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lunes, abril 14, 2008

EN FAMILIA --GUY DE MAUPASSANT


EN FAMILIA
GUY DE MAUPASSANT
...el terrible duelo, tras el fallecimiento...

El tranvía de Neuilly había dejado atrás la puerta Maillot y corría en línea recta a todo lo largo de la gran avenida que
va a parar al Sena. La maquinilla, enganchada a su vagón, pitaba para que se apartasen de su camino, escupía su vapor,
jadeaba como corredor al que falta el aliento, y sus émbolos se movían con ruidos precipitados de piernas de hierro. Caía
sobre la calle el pesado calor de una tarde de verano, y, aunque no soplaba brisa alguna, ascendía del suelo un polvillo
blanco, calizo, opaco, asfixiante y cálido que se pegaba a la húmeda piel, cegaba la vista, penetraba en los pulmones.
La gente salía a la puerta de sus casas, en busca de aire.
El vagón de pasajeros tenía bajadas las ventanillas, y todas sus cortinas ondeaban, sacudidas por la rápida carrera. Eran
pocas las personas que iban dentro, porque en días tan calurosos la gente prefería viajar en la imperial o en las
plataformas. Iban obesas señoras de vestidos presuntuosos, burguesas de barriada que suplen la distinción de la que
carecen con una tiesura inoportuna, oficinistas cansados del despacho, de caras amarillentas, cintura doblada y un hombro
algo más alto que otro, del mucho trabajar encorvados sobre la mesa. La expresión intranquila y triste de sus rostros
revelaba también preocupaciones domésticas, constantes apuros monetarios y viejas esperanzas definitivamente fracasadas;
porque todos ellos formaban parte de ese ejército de pobres hombres raídos que vegetan económicamente en mezquinas casas de yeso, que tienen por jardín un arríate y se alzan en medio esos campos de los alrededores de París, en los que
aprovechan los residuos de todos los pozos negros.
Muy próximo a la portezuela, un hombre bajito, gordo, de cara abotagada y barriga que le caía entre la piernas, vestido
todo él de negro, conversaba con otro alto y seco, de aspecto desaliñado con un traje blanco muy sucio y un viejo panamá
en la cabeza. Se expresaba el primero con lentitud, y sus titubeos daban a veces la impresión de tartamudez; era el señor
Caraván y ocupaba el cargo de oficinal primero en el Ministerio de Marina. El otro había sido antaño oficial de Sanidad a
bordo de un barco mercante y acabó estableciéndose en la plazoleta de Courbevoie, en donde ejercitaba sobre la
desgraciada población los inseguros conocimientos de medicina que había recogido en su vida aventurera. Se llamaba Chenet,y se hacía llamar doctor. Corrían malas lenguas sobre su moralidad.
El señor Caraván llevó siempre la vida rutinaria de los burócratas. Todas las mañanas desde hacía treinta años marchaba
indefectiblemente a su despacho por el mismo camino, y se tropezaba, a la misma hora y en los mismos lugares, con las
mismas caras de hombres que se dirigían a sus negocios y por idéntico camino regresaba todas las tardes, encontrando
rostros idénticos, que iba viendo envejecer.
Todos los días compraba por unas monedas su periódico en la esquina del faubourg Saint-Honoré; iba luego en busca de dos
panecillos, y penetraba finalmente en el Ministerio, a la manera del reo que se constituye en prisión. Una vez dentro, se
dirigía con paso rápido y corazón desasosegado a su despacho temiendo siempre encontrarse con una reprimenda motivada por cualquier posible negligencia suya.
Ningún incidente vino jamás a variar la rutina monótona de su existencia porque nada le afectaba como no fuesen los
asuntos de oficina, el escalafón y las gratificaciones. No sabía hablar de otra cosa que de los asuntos del servicio lo
mismo cuando se encontraba en el Ministerio que cuando estaba con los suyos —porque se había casado con la hija de un
colega que no llevó consigo dote alguna.
Atrofiado por la tarea embrutecedora y cotidiana, no había en su espíritu lugar para pensamientos esperanzas, ensueños
que no guardasen relación con su Ministerio. Pero todos sus goces de empleado tenían un dejo de amargura que los echaba a perder: el acceso a los cargos de jefe y subjefe de los señores comisarios de Marina, de los hojalatero, mote que se les
daba por sus galones de plata. Este era el tema que todas las noches, mientras cenaba, le daba ocasión para exponer ante
su esposa, que compartía sus rencores, los irrebatibles argumentos que demostraban la iniquidad que suponía desde todo
punto de vista el dar puestos en París a unas gentes cuyo puesto estaba en el mar.
Era ya viejo, pero su vida se había deslizado sin que él se diese cuenta, porque había pasado, sin transición del colegio
al Ministerio y si en aquél temblaba de los pasantes, en éste siguió temblando de los jefes, que le inspiraban verdadero
pánico. El umbral del despacho de estos déspotas de oficina lo azogaba de pies a cabeza y de aquel terror continuo le
había quedado su cortedad, la actitud humilde y una como tartamudez nerviosa.
Conocía de París lo que puede conocer un ciego al que su perro deja cada día bajo la misma puerta, y los hechos y
escándalos que leía en su periódico barato no tenían para él otro alcance que el de unos cuentos fantásticos, inventados
a capricho para distracción de los pobres empleados. Pasaba por alto las informaciones políticas, que ya su periódico le
servía desfiguradas y a gusto del partido que lo pagaba; él era hombre de orden, reaccionario, sin partido determinado,
pero enemigo de todas las “novedades”. Por las tardes, cuando subía por la avenida de los Campos Elíseos, miraba aquella
agitada muchedumbre de paseantes y la marca retumbante de los carruajes con los ojos de un viajero extrañado que
atraviesa países lejanos.
Por haber cumplido aquel mismo año los treinta de servicio obligatorio, lo habían condecorado a primeros de enero con la
cruz de la Legión de Honor, que sirve a las administraciones militarizadas para recompensar la larga y lamentable
servidumbre —que ellas califican de leales servicios prestados— de estos tristes galeotes, remachados a la carpeta verde.
Aquella inesperada dignidad alteró de arriba abajo sus costumbres, revistiéndolo de una idea nueva y elevada de su
capacidad. Suprimió en adelante los pantalones de color y las americanas de fantasía, y ya sólo vistió pantalones negros
y levita larga, en la que su “cinta”, muy ancha, resaltaba más. De la noche a la mañana se transformó en otro Caraván, de
hablar hueco, porte majestuoso, protector, que se afeitaba todas las mañanas, se limpiaba con más esmero las uñas y se
mudaba cada dos días de ropa interior, movido de un legítimo sentimiento de decoro y de respeto a la Orden nacional.
Estando en casa, no se le caía de la boca lo de “mi cruz”. Le acometió un orgullo tan desmedido, que se le hacía
insoportable el ver cinta alguna en el ojal de la solapa de los demás. Las condecoraciones extranjeras, sobre todo, lo
sacaban de quicio— “no se debía tolerar que nadie las llevase en Francia”—, y tenía especial inquina al doctor Chenet, a
quien todas las tardes encontraba en el tranvía luciendo siempre un distintivo, fuese blanco, azul, anaranjado o verde.
Por lo demás, desde el Arco de Triunfo hasta Neuilly, la conversación de aquellos dos hombres nunca variaba. Al igual que
los días precedentes empezaron en esta ocasión por ocuparse de ciertos abusos locales que los exasperaban a los dos,
poniendo al alcalde de Neuilly por los suelos. Caraván, cosa inevitable estando con un médico, abordó el capítulo de las
enfermedades, con la esperanza de espigar gratuitamente algunos consejos interesantes, y quién sabe si una consulta,
dándose maña para que no se le viese el juego. Es preciso decir que su madre le traía intranquilo de un tiempo a esta
parte. La acometían síncopes frecuentes y prolongados, pero no admitía que la cuidasen como era debido, aunque había
cumplido ya los noventa.
