunático. Estaba diciendo: «futilidad».
Cruzaron la pocilga hasta llegar a la puerta, saltaron por encima del cuerpo de Leverthal hasta penetrar en la oscuridad del campo abierto.
A cada paso que se alejaban de la granja el chico parecía ir despertando de su aturdimiento. Tras ellos, la pocilga era ya un recuerdo envuelto en llamas. Delante, la noche permanecía tan quieta e impenetrable como siempre.
Redman intentó no pensar en el cerdo. Seguramente ya debía estar muerto.
Mientras corrían, pareció oírse un ruido a sus espaldas, como si algo inmenso siguiera sus pasos, intentando mantenerse a distancia, prudente pero implacable en su persecución.
Tiraba del brazo de Lacey y según avanzaban la tierra iba cobrando vida bajo sus pies. El chico estaba lloriqueando, sin decir nada, pero al menos de su boca salía algún sonido. Era una buena señal, la señal que Redman necesitaba. Ya había visto demasiada locura.
Llegaron al edificio sin ningún incidente. Los pasillos estaban tan vacíos como los había dejado hacía una hora. Quizá nadie había encontrado todavía el cuerpo de Slape. Era posible. Parecía que ninguno de los muchachos se encontraba con ánimo suficiente para seguir buscando diversión. Quizás habían ido a sus dormitorios a dormir su adoración.
Era el momento de encontrar un teléfono y llamar a la policía. Hombre y muchacho recorrieron el pasillo que conducía a la oficina del director cogidos de la mano. Lacey estaba de nuevo en silencio, pero su expresión no era ya tan maniática; parecía que las purificadoras lágrimas se habían acabado. Resollaba; hacía ruidos con la garganta.
La mano que tenía cogida a Redman se apretó; después, se relajó completamente.
Delante, el vestíbulo estaba oscuro. Alguien había roto la bombilla, que aún se balanceaba levemente del cable, iluminada por un pequeño chorro de luz opaca que provenía de la ventana.
–Vamos. No hay nada que temer. Vamos, chico.
Lacey se inclinó hacia la mano de Redman y la mordió. El movimiento fue tan rápido que, antes de que pudiera evitarlo, el muchacho se había escapado rápidamente por el pasillo, desde el vestíbulo.
No importaba. No podía ir muy lejos. Por una vez Redman se alegró de que el lugar tuviera muros y barrotes.
Cruzó el oscuro vestíbulo hasta la oficina de la secretaría. Nada se movía. Quienquiera que hubiera roto la bombilla se mantenía inmóvil, silencioso.
El teléfono estaba destrozado. No roto, estaba hecho pedazos. Redman se dirigió a la oficina del director. Allí había un teléfono; no iba a ser detenido por unos vándalos.
La puerta estaba cerrada, por supuesto, pero Redman estaba preparado para eso. Rompió con el codo el cristal esmerilado de la ventana, y tocó el otro lado; tampoco había llave.
Al infierno con ella, pensó, y puso su hombro contra la puerta. Era maciza, de madera fuerte, y la cerradura de buena calidad. Su hombro le dolió, y la herida del estómago se volvió a abrir al tiempo que la cerradura cedía. Entró en la habitación.
El suelo estaba cubierto de paja; el olor que allí había, hacía parecer suave el de la pocilga. El director estaba tendido detrás de la mesa, su corazón había sido devorado.
–El cerdo –dijo Redman–. El cerdo. El cerdo. –Y, diciendo «el cerdo», alcanzó el teléfono.
Se oyó un sonido. Se dio la vuelta; el golpe le dio de lleno en la cara. Le rompió un pómulo y la nariz. La habitación se cubrió de diferentes colores; finalmente, se desvaneció.
El vestíbulo ya no estaba oscuro. Había velas encendidas, parecía haber cientos de ellas, en cada rincón, en cada estante. Tenía la cabeza flotando, la vista se le nublaba por la conmoción. Podía tratarse de una sola vela, multiplicada por unos sentidos en los que ya no podía confiar.
Permaneció en medio de la arena del vestíbulo 4, sin saber cómo podía mantenerse en pie, ya que sentía las piernas entumecidas e inútiles. Fuera de su campo de visión, más allá de la luz de las velas, podía oír a gente hablando. No, realmente no estaban hablando. No eran palabras articuladas. Eran sonidos sin sentido emitidos por gente que podía o no estar allí.
Entonces escuchó el gruñido, aquel grave, asmático gruñido de la cerda. Delante de él ella surgió de la oscilante luz de las velas. Ya no era aquella criatura radiante y hermosa, Su lomo estaba chamuscado; sus pequeños y redondos ojos, marchitos; el hocico, retorcido de una forma inverosímil. Cojeando, avanzó hacia él muy lentamente, y muy lentamente la figura que la montaba fue haciéndose visible. Era Tommy Lacey, por supuesto, desnudo como el día en que nació, su cuerpo rosado y lampiño como uno de sus lechones; su cara inocente, exenta de sentimiento humano alguno. Sus ojos eran ahora los ojos de ella, mientras guiaba a la gran cerda por sus orejas. El sonido de la cerda, aquel sonido embocado, ya no salía de la boca de ella sino de la suya. Su voz era la voz de la cerda.
Redman pronunció su nombre, suavemente. No Lacey, sino Tommy. El muchacho pareció no oírle. Sólo entonces, mientras montura y jinete se aproximaban, Redman comprendió por qué no se había caído de bruces. Tenía una soga alrededor del cuello.
En el mismo momento en que este pensamiento pasaba por su mente, el nudo se ajustó, y sus pies quedaron colgando en el aire.
Ningún dolor, sino un terrible horror, peor, mucho peor que el dolor, se apoderó de él; un inmenso abismo de pérdida y pesar en el que irremisiblemente se hundía.
Debajo de él, la cerda y el muchacho se habían parado bajo sus pies, que pataleaban en el vacío. El muchacho, todavía gruñendo, había bajado del cerdo y se encontraba en cuclillas al lado de la bestia A través del aire grisáceo, Redman pudo ver la curva de la espina dorsal del chico, la inmaculada piel de su espalda. También vio la cuerda anudada que salía de entre sus pálidas nalgas con el final deshilachado. Como el rabo de un cerdo.
El animal levantó la cabeza, aunque sus ojos ya no podían ver. A Redman le agradó pensar que sufriría, y sufriría hasta el día en que muriera. Pensar eso, casi era suficiente. Entonces fue cuando la cerda abrió su boca y habló. No supo cómo salieron aquellas palabras, pero lo hicieron. Una voz de muchacho, con un tono musical:
–Ésta es la condición de la bestia –dijo–. Comer y ser comida.
La cerda sonrió, y Redman sintió, aunque había creído que ya estaba entumecido, la primera conmoción de dolor cuando los dientes de Lacey le arrancaron un trozo del pie, y el muchacho trepó, resoplando, sobre el cuerpo de su salvador para arrebatarle la vida.
SEXO, MUERTE Y BRILLO DE ESTRELLAS
Diane pasó sus perfumados dedos entre la barba de dos días, color jengibre, de Terry.
–Lo adoro –dijo–. Incluso las partes grises.
Adoraba todo lo que se refería a él; o, al menos, eso era lo que decía.
Cuando la besaba: lo adoro.
Cuando la desnudaba: lo adoro.
Cuando él se quitaba los calzoncillos: lo adoro, lo adoro, lo adoro.
Ella bajó sobre él con un entusiasmo tan puro, que todo lo que éste pudo hacer fue observar cómo la coronilla de su cabeza color rubio ceniza se meneaba entre sus ingles, y pedir a Dios que nadie entrase en el vestuario. Después de todo, era una mujer casada, aunque fuese actriz. También él tenía una esposa en algún sitio. Este tête-a-tête 1 sería una jugosa noticia para cualquiera de los periódicos locales, y él estaba intentando ganarse una reputación de director serio; nada de chismes, ningún cotilleo, sólo arte.
Entonces, incluso sus pensamientos de ambición se disolvían en su lengua, mientras ella jugaba ávidamente con sus terminaciones nerviosas. No tenía mucho de actriz pero por Dios, que era una buena intérprete. Sin fallos en la técnica; precisa en el tiempo: sabía, bien por instinto, bien a base de ensayos, cuándo subir el ritmo, y conducir la escena hasta una conclusión satisfactoria.
Cuando acabó de ordeñar, al momento estaba seco. Casi quiso aplaudir. La totalidad del reparto de la producción de Calloway La decimosegunda noche conocía el asunto, por supuesto. Había comentarios pasajeros si la actriz y el director llegaban –ambos– tarde a los ensayos; o si ella llegaba radiante, y él sonrojado. Había intentado persuadirla para que controlara la mirada de «gato con leche en el plato», que aparecía en su rostro, pero no era una buena farsante, lo cual resultaba divertido, teniendo en cuenta su profesión.
Pero la Duvall, como Edward la llamaba, no necesitaba ser una gran intérprete, era famosa. Por eso, ¿qué importaba si recitaba a Shakespeare como si fuera el indio Hiawatha, si la captación de la psicología del personaje era dudosa, su lógica defectuosa y su proyección inadecuada? ¿Qué importaba si tenía el mismo sentido de la poesía que de la decencia? Era una estrella y eso significaba negocio.
No se le podía negar que su nombre era dinero. La publicidad del teatro Eliseo lo anunciaba como reclamo a la fama en letras romanas de ocho centímetros, negro sobre amarillo:
«Diane Duvall: estrella de El niño amoroso.»
El niño amoroso. Posiblemente el peor melodrama que había aparecido en las pantallas de la nación en la historia del género. Dos horas enteras semanales de personajes mal perfilados y un torpe diálogo que lo habían elevado a las más altas cotas de audiencia y habían convertido, de la noche a la mañana, a sus intérpretes en brillantes estrellas del falso cielo televisivo. Y reluciendo como la más brillante entre las brillantes, se encontraba Diane Duvall.
Era posible que no hubiese nacido para interpretar a los clásicos, pero era un buen reclamo para la taquilla. Y en esos tiempos en que los teatros estaban desiertos, todo lo que importaba era el número de butacas ocupadas.
Calloway se había resignado al hecho de que ésta no sería la versión definitiva de la «decimosegunda noche», pero si la producción tenía éxito, y con Diane en el papel de Viola tenía todas las posibilidades, podría abrirle unas cuantas puertas en el West End.
Además, trabajar con la siempre adorable y siempre exigente miss D. Duvall tenía sus compensaciones.
Calloway se subió los pantalones de estameña y la miró. Ella le estaba ofreciendo una de aquellas encantadoras sonrisas suyas, la que usaba en la escena de la carta. Expresión Número Cinco en el repertorio de la Duvall, algo entre virginal y maternal.
Él respondió a la sonrisa con una de su propio repertorio, una pequeña mirada de amor, que pasaba por genuina a medio metro de distancia. Luego miró su reloj.
–Cielos, es tarde, cariño.
Ella se relamió los labios. ¿Tanto le gustaba aquel sabor?
–Será mejor que me arregle el pelo –dijo, levantándose y echando una mirada al gran espejo que había al lado de la ducha.
–Sí.
–¿Estás bien?
–No podría estar mejor –replicó él. La besó suavemente en la nariz y dejó que se arreglara.
De camino al escenario, entró en el vestuario de hombres para arreglarse la ropa y refrescar sus ardientes mejillas con agua fría. El sexo siempre le dejaba manchitas en la cara y en el pecho. Mientras se inclinaba para echarse agua, se quedó estudiando sus rasgos en el espejo que había sobre el lavabo. Después de treinta y seis años de tener controladas las señales del paso del tiempo, éstas habían empezado a hacerse evidentes. Ya no era aquel galán juvenil. Había unas innegables bolsas bajo sus ojos que no eran debidas a la falta de sueño, y arrugas en la frente y alrededor de la boca. Había dejado de parecer «el niño prodigio» 2. Los secretos de sus depravaciones estaban escritos en su rostro. El exceso de sexo, de borracheras, de ambición, la frustración de sus aspiraciones, y la pérdida de oportunidades tantas veces ocurrida. Pensó amargamente en el aspecto que tendría ahora si se hubiera conformado con ser un don nadie, poco emprendedor, trabajando con un repertorio menor y con una asistencia garantizada de diez «aficionados» 3 cada noche, devoto de Brecht; probablemente, tendría la cara tan lisa como el culito de un bebé; la mayoría de la gente del teatro comprometido tenía ese aspecto. Vacíos y contentos, pobres vacas.
«Bien, pagas tu dinero y haces tu elección», se dijo a sí mismo.
Echó una última mirada al trasnochado querubín del espejo, una figura que, con patas de gallo o sin ellas, aún era irresistible para las mujeres; y salió a enfrentarse con los ensayos y las tribulaciones del tercer acto. Sobre el escenario tenía lugar una ardiente discusión. El carpintero –su nombre era Jake–, había construido dos setos para el jardín de Olivia. Aún tenían que cubrirlo de hojas pero parecía bastante real, extendiéndose desde el fondo del escenario hasta el ciclorama, donde el resto del jardín iba a ser pintado. Nada de material simbólico. Un jardín era un jardín: la hierba verde, el cielo azul. Así le gustaba a la audiencia del norte de Birmingham, y Terry sentía algo de simpatía por sus sencillos gustos.
–Terry, amor.
Eddie Cunningham le cogió de la mano y del codo invitándole a entrar en la disputa.
–¿Cuál es el problema?
–Terry, amor, no puedes hablar en serio de estos jodidos –salió airosamente de su boca, jo-di-dos– setos. Dile a tío Eddie que no hablas en serio antes de que me enfade. –Eddie señaló los ofensivos setos–. Quiero decir que eches una mirada. –Al hablar, un pequeño salivazo siseó en el aire.
–¿Cuál es el problema? –preguntó Terry otra vez.
–¿El problema?, bloqueo, amor, bloqueo. Piensa en ello. Hemos ensayado toda la escena conmigo subiendo y bajando como una liebre de marzo. Arriba a la derecha, abajo a la izquierda. Pero no funciona si no tengo acceso a la parte de atrás. –¡Y mira! Esas jo-di-das cosas llegan hasta el telón de foro.
–Pero es que tienen que estar. Es por la ilusión, Eddie.
–No puedo dar la vuelta, Terry. Debes comprender mi punto de vista.
Apeló a los pocos que se encontraban sobre el escenario: los carpinteros, dos técnicos, tres actores.
–Quiero decir que no hay tiempo suficiente.
–Lo volveremos a tapar, Eddie.
–¡Oh!
Ésa fue la gota que colmó el vaso.
–¿No?
–Hum...
–Quiero decir que así parece más fácil, ¿no?
–Sí... tan sólo me gustaría...
–Lo sé.
–Bien. Las necesidades obligan. ¿Qué pasa con el croquet?
–Cortaremos eso también.
–¿Y toda esa acción con los mazos de croquet? ¿El material obsceno?
–Tendrá que cortarse también. Lo siento. No pensé en ello. No lo planteé correctamente.
Eddie se movió con impaciencia.
–Eso es lo que haces siempre, cariño, pensar correctamente...
Risas entre dientes. Terry se desentendió. Eddie tenía razón en sus críticas; no había tenido en cuenta los problemas del diseño de los setos.
–Lo siento; pero no hay modo de acomodarlo.
–Estoy seguro de que no recortarás las acciones de nadie más –dijo Eddie.
Echó una mirada por encima del hombro de Calloway, a Diane, y se dirigió hacia los camerinos. Salida de actor enfurecido, escenario abandonado. Calloway no intentó detenerlo. Estropear su salida hubiera empeorado considerablemente la situación. Tan sólo suspiró un leve «Oh, Jesús», mientras pasaba su ancha mano por la cara. Era el fallo de esta profesión: los actores.
–¿Va a traerlo alguien de vuelta? –dijo.
Silencio.
–¿Dónde está Ryan?
El director de escena asomó su cara, con gafas, por encima del ofensivo seto.
–¿Perdón?
–Ryan, amor, ¿harías el favor de llevarle una taza de café a Eddie y traerlo de nuevo al seno de la familia?
Ryan puso una cara que decía: Tú le has ofendido, tú le haces volver. Pero Calloway había pasado por esta situación: era un maestro en tales lides. Se quedó mirando a Ryan, desafiándole a contradecir su demanda, hasta que el otro hombre bajó los ojos y asintió a su súplica.
–Claro –dijo malhumorado.
–Buen chico.
Ryan le dirigió una mirada acusadora y desapareció en persecución de Ed Cunningham.
–No hay espectáculo sin erupción –dijo Calloway, intentando animar un poco el ambiente. Alguien gruñó, y el pequeño semicírculo de mirones comenzó a dispersarse. El espectáculo había acabado.
–De acuerdo, de acuerdo –dijo Calloway intentando recomponer la situación–. A trabajar. Vamos a repasar desde el principio de la escena. Diane, ¿estás lista?
–Sí.
–De acuerdo. ¿Empezamos?
Calloway se apartó del jardín de Olivia y de los expectantes actores para fijar sus ideas. Tan sólo las luces del escenario estaban encendidas, el auditorio se encontraba a oscuras. Bostezaba ante él insolentemente, fila tras fila de asientos vacíos, desafiándolo a que les entretuviera. Ah, la soledad del director de larga distancia. Había días en este negocio en que la idea de llevar una vida de contable parecía una consumación que desea devotamente, por parafrasear al príncipe de Dinamarca.
Alguien se movió en el gallinero del Eliseo. Calloway dejó sus dudas, y miró a través del opaco ambiente. ¿Se habría refugiado Eddie entre las últimas filas? No, seguramente no. Por una sola razón, no habría tenido tiempo de llegar hasta allí.
–¿Eddie? –preguntó Calloway poniendo una mano sobre los ojos–. ¿Eres tú?
Pudo divisar una figura. No una figura, varias. Dos personas, moviéndose a lo largo de la última fila, buscando la salida. Quienquiera que fuese, ciertamente no era Eddie.
–No es Eddie, ¿verdad? –dijo Calloway volviéndose hacia el falso jardín.
–No –respondió alguien.
Era Eddie el que hablaba. Estaba de nuevo sobre el escenario, apoyado en uno de los setos con un cigarrillo entre los labios.
–Eddie...
–Está bien. –Dijo éste de buen humor–. No te humilles. No puedo soportar ver a un hombre guapo rebajándose.
–Veremos si podemos meter la acción de los mazos en algún sitio. –Dijo Calloway, intentando reconciliarse.
Eddie sacudió la cabeza y dejó caer la ceniza de su cigarrillo.
–No es necesario.
–De verdad...
–No funcionaba demasiado bien.
La gran puerta circular crujió un poco mientras se cerraba tras los visitantes. Calloway no se molestó en mirar. Se habían ido, quienesquiera que fuesen.
–Esta tarde había alguien en el auditorio.
Hammersmith levantó la vista de las hojas repletas de números que estaba revisando.
–¿Eh?
Sus cejas eran erupciones de un grueso pelo de alambre, que parecía demasiado ambicioso para su profesión. Se arquearon sobre los pequeños ojos de Hammersmith, en un evidente intento de fingir sorpresa. Se tiró del labio inferior con los dedos, que tenía manchados de nicotina.
–¿Tiene alguna idea de quién era? –Siguió tirándose del labio, mirando aún al joven; el desprecio se reflejaba abiertamente en su rostro.
–¿Es eso un problema?
–Tan sólo quiero saber quién estaba viendo el ensayo. Eso es todo. Creo que tengo perfecto derecho a preguntar.
–Perfecto derecho –dijo Hammersmith, asintiendo suavemente y arqueando sus pálidos labios.
–Se comentó que iba a venir alguien del National –dijo Calloway–. Mis agentes estaban arreglando algo. Tan sólo quiero que no venga nadie sin que yo lo sepa. Especialmente si es alguien importante.
Hammersmith se encontraba de nuevo revisando sus números. Su voz sonó cansada.
–Terry: Si viene alguien del South Bank a ver su obra acabada, le prometo que será el primero en enterarse. ¿De acuerdo?
La inflexión de su voz fue tan áspera, tan «lárgate muchacho», que a Calloway le apeteció golpearle.
–No quiero que nadie asista a los ensayos a menos que yo lo autorice, Hammersmith. ¿Me oye? Y quiero saber quiénes eran los que estaban dentro hoy.
El empresario suspiró profundamente.
–Créame, Terry. Ni siquiera yo lo sé. Le sugiero que pregunte a Tallulah. Estaba en la puerta del teatro esta tarde. Si alguien entró, seguramente ella los vio.
Suspiró de nuevo.
–¿De acuerdo... Terry?
Calloway se marchó sin contestar. Tenía sus recelos sobre Hammersmith. El teatro no le interesaba lo más mínimo, nunca se olvidaba de dejar ese punto absolutamente claro.
Adoptaba un tono cansino para hablar de todo aquello que no fuese dinero, como si los asuntos de la estética no merecieran su atención Tenía una palabra que siempre usaba en voz alta, para referirse a actores y directores: mariposas. Maravillas de un día. En el mundo de Hammersmith, tan sólo el dinero era para siempre, y el teatro Eliseo se encontraba construido sobre un solar de primera calidad; terrenos de los que un hombre inteligente podría sacar un pingue beneficio si jugaba sus cartas correctamente.
