EL HERESIARCA
Guillaume Apollinaire
El mundo anglosajón se interesa en las cuestiones religiosas. Sobre todo en América, nuevas religiones nacen del cristianismo cada año y reclutan numerosos adherentes.
Por el contrario, los reformadores y los profetas dejan a la Catolicidad muy indiferente. En realidad ella no se preocupa ya mucho del fondo de su religión. Es también muy raro que se produzcan en su seno esas pequeñas disenciones teológicas que en otros tiempos inducían a la fundación de una herejía. Ocurre a menudo, en verdad, que algunos sacerdotes católicos se separen de la Iglesia, pero esas fugas obedecen a la pérdida de fe. Muchos de esos sacerdotes se alejan a causa de sus opiniones especiales sobre diversos puntos de moral o disciplina (el matrimonio de los eclesiásticos, etc.). Los apóstatas son, en la mayoría de los casos, no creyentes; algunos, sin embargo, fundan un pequeño cisma. Pero ya no hay heresiarcas verdaderos como Arius, por ejemplo. Puede que haya algún guasón solitario, en tanto que parece imposible que surja un eliasita.
Por estas razones el caso de Benedetto Orfei, que a fines del siglo XIX fundó en Roma la herejía llamada de Las Tres Vidas, es único en mi opinión.
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En 1778, el R.P. Benedetto Orfei, representante de su Orden ante el Estado, fue expulsado de Roma. El padre Benedetto Orfei era teólogo y gastrónomo, piadoso y glotón. Gozaba de gran aprecio en la corte pontificia y, de no haber sido por sus actos ulteriores, hoy seria cardenal; es decir, posible candidato a Papa. Este hombre tan dotado para ser un pacífico purpurado, se perdió al pretender fundar una herejía.
Luego de su excomunión se retiró a una villa de Frascati. Allí pontificaba, teniendo por fieles a sus domésticos, a dos damas piadosas y a algunos niños campesinos a los que enseñaba los rudimentos. Creía de esta manera preparar una secta gloriosa destinada a reemplazar el catolicismo.
Como todo heresiarca, rechazaba el dogma de la Infalibilidad Papal y juraba que Dios le había dado poderes para reformar la Iglesia. Imagino que si Benedetto Orfei hubiese llegado a Papa y la inspiración de la herejía le hubiese llegado después de ese momento, se hubiera servido del dogma de la Infalibilidad para obligar a los católicos a creer en su doctrina, que nadie podría entonces negar sin ser herético.
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Visité a Benedetto Orfei en una apacible tarde de mayo. El heresiarca se hallaba sentado en un muelle sillón. Sobre su mesa había papeles esparcidos –quizás epístolas papales o encíclicas. Me recibió muy cortésmente y ordenó traer, en mi homenaje, unos viejos frascos de vino santo y ciertas confituras romanas o sicilianas: nueces bañadas en miel; una especie de pastel hecho con pasta de fondant perfumadas con rosa, menta y limón y relleno con trozos de frutas confitadas (cáscaras de naranja, toronja, ananá); una pasta de membrillo dulcísima llamada cotogniata; otra masa llamada cocuzzata, y una masa de puré de duraznos que recibe el nombre de persicata. Exigió que gustase el vino santo, y él lo paladeó juntamente conmigo, no sin dar muestras de real satisfacción: meneos de cabeza, agitación del vino dentro de la boca con movimientos apropiados de labios y carrillos, ligera frotación de la mano izquierda sobre su estómago. Bien pronto observé que el buen heresiarca era sordo. Como él sabía que había ido a visitarlo para tomar notas destinadas a un ensayo sobre su herejía, lo dejé hablar sin interrumpirle para nada.
Como Benedetto Orfei era oriundo de Alessandria, hacía uso frecuente de su dialecto. Su discurso estaba salpicado de palabras gruesas, casi obscenas, pero asombrosamente expresivas. Ocurre a menudo que los místicos empleen tales palabras, pues lo místico toca de cerca lo erótico. A pesar del interés que para los filólogos podrían tener algunas de sus expresiones, no insistiré sobre ese aspecto del talento de Orfei. Mi conocimiento demasiado superficial de los dialectos italianos no me permitió, por otra parte, comprenderlo del todo, y sólo pude atrapar el sentido de muchas expresiones gracias a la mímica con que el heresiarca acompañaba su plática.
