José Zorrilla
UNA AVENTURA DE 1360
En las frondosas campiñas 
que con sus ondas serenas 
fecunda el Guadalquivir
antes que en el mar se pierda,
sentada está una ciudad 
que majestuosa ostenta 
lo atrevido de sus torres, 
lo antiguo de sus almenas. 
El río su bella imagen 
en su corriente refleja 
pasando enorgullecido 
por pasar tan junto a ella. 
Y ella se mira en sus aguas 
contemplando allí altanera 
su antigüedad y poder 
y su proverbial belleza.
Espesos muros la ciñen, 
y frondosísimas huertas, 
y apiñados olivares,
y fertilísimas vegas.
Radiante sol la ilumina, 
y la bordan sus laderas
altos y copados árboles 
y olorosas flores bellas. 
Alegre gente la vive, 
que las calurosas siestas 
y las perfumadas noches 
pasa al son de la vihuela, 
ya en sus entoldados patios, 
entre fuentes y macetas,
ya en sus floridos jardines 
gozando sus auras frescas. 
Ciudad de hermoso recuerdo, 
ciudad bella entre las bellas, 
de los moros es envidia, 
de los cristianos soberbia. 
Sevilla, en fin, y esto basta, 
que todo el nombre lo encierra; 
y hablando de la hermosura 
todo es una cosa mesma. 
En Sevilla, pues, y en una 
noche azulada de aquéllas 
en que la luna derrama 
tranquila claridad trémula, 
y en lo cóncavo del aire 
resplandecen las estrellas, 
y más allá con más brillo
los luceros reverberan;
en una de aquellas noches 
en que todo se presenta 
blanco, pacífico, hermoso, 
y que la mente embelesa, 
y los sentidos embriaga 
y el corazón enajena; 
noche de aventuras propia 
en mil trescientos sesenta 
(edad en que esto pasaba, 
si mi memoria no yerra), 
por la calle de la Sierpe,
media noche siendo apenas,
dos hombres en la ancha plaza 
con prisa y silencio se entran. 
Largas capas les envuelven,
no porque precisas sean, 
sino porque bien les cubran
de las personas las señas.
Por el lado de la sombra, 
punta a punta la atraviesan 
de la calle de la Sierpe 
hasta la calle de Génova, 
y el bulto de sus espadas, 
que bajo la capa llevan, 
las plumas de sus birretes 
y el rumor de sus espuelas, 
por hidalgos les acusan,
por más que entrambos se empeñan 
en pasar como personas 
de común raza plebeya. 
Al fin cuando ya contaban
tomar una callejuela 
que al alcázar los llevase 
sin pasar frente a la iglesia, 
paróse el más alto de ellos, 
diciendo : "¿Qué sombra es ésa
que tras el pilar se oculta, 
Benavides? Yo dijera 
que es un hombre". Y Benavides, 
al que pregunta contesta 
"Llegad, señor, sin cuidado,
que ya imagino quién sea, 
y hará paso al conocerme,
que es hombre que me respeta, 
porque me debe favores 
e hicimos juntos la guerra".
Siguió andando Benavides;
siguió el otro, por respuesta 
dándole sólo el silencio 
que satisfacerle muestra, 
y frente al hombre llegando 
que junto al pilar espera, 
mostrándose Benavides, 
dejó franca la carrera.
“Dios te guarde, Andrés", le dijo 
el que va, pasando cerca. 
"Buenas noches" dijo el hombre, 
saludando con llaneza:
y pasaron los hidalgos, 
y siguió el otro en su espera. 
Y, entre los dos que se van 
por la oscura callejuela, 
conversación en voz baja 
se entabló de esta manera:
"¿Quién es ese hombre?
-Un soldado
que entró poco hace en la regla 
de San Francisco, cansado 
del servicio y de la guerra. 
-¿Y por qué precisamente 
en tal ocasión lo deja, 
pudiendo darle fortunas 
estos tiempos -de revueltas? 
-Dice que al rey don Alonso
sirvió de grado, y por fuerza
no quiere servir a nadie.
-Ya entiendo.
-Señor...
-Le lleva
la opinión del vulgo necio,
que mal de don Pedro piensa.
-Ya veis, señor, pues al claustro 
se acoge, con su conciencia 
se lo habrá mirado bien. 
-Y a tales horas, ¿qué espera, 
solo en mitad de la plaza, 
sin el traje de su regia? 
-Señor, es historia larga. 
-Tal cual es quiero saberla. 
-Son cosas qué-importan poco. 
-A mí todo me interesa; 
decid, pues.
-Pues escuchad.
Ya sabéis que representan
al Rey los monjes franciscos,
que habiendo en su casa mesma 
un manantial necesario 
para el buen servicio de ella, 
el derecho a los vecinos 
se les quite de que puedan 
servirse de él en su daño, 
porque sin agua les dejan. 
Los vecinos, como tienen 
aquella fuente más cerca, 
para tomarla a su gusto
su viejo derecho alegan. 
-Y tienen razón, y el Rey 
se la da.
-Por esa muestra
de su Real benignidad,
de los vecinos se aumenta 
la osadía, y de los monjes 
el trabajo y la impaciencia. 
De aquí nacen las hablillas, 
las voces y las quimeras; 
los vecinos a los monjes 
tal vez obligar intentan 
a que de noche y de día 
les tengan franca la puerta. 
Los monjes quieren cerrarla 
como lo manda su regla, 
y esto ocasiona denuestos 
y escandalosas pendencias. 
Los vecinos traen soldados, 
gente de su parentela; 
los frailes sacan domésticos 
y deudos que los defiendan; 
y como ven que su Rey 
lo que le piden les niega, 
los del pueblo cobran bríos, 
y los frailes se exasperan. 
Esto duró hasta que Andrés, 
hombre a quien nada amedrenta, 
hombre que usa de las armas 
con asombrosa destreza, 
con sus escrúpulos dando 
de una sola vez en tierra, 
asió su espada saliendo 
de los suyos en defensa. 
Burlábanse al principio, 
mas él se ha dado tal priesa 
en asentar cintarazos 
con tal fortuna y destreza,
que del manantial los monjes
son dueños a la hora de ésta.
-¿Tan bizarro es ese Andrés?
-Tan bizarro y tan a prueba,
que él solo guarda la plaza
y ninguno se le acerca.
-El miedo de los villanos 
es quien su valor pondera. 
-De quien queráis informaos; 
veréis que nadie lo niega. 
Es hombre que, si le dicen 
que una calle por apuesta, 
guarde una noche, es seguro 
que nadie pasa por ella.
-¿Y no hay justicia en Sevilla, 
un hombre que le contenga? 
-Ya veis, se acoge a sagrado, 
y los bravos le respetan."
Murmuró el que preguntaba 
unas palabras inciertas, 
que expiraron en murmullo
cual pronunciadas apenas. 
Y como a un postigo oculto 
que da al alcázar se llegan, 
callaron ambos a dos, 
llamando a espacio a la puerta. 
Abrióles un pajecillo, 
y entrando los dos por ella, 
quedó el silencio en el aire
y en soledad la plazuela.
Está la siguiente noche
tocando en la misma flora, 
y desde el cenit vertiendo 
la luna luz melancólica.
Ni una ráfaga de viento 
la soledad silenciosa 
interrumpe, ni una nube 
del cielo el azul entolda. 
Toda Sevilla es silencio, 
reposa Sevilla toda,
que duerme al son que la arrullan 
del Guadalquivir las ondas. 
Apenas de tarde en tarde 
atraviesa una persona 
las calles a largos pasos, 
o en una reja se aposta. 
Y los grandes edificios 
que la extensa plaza forman, 
sobre el suelo de la plaza
tienden su gigante sombra. 
En un pilar apoyado 
de una callejuela angosta, 
por do un largo pasadizo
en la plaza desemboca,
hay un hombre que está en vela,
y a quien la noche medrosa 
presta contornos fantásticos 
y faz amenazadora. 
Inmoble en la oscuridad, 
no parecen que le importan
ni el relente de las noches 
ni el ver que pasan las horas. 
Si espera a alguien, nadie acude 
a la cita misteriosa; 
si aguarda algún hora fija, 
su venida fue bien pronta. 
Frente por frente al convento 
de San Francisco se aposta, 
cuya puerta se ve franca 
como abandonada y sola. 
¿Es que aquel hombre la guarda, 
o es que en acecho la ronda?
Porque él la guarda o la acecha 
con una intención incógnita. 
En esto la plaza adentro, 
por la calle de la Sierpe 
un hombre desembocando, 
a largos pasos se mete. 
Un solo punto los ojos
en su derredor revuelve,
y viendo al hombre que aguarda, 
vase a él rápidamente, 
el sombrero hasta las cejas 
y el embozo hasta los dientes.
Llegó al que esperaba, y plática 
entablaron de esta suerte: .
-¡Andrés!
-¿Quién me llama?
-Un hombre.
-¿Me conoce?
-Sí
-¿Qué quiere? 
-Que tenga por tu aljibe
un privilegio mi gente.
Me han dicho que tú tan sólo
a tu convento defiendes,
y que cejan los villanos
y la canalla te teme.
-Y te han dicho la verdad.
-Por eso precisamente
he venido aquí esta noche,
por si al cabo empacho tienes
en dejarme hacer de día
lo que de noche no entiende
ninguno en el barrio.
-Hidalgo,
si eso trae, errado viene;
todos han de tomar agua,
o nadie absolutamente.