Calloway estaba seguro de que vendería el local mañana mismo, si pudiera hacerlo. Una ciudad satélite como Redditch, en crecimiento como lo había hecho Birmingham, no necesitaba teatros; necesitaba oficinas, hipermercados, almacenes: necesitaba, por citar a los consejeros, crecimiento mediante la inversión en nuevas industrias. Y se necesitaban nuevos lugares donde construir esas industrias. Ningún arte podía sobrevivir ante tal pragmatismo.
Tallulah no estaba ni en la taquilla ni en el vestíbulo ni entre bastidores.
Irritado, tanto por la brusquedad de Hammersmith como por la desaparición de Tallulah, Calloway volvió al auditorio para recoger su chaqueta y salir a emborracharse. El ensayo había acabado y los actores ya se habían ido. Los setos desnudos parecían algo pequeños desde la última fila de butacas. Era posible que necesitaran unos cuantos centímetros de más. Escribió una nota detrás de la factura de un espectáculo que encontró en su bolsillo: Los setos, ¿más grandes?
El sonido de una pisada le hizo levantar la cabeza, y una figura hizo su aparición sobre el escenario. Una entrada suave, por el centro de la escena, donde los setos convergían. Calloway no reconoció al hombre.
–¿El señor Calloway?, ¿el señor Terence Calloway?
–¿Sí?
El visitante recorrió el escenario hasta donde, en una época pasada, debían haber estado las candilejas, y se quedó mirando hacia el auditorio.
–Le pido disculpas por interrumpir sus cavilaciones.
–No tiene importancia.
–Me gustaría hablar con usted.
–¿Conmigo?
–Si fuera posible.
Calloway avanzó hasta el frente de las butacas examinando al extraño.
Vestía de gris de la cabeza a los pies. Traje gris de estambre, zapatos grises, corbata gris. «Un elegante de pacotilla», fue la primera y poco caritativa impresión de Calloway. Pero el hombre tenía una impresionante figura intemporal. Su rostro, oculto tras el ala de su sombrero, era difícil de distinguir.
–Permítame que me presente.
La voz era persuasiva, cultivada. Ideal para acompañar anuncios de publicidad: anuncios de jabón quizá. Después de los malos modales de Hammersmith, la voz llegó como una bocanada de aire puro.
–Mi nombre es Lichfield. No es que espere que le diga mucho a un hombre de sus tiernos años.
Tiernos años: Bien, bien. Era posible que su cara conservara aún algo del niño prodigio.
–¿Es usted crítico? –preguntó Calloway.
La risa que surgió tras el ala del sombrero, impecablemente colocado, fue moderadamente irónica.
–Por amor de Dios, no –replicó Lichfield.
–Lo siento, me ha confundido.
–No necesita excusarse.
–¿Estuvo usted en el teatro esta tarde?
Lichfield ignoró la pregunta.
–Me doy cuenta de que es usted un hombre ocupado, y no quiero malgastar su tiempo. El teatro es tanto mi profesión, como lo es suya. Creo que debemos considerarnos aliados, aunque no hayamos sido previamente presentados.
Ah, la gran hermandad. Las consabidas invocaciones sentimentales le hacían vomitar. Cuando pensaba en la cantidad de sus llamados aliados que le habían apuñalado alegremente por la espalda; y, en venganza, los dramaturgos que él mismo había vulgarizado y a los actores que había arruinado con una mofa casual, La maldita hermandad: todos se comportaban como hienas, lo mismo que sucedía en cualquier otra profesión demasiado solicitada.
–Tengo –comenzó a decir Lichfield– un permanente interés en el Eliseo. –Le dio un curioso énfasis a la palabra permanente. En los labios de Lichfield, sonaba evidentemente fúnebre.– Permanente, como yo.
–¿Eh?
–Sí, he pasado muchas horas felices en este teatro, en el transcurso de los años, y, francamente, me produce pena traer estas agobiantes noticias.
–¿Qué noticias?
–Señor Calloway, tengo que informarle de que su «Decimosegunda noche» será la última producción que vea el Eliseo.
Tal afirmación no era demasiado sorprendente pero, aun así, dolía; el disgusto interno se reflejó en la cara de Calloway.
–1Ah! Entonces usted no lo sabía. Así lo supuse. Siempre mantienen a los artistas en la ignorancia, ¿verdad? Es una satisfacción a la que los seguidores de Apolo nunca renunciarán. La venganza de los contables.
–Hammersmith –dijo Calloway.
–Hammersmith.
–Bastardo.
–No se puede confiar en los de su clase, pero supongo que es algo que no necesito decirle.
–¿Está seguro de lo del cierre?
–Ciertamente. Lo haría mañana si pudiera.
–Pero, ¿por qué? Aquí he representado a Stoppard, a Tennessee Williams, siempre con buena aceptación del público. No tiene sentido.
–Me temo que tiene un admirable sentido financiero y, si usted piensa en números, como lo hace Hammersmith, no hay ningún pero que oponer a la simple aritmética. El Eliseo se está haciendo viejo. Todos nosotros nos estamos haciendo viejos. Crujimos. Empezamos a sentir la edad en nuestros cimientos: nuestro instinto es caer y desaparecer.
Desaparecer. La voz sonó melodramáticamente suave, como un largo susurro.
–¿Cómo sabe usted eso?
–Fui durante muchos años administrador del teatro, y desde mi retiro he convertido en mi ocupación el..., ¿cuál es la frase?, ... mantener los ojos bien abiertos. Es difícil, en esta época, evocar los éxitos que ha visto este escenario...
Su voz permaneció vibrando, como en un ensueño. Pareció real, no un efecto.
Su voz volvió a recuperar el tono propio de los negocios:
–Este teatro va a morir, señor Calloway. Usted va a asistir a los últimos rituales, aunque no sea culpable. Pensé que debería ser... advertido.
–Gracias. Aprecio su gesto. Dígame, ¿ha sido usted actor alguna vez?
–¿Qué le hace pensar eso?
–La voz.
–Demasiado retórica, lo sé. Me temo que es mi maldición. Apenas soy capaz de pedir una taza de café, sin que suene como el rey Lear bajo la tormenta.
Rió abiertamente su propio chiste. A Calloway le empezaba a gustar aquel tipo. Era posible que tuviese una apariencia un tanto arcaica, levemente absurda, incluso, pero tenía unas maneras tan llenas de vida que atrapaban la imaginación de Calloway. Lichfield no hacía retórica sobre su amor al teatro, como tanta gente en su profesión, que pisaba las tablas como algo secundario, después de haber vendido su alma al cine.
–Debo reconocer que alguna vez he pisado el escenario –confesó Lichfield–, pero me temo que no tengo valor para ello. Sin embargo mi esposa...
¿Esposa? Calloway se sorprendió de que Lichfield tuviera un solo hueso heterosexual en su cuerpo.
–... Mi esposa Constancia ha actuado sobre este escenario en innumerables ocasiones, y, debo decir que con gran éxito. Antes de la guerra, por supuesto.
–Es una pena que se cierre el local.
–Por supuesto, pero me temo que no va a ver ningún milagro. El Eliseo cerrará dentro de seis semanas. Quería que usted supiera que otros intereses, además de los puramente comerciales, están observando esta producción final. Piense en nosotros como en sus ángeles guardianes. Le deseamos lo mejor, Terence, todos le deseamos lo mejor.
Era un sentimiento auténtico, expuesto sencillamente. Calloway quedó impresionado por la preocupación de aquel hombre, y se sintió un tanto culpable por ello. Le colocaba a él, y a sus propias ambiciones, en una posición poco halagadora. Lichfield siguió:
–Nos preocupa que este teatro acabe sus días con un estilo adecuado; después, que muera pacíficamente.
–Maldita vergüenza.
–Es demasiado tarde para arrepentimientos. Nunca deberíamos haber abandonado a Dionisio por Apolo.
–¿Qué?
–Nos vendimos a los contables, al cine y la televisión, a la gente como Hammersmith, cuya alma, si la tiene, debe ser del tamaño de mi uña, y gris como la espalda de un piojo. Deberíamos haber tenido el valor de nuestras obras. Servir a la poesía y vivir bajo las estrellas.
Calloway no siguió detenidamente todas aquellas alusiones, pero había escuchado la idea general, y apreciaba su punto de vista.
Fuera del escenario, la voz de Diane rasgó la solemne atmósfera existente como si fuera un cuchillo de plástico.
–¿Terry? ¿Estás ahí?
El hechizo se rompió: Calloway no se había percatado de cuán hipnótica era la presencia de Lichfield hasta que otra voz se interpuso entre ellos. Escucharle era como dejarse mecer por unos brazos familiares. Lichfield avanzó hasta el borde del escenario, bajando su voz hasta convertirla en un murmullo conspirador.
–Una última cosa, Terence.
–¿Sí?
–Su Viola. Carece, si usted me perdona por mencionarlo, de las cualidades especiales que requiere el personaje.
Calloway se quedó estupefacto.
–Ya sé –continuó Lichfield– que en estos asuntos las lealtades personales entorpecen la honestidad.
–No –replicó Calloway–. Usted tiene razón, pero ella es popular.
–Así que es un cebo para osos, Terence.
Una amplia sonrisa se iluminó tras el ala del sombrero, ingrávida en la sombra como si fuera la mueca burlona del Gato Cheshire 4.
–Tan sólo estoy bromeando –dijo Lichfield, su amplia carcajada era ahora una risa sofocada–; los osos pueden ser encantadores.
–Terry, ¿estás ahí?
Diane apareció desde detrás de los decorados, demasiado vestida, como en ella era habitual. Seguramente se iba a producir un embarazoso enfrentamiento en el ambiente. Pero Lichfield ya se estaba dirigiendo, a lo largo de la falsa perspectiva de los setos, hacia la parte posterior del escenario.
–Aquí estoy –dijo Terry.
–¿Con quién estabas hablando?
Lichfield ya había salido, tan suave y tranquilamente como había entrado. Diane ni siquiera lo vio marcharse.
–Oh, tan sólo era un ángel –dijo Calloway.
El primer en sayo general no fue, considerándolo en su totalidad, tan malo como Calloway había supuesto: fue inconmensurablemente peor. Los pies se habían perdido, los apuntadores extraviados, las entradas mal situadas; las situaciones cómicas parecían mal tramadas y excesivamente trabajadas; las interpretaciones, demasiado recargadas o excesivamente frívolas. Era una Decimosegunda noche que parecía durar todo un año. Durante la mitad del tercer acto Calloway echó una mirada a su reloj, y se dio cuenta de que una representación sin corte alguno de Macbeth (con descanso incluido) habría finalizado ya.
Se sentó en el patio de butacas, con la cabeza hundida entre las manos, pensando en todo el trabajo que aún tenía que llevar a cabo si quería salvar la producción. No era la primera vez en este trabajo que se sentía solo para afrontar todos los problemas que se le venían encima. Los pies debían ser ajustados, había que ensayar con los apuntadores, tenían que practicar las entradas hasta que quedasen grabadas en la memoria. Pero un mal actor era un mal actor. Él podía trabajar hasta el día del juicio Final puliendo y recortando la obra, pero no podía hacer un bolso de seda con la oreja de cerdo que era Diane Duvall.
Con la habilidad de un acróbata, ella se las arreglaba para esquivar todo aquello que era significativo, para ignorar cada oportunidad de conmover a la audiencia, para evitar cada matiz que el dramaturgo insistiera en poner en su camino. La suya era una actitud heroica por su ineptitud, reduciendo toda la delicada caracterización, que a Calloway le había costado tantos dolores crear, a un quejido monocorde. Esta Viola era carne de melodrama, menos humana que los setos, y por lo menos, tan verde como ellos.
Los críticos la iban a hacer pedazos.
Y lo que era peor, Lichfield se sentiría defraudado. Para él, esto suponía una sorpresa considerable; el impacto que le había producido la aparición de aquel hombre no había disminuido. Calloway no podía olvidar su proyección de actor, su pose, su retórica. Le había conmovido más profundamente de lo que él estaba preparado a admitir; y el pensamiento de esta decimosegunda noche, con esta Viola, convertida en el canto de cisne de su bienamado Eliseo, le preocupaba y perturbaba. De algún modo, le parecía desagradecido.
Le habían advertido frecuentemente de la pesada carga que suponía ser director mucho antes de que se viera envuelto seriamente en la profesión. Su querido –y ya fallecido– gurú en el centro de actores, Wellbeloved (el del ojo de cristal) se lo había dicho desde el principio:
–Un director es la criatura más solitaria que hay sobre esta tierra de Dios. Sabe lo que es bueno y lo que es malo en su espectáculo, o al menos debería saberlo si merece el pan que come, y con toda esa información a su alrededor, tiene que mantener siempre la sonrisa.
En aquella época no le había parecido tan difícil.
–Este trabajo no tiene nada que ver con el éxito –solía decir Wellbeloved–; lo que se debe aprender es a no caer sobre tu despreciable cabeza.
Había sido un buen consejo. Aún podía ver a Wellbeloved escribiendo aquel juicio sobre un plato, su calva brillante, su ojo vivo reluciendo con cínico deleite. Ningún hombre sobre la tierra, pensó Calloway, había amado el teatro con más pasión que Wellbeloved y, seguramente, ninguno podía haber sido más crítico con sus pretensiones.
Era casi la una de la madrugada cuando consiguieron acabar el desgraciado reparto y revisaron las correcciones, se separaron malhumorados y mutuamente resentidos. Calloway no quería compañía. Nada de beber hasta tarde en uno u otro alojamiento, nada de masajes mutuos. Había una nube de melancolía sobre él y ningún vino, mujer o canción alguna podría dispersarla. Apenas podía soportar mirar a la cara de Diane. Las correcciones que le había hecho, situada en frente del resto del reparto, habían sido ácidas. Ni siquiera eso serviría de nada.
En el vestíbulo, se encontró a Tallulah, aún despierta, aunque era muy tarde para una mujer de su edad.
–¿Vas a cerrar esta noche? –le preguntó, más por decir algo que por verdadera curiosidad.
–Siempre cierro –dijo.
Pasaba con amplitud de los setenta: demasiado vieja para su trabajo en la taquilla, y demasiado obstinada para que la alejaran de ella fácilmente. Pero ahora ese alejamiento iba a ser forzoso, ¿no? Se preguntó cuál sería su reacción cuando oyera las noticias del cierre. Probablemente romperían su frágil corazón. ¿No le había dicho Hammersmith una vez que Tallulah llevaba en el teatro desde que era sólo una niña de quince años?
–Bien, buenas noches, Tallulah.
Ella hizo un pequeño asentimiento con la cabeza, como siempre. Entonces salió fuera, y cogió del brazo a Calloway.
–¿Sí?
–El señor Lichfield... –comenzó.
–¿Qué pasa con el señor Lichfield?
–No le gustó el ensayo.
–¿Estuvo aquí esta noche?
–Oh, sí –replicó, mientras pensaba que Calloway era un imbécil por creer lo contrario–. Por supuesto que estaba.
–No lo he visto.
–Bien... no importa. No estaba muy complacido.
Calloway intentó conservar un tono de indiferencia.
–No se puede hacer nada.
–Su espectáculo es muy importante para él.
–Me doy cuenta de ello –dijo Calloway, esquivando las acusadoras miradas de Tallulah. Ya tenía bastante para no poder dormir aquella noche, sin ese tono de reproche resonando en sus oídos.
Se soltó el brazo y se dirigió hacia la puerta. Tallulah no intentó detenerlo. Tan sólo dijo:
–Tenía que haber visto a Constancia.
¿Constancia? ¿Dónde había oído ese nombre? Claro, la esposa de Lichfield.
–Es una Viola maravillosa.
Estaba demasiado cansado para perder el tiempo recordando actrices fallecidas; ella estaba muerta, ¿verdad? Él había dicho que estaba muerta, ¿no?
–Maravillosa –dijo Tallulah de nuevo.
–Buenas noches, Tallulah. Hasta mañana.
La arrugada anciana no respondió. Qué le iba a hacer si estaba ofendida por sus bruscos modales. La dejó con sus quejas y salió a la calle. Estaban a últimos de noviembre y hacía frío. No había ninguna fragancia nocturna, tan sólo el olor a alquitrán de la recién arreglada carretera, y el polvillo en el viento. Calloway levantó el cuello de la chaqueta y se dirigió rápidamente hacia el dudoso refugio de la pensión de Murphy.
En el vestíbulo, Tallulah dio la espalda al frío y la oscuridad del mundo exterior, y se introdujo de nuevo en el templo de los sueños. Ahora olía a cansado: rancio por el uso y la edad, como su propio cuerpo. Había llegado la hora de que los procesos naturales se cobraran su peaje; no había razón para que las cosas corrieran más allá del espacio que se les había adjudicado. Eso era tan cierto de los edificios como de la gente. Pero el Eliseo tenía que morir como había vivido, en la gloria.
Respetuosamente, fue abriendo las cortinas rojas que cubrían los retratos del pasillo que conducían del vestíbulo al patio de butacas. Barrymore, Irving: grandes nombres y grandes actores. Cuadros manchados y marchitos, quizá, pero los recuerdos estaban tan vivos y frescos como el agua en primavera. Y para orgullo del lugar, el último de la fila en ser descubierto, el retrato de Constancia Lichfield. Un rostro de gran belleza; una estructura ósea que haría llorar a un anatomista.
Había sido demasiado joven para Lichfield, por supuesto, y eso había sido parte de la tragedia. Lichfield el Svengali, que la doblaba en edad, había sido capaz de dar a su brillante belleza todo lo que ella deseaba: fama, dinero, compañía. Todo, menos el regalo que más necesitaba: vida. Murió antes de cumplir los veinte años; cáncer de pecho. Sucedió tan rápidamente, que era difícil creer que ella se hubiera ido.
Unas lágrimas se asomaron a los ojos de Tallulah mientras recordaba al perdido y malgastado genio. Constancia habría iluminado a tantos personajes si se hubiera salvado... Cleopatra, Hedda, Rosalinda, Electra...
Pero no pudo ser. Se había ido, se apagó como una vela en medio de un huracán; y para aquellos que ella dejó atrás, la vida se había convertido en una lenta y triste marcha a través de una tierra fría. Algunas mañanas, cuando apuntaba el amanecer, se daba la vuelta y rezaba para morir en su sueño.
Las lágrimas ahogaban sus ojos por completo, tenía la cara empapada. Y... ¡oh Dios!, había alguien detrás de ella, probablemente el señor Calloway que había vuelto a recoger algo, y allí estaba ella, sollozando, comportándose como la vieja tonta que sabía que él creía que era. ¿Cómo iba a comprender un hombre joven como él el dolor producido por el paso de los años, el profundo tormento de una pérdida irreparable? Todavía faltaba tiempo para eso. Llegaría antes de lo que él pensaba; no obstante, aún faltaba tiempo.
–Tallie –dijo alguien.
Supo quién era. Richard Walden Lichfield. Se volvió y ahí estaba él, a no más de un par de metros de distancia, con su estilizada figura de caballero, como siempre lo había recordado. Aunque debía ser veinte años mayor que ella, la edad no parecía haberlo doblado. Se sintió avergonzada de sus lágrimas.
–Tallie –dijo amablemente–; sé que es un poco tarde, pero supuse que querrías saludarnos.
Las lágrimas estaban desapareciendo, y ahora podía ver al acompañante de Lichfield, que se encontraba detrás de él, parcialmente obscurecido por la sombra de Lichfield. La figura salió de su refugio y allí estaba, una luminosa y delicada belleza que Tallulah reconoció tan fácilmente como su propio reflejo. El tiempo se rompió en pedazos, la razón abandonó el mundo. Aquellos rostros, tan ansiosamente deseados, habían regresado para llenar sus noches vacías y ofrecer una nueva esperanza a su tediosa vida. ¿Por qué negarse a la evidencia que veían sus ojos?
Era Constancia, la radiante Constancia, con su brazo entrelazado al de Lichfield y asintiendo seriamente con la cabeza, en señal de saludo a Tallulah.
Querida, fallecida Constancia.
El ensayo estaba convocado a las nueve y media de la mañana siguiente.
Diane Duvall llegó, como de costumbre, media hora tarde. Parecía que no hubiera dormido en toda la noche.
–Lo siento, llego tarde –dijo, arrastrando sus abiertas vocales hasta el escenario.
Calloway no estaba de humor para servilismos.
–Estrenamos mañana –dijo agriamente– y todo el mundo ha estado esperando por ti.
–¿Sí? –Se movió suavemente, intentando ser seductora. Era demasiado temprano y el efecto cayó sobre tierra mojada.
–De acuerdo, vamos a empezar desde el principio –anunció Calloway–, y que todo el mundo, por favor, tenga sus copias y un lápiz. He hecho una lista de cortes, y quiero tenerlos ensayados para la hora de la comida, Ryan, ¿tienes la copia del apuntador?