Caraván se mostraba enternecido con la avanzada edad de su madre, y hacía con insistencia al doctor Chenet la misma
pregunta: “¿Ve usted a mucha gente de sus años?”. Y se frotaba las manos de gusto, no precisamente porque estuviese muy
interesado en que aquella buena señora se eternizase sobre la tierra, sino porque la prolongada vida de la madre era como
una promesa para el hijo.
Siguió diciendo: “La verdad es que en mi familia se vive largo. Tengo la certeza de que yo mismo, salvo accidente, me
moriré de viejo.” El oficial de Sanidad le lanzó una mirada compasiva, examinó un instante la cara coloradota de su
vecino, el gordo cerviguillo, la panza que le colgaba entre las piernas de una gordura flácida, el contorno apoplético de
oficinista sedentario y sin nervio, y, como resultado de ese examen, se echó atrás de un papirotazo el panamá de color
arratonado que le cubría la cabeza, y contestó con retintín:
—De eso hay mucho que hablar, compadre porque su vieja es de temperamento nervioso, y usted es gordo y fofo.
Caraván se calló, desconcertado.
El tranvía llegó a la estación. Los dos compañeros echaron pie a tierra, y el señor Chenet convidó a un trago de vermut
en el café del Globo, que se hallaba enfrente, y del que uno y otro eran clientes habituales. El dueño, amigo de ambos,
les alargó dos dedos de la mano, y ellos le dieron un apretón por encima de las botellas del mostrador; después se
dirigieron a una mesa en la que había tres aficionados al dominó que no se habían movido de allí en toda la tarde. Se
cruzaron frases cordiales, y el inevitable “¿Qué hay de nuevo?”. Los jugadores siguieron con su partida. Cuando los
recién llegados se retiraron, les dieron las buenas tardes. los jugadores les alargaron las manos sin alzar la cabeza y
cada cual se fue a comer a su casa.
Ocupaba Caraván, cerca de la plazoleta de Courbevoie una casita de dos pisos, y en el bajo estaba instalado un peluquero.
Dos dormitorios el comedor y la cocina, con un juego único de sillas, desencoladas y vueltas a encolar, que pasaban de
una habitación a otra, según lo exigía el momento, componían el departamento que la señora Caraván se entretenía en
limpiar, en tanto que su hija María Luisa, de doce años, y su hijo Felipe Augusto, de nueve, se entregaban a toda clase
de travesuras en los arroyos de la avenida, alternando con los pilluelos del barrio.
Caraván había instalado a su madre en el piso superior; ésta se había hecho popular en aquellos alrededores por su
avaricia, y su delgadez hacía decir a la gente que el Señor había echado mano, al hacerla, de sus mismos principios de
ahorro. Siempre malhumorada, no pasaba día sin riñas y arrebatos furiosos. Apostrofaba desde su ventana a los vecinos que
salían a la puerta de sus casas, los vendedores ambulantes de frutas y verduras, a los barrenderos y a los muchachos, y
éstos, en venganza, la iban siguiendo de lejos cuando salía a la calle, y le gritaban: “¡Ensuciacamas!”
Una criadita normanda, de un atolondramiento increíble, atendía los quehaceres de la casa, y dormía en el segundo piso,
junto a la vieja, por si le sobrevenía algún accidente.
Al entrar Caraván en casa, su mujer, atacada de la enfermedad crónica de hacer limpieza, sacaba brillo con un trapo de
franela a la caoba de las sillas, desparramadas por la soledad de las habitaciones. Siempre tenía puestos los guantes de
hilo; se adornaba la cabeza con una cofia de cintajos multicolores, que se le ladeaba sobre una o reja, y cuando alguien
la sorprendía con la cera, el cepillo, el limpiametales o la lejía, recitaba el mismo estribillo:
—No soy rica; todo es sencillo en mi casa, y el único lujo que puedo permitirme es el de la limpieza, que, después de
todo, suple a cualquier otro.
Estaba dotada de un sentido práctico tenaz, y su marido se dejaba llevar en todo por ella. Primero en la mesa, y después
en la cama, charlaban todas las noches largo y tendido de los asuntos de la oficina, y aunque él le llevaba veinte años,
se desahogaba con ella como con un director espiritual y no se apartaba de sus consejos.
Jamás había sido bonita, y en aquella época era fea, menuda y flaca. Su desmañada manera de vestir ocultó siempre ciertos
débiles atributos femeninos que se hubieran puesto de realce con un poco de arte en la disposición de su tocado. Las
faldas parecían colgarle siempre de un lado, y tenía el hábito, que llegaba a tomar visos de tic nervioso, de rascarse a
cada momento, en cualquier parte, sin preocuparse de los que estaban delante. En cuestión de adornos de su persona, no
iba más allá de los cintajos de seda, entrelazados profusamente en las cofias presuntuosas que usaba en casa.
Así que vio entrar a su marido, se levantó, y besándole en las patillas, le preguntó:
—¿Te acordaste de ir a casa de Potin, querido?
La pregunta se refería a un encargo que él había prometido hacer.
Se dejó caer, aterrado, en una silla: era la cuarta vez que lo olvidaba.
—Es una fatalidad —decía—, es una fatalidad: me paso el día pensando en que tengo que ir, pero así que llega la hora de
salir se me va de la memoria.
Al verlo afligido, ella le dijo para consolarlo:
—¿Qué más da? Ya te acordarás mañana. Y ¿qué hay de nuevo por el Ministerio?
—Un acontecimiento: otro hojalatero más que ha sido nombrado subjefe.
Ella se puso muy seria:
—¿En qué oficina?
—En la de compras al extranjero.
Ella mostró enfado:
—Entonces ha sido para el puesto de Ramón, precisamente el que yo hubiera querido para ti. ¿Y Ramón? ¿Retirado?
El balbució: “¡Retirado!”. Esto la encolerizó, y la cofia se le vino al hombro:
—Se acabó, pues. No hay que pensar en ese momio. Y ¿cómo se llama el tal comisario?
—Bonassot.
Echó ella mano al anuario que tenía siempre al alcance, y buscó: “Bonassot. Tolón. Nació en 1851. Alumno comisario en
1871. Subcomisario en 1875”. De súbito le preguntó:
—¿Es de los que han navegado?
Esta pregunta tranquilizó a Caraván. Su panza se vio sacudida por un acceso de regocijo:
—Lo mismo que Balin, lo mismísimo que Balin, su jefe —y agregó, riéndose con más fuerza, una broma muy gastada que a los del Ministerio los divertía muchísimo-: Que no los envíen de inspección al apostadero naval de Point-du-Jour, porque se
marearían en la escampavía.
Pero su mujer seguía muy seria, como si no le hubiese oído, y al fin murmuró rascándose la barbilla:
—¡Qué lástima, no disponer de un diputado! Si alguien contase en la Cámara todo lo que ocurre en esa casa, el ministro
saltaría en el acto...
Le cortaron la frase los gritos que estallaron en la escalera. María Luisa y Felipe Augusto, que regresaban de la calle,
se propinaban, a medida que subían, bofetadas y puntapiés. La madre se precipitó furiosa, tomó a cada uno por un brazo, y
de una sacudida vigorosa los metió en el departamento.
Al ver a su padre, corrieron hacia él: los besó con ternura, con fruición; luego se sentó, los puso sobre sus rodillas y
lió con ellos una charla íntima.