-¿Conque contra el Rey te opones,
que lo contrario te advierte?
-Yo contra el Rey no me opongo,
mas cuido mis intereses;
y pues por ellos no cuidan,
siendo inútiles, sus leyes,
hombre a hombre, y fuerza a fuerza,
aquí has de encontrarme siempre.
Será injusticia y escándalo,
será cuanto se quisiere;
mas, a quien osados cargan, necio es, si no se defiende. -Hazlo, pues.
-Enhorabuena,
hidalgo, y tened presente
que habéis venido a buscarme. 
-Menos hablar y defiéndete. 
Y esto diciendo uno y otro 
a cuchilladas se meten 
con tanto brío que chispas 
de las espadas encienden. 
El caballero le carga 
tan fiera y bizarramente, 
que el hacerle cara el otro, 
hasta milagro parece. 
Dan, vuelven, paran, reciben;
ni uno ceja ni otro cede; 
Andrés con calma y acierto, 
el otro como una sierpe:
mas es inútil, el monje
es tan diestro y es tan fuerte,
que aunque es el hidalgo un hombre 
que como un tigre revuelve,
y cuyo brazo muy pocos
a resistirle se atreven, 
de poco o nada le sirven
lo que sabe y lo que puede. 
Al fin, el monje, mirando 
que el intento con que viene 
es tal, que mucho peligra 
si no se concluye en breve, 
lanzóle tal multitud 
de tajos y de reveses, 
que el otro cejó seis pasos, 
diciendo: -¡Demonio, tente!
Túvose Andrés, y el incógnito, 
la mano franca tendiéndole, 
dijo: "Lo que quieras pídeme, 
que todo te lo mereces. 
-Yo nada de vos espero. 
¿Qué podéis vos ofrecerme? 
-A todo por tu valor, 
el rey don Pedro se ofrece. 
-Señor -exclamó el buen monje 
ante sus plantas rindiéndose-, 
perdonad si estuve osado... 
-Andrés, obraste valiente; 
concédote lo que quieras, 
para que de mí te acuerdes. 
-Señor, de nuestra agua os pido 
la propiedad solamente. 
-Desde esta noche a los monjes 
anuncia que la poseen." 
Y tomando el rey don Pedro
por el callejón de enfrente,
volvióse al convento el fraile,
agradecido y alegre.
JUSTICIAS DEL REY DON PEDRO
I
Cuando su luz y su sombra 
mezclan la noche y la tarde,
y los objetos se sumen 
en la sombra impenetrable, 
en un postigo excusado, 
que a una callejuela sale 
de una casa, cuya puerta 
principal da a la otra calle, 
dos hombres que se despiden 
se ven, aunque no se sabe
n¡ cuál de los dos se queda 
ni cuál de los dos se parte. 
Ambos mirándose atentos, 
ambos un pie hacia adelante, 
parados en el dintel
están, y entrambos iguales. 
Por fin el más viejo de ellos, 
hundiendo el mustio semblante 
entre el sombrero y la capa, 
en ademán de marcharse, 
torció la cabeza a un lado, 
pronunciando un no tan grave, 
que bien se vio que era el fin 
de las pláticas de enantes.
Sin duda el otro entendido,
no encontró qué replicarle, 
pues bajando la cabeza, 
callóse por un instante.
-Buenas noches -dijo el viejo-. 
Tartamudeó un "Dios le guarde" 
el otro; mas, decidiéndose, 
hizo hacia el viejo un avance.
-"Mírelo bien, y cuidado 
no se arrepienta, compadre. 
-Nunca eché más de una cuenta. 
-Piénselo bien, y no pase 
sin contar lo que va de él
a don Juan de Colmenares.
-Señor -replicó el anciano-, 
en tiempos tan deplorables,
yo sé que lo pueden todo
los ricos y los audaces.
-Pues mire lo que le importa; 
que rica y audaz señales
son con que marca la fama
a los que en mi casa nacen. 
Callaron por un momento, 
y continuando mirándose
dijo el viejo tristemente, 
aunque en tono irrevocable: 
-Nunca lo esperé de vos; 
mas tampoco vos ni nadie 
puede esperar más de mí. 
-Pues, entonces, adelante 
idos, buen viejo, con Dios, 
qué estoy de prisa y es tarde." 
Cerró la puerta de golpe, 
a escuchar sin esperarse 
una respuesta que el viejo 
tuvo tentación de darle; 
y acaso por su fortuna
quedó a tal punto en la calle 
para dársela a la puerta, 
donde la deshizo el aire.
Volvió el anciano la espalda, 
y en dos golpes desiguales, 
sus pasos descompasados 
pueden de lejos contarse; 
porque sus pies impedidos, 
deben a su edad y achaques 
una muleta que marcha 
un pie que los suyos antes.
La esquina a espacio traspuso, 
y a poco otro hombre más ágil, 
saliendo por el postigo, 
siguió en silencio su alcance. 
Túvose al 'volver la esquina; 
tendió sus ojos sagaces, 
y enderezó los oídos
atento por todas partes; 
mas, no oyendo ni escuchando 
de qué poder recelarse, 
tomando el rastro del viejo, 
echó por la misma calle.
II
En un aposento ambiguo, 
medio portal, medio tienda, 
que hace asimismo las veces 
de cocina y de despensa, 
pues da su entrada a la calle 
y en confuso ajuar ostenta 
camas, hormas y un caldero 
colgado en .la chimenea, 
hay seis personas distintas, 
que hacen al pie de la letra 
(salvo el padre, que está ausente) 
una raza verdadera. 
Un mozo de veinte abriles; 
una muchacha risueña 
de diez y seis; tres muchachos,
y una anciana de sesenta.
Y aunque a las veces nos turban
engañosas apariencias, 
zapateros son de oficio, 
si a espacio se considera, 
que está la estancia aromada 
con vapores de pez negra, 
que ribetea la moza, 
y que el mozo maja suela. 
-Mucho tarda -dijo el último
padre esta noche, Teresa.
-Ya ha tiempo que ha anochecido. 
-Muchacho, atiza esa vela 
y deja quieto ese bote. 
Y esto diciendo en voz recia 
el mozo, siguió en silencio 
cada cual en su tarea, 
el chico sitiando al bote, 
ribeteando la doncella, 
majando el mozo a compás, 
y dormitando la vieja. 
Con monótonos murmullos 
arrullaban esta escena 
el son de la escasa lluvia 
de un aguacero que empieza,
el no interrumpido son 
con que hierve la caldera, 
y el tumultuoso chasquido
con que la luz chisporrea.
-¿Las nueve son? - dijo el mozo. 
-Eso las ánimas suenan 
con sus campanas - repuso 
santiguándose Teresa. 
-¡Las ánimas, y aún no viene!
Y echando atrás la silleta, 
se puso el mancebo en pie, 
y encaminóse a la puerta. 
Al ruido que hizo en el cuarto, 
despertándose la vieja, 
dijo: -¿Rezáis a las ánimas? 
-Sí, señora: estése queda.
Asió el mancebo la aldaba, 
mas la había alzado apenas, 
cuando un espantoso golpe 
venció la puerta por fuera. 
-¡Muerto soy! - dijo una voz; 
Cayó un embozado en tierra, 
y viose un hombre que huía 
al fin de la callejuela. 
En derredor del caído
se agolparon, que aún conserva 
algún resto de la vida 
que le arrancan a la fuerza; 
mas no bien le desenvuelven, 
por ver piadosos si alienta, 
un grito descompasado 
lanzó... la familia entera.
Blasfemó el mozo con ira,
desmayóse la doncella,
y la anciana y los muchachos 
en llanto a la par revientan.
-Padre, ¿quién fue? - preguntaba 
sosteniendo la cabeza 
del anciano moribundo 
el hijo, que llora y tiembla. 
Echóle triste mirada 
su padre, como quien lega
su razón y su justicia
en quien se fija con ella.
-Juan ...
-¿Qué Juan?
-De Colmenares -
balbuceó con torpe lengua, 
y sobre el brazo del hijo 
dobló la faz macilenta. 
Reinó un silencio solemne 
por un instante en la escena, 
y a reunirse empezaron 
vecinos de ambas aceras. 
Llegó la justicia al punto, 
y mientras justicia ella,
partió por la turba el mozo 
en haz de intención siniestra. 
-¿Dónde va? - dijo un corchete. 
-Siendo yo su sangre mesma, 
¿adónde sino al culpable? 
-Soy con vos.
-Enhorabuena. 
-Por si acaso, va seguro... - 
dijo para sí el de presa,
mientras el mozo resuelto,
ganó a una esquina la vuelta.
III
Son treinta días después,
y en mismo lugar y hora, 
la misma vieja y los chicos 
con mesa, mancebo y moza.
Cada cual en su tarea
sigue en paz, aunque se nota 
que todos tienen los ojos 
del mancebo en la faz torva. 
Él, sin embargo, en silencio 
prosigue atento su obra, 
sin levantar la cabeza, 
que sobre el pecho se apoya. 
Tan doblada la mantiene, 
que apenas la llama roja 
que da la luz, alumbrarle 
las cejas fruncidas logra; 
y alguna vez que el reflejo 
las negras pupilas toca, 
tan viva luz reverberan, 
que chispas parecen brotan.
La verdad es, que una lágrima 
que a sus -párpados asoma,
viene anunciando un torrente
en que el corazón se ahoga. 
Y el mozo, por no aumentar 
de los suyos la congoja, 
a duras penas le tiene 
dentro el pecho y le sofoca. 