Hubo un rápido intercambio con el A. S. M., y una negativa llena de disculpas de Ryan.
–Bien, consíguela. Y no quiero quejas de nadie. El ensayo de anoche fue un velatorio, no una actuación. Las entradas duraban una eternidad; las acciones, muy lentas. Voy a cortar, y no va a ser muy agradable.
No lo fue. Llegaron las quejas, con o sin advertencia, las discusiones, los compromisos, las caras amargas y los insultos entre dientes. Calloway hubiera preferido que le colgasen de los dedos gordos de los pies desde un trapecio a manejar a catorce personas en un ambiente tenso, en una obra de la que dos tercios de los actores apenas comprendían nada, y el tercio restante no sabía ni de qué trataba. Destrozaba los nervios.
Las cosas empezaron porque durante todo el tiempo tuvo la agobiante sensación de que lo observaban, aunque el auditorio estaba vacío desde el gallinero hasta las primeras filas. Pensó que era posible que Lichfield estuviera observando desde algún orificio; después desechó la idea como el primer síntoma de una naciente paranoia.
Por fin llegó la comida.
Calloway sabía dónde encontrar a Diane y estaba preparado para la escena que tenía que representar con ella. Acusaciones, lágrimas, reproches, lágrimas de nuevo, reconciliación. Esquema habitual.
Golpeó la puerta del camerino de la estrella.
–¿Quién es?
Ya estaba llorando o hablando a través de un vaso de algo reconfortante.
–Soy yo.
–Oh.
–¿Puedo entrar?
–Sí.
Tenía una botella de vodka, buen vodka, y un vaso. Ninguna lágrima todavía.
–Soy una inútil, ¿verdad? –dijo tan pronto él hubo cerrado la puerta. Sus ojos mendigaban una respuesta negativa.
–No seas tonta –dijo, conciliador.
–Nunca le voy a coger soniquete a Shakespeare –gimoteó, como si fuese culpa del bardo–; todas esas malditas palabras... –La tormenta estaba sobre el horizonte, la podía ver congregarse.
–Todo va bien –mintió el director, poniendo su brazo alrededor de ella–, tan sólo necesitas un poco de tiempo.
Su cara se ensombreció.
–Estrenamos mañana –dijo Diane con voz plana. Tal argumento era difícil de refutar–. Me van a hacer pedazos, ¿verdad?
Quiso decir que no, pero su lengua tuvo un gesto de honradez.
–Sí, a menos que...
–Nunca trabajaré otra vez, ¿no es cierto, Terence? Harry me metió en esto, ese maldito judío. Decía que era bueno para mi reputación, que era necesario para darme un poco más de experiencia. ¿Qué sabrá él? Recoge su maldito diez por ciento y me deja a mí con el bebé entre los brazos. Y yo soy la que parezco una completa idiota, ¿verdad?
La idea de poder parecer una idiota hizo estallar la tormenta. Nada de suaves lluvias: o un chaparrón o nada. Él hacía lo que podía pero era difícil. Lloraba con tal intensidad que las perlas de su sabiduría parecían estar ahogándose. La besó suavemente, todo lo que le estaba permitido a un director decente, y (milagro entre milagros) pareció dar resultado. Aplicó su terapia con un poco más de gusto, apretando con sus manos los pechos, buscando los pezones bajo la blusa, jugueteando con ellos entre sus dedos.
Funcionó a las mil maravillas. Ahora ya había claros entre las nubes; ella resopló y le desabrochó el cinturón, dejando que su calor secara el resto de la lluvia. Los dedos del hombre estaban buscando el borde de encajes de los panties; mientras él investigaba, ella suspiraba, suavemente pero no demasiado, insistentemente pero nunca en exceso. Hubo un momento en que Diane golpeó la botella de vodka, pero ninguno de ellos se preocupó de pararla; cayó de la mesa y se estrelló contra el suelo, haciendo de contrapunto a sus indicaciones, a sus suspiros.
Entonces la maldita puerta se abrió, y una corriente de aire barrió la habitación, enfriando el cálido momento.
Calloway casi se dio la vuelta, pero se percató de que estaba desabrochado; miró a través del espejo, que se encontraba detrás de Diane, para ver la cara del intruso. Era Lichfield. Estaba mirando fijamente a Calloway con la cara impasible.
–Lo siento, debería haber llamado.
Su voz era suave, como crema batida, y no revelaba el más mínimo síntoma de embarazo. Calloway se apartó, se abrochó el cinturón y se volvió hacia Lichfield, maldiciendo en silencio sus ardientes mejillas.
–Sí... Habría sido cortés de su parte –dijo.
–Pido disculpas de nuevo. Quería hablar con –sus ojos, tan hundidos que eran inescrutables, estaban puestos sobre Diane– su estrella –dijo.
Prácticamente Calloway pudo sentir cómo el ego de Diane se henchía ante aquella palabra. Esa aproximación le confundió: ¿Había escondido Lichfield una doble cara? ¿Venía aquí el admirador arrepentido a postrarse a los pies de su musa?
–Me gustaría, si fuera posible, charlar con ella en privado –continuó diciendo la melosa voz.
–Bien, tan sólo estábamos...
–Por supuesto –interrumpió Diane–, discúlpeme sólo un momento, ¿lo hará?
Ella se puso inmediatamente al frente de la situación, las lágrimas olvidadas.
–Esperaré fuera –dijo Lichfield, saliendo inmediatamente.
Antes de que él hubiese cerrado la puerta, Diane ya se encontraba frente al espejo, con una toallita de papel envuelta en el dedo, limpiándose los ojos para arreglarse el maquillaje.
–Bien –murmuró alegremente–, qué adorable es tener un admirador. ¿Sabes quién es?
–Su nombre es Lichfield –le dijo Calloway–; fue administrador de teatro.
–Puede que quiera ofrecerme algo.
–Lo dudo.
–No seas tan posesivo, Terence –gruñó–, no puedes soportar que alguien más llame la atención, ¿verdad?
–Es mi defecto.
Ella se contempló ante el espejo.
–¿Cómo estoy? –preguntó.
–Bien.
–Siento lo de antes.
–¿Lo de antes?
–Ya sabes
–Oh...sí.
–Te veré en el pub, ¿de acuerdo?
Fue despedido sumariamente; en apariencia, su función como amante o confidente ya no era necesaria.
Fuera del camerino, en el gélido pasillo, Lichfield se encontraba esperando pacientemente. Aunque había más luz aquí que en el pobremente iluminado escenario y ahora se encontraba más cerca que la noche anterior, Calloway aún no podía distinguir bien su cara bajo la ancha ala de su sombrero. Había algo, ¿qué idea le zumbaba en la cabeza?, algo artificial en los rasgos de Lichfield. La carne del rostro no se movía como lógicamente correspondía a un sistema compuesto de músculo y tendón; era demasiado rígida, demasiado rosada, casi como una máscara de papel cicatrizado.
–Todavía no esta lista –dijo Calloway.
–Es una mujer adorable –murmuró Lichfield.
–Sí.
–No le culpo...
–Hum.
–Aunque no es actriz.
–Usted no va a entrometerse, ¿verdad Lichfield? No se lo permitiré.
–Olvide esa idea.
El!placer voyeurístico que Lichfield había adoptado ante su embarazosa situación, hizo a Calloway ser menos respetuoso de lo que había sido antes.
–No quiero que la moleste.
–Mis intereses son sus intereses, Terence. Todo que quiero es ver prosperar esta producción, créame. ¿Cómo, en tales circunstancias, voy a alarmar a su protagonista? Seré tan manso como un cordero, Terence.
–Puede ser usted cualquier cosa –respondió– menos un cordero.
La sonrisa apareció de nuevo en la cara de Lichfield, el trozo de piel que rodeaba la boca apenas se estiró para acomodarse a su expresión.
Calloway se dirigió al pub con la imagen de aquella depredadora dentadura fija en su mente, ansioso sin saber por qué.
En la celda acristalada de su camerino, Diane Duvall estaba lista para representar su escena.
–Ya puede pasar, señor Lichfield –anunció.
Antes de que hubiese acabado de pronunciar la última sílaba, él se encontraba ya ante la puerta.
–Señorita Duvall –se inclinó suavemente con deferencia. Ella sonrió; era tan cortés–. ¿Podrá perdonar mi torpe entrada de antes?
La estrella puso una expresión tímida; siempre derretía a los hombres.
–El señor Calloway... –comenzó ella.
–Un joven muy insistente, creo –dijo Lichfield.
–Sí.
–¿No presta quizá demasiadas atenciones a su protagonista?
Diane frunció el ceño ligeramente, un pliegue oscilante donde sus cejas depiladas convergían.
–Eso me temo.
–Falta de profesionalidad por su parte –dijo Lichfield–; pero, y perdóneme... un ardor comprensible.
Ella se dirigió hacia el fondo del camerino, a las luces del espejo; se dio la vuelta, sabiendo que aquella iluminación posterior le sentaba bien a su pelo.
–Bien, señor Lichfield, ¿qué puedo hacer por usted?
–Es un asunto francamente delicado –dijo Lichfield–. El desagradable hecho es que, ¿cómo podría expresarlo?, sus talentos no son los idealmente adecuados para esta producción. Su estilo carece de delicadeza.
Se hizo un silencio. Ella sorbió por la nariz, pensando en lo que implicaba la observación, y se dirigió a la puerta. No le gustaba el modo en que había comenzado esta escena. Estaba esperando a un admirador y, en su lugar, ante ella había un critico.
–¡Fuera! –dijo; su voz sonó severa.
–Señorita Duvall,,,
–Ya me ha oído.
–Usted no se siente a gusto en el papel de Viola, ¿verdad? –continuó Lichfield, como si la estrella no hubiera dicho nada.
–No es asunto suyo –escupió Diane.
–Sí lo es. Vi los ensayos. Estaba usted blanda, sin convicción. La comedia queda plana, la escena de la reunión, que debería rompemos el corazón, es de plomo.
–No necesito su opinión, gracias.
–Carece usted de estilo.
–Lárguese.
–No tiene usted ni presencia ni estilo. Estoy seguro de que en televisión está usted radiante, pero el escenario requiere una sinceridad especial, una riqueza de alma de la que usted, francamente, carece.
La escena se estaba calentando. Ella quería golpearle, pero no encontraba el motivo adecuado. No podía tomar en serio a este viejo afectado. Se hallaba más cerca de la comedia musical que del melodrama con aquellos pulcros guantes grises, la pulcra corbata gris. Estúpida, irascible reina, ¿qué sabía él de interpretación?
–Salga antes de que llame al director de escena –dijo, pero él se interpuso entre ella y la puerta.
¿Una escena de violación? ¿Era eso lo que estaba interpretando? ¿Le ponía caliente? Por amor de Dios.
–Mi esposa –comenzó a decir– ha interpretado a Viola...
–Mejor para ella.
–... Y cree que podría dar un poco más de vida al personaje que usted.
–Estrenamos mañana. –Se encontró a sí misma replicando, defendiendo su presencia en la escena. ¿Qué infiernos hacía ella intentando razonar con aquel hombre que irrumpía en su camerino para hacer aquellas terribles observaciones? Su aliento, muy cercano a ella ahora, olía a chocolate caro.
–Se sabe el papel de memoria.
–El papel es mío. Y yo lo voy a hacer. Lo voy a hacer aunque sea la peor Viola en la historia del teatro. ¿Entiende?
Estaba intentando mantener la compostura pero era difícil. Había algo en él que la ponía nerviosa. No era violencia lo que temía de él: pero temía algo.
–Me temo que ya he prometido el papel a mi esposa.
–¿Qué? –Los ojos se le salieron de las órbitas ante tal arrogancia.
–Y Constancia interpretará el papel.
Diane se rió del nombre. Podía ser que aquello fuera alta comedia, después de todo. Algo de Sheridan, o de Wilde, material pícaro, malicioso. Pero él había hablado con una certeza absoluta. Constancia interpretará el papel; como si todo estuviera ya decidido.
–No voy a seguir discutiendo más tiempo, Buster 5, así que si su esposa quiere interpretar a Viola tendrá que hacerlo en la jodida calle. ¿De acuerdo?
–Ella estrena mañana –dijo Lichfield.
–¿Es usted sordo, o estúpido?, ¿o las dos cosas?
Control, le dijo una voz interior, control, estás sobreactuando, estás perdiendo el control en la escena. Cualquiera que ésta fuese.
El hombre avanzó hacia ella, y las luces iluminaron de lleno el rostro que se ocultaba tras el ala del sombrero. No se había dado cuenta antes, cuando él hizo su primera aparición: ahora veía las arrugas profundamente marcadas, los huecos que había alrededor de los ojos y la boca. No era carne, de eso estaba segura. Llevaba postizos de látex, y estaban torpemente colocados. Su mano se moría de ganas de tirar de ellos y descubrir su verdadero rostro.
Claro, eso era. Ésa era la escena que estaba interpretando: el Desenmascaramiento.
–Veamos cómo eres –dijo.
La mano alcanzó la mejilla antes de que él pudiera detenerla, su sonrisa se hizo más abierta mientras ella le atacaba. Así que era esto lo que él quería, pensó, pero ya era demasiado tarde para lamentaciones o disculpas. Las yemas de sus dedos habían encontrado el extremo de la máscara, en la cuenca del ojo; pellizcó para tener mejor agarre, y tiró.
La delgada capa de látex cedió, y su verdadera fisonomía quedó al descubierto para que el mundo la viera. Diane intentó retroceder, pero una mano la cogió del pelo. Todo lo que pudo hacer fue mirar aquel rostro descarnado. Unas pocas estrías secas de músculos se retorcían aquí y allá y una insinuación de barba pendía de un colgajo de piel en su garganta, pero todo tejido vivo hacía mucho tiempo que se había podrido. La mayor parte de aquel rostro era simple hueso: sucio y gastado.
–No fui embalsamado –dijo la calavera–. No como Constancia. La explicación se le escapó a Diane. No emitió el sonido de protesta que la escena, seguramente, habría requerido. Todo lo que salió de su boca fue un gemido mientras él aferraba su mano con más fuerza y echaba la cabeza de la mujer hacia atrás.
–Tarde o temprano debemos hacer una elección –dijo Lichfield. Su aliento no olía tanto a chocolate, como a una profunda putrefacción–. Entre servirnos a nosotros mismos o servir a nuestro arte.
Ella no lo entendió.
–Los muertos deben elegir más cuidadosamente que los vivos. No podemos gastar nuestro aliento, si me permite la frase, en otra cosa que no sean los más puros placeres. Creo que usted no quiere arte. ¿Verdad?
Diane negó con la cabeza, pidiendo a Dios que ésa fuera la respuesta esperada.
–Usted quiere la vida del cuerpo, no la vida de la imaginación. Y puede tenerla.
–Gracias...
–Si la desea lo suficiente puede tenerla.
De pronto, la mano que había estado tirando de su pelo tan dolorosamente, se apoyó detrás de la cabeza, y atrajo sus labios hacia los suyos. Habría chillado mientras su boca putrefacta se unía a la suya, pero el saludo era tan insistente que la dejaba sin respiración.
Ryan encontró a Diane en el suelo del camerino pocos minutos antes de las dos. No había ningún rastro de sangre en la cabeza o el cuerpo, ni estaba muerta. Parecía encontrarse en una especie de coma. Quizás hubiera resbalado, golpeándose la cabeza mientras caía. Cualquiera que fuese la causa, estaba fuera de combate.
Faltaban pocas horas para el último ensayo general y Viola se encontraba en una ambulancia camino de Cuidados Intensivos.
–Cuanto antes derriben este lugar, mejor –dijo Hammersmith. Había estado bebiendo durante las horas de oficina, algo que Calloway nunca le había visto hacer antes. La botella de whisky todavía estaba sobre la mesa, al lado de un vaso medio vacío, que había dejado sus marcas circulares sobre las hojas de los libros de cuentas; su mano temblaba.
–¿Qué noticias hay del hospital?
–Es una bella mujer –dijo mirando fijamente su vaso. Calloway habría jurado que estaba a punto de llorar.
–Hammersmith, ¿cómo está ella?
–Está en coma. Pero su condición es estable.
–Eso ya es algo, supongo.
Hammersmith miró a Calloway; sus espesas cejas se fruncían de ira.
–Canalla. La estuviste exprimiendo ¿verdad? Te gusta presumir de eso ¿verdad? Bien, te voy a decir algo, Diane Duvall vale doce veces más que tú. ¡Doce!
–¿Es ésa la razón por la que dejaste que esta última producción siguiera adelante, Hammersmith? ¿Porque la habías visto, y querías poner tus calenturientas manos sobre ella?
–No lo entenderías. Tienes el cerebro en los calzoncillos. –Parecía sinceramente ofendido por la interpretación que Calloway había hecho de su admiración por la señorita Duvall.
–De acuerdo, como quieras, pero seguimos sin Viola,
–Ésa es la razón por la que voy a cancelar –dijo Hammersmith suavemente para saborear el momento.
Tenía que llegar. Sin Diane Duvall, no habría Decimosegunda noche; y era posible que eso fuese lo mejor.
Alguien llamó a la puerta.
–¿Quién mierda es? –dijo Hammersmith dulcemente–; entre.
Era Lichfield. Calloway casi se alegró al ver aquella extraña cara cicatrizada. Aunque tenía muchas preguntas que hacerle sobre el estado en que había dejado a Diane tras su estancia en el camerino, no era una conversación que estuviera deseando mantener en presencia de Hammersmith. Además, las posibles acusaciones que pudiera hacerle estaban en contradicción con su presencia allí. Si Lichfield había atentado contra la vida de Diane por la razón que fuera, ¿era razonable que hubiera vuelto tan pronto, tan sonriente?
–¿Quién es usted? –inquirió Hammersmith.
–Richard Walden Lichfield.
–Sigo sin saber quién es usted.
–Fui administrador del Eliseo.
–Oh.
–Lo considero asunto mío.
–¿Qué quiere usted? –dijo bruscamente Hammersmith, irritado por la serenidad de Lichfield.
–He oído que la producción está en peligro –replicó Lichfield sin inmutarse.
–No está en peligro –dijo Hammersmith, torciendo levemente la boca–; no está en peligro en absoluto, porque no va a haber representación. Ha sido cancelada.
–¡Oh! –Lichfield miró a Calloway–. ¿Con su consentimiento? –preguntó.
–No tiene nada que decir en este asunto; sólo yo tengo el derecho a cancelar una obra si las circunstancias lo requieren; lo dice en su contrato. El teatro está cerrado desde hoy. No volverá a abrir.
–Sí lo hará –dijo Lichfield.
–¿Qué? –Hammersmith se puso en pie tras su escritorio. Calloway se dio cuenta de que no le había visto nunca de pie. Era muy bajo.
–Representaremos Decimosegunda noche como estaba previsto –dijo Lichfield suavemente–. Mi esposa se encuentra amablemente dispuesta a representar el papel de Viola en lugar de la señorita Duvall.
Hammersmith soltó una carcajada, una risa vasta, de carnicero, que murió en sus labios mientras la oficina se cubría de olor a lavanda; y Constancia Lichfield hacia su entrada, reluciente, vestida de seda y pieles. Estaba tan radiante como el día en que murió. Incluso Hammersmith contuvo la respiración y quedó en silencio cuando la vio.
–Nuestra nueva Viola –anunció Lichfield.
Tras un instante, Hammersmith pudo, al fin, hablar:
–Esta mujer no puede incorporarse en vísperas del estreno.
–¿Por qué no? –dijo Calloway, sin apartar los ojos de la mujer. Lichfield era un hombre afortunado; Constancia era una belleza extraordinaria. Apenas se atrevía a respirar en su presencia por temor a que ella se desvaneciera.
Entonces ella habló. Los versos pertenecían al quinto acto, escena primera:
Si nada nos hace felices a ambos
sino este atavío de usurpación masculina,
no me abraces hasta que cada circunstancia
de lugar, tiempo y fortuna coincidan, y se regocijen
para que pueda ser Viola de nuevo.
La voz era brillante y musical, pero parecía resonar por todo su cuerpo, llenando cada frase de una oculta corriente de pasión contenida.
Y su cara. Estaba maravillosamente llena de vida, sus rasgos interpretaban cada palabra de su parlamento con una delicada sobriedad.
Estaba encantadora.
–Lo siento –dijo Hammersmith–, pero existen reglas y condicionantes en esta clase de asuntos. ¿Está sindicada?
–No –dijo Lichfield.
–Bien, como usted ve es imposible. El sindicato prohibe estrictamente esta clase de cosas. Nos despellejarían vivos.
–¿Qué significa eso para usted, Hammersmith? –dijo Calloway.
–¿Qué mierda le importa? Una vez que este lugar sea demolido, no tendrá que poner el pie en un teatro nunca más.
–Mi esposa ha asistido a los ensayos. Se sabe perfectamente el papel.