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He aquí cómo Benedetto Orfei me relató lo que él llamaba su conversión iluminadora:
"Durante todo el día estuve ocupándome de la hipóstasis. Llegada la noche, después de haber dicho mis oraciones, me acosté y comencé el rosario. Al mismo tiempo meditaba sobre los misterios de la Religión. Pensaba en la bondad del hijo de Dios, que, por borrar el pecado original, se hizo hombre y murió en la Cruz, suplicio infamante, entre dos ladrones. Una frase que tomó la forma de un estribillo popular comenzó a cantar en mi mente:
"Eran tres hombres
en el Gólgota;
al igual que en el cielo
están en Trinidad."
El heresiarca se detuvo aquí, emocionado, vertió vino en nuestros dos vasos y bebió del suyo con un aire entristecido que pronto se disipó, sin olvidar las frotaciones de estómago con la mano, las alteraciones del rostro, ni las exclamaciones sobre lo aterciopelado del vino añejo. Me obligó a saborear la cocuzzata y continuó de esta manera:
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"El estribillo divino cantó en mi espíritu hasta la hora en que me dormí. Mi sueñe fue profundo. Entre los coros de las jerarquías de Asistencia, Imperio y Ejecución y por encima del coro de los Serafines, que es el más elevado, tres crucificados se ofrecieron a mi adoración. Deslumbrado por la luz que rodeaba a los crucificados, bajé los ojos y vi el coro santo de las Vírgenes, las Viudas, los Confesores, los Doctores y los Mártires que les rendían adoración. San Benito, mi patrón, vino a mi encuentro seguido de un ángel, un león y un buey, mientras que un águila volaba sobre él. Me dijo: "¡Amigo, recuerda!", al tiempo que levantaba la mano derecha señalando a los crucificados. Observé que el pulgar, el índice y el dedo mayor estaban extendidos, en tanto que los otros dedos quedaban replegados. En ese instante los Querubines agitaron sus incensarios y un perfume más suave que el más puro de los inciesos se expandía en el aire. Vi entonces que el ángel escolta de mi santo patrono llevaba un copón de oro, admirablemente trabajado. San Benito descubrió el copón, tomó una hostia que dividió en tres partes, y yo comulgué triplemente con una sola hostia, cuyo sabor debía ser más exquisito que el de maná que paladearon los hebreos en el desierto. Se escuchó entonces una arrebatadora música de laúdes, arpas y otros instrumentos celestes tañidos por Arcángeles y el coro de los Santos cantó:
"Eran tres hombres
en el Gólgota;
al igual que en el cielo
están en la Trinidad.
"Me desperté. Comprendí que ese sueño era un acontecimiento solemne para mi vida y para los hombres. La hora en que se produjo no me dejó la menor duda sobre la veracidad de tal sueño. No obstante, como echaba por tierra las creencias sobre las cuales se apoya el cristianismo, tuve temores de hacérselo conocer al Papa. La noche siguiente, en el sueño matinal, vi a la Santísima Virgen entre dos mujeres, a quienes decía «¡Vosotras también sois madres de Dios, pero los hombres ignoran vuestra maternidad!» Me desperté bañado en sudor. Ya no me quedaba ninguna duda. Recité en voz alta la doxología. Fui a decir misa a Santa María Mayor, luego me encaminé al Vaticano para solicitar audiencia al Santo Padre, quien me la concedió. Le relaté todo lo que había ocurrido. El Papa me escuchó en silencio y meditó un instante después de haberme oído. Terminada su meditación, me ordenó severamente que cesara totalmente en mis estudios teológicos y dejara de pensar en cosas ridículas e imposibles que sólo un demonio habría suscitado en mí. Me conminó a volver a visitarlo al cabo de un mes, y me fui pesaroso y avergonzado. Volví a mi convento desierto y lloré. El sagrado estribillo «Eran tres hombres...» volvió a resonar en mi mente. Lo rechacé con toda la fuerza de mi voluntad, como a una tentación. Me humillé ante Dios.
"Durante un mes observé un ayuno riguroso y practiqué las doce mortificaciones recomendadas por el contemplativo Harphius en el libro II de su Teología Mística. Me castigaba, sobre todo, con las cinco últimas: mortificación de toda curiosidad del entendimiento, mortificación de todo escrúpulo del corazón, mortificación de toda impaciencia inquieta del alma, mortificación de toda voluntad y práctica de la resignación para soportar todo abandono por amor a Dios. Al cabo del mes, después de esas penitencias, la convicción que se había poseído fortuitamente de mí se robusteció en mi alma y volví a ver al Santo Padre, quien, muy afectuosamente, me preguntó si ya había abandonado las quimeras que el demonio de la herejía me había inspirado. Para responderle, no se me ocurrió otra cosa que estas palabras: Eran tres hombres. . .
"–¡Ay! –exclamó el Papa–. Este hombre está poseído.