Felipe Augusto era un rapazuelo feo de ver, despeinado, sucio de los pies a la cabeza, con expresión de idiota. María
Luisa se asemejaba ya a su madre, se expresaba igual que ella, repetía sus dichos y hasta imitaba sus gestos. También
ella preguntó:
—Y ¿que hay de nuevo por el Ministerio?
A lo que el padre contestó, regocijado:
—Que tu amigo Ramón el que viene a cenar con nosotros todos los meses, nos abandona Lísita. Han puesto en su lugar a un nuevo subjefe.
Clavó ella la mirada en la cara de su padre, y le dijo con un tono de lástima, propio de niña precoz:
—Otro más que te ha echado a la cola, ¿no es eso?
Al padre se le cortó la risa, y no contestó; después, para cambiar de conversación, preguntó a su mujer, que se había
puesto a limpiar los vidrios:
—¿Mamá sin novedad, arriba?
La señora Caraván dejó de frotar, se volvió, enderezó la cofia que se le escapaba hacia la espalda y contestó con labios
trémulos:
—De tu madre te quiero hablar, precisamente ¡Me ha hecho una de las suyas! Figúrate que la señora Lebaudin, la mujer del
peluquero, subió hace un rato para pedirme prestado un paquete de almidón; yo había salido y tu madre la ha echado de la
puerta, tratándola de mendiga. Me ha tenido que oír la vieja; aunque se ha hecho la desentendida, como siempre que se le
cantan las verdades; pero que te conste que está tan sorda como yo; todo lo suyo es cuquería, y la prueba la tienes en
que se ha subido derechita a su cuarto, sin decir esta boca es mía.
Caraván, corrido, no contestó y en ese instante hizo acto de presencia la criadita para anunciar precisamente que la cena
estaba lista. Entonces él echó mano a un palo de escoba que tenían siempre oculto, y dio tres golpes en el cielo raso.
Luego pasaron al comedor, y la señora Caraván, la joven, sirvió la menestra, mientras esperaban que bajase la anciana.
Esta se retrasaba, y la sopa iba enfriándose, en vista de lo cual se pusieron a comer sin prisa; quedaron vacíos los
platos y volvieron a esperar. La señora Caraván, furiosa, la tomó con su marido:
—Lo hace a propósito, ¿comprendes? Porque sabe que te pones siempre de su parte.
El marido, muy perplejo y cogido entre dos fuegos, envió a Maria Luisa en busca de su abuela, y se quedó inmóvil, con los
ojos bajos, mientras su mujer daba golpecitos rabiosos con la punta de su cuchillo en el extremo inferior de su vaso.
La puerta se abrió de improviso y volvió a entrar la niña, sola, sin aliento y muy pálida, diciendo precipitadamente:
—Abuela está caída en el suelo.
Caraván se puso en pie de un salto, tiró la servilleta sobre la mesa y se lanzó hacia el piso de arriba, resonando en la
escalera su paso firme y precipitado. Su mujer, que supuso que era todo una treta de su suegra, le siguió sin prisa,
encogiéndose despectivamente de hombros.
La anciana yacía cuan larga era boca abajo, en medio de la habitación. Cuando su hijo dio vuelta al cuerpo apareció su
cara seca e inmóvil, de piel amarillenta, arrugada, curtida, con los ojos cerrados, apretados los dientes flaca y rígida.
De rodillas junto a ella, gimoteaba Caraván:
—¡Pobre madre mía, pobre madre mía!
Pero la otra señora Caraván dictaminó, después de mirarla unos momentos:
—¡Bah! Otro síncope más, y eso es todo. Créeme, lo ha hecho para estropeamos la cena.
Trasladaron el cuerpo a su cama, lo desnudaron por completo, y todos —Caraván, su mujer y la criada— se dedicaron a darle fricciones. Pero por más que hicieron no volvió en sí. Enviaron entonces a Rosalía en busca del doctor Chenet. Vivía en
el muelle, en dirección a Suresne. La distancia era grande y la espera fue larga. Pero, al fin llegó, y después de
examinar, palpar y auscultar a la anciana, pronunció el veredicto:
—Esto se acabó.
Caraván se arrojó sobre el cuerpo, sacudido por sollozos precipitados. Besaba convulsivamente la cara rígida de su madre,
llorando con tal profusión, que su lágrimas caían como gotas de agua sobre el rostro de 1a difunta.
La otra señora Caraván sufrió un acceso bastante decoroso de dolor; en pie detrás de su marido, lanzaba débiles gemidos y
se frotaba con obstinación los ojos.
De improviso se enderezó Caraván; tenía el rostro abotagado, los ralos cabellos en desorden y estaba feísimo con la
sinceridad de su dolor.
—¿Está usted seguro, doctor..., completamente seguro?
El oficial de Sanidad se acercó rápidamente, manipuló el cadáver con destreza profesional, y en seguida expresó:
—Vea, amigo; fíjese en este ojo.
Levantó el párpado y apareció bajo su dedo la mirada de la anciana, como cuando estaba viva, con la pupila un poco más
dilatada tal vez. Caraván recibió un golpe en pleno corazón, y el espanto caló hasta el tuétano de sus huesos. El señor
Chenet cogió el brazo crispado, tiró de los dedos para abrirlos con fuerza y con la expresión airada de quien discute con
un contradictor, siguió diciendo:
—¿Y esta mano? ¿Qué me dice de esta mano? Tranquilícese: yo no me equivoco nunca en casos como éste.
Caraván se dejó caer otra vez sobre la cama, se revolcó, casi casi berreó; su mujer, entre tanto, sin dejar de lloriquear,
hacía lo necesario. Acercó la mesa de noche, la cubrió con un paño blanco, colocó encima cuatro velas, las encendió,
sacó de detrás del espejo de la chimenea un manojo de boj que estaba allí colgado, lo colocó en medio de las velas sobre
un plato y llenó éste de agua clara, a falta de agua bendita. Cruzó por su cabeza un pensamiento, y cogiendo un pellizco
de sal lo echó en el agua, imaginando sin duda que así suplía la bendición.
Cuando terminó de ejecutar aquel simbolismo, inseparable de la muerte, permaneció en pie, inmóvil. El oficial de Sanidad,
que la había ayudado, le dijo por lo bajo:
—Hay que llevarse de aquí a Caraván.
Hizo una señal afirmativa, se acercó a su marido, que seguía sollozando de rodillas, y lo alzó por un brazo, a tiempo que
el señor Chenet lo levantaba del otro. Empezaron por sentarlo en una silla; su mujer, besándole en la frente, le echó un
pequeño sermón. El oficial de Sanidad apoyaba sus razonamientos, le recomendaba entereza, valor, resignación; en fin,
todo lo que nadie tiene en las desgracias fulminantes. Cuando ya no tuvieron nada que decir, volvieron a cogerlo del
brazo y se lo llevaron.
Lagrimeaba, como un muchacho grande, con hipos convulsivos, desmadejado, con los brazos colgantes y las piernas flojas;
bajó la escalera sin darse cuenta, moviendo maquinalmente los pies.
Lo dejaron en el sillón que ocupaba siempre para comer, frente a su plato casi vacío, que aún tenía la cuchara metida en
un resto de sopa. Y allí se quedó, sin moverse, con la mirada clavada en su vaso, tan entontecido que ni pensar podía.