–Podría ser mágico –dijo Calloway. Su entusiasmo se encendía cada vez que miraba a Constancia.
–Se está arriesgando con el sindicato, Calloway –reprendió Hammersmith.
–Correré el riesgo.
–Como usted quiera, a mí no me importa. Pero si algún pájaro les cuenta algo, te va a caer un huevo en la cara.
–Hammersmith: dale una oportunidad. Danos a todos una oportunidad. Si el sindicato me pone en su lista negra, ése será mi sino.
Hammersmith se sentó de nuevo.
–No vendrá nadie, usted lo sabe, ¿verdad? Diane Duvall era una estrella; se habrían sentado a ver su aburrida producción para verla, Calloway. Pero, ¿una desconocida?... Bien, es su funeral. Siga adelante y hágalo. Yo me lavo las manos. Es cosa suya, Calloway. Recuérdelo. Espero que le despellejen vivo.
–Gracias –dijo Lichfield–. Muy amable.
Hammersmith comenzó a reordenar su escritorio, para dar mas importancia a la botella y al vaso. La entrevista había acabado: no le interesaba seguir con aquellas mariposas por más tiempo.
–Váyanse –dijo–, váyanse.
–Tengo una o dos proposiciones que hacerle –dijo Lichfield a Calloway, mientras salían de la oficina–. Unas modificaciones que realzarían la interpretación de mi esposa.
–¿Cuáles son?
–Para la comodidad de Constancia, le pediría que el nivel de iluminación se bajara sustancialmente. Sencillamente, no está acostumbrada a trabajar bajo unas luces que producen calor y reflejos.
–Muy bien.
–También le pediría que instalásemos una fila de candilejas.
–¿Candilejas?
–Una extraña petición, ya me doy cuenta, pero ella se siente mucho más a gusto con las candilejas.
–Tienden a deslumbrar a los actores –dijo Calloway–. Les hace difícil ver a la audiencia.
–No obstante... tengo que poner como condición que sean instaladas.
–De acuerdo.
–En tercer lugar, le pediría que todas las escenas en que haya besos, abrazos o cualquier otro contacto físico con Constancia, sean modificadas para evitarlos; cualesquiera que sean.
–¿Todas?
–Todas.
–Por amor de Dios, ¿por qué?
–Mi esposa no los necesita para dramatizar los sentimientos del corazón, Terence.
Dio un curioso énfasis a la palabra «corazón». Los sentimientos del corazón.
Calloway miraba a Constancia a la más mínima oportunidad. Era como una bendición.
–¿Presentamos nuestra nueva Viola al resto de la compañía? –sugirió Lichfield.
–¿Por qué no?
El trío entró en el teatro.
La nueva organización del escenario y lo de suprimir todo contacto físico resultó sencillo y, aunque el resto del reparto estuvo inicialmente receloso ante su nueva compañera, su falta de afectación y su gracia natural hicieron que muy pronto se le rindieran. Además, su presencia significaba que la obra iba a seguir adelante.
A las seis, Calloway concedió un descanso, anunciando que el ensayo general sería a las ocho. Les pidió que salieran y se divirtieran durante cerca de una hora. La compañía salió vibrando con un nuevo entusiasmo por la obra. Lo que era una ruina medio día antes, ahora parecía reconstruirse satisfactoriamente. Había miles de cosas que arreglar, por supuesto: deficiencias, vestuario que no se ajustaba bien, manías de dirección. Lo normal en estos casos. De hecho los actores estaban más felices de lo que habían estado en bastante tiempo. Ni el propio Ed Cunningham fue capaz de reprimir uno o dos piropos.
Lichfield encontró a Tallulah entre bastidores, limpiando.
–Esta noche...
–Sí, señor.
–No debes tener miedo.
–No tengo miedo –replicó Tallulah–. Vaya idea. Como si...
–Puede que sea algo doloroso, lo lamento. Por ti, y por nosotros.
–Comprendo.
–Por supuesto que comprendes. Amas el teatro tanto como yo. Conoces la paradoja de esta profesión. Interpretar la vida... Ah, Tallulah, interpretar la vida... qué cosa tan curiosa. Sabes, a veces me pregunto durante cuánto tiempo podré mantener la ilusión.
–Es una representación maravillosa –dijo ella.
–¿Lo crees así? ¿Realmente lo crees así? –Se animó por su favorable opinión. Era tan mortificante tener que fingir todo el tiempo; simular la carne, la respiración, aparentar estar vivo. Agradecido por la opinión de Tallulah, se acercó a ella.
–¿Te gustaría morir, Tallulah?
–¿Duele?
–Apenas.
–Me haría muy feliz.
–Así será.
Su boca cubrió la de ella. Estaba muerta en menos de un minuto, dejando paso felizmente a su penetrante lengua. La dejó tendida sobre el raído sofá del bastidor y cerró la puerta con su propia llave. Se enfriaría fácilmente en aquella gélida habitación y estaría de nuevo en pie cuando llegase la hora de la representación.
A las seis y cuarto, Diane Duvall salía de un taxi frente a la fachada del Eliseo. Estaba oscuro. Hacía mucho viento aquella noche de noviembre, pero ella se sentía bien; nada podría deprimirla aquella noche. Ni la oscuridad, ni el frío.
Sin ser vista, pasó delante de los carteles que anunciaban su rostro y su nombre, y se dirigió a través del auditorio a su camerino. Allí, fumando, encontró al objeto de Su devoción.
–Terry.
Permaneció en la puerta durante un momento, para que el hecho de su reaparición surtiera efecto. Él se quedó blanco cuando la vio, por lo que ella hizo un puchero. No era fácil hacer pucheros. Había cierta rigidez en los músculos de su cara, pero consiguió el efecto deseado a su satisfacción.
Calloway no encontraba palabras. Diane parecía enferma, no habían pasado dos días siquiera, y si había abandonado el hospital para tomar parte en el ensayo general iba a tener que convencerla de lo contrario. No llevaba maquillaje, y su pelo rubio ceniza necesitaba un lavado.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó él, mientras ella cerraba la puerta.
–Asuntos sin acabar –dijo la actriz.
–Escucha... tengo algo que decirte...
Dios, aquello iba a ser embarazoso.
–Hemos encontrado una sustituta en el espectáculo. –Ella lo miró sin ninguna expresión. Calloway se apresuró tanto en hablar, que atropelló sus propias palabras–: Pensamos que estabas fuera de servicio, quiero decir, no permanentemente, claro, pero al menos para el estreno...
–No te preocupes –dijo.
Él se quedó boquiabierto.
–¿Que no me preocupe?
–¿A mí qué me importa?
–Has dicho que habías regresado para acabar...
Se paró. Ella se estaba desabrochando la parte superior del vestido. No va en serio, pensó, no puede ir en serio. ¿Sexo? ¿Ahora?
–He pensado mucho en estas últimas horas –dijo ella mientras se desabrochaba su arrugado vestido por encima de las caderas, lo dejaba caer, y daba un paso hacia delante. Llevaba unas bragas blancas, que intentaba quitarse sin conseguirlo–. He decidido no preocuparme más por el teatro. Ayúdame. ¿Lo harás?
Diane se dio la vuelta, mostrándole la espalda; automáticamente, él le sacó las bragas, sin preguntarse realmente si lo deseaba o no. Parecía ser un «hecho consumado». Había vuelto para acabar lo que había sido interrumpido, así de sencillo. A pesar de los extraños ruidos que salían de su garganta y de la vidriosa mirada que había en sus ojos, seguía siendo una mujer atractiva. Se dio la vuelta de nuevo y Calloway se quedó mirando la plenitud de sus pechos, más pálidos de lo que él recordaba, pero adorables. Sus pantalones se estaban haciendo incómodamente estrechos y la actuación de Diane sólo estaba empeorando su situación; la manera en que estaba moviendo sus caderas, como la más descarada artista de strip-tease del Soho, mientras se pasaba las manos entre las piernas.
–No te preocupes por mí –dijo–; he tomado una decisión. Todo lo que realmente quiero...
Puso sus manos, que habían estado tan recientemente entre sus ingles, sobre la cara del director. Estaban frías como el hielo.
–Todo lo que realmente quiero eres tú. No puedo tener sexo y escenario... Llega un momento en la vida de cada uno en que hay que tomar decisiones.
Se lamió los labios. La boca no se le humedeció.
–El accidente me hizo pensar, me hizo analizar qué es lo que realmente me importa. Y francamente –estaba desabrochándole el cinturón–, no me importa una mierda...
Ahora la cremallera.
–... ni esta, ni cualquier otra jodida obra.
Los pantalones cayeron al suelo.
–... Te voy a enseñar lo que me importa.
Metió la mano en los calzoncillos, y le agarró. Estaba fría; esto hizo, de alguna manera, que el contacto fuera más sexual. Él se rió, cerrando los ojos, mientras ella le bajaba los calzoncillos hasta la mitad del muslo y se arrodillaba a sus pies.
Era una experta, como siempre. Su garganta se abría como un desagüe, la lengua un tanto áspera, pero las sensaciones le volvían loco. Era tan bueno, que él apenas se daba cuenta de la facilidad con que lo devoraba llegando más profundamente de lo que nunca lo había hecho, empleando todos los trucos que sabía para excitarle más y más. Al principio, lenta y profundamente; aumentando después la velocidad hasta que él casi se corría; después lento otra vez, hasta que la necesidad pasaba. Se encontraba a su merced.
Calloway abrió los ojos para observar su trabajo. Estaba espetada a él; la cara en éxtasis.
–Dios –jadeaba Terry–. Es tan bueno. Oh, sí, sí.
Diane ni siquiera parpadeó como respuesta a sus palabras, tan sólo continuaba su trabajo en silencio. No estaba haciendo los ruidos que en ella eran habituales: pequeños gruñidos de satisfacción, la pesada respiración que salía de su nariz. Tan sólo comía su carne en el más absoluto silencio.
El contuvo su respiración un momento mientras una idea le pasaba por el vientre. La cabeza de Diane seguía moviéndose, los ojos cerrados, sus labios abrazados totalmente alrededor de su miembro. Pasó medio minuto; un minuto; un minuto y medio. Su vientre se llenó de terror.
No estaba respirando. Estaba haciéndole este incomparable trabajo sin parar, ni siquiera un momento, para inhalar o exhalar.
Calloway sintió que su cuerpo se ponía rígido mientras su erección se iba debilitando en la garganta de ella. Diane no desfallecía en su labor; el implacable bombeo continuaba entre sus ingles, mientras en su mente se formaba una idea inconcebible:
Está muerta.
Me tiene en su boca, en su fría boca, y está muerta. Ésa era la razón por la que había regresado, se había levantado de su lecho mortuorio y había vuelto. Estaba ansiosa de acabar lo que había empezado; sin preocuparse de la obra o de la usurpadora. Este acto era lo que, para ella, tenía valor, tan sólo este acto. Y había elegido realizarlo eternamente.
Calloway no pudo hacer otra cosa sino quedarse mirando hacia abajo, como un idiota, mientras el cadáver cabeceaba.
Entonces ella pareció darse cuenta de su horror. Abrió los ojos y lo miró. ¿Cómo podía haber confundido esa mirada muerta con una viva? Gentilmente, ella retiró de sus labios la arrugada virilidad.
–¿Qué sucede? –preguntó con su voz aflautada, intentando fingir vida.
–Tú... no estás... respirando.
Diane agachó la cabeza. Dejó que él se retirara.
–Oh, cariño –dijo, dejando que toda simulación de vida desapareciera–. No interpreto bien el papel, ¿verdad?
Su voz era la voz de un fantasma: gruesa, triste. Su piel, que había considerado exquisitamente pálida, estaba blanca como la cera.
–¿Estás muerta?
–Eso me temo. Hace dos horas, mientras dormía. Pero tenía que venir, Terry; tantos asuntos sin acabar. Hice mi elección. Deberías sentirte halagado. Te sientes halagado, ¿verdad?
La muerta se puso de pie y buscó en su bolso, que había dejado al lado del espejo. Calloway miró hacia la puerta, intentando hacer trabajar sus extremidades; pero estaban inertes. Además, tenía los pantalones alrededor de los tobillos. Dos pasos, y hubiera caído de bruces.
Diane se volvió hacia él con algo plateado y puntiagudo en la mano. Intentó, mientras pudo, averiguar de qué se trataba, pero no podía ponerle la vista encima. Fuera lo que fuese, aquel objeto era para él.
Desde la construcción del nuevo crematorio en 1934, el cementerio había estado sufriendo una humillación tras otra. Las tumbas habían sido profanadas, las losas volcadas y hechas pedazos; todo ensuciado por los perros, y lleno de pintadas. Muy escasos visitantes se acercaban a cuidar las tumbas. Las generaciones habían ido disminuyendo y el pequeño número de gente que todavía tenían algún ser amado enterrado allí, se encontraban ya demasiado débiles para arriesgarse a caminar por aquellas atestadas aceras; o eran demasiado sensibles para soportar tales actos de vandalismo.
No siempre había sido así. Ilustres e influyentes familias se encontraban enterradas tras las fachadas de mármol de aquellos mausoleos victorianos. Padres fundadores, industriales locales, altos dignatarios y todos aquellos que habían hecho sentirse orgullosa a la ciudad mediante su esfuerzo. El cuerpo de la actriz Constancia Lichfield había sido enterrado aquí («Hasta que los días acaben y se disipen las sombras»). Su tumba era casi la única que recibía cuidados de algún secreto admirador.
Nadie vigilaba esa noche, era demasiado fría para los amantes. Nadie vio a Charlotte Hancock abrir la tapa de su sepultura. Las batientes alas de las palomas aplaudían su vigor, mientras salía arrastrando los pies para encontrar la luna. Su marido Gerard la acompañaba menos fresco que ella; llevaba muerto trece años más. Joseph Jardine y familia se encontraba a no mucha distancia de los Hancock. También estaba Marriott Fletcher y Anne Snell y los hermanos Peacock. La lista seguía y seguía. En una esquina, Alfred Crawshaw (capitán del decimoséptimo de lanceros) estaba ayudando a su adorable esposa Emma a levantarse de la podredumbre de su lecho. Por todas partes surgían rostros entre las grietas de las tapas de las tumbas. ¿No era ésa Kezia Reynolds con su hijo, que tan sólo había vivido un día, entre sus brazos? Y Martin van de Linde («Que el recuerdo de los justos sea bendecido»), cuya esposa nunca había sido encontrada; Rosa y Selina Goldfynch: bellas mujeres las dos; y Thomas Jerrey, y...
Demasiados nombres para mencionarlos todos. Demasiados estados de putrefacción que describir. Es suficiente decir que se levantaron: sus adornos mortuorios se habían desvanecido, sus rostros desnudos de todo, excepto los cimientos de la belleza. Aun venían, salían oscilantes a través de la puerta trasera del cementerio, abriéndose paso a través del páramo, camino del Eliseo. A lo lejos, el sonido del tráfico. En el cielo retumbó el sonido de un avión. Uno de los hermanos Peacock miró hacia arriba mientras el gigante pasaba sobre ellos; dio un traspié, y cayó de cabeza, destrozándose la mandíbula. Amablemente, le ayudaron a levantarse, y le acompañaron en su marcha. No se había hecho ningún daño; ¿y qué sería de una resurrección sin unas cuantas risas?
El espectáculo continuaba.
Si la música es el alimento del amor, sigue tocando,
dámela en exceso; así, saciado,
el apetito puede enfermar, y morir.
Calloway no pudo ser encontrado en el entreacto; pero Ryan tenía instrucciones de Hammersmith (a través del omnipresente señor Lichfield) de que la representación comenzara, con o sin el director.
–Estará arriba, en el gallinero –dijo Lichfield–. Me parece que puedo verlo desde aquí.
–¿Está sonriendo? –preguntó Eddie.
–Sonriendo de oreja a oreja.
–Eso es que se está meando.
Los actores se rieron. Hubo una buena cantidad de risas esa noche. La obra se estaba desarrollando tranquilamente y, aunque no podían ver a la audiencia por el resplandor de las recién instaladas candilejas, percibían las oleadas de cariño y satisfacción que susgían del auditorio. Los actores salían alegres del escenario.
–Todos están sentados en el gallinero –dijo Eddie–. Pero sus amigos, señor Lichfield, hacen bueno un jamón viejo. Están tranquilos, por supuesto, pero esas enormes sonrisas en sus caras...
Acto primero, segunda escena; la primera aparición de Constancia Lichfield en el papel de Viola fue recibida con un aplauso espontáneo. ¡Qué aplauso! Como el sordo redoble de imaginarios tambores, como el quebradizo golpeo de un millar de palos sobre un millar de tensas pieles; un profuso, desenfrenado aplauso.
Y a fe que Constancia aprovechó la ocasión. Comenzó a actuar, y así continuó, poniendo todo su corazón en el personaje, sin necesidad de usar la fisiología para comunicar la profundidad de sus sentimientos; recitando la poesía con tal inteligencia y pasión, que el más leve movimiento de su mano era más expresivo que un centenar de gesticulaciones grandilocuentes. Después de esa primera escena, cada vez que entraba al escenario era recibida con el mismo aplauso de la audiencia, seguido de un silencio casi reverencial.
Detrás del escenario, una especie de ilusionada esperanza se apoderaba de todos. La compañía al completo paladeaba el éxito; un éxito que había sido rescatado milagrosamente de las fauces del desastre.
¡Otra vez! ¡Aplauso! ¡Aplauso!
En su oficina, Hammersmith percibía sombrío el frágil estruendo de la adulación entre una neblina etílica.
Se encontraba preparando su octavo vaso cuando se abrió la puerta. Levantó la cabeza un momento y se dio cuenta de que el visitante era el insolente Calloway. «Quizá viene a saborear su victoria, pensó, viene a decirme lo equivocado que estaba.»
–¿Qué quieres?
El estúpido no respondió. Por el rabillo del ojo Hammersmith tuvo la impresión de ver una orgullosa y brillante mirada en la cara de Calloway. Satisfecho de sí mismo, el imbécil, entrando allí cuando había un hombre de luto.
–¿Supongo que lo has oído?
El otro gruñó.
–Ha muerto –dijo Hammersmith, comenzando a llorar–. Ha muerto hace unas pocas horas sin recobrar la consciencia. No se lo he dicho a los actores. No valía la pena.
Calloway no respondió nada a estas noticias. ¿No le importaba al bastardo? ¿No podía ver que era el fin del mundo? La mujer estaba muerta. Había fallecido en el interior del Eliseo. Se iniciaría una investigación oficial, el seguro sería revisado, se llevaría a cabo una investigación judicial: revelaría demasiado.
Bebió profundamente de su vaso sin preocuparse de mirar a Calloway de nuevo.
–Su carrera se va a hundir después de esto, hijo. No voy a ser yo sólo. No, querido.
Calloway permanecía aún en silencio.
–¿No le importa? –preguntó Hammersmith.
Durante un momento, hubo un silencio; después Calloway respondió:
–No me importa una mierda.
–Unos presuntuosos pequeños directores de escena, eso es todo lo que sois. Eso es todo lo que cualquiera de vosotros, jodidos directores, sois. Una buena crítica, y ya os creéis un regalo de los dioses al arte. Bien, déjame que te lo deje claro...
Miró a Calloway. Sus ojos, inyectados en alcohol, tenían dificultad en enfocar su imagen. Finalmente lo consiguió. Calloway, esa sucia sabandija, estaba desnudo de cintura para abajo. Llevaba zapatos y calcetines, pero no pantalones o calzoncillos. Este exhibicionismo podría haber sido cómico, pero la expresión de su cara no lo era. El hombre se había vuelto loco. Sus ojos daban vueltas descontroladamente; de la boca y la nariz manaban constantemente saliva y mocos; su lengua colgaba como la de un perro cansado.
Hammersmith puso el vaso sobre el secafirmas, y vio la peor parte. Había sangre en la camisa de Calloway. Un rastro que recorría el cuello hasta el oído izquierdo, de donde sobresalía el extremo de la lima de uñas de Diane Duvall. Había sido clavada profundamente en el cerebro de Calloway. Aquel hombre seguramente estaba muerto.
Pero estaba de pie, hablaba, caminaba.
Otra clamorosa ovación apagada por la distancia se oyó proveniente del teatro. De algún modo no era un sonido real. Venía de otro mundo, de un lugar donde las emociones mandaban. Un mundo del que Hammersmith siempre se había sentido excluido. Nunca había valido gran cosa como actor, aunque Dios sabe que lo había intentado, y las dos obras que él había escrito eran, y él lo sabía, abominables. Su fuerte era la contabilidad, y la había usado para permanecer tan cerca del escenario como podía, odiando su propia carencia de arte tanto como odiaba esa capacidad en otros.
La ovación se desvaneció como si hubiera recibido una indicación de un invisible apuntador. Calloway se acercó a él. La máscara que llevaba no era cómica, tampoco trágica; era sangre y risa juntas. Encogido de miedo, Hammersmith estaba acorralado tras su escritorio. Calloway saltó sobre la mesa (parecía tan ridículo con los faldones de la camisa mientras sus genitales se movían de un lado a otro) y agarró a Hammersmith de la corbata.