Largo rato así estuvieron 
en atención afanosa, 
todos mirando al mancebo,
y éste mirando a sus hormas; 
hasta que al cabo Teresa, 
más sentida o más curiosa,
le dijo: -¿Estás malo, Blas? 
Y a su vez limpia y sonora 
siguió otro largo intervalo 
de larga atención dudosa. 
Nada el hermano responde, 
mas ella su afán redobla,
que no hay temor que la tenga, 
la valla de una vez rota. 
-¿Cómo estás tan cabizbajo?... 
Y aquí Blas interrumpióla. 
-¿Y qué tengo que decir 
a quien sin padre y sin honra 
debe vivir para siempre? 
Y aquí la familia toda 
rompió en ahogados sollozos 
a tan infausta memoria. 
Sosegóse, y siguió Blas 
en voz lamentable y honda 
-Él rico, y nosotros pobres ; 
débil la justicia, y poca, 
y el Rey en caza y en guerra, 
¿qué puede alcanzar quien llora? 
-Qué, ¿por libre se atrevieron? ... 
-Poco menos, pues sus doblas 
pudieron más con los jueces
que las leyes.
-¡Las ignoran!
dijo indignada Teresa.
-¡No, hermana ; las acogotan ! 
contestó Blas, sacudiendo 
su mazo con ciega cólera. 
Siguió en silencio otro espacio, 
y otra vez Teresa torna:
-Mas la sentencia, ¿cuál fue? - 
dijo, y calló vergonzosa. 
-¿La sentencia? -gritó Blas 
revolviendo por las órbitas 
los negros y ardientes ojos-. 
¿La sentencia pides?, óyela.
Todos se echaron de golpe
sobre la mesilla coja, 
que vaciló al recibirles, 
a oír lo que tanto importa.
-Sabéis que el de Colmenares 
hoy pingüe prebenda goza 
en la iglesia, y que a Dios gracias 
y a mi diligencia propia, 
se le probó que dio muerte 
a padre (que en paz reposa). 
Pues bien: no sé por qué diablos
de maldita jerigonza
de conspiración que dicen 
que con su muerte malogra, 
dieron por bien muerto a padre, 
y al clérigo...
-¿Le perdonan? 
-No, ¡ vive Dios! le condenan. 
¡ Mas ved qué dogal le ahoga! 
Condénanle a que en un año 
no asista a coro, mas cobra 
su renta; es decir, le mandan 
que no trabaje, y que coma. 
Tornó a su silencio Blas, 
y a sus sollozos la moza, 
ella cosiendo sus cintas, 
y él machacando sus hormas.
IV
Está la mañana limpia,
azul, transparente, clara,
y el sol de entre nubes rojas 
espléndida luz derrama. 
Toda es tumulto Sevilla, 
músicas, vivas y danzas; 
todo movimiento el suelo, 
toda murmullos el aura. 
Cruzan literas y payes,
monjes, caballeros, guardias,
vendedores, alguaciles,
penachos, pendones, mangas.
Flota el damasco y las plumas
en balcones y ventanas,
y atraviesan besamanos
donde no caben palabras.
Descórrense celosías,
tapices visten las tapias,
los abanicos ondulan
y los velos se levantan.
Cuantas hermosas encierra
Sevilla a su gloria saca,
cuantos buenos caballeros
en sus fortalezas guarda,
ellos porque son galanes,
y ellas porque son bizarras; 
las unas porque la adornen, 
los otros para admirarlas. 
Óyense al lejos clarines, 
y chirimías y cajas, 
y a lengua suelta repican 
esquilones y campanas. 
Mas no vienen los hidalgos 
armados hasta las barbas, 
ni el pálido rostro asoman 
las bellas amedrentadas; 
que no doblan los tambores 
en son agudo de alarma, 
ni las campanas repican 
a rebato arrebatadas;
que es la procesión del Corpus.
que ya traspone las gradas
del atrio, y el Rey don Pedro 
acompañándola baja. 
Padillas y Coroneles
y Albuquerques se adelantan, 
con Osorios y Guzmanes, 
pompa ostentando sobrada. 
Y bajo un palio don Pedro, 
de ocho punzones de plata, 
descubierta la cabeza
y armado hasta el cuello, marcha. 
En torno suyo el cabildo 
diez individuos encarga 
que de escuderos le sirvan 
en comisión poco santa ; 
mas tiempos son tan ambiguos 
los que estos monjes alcanzan, 
que tanto arrastran ropones 
como broqueles embrazan.
Entre ellos se ve a don Juan
de Colmenares y Vargas,
que deja por vez primera
la reclusión de su casa,
no porque el año ha cumplido,
sino porque el año paga,
y doblas redimen culpas
si se confiesan doradas.
Rosas deshojan sobre ellos
las hermosísimas damas,
y toda es flores la calle
por donde la corte pasa. 
Envidia de las más bellas, 
salió a un balcón del alcázar 
la hermosísima Padilla,
origen de culpas tantas.
Hízola venia don Pedro, 
y al responderle la dama, 
soltó sin querer un guante, 
y ojalá no le soltara.
Lanzóse a tomar la prenda 
muchedumbre cortesana 
muchos llegaron a un tiempo, 
mas nadie tomar osaba,
que fuera acción peligrosa, 
aparte de lo profana. 
Partiendo la diferencia,
salió de la fila santa 
el bizarro Colmenares 
con intención de tomarla.
Mas no bien dejó su mano
del palio al punzón de plata, 
y puso desde él al rey 
cuatro pasos de distancia, 
cuando un mancebo iracundo, 
con irresistible audacia,
se echó sobre él, y en el pecho 
le asentó dos puñaladas.
Cayó don Juan; quedó el mozo 
sereno en pie entre los guardias, 
que le asieron, y don Pedro 
se halló con él cara a cara.
La procesión se deshizo; 
volvió gigante la fama 
el caso de boca en boca, 
y ya prodigios contaban. 
Juntáronse los soldados 
recelando una asonada; 
cercaron al Rey algunos 
y llenó al punto la plaza 
la multitud, codiciosa 
de ver la lucha empezada 
entre el sacrílego mozo 
y el sanguinario monarca. 
Duró un instante el silencio, 
mientras el Rey devoraba 
con sus ojos de serpiente
los ojos del que le ultraja.
-¿Quién eres? - dijo, por fin,
dando en tierra una patada.
-Blas Pérez - contestó el mozo
con voz decidida y clara.
Pálido el rey de coraje,
asióle por la garganta,
y así en voz ronca le dijo,
que la cólera le ahogaba
"¿Y yendo tu rey aquí,
¡voto a Dios!, por qué no hablaste,
si con la ocasión te hallaste
para obrar con él así?"
Soltóse Blas de la mano
con que el rey le sujetaba,
y, señalando al difunto,
repuso tras breve pausa: 
-Mató a mi padre, señor; 
y el tribunal, por su oro, 
privóle un año del coro,
que en vez de pena es favor. 
-Y si vende el tribunal 
la justicia encomendada, 
¿no es mi- justicia abonada 
para quien justicia mal?
Cuando el miedo o la malicia 
(dijo Blas) tuercen la ley, 
nadie se fía en el rey, 
medido por su justicia. 
Calló Blas, y calló el rey 
a respuesta tan osada 
y los ojos de don Pedro 
bajo las cejas chispeaban. 
Tendiólos por todas partes, 
y al fuego de sus miradas,
de aquéllos en quien las puso 
palidecieron las caras.
Temblaron los más audaces,
y el pueblo ansioso esperaba 
una explosión de don Pedro 
más recia que sus palabras. 
Rompió el silencio. por fin, 
y en voz amistosa y blanda, 
el interrumpido diálogo 
así con el mozo entabla: 
-¿Qué es tu oficio?
-Zapatero.
-No han de decir ¡vive Dios! 
que a ninguno de los dos 
en mi sentencia prefiero. 
Y encarándose don Pedro
con los jueces que allí estaban, 
dando un bolsillo a Blas Pérez, 
dijo en voz resuelta y alta: 
"Pesando ambos desacatos, 
si con no rezar cumple él 
en un año, cumples fiel 
no haciendo en otro zapatos." 
Tornóse don Pedro al punto, 
y brotó la turba osada 
murmullos de la nobleza 
y aplausos de la canalla.
Mas viendo el rey que la fiesta 
mucho en ordenarse tarda, 
echando mano al estoque, 
dijo así, ronco de rabia: 
"¡ La procesión adelante,
o meto cuarenta lanzas
y acaban ¡voto a los cielos! 
los salmos a cuchilladas P'.
Y como consta a la Iglesia
que es hombre el rey de palabra, 
siguieron calle adelante 
palio, pendones y mangas.
A BUEN JUEZ, MEJOR TESTIGO 
Tradición de Toledo 
I
Entre pardos nubarrones 
pasando la blanca luna 
con resplandor fugitivo, 
la baja tierra no alumbra. 
La brisa con frescas alas 
juguetona no murmura, 
y las veletas no giran 
entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo 
la opaca atmósfera cruza,
y unas en otras las sombras 
confundidas se dibujan. 
Las almenas de las torres 
un momento se columbran 
como lanzas de soldados 
apostados en la altura. 
Reverberan los cristales 
la trémula llama turbia,
y un instante entre las rocas 
ríela la fuente oculta. 
Los álamos de la vega 
parecen en la espesura 
de fantasmas apiñados 
medrosa y gigante turba;
y alguna vez desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna. 