En un rincón del comedor hablaba la señora Caraván con el médico: se enteraba de las formalidades que había que llenar,
pedía informes prácticos. El señor Chenet, que parecía estar esperando algo, acabó por coger su sombrero y se despidió
diciendo que no había cenado. Ella exclamó entonces:
—Pero cómo, ¿no ha cenado usted? Quédese, doctor. quédese. Se le servirá de lo que hay, porque ya supondrá que nosotros no estamos para comer gran cosa.
Rehusó, excusándose; ella insistió:
—Quédese, se lo ruego. En momentos como éste, se agradece la compañía de los amigos. Además, tal vez usted consiga que marido se consuele un poco. Está muy necesitado de que le den ánimos.
El doctor asintió con la cabeza, y dejó el sombrero encima de un mueble.
—Siendo así, acepto, señora.
Dio ella instrucciones a Rosalía, que estaba como desatinada y tomó asiento a la mesa, según dijo, “para hacer que comía,
y acompañar al doctor”. Se volvió a servir la sopa fría. El señor Chenet aceptó otro plato. Vino después una fuente de
cuajada a la lionesa, que esparció un aroma de cebolla, decidiéndose la señora Caraván a probarla.
—Está sabrosísima —dijo el doctor.
La señora se sonrió:
—¿Verdad que sí? —se volvió hacia su marido para decirle—: Haz por comer un poco, mi pobre Alfredo, aunque sólo sea para echar alguna cosa al estómago. Piensa en que tienes que velar.
Caraván alargó dócilmente el plato, lo mismo que se habría metido en cama si se lo hubiesen pedido, obedeciendo en todo,
sin resistencia y sin reflexión. Y comió.
El doctor se sirvió a sí mismo por tres veces: la señora Caraván pinchaba de cuando en cuando con su tenedor una buena
presa, y la engullía con calculado descuido.
Cuando sacaron una ensaladera rebosante de macarrones, murmuró el doctor:
—¡Caramba!... Esto parece cosa buena.
La señora Caraván no dejó esta vez a nadie sin servir. Llenó hasta los platillos en que metían sus dedos los niños, y
éstos, sin nadie que se ocupase de ellos, bebían vino puro y se acometían a puntapiés por debajo de la mesa.
El señor Chenet trajo a colación el gusto de Rossini por este plato italiano. De pronto soltó esta gracia:
—Se podría hacer un cuplé:
El maestro Rossini
pedía macarrones...
Pero nadie le prestaba atención. La señora Caraván se quedó de pronto pensativa, y repasaba mentalmente las probables
consecuencias de aquel acontecimiento, mientras que su marido hacía bolitas de pan entre los dedos, las colocaba luego en
el mantel y se quedaba mirándolas fijamente con expresión estúpida. Le abrasaba una sed ardiente, y a cada momento se
llevaba a la boca el vaso lleno de vino hasta los bordes. La conmoción y el dolor habían hecho perder el aplomo a su
razón; ésta parecía flotar, girar ingrávida en el repentino estupor de los comienzos de una digestión difícil.
Por su parte, el doctor bebía como una cuba y daba ya señales de estar borracho. la misma señora Caraván, que no bebía
más que agua, sufría la reacción que sigue a toda sacudida nerviosa, se mostraba excitada, inquieta, y su cabeza estaba
algo confusa.
El señor Chenet empezó a referir anécdotas, que a él le parecían chistosas, de escenas mortuorias En los suburbios de
París, donde abunda la población procedente de provincias, se tropieza uno con la indiferencia propia del campesino hacia
los difuntos. ya pueden ser éstos el padre o la madre. Hay una irrespetuosidad una inconsciencia feroz, que es corriente
en el campo, pero muy rara en la capital.
—La semana pasada, sin ir más lejos —agregó. me llaman de la calle de Puteaux y allá voy. Me encuentro con que el enfermo era ya cadáver, y junto a la cama a la familia, que se bebía tranquilamente una botella de anís, que habían comprado el
día anterior, para satisfacer un capricho del moribundo.
La señora Caraván no le escuchaba; toda su atención estaba concentrada en la herencia. El señor Caraván se había quedado con el cerebro vacío y era incapaz de comprender nada.
Se sirvió el café, muy cargado, como para levantar los ánimos. Se le regó de coñac, y cada taza hizo subir a las mejillas
de los bebedores un súbito rubor, confundiendo aún más las últimas ideas de aquellos espíritus ya vacilantes.
El doctor echó mano de pronto a la botella del aguardiente, y sirvió a todos la última. No hablaban; embotados por el
suave calor de la digestión, embebidos, a pesar suyo, en el bienestar puramente animal que el alcohol proporciona después
de comer, saboreaban muy despacio el coñac azucarado, que formaba un almíbar amarillento en el fondo de las tazas.
Los chicos se habían quedado dormidos y Rosalía los acostó.
Maquinalmente empujado por la necesidad de aturdirse que domina a los desgraciados se sirvió Caraván aguardiente varias
veces. Sus ojos, de mirada estúpida, resplandecían.
El doctor se levantó, al fin, para marcharse y cogió a su amigo del brazo:
—¡Ea!, venga conmigo —le dijo—. Le sentará bien un poco de aire fresco. No conviene estarse quieto cuando nos domina la
pena.
El otro obedeció dócilmente, se puso el sombrero, tomó el bastón y salió; los dos, agarrados del brazo, fueron caminando
hacia el Sena, bajo la claridad de las estrellas.
Flotaban hálitos embalsamados en la noche calurosa, porque era la estación en que todos los jardines del contorno se
cuajan de flores, y sus perfumes que duermen durante el día, parecen despertar cuando llega el crepúsculo, y se esparcen
diluidos en las brisas ligeras que corren por la oscuridad.
La ancha avenida estaba desierta y silenciosa, flanqueada por dos hileras de faroles de gas, que se alargaban hasta el
Arco de Triunfo. Allá lejos, envuelto en roja neblina, rebullía París ruidosamente. Era como un retumbo continuo, al que
de tiempo en tiempo parecía responder a lo lejos, en la llanura, el silbido de un tren, que se acercaba a toda marcha, o
que huía, cruzando la provincia, hacia el Océano.
Al recibir aquellos dos hombres en la cara el aire de la calle, se quedaron al pronto sorprendidos; el doctor se tambaleó,
y Caraván sintió que se multiplicaban los vértigos que venían acometiéndole desde la cena. Caminaba como entre sueños,
con la inteligencia embotada, paralizada, sin que el dolor le aguijonease embargado por una especie de insensibilidad
moral que le hacía incapaz de sufrir; parecía que le hubiesen quitado un peso del alma, y los tibios vapores que se
esparcían en la noche aumentaban esta sensación de alivio.
Cuando llegaron al puente, torcieron a mano derecha, y el río les lanzó en pleno rostro una fresca bocanada. Corría,
melancólico y sosegado, delante de un cortinaje de altos álamos, y las estrellas nadaban en el agua, zarandeadas por la
corriente. La neblina blancuzca que flotaba en el ribazo de enfrente enviaba a sus pulmones un olor de humedad; Caraván
se detuvo bruscamente, sorprendido por aquel aroma del río que agitaba en su corazón memorias muy lejanas.
Volvió a ver de improviso a su madre, la de otros tiempos, la de su niñez, de rodillas y encorvada delante de la puerta
de su casa, allá en Picardía, lavando en el arroyuelo que cruzaba el jardín la ropa amontonada a su lado. En medio del
silencio sereno del campo oía el golpear de la ropa sobre la tabla y su voz que gritaba: “Alfredo, tráeme jabón”. Era
este mismo olor de agua que corre, la misma neblina que se desprendía de las tierras empapadas la misma vaporosidad
pantanosa; aquel sabor le había quedado para siempre imborrable, y volvía a sentirlo precisamente la noche misma en que
su madre acababa de morir.