"Entonces me eché de rodillas. Hablé de mis mortificaciones y supliqué al pontífice que me exorcizara. Con lágrimas en los ojos me dijo que Dios estaría agradecido por esta humillación voluntaria; luego me exorcizó según los ritos. Partí inmediatamente, sin insistir, ya que estaba bien seguro de que mis pensamientos no eran en absoluto de inspiración diabólica sino divina, puesto que ningún exorcismo había prevalecido sobre ellos."
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El heresiarca dejó de hablar, repitió sus movimientos de costumbre, bebió su vino santo, meditó un momento con los ojos fijos en el techo y, abandonándose en el sillón, hizo girar los pulgares uno alrededor del otro sobre el vientre. Retomó el discurso de esta manera:
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"Al día siguiente escribí al Papa insistiendo en mis convicciones y rogándole, puesto que él era el jefe de la religión, que proclamase la verdad lograda por mí, tan milagrosamente. Agregaba que no había infabilidad que pudiera hacer engañoso lo verdadero y que, por consecuencia, yo me separaría de la Iglesia en caso de que él prefiriese los antiguos errores a la evidencia nueva. Por toda respuesta se me excomulgó.
Entonces abandoné la Orden y, enriquecido con los bienes que yo había aportado, vine a refugiarme a este asilo de paz, donde, arrojado del seno de la iglesia católica, echo los cimientos de la nueva religión. Introduje la verdadera comunión triple, encerrando en una hostia los tres cuerpos humanos de un solo Dios en Tres Personas. Porque la verdad es ésta: la Trinidad se hizo hombres. Hubo tres encarnaciones Las Tres Personas del Dios único sufrieron, en el mismo día, la Pasión necesaria para el rescate de la Humanidad. El ladrón de la derecha era Dios Padre. Se lo reconoce fácilmente por las palabras solícitas que, en la Cruz, dirigió a su Hijo bienamado. Su vida fue triste y paciente. Sufrió la injusticia de ser tomado por ladrón, no siéndolo. Y siendo todopoderoso e infinitamente majestuoso, no quiso tener discípulo alguno. Cristo, que murió entre los Ladrones divinos, era el Verbo, y por tanto fue el Legislador. Sus palabras y sus actos debían ser transmitidos al mundo para servirle de enseñanza. Y así lo hizo. El ladrón de la izquierda era el Espíritu Santo, el Paráclito, el Amor eterno que, hecho hombre, quiso ser semejante al amor humano, que es infame. Fue realmente ladrón y sufrió justamente. He aquí el misterio en toda su santidad: Dios se hizo hombre. Dios padre, encarnado, sufrió para ejercitar sobre sí mismo su omnipotencia y se humilló hasta mantenerse desconocido y sin historia. Dios hijo, encarnado, sufrió para certificar la verdad de su enseñanza y dar el ejemplo del martirio. Sufrió injusta pero gloriosamente para conmover el espíritu de los hombres. Dios Espíritu Santo, quiso sufrir con justicia. Se encarnó en las peores debilidades humanas y se abandonó a todos los pecados por compasión y amor profundo hacia la Humanidad. He aquí la verdad:
"Eran tres hombres
en el Gólgota;
al igual que en el cielo
están en Trinidad."
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Con estas palabras Benedetto Orfei me contó la historia de su herejía y me expuso su doctrina. Arrebatado por su relato, había olvidado beber. En cuanto terminó de hablar extendió la mano derecha, siempre hundido en el sillón, tomó una hojuela de persicata que arrolló cuidadosamente, y comió de un bocado. Luego, habiéndose servido el vino santo, lo bebió, pero tan desmañadamente que persicata y vino santo se desviaron en su garganta. Los engulló atravesados, de lo que resultó una explosión por la boca y la nariz. El heresiarca, rojo al punto de estallar, tosió durante cinco largos minutos. Tuvo necesidad de sonarse y, como no era afecto al rapé, en lugar de algún enorme pañuelo de color extrajo un pañuelito de batista blanca, muy poco eclesiástico. Su elegancia me asombró. Retomó aliento respirando ruidosamente, mientras me señalaba con el dedo la mermelada, invitándome a servirme.
En seguida me confesó que la religión católica estaba podrida y que, como era demasiado vieja, el Papa evitaba tocarla, temiendo que se pudiera derrumbar. Fue incluso más expresivo, y empleando su dialecto natal agregó:
–L´e éme ra merda: pi a s´ asmircia, pi ra spissa.