Yace Toledo en el sueño 
entre las sombras confusas, 
y el Tajo a sus pies pasando 
con pardas ondas la arrulla.
El monótono murmullo 
sonar perdido se escucha, 
cual si por las hondas calles 
hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma 
cuando a lo lejos susurran 
los álamos que se mecen, 
las aguas que se derrumban! 
Se sueñan bellos fantasmas
que el sueño del triste endulzan, 
y en tanto que sueña el triste, 
no le aqueja su amargura. 
Tan en calma y tan sombría 
como la noche que enluta 
la esquina en que desemboca 
una callejuela oculta,
se ve de un hombre que aguarda 
la vigilante figura, 
y tan a la sombra vela
que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
un balcón a poca altura 
deja escapar por los vidrios 
la luz que dentro le alumbra; 
mas ni en el claro aposento, 
ni en la callejuela oscura 
el silencio de la noche 
rumor sospechoso turba. 
Pasó así tan largo tiempo 
que pudiera haberse duda 
de si es hombre, o solamente 
mentida ilusión nocturna; 
pero es hombre, y bien se ve, 
porque con planta segura 
ganando el centro a la calle 
resuelto y audaz pregunta: 
",Quién va?", y a corta distancia 
el igual compás se escucha 
de un caballo que sacude 
las sonoras herraduras.
-" ,Quién va?" - repite, y cercana 
otra voz menos robusta 
responde : "Un hidalgo, ¡calle!" 
Y el paso el bruto apresura. 
-Téngase el hidalgo - el hombre 
replica, y la espada empuña. 
-Ved más bien si me haréis calle 
-repusieron con mesura
que hasta hoy a nadie se tuvo 
Ibán de Vargas y Acuña. 
-Pase el Acuña y perdone
dijo el mozo en faz de fuga, 
pues teniéndose el embozo
sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
y con precaución difusa salió
una niña al balcón 
que llama interior alumbra.
"¡Mi padre!", clamó en voz baja 
y el viejo en la cerradura metió 
la llave pidiendo 
a sus gentes que le acudan. 
Un negro por ambas bridas 
tomó la cabalgadura, 
cerróse detrás la puerta 
y quedó la calle muda. 
En esto desde el balcón, 
como quien tal acostumbra, 
un mancebo por las rejas 
de la calle se asegura. 
Asió el brazo al que apostado
hizo cara a Ibán de Acuña, 
y huyeron con el embozo
velando la catadura.
II
Clara, apacible y serena 
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando a su ocaso 
apaga su luz gigante: 
se ve la imperial Toledo 
dorada por los remates 
como una ciudad de grana 
coronada de cristales. 
El Tajo por entre rocas 
sus anchos cimientos lame, 
dibujando en las arenas 
las ondas con que las bate. 
Y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prenda de que el río 
tan afanoso la bañe. 
A lo lejos en la vega
tiende galán por sus márgenes 
de sus álamos y huertos 
el pintoresco ropaje, 
y porque su altiva gala 
más que a los ojos halague, 
la salpica con escombros 
de castillos y de alcázares. 
Un recuerdo es cada piedra 
que toda una historia vale, 
cada colina un secreto 
de príncipes o galanes. 
Aquí se bañó la hermosa
por quien dejó un rey culpable 
amor, fama, reino y vida 
en manos de musulmanes. 
Allí recibió Galiana 
a su receloso amante
en esa cuesta que entonces
era un plantel Me azahares.
Allá por aquella torre
que hicieron puerta los árabes 
subió el Cid sobre Babieca 
con su gente y su estandarte. 
Más lejos se ve al castillo 
de San Servando o Cervantes, 
donde nada se hizo nunca 
y nada al presente se hace. 
A este lado está la almena 
por do sacó vigilante 
el conde don Peranzules 
al rey, que supo una tarde 
fingir tan tenaz modorra 
que político y constante, 
tuvo siempre el brazo quedo 
las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande, 
y aquí la antigua basílica 
de bizantinos pilares, 
que oyó en el primer concilio 
las palabras de los padres 
que velaron por la Iglesia 
perseguida o vacilante. 
La sombra en este momento 
tiende sus turbios cendales 
por todas esas memorias 
de las pasadas edades, 
y del Cambrón y Visagra 
los caminos desiguales, 
camino a los toledanos 
hacia las murallas abren. 
Los labradores se acercan
al fuego de sus hogares, 
cargados con sus aperos, 
cansados de sus afanes. 
Los ricos y sedentarios 
se tornan con paso grave
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes,
y los clérigos y monjes 
y los prelados y abades 
sacudiendo el leve polvo 
de capelos y sayales. 
Quédase solo un mancebo 
de impetuosos ademanes 
que se pasea ocultando 
entre la capa el semblante. 
Los que pasan le contemplan 
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan 
como si a alguien aguardase. 
Los tímidos aceleran 
los pasos al divisarle, 
cual temiendo de seguro 
que les proponga un combate ; 
y los valientes le miran 
cual si sintieran dejarle 
sin que libres sus estoques, 
en riña sonora dancen. 
Una mujer también sola 
se viene el llano adelante 
la luz del rostro escondida 
en tocas y tafetanes. 
Mas en lo leve del paso 
y en lo flexible del talle 
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda 
y él al encuentro la sale 
diciendo... cuanto se dicen 
en las citas los amantes. 
Mas ella galanterías 
dejando severa aparte, 
así al mancebo interrumpe 
en voz decisiva y grave: 
-Abreviemos de razones, 
Diego Martínez ; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia 
dentro mi aposento sabe; 
y así quien mancha mi honra 
con la suya me la lave ; 
o dadme mano de esposo, 
o libre de vos dejadme 
Miróla Diego Martínez 
atentamente un instante, 
y echando a un lado el embozo, 
repuso palabras tales: 
-Dentro de un mes, Inés mía, 
parto a la guerra de Flandes; 
al año estaré de vuelta 
y contigo en los altares. 
Honra que yo te deduzca 
con honra mía se lave, 
que por honra vuelven honra 
hidalgos que en honra nacen. 
-Júralo - exclamó la niña.
-Más que mi palabra. vale
no te valdrá un juramento.
-Diego, la palabra es aire. 
-¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
-No me basta, que olvidar 
puedes la palabra en Flandes.
-¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes? 
-Que a los pies de aquella imagen 
lo jures como cristiano 
del santo Cristo delante. 
Vaciló un poco Martínez, 
mas porfiando que jurase 
llevólo Inés hacia el templo 
que en medio de la vega yace. 
Enclavado en un madero, 
en duro y postrero trance, 
ceñida la sien de espinas, 
descolorido el semblante, 
víase allí un crucifijo 
teñido de negra sangre, 
a quien Toledo devota 
acude hoy en sus azares. 
Ante sus plantas divinas 
llegaron ambos amantes, 
y haciendo Inés que Martínez 
los sagrados pies tocase, 
preguntóle
-Diego, ¿juras 
a tu vuelta desposarme? 
Contestó el mozo
-¡ Sí, juro!
Y ambos del templo se salen.
III
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó 
y un año pasado había; 
mas de Flandes no volvía 
Diego, que a Flandes partió. 
Lloraba la bella Inés
su vuelta aguardando en vano; 
oraba un mes y otro mes 
del crucifijo a los pies 
do puso el galán su mano. 
Todas las tardes venía 
después de traspuesto el sol, 
y a Dios llorando pedía 
la vuelta del español, 
y el español no volvía. 
Y siempre al anochecer, 
sin dueña y sin escudero, 
en un manto una mujer 
el campo salía a ver 
al alto del Miradero. 
¡Ay del triste que consume 
su existencia en esperar! 
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume 
al ausente ha de pesar! 
La esperanza es de los cielos 
precioso y funesto don, 
pues los amantes desvelos 
cambian la esperanza en celos, 
que abrasan el corazón. 
Si es cierto lo que se espera, 
es un consuelo en verdad, 
pero siendo una quimera, 
en tan frágil realidad
quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.
En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor; 
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo. 
En vano a Ibán acudía, 
llorosa y desconsolada, 
el padre no respondía, 
que la lengua le tenía 
su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella, 
callando el padre severo 
y suspirando la bella, 
porque nació mujer ella, 
y el viejo nació altanero. 
Dos años al fin pasaron 
en esperar y gemir, 
y las guerras acabaron, 
y los de Flandes tornaron 
a sus tierras a vivir. 
Pasó un día y otro día, 
un mes y otro mes pasó, 
y el tercer año corría; 
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena; 
doraba el sol de Occidente 
del Tajo la vega amena,
y apoyada en una almena 
miraba Inés la corriente. 
Iban las tranquilas olas 
las riberas azotando 
bajo las murallas solas, 
musgo, espigas y amapolas 
ligeramente doblando. 
Algún olmo que escondido 
creció entre la yerba blanda, 
sobre las aguas tendido 
se reflejaba perdido 
en su cristalina banda. 
Y algún ruiseñor colgado 
entre su fresca espesura 
daba al aire embalsamado 
su cántico regalado 
desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores, 
tornasolada la escama, 
saltaba a besar las flores 
que exhalan gratos olores 
a las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo 
el torreón se dibuja 
como el contorno redondo 
del hueco sombrío y hondo 
que habita nocturna bruja. 
Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba 
y al horizonte trepaba 
la consoladora luna. 
A lo lejos por el llano 
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano 
que en pardo polvo liviano 
dejan envuelto el camino. 