Se detuvo como envarado por un suave arrebato de desesperación. Fue un relámpago que aclaró de golpe todo el alcance de su desgracia; aquel soplo errante que se atravesó en su camino lo precipitó en el negro abismo de los dolores
irremediables Sintió el alma desgarrada por aquel separarse para siempre. Quedaba su vida truncada por la mitad; su
juventud entera desaparecía, engullida por aquella muerte. Allí acababa el antiguamente, se esfumaban las memorias de la
adolescencia; nadie quedaba ya para hablarle de las cosas de antes, de las personas que conoció en otros tiempos, de su
tierra, de él mismo, de las intimidades de su vida pasada. Era un pedazo de su mismo ser el que había dejado de existir;
en adelante, correspondía morir al resto.
Empezó a llamar, uno tras otro, a sus recuerdos. Apareció la mamá de más joven, vestida de prendas que se habían ajado
sobre ella, que de tanto usarlas parecían inseparables de su persona; la veía en mil momentos que ya tenía olvidados: con
rasgos que ya se habían borrado, con sus gestos, las inflexiones de su voz, con sus costumbres, manías, indignaciones,
con las arrugas de su cara, los movimientos de sus dedos descarnados y en todas las actitudes familiares que ya no
volvería a tener más.
Lanzó algunos gemidos, agarrándose al doctor. Sus flácidas piernas temblaban; toda su voluminosa persona sufría las
sacudidas de los sollozos, mientras que balbucía:
—¡Madre mía, pobre madre, pobre madre mía!...
Pero su compañero, que seguía borracho y que soñaba con acabar la velada en ciertos lugares que frecuentaba en secreto,
se impacientó con aquel acceso agudo de dolor, lo hizo sentarse en la hierba de la orilla y lo abandonó al poco rato con
el pretexto de que tenía que ver a un enfermo.
Caraván lloró largo rato; cuando se le agotaron las lágrimas; cuando todo su dolor se derritió en agua, como quien dice,
experimentó otra vez alivio, sosiego, tranquilidad súbita.
Había salido la luna, y bañaba el horizonte con su luz plácida. Los grandes álamos se erguían con reflejos de plata, y la
niebla se alzaba sobre la llanura como nieve flotante; ya no nadaban las estrellas en el río; lo revestía una capa de
nácar y seguía deslizándose, rizado por escalofríos brillantes. La atmósfera era suave y perfumada la brisa. El sueño de
la tierra estaba impregnado de languidez y Caraván bebía aquella suavidad de la noche; aspiraba profundamente y tenía la
sensación de que un frescor, un sosiego, una paz sobrehumana le iba calando hasta la extremidad de sus miembros.
Sin embargo, no se resignaba a dejarse invadir por aquel bienestar, y repetía:
—Madre mía, pobre madre.
Y hacía fuerza para llorar, recurriendo a una especie de sentido del deber de hombre honrado; pero todo era en vano, y
los mismos pensamientos que hacía poco le habían arrancado tan grandes sollozos no despertaron ya en él tristeza alguna.
Se levantó con el propósito de volver a su casa, y deshizo lo andado con paso lento, envuelto en la tranquila
indiferencia de la naturaleza serena, y con el corazón apaciguado, a pesar suyo.
Al llegar al puente, distinguió la linterna del último tranvía que estaba preparado para arrancar y, más allá, los
ventanales iluminados del café del Globo.
Lo acometió la necesidad de contarle a alguien la catástrofe, de excitar la conmiseración, de hacerse el interesante.
Adoptó una expresión compungida, empujó la puerta del establecimiento y avanzó hacia el mostrador, en el que el dueño
vociferaba como siempre. Había calculado ya la impresión que produciría: todos los concurrentes se pondrían en pie al
verlo, yendo hacia él con la mano extendida: “Pero ¿qué le pasa?”. Nadie reparó en el desconsuelo que se retrataba en su
rostro. Puso los codos sobre el mostrador y se apretó la frente entre las manos, murmurando:
—¡Dios mío, Dios mío!
El dueño se quedó mirándolo.
—¿Se siente enfermo, señor Caraván?
Este contestó:
—No, querido amigo; es que acaba de fallecer mi madre.
El dueño dejó escapar un “¡Ah!” distraído: pero en aquel instante gritó desde el fondo del local un cliente:
—Oiga, un bock, por favor.
El dueño le contestó en el acto con su vozarrón:
—Ahora mismo. ¡Bruum! Ya está —y se precipitó con su servicio, dejando a Caraván estupefacto.
Los tres aficionados al dominó seguían jugando, absortos y como pegados a los asientos, en la misma mesa en que los vio
antes de cenar. Caraván se acercó para mendigar compasión. Advirtiendo que no se daban por enterados de su presencia, se decidió a hablar:
—Después que estuve aquí me ha ocurrido una gran desgracia.
Los tres alzaron un poco la cabeza al mismo tiempo, pero sin quitar ojo a las fichas que tenían en la mano.
—¿Sí? ¿Qué ha sido?
—Acaba de fallecer mi madre.
Uno de los jugadores murmuró: “¡Vaya!”, con ese tono de lástima que suena a falso, de los indiferentes. Otro, que no
encontró de momento palabras, movió la cabeza y dejó escapar una especie de silbido triste. El tercero reanudó el juego,
como diciéndose para sus adentros: “Si no es más que eso....”
Caraván esperaba una de esas frases que, como suele decirse, brotan del corazón. Al ver la acogida que se le dispensaba,
se alejó, indignado de la tranquilidad que demostraban ante el dolor de un amigo, aunque para entonces aquel dolor se
había embotado de tal manera que ni él mismo lo sentía.
Se marchó.
Su mujer, en camisón, le esperaba sentada en una silla baja, junto a la ventana abierta, dándole siempre vueltas a la
idea de la herencia.
—Desnúdate —le dijo—. Tenemos que hablar; pero lo haremos en la cama.
El levantó la cabeza, señalando el techo con la mirada:
—Pero... arriba no hay nadie.
—Sí, señor; está Rosalía con ella, y tú la relevarás a las tres, cuando hayas echado un sueño.
Por lo que pudiera ocurrir, Caraván se quedó en calzoncillos, se ató un pañuelo alrededor del cráneo y se reunió con su
mujer, que acababa de meterse entre las sábanas.
Permanecieron un rato sentados, el uno junto al otro. Ella meditaba. A pesar de la hora que era, su cofia lucía un nudo
rosa y se ladeaba hacia una oreja, para no apartarse de la invencible costumbre de todas las que se ponía.
De improviso, volvió la cara hacia su marido, y le dijo:
—¿Sabes si tu madre ha hecho testamento?
El titubeó:
—Yo creo... que no... Desde luego que no... no lo ha hecho.
La señora Caraván clavó su mirada en los ojos de su marido, y cuchicheó con voz rabiosa:
—Pues se ha portado cochinamente, después de diez años que llevamos matándonos por servirle, dándole casa y poniéndole mesa. No habría sido tu hermana capaz de hacer por ella lo que nosotros, ni yo tampoco lo habría hecho de haber sabido el
pago que me esperaba. Te digo que eso es una mancha para su memoria. Me dirás que nos abonaba una pensión; pero no es dinero con. lo que se pagan las atenciones de los hijos; se deja constancia de ellas, después de la muerte, con un
testamento. Eso es lo que hacen las gentes que tienen dignidad. De modo, pues, que me he molestado y me he desvivido en
balde. ¡Es una indecencia! ¡Es una verdadera indecencia!
Caraván, fuera de sí, repetía:
—Mujer, mujer, por favor; yo te lo ruego.