–Filisteo –dijo Calloway, incapaz de comprender el corazón de Hammersmith; le rompió el cuello (se oyó un chasquido) mientras, abajo, se iniciaba una nueva ovación.
No me abraces hasta que cada circunstancia
de lugar, tiempo y fortuna coincidan, y se regocijen
para que pueda ser Viola de nuevo.
Los versos que surgían de la boca de Constancia eran una revelación. Casi parecía que la Decimosegunda noche fuera una obra nueva, y hubiera sido escrita sólo para Constancia Lichfield. Los actores que compartían el escenario con ella, sentían cómo sus egos se arrugaban en presencia de semejante talento.
El último acto se acercaba a su agridulce desenlace, mientras la audiencia escuchaba embelesada, conteniendo el aliento.
El duque habló:
Dame tu mano;
muéstrate ante mí, en luto de mujer.
En el ensayo, la invitación del verso había sido ignorada. Nadie podía tocar a aquella Viola, y mucho menos cogerla de la mano. Pero en el calor de la actuación, semejantes tabúes fueron olvidados. Poseídos por la pasión del momento, el actor se acercó a Constancia. Ella, olvidando también la prohibición, se acercó para responder a su contacto.
Entre bastidores, Lichfield susurró un «no», pero la orden no fue oída, el duque tomó la mano de Viola en la suya; la vida y la muerte unidas, juntas bajo un cielo pintado.
Era una mano fría, sin sangre en las venas, sin color en la piel.
Pero aquí era tan buena como una viva.
Eran iguales, vivo y muerto, y nadie podría encontrar una causa justa para separarlos.
Entre bastidores, Lichfield suspiró y se permitió una pequeña sonrisa. Había temido aquel contacto, había temido que hubiera roto el hechizo. Pero Dionisio estaba con ellos esa noche. Todo iría bien; lo sentía en sus huesos.
El acto se acercaba a su conclusión; y Malvolio, pregonando aún sus amenazas, incluso en la derrota, era sacado de escena. Uno a uno, la compañía fue abandonando el escenario, dejando que el arlequín pusiera broche final a la obra.
Ha mucho tiempo que el mundo comenzó,
con, hey, ho, el viento y la lluvia
pero son todos uno, nuestra obra ha acabado
y nos esforzaremos en complacerles día tras día.
Las luces del escenario se apagaron, y el telón descendió. Desde el gallinero, estalló una entusiasta ovación; el mismo, desenfrenado, sordo aplauso. La compañía, con sus caras resplandecientes por el éxito del ensayo general, formó tras el telón haciendo una reverencia. Se levantó el telón: el aplauso se hizo mayor.
Entre bastidores, Calloway se unió a Lichfield. Estaba vestido y se había limpiado la sangre del cuello.
–Bien, hemos tenido un brillante éxito –dijo la calavera–. Es una pena que la compañía tenga que disolverse tan pronto.
–Lo es –dijo el cadáver.
Los actores estaban gritando entre bastidores, pidiendo a Calloway que se uniera a ellos. Lo estaban aplaudiendo, animándole a que saliera a escena.
Puso una mano sobre la espalda de Lichfield.
–Iremos juntos, señor –dijo.
–No, no, no podría.
–Debe salir. Es tanto su triunfo como el mío. –Lichfield asintió, y salieron juntos a saludar con el resto de la compañía.
Tallulah estaba trabajando entre bastidores. Se sentía restablecida después de su sueño en aquel lugar. Ya no sufriría durante más tiempo aquellos dolores en la cadera, ni la progresiva neuralgia en el cuero cabelludo. Ya no habría necesidad de respirar a través de unos conductos incrustados durante setenta años de suciedad, de frotarse el dorso de la mano para hacer que su circulación funcionara; ni siquiera necesitaba parpadear. Se encontraba preparando el fuego con una nueva fuerza, haciendo útiles los restos de pasadas producciones: viejos telones, accesorios, vestuario. Cuando hubo amontonado suficiente combustible, encendió una cerilla y prendió fuego. El Eliseo comenzó a arder.
Por encima de los aplausos, alguien estaba gritando:
–Maravilloso, queridos, maravilloso.
Era la voz de Diane. Todos la reconocieron aunque no podían verla completamente. Avanzaba, tambaleándose, por el pasillo central hacia el escenario; se estaba poniendo en ridículo.
–Perra estúpida –dijo Eddie.
–Gritos –dijo Calloway.
Ella se encontraba al borde del escenario, increpándole.
–Ahora tienes todo lo que querías, ¿verdad? Ésta es tu nueva amada, ¿verdad?
Estaba intentando subir al escenario. Sus manos se aferraban a las calientes cubiertas de metal de las candilejas. Su piel empezó a chamuscarse. La carne se estaba quemando.
–Por amor de Dios, que alguien la detenga –dijo Eddie. Pero Diane no parecía sentir las quemaduras de sus manos; sólo se reía en su cara. El olor a carne quemada comenzó a extenderse desde las candilejas. La compañía rompió la formación, olvidando su triunfo.
Alguien dio un alarido:
–¡Apagad las luces!
Un golpe, y las luces del escenario se apagaron. Diane cayó hacia atrás con las manos humeantes. Uno de los actores se desmayó, otro se fue a vomitar entre bastidores. En algún sitio, detrás de ellos, podían oír el débil crepitar de las llamas, pero tenían su atención puesta en otro sitio.
Con las candilejas apagadas, podían ver el auditorio más claramente. El patio de butacas estaba vacío, pero el anfiteatro y el gallinero estaba lleno de ilusionados espectadores. Cada fila se encontraba repleta, y cada centímetro disponible de espacio atestado de público. Alguien, arriba, comenzó a aplaudir de nuevo, sólo durante unos instantes, antes de que la ola de aplausos empezara otra vez. Pero esta vez, pocos de la compañía se sintieron orgullosos de la ovación.
Incluso desde el escenario, incluso con los ojos cansados y deslumbrados por la luz, era obvio que ningún hombre, mujer o niño de aquella multitud llena de entusiasmo estaba vivo. Agitaban finos pañuelos de seda en honor a los actores entre puños putrefactos; algunos de ellos golpeaban rítmicamente los asientos que tenían delante, la mayoría sólo aplaudía, hueso contra hueso.
Calloway sonreía, se inclinaba reverentemente, y recibía su admiración con gratitud. Durante sus quince años de trabajo en el teatro, nunca había encontrado una audiencia tan agradecida.
Empapados del amor de sus admiradores, Constancia y Richard Lichfield unían sus manos y avanzaban hacia la parte delantera del escenario para hacer otra reverencia, mientras los actores vivos se retiraban aterrorizados.
Comenzaron a chillar y a suplicar, de sus bocas salían aullidos, mientras corrían de un lado a otro como adúlteros descubiertos en una farsa. Y como en la farsa, no había salida a la situación. Brillantes llamas acariciaban las vigas del techo, y olas de lino caían a derecha e izquierda mientras las bambalinas comenzaban a espesar el aire, era imposible ver hacia dónde se dirigía uno. Alguien llevaba una toga de lino ardiendo mientras chillaba. Otro más, empuñaba un extintor contra aquel infierno. Todo inútil: eran instrumentos viejos, mal revisados. El techo comenzó a ceder, mortíferos trozos de madera y de vigas hicieron callar a la mayoría.
En el gallinero, la audiencia se había ido casi por completo. Se marcharon lentamente de vuelta hacia sus tumbas mucho antes de que los bomberos hicieran su aparición; con los sudarios y las caras iluminadas por el resplandor del fuego mientras miraban hacia atrás para ver cómo el Eliseo perecía. Había sido un buen espectáculo, y estaban felices de volver a casa, contentos de poder charlar un rato en la oscuridad.
El fuego siguió ardiendo durante toda la noche, a pesar de los enormes esfuerzos de los bomberos por extinguirlo. Sobre las cuatro de la mañana, el incendio se dio como perdido, abandonando toda esperanza de salvación. El Eliseo ya no existía al amanecer.
Entre las ruinas se encontraron los restos de varias personas; la mayoría de ellos en estados que imposibilitaban una fácil identificación. Se recurrió a las identificaciones dentales; uno de los cuerpos resultó ser el de un tal Giles Hammersmith (administrador), otro el de Ryan Xavier (director de escena) y, el más chocante, un tercero, el de Diane Duvall. «Estrella de El niño amoroso, muerta en un incendio», dijeron los periódicos. En una semana se la había olvidado.
No hubo supervivientes. Varios cuerpos nunca fueron hallados.
Se encontraban de pie a un lado de la autopista, y observaban los coches circulando a toda velocidad a través de la noche.
Lichfield estaba allí, por supuesto, y Constancia, radiante como siempre. Calloway había decidido ir con ellos. También Eddie y Tallulah. Tres o cuatro más se habían unido también a la compañía. Era su primera noche de libertad y ahí estaban en carretera abierta, actores ambulantes. El humo sólo había acabado a Eddie, pero había algunos más entre ellos con serias heridas producidas por el fuego. Cuerpos quemados, miembros rotos. No obstante, la audiencia para la que iban a actuar en el futuro les perdonaría aquellas pequeñas mutilaciones.
–Hay vidas que se viven para el amor –dijo Lichfield a su nueva compañía– y hay vidas que se viven para el arte. Nosotros, feliz banda, hemos elegido esta última opción.
Hubo un murmullo de aplausos entre los actores.
–A vosotros, que nunca habéis muerto, puedo deciros: ¡Bienvenidos al mundo!
Risas: más aplausos.
Las luces de los coches que corrían hacia el Norte a lo largo de la autopista convertían a la compañía en una silueta. Parecían, a todos los efectos, hombres y mujeres vivos. ¿Pero no consistía en eso el engaño de su arte? ¿Imitar la vida tan perfectamente de modo que fuera imposible distinguir la ilusión de lo real? Y su nuevo público, que les esperaba en los depósitos de cadáveres, cementerios y capillas, apreciarían esa habilidad al máximo. ¿Quién mejor, para aplaudir la ficción de la pasión y el dolor que ellos iban a interpretar, que los muertos, que habían experimentado tales sentimientos, y habían tenido al fin que abandonarlos?
Los muertos. Necesitaban entretenerse no menos que los vivos; además de ser un mercado muy desatendido.
Sin embargo, esta compañía no actuaría por dinero, sino por amor al arte; Lichfield lo había dejado claro desde el principio. No serían, por más tiempo, esclavos de Apolo.
–Ahora –dijo–. ¿Qué carretera tomamos, hacia el norte o hacia el sur?
–Al norte –dijo Eddie–, mi madre está enterrada en Glasgow, murió antes de que yo debutara profesionalmente. Me gustaría que me viera.
–Sea el norte, entonces –dijo Lichfield–. ¿Vamos a buscar algún medio de transporte?
Les condujo hasta un restaurante que se encontraba al lado de la autopista. Sus luces de neón parpadeaban espasmódicamente, alejando la noche a intervalos mientras duraba la luz. Los colores eran teatralmente brillantes: escarlata, lima, cobalto, y algo de blanco que salpicaban, desde la ventana, el aparcamiento donde ellos se encontraban. Las puertas automáticas chirriaron mientras un hombre salía llevando una hamburguesa y un pastel a un niño que se encontraba en la parte trasera de su coche.
–Seguramente algún amable conductor encontrará un nicho para nosotros –dijo Lichfield.
–¿Para todos? –dijo Calloway.
–Un camión lo hará; los mendigos no pueden ser demasiado exigentes –dijo Lichfield–. Y ahora, nosotros somos mendigos: sujetos a los caprichos de nuestros mecenas.
–Siempre podemos robar un coche –dijo Tallulah.
–No debemos robar, salvo en casos extremos –dijo Lichfield–. Constancia y yo nos adelantaremos para encontrar un conductor.
Tomó la mano de su esposa.
–Nadie es insensible a la belleza –dijo.
–¿Qué hacemos si alguien nos pregunta qué estamos haciendo aquí? –preguntó Eddie nervioso. No estaba acostumbrado a este papel; necesitaba unas palabras tranquilizadoras.
Lichfield se volvió hacia la compañía, su voz retumbó en la noche:
–¿Qué debes hacer? –dijo–. ¡Representar la vida, por supuesto! ¡Y sonreír!
EN LAS COLINAS, LAS CIUDADES
Hasta la primera semana de su viaje por Yugoslavia, Mick no descubrió la clase de fanático político que había elegido como amante. Ciertamente se lo habían advertido. Una de aquellas reinas en los Baños le había dicho que Judd se encontraba a la derecha de Atila el Huno, pero aquel hombre había sido una de las anteriores aventuras de Judd, y Mick supuso que había más despecho que realidad en tal afirmación.
Si le hubiera hecho caso no estaría ahora conduciendo por aquella interminable carretera un Volkswagen, que de pronto le parecía del tamaño de un ataúd, escuchando las teorías de Judd sobre el expansionismo soviético. Jesús, era tan aburrido. No conversaba, daba conferencias, interminables conferencias. En Italia, el sermón había tratado del modo en que los comunistas habían explotado el voto de los campesinos. Ahora, en Yugoslavia, Judd se había entusiasmado con el tema, y Mick estaba a punto de pegarle con un martillo en su terca cabeza.
No se trataba de que él estuviera en desacuerdo con todo lo que Judd decía. Algunos de sus argumentos (los que Mick entendía) parecían bastante razonables. Pero, ¿qué sabía él? Era profesor de danza. Judd era periodista, un erudito profesional. Sentía, como la mayoría de los periodistas que Mick había conocido, que estaba obligado a tener una opinión sobre todo lo que se encontraba bajo el sol. Especialmente en política; era su plato preferido. Podías meter el hocico, los ojos, la cabeza y las patas en aquel charco de porquería y pasar un buen rato chapoteando. Era una inagotable materia que devorar, una basura con un poco de todo; porque todo, según Judd, era política. Las artes eran política. El sexo era política. La religión, el comercio, la jardinería, el comer, el beber, y el tirarse pedos: todo política.
Jesús, era aburrido hasta hacerte estallar la cabeza; criminalmente, agonizantemente aburrido.
Peor aún, Judd no parecía darse cuenta de hasta qué punto aburría a Mick, y si lo hacía, no le importaba. Seguía divagando mientras sus argumentos se hacían más y más pomposos, y sus frases se iban alargando cada kilómetro que avanzaba.
Judd –Mick lo había decidido– era un bastardo egoísta, y tan pronto como su luna de miel acabara, iba a dejarlo.
Hasta su viaje, aquella inacabable caravana sin motivo a través de los cementerios de la cultura centroeuropea, Judd no se dio cuenta de la poca influencia política que tenía sobre Mick. El tipo no mostraba el más mínimo interés en la economía o en la política de los países que habían visitado. Se mostraba indiferente a los detallados hechos que se escondían tras la situación italiana; y bostezaba, sí, bostezaba cuando él intentaba (sin éxito) debatir sobre la amenaza rusa a la paz mundial. Tenía que afrontar la amarga verdad: Mick era una reina; no existía otra palabra para él. De acuerdo en que quizá no era demasiado amanerado al caminar, o no llevaba joyas en exceso; pero, con todo, era una reina, feliz de revolcarse en un mundo de ensueño, repleto de frescos de principios del Renacimiento y de iconos yugoslavos. Las complejidades, contradicciones, incluso las agonías que habían hecho florecer y marchitar las culturas, le aburrían. Su mente no era más profunda que sus miradas; era un don nadie con buena presencia.
¡Vaya luna de miel!
La carretera sur que conducía desde Belgrado a Novi Pazar se encontraba, teniendo en cuenta el nivel yugoslavo, en buen estado. Había menos baches que en la mayoría de las carreteras por las que habían viajado, y era relativamente recta. La ciudad de Novi Pazar estaba en el valle del río Raska; el sur de la ciudad se llamaba como el río. No se trataba de una zona particularmente turística. A pesar del buen estado de la carretera, era bastante inaccesible y carecía de atractivos sofisticados; pero Mick estaba empeñado en ver el monasterio de Sopocani, al oeste de la ciudad, y tras una amarga discusión había vencido.
El viaje había sido tedioso. Al otro lado de la carretera, los campos cultivados parecían secos y polvorientos. El verano había sido inusualmente caluroso, y la sequía estaba afectando a la mayoría de los pueblos. Las cosechas se habían estropeado, y el ganado había sido prematuramente sacrificado para prevenir una muerte por desnutrición. Había una mirada de derrota en las pocas caras que vieron al lado de la carretera. Incluso los niños tenían una expresión austera; las cejas tan espesas como el viciado calor que caía sobre todo el valle. Ahora, con las cartas sobre la mesa tras la discusión que habían tenido en Belgrado, viajaban en silencio la mayor parte del tiempo; pero el trazado rectilíneo de la carretera, como todas las carreteras rectas, invitaba a la discusión. Cuando la conducción era sencilla, la mente buscaba algo para mantenerse entretenida. ¿Y qué mejor que una pelea?
–¿Por qué demonios quieres ver ese maldito monasterio? –preguntó Judd.
Era una invitación inconfundible.
–Hemos recorrido todo ese camino... –Mick intentó conservar un tono tranquilo. No estaba de humor para mantener una discusión.
–Más jodidas Vírgenes, ¿verdad?
Manteniendo la voz tan imperturbable como pudo, Mick cogió la guía y leyó en alta voz:
–... allí se puede ver y disfrutar de algunas de las más grandes obras de la pintura servia, incluida la que muchos críticos consideran la obra maestra de la escuela Raska: El sueño de la Virgen.
Se hizo un silencio. Habló Judd:
–Estoy hasta aquí de iglesias.
–Es una obra maestra.
–Todas son obras maestras, según ese maldito libro.
Mick sintió que perdía el control.
–Dos horas y media como máximo...
–Te lo dije, no quiero ver otra iglesia; el olor de esos sitios me pone enfermo. Incienso pasado, sudor rancio, y mentiras...
–Es un pequeño rodeo; después podemos volver a la carretera y así me podrás dar otra conferencia sobre los subsidios de las granjas en Sandzak.
–Simplemente, intento mantener una conversación decente, en vez de seguir con esas tonterías acerca de las jodidas obras maestras servias.
–¡Para el coche!
–¿Qué?
–¡Que pares el coche!
Judd aparcó el Volkswagen a un lado de la carretera. Mick salió.
Hacía calor pero había una ligera brisa. Respiró profundamente, y avanzó hasta el centro del asfalto. Se encontraba vacía de coches y peatones en ambas direcciones. Vacía en cada dirección. Las colinas resplandecían en el calor entre los campos. Había amapolas salvajes en la cuneta. Mick cruzó la carretera, se puso en cuclillas y cogió una.
Detrás de él oyó el portazo del Volkswagen.
–¿Para qué hemos parado? –dijo Judd. Su voz estaba nerviosa, buscando aún discusión, suplicándola.
Mick permaneció de pie, jugando con la amapola.
Estaba a punto de germinar, aunque la estación estaba bien entrada. Los pétalos se desprendieron del receptáculo nada más tocarlos, pequeñas manchas rojas cayeron balanceándose sobre el gris alquitranado.
–Te he hecho una pregunta –dijo Judd de nuevo.
Mick se dio la vuelta. Judd estaba de pie en el lado más lejano del coche, sus cejas se fruncían dibujando una arruga de cólera incipiente. Pero estaba atractivo; oh, sí; una cara que hacía llorar de frustración a las mujeres cuando se enteraban de que era gay. Tenía un espeso bigote negro (perfectamente arreglado), y unos ojos que podías mirar eternamente y nunca ver en ellos la misma luz dos veces seguidas. ¿Por qué, en nombre de Dios, pensó Mick, un hombre tan guapo tenía que ser una pequeña mierda tan insensible?
Judd le devolvió una mirada desdeñosa, observando cómo aquel bonito muchacho hacía pucheros al otro lado de la carretera. Ver aquella escena que Mick estaba interpretando para él le hacía vomitar. Podía haber sido plausible en una virgen de dieciséis años. En un hombre de veinticinco, carecía de credibilidad.
Mick dejó caer la flor y se sacó la camiseta de los pantalones vaqueros. Un terso estómago primero y un esbelto y plano pecho después quedaron al descubierto mientras se quitaba la prenda. Tras sacar la cabeza, tenía el pelo despeinado y su boca dibujaba una amplia sonrisa. Judd miró el torso. Estaba bien proporcionado, sin demasiada musculatura. Una cicatriz de apendicitis se asomaba bajo sus gastados vaqueros. Una pequeña cadena de oro, brillante bajo el reflejo del sol, colgaba en el hueco de su garganta. Sin quererlo, devolvió la sonrisa a Mick, y una especie de paz se hizo entre ellos.
Mick estaba desabrochándose el cinturón.
–¿Quieres follar? –dijo sin perder la sonrisa.
–Es inútil –respondió, sin contestar a la pregunta.
–¿A qué te refieres?
–No somos compatibles.