Bajó Inés del torreón, 
y llegando recelosa 
a las puertas del Cambrón, 
sintió latir zozobrosa, 
más inquieto el corazón. 
Tan galán como altanero 
dejó ver la escasa luz 
por bajo el arco primero 
un hidalgo caballero 
en un caballo andaluz. 
Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera, 
y sin pluma al diestro lado 
el sombrero derribado 
tocando con la gorguera. 
bombacho gris guarnecido, 
bota de ante, espuela de oro, 
hierro al cinto suspendido, 
y a una cadena prendido, 
agudo cuchillo moro. 
Vienen tras este jinete, 
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en la adarga y coselete
diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés, 
gritando: "¿Diego, eres tú?" 
Y él, viéndola de través, 
dijo: "¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!"
Dio la triste un alarido 
tal respuesta al escuchar, 
y a poco perdió el sentido 
sin que más voz ni gemido 
volviera en tierra a exhalar..
Frunciendo ambas a dos cejas, 
encomendóla a su gente 
diciendo: "¡Malditas viejas 
que a las mozas malamente 
enloquecen con consejas!" 
Y aplicando el capitán 
a su potro las espuelas, 
el rostro a Toledo dan, 
y a trote cruzando van 
las oscuras callejuelas.
IV
Así por sus altos fines 
dispone y permite el cielo 
que puedan mudar al hombre
fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
de soldado aventurero,
y por su suerte y hazañas 
allí capitán le hicieron. 
Según alzaba en honores 
alzábase en pensamientos, 
y tanto ayudó en la guerra 
con su valor y altos hechos, 
que el mismo rey a su vuelta 
le armó en Madrid caballero, 
tomándole a su servicio 
por capitán de lanceros. 
Y otro no fue que Martínez, 
quien ha poco entró en Toledo, 
tan orgulloso y ufano 
cual salió humilde y pequeño. 
Ni es otro a quien se dirige, 
cobrado el conocimiento, 
la amorosa Inés de Vargas, 
que vive por él muriendo. 
Mas él, que olvidando todo 
olvidó su nombre mesmo, 
puesto que Diego Martínez 
es el capitán don Diego, 
ni se ablanda a sus caricias, 
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras 
de gente de poco seso;
que ni él prometió casarse 
ni pensó jamás en ello. 
¡Tanto mudan a los hombres 
fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
con amenazas y ruegos; 
cuanto más ella importuna, 
está Martínez severo. 
Abrazada a sus rodillas, 
enmarañado el cabello, 
la hermosa niña lloraba 
prosternada por el suelo. 
Mas todo empeño es inútil, 
porque el capitán don Diego 
no ha de ser Diego Martínez, 
como lo era en otro tiempo. 
Y así llamando a su gente, 
de amor y piedad ajeno 
mandóles que a Inés llevaran 
de grado o de valimento.
Mas ella antes que la asieran 
cesando un punto en su duelo, 
así habló, el rostro lloroso 
hacia Martínez volviendo: 
"Contigo se fue mi honra, 
conmigo tu juramento;
pues buenas prendas son ambas 
en buen fiel las pesaremos." 
Y la faz descolorida 
en la mantilla envolviendo 
a pasos desatentados 
salióse del aposento.
V
Era entonces en Toledo
por el rey gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor, 
los corchetes a la puerta 
y en la derecha el bastón. 
Está, como presidente 
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra 
reclinado en un sillón, 
escuchando -con paciencia 
la casi asmática voz 
con que un tétrico escribano 
solfea una apelación. 
Los asistentes bostezan 
al murmullo arrullador; 
los jueces medio dormidos
hacen pliegues al ropón; 
los escribanos repasan 
sus pergaminos al sol.
Los corchetes a una moza 
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que en el mercado venden 
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto, 
en faz de gran aflicción, 
rojos de llorar los ojos, 
ronca de gemir la voz, 
suelto el cabello y el manto, 
tomó plaza en el salón 
diciendo a gritos: "¡Justicia, 
jueces; justicia, señor!"
Y a los pies se arroja humilde, 
de don Pedro de Alarcón, 
en tanto que los curiosos 
se agitan alrededor. 
Alzóla cortés don Pedro 
calmando la confusión 
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo
-Mujer, ¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le presté.
-¿Y no te le han vuelto?
-No.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿ Y promesa?
-¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿ Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando 
el tapiz, en alta voz
dijo: "El capitán don Diego.
Y entró luego en el salón 
Diego Martínez, los ojos 
llenos de orgullo y furor.
¿Sois el capitán don Diego 
-díjole don Pedro- vos? 
Contestó altivo y sereno 
Diego Martínez:
-Yo soy. 
-¿Conocéis a esta muchacha? 
-Ha tres años, salvo error. 
-¿Hicísteisla juramento 
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado? 
-Sí juro.
-Pues id con Dios. 
-¡Mientes! - clamó Inés llorando( 
de despecho y de rubor. 
-Mujer, ¡piensa lo que dices! 
-Digo que miente: juró.
¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios, 
y dispensad. que acusado, 
dudara de vuestro honor. 
Tornó Martínez la espalda 
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse, 
resuelta y firme gritó: 
-Llamadle, tengo un testigo. 
Llamadle otra vez, señor. 
Volvió el capitán don Diego, 
sentóse Ruiz de Alarcón, 
la multitud aquietóse 
y la de Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca 
faltó verdad ni razón. 
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos 
nuestras palabras oyó 
mirándonos desde arriba. 
-¿Estaba en algún balcón? 
-No, que estaba en un suplicio 
donde ha tiempo que expiró. 
-¿Luego es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
-El Cristo de la Vega 
a cuya faz perjuró.
Pusiéronse en pie los jueces 
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro 
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión. 
Un instante con los jueces 
don Pedro en secreto habló, 
y levantóse diciendo 
con respetuosa voz: 
"La ley es ley para todos; 
tu testigo es el mejor, 
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios. 
Haremos ... lo que sepamos; 
escribano: al caer el sol, 
al Cristo que está en la vega 
tomaréis declaración."
VI
Es una tarde serena,
cuya luz tornasolada 
del purpurino horizonte 
blandamente se derrama. 
Plácido aroma las flores 
sus hojas plegando exhalan, 
y el céfiro entre perfumes 
mece las trémulas alas. 
Brillan abajo en el valle
con suave rumor las aguas,
y las aves en la orilla 
despidiendo al día cantan. 
Allá por el Miradero,
por el Cambrón y Visagra, 
confuso tropel de gente 
del Tajo a la vega baja. 
Vienen delante don Pedro 
de Alarcón, Ibán de Vargas, 
su hija Inés, los escribanos, 
los corchetes y los guardias; 
y detrás monjes, hidalgos, 
mozas, chicos y canalla. 
Otra turba de curiosos 
en la vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
le miran de entre las capas:
los chicos, al uniforme,
y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
y gente que le acompaña 
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo 
cuatro cirios y una lámpara, 
y de hinojos un momento 
le rezaron en vox baja. 
Está el Cristo de la Vega 
la cruz en tierra posada, 
los pies alzados del suelo 
poco menos que una vara; 
hacia la severa imagen 
un notario se adelanta, 
de modo que con el rostro 
al pecho santo llegaba. 
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas, 
detrás al gobernador 
con sus jueces y sus guardias. 
Después de leer dos veces 
la acusación entablada, 
el notario a Jesucristo 
así demandó en voz alta 
"Jesús, Hijo de María, 
ante nos esta mañana 
citado como testigo 
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día 
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez 
por su mujer desposarla?"
Asida a un brazo desnudo 
una mano atarazada
vino a posar en los autos 
la seca y hendida palma,
y allá en los aires ¡Sí, juro!, 
clamó una voz más que humana. 
Alzó la turba medrosa 
la vista a la imagen santa... 
Los labios tenía abiertos 
y una mano desclavada.
CONCLUSIÓN
Las vanidades del mundo 
renunció allí mismo Inés, 
y espantado de sí propio 
Diego Martínez también. 
Los escribanos temblando 
dieron de esta escena fe, 
firmando como testigos 
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario 
y una capilla con él, 
y don Pedro de Alarcón 
el altar ordenó hacer
donde hasta el tiempo que corre 
y en cada año una vez, 
con la mano desclavada 
el crucifijo se ve.
EL CAPITÁN MONTOYA 
Fragmentos
I
LA CRUZ DEL OLIVAR
Muerta la lumbre solar 
iba la noche cerrando, 
y dos jinetes cruzando 
a caballo un olivar.
Crujen sus largas espadas 
al trotar de los bridones 
y vense por los arzones 
las pistolas asomar. 
Calados anchos sombreros, 
en sendas capas ocultos, 
alguien tomara los bultos 
lo menos por bandoleros. 
Llevan, porque se presuma 
cuál de los dos vale más, 
castor con cinta el de atrás, 
y el de adelante con pluma. 
Llegaron donde el camino
en dos le divide un cerro,
y presta, una cruz de hierro 
algo al uno de divino. 
Y es así, que si los ojos 
por el izquierdo se tienden, 
sotos se ven que se extienden 
enmarañados de abrojos. 
Mas vese por la derecha
un convento solitario,
en campo de frutos vario
y de abundante cosecha. 
Echóse a tierra el primero,
y al dar la brida al de atrás,
-Aquí -dijo- esperarás. 
Y el otro digo: -Aquí espero. 
Y hacia el convento avanzando, 
del caballero, en la oscura 
sombra, se fue la figura, 
hasta perderse menguando. 