Ella acabó por calmarse, y volvió al tono de sus diarias conversaciones:
—Habrá que avisar a tu hermana mañana temprano.
El dijo con sobresalto:
—Es cierto; no se me había ocurrido. Le pondré un telegrama en cuanto amanezca.
Ella le interrumpió, como mujer que lo tiene todo previsto:
—No, envíaselo entre las diez y las once, para que tengamos tiempo de desenvolvernos antes que lleguen, porque desde
Charenton hasta aquí tienen para dos horas o más. Les diremos que no sabías lo que hacías. Con avisarles por la mañana
habremos cumplido.
Caraván se dio una palmada en la frente y exclamó con el acento de cortedad que adoptaba siempre para referirse a su jefe,
porque sólo con pensar en él ya se echaba a temblar:
—Habrá que avisar también al Ministerio.
Ella replicó:
—¿Avisar? ¿Por qué? En momentos como éste, nadie puede molestarse por un olvido. Si me hicieses caso, no avisarías; tu
jefe se tendría que callar y le harás pasar un berrinche.
—¡Pero bien gordo que lo va a pasar cuando vea que falto! Tienes razón, tu idea es genial. Se le van a atragantar las
palabras cuando le diga que ha muerto mi madre.
El chupatintas, encantado de la jugarreta, se frotaba las manos, imaginándose la cara que pondría su jefe. En aquel
momento, y en la habitación de encima de él, yacía el cuerpo de la anciana, y a su lado dormía la criada.
La señora Caraván permanecía en actitud recelosa, como obsesionada por un problema difícil de expresar. Pero, al fin, se
decidió:
—Tu madre te dijo que era para ti su reloj, el de la muchacha del emboque, ¿no es cierto?
El rebuscó en su memoria, y contestó:
—Sí, en efecto; pero de esto hace mucho tiempo; fu cuando vino a vivir aquí. Me dijo: “El reloj será para ti, me cuidas
bien”.
La señora Caraván, tranquilizada con esto, se expresó ya con todo sosiego:
—Siendo así, habrá que ir por él, creo yo, porque si damos tiempo a que venga tu hermana, no consentirá que lo tomemos.
El titubeaba:
—¿Crees tú?...
Ella se molestó.
—¡Naturalmente que lo creo! Una vez que lo tengamos aquí, si te he visto no me acuerdo; nuestro y nada más que nuestro.
Lo mismo que la cómoda que tiene en su habitación, la de la cubierta de mármol: ésa me la dio a mí un día que estaba de
buenas. Bajaremos las dos cosas al mismo tiempo.
Caraván no parecía muy convencido.
—¡Pero mujer, contraemos una gran responsabilidad!
Ella se revolvió, furiosa:
—¿De veras? ¿Vas a ser el mismo de siempre? Eres capaz, por no dar un paso, de dejar que tus hijos mueran de hambre; de eso eres tú capaz. Puesto que ella me la dio, nuestra es la cómoda; no vas a decir que no. Y si le molesta a tu hermana,
que venga a decírmelo a mí. Mucho se me da a mí de tu hermana. ¡Ea, levántate, y traeremos en seguida las cosas que tu
madre nos ha dado!
Trémulo y derrotado, salió Caraván de la cama y fue a meterse los pantalones; pero ella no le dejó:
—¿Para qué te vas a vestir? Sube en calzoncillos, no hay necesidad de más; yo iré tal como estoy.
Los dos echaron a andar en ropas menores; subieron las escaleras sin hacer ruido, abrieron con precaución la puerta y
penetraron en la habitación. Las cuatro velas encendidas alrededor del plato de boj bendito parecían ser los únicos
guardianes de la anciana, que descansaba rígida, porque Rosalía dormía con leve ronquido, repantigada en su poltrona, con
las piernas estiradas, las manos cruzadas encima de la falda, la cabeza caída a un lado y la boca abierta.
Caraván se posesionó del reloj. Era uno de tantos cachivaches grotescos que produjo en abundancia el arte imperial. Una
figura de chica joven, de bronce dorado, con la cabeza adornada de flores variadas, tenía en la mano un emboque cuya bola
servía de péndulo.
—Dámelo a mí, y coge tú el mármol de la cómoda —le dijo su mujer.
Obedeció, dando resoplidos, y se echó al hombro el mármol con no pequeño esfuerzo.
Hicieron un viaje. Caraván se agachó al pasar la puerta y bajó las escaleras temblando; su mujer caminaba de espaldas,
alumbrándole con una mano y sujetando con la otra el reloj, debajo del brazo.
Una vez dentro de su departamento, dejó ella escapar un profundo suspiro:
—Lo más difícil está hecho; vamos por lo demás.
Pero los cajones del mueble estaban completamente llenos de ropa de la anciana. Había que esconderla en algún lado.
La señora Caraván tuvo una inspiración:
—Súbeme el baúl de madera de pino que hay en el vestíbulo. No vale ni dos francos. Aquí estará perfectamente.
Una vez el baúl arriba, comenzó el traslado.
Uno tras otro, iban sacando los puños y cuellos postizos, las camisas, las cofias, todos los modestos trapos de aquella
buena mujer que estaba tendida allí, a sus mismas espaldas, y los iban colocando metódicamente en el baúl de madera, de
forma que cayese en el engaño la señora Braux, la otra hija de la difunta, a la que esperaban que llegase sin falta al
día siguiente.
Terminada esta tarea, bajaron en primer lugar los cajones y después el cuerpo del mueble, agarrándolo cada uno de un lado.
Estuvieron largo rato calculando en qué sitio quedaría mejor. Optaron por colocarlo en el dormitorio, frente a la cama,
entre las dos ventanas.
Puesta la cómoda en su sitio, colocó en ella la señora Caraván su propia ropa. El reloj quedó encima de la chimenea de la
sala; la pareja se quedó estudiando el efecto que producía. Su satisfacción fue completa e inmediata.
—¡Magnífico! —exclamó ella.
Y él respondió:
—Sí, magnífico.
Entonces se acostaron. Apagó ella la vela, y al poco rato dormían todos en los dos pisos de la casa.
Era pleno día cuando Caraván abrió los ojos. Despertó con la cabeza algo aturdida, y tardó algunos minutos en acordarse
del acontecimiento. Le dio un gran vuelco el corazón y saltó de la cama, muy emocionado, con ganas de llorar.
Subió inmediatamente a la habitación del piso superior. Rosalía continuaba durmiendo, en la misma postura de la víspera,
porque se había pasado toda la noche en un solo sueño. La envió a su trabajo, cambió las velas gastadas por otras y se
quedó contemplando a su madre, mientras cruzaban por su cerebro los pensamientos aparentemente. profundos, las
vulgaridades religiosas y filosóficas que asaltan a las inteligencias corrientes en presencia de la muerte.
Al oír que lo llamaba su mujer, bajó. Había preparado ella una lista se todo lo que tenía que hacer por la mañana, y se
la entregó. Al ver todos aquellos renglones, se quedó Caraván aterrado:
1º Declarar la defunción en la Alcaldía.
2º Avisar al médico que certifica las defunciones.
3º Encargar el féretro.
4º Pasar por la iglesia.
5º Avisar a la funeraria.
6º Ir a la imprenta a buscar las esquelas.
7º A casa del notario.
8º Poner un telegrama a la familia.
Y una barahúnda de otros pequeños encargos. Cogió su sombrero y se marchó.
Como la noticia había corrido, empezaron a llegar vecinas para ver a la muerta.
En la peluquería de la planta baja se había desarrollado ya una escena a este propósito entre la mujer y el marido, que
estaba afeitando a un cliente.