–¿Quieres apostar?
Se había bajado la cremallera; se dirigió hacia el trigal que bordeaba la carretera.
Judd observó cómo Mick se envolvía en aquel mar oscilante. Su espalda, del mismo color que el grano, casi se confundía con él. Retozar al aire libre era un juego peligroso; esto no era San Francisco, ni siquiera Hampstead Heath. Judd miró nervioso la carretera. Aún seguía desierta en ambas direcciones. Y Mick se daba la vuelta, hundido en aquel campo, se volvía, sonreía y saludaba como un nadador flotando entre un dorado oleaje. Qué demonios... allí no había nadie que pudiera verlos, nadie que pudiera saberlo. Tan sólo las colinas, liquidas bajo aquella agobiante calina, con sus arboladas laderas inclinadas sobre la tierra; y un perro perdido, sentado al borde de la carretera, esperando algún perdido amo.
Judd siguió la senda de Mick a través del trigal, desabrochando su camisa mientras andaba. Un ratón de campo pasó ante él escabulléndose entre los tallos, mientras el gigante avanzaba por su camino, sintiendo sus pisadas como estruendos. Judd se dio cuenta de su pánico y sonrió. No quería hacerle daño, pero ¿cómo iba él a saberlo? Era posible que acabara con cientos de vidas, ratones, escarabajos, gusanos, antes de llegar al lugar donde Mick estaba tendido, desnudo con la polla tiesa, sobre una cama de grano pisoteado; aún sonriente.
Fue una relación satisfactoria la que tuvieron, buena, fuerte, igual de placentera para ambos; había una precisión en su pasión, sintiendo el momento en que el placer, que llegaba sin esfuerzo alguno, se hacía apremiante; cuando el deseo se convertía en necesidad. Se hicieron uno, miembro con miembro, lengua con lengua, entrelazados en un nudo que sólo el orgasmo podía desatar. Sus espaldas se abrasaban, y se arañaban alternativamente mientras rodaban intercambiando jadeos y besos. En el momento culminante de la situación, mientras se corrían juntos, oyeron el fut-fut-fut de un tractor que pasaba de largo; pero no se preocuparon en absoluto.
Volvieron al Volkswagen con el cuerpo cubierto de trigo, en el pelo y las orejas, en los calcetines, y entre los dedos de los pies. Sus amplias sonrisas se habían convertido en una leve expresión de felicidad. La tregua, si no permanente, al menos duraría unas cuantas horas.
El coche estaba ardiendo debido al calor, por lo que tuvieron que abrir todas las puertas y ventanas para que la brisa lo refrescara antes de reemprender la marcha hacia Novi Pazar. Eran las cuatro en punto y todavía les quedaba una hora de viaje.
Mientras entraban en el coche, Mick dijo:
–¿Olvidamos el monasterio, eh?
Judd se quedó boquiabierto.
–Pensé...
–... Que no podría soportar otra jodida virgen.
Se rieron alegremente. Después se besaron, paladeando en sus bocas una mezcla de saliva y un resto de sabor a semen salado.
El día siguiente era brillante aunque no particularmente caluroso. El cielo no era azul: estaba cubierto por una capa uniforme de nubes blancas. El aire de la mañana tenía un olor penetrante, como éter o hierbabuena.
Vaslav Jelovsek observaba cómo los pichones de la plaza mayor cortejaban la muerte mientras saltaban y aleteaban entre los vehículos que rugían a su alrededor. Algunos eran militares, otros civiles. Se respiraba un aire de sobriedad que apenas podía contener la excitación que sentía en ese día, una excitación que sabía compartida por cada hombre, cada mujer y cada niño de Popolac. Compartido por los pichones también, según veía. Podía ser ésa la razón por la que jugueteaban bajo las ruedas con tal destreza, sabiendo que ese día nada podría causarles daño.
Miró el cielo de nuevo, ese mismo cielo blanco que había estado observando desde el amanecer. La capa de nubes estaba baja; no era lo más idóneo para celebraciones. Una frase le vino a la cabeza, una frase inglesa que había oído a un amigo: «tener la cabeza en las nubes». Significaba, según había sabido, encontrarse absorto en un blanco, ciego sueño. Eso, pensó irónicamente, era todo lo que el oeste sabía de las nubes, que representaban los sueños. Aquel refrán adquiría en esas escondidas colinas un nuevo significado. ¿No se convertían aquellas frívolas palabras en una impresionante realidad? Un refrán vivo.
Una cabeza en las nubes.
El primer contingente ya se estaba reuniendo en la plaza. Había una o dos ausencias debido a enfermedad, pero los auxiliares se encontraban listos, esperando para reemplazarles. ¡Qué ansia! Aquellas amplias sonrisas cuando un auxiliar, hombre o mujer, escuchaba su nombre y número y salía de la fila para unirse al miembro que ya estaba tomando forma. En cada lugar se sucedían los milagros de organización. Todo el mundo tenía un trabajo que hacer y un sitio a donde ir. No había gritos ni empujones: es más, las voces apenas eran un ilusionado susurro. Permaneció observando con admiración cómo el trabajo de establecer las posiciones, de doblarse y atarse se llevaba a cabo.
Iba a ser un día largo y difícil. Vaslav se encontraba en la plaza desde un hora antes del amanecer, bebiendo café en tazas de plástico importadas, hablando de los partes meteorológicos que llegaban cada media hora de Pristina y Mitrovica, y observando cómo la luz del día se filtraba a través de aquel cielo sin estrellas. Estaba bebiendo su sexto café del día, y apenas eran las siete en punto. Al otro lado de la plaza, Metzinger parecía tan cansado y ansioso como Vaslav.
Habían estado observando juntos cómo surgía el amanecer desde el este. Pero ahora se habían separado olvidando su anterior camaradería y no volverían a hablarse hasta que la contienda hubiera acabado. Después de todo, Metzinger era de Podujevo. Tenía que apoyar a su propia ciudad en la inminente batalla. Mañana intercambiarían sus historias y aventuras, ahora debían comportarse como si no se conocieran, sin dedicarse siquiera una sonrisa. Durante el día de hoy tenían que ser totalmente partisanos, preocupándose tan sólo de buscar la victoria de su propia ciudad sobre la contraria.
Para mutua satisfacción de Metzinger y Vaslav, ya se había levantado la primera pierna de Popolac. Una vez realizados todos los controles de seguridad, la pierna abandonó la plaza mientras su inmensa sombra caía inmensa sobre la fachada del ayuntamiento.
Vaslav bebió su dulce, dulce café y se permitió un pequeño gruñido de satisfacción. Qué días. Días llenos de gloria, de banderas ondulantes y aquellas altísimas vistas que revolvían el estómago, suficientes para llenar toda la vida de un hombre. Era un dorado anticipo del cielo.
Que América gozara de sus simples placeres, de sus dibujos animados con ratones, de sus castillos cubiertos de chocolate, de sus cultos y su tecnología, él no quería ninguno de ellos. La más grandiosa maravilla del mundo se encontraba aquí, oculta en las colinas.
¡Ah, qué días!
En la plaza mayor de Podujevo la escena no era menos animada ni menos inspiradora. Quizás había un mudo sentimiento de tristeza subyacente en este día de celebración, pero era comprensible. Nita Obrenovic, la amada y respetada organizadora de Podujevo, ya no vivía. Se la había llevado el invierno anterior, a la edad de noventa y cuatro años, dejando a la ciudad desprovista de sus feroces opiniones y sus aún más feroces proporciones. Durante sesenta años había trabajado con los ciudadanos de Podujevo, siempre planeando la próxima contienda; mejorando los diseños, gastando sus energías en hacer la siguiente creación más ambiciosa y más realista que la anterior.
Ahora estaba muerta, y era amargamente añorada. No es que hubiera desorganización sin ella, la gente estaba demasiado disciplinada para que eso ocurriera; pero iban retrasados, y eran casi las siete y veinticinco. La hija de Nita había ocupado el lugar de su madre, pero carecía de su poder para galvanizar a la gente en la acción. Era, en una palabra, demasiado benévola para llevar a cabo el trabajo que tenía entre manos. Éste requería un líder que fuera mitad profeta, mitad director de circo para engatusar, intimidar e inspirar a los ciudadanos a colocarse en sus lugares correspondientes. Era posible que después de dos o tres décadas, y con unas cuantas batallas sobre sus hombros la hija de Hita Obrenovic diera la talla. Pero hoy Podujevo iba con retraso; los controles de seguridad se descuidaban; los nervios habían reemplazado la confianza de otros años.
Con todo, cuando faltaban seis minutos para las ocho, el primer miembro de Podujevo salía de la ciudad hacia el punto de reunión para esperar a su compañero.
A esa hora, en Popolac, los flancos ya estaban ensamblados y los contingentes armados esperaban órdenes en la plaza de la ciudad.
Mick se despertó puntualmente a las siete, a pesar de que no había despertador en el cuarto austeramente amueblado del hotel Beograd. Se quedó tendido en la cama escuchando la regular respiración de Judd desde su cama gemela al otro lado de la habitación. La pálida luz del día que se filtraba a través de las finas cortinas no animaba a efectuar una salida temprana. Tras unos minutos en que permaneció observando la rajada pintura del techo y un tosco crucifijo colgado sobre la pared opuesta, Mick se levantó y se acercó a la ventana. Era un día triste, como había supuesto. El cielo estaba cubierto y los tejados de Novi Pazar parecían grises y monótonos bajo la deprimente luz de la mañana. Más allá de los tejados podía ver las colinas. El sol estaba allí. Vio rayos de luz acariciando el verde azulado del bosque, invitando a visitar sus laderas.
Hoy quizá fueran hacia el sur, a Kosovska Mitrovica. Allí había un mercado, ¿no?; ¿y un museo? Podían bajar hasta el valle de Ibar, siguiendo la carretera que corría paralela al río, donde las colinas se elevaban salvajes y resplandecientes a cada lado. Las colinas, sí; había decidido que hoy irían a ver las colinas.
Eran las ocho y cuarto.
Hacia las nueve, las partes más importantes de Polac y Podujevo se encontraban casi montadas. En sus lugares asignados, los miembros de ambas ciudades se encontraban listos, esperando unirse a sus torsos expectantes.
Vaslav Jelovsek puso sus enguantadas manos sobre los ojos y examinó el cielo. Las compactas nubes se habían dispersado un tanto en la última hora, ahora había claros en el oeste. Incluso, a intervalos, se asomaban algunos rayos de sol. Quizá no fuera un día perfecto para la batalla, pero era ciertamente adecuado.
Mick y Judd desayunaron tarde hemendeks –tosca traducción de jamón y huevos– y varias tazas de buen café negro. El día se estaba aclarando, incluso en Novi Pazar, y tenían grandes proyectos para aquel día. Kosovska Mitrovica a la hora de la comida y era posible que visitaran el castillo de Zvecan por la tarde.
Sobre las nueve y media salían de Novi Pazar y tomaban la carretera sur hacia el valle de Ibar. El asfalto no estaba en buen estado, pero ni las sacudidas ni los baches podían estropear el nuevo día.
La carretera se encontraba vacía, sólo había algún peatón ocasional; y, en lugar de los maizales y campos de trigo que habían atravesado el día anterior, la carretera estaba flanqueada por unas onduladas colinas cuyas laderas estaban pobladas por espesos y oscuros bosques. Aparte de algunos cuantos pájaros no observaron vida salvaje. Incluso sus inhabituales compañeros de viaje desaparecieron totalmente después de unos kilómetros. Las únicas granjas por las que pasaron se encontraban cerradas, con las contraventanas echadas. Cerdos negros correteaban por el patio, sin ningún niño que los cuidara o les diera de comer. Había ropa colgada de una cuerda poco tensa, pero no se veía ninguna mujer por ningún lado.
Al principio este solitario viaje a través de las colinas fue refrescante por la falta de contacto humano, pero según avanzaba la mañana una cierta inquietud se apoderó de ellos.
–¿No deberíamos haber visto una señal que indicase Mitrovica, Mick?
Echó un vistazo al mapa.
–Es posible...
–... Nos hemos equivocado de carretera.
–Si hubiera habido una señal la habría visto. Creo que deberíamos intentar salir de esta carretera, avanzar hacia el sur un poco más, y encontrar el valle un poco más cerca de Mitrovica de lo que habíamos planeado.
–¿Y cómo salimos de esta maldita carretera?
–Hemos pasado por un par de desvíos.
–Pistas de ceniza.
–Bien, o eso, o seguimos por este camino.
Judd frunció los labios.
–¿Tienes un cigarrillo? –preguntó.
–Los acabamos hace varios kilómetros.
Frente a ellos, las colinas formaban una línea impenetrable. No había señales de vida; ni el más ligero rastro de humo salía de chimenea alguna. No se percibía ningún sonido, ni de voz ni de vehículo.
–De acuerdo –dijo Judd–. Tomaremos la siguiente desviación. Cualquier cosa es mejor que esto.
Siguieron avanzando. La carretera se deterioraba rápidamente. Los baches se estaban convirtiendo en cráteres y los morosos parecían cuerpos bajo las ruedas.
Y entonces:
–¡Allí!
Una desviación: una ostensible desviación. No se trataba ciertamente de una carretera principal, de hecho apenas era una pista de ceniza, como Judd había definido las anteriores. Pero era una salida a la perspectiva sin fin de la carretera en que se encontraban atrapados.
–Esto se está convirtiendo en un jodido safari –dijo Judd mientras el Volkswagen comenzaba a dar sacudidas y a avanzar con dificultad por aquel lúgubre camino.
–¿Dónde está tu sentido de la aventura?
–Olvidé meterlo en el equipaje.
Estaban comenzando a ascender; el camino serpenteaba entre aquellas laderas introduciéndose entre las colinas. El bosque se iba espesando, ocultando el cielo, por lo que una confusa variedad de luces y sombras se proyectaba sobre el capó del coche. Se oyó el canto de un pájaro, vacuo y optimista. Olía a pino fresco y a tierra virgen. Delante de ellos, un zorro cruzó el camino, permaneció observando cómo el coche avanzaba, traqueteando, hacia él. Entonces, con el pausado y largo paso de un príncipe sin miedo, desapareció tranquilamente entre los árboles.
A dondequiera que se dirigieran –pensó Mick– esto era mejor que la carretera que habían dejado. Era posible que pararan pronto, anduvieran un rato y se encontraran un promontorio desde el que podrían ver el valle; incluso Novi Pazar, asentada tras ellos.
Los dos hombres se encontraban todavía a una hora de viaje de Popolac, cuando la cabeza del contingente salía, al fin, de la plaza para ocupar su sitio encima del cuerpo principal.
Esta última salida dejó la ciudad completamente desierta. Ni siquiera los enfermos o los viejos eran olvidados aquel día; a nadie se le negaba el espectáculo y el triunfo de la batalla. Cada habitante, fuera joven o enfermo, los ciegos, los lisiados, los bebés, las mujeres embarazadas, todos salían de su orgullosa ciudad para dirigirse al prado. Era la ley y debían asistir: pero no era necesario obligarles; ningún ciudadano de cada respectiva ciudad se habría perdido la oportunidad de contemplar el espectáculo, para experimentar la emoción de la batalla.
La confrontación debía ser total, ciudad contra ciudad. Así había sido siempre.
Las ciudades subieron hacia las colinas. A mediodía, los habitantes de Popolac y Podujevo se encontraban reunidos en el secreto refugio de las colinas, ocultos a toda mirada civilizada, para celebrar una antigua batalla ritual.
Decenas de miles de corazones latían más rápido. Decenas de miles de cuerpos se estiraban, se tensaban y sudaban mientras las ciudades gemelas tomaban posiciones. Las sombras de los cuerpos oscurecían extensiones de tierra del tamaño de pequeñas ciudades; el peso de sus pies convertía la hierba en leche verde; su movimiento mataba animales, aplastaba arbustos y derribaba árboles. La tierra retumbaba, literalmente, a su paso. Las colinas resonaban al estruendo de sus pisadas.
En el elevado cuerpo de Podujevo, comenzaron a hacerse evidentes algunas dificultades técnicas. Una ligera grieta en la estructura del flanco izquierdo había producido cierta debilidad: como consecuencia, surgieron problemas en el mecanismo giratorio de las caderas. Estaba más rígido de lo que debía, por lo que los movimientos no eran suaves. Como resultado, existía un excesivo esfuerzo en esa región de la ciudad. Se estaba haciendo frente a este problema con gran valor; después de todo, la batalla consistía en presionar a los contendientes hasta el límite. Pero éste se encontraba más cerca de romperse de lo que cualquiera se hubiera atrevido a admitir. Los habitantes no eran tan resistentes como lo habían sido en batallas anteriores. Una mala década de cosechas había producido cuerpos mal nutridos, columnas vertebrales menos flexibles, voluntades menos resueltas. El flanco mal ensamblado podría no haber producido un accidente por sí mismo, pero, más tarde, debilitado por la fragilidad de los competidores, iba a producir una escena de muerte a una escala sin precedentes.
Pararon el coche.
–¿Has oído eso?
Mick sacudió la cabeza. Su oído no era bueno desde la adolescencia. Demasiados conciertos de rock habían mandado sus tímpanos al infierno.
Judd salió del coche.
Los pájaros estaban ahora más tranquilos. El ruido que había escuchado mientras conducía se oyó de nuevo. No era simplemente un ruido: era casi un movimiento en la tierra, un rugido que parecía surgir de las entrañas de las colinas.
¿Era un trueno?
No, demasiado rítmico. El sonido volvió de nuevo a través de las plantas de los pies.
Bum.
Mick lo oyó ahora. Sacó la cabeza por la ventana del coche.
–Viene de algún sitio de ahí arriba. Ahora lo oigo.
Judd asintió.
Bum.
El estruendo sonó de nuevo.
–¿Qué demonios es eso? –dijo Mick.
–Sea lo que sea, quiero verlo.
Judd, sonriendo, volvió a entrar en el Volkswagen.
–Suena casi como a armas de fuego –dijo mientras arrancaba el coche–. Cañones.
A través de sus prismáticos fabricados en Rusia, Vaslav Jelovsek observó cómo el oficial encargado de dar la salida levantaba su pistola. Vio cómo la blanca humareda salía del cañón; un segundo más tarde, oyó el sonido del disparo a través del valle.
La contienda había comenzado.
Miró las torres gemelas de Popolac y Podujevo. Cabezas en las nubes –bueno, casi–. Prácticamente se estiraban para tocar el cielo. Era una visión imponente que cortaba la respiración, una visión que apuñalaba el sueño. Dos ciudades oscilando, retorciéndose, preparándose para dar los primeros pasos la una hacia la otra en esta batalla ritual.
Podujevo parecía ser la menos estable de las dos. Hubo una pequeña oscilación cuando la ciudad levantó su pierna izquierda para comenzar la marcha. Nada serio, tan sólo una pequeña dificultad en la coordinación entre la cadera y los músculos del muslo. Un par de pasos y la ciudad encontraría su ritmo; otro más y sus habitantes se moverían como si fuera una sola criatura, un gigante perfecto dispuesto a enfrentar su gracia y su poder contra su propia imagen.
El disparo hizo que los pájaros revolotearan nerviosos sobre los árboles que poblaban el escondido valle. Elevaron su vuelo como celebración de la gran contienda, comentando su excitación mientras planeaban sobre el prado.
–¿Has oído el disparo? –preguntó Judd.
Mick asintió.
–¿Ejercicios militares...? –La sonrisa de Judd se ensanchó. Ya podía ver los titulares: «Reportaje exclusivo sobre maniobras secretas en el interior de Yugoslavia». Tanques rusos quizás, ejercicios tácticos llevados a cabo fuera de la entrometida mirada de occidente. Con suerte, él podría ser el transmisor de esta noticia.
Bum.
Bum.
Había pájaros en el aire. El estruendo se oía más fuerte.
Sonaba como a armas de fuego.
–Debe ser en la próxima cresta... –dijo Judd.
–Creo que no deberíamos ir más lejos.
–Tengo que verlo.
–Yo no. Es de suponer que no deberíamos estar aquí.
–No veo ninguna indicación.
–Nos echarán; nos deportarán. No sé... tan sólo creo que...
Bum.
–Tengo que verlo.
Apenas habían salido estas palabras de su boca cuando comenzó el griterío.
Podujevo estaba gritando: un grito de muerte. Alguien enterrado en el flanco más débil había muerto a causa del esfuerzo, y había iniciado una cadena de desmoronamiento en el sistema. Un hombre soltaba a su vecino, y ese vecino al suyo, extendiéndose un cáncer de caos por todo el cuerpo de la ciudad. La cohesión de la estructura de la torre se había deteriorado con una terrible rapidez; el fallo de una parte de la anatomía ejercía una inaguantable presión sobre la otra.
La obra maestra que los buenos ciudadanos de Podujevo habían construido con su propia carne y su propia sangre comenzó a tambalearse; entonces, como un rascacielos dinamitado, comenzó a caer.