Quedó el otro en soledad, 
y al pie de la cruz sentado 
siguió inmoble y embozado 
en la densa oscuridad. 
Mugía en las cañas huecas 
en son temeroso el viento, 
rasgándose turbulento 
por entre las ramas secas. 
Y en los desiguales hoyos, 
con las lluvias socavados, 
hervían encenagados 
sin cauce ya los arroyos. 
No había una turbia estrella
que el monte alumbrara acaso, 
ni alcanzaba a más de un paso, 
ciega la vista sin ella, 
ni señal se apercibía
de vida en el olivar,
ni más voz que el rebramar
del vendaval que crecía.
Y al hierro santo amarrados 
ambos caballos estaban,
y allí en silencio aguardaban, 
a esperar acostumbrados. 
Ni de la áspera maleza, 
pisada al agrio rumor, 
les volvió su guardador 
sólo una vez la cabeza. 
Un pie sobre el otro pie, 
embozado hasta las cejas 
metido hasta las orejas 
el sombrero, se le ve 
como un entallado busto 
de alguno que allí murió, 
y allí ponerse mandó 
por escarmiento o por susto. 
Ni incrédulo faltaría 
que, si cerca dél pasara, 
medroso se santiguara 
dudando lo que sería. 
Que a quien suele con la luz 
y en compañía 
bueno es hacerle pasar
de noche junto a una cruz.
Mas esto se quede aquí; 
y volviendo yo a mi cuento,
digo que dudoso y lento,
gran rato se pasó así.
Y ya se estaba una hora
de espera a expirar cercana, 
cuando sonó una campana 
de lengua aguda y sonora. 
Y aún duraba por el viento 
su vibración, cuando el guía 
alguien notó que venía 
por el lado del convento. 
Sacó la faz del embozo,
y oyendo el son más distinto, 
echóse la mano al cinto
y, ¿Quién va?, el amo y el mozo 
preguntaron a la par; 
mas conocidos los sones, 
asieron de los bridones 
y volvieron a montar. 
Y es fama que, menos fiero 
el señor con el criado, 
dejóle andar a su lado 
como digno compañero. 
......................................
II
AVENTURA INEXPLICABLE
Tras grave asunto, a juzgar
por lo que van espoleando, 
corren dos hombres cruzando 
a caballo un olivar. 
No está la noche muy clara;
mas bien se ve al pie de un cerro 
una cruz grande de hierro 
que dos caminos separa; 
y de advertir fácil es, 
aun a los ojos peores, 
que son dos los corredores, 
y los caballos son tres. 
Echó pie a tierra el primero, 
y, al dar la brida al de atrás, 
le dijo: "Aquí esperarás." 
Y el otro dijo: "Aquí espero." 
Y hacia el convento avanzando 
del caballero en la oscura 
sombra se fue la figura, 
hasta perderse, menguando.
Y aquí, ¡oh mi lector amigo!, 
fuerza será que convengas 
en que es preciso que vengas 
hacia el convento conmigo. 
Sigue mi camino pues, 
y de una verja detrás, 
un atrio acaso hallarás
a pocos pasos que dés.
Sube tres gradas, si puedes; 
da un paso más, y con él 
tocarás en el cancel,
donde es fuerza que te quedes. 
¿Ves un hombre que, embozado, 
encorvando la figura, 
por la estrecha cerradura 
en mirar está ocupado? 
Acércate sin temor, 
que lo que alcanza por dentro 
no hace temible el encuentro 
del capitán reñidor. 
Tú, lector, preguntarás: 
"¿Conque el capitán es ése?" 
El mismo, mal que te pese; 
pero hazte un poquito atrás. 
Porque, levantando el brazo, 
empuja a espacio la puerta, 
entró, y dejándola incierta, 
sopló el aire y dio un portazo. 
Mas veo, lector, que dices, 
sin que pueda replicarte, 
que esto es, llamándote, darte 
con la puerta en las narices, 
mas tu impaciencia sosiega; 
todo lo presenciarás; 
que del poeta a eso y más
el poder mágico llega.
Está el capitán en pie
en medio de la ancha nave, 
y a la verdad que no sabe 
ni qué pasa ni qué ve. 
El templo mira enlutado 
con lúgubre terciopelo, 
mucha gente haciendo duelo 
y un féretro en medio alzado. 
Vense en el paño del túmulo 
entrelazados blasones 
y a la luz de los blandones, 
un cadáver en su cúmulo. 
Mondes le rezan en coro 
tristísimos funerales, 
y le alumbran con ciriales 
pajes de libreas de oro. 
La muchedumbre que asiste, 
y que la tumba rodea, 
dado que bien no se vea 
se ve que de noble viste, 
y parece que, al bajar . 
el que ha finado, a su nicho 
memoria tuvo capricho 
de su opulencia en dejar.
Y al par que su eterna calma 
las oraciones consuman, 
mirras y esencias perfuman 
la despedida del alma. 
Música triste le aduerme, 
salmodias le santifican, 
e hisopos le purifican 
el cuerpo que yace inerme. 
Mas aquellas oraciones 
y responsorios precisos 
llevan de anatema visos 
y planta de maldiciones. 
A veces son sus compases
hondos, siniestros, horribles, 
murmurando incomprensibles 
negras e incógnitas frases. 
En son lento, ronco y quedo 
se hacen oír otras veces, 
y entonces aquellas preces 
hielan los huesos de miedo. 
Otras semejan aullidos 
discordes, desesperados, 
lamentos de condenados 
de los infiernos salidos. 
Otras lejanos rumores
cual de tormentas se escuchan, 
o de ejércitos que luchan 
los espantosos clamores. 
Y siempre siendo los mismos 
los sones que se levantan, 
responsos a un tiempo cantan 
y murmuran exorcismos 
Atónito de la escena 
extraña y aterradora 
que encuentra tan a deshora 
y le asombra y enajena, 
don César con paso lento, 
entre la turba mezclado, 
dirigióse a un enlutado 
que oraba en aquel momento. 
"-¿Quién es el muerto, sabéis 
-dijo- a quien rezando están? 
Y él respondió : -El capitán 
Montoya. ¿Le conocéis?"
Mudo quedó de sorpresa
don César oyendo tal;
mas no lo tomó tan mal 
como tal vez le interesa. 
Volvióle la espalda, pues, 
diciendo : -Me ha conocido, 
y burlárseme ha querido; 
mas luego veré quién es. 
Siguió la iglesia adelante 
y una capilla al cruzar, 
vio un sepulcro preparar, 
entre otros varios, vacante. 
Y a un personaje que halló 
de luto, y que parecía 
que el trabajo dirigía, 
el capitán se acercó.
"-¿Para quién abren la hoya? 
-le dijo-. Y el enlutado 
le contestó de contado: 
-Para el capitán Montoya." 
Mudósele la color 
a don César; mas repuesta 
su calma, al de la respuesta 
volvió entre risa y furor. 
Miróle de arriba abajo, 
pero no le conoció; 
segunda vez le miró 
pero fue inútil trabajo. 
Ni recordó que quizás 
le hubiese visto la cara, 
ni imaginó que la hallara 
tan repugnante jamás. 
Que encontró en ella tal gesto 
de aterradora hediondez, 
que, por no verla otra vez, 
dejó caviloso el puesto. 
Fuése a otro punto a situar, 
diciendo : -¡Ese hombre estremece!
de aquel sepulcro parece
que le acaban de sacar.
Uno tras otro se puso
a contemplar los que vía; 
mas a nadie conocía, 
de lo que andaba confuso. 
Tenían todos las caras 
descoloridas y secas,
y dijeran que eran huecas, 
a más de antiguas y raras. 
Cansado de fiesta tal,
y a impulsos dé una aprensión, 
llegóse a un noble. varón 
que oraba con un cirial. 
Cabe él la rodilla apoya, 
y dícele ya con miedo:
-¿Quién es el muerto? - y muy quedo 
contestó el otro : -Montoya. 
Del catafalco a los pies 
llegó entonces decidido, 
de aquella duda impelido, 
a ver el muerto quién es. 
Por los monjes atropella; 
trepa al túmulo; la caja 
descubre, ase la mortaja, 
y él mismo se encuentra en ella.
Miró y remiró y palpó 
con afán hondo y prolijo, 
y al fin, consternado, dijo: 
-¡Cielo santo, y quién soy yo!
Miró la visión horrenda
una y otra y otra vez,
y nunca más que a sí mismo 
en aquel féretro ve. 
Aquél es su mismo entierro, 
su mismo semblante aquél; 
no puede quedarle duda, 
su mismo cadáver es. 
En vano se tienta ansioso; 
los ojos cierra, por ver 
si la ilusión se deshace, 
al obra de sus ojos fue. 
Ase su doble figura, 
la agita, ansiando creer
que es máscara puesta en otro 
que se le parece a él. 
Vuelve y revuelve el cadáver 
y le torna a revolver; 
cree que sueña, y se sacude 
porque despertarse cree, 
y tiende el triste los ojos 
desencajados doquier. 
Mas, ¡nuevo prodigio!, mira 
a las puertas, y al dintel 
ve que despiden el duelo, 
de duelo henchidos también, 
don Fadrique y doña Diana 
que arrastran luto por él. 
Baja, les tiende los brazos, 
les nombra, cae a sus pies. 
-¡Miradme! - les dice, atónito,
Montoya soy; vedme bien.
Y ellos le miran estúpidos 
sin poderle conocer, 
e inclinando las cabezas, 
replican: -Montoya fue. 