La mujer, sin dejar de hacer calceta, murmuro:
—Otra que se ha ido; pero ésta era una avara como no hay muchas. La verdad es que yo no le tenía ninguna simpatía, pero
no tendré más remedio que ir a verla.
El marido refunfuñó mientras enjabonaba la barba del paciente:
—¡Vaya un capricho! ¡Hay que ser mujer para eso! No les basta con fastidiar a la gente en vida, que ni aun después de
muerto le dejan a uno tranquilo.
Pero su esposa, sin desconcertarse, siguió diciendo:
—No puedo resistirlo; tengo que ir. No pienso en otra cosa desde que ha amanecido. Creo que si no la viese no conseguiría
olvidarme de ella en toda mi vida. Cuando la haya mirado bien y me haya quedado con su cara, me sentiré tan satisfecha.
El de la navaja se encogió de hombros y se explayó con el señor a quien estaba raspando la mejilla:
—¿Me quiere usted decir qué ideas tienen en la cabeza estas condenadas mujeres? Lo que es a mí, maldita la gracia que me
hace ver a un muerto.
Pero su mujer había escuchado sus palabras y le contestó sin turbarse:
—¿Y qué quieres? Somos así.
Dejó encima del mostrador su trabajo de punto y subió al primer piso.
Habían llegado ya dos vecinas y conversaban acerca del suceso con la señora Caraván, que les daba toda clase de detalles.
Se dirigieron a la cámara mortuoria. Las cuatro penetraron a paso de lobo; rociaron, una después de otra, la sábana con
el agua salada, se arrodillaron, se persignaron, mascullando una oración; volvieron a ponerse en pie y permanecieron
largo rato contemplando el cadáver con ojos dilatados y boca de asombro, mientras la nuera de la difunta se tapaba la
cara con un pañuelo, simulando un hipo desesperado.
Cuando ésta se volvió para salir de allí, descubrió, en pie junto a la puerta, a María Luisa y a Felipe Augusto, en
camisa los dos, mirando con curiosidad. Olvidó su fingido dolor y se lanzó hacia ellos con la mano en alto, gritando
iracunda:
—¿Queréis largaros de aquí, condenados?
Al subir diez minutos después con una nueva hornada de vecinas, y después de rociar nuevamente con el agua sobre la
suegra con el ramo de boj, de rezar, lloriquear cumplir con todos los ritos, se volvió a tropezar con sus dos hijos, que
otra vez le habían seguido los pasos. Otra vez les dio ella de coscorrones, por no faltar a su deber pero en la siguiente
ocasión ya no se preocupó de ellos y siempre que volvía con nuevas visitas, los rapazuelo iban detrás, se arrodillaban
también en un rincón y repetían invariablemente cuanto veían hacer a su madre.
A primera hora de la tarde fue disminuyendo la muchedumbre de curiosas. Al rato, ya no vino nadie. La señora Caraván bajó
a su casa, para ocuparse de todos los preparativos de la ceremonia fúnebre, y la muerta se quedó completamente sola.
La ventana de la habitación estaba abierta. Penetraba un calor tórrido, con bocanadas de polvo; cerca del cuerpo inmóvil
danzaban las llamas de las cuatro velas. Algunas mosquitas trepaban, iban y venían por la sábana, por el rostro de ojos
cerrados, por las dos manos estiradas.
Maria Luisa y Felipe Augusto habían salido a corretear por la avenida. Se vieron en seguida rodeados de camaradas,
principalmente de chicas, que son las más despiertas y las que primero presienten los misterios de la vida. Preguntaron
éstas como si ya fuesen personas mayores:
—¿Se ha muerto tu abuela?
—Sí, ayer por la noche.
—Y ¿cómo es un muerto?
Maria Luisa explicaba, daba detalles de las velas, del manojo de boj, de la cara. Se despertó una gran curiosidad en
todos los pequeños y pidieron subir a ver a la muerta.
María Luisa organizó inmediatamente un primer viaje con cinco chicas y dos chicos: los mayores, los más atrevidos. Los
obligó a descalzarse para que no los sintieran; se escabulló la banda dentro de la casa y subió con la ligereza de una
tropa de ratoncillos.
Dentro ya de la habitación, arregló la hija el ceremonial, imitando a su madre. Condujo solemnemente a sus camaradas, se
arrodilló, hizo la señal de la cruz, movió los labios, roció el lecho, y cuando los chicos, apelotonados, se acercaban
con temor, curiosidad y placer para contemplar el rostro y las manos, ella estalló de improviso en falsos sollozos,
cubriéndose los ojos con su pañuelo. Se calmó bruscamente, acordándose de los que esperaban a la puerta, y se llevó
corriendo a todos los presentes, para regresar en seguida con otro grupo, y luego con otro, porque todos los rapazuelos
de los alrededores, hasta los mendigos desarrapados, acudían para participar en aquella diversión desconocida. Y en cada
visita repetía la nieta de cabo a rabo, con absoluta perfección, todos los pasos y muecas de la madre.
Pero acabó por cansarse. Atraídos por otro juego, se alejaron los chicos. Entonces se quedó la anciana abuela
completamente olvidada por todo el mundo.
La sombra inundó la habitación, y la inquieta llama de las velas hacía bailar destellos sobre el rostro, seco y arrugado.
Caraván subió a eso de las ocho, cerró la ventana y puso otras velas. Entraba ya con toda naturalidad, como si llevase
viendo durante meses el cadáver. Hasta comprobó que aún no presentaba síntomas de descomposición, y se lo comunicó a su mujer cuando iban a sentarse para cenar. Ella contestó:
—Pero si parece de madera; es capaz de conservarse un año.
Nadie habló una palabra mientras comían la menestra. Los niños, que habían correteado todo el día, dormitaban en sus
sillas, extenuados de fatiga, y todos callaban.
La luz de la lámpara se amortiguó de improviso.
La señora Caraván se apresuró a subir la mecha, pero el aparato carraspeó, y la luz se apagó. ¡Se habían olvidado de
comprar aceite! Mandar por él a la tienda retrasaría la cena; se buscaron velas, pero no había más que las que estaban
encendidas arriba, en la mesilla de noche.
La señora Caraván, rápida en tomar decisiones, envió a Maria Luisa en busca de dos. Quedaron esperándola a oscuras.
Se oyeron con toda claridad los pasos de la niña en la escalera, Hubo unos segundos de silencio; se la oyó luego que
bajaba precipitadamente. Abrió la puerta, espantada, aún más emocionada que la víspera, cuando anunció la catástrofe, y
murmuró casi ahogándose:
—¡Ay papá; la abuelita está vistiéndose!
Caraván se enderezó tan violentamente, que su silla fue a dar con la pared. Balbució:
—¿Que se está...? Pero ¿qué es lo que dices?
María Luisa repitió, agarrotada por la emoción:
—Que sí..., que se viste..., que la abuelita se está vistiendo para bajar.
Se precipitó como un loco escaleras arriba; le seguía su mujer, presa del más completo aturdimiento. Se detuvo aquél
delante de la puerta del segundo piso, trémulo de espanto, sin atreverse a entrar. ¿Qué es lo que iban a ver sus ojos?
Más valerosa, la señora Caraván dio vuelta al cerrojo y penetró en la habitación.
La estancia parecía más sombría; una figura alargada y flaca se movía en el centro. Era la vieja, que estaba en pie; al
salir del sueño letárgico, medio inconsciente todavía, se había puesto de lado, se incorporó sobre un codo y apagó tres
de las velas que ardían junto al lecho mortuorio. Después, recobrando fuerzas, se levantó para buscar sus trapos. La
falta de la cómoda la desorientó al principio, pero fue desocupando el baúl hasta encontrar sus prendas, y se vistió
tranquilamente. Vació el plato de agua, volvió a colocar el manojo de boj detrás del espejo, puso las sillas en su sitio,
y se disponía a bajar cuando aparecieron ante ella el hijo y la nuera.