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Cuando me levanté para despedirme, el heresiarca quiso acompañarme hasta la puerta. En el momento de incorporarse se abrió su sotana, especie de vestimenta monacal de sayal negro, y pude ver que, debajo de ella, el heresiarca estaba desnudo. Su cuerpo velludo estaba surcado por marcas de flagelación. Un cinturón rugoso, erizado de puntas de hierro que debía producirle insoportable sufrimiento, rodeaba su talle. Vi también otras cosas, pero son de tal naturaleza que no puedo describirlas. Toda esta desnudez, a decir verdad, sólo se me apareció durante un instante. El heresiarca cerró rápidamente la sotana, cuyo cordón anudó, y sonriendo me invitó a pasar a la habitación inmediata, donde estaba la biblioteca. Quedé pasmado al observar que este hombre, al tiempo que sometía a su carne a tales castigos, satisfacía al mismo tiempo su glotona sensualidad. Medité en ese contraste mientras entraba en la biblioteca, donde vi, convenientemente ordenados en los estantes, toda suerte de libros que el heresiarca me invitaba a mirar. Había allí, entremezclados, volúmenes preciosos y vulgares, de teología, filosofía, literatura y ciencias.
Eran libros y manuscritos antiguos y modernos de papel y pergamino. Vi las obras de Aristóteles, Galeno, Oribase, la Syphilis de Fracastor, la Sabiduría de Charrón, el libro del jesuita Mariana, los cuentos de Boccaccio, de Bandello, de Lasca, Santo Tomás, Vico, Kant, Marcilo Picino, la Diadema de los monjes de Smaragdus, y otros varios. En seguida dejé al heresiarca, a quien no he vuelto a ver.
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Pasado algún tiempo, me enteré que acababa de aparecer El Evangelio verídico, de Benedetto Orfei, traducido a la lengua corriente, conteniendo la vida de Dios padre, primero de los dos evangelios paraleles a los dos evangelios canónicos. Me procuré el libro, que era muy breve. No contenía nada preciso sobre la vida de la primera persona de Dios. Se afirmaba en sus páginas que se ignora todo sobre el nacimiento de Dios padre y que de su vida no se sabe casi nada, salvo que fue justo, obscuro y sin amigos. Su existencia estaba mezclada a la de las otras dos personas de la Trinidad, y fue a raíz de haber tratado de desviar a Dios Espíritu Santo de un delito que iba a cometer, que fue arrestado con él y condenado injustamente. Cada una de las palabras que Dios padre había cambiado con Jesús y el mal ladrón en el lugar del suplicio, era objeto de un capítulo en el que se la comentaba. Era, en verdad, el único momento bien conocido de su vida y aun así el heresiarca había tomado la narración de los evangelios sinópticos. Después de la muerte de Dios padre todo se volvía misterioso. No se sabia más nada; ni de su resurrección y ascensión probables, pero desconocidas. La obra parecía haber sido escrita en latín, traducida rápidamente al italiano y publicada. El manuscrito sobre pergamino debe de existir todavía.
El año siguiente Benedetto Orfei publicó el segundo evangelio paralelo a los evangelios canónicos o Evangelios del Espíritu Santo. Como la de Dios padre, su vida era poco conocida. Pero mientras que del Padre Eterno sólo se conocía su muerte, se sabía del Espíritu Santo que había violado a una virgen dormida. Este estupro había sido la operación del Espíritu Santo de la cual nació Jesús. Se insistía también con respecto a las palabras pronunciadas en la cruz, el misterio reaparecía luego de que los soldados quebraron las piernas de los dos ladrones. Este volumen, en verdad muy bello y de gran nobleza intelectual en algunos pasajes, contenía otros de tal crudeza que las autoridades italianas lo hicieron requisar como libro obsceno; por lo cual es inhallable.
Los ejemplares del primer evangelio, o Vida de Dios padre, son, por otra parte, muy raros también. Interesada en destruirlos, la corte pontificia los adquirió en su mayor parte.
La herejía de las Tres Vidas no se difundió. Benedetto Orfei murió en el umbral del siglo. Sus escasos discípulos se dispersaron y es muy probable que las enseñanzas del heresiarca hayan sido vanas, que de ellas no saldrá nada y que nadie pensará en retomarlas.
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Un sacerdote que había conocido mucho a Benedetto Orfei y que había tratado frecuentemente de hacerlo abjurar de lo que los católicos llamaban sus errores, me ha contado el fin del heresiarca. Murió, según parece, a consecuencia de una indigestión, pero su cuerpo se descubrió cubierto de llagas, resultantes de las torturas que Orfei se imponía, por lo cual los médicos dudaban entre atribuir el deceso a la gula o a las mortificaciones.
La verdad es que el heresiarca era semejante a todos los hombres, pues todos son a la vez pecadores y santos, cuando no son criminales y mártires.
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