Entonces, desesperado
con angustia tan cruel,
vase otra vez hacia el muerto, 
demandándole quién es.
-¿No hay quién sepa aquí quién soy? 
¿No hay a salvarme poder? 
Y allá desde el presbiterio, 
de las rejas al través, 
oyó una voz que decía: 
-Sí, te conozco, mi bien. 
Abre. ¿Qué tardas? Partamos; 
yo soy tu amor, soy tu Inés. 
Y los brazos le tendía 
la de Alvarado también, 
de la reja tentadora 
tras el cuádruple cancel. 
Mas viéndola cual espectro 
que le persigue a su vez, 
gritaba él: -¡Aparta, aparta!, 
¿Que soy cadáver no ves? 
Y apenas palabras tales 
pronunció, cuando tras él 
vio llegarse aquel fantasma 
cuyo gesto de hediondez 
le hizo miedo y no le pudo 
recordar ni conocer. 
Contemplóle de hito en hito; 
le asió del brazo después, 
y así con voz espantosa 
vio que le dijo: -¡Pardiez! 
Tú eres quien cambia conmigo. 
A mi sepultura ven. 
Y a esta horrorosa sentencia, 
ya sin poderse valer,
cayó en el suelo Montoya,
falto de aliento y de pies.
"-¿Dónde estoy? ¿Qué es de mi vida?
¿Respiro aún? - exclamó 
Montoya, abriendo los ojos, 
con desfallecida voz. 
-Señor, estáis en mis brazos. 
-¿Eres tú, Ginés?
-Yo soy. 
-¿Dónde estamos?
-En la cruz.
-¿Del olivar?
-Sí, señor.
-¿No estuve yo en el convento? 
Pues ¿quién de allí me sacó? 
-Yo fui, señor.
-¡ Tú, Ginés! 
-Perdonad: temí por vos;
y viendo que el tiempo andaba, 
y ni seña ni rumor 
esperanza me infundían, 
tras vos eché.
-¡Santo Dios! 
¿Y llegaste?. ..
-A la iglesia. 
-¿Atraído por el són ? 
-Señor, no he oído nada. 
¿No os lo dije?
-¿Cómo no? 
¿Dentro la iglesia no viste 
los enlutados en pos 
de mi cadáver? - Miróle 
absorto de admiración
el mozo, y dijo: -Soñamos,
o vos, don César, o yo.
Ni vi ni oí cosa alguna. 
-¿Conque es mía esa visión?
A mis ojos solamente 
horrenda se presentó!
¿No viste conmigo a nadie? 
-Os juro a mi salvación 
que solo os hallé, tendido 
al pie del altar mayor, 
y viendo el peligro doble 
del sitio y la situación, 
ni me detuve a pensar 
si estábais herido o no; 
cargué con vos, y me vine: 
ni oí ni vi más, señor."
Calló Ginés, y don César 
a estas palabras quedó 
distraído y abismado 
en honda meditación. 
Mirábale de hito en hito 
Ginés, que aterrado vio 
de la faz del capitán 
la extraña transformación.
Desencajados los ojos, 
palidecido el color, 
torvo el mirar, parecía, 
más que vivo, aparición,
sentado en el pedestal
de la cruz, do él le posó,
inmóvil permanecía
sin fuerza y sin intención,
amarrado a un pensamiento
que bullía en su interior,
y que se veía que todas
las potencias le absorbió, 
como quien mira aterrado 
negra y horrible visión 
que le borra de los ojos 
cuanto existe en derredor. 
Temeroso el buen criado 
por su juicio y su razón 
dirigióle atentas frases 
con afán consolador. 
Mas él ni tornó los ojos 
ni a sus voces respondió, 
ni agradeció sus cuidados, 
que en nada puso atención; 
y al cabo de largo trecho, 
con repentino vigor 
levantándose en silencio, 
en su corcel cabalgó. 
Hincóle los acicates 
y el poderoso bridón, 
tras un peligroso brinco, 
a todo escape salió. 
Santiguóse el buen Ginés, 
y en su ruin superstición 
dijo: -¿Si tendrá los malos? 
Y a escape tras él echó.
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PARA VERDADES, EL TIEMPO,
Y PARA JUSTICIAS, DIOS
Tradición
I
Juan Ruiz y Pedro Medina.
dos hidalgos sin blasón, 
tan uno del otro son
cual de una zarza una espina. 
Diz que Pedro salvó a Juan 
la vida en lance sangriento; 
prendas de tanto momento 
amigos por cierto dan. 
Pasan ambos por valientes 
y mañeros en la lid, 
y lo han probado en Madrid 
en apuros diferentes. 
Ambos pasan por iguales 
en valor y en osadía, 
pero en fama de hidalguía 
no son lo mismo cabales.
Que es Juan Ruiz hombre iracundo, 
silencioso por demás, 
que no alzó noble jamás 
el gesto meditabundo. 
Ancha espalda, corto cuello, 
ojo inquieto, torvas cejas,
ambas mejillas bermejas,
y claro y rubio el cabello. 
Y aunque lleva en la cintura 
largo hierro toledano, 
dale, brillando en su mano, 
más villana catadura. 
Y aunque arrojado y audaz 
en la ocasión, rara vez, 
carece su intrepidez 
de son de temeridad. 
Ágil, astuto o traidor, 
hijo de ignorada cuna, 
debe acaso a su fortuna 
mucho más que a su valor. 
Presentóse ha pocos años 
de Indias advenedizo, 
diz que con nombre postizo 
cubriendo propios amaños. 
Mas vertió lujo y dinero 
en festines y placeres, 
aunque fue con las mujeres 
más falso que caballero. 
Hoy pasa pobre y obscuro, 
una existencia común, 
y medra o mengua según 
los dados le dan seguro. 
Hombre de quien saben todos 
que vive de malvivir, 
mas nadie sabrá decir 
por cuáles, o de qué modos.
Modelos en amistad 
ambos para el vulgo son, 
mas con Pedro es la opinión
menos rígida en verdad.
Porque es Pedro, aunque arrogante 
y orgulloso en demasía 
mozo de más cortesía 
y más bizarro talante. 
De ojos negros y rasgados 
con que a quien mira desdeña, 
nariz corta y aguileña, 
con bigotes empinados. 
Entre sombrero y valona 
colgando la cabellera, 
y alto el gesto en tal manera, 
que cuando cese perdona. 
Mas si sombras de matón 
tales maneras le dan, 
tiénela más de galán 
por su noble condición. 
Que no hay en Madrid mujer 
que un agravio recibiera, 
que a su espada no tuviera 
satisfacción que deber. 
Ni hay ronda ni magistrado 
que en revuelta popular, 
no le haya visto tomar
ayuda y parte a su lado. 
Tales son Ruiz y Medina, 
de quienes por concluir, 
fáltame sólo decir 
que amaban a Catalina. 
Es ella una moza obscura, 
de talle y de rostro apuesta, 
mas tan gentil como honesta, 
y como agraciada pura. 
Ámala Ruiz, pero calla,
acaso porque su amor
para mujer de su honor 
palabras de amor no halla. 
Él con ansia la contempla 
al abrigo del embozo 
pero el ímpetu de mozo 
ante su virtud se templa, 
que es tan dulce su mirar, 
que su luz por no perder, 
cuando se quiso atrever 
sólo se atrevió a callar. 
Y es tan flexible su acento 
que para no interrumpirle, 
tener es fuerza al oírle 
con los labios el aliento. 
Medina, que fue soldado 
sobre Flandes por Castilla, 
y a los usos de la villa
de más tiempo acostumbrado, 
suplicóla tan rendido, 
tan cortés la enamoró, 
que ella amor le prometió 
como él fuere su marido. 
"¡Eso sí!, ¡por San Millán!", 
dijo Pedro con denuedo; 
y la calle de Toledo 
tomó en resuelto ademán.
II
Contento Pedro Medina 
con su amorosa ventaja, 
más a carreras que a pasos 
iba cruzando la plaza. 
Saltábale el corazón 
a cada paso que daba, 
y frotábase ambas manos 
bajo la anchurosa capa. 
Los labios le sonreían, 
y los ojos le brillaban 
al reflejo que en el pecho 
despide la amante llama. 
Las gentes le hacían sitio 
porque cerca no pasara, 
que según iba resuelto, 
que fuese audaz recelaban. 
Mas él va tan divertida 
en sus amores el alma, 
que ni ve donde tropieza, 
ni cura de los que pasan.
Topó al volver una esquina 
una vieja, y al dejarla 
derribada en tierra dijo: 
"Nos casaremos mañana". 
Énredósele el estoque 
en el manto de una dama, 
y rasgándole una tercia, 
echóla un voto de a vara. 
Así dando y recibiendo 
encontrones y pisadas, 
dio por fin con la hostería
donde su amigo jugaba.
Fue a la mesa, y preguntando 
a Juan si pierde o si gana, 
pidió vino y añadióle: 
-Cuando acabes, dos palabras. 
Recibió Juan sus monedas, 
y terciándose la capa 
sentóse al lado de Pedro 
diciendo bajo: -¿Qué pasa? 
-Me caso - dijo Medina. 
Miróle Juan a la cara, 
y frunciendo entrambas cejas 
tosió, sin responder nada.
-¿Qué piensas? - preguntó Pedro. 
-En ti y tu mujer pensaba - 
contestó Juan suspirando, 
con voz ronca y apagada. 
-¿Supondrás que es Catalina? 
-Y lo siento con el alma. 
-¡Cómo!