Caraván tuvo un arranque, le tomó las manos, la besó, con lágrimas en los ojos; su mujer, a espaldas suyas, repetía con
tono hipócrita:
—¡Qué felicidad! ¡Oh, qué felicidad!
Sin enternecerse, sin dar siquiera muestras de comprender, rígida como una estatua y glacial la mirada, se limitó la
vieja a preguntar:
—¿Estará pronto la comida?
El, sin saber lo que decía, balbució:
—Sí, te estábamos esperando, mamá.
La cogió del brazo con una solicitud extraordinaria mientras que la señora Caraván, la joven, con la vela la mano para
alumbrarlos, bajaba de espaldas las escaleras, escalón por escalón, lo mismo que había bajado la noche anterior delante
de su marido cargado con el mármol.
Al llegar al primer piso estuvo a punto de tener un encontronazo con unas personas que subían. Eran los parientes de
Charenton: la señora Braux, seguida de su esposo.
Alta, gruesa, con barriga de hidrópica, que la obligaba a echar el torso hacia atrás, abrió los ojos de espanto estuvo a
pique de echar a correr. El marido, zapatero socialista, pequeño y de barba cerrada, que le llegaba hasta la nariz, un
verdadero mono, refunfuñó sin pizca de emoción:
—Pero ¡cómo! ¿Es que acaba de resucitar?
Cuando la señora Caraván vio quiénes eran, quiso decirles algo con muecas desesperadas, y luego en voz alta:
—¡Cómo! ¡Vosotros aquí! ¡Qué sorpresa más agradable!
La señora Braux, atónita, no sabía qué pensar, y contestó a media voz:
—Nos pusimos en camino al recibir vuestro telegrama suponiendo que todo había terminado.
Su marido, detrás de ella, la pellizcaba para que se callase, y con sonrisa maliciosa, que su barba tupida no dejaba ver,
exclamó:
—Habéis sido muy amables invitándonos. Nos pusimos en camino inmediatamente.
Esta manera de expresarse era una alusión a la hostilidad que desde hacía tiempo reinaba entre los dos matrimonios. Como
la vieja llegaba en ese instante al descansillo, se adelantó con vehemencia y restregó en su mejillas la pelambrera de su
cara, gritándole a la oreja, porque era sorda:
—¿Cómo seguimos, madre? Siempre tan tiesa, ¿eh?
La señora Braux, pasmada de ver bien viva a la que calculaba encontrar muerta, ni siquiera se decidía a besarla,
obstruyendo con su enorme barriga el descansillo y cortando el paso a todos.
La anciana, inquieta y recelosa, pero sin abrir la boca, miraba a toda aquella gente, y sus ojillos, grises, duros e
inquisidores, iban del uno al otro, rezumando pensamientos demasiado claros, que embarazaban a sus hijos.
Caraván dijo, queriendo aclarar la situación:
—Ha estado algo enferma, pero ya pasó; ahora se encuentra perfectamente ¿Verdad, madre?
La vieja, entonces, reanudando la marcha, contestó con voz resquebrajada y como lejana:
—Ha sido un síncope; oía todo lo que hablabáis.
Siguió a estas palabras un silencio lleno de perplejidades. Entraron en el comedor, y se sirvió una cena improvisada en
pocos minutos.
El único que se mantenía sereno era el señor Braux. Su cara de maligno gorila se contraía con muecas, y dejaba caer
frases de doble sentido que ponían en evidente aprieto a todos.
El timbre del vestíbulo sonaba a cada instante, y a cada llamada entraba desatinada Rosalía en busca de Caraván , y éste
salía precipitadamente tirando su servilleta. Su cuñado llegó a preguntarle si es que era aquel su día de recibir. A lo
que contestó balbuciendo:
—Son nada más que encargos.
Le trajeron un paquete, y en su atolondramiento procedió a abrirlo: recuadradas de negro, aparecieron las esquelas.
Enrojeció hasta los ojos, cerró el paquete y se lo metió en el pecho.
Su madre no lo había visto; tenía clavados obstinadamente los ojos en su reloj, cuyo emboque dorado columpiaba encima de
la chimenea. El silencio era glacial, y el embarazo de todos, cada vez mayor.
De pronto la vieja, volviendo hacia su hija la cara arrugada de bruja, puso en la mirada un escalofrío de malignidad, y
dijo:
—Ven el lunes con tu pequeña, que quiero verla.
La señora Braux contestó, radiante:
—Sí, mamá.
La señora Caraván, la joven, palideció y desfallecía de angustia.
Los dos hombres, entre tanto, se fueron soltando a hablar, enzarzándose, sin motivo que valiese la pena, en una discusión
política. Braux, que defendía las doctrinas revolucionarias y comunistas, bregaba irritado, y le brillaban los ojos en el
rostro peludo:
—¡Caballero —gritaba—, la propiedad es un robo que se hace al trabajador; la tierra es de todos; las herencias son una
infamia y una vergüenza!...
Calló bruscamente, corrido, como quien se da cuenta que acaba de soltar una majadería. Después agregó, con menos
vehemencia:
—No es ésta ocasión para discutir esos temas.
Se abrió la puerta y apareció el doctor Chenet. Tuvo un instante de azaramiento, se rehízo en seguida y se acercó a la
vieja:
—¡Ajá, la abuelita! Hoy la encuentro bien. Me daba en las narices, créame; y hace un momento, subiendo la escalera, me lo
decía a mí mismo: apuesto a que me la encuentro levantada a la abuela.
Le dio unas suaves palmaditas en la espalda, y agregó:
—Fuerte como el Puente Nuevo; van ustedes a ver cómo nos entierra a todos.
Tomó asiento, aceptando el café que le ofrecían, interviniendo en la conversación de los dos hombres, y apoyando a Braux,
porque él también había andado mezclado en la Commune
13
La vieja se sintió cansada, y quiso retirarse. Caraván se apresuró a ayudarla. Ella clavó los ojos en los de él, y le
dijo:
—Lo que vas a hacer tú es subirme en seguida mi reloj y mi cómoda.
Se cogió del brazo de su hija y desapareció con ella, mientras él balbucía:
—Sí, mamá.
Los esposos Caraván quedaron consternados, mudos, perdidos en un horrible desastre, mientras Braux se frotaba las manos
de gusto, paladeando su café.
Loca de ira, la señora Caraván se fue de improviso hacia él, gritándole a voz en cuello:
—Usted es un ladrón, un tunante, un canalla... Le escupo a usted a la cara..., le..., le...
Se ahogaba, sin dar con la frase; pero él se reía, y continuaba bebiendo.
Su mujer, que regresaba en aquel mismo instante, se fue hacia su cuñada, y las dos, una voluminosa, de barriga
amenazadora, la otra, epiléptica y seca, de voz altanera y mano trémula, se lanzaron a boca llena montones de injurias.
Chenet y Braux se interpusieron y éste cogió a su mujer por los hombros y la echó fuera, gritándole:
—Basta ya, pedazo de burra, no hace falta alborotar tanto.
Se oyó cómo se alejaban por la calle, riñendo.
El señor Chenet se despidió.
Los esposos Caraván quedaron frente a frente.
Entonces él se dejó caer en una silla, le corrió por las sienes un sudor frío, y murmuró:
—¿Y qué le digo yo mañana a mi jefe?


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