El flanco roto vomito a sus habitantes como una arteria acuchillada escupiendo sangre. En aquel momento, con una elegante pereza que hizo sufrir a sus ciudadanos la más terrible de las agonías, se inclinó sobre la tierra, quebrando, mientras caía, todos sus miembros.
La enorme cabeza, que hacía tan sólo un momento había acariciado las nubes, se echó hacia atrás sobre su grueso cuello. Diez mil gargantas emitieron un solo grito por aquella vasta boca; una inarticulada, infinitamente lastimosa súplica al cielo. Un aullido de pérdida, un aullido de anticipación, un aullido de perplejidad. ¿Cómo, inquiría aquel grito, podía, «el día entre los días» acabar así, en una confusión de cuerpos derrumbándose?
–¿Has oído eso?
Era un sonido inequívocamente humano, aunque ensordecedoramente fuerte. A Judd se le retorció el estómago. Miró a Mick, que estaba blanco como una sábana.
Judd paró el coche.
–No –dijo Mick.
–Escucha, por amor de Dios.
Un estruendo de gemidos moribundos, súplicas e imprecaciones inundó el aire. Estaba muy cerca.
–Tenemos que irnos –imploró Mick.
Judd sacudió la cabeza. Estaba esperando algún espectáculo militar –todo el ejército ruso concentrado sobre la siguiente colina–, pero aquel sonido que retumbaba en sus oídos era un sonido de carne humana, demasiado humano para definirlo con palabras. Le recordó sus visiones infantiles del infierno; aquellos eternos, horribles tormentos con los que su madre le había amenazado si dejaba de abrazar a Cristo. Era un terror que había olvidado durante veinte años. Y, repentinamente, aquí estaba otra vez; de nuevo ante él. Era posible que el infierno estuviera con sus fauces abiertas tras el horizonte próximo; su madre, al borde de aquel abismo, invitándole a probar sus tormentos.
–Si tú no conduces, lo haré yo.
Mick salió del coche, y lo cruzó por la parte anterior, mirando hacia el camino. Hubo un momento de duda, nada más que un momento, en que sus ojos parpadearon con incredulidad. Antes de que diera la vuelta hacia el limpiaparabrisas, su cara se puso más pálida, incluso, de lo que había estado previamente, y, con una voz apagada por una náusea contenida, dijo:
–¡Cielo santo!
Su amigo estaba sentado tras el volante, con la cabeza entre las manos, intentando hacer desaparecer sus recuerdos.
–Judd...
Judd levantó la cabeza lentamente. Mick se quedó fijamente observándole como si fuera un hombre salvaje; su cara brillaba por un repentino sudor helado. Judd miró delante de él. Unos metros más arriba, el camino se había oscurecido misteriosamente. Una especie de torrente avanzaba hacia el coche, una espesa, profunda marea de sangre. La razón de Judd se revolvió intentando encontrar sentido a aquella visión. Pero no había alternativa posible. Aquello era sangre, en insufrible cantidad, sangre sin fin.
Y ahora, en la brisa había un gusto a cadáver recién abierto: un olor que salía de las entrañas del cuerpo humano, mitad dulce, mitad salado.
Mick volvió tropezando hacia la puerta del Volkswagen; asustado, forcejeó la cerradura. La puerta se abrió repentinamente y se abalanzó al interior; sus ojos estaban vidriosos.
–Da la vuelta –dijo.
Judd acercó la mano a la llave de contacto. La marea de sangre ya estaba manchando las ruedas delanteras. Arriba, el mundo se había teñido de rojo.
–¡Arranca, hijo de puta, arranca!
Judd no estaba intentando poner en marcha el coche.
–Debemos mirar –dijo sin convicción–. Tenemos que hacerlo.
–No tenemos que hacer nada –dijo Mick– más que salir de aquí. No es asunto nuestro...
–Un accidente de avión...
–No se ve humo.
–Eso son voces humanas.
El instinto de Mick le decía que se alejaran de allí. Ya leería la noticia de la tragedia en un periódico, ya vería mañana las imágenes grises y granuladas. Hoy todo estaba demasiado fresco, demasiado reciente.
Podía haber cualquier cosa al final del camino, sangrando.
–Tenemos...
Judd arrancó el coche mientras Mick, a su lado, comenzó a gemir silenciosamente. El Volkswagen empezó a avanzar chapoteando en aquel río de sangre. Las ruedas giraban sobre el liquido viscoso, formando espuma en la corriente.
–No –dijo Mick muy suavemente–. Por favor, no...
–Debemos ir –replicó Judd–. Debemos. Debemos.
Tan sólo unos metros más allá, la superviviente ciudad de Popolac se recobraba de las primeras convulsiones. Miró fijamente, con un millar de ojos, los restos de su enemigo ritual ahora extendido en una maraña de cuerdas y cuerpos sobre la tierra, hecho pedazos para siempre. Popolac se tambaleó ante aquel espectáculo; sus vastas piernas aplastaban el bosque que rodeaba el prado, sus brazos golpeaban el aire. Consiguió mantener el equilibrio, al mismo tiempo que una locura general, despertada por el horror que se encontraba a sus pies, surgía entre sus fibras y se apoderaba de su cerebro. Se dio la orden: el cuerpo se revolvió, retorciéndose, dio la espalda a aquella horripilante alfombra que había sido Podujevo, y huyó hacia las colinas.
Mientras partía a sumirse en el olvido, su imponente forma se interpuso entre el coche y el sol, proyectando su fría sombra sobre la ensangrentada carretera. Mick no vio nada debido a las lágrimas que cubrían su rostro; y Judd, con los ojos semicerrados por el temor al espectáculo que iba a contemplar tras la siguiente curva, sólo percibió débilmente que algo oscurecía la luz. Una nube, quizás. Una bandada de pájaros.
Si hubiera mirado hacia arriba en ese momento, tan sólo una breve mirada hacia el noreste, habría visto la cabeza de Popolac; la vasta, multitudinaria cabeza de una ciudad enloquecida, desapareciendo de su campo de visión, mientras se hundía en las colinas. Habría sabido que este territorio se encontraba más allá de su comprensión; y que no existía salvación alguna en este rincón del infierno. Pero no vio la ciudad, y la última posibilidad, para, él y para Mick, de dar marcha atrás había pasado. De ahora en adelante, como Popolac y su fallecida gemela, habían perdido la cordura y toda esperanza de vida.
Doblaron la curva y los restos de Podujevo aparecieron ante su vista.
Sus domesticadas imaginaciones nunca podrían haber concebido un espectáculo tan horriblemente brutal.
Quizás en los campos de batalla de Europa hubiera habido semejante cantidad de cuerpos amontonados juntos: pero ¿cuántos de ellos habrían sido de mujeres y niños abrazados a los cuerpos inertes de los hombres? Podían haber existido pilas de muertos tan altas, pero ¿semejante cantidad, tan recientemente llena de vida? Era posible que se hubieran aniquilado ciudades con tanta rapidez, pero ¿una ciudad entera perdida por el simple dictado de la gravedad?
Era una visión que se encontraba más allá de la enfermedad. Ante un espectáculo de tal magnitud la mente se ralentizaba al paso de un caracol, las fuerzas de la razón ponían sus meticulosas manos sobre la evidencia buscando algún error, un lugar donde dijera: «Esto no está sucediendo. Esto es un sueño de muerte, no la muerte misma». Pero la razón no podría encontrar ningún resquicio en el muro. Era verdad. Se trataba de la muerte en persona.
Podujevo había caído.
Treinta y ocho mil setecientos sesenta y cinco habitantes se encontraban esparcidos sobre el suelo, o más bien desparramados en desorden, amontonados en pilas. Aquellos que no habían muerto a causa de la caída, o por asfixia, estaban agonizando. No había supervivientes en la ciudad, excepto un grupo de espectadores que habían salido de sus casas para asistir a la contienda. Esos pocos podujevianos, los inválidos, los enfermos, unos cuantos ancianos, estaban ahora –como Mick y Judd– contemplando la carnicería; intentando no creer lo que estaban viendo.
Judd fue el primero en salir del coche. La tierra, bajo sus zapatos de ante, estaba pegajosa por la sangre coagulada. Examinó la carnicería. No había restos de accidente alguno: ningún signo de explosión, fuego u olor a combustible. Sólo decenas de miles de cuerpos frescos, todos ellos desnudos o vestidos en un idéntico gris estameño, hombres, mujeres y niños. Algunos de ellos, según pudo ver, llevaban arreos de cuero fuertemente abrochados alrededor de sus pechos; de estos dispositivos salían cuerdas, kilómetros y kilómetros de cuerdas. Cuanto más cerca miraba, más se cercioraba del extraordinario sistema de nudos y lazos que aún mantenía unidos los cuerpos. Por alguna razón, esta gente había sido atada junta, la una al lado de la otra. Algunos se encontraban unidos a la espalda de su vecino con una pierna a cada lado como niños jugando a montar a caballo. Otros estaban trabados brazo contra brazo, atados juntos con trozos de cuerdas en un muro de músculo y hueso. Los había liados como una pelota, con la cabeza hundida entre las rodillas. Todos estaban de algún modo conectados con sus compañeros; atados juntos como si de algún demente juego de esclavitud colectiva se tratara.
Se oyó otro disparo.
Mick miró hacia arriba.
Al otro lado del campo, un hombre solitario, vestido con un abrigo gris, caminaba entre los cuerpos con un revólver, rematando a los moribundos. Era un –lastimosamente inadecuado– acto de misericordia; sin embargo, continuaba, eligiendo primero a los niños que sufrían. Vaciando el revólver, cargándolo de nuevo, vaciándolo, cargándolo, vaciándolo...
Mick reacciono.
Gritó con todas sus fuerzas, elevando su voz por encima de los gemidos de los moribundos.
–¿Qué es esto?
El hombre dejó aquella espantosa tarea y levantó la cabeza. Su cara tenía el mismo color gris muerto que su abrigo.
–¿Uh? –gruñó, mirando ceñudo a los dos intrusos a través de unas gruesas gafas.
–¿Qué ha ocurrido aquí? –gritó Mick.
Gritar le hacía sentirse bien, le hacía sentirse bien parecer enfadado ante aquel hombre. Era posible que él tuviera la culpa. Era bueno tener alguien a quien culpar.
–Cuéntenos... –dijo Mick. Podía oír las lágrimas estremeciendo su voz–. Cuéntenos, por amor de Dios. Explíquese.
El hombre del abrigo gris sacudió la cabeza. No comprendía una palabra de lo que aquel joven idiota estaba diciendo. Era inglés lo que hablaba, pero eso era todo lo que sabía. Mick comenzó a caminar hacia el hombre sintiendo durante todo el tiempo los ojos de los muertos fijos en él. Ojos negros, joyas relucientes engarzadas en rostros destrozados. Ojos mirándole de arriba a abajo, sobre cabezas separadas de sus cuerpos. Ojos de cabezas que emitían aullidos en lugar de voces. Ojos de cabezas que se encontraban más allá de los aullidos, más allá del aliento.
Miles de ojos.
Llegó hasta donde se encontraba el hombre del abrigo gris; tenía la pistola casi vacía. Se había quitado las gafas, y las había tirado. También él estaba llorando, pequeños escalofríos recorrían su enorme, desgarbado cuerpo.
Alguien estaba intentando alcanzar el pie de Mick. No quiso mirar, pero una mano tocó su zapato, y no tuvo más elección que ver a su dueño. Un hombre joven, tendido en forma de esvástica, tenía rotas todas las articulaciones. Una niña yacía debajo de él, sus piernas ensangrentadas sobresalían como dos palos rosados.
Quiso el revólver para hacer que aquella mano cesara de tocarle. Aun mejor, quiso una ametralladora, un lanzallamas, algo que hiciese desaparecer aquella agonía.
Mientras levantaba la vista de aquel cuerpo destrozado, Mick vio al hombre del abrigo gris alzar el arma.
–Judd... –dijo, pero mientras la palabra salía de sus labios, el hombre del abrigo gris deslizó el cañón del arma por su boca y apretó el gatillo.
Había guardado la última bala para él. La parte de atrás de la cabeza se abrió como un huevo chafado, la tapa de los sesos salió volando. El cuerpo cayó, fláccido, y se hundió en el suelo; el revólver aún estaba entre sus labios.
–Debemos... –comenzó Mick sin dirigirse a nadie–. Debemos... ¿Cuál era el imperativo? ¿Qué debían hacer en esta situación?
–Debemos...
Judd estaba detrás de él.
–Ayuda... –dijo a Mick.
–Sí. Debemos conseguir ayuda. Debemos...
–Irnos.
¡Irse! Eso era lo que debían hacer. Bajo cualquier pretexto, por frágil o cobarde que fuera la razón, debían irse. Salir de aquel campo de batalla, salir del alcance de una mano moribunda que pertenecía a una herida en lugar de a un cuerpo.
–Tenemos que comunicarlo a las autoridades. Encontrar una ciudad. Conseguir ayuda...
–Sacerdotes –dijo Mick–. Necesitan sacerdotes.
Era absurdo pensar en administrar los últimos sacramentos a tanta gente. Habría sido necesario un ejército de sacerdotes, un cañón lleno de agua bendita, un altavoz para dar las bendiciones.
Dieron la vuelta, huyendo juntos de aquel horror; protegiéndose el uno en los brazos del otro, se abrieron camino entre aquella carnicería hasta llegar al coche.
Estaba ocupado.
Vaslav Jelovsek estaba sentado tras el volante, intentando poner en marcha el Volkswagen. Giró la llave de contacto una vez. Dos veces. Al tercer intento, el motor arrancó; las ruedas comenzaron a girar sobre el barro carmesí al tiempo que ponía la marcha atrás y retrocedía hacia el camino. Vaslav vio a los ingleses correr hacia el coche maldiciéndole. No había más remedio, no quería robar el vehículo, pero tenía trabajo que hacer. Había sido uno de los jueces, había sido responsable de la contienda de la seguridad de los participantes. Una de las heroicas ciudades había caído ya. Debía hacer todo lo que estuviera en su poder, para evitar que Popolac siguiera a su gemela. Debía dar alcance a la ciudad, y razonar con ella. Disipar sus terrores con palabras tranquilizadoras y promesas. Si fracasaba, ocurriría un desastre de igual magnitud al que tenía frente a él; y su conciencia ya se encontraba lo bastante destrozada.
Mick se encontraba todavía intentando dar alcance al Volkswagen, gritando a Jelovsek. El ladrón no hizo caso, concentrado en hacer maniobrar el coche marcha atrás por aquel estrecho y resbaladizo camino. Furioso, y sin aliento para expresar su furia, Mick se quedó en la carretera con las manos sobre las rodillas, resoplando y sollozando.
–¡Bastardo! –dijo Judd.
Mick miró hacia el camino. El coche ya había desaparecido.
–Ese cabrón no sabe ni conducir correctamente.
–Tenemos... tenemos... que... alcanzarle... –dijo Mick, sin recuperar el aliento.
–¿Cómo?
–A pie...
–Ni siquiera tenemos un mapa... Está en el coche.
–Jesús... Cristo... Todopoderoso.
Bajaron juntos por el camino, alejándose del prado.
Tras unos cuantos metros la riada de sangre comenzó a desaparecer. Tan sólo unos regueros coagulados descendían hacia la carretera principal, Mick y Judd siguieron las ensangrentadas marcas de los neumáticos hasta el cruce.
La carretera de Srbovac estaba desierta en ambas direcciones. Las marcas de los neumáticos mostraban un giro a la izquierda.
–Se ha metido en las colinas –dijo Judd, mirando fijamente a lo largo de la carretera hacia la verdiazul distancia–. ¡Ha perdido el juicio!
–¿Regresamos por donde vinimos?
–A pie nos tomará toda la noche.
–Haremos autostop.
Judd sacudió la cabeza. Tenía la cara inerte, la mirada perdida.
–¿No te das cuenta, Mick? Todos sabían lo que iba a ocurrir. La gente de las granjas se marchó al infierno, lejos de aquí, mientras esos otros se volvían locos allí arriba. No va a haber ningún coche en esta carretera, te apuesto lo que quieras a que ningún turista, excepto un par de tontos de mierda como nosotros, recoge a gente con esta pinta.
Tenía razón. Parecían carniceros salpicados de sangre. Las caras brillantes de mugre, los ojos enloquecidos.
–Tendremos que caminar por el camino que él ha seguido –dijo Judd.
Señaló hacia la carretera. Las colinas estaban ahora más oscuras; el sol había desaparecido de sus laderas. Mick se encogió de hombros. Tenían una noche de viaje cualquiera que fuese el camino que tomaran. Pero quería ir hacia algún sitio, no importaba cuál. Era suficiente con poner distancia entre él y la muerte.
En Popolac reinaba una especie de paz. En lugar de un delirio de pánico, había un entumecimiento, una pacífica aceptación ovejuna del mundo tal como era. Encerrados en sus posiciones, sujetos, atados y arreados el uno al otro en un sistema vivo que no permitía que una voz sonara más fuerte que otra, o que el trabajo de un individuo fuese menor que el del vecino, dejaron que un demente consenso ocupara el lugar de la tranquila voz de la razón. Se encontraban crispados, como una sola mente, por un solo pensamiento, una única ambición. Se convirtieron, en tan sólo unos momentos, en el gigante de una única inteligencia que tan brillantemente habían recreado. La ilusión de que existían insignificantes individualidades fue barrida por un irresistible torrente de sentimiento colectivo; no era la pasión de una multitud, sino una oleada telepática que disolvía miles de voces en una sola orden irresistible.
Y la voz decía: ¡Adelante!
La voz decía: Que esta horrible visión desaparezca de mi vista en algún sitio donde no tenga que verla otra vez.
Popolac se volvió hacia las colinas, sus piernas daban zancadas de más de medio kilómetro de largo. Cada hombre, cada mujer y cada niño de aquella torre hirviente estaban ciegos. Sólo veían a través de los ojos de la ciudad. No pensaban, tenían tan sólo los pensamientos de la ciudad. Se creían inmortales en su pesada, implacable fuerza. Inmensa, loca e inmortal.
Habían recorrido dos millas por la carretera, cuando Mick y Judd olieron a gasolina en el aire. Un poco más allá vieron el Volkswagen. Había volcado, el coche estaba atrapado entre los juncos de una acequia a un lado de la carretera. No se había incendiado.
La puerta del conductor estaba abierta, el cuerpo de Vaslav Jelovsek había caído fuera. El rostro en calma; estaba inconsciente. No había señales de heridas, excepto uno o dos pequeños cortes en su serena cara. Suavemente sacaron al ladrón de entre los restos del vehículo, apartaron el cuerpo de la suciedad de la acequia y lo tendieron sobre la carretera. Gimió levemente mientras lo trasladaban; usaron el suéter de Mick de almohada y le quitaron la chaqueta y la corbata.
Tardó poco en abrir los ojos. Se quedó mirándolos.
–¿Se encuentra bien? –preguntó Mick.
El hombre no dijo nada al principio. Parecía no comprender. Luego habló:
–¿Ingleses?
Tenía un acento cerrado, pero la pregunta fue bastante clara.
–Sí.
–Oí sus voces. Ingleses.
Frunció el entrecejo e hizo una mueca de dolor.
–¿Le duele? –dijo Judd.
El hombre pareció encontrarlo divertido.
–¿Me duele? –repitió. Su cara se contrajo en una mezcla de agonía y placer.
–Voy a morir –dijo apretando los dientes.
–No. Se repondrá.
El hombre sacudió la cabeza con absoluta autoridad.
–Voy a morir –dijo otra vez con la voz llena de determinación–. Quiero morir.
Judd se acercó más a él. Su voz se debilitaba por momentos.
–Díganos qué debemos hacer –dijo.
El hombre cerró los ojos. Judd le sacudió violentamente para mantenerlo despierto.
–Díganos –repitió. Su muestra de compasión desapareció de pronto–. Díganos de qué trata todo esto.
–¿Esto? –dijo el hombre. Sus ojos permanecían cerrados–. Fue una caída. Eso es todo. Tan sólo una caída.
–¿Qué cayó?
–La ciudad. Podujevo. Mi ciudad.
–¿De dónde cayó?
–De sí misma, por supuesto.
Aquel hombre no estaba explicando nada; tan sólo respondía con un acertijo tras otro.
–¿Adónde iba? –inquirió Mick intentando parecer lo más inofensivo posible.
–Tras Popolac –dijo el hombre.
–¿Popolac? –dijo Judd.
Mick comenzó a encontrar algún sentido a la historia.
–Popolac es otra ciudad. Como Podujevo. Ciudades gemelas. Están en el mapa.
–¿Dónde está la ciudad ahora? –preguntó Judd.
Vaslav Jelovsek pareció decidirse a contar la verdad. Hubo un momento en que dudó entre morir con un enigma en sus labios, o vivir lo suficiente para confesar su historia. ¿Qué importaba si narraba lo sucedido ahora? Nunca habría otra contienda: todo había acabado.
–Vinieron a luchar –dijo; la voz era ahora muy suave–. Popolac y Podujevo. Vienen cada diez años.
–¿A luchar? –se extrañó Judd–. ¿Quiere decir que toda esa gente fue asesinada?
Vaslav sacudió la cabeza.
–No, no. Cayeron. Ya se lo dije.
–Bien, ¿cómo luchaban? –dijo Mick.
–Vayan a las colinas –fue la única respuesta.
Vaslav abrió levemente los ojos. Las caras que se asomaban sobre él estaban exhaustas y enfermas. Habían sufrido, estos inocentes. Merecían alguna explicación.
–Como gigantes –dijo–. Luchaban como gigantes. Construían un cuerpo con sus cuerpos, ¿entienden? El esqueleto; los músculos, el hueso, los ojos, la nariz, los dientes, todo hecho con hombres y mujeres.
–Está delirando –dijo Judd.
–Vayan a las colinas –repitió el hombre–. Vean ustedes mismos la verdad.
–Incluso suponiendo... –comenzó Mick.
Vaslav le interrumpió, impaciente por terminar.
–Eran buenos en el juego de los gigantes. Costó muchos siglos de práctica. Cada diez años la figura se hacía más y más grande. Una siempre ambicionando ser más grande que la otra. Cuerdas para atarlos a todos juntos, impecablemente. Tendones... ligamentos... había comida en su estómago... Había conductos desde los lomos, para recuperar el gasto. Los que tenían mejor vista se situaban en la cuenca del ojo, los que tenían la mejor voz en la boca y en la garganta. No lo creerían, era una maravilla de ingeniería.
–No me lo creo –dijo Judd poniéndose en pie.
–Es el cuerpo del estado –dijo Vaslav tan suavemente que su voz apenas era un susurro–. Es nuestra forma de vivir.
Hubo un silencio. Pequeñas nubes pasaron por encima de la carretera deshaciéndose silenciosas en el aire,
–Era un milagro –dijo. Parecía haberse dado cuenta, por primera vez, de la verdadera grandeza de aquel hecho–. Era un milagro.
Era suficiente. Sí. Ya era bastante.
Dichas estas palabras, cerró la boca y murió.
Mick sintió esta muerte más profundamente que las miles de muertes de las que habían huido; más aún, este momento fue la llave que desencadenó la angustia que sentía por todas ellas.
Mick se sentía incapaz, a primera vista, de saber si aquel hombre había decidido contar una fantasía antes de morir, o si de algún modo la historia era cierta. Su imaginación era demasiado estrecha para aceptar la idea. Le dolía el cerebro tan sólo de pensar en ello, su compasión se hundía bajo el peso de la miseria que padecía.
Se quedaron de pie en la carretera, mientras las nubes pasaban rápidamente con sus vagas, grises sombras avanzando sobre sus cabezas hacia las enigmáticas colinas.
Estaba anocheciendo.
Popolac no podía dar un paso más. Tenía todos los músculos exhaustos. Aquí y allá, a lo largo y ancho de su enorme anatomía, se producían muertes. Pero no había congoja en la ciudad por las células fallecidas. Si los muertos se encontraban en el interior, los cuerpos quedaban colgando de sus arreos. Si formaban parte de la piel de la ciudad, eran desatados de sus posiciones y liberados, para caer en el bosque.
El gigante era incapaz de sentir piedad. No tenía otra ambición que seguir andando hasta morir.
Cuando el sol desapareció en el horizonte, Popolac descansó, sentada sobre un pequeño montículo meciendo su enorme cabeza entre sus vastas manos.
Las estrellas comenzaban a salir, con su habitual prudencia. La noche se aproximaba, vendando con compasión las heridas del día, cegando ojos que habían visto demasiado.
Popolac se puso en pie de nuevo, y comenzó a moverse con un retumbante andar. No pasaría mucho tiempo antes de que la fatiga la venciera; antes de que pudiera yacer en la tumba de algún perdido valle y morir allí.
Todavía debía seguir caminando por un tiempo, cada paso más agónicamente lento que el anterior, mientras el manto negro de la noche iba envolviendo su cabeza.
Mick quería enterrar al ladrón de coches en algún sitio a la entrada del bosque. No obstante, Judd señaló que enterrar un cuerpo podía parecer, bajo la más sensata luz de la mañana, un tanto sospechoso. Además, ¿no era absurdo preocuparse por un solo cuerpo cuando había literalmente miles de ellos yaciendo a pocas millas de donde se encontraban?
Por esta razón, dejaron que el cuerpo quedara tendido en el suelo, y que el coche se hundiera más profundamente en la acequia.
Comenzaron a andar de nuevo.
El frío aumentaba por momentos y estaban hambrientos. Las pocas casas que encontraron en su camino estaban todas desiertas, cerradas, incluso las contraventanas, todas.
–¿Qué quiso decir? –dijo Mick mientras se quedaba mirando otra puerta cerrada.
–Estaba hablando metafóricamente.
–¿Y todo eso de los gigantes?
–Tonterías trotskistas –insistió Judd.
–No lo creo.
–Lo sé. Era su discurso del lecho de muerte. Probablemente lo había estado preparando durante años.
–No lo creo –dijo Mick otra vez, volviendo hacia la carretera.
–¿Qué quieres decir? –Judd se encontraba a su espalda.
–No estaba refiriéndose a ninguna doctrina de partido.
–¿Me estás diciendo que crees que hay un gigante cerca de aquí, en algún sitio? ¡Por amor de Dios!
Mick se volvió hacia Judd. Era difícil distinguir su rostro en el crepúsculo. Pero su voz sonó seria al afirmar:
–Sí, creo que estaba diciendo la verdad.
–Eso es absurdo. Es ridículo. No.
Judd odió a Mick en ese momento. Odiaba su ingenuidad, su pasión por creer cualquier historia estúpida con tal de que tuviera cierto aire romántico. ¿Y esto? Esto era lo peor, lo más absurdo...
–No –dijo otra vez–. No. No. No.
El cielo, liso como la porcelana, dibujaba el perfil de las colinas, negras como la pez.
–Me estoy helando –dijo Mick cambiando de conversación–. ¿Te vas a quedar aquí o vienes conmigo?
Judd gritó:
–No vamos a encontrar nada por este lado.
–Es que el camino de vuelta es largo.
–Estamos metiéndonos cada vez más en las colinas.
–Haz lo que quieras. Yo voy a seguir andando.
Sus pasos retrocedieron: le envolvió la oscuridad. Después de un minuto, Judd le siguió.
Era una noche despejada y fría. Siguieron caminando, llevaban los cuellos de las chaquetas subidos para combatir el frío; tenían los pies hinchados. Sobre ellos el cielo se había convertido en un desfile de estrellas. Un triunfo de luz desbordante donde el ojo podía dibujar tantas formas como paciencia tuviera para ello. Después de un rato se cubrieron mutuamente con sus cansados brazos, para darse consuelo y calor.
Sobre las once vieron el resplandor de una luz en la distancia.
La mujer que se encontraba en la puerta de la cabaña de madera no sonrió, pero comprendió su situación y les dejó entrar. Parecía no tener objeto intentar explicar, bien a la mujer, bien a su lisiado marido, lo que habían visto. La cabaña no tenía teléfono ni había indicios de que hubiera algún vehículo; por eso, aunque encontraran algún medio de expresarse no podían hacer nada.
Mediante mímica y gesticulaciones con la cara explicaron que se encontraban hambrientos y exhaustos. Intentaron además explicar que estaban perdidos, maldiciéndose a sí mismos por haber dejado el libro de frases en el Volkswagen. Ella no parecía entender demasiado lo que decían, pero les hizo sentarse junto a un brillante fuego y puso a calentar en la cocina una cazuela con comida.
Comieron una espesa sopa de guisantes y huevos sin sal. De vez en cuando sonreían agradecidos a la mujer. Su marido, que se encontraba sentado junto al fuego, no hizo intento alguno de hablar, ni siquiera miró a los visitantes.
La comida estaba buena. Les levantó el ánimo.
Dormirían hasta la mañana siguiente y entonces emprenderían el largo camino de vuelta. Al amanecer, los cuerpos que yacían sobre el prado serían contados, identificados, embalados, y enviados a sus familias. El aire se llenaría de sonidos tranquilizadores, apagando los gemidos que aún resonaban en sus oídos. Habría helicópteros, camiones cargados de hombres que dispondrían las operaciones de limpieza. Todos los ritos y la parafernalia de un desastre civilizado.
Y en un tiempo todo sería digerible. Se convertiría en parte de su historia: una tragedia, por supuesto, pero una tragedia que podrían explicar, clasificar, con la que aprenderían a vivir. Todo iría bien, sí, todo iría bien. Que llegara la mañana.
El sueño, debido a su inmensa fatiga, vino súbitamente. Estaban echados donde habían caído, aún sentados a la mesa con las cabezas sobre los brazos cruzados. Unos cuantos cuencos vacíos y varios mendrugos de pan les rodeaban en desorden.
No sabían nada. No soñaban nada. No sentían nada. Entonces el estruendo comenzó.
En la tierra, en las profundidades de la tierra, unas rítmicas pisadas, como de un titán, se acercaban poco a poco, más y más.
La mujer despertó a su esposo. Apagó la lámpara y fue hacia la puerta. Era una luminosa noche de estrellas. Las negras colinas se cernían a cada lado.
Aún se oía el estruendo: medio minuto entre cada estampido, ahora se oía más fuerte. Y más fuerte a cada paso.
Marido y mujer permanecieron juntos en la puerta escuchando el eco que resonaba en las colinas, delante y atrás. No había relámpago alguno que acompañara el trueno.
Tan sólo el bum...
Bum...
Bum...
Hacía temblar la tierra. Caía polvo del dintel de la puerta, los pestillos de las ventanas crujían.
Bum...
Bum...
No sabían qué se acercaba, pero cualquiera que fuera su forma, tuviera el propósito que tuviera, parecía no tener sentido intentar huir. Donde ellos se encontraban, en el lastimoso refugio de su cabaña, estaban tan seguros como en cualquier rincón del bosque. ¿Cómo podían elegir, entre cientos de árboles, uno que se mantuviera en pie cuando aquel estruendo hubiera pasado? Mejor esperar y observar.
La vista de la mujer no era buena, y dudó de lo que había visto cuando la negrura de la colina cambió de forma y se levantó, ocultando las estrellas. Su marido también lo vio: aquella cabeza inconcebiblemente enorme, más vasta aún en la engañosa oscuridad, se elevaba más y más, empequeñeciendo las colinas mismas.
El hombre cayó de rodillas balbuciendo una oración con sus artríticas piernas retorcidas tras él.
La mujer chilló. No conocía palabras que pudieran mantener a raya a aquel monstruo; ninguna oración, ninguna súplica tenían poder sobre él.
En la cabaña, Mick se despertó. Su brazo extendido se contrajo por un calambre, tirando el plato y la lámpara de la mesa.
Se rompieron.
Judd se despertó.
El grito del exterior había cesado. La mujer había desaparecido de la puerta, y había huido hacia el bosque. Un árbol, cualquier árbol, era mejor que una visión. Su marido aún seguía babeando sartas de oraciones por su inerte boca, mientras la grandiosa pierna del gigante se levantaba para dar otro paso.
Bum...
La cabaña tembló. Los platos saltaron del aparador y se rompieron. Una pipa de arcilla rodó por la repisa de la chimenea haciéndose pedazos en el hogar.
Los amantes conocían aquel sonido que resonaba en sus entrañas: el estruendo de la tierra.
Mick estiró el brazo hacia Judd y le cogió del hombro.
–¿Lo ves? –dijo. Sus dientes tenían un color gris azulado en la penumbra de la cabaña–. ¿Lo ves? ¿Lo ves?
Había una especie de rebosante histeria en sus palabras. Corrió hacia la puerta, tropezando con una silla en la oscuridad. Maldiciendo y magullado, salió tambaleando a la noche.
Bum...
El estruendo era ensordecedor. Esta vez rompió todas las ventanas de la cabaña. En el dormitorio, una de las vigas del techo se quebró; los escombros cayeron al piso de abajo.
Judd se unió a su amante en la puerta. El viejo estaba con la cara sobre el suelo, tenía sus enfermos e hinchados dedos encrespados; los suplicantes labios apretados contra el húmedo piso.
Mick miró hacia arriba, hacia el cielo. Judd siguió su mirada. Había un lugar donde no había estrellas. Era una oscuridad con la forma de un hombre; una vasta, extensa figura humana, un coloso que se elevaba hasta encontrar el cielo. No era un gigante perfecto. Su silueta no era constante; hervía y hormigueaba.
Parecía, también, más ancho que cualquier hombre real. Tenía las piernas anormalmente gruesas y achaparradas, y los brazos no eran tan largos. Las manos, que se abrían y cerraban, parecían extrañamente articuladas y demasiado delicadas para su torso.
Entonces levantó un inmenso pie plano y lo puso sobre la tierra, avanzando hacia ellos.
Bum...
El paso hizo que el techo se derrumbara sobre la cabaña. Todo lo que había contado el ladrón de coches era verdad. Popolac era una ciudad y un gigante; y se había dirigido hacia las colinas...
Sus ojos ya se estaban acostumbrando a la luz de la noche. Podían distinguir la estructura de aquel monstruo. Era una obra maestra de ingeniería humana: un hombre hecho enteramente de hombres. Mejor, un gigante sin sexo, construido con hombres, mujeres y niños. Todos los habitantes de Popolac retorcidos y deformados en el cuerpo de este gigante tejido con carne, con los músculos extendidos hasta la máxima tensión tolerable y los huesos a punto de quebrarse.
Podían ver cómo los arquitectos de Popolac habían alterado, sutilmente, las proporciones del cuerpo humano; cómo la criatura había sido construida desproporcionadamente rechoncha para bajar el centro de gravedad; cómo la cabeza se encontraba hundida entre los anchos hombros de manera que los problemas que podía haber causado un cuello débil quedaran minimizados.
A pesar de estas malformaciones, parecía horriblemente vivo. Los cuerpos estaban unidos de tal manera que hacían que la superficie fuese –excepto los arreos– completamente lisa, brillante a la luz de las estrellas como un vasto torso humano. Incluso los músculos estaban bien copiados, aunque simplificados. Podían ver el modo en que los cuerpos atados se empujaban y tiraban uno contra otro, formando sólidas cuerdas de carne y hueso. Podían ver a la gente entrelazada que confeccionaba el cuerpo: las espaldas, como tortugas comprimidas juntas para formar la curva de los pectorales; los acróbatas, atados y anudados en las articulaciones de brazos y piernas, enrollándose y desenrollándose para articular la ciudad.
Pero seguramente la más asombrosa visión de la ciudad era la cara.
Las mejillas hechas con cuerpos; las cavernosas cuencas de los ojos, desde donde unas cabezas miraban fijamente, cinco cabezas unidas formaban cada globo ocular; una ancha, aplastada nariz y una boca que se abría y cerraba, mientras los músculos de la mandíbula se juntaban y separaban rítmicamente. Y de aquella boca revestida de dientes por niños desnudos, la voz del gigante, que ahora sólo era una débil copia de su anterior potencia, emitía una única nota de música estúpida.
Popolac caminaba y Popolac cantaba.
¿Había habido alguna vez en Europa una visión semejante?
Mick y Judd observaban mientras la ciudad daba otro paso hacia ellos.
El viejo se había mojado los pantalones. Llorando y suplicando, se alejó reptando de la cabaña en ruinas, para esconderse entre los árboles cercanos, arrastrando tras él sus piernas muertas.
Los ingleses se quedaron donde estaban, observando el espectáculo mientras se aproximaba. No sentían pavor ni horror alguno, sólo un temor reverencial que los tenía inmovilizados. Sabían que aquello era una visión que nunca podrían volver a ver; era la cumbre, tras esto sólo había experiencias corrientes. Era mejor quedarse, aunque cada paso trajera la muerte mas cerca; mejor quedarse y contemplar aquel espectáculo mientras estuviera allí para poder verlo. Y si aquel monstruo les mataba, al menos habrían vislumbrado un milagro, habrían conocido aquella terrible majestad durante un breve instante. Parecía un trato justo.
Popolac se encontraba apenas a dos pasos de la cabaña. Podían ver las complejidades de su estructura con bastante claridad. Las caras de sus habitantes se concretaban por momentos: blancas, empapadas de sudor, satisfechas en su cansancio. Algunos muertos colgaban de sus arreos, con las piernas balanceándose hacia delante y hacia detrás como los ahorcados. Otros, los niños en particular, habían cesado de cumplir sus ejercicios, y habían relajado sus posiciones de manera que la forma del cuerpo se estaba degenerando, comenzando a borbotear con los hervores de las células rebeldes.
A pesar de todo aún caminaba, y cada paso suponía un incalculable esfuerzo de coordinación y potencia.
Bum...
Bum...
El paso que alcanzaba la cabaña llegó antes de lo que pensaban.
Mick vio cómo se levantaba la pierna; vio las caras de la gente de la espinilla, del tobillo y del pie –ahora tenían su mismo tamaño–, todos ellos hombres inmensos elegidos para llevar el peso de la gran creación. Muchos de ellos estaban muertos. La planta del pie, según pudo ver, era un amasijo de cuerpos aplastados y ensangrentados, presionados hasta morir por el peso de sus conciudadanos.
El pie descendió con un rugido.
En cuestión de segundos la cabaña quedó reducida a astillas y polvo.
Popolac ocultó completamente el cielo. Se convirtió durante unos instantes en el mundo entero, cielo y tierra; su presencia llenaba los sentidos hasta desbordarlos. A esta distancia, una mirada no podía abarcar al gigante, el ojo tenía que oscilar hacia delante y hacia atrás sobre su volumen para poder abarcarlo e, incluso entonces, la mente rehusaba aceptar toda la verdad.
Un fragmento de piedra, que había salido violentamente despedido de la cabaña mientras ésta se derrumbaba, dio de lleno en la cara de Judd. Oyó en su cabeza el golpe mortal, como una pelota golpeando un muro: fue una muerte de patio de recreo. No sintió ningún dolor: ningún remordimiento. Se extinguió como una llama, una pequeña, insignificante llama; su grito de muerte se perdió en aquel estruendo infernal, su cuerpo quedó escondido entre el humo y la oscuridad. Mick no vio ni oyó morir a Judd.
Estaba demasiado ocupado mirando fijamente cómo el pie se apoyaba, sólo un momento, sobre las ruinas de la cabaña, mientras la otra pierna reunía la voluntad necesaria para moverse.
Mick aprovechó su oportunidad. Aullando como un demonio, corrió hacia la pierna, anhelando abrazarse al monstruo. Tropezó entre las ruinas y, ensangrentado, se levantó de nuevo, intentando alcanzar el pie antes de que éste se levantara y lo dejara atrás, Hubo un clamor de agónico aliento cuando el mensaje que ordenaba moverse llegó al pie; Mick vio cómo los músculos de la espinilla se agrupaban y unían mientras la pierna comenzaba a levantarse. Hizo una última embestida sobre el miembro cuando éste iniciaba su ascenso, aferrándose a un arreo, o a una cuerda, o al pelo humano, o a la carne misma; cualquier cosa que le sirviera para asirse a este milagro pasajero y formar parte de él. Mejor ir con él a cualquier parte, servir a su propósito, cualquiera que fuese; mejor morir con él, que vivir sin él.
Cogió el pie, y encontró un asidero firme en su tobillo. Chillando en un éxtasis absoluto por su éxito, sintió cómo la enorme pierna se levantaba, y echó una mirada hacia abajo entre un torbellino de polvo, hasta el lugar donde había estado; se iba alejando mientras la extremidad subía.
La tierra había quedado por debajo de él, era el autoestopista de un dios: la vida sencilla que había dejado no significaba nada ahora, o nunca. Viviría con este ser, sí, viviría con él, mirándolo y mirándolo, devorándolo con los ojos hasta que muriera de pura glotonería.
Gritaba y aullaba, se columpiaba en las cuerdas saboreando su triunfo. Abajo, allá abajo, vio por un instante el cuerpo de Judd, acurrucado, pálido sobre el oscuro suelo, irrecuperable. El amor, la vida y la cordura habían desaparecido; se habían ido como el recuerdo de su nombre, de su sexo, o de su ambición.
No significaba nada. Nada en absoluto.
Bum...
Bum...
Popolac caminaba, el sonido de sus pasos se alejaba hacia el este. Popolac caminaba, el murmullo de su voz se perdía en la noche.
Un día después, llegaron pájaros, llegaron zorros, moscas y mariposas, llegaron avispas. Judd se movió, Judd cambió de sitio, Judd dio a luz. Los gusanos buscaron el calor de su estómago, la buena carne de sus muslos fue devorada en la madriguera de una raposa. Después de eso, todo fue rápido: sus huesos se volvieron amarillos, sus huesos se desmoronaron: pronto, aquel espacio que una vez había estado lleno de aliento y de opiniones quedó vacío.
Oscuridad, luz, oscuridad, luz. Ni siquiera interrumpió con su nombre.
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