-Porque tengo celos. 
-¡Por San Millán !
-Yo la amaba,
-¿Y ella?
-Nunca se lo dije, 
pero ocurrióseme...
-¡Acaba !
-Para decirla mi amor 
escribirla hoy una carta. 
Callaron ambos : Medina 
remedio al caso buscaba 
el codo sobre la mesa, 
sobre la mano la barba.
Al fin como quien resuelve
negocio que aflige y cansa 
pidió papel y tintero
diciendo a Juan : -¡Por mi alma, 
que en mi vida en tal apuro 
vacilar tanto pensaba; 
y a no serte tú quien eres, 
metiéralo a cuchilladas ; 
pero escribe, y que responda 
a cuál de nosotros mata! 
Escribió Juan, mas rasgando 
al mejor tiempo la carta, 
-Echemos - -dijo- los dados, 
y al que la mayor le caiga, 
si es a mí, la escribo al punto ; 
si es ti, Pedro, te „asas. 
Tiró Juan y sacó nueve; 
y asiendo el vaso con rabia, 
tiró Pedro, y sacó doce, 
con que los dos se levantan 
Y atravesando la turba 
que curiosa los cercaba, 
parten la calle en silencio, 
dándose entrambos la espalda.
III
Son a mi pensar los celos 
delirio, pasión, o mal, 
a cuyo influjo fatal 
lloraran los mismos cielos. 
A manos de tal pasión
el más cuerdo desespera, 
pues quien con celos espera 
atropella su razón. 
Si con celos esperar 
es importuna porfía, 
ceder celoso en un día 
cuanto se amó, no es amar. 
De celos verse morir, 
y en silencio padecer, 
son celos tan de temer 
cuantos duros de sufrir. 
Y así con celos amar 
vale casi aborrecer, 
pero con celos ceder, 
es igual que delirar. 
Y si otro más favorecido 
goza el bien que se perdió, 
se habrá el disfavor sentido, 
mas perdido el amor, no. 
Porque en quien goza favor 
sobra tal vez confianza, 
y celos sin esperanza 
suelen guardar más amor. 
Si favor nunca tuvimos, 
aun es suerte más cruel, 
porque vemos ahora en él 
cuanto bien haber pudimos. 
Y así pienso que son celos 
delirio, pasión, o mal, 
a cuyo influjo fatal 
lloraran los mismos cielos.
Por eso llora Juan Ruiz,
celoso y desesperado
el bien que Pedro ha ganado 
más galán o más feliz. 
Por eso en la soledad 
se mesa barba y cabellos,
sin mirar que no está en ellos 
su amante fatalidad. 
¡Oh, que no fueron antojos 
sus amorosos desvelos!,
que el amor que hoy le da celos 
entróle ayer por los ojos. 
-"¿Y por qué no me atreví? 
-clama triste en su aflicción-, 
¡y hoy acaso esta pasión 
pudiera arrancar de mí! 
Mas volveré, ¡vive Dios ! 
¿Pero qué he de conseguir 
si la he dejado elegir 
marido de entre los dos?". 
Y a su despecho tornando, 
semejábase en su afán, 
una fiera a quien están 
dentro la jaula acosando. 
Sin darse el triste solaz, 
cruzaba el cuarto sin tino, 
pero no hallaba camino 
de dar al ánima paz.
Silbaba al dejar rabioso
paso al comprimido aliento, 
y hollaba con pie violento 
el pavimento ruinoso. 
Iba adelante y atrás 
sin reflexión que le acuda, 
y a la par pidiendo ayuda 
a Cristo y a Satanás. 
Túvose un momento al fin,
y en el temblor que le aqueja 
se ve bien que se aconseja 
con un pensamiento ruin. 
Volvió a girar otra vez, 
y otra a tenerse volvió; 
en esto dobló un reloj 
en una torre las diez. 
Entonces quedando fijo 
exclamó en la oscuridad 
"Hoy se casan, es verdad ; 
hace un mes que me lo dijo." 
Ciñó con esto el acero 
con desdén a la cintura; 
y salióse a la ventura, 
la vuelta del Matadero.
IV
Es una noche sin luna, 
y un torcido callejón
donde hay en un esquinazo 
agonizando un farol.
Un balcón abierto a medias, 
por los vidrios de color 
arroja al aire en tumulto 
de danza el confuso son. 
Se oye el compás fugitivo 
que llevan con pie veloz 
los que danzan descuidados 
dentro de la habitación.
Y se ven cruzar sus sombras 
una a una y dos a dos 
en fantástica carrera 
y en monótona ilusión. 
La casa es la de Medina, 
que en ella a fiesta juntó 
sus amigos y parientes 
después de traspuesto el sol. 
Allí, con franca algazara 
festeja a la que adoró, 
de quien aguarda esta noche 
prendas de cumplido amor. 
Está la niña galana 
cual nunca el barrio la vio, 
suelto en rizos el cabello, 
que exhala fragante olor; 
la falda de raso blanco 
y acuchillado el jubón, 
con vueltas de terciopelo 
azul del cielo el color ; 
con una hebilla de plata
ajustado el cinturón,
de donde baja en mil pliegues
un encaje en derredor;
y de un lazo de corales,
que Pedro la regaló,
lleva en una cruz de oro
la imagen del Redentor.
Tanta ventura en un día
nunca Pedro imaginó,
y así anda desatentado
girando en la confusión.
A cada vuelta se mira,
en los ojos de su amor,
y en la luz de aquellos soles 
se le quema el corazón. 
Y, en fin, para concluir, 
se cantó, cenó y bailó,
como es costumbre en las bodas 
desde entonces hasta hoy; 
hasta que cansados unos 
del baile, otros del calor, 
las viejas del tardo sueño, 
los músicos de su-son, 
los muchachos de la bulla, 
y los novios del honor
que les hacen sus amigos 
en tan precisa ocasión, 
despidiéronse uno a uno 
echando sobre los dos
más bendiciones que plagas 
causó a Egipto Faraón.
Quedáronse entrambos solos
la amada y el amador,
por vez primera en la vida 
a merced de su pasión. 
Mirábala embelesado 
el amoroso español, 
trémulo el rostro de gozo 
y de dicha el corazón. 
Mirábale ella anhelante 
encendida de rubor, • 
húmedos los negros ojos 
con tiernísima afición.
Él diciéndola : "-¡Alma mía!", 
diciéndole ella: "-¡Mi sol!", 
entre el son de ardientes besos 
de regalado sabor. 
En esto en la estrecha calle 
temible ruido sonó 
de voces y cuchilladas 
en medrosa confusión, 
y al angustiado lamento 
de uno que grita : "-¡Favor! 
¡Ayudadme, que me matan!"
Pedro a la calle bajó
con el estoque en la diestra 
y en la siniestra el farol. 
Asomóse Catalina 
amedrentada- al balcón 
llamando a Pedro afanosa 
de algún daño por temor. 
Alzó Medina la cara, 
y la luz con ella alzó, 
pero apenas el reflejo
dio en el rostro de su amor,
una estocada traidora
por el costado le entró.
Lanzó un grito el desdichado
que partía el corazón;
lanzó la hermosa un gemido 
de intensísimo dolor, 
y el moribundo Medina 
volviendo el gesto a un rincón, 
hacia una imagen de Cristo, 
de quien devoto vivió, 
dijo expirando: "Soy muerto, 
¡Acorredme, Santo Dios!" 
y quedó tendido en tierra, 
sin movimiento y sin voz. 
Alzóse a su lado un hombre, 
y diciendo en ronco son 
"¡Maldita sea mi alma!", 
mató la luz y escapó.
V
Tuvieron así los años, 
uno, dos, tres, hasta siete, 
embozada en el misterio 
aquella embozada muerte. 
En vano acudieron pronto 
vecinos a socorrerle, 
para vengarle los hombres, 
para mentir las mujeres. 
En vano salieron unos
casi desnudos a verle,
y otros salieron jurando, 
armados hasta los dientes.
Nada sirvieron entonces,
ni jubones ni broqueles; 
Medina quedó sin vida, 
y sin justicia el aleve.
En vano son las pesquisas 
de los irritados jueces, 
en vano son los testigos, 
las citas y los papeles.
En vano el caso averiguan 
una, dos, tres, quince veces; 
cada vez más se confunden 
los golillas y corchetes. 
En vano sobre la rastra 
anduvieron diligentes 
olfateando la presa 
los alanos de las leyes; 
porque todos son testigos, 
todos declaran contestes, 
todos son los agraviados, 
mas ninguno delincuente. 
Hubo alborotos por ello,
y pendencias más de veinte; 
mas Pedro quedó sin vida, 
y sin justicia el aleve.
Catalina le lloraba
desconsolada y doliente
minutos, horas y días,
noches, semanas y meses.
Un año estuvo en el lecho
con accesos de demente,
y un año a su cabecera
veló Juan Ruiz sin moverse.
Dio con la puerta en los ojos
a padrinos y parientes,
diciendo: "Mientras yo viva,
no faltará quien la vele."
Y en vano le murmuraron
de tal conducta las gentes;
Juan se mantuvo constante
a la cabecera siempre,
sin que a sondear su alma
alcanzara algún viviente
a través de la reserva
y el misterio que mantiene.
Curóse al fin Catalina,
y el tiempo, que tanto puede,
siendo remedio y sepulcro
de los males y los bienes,
volvió la luz a sus ojos,
Y el pudor volvió a su frente, 
y el talismán de la risa 
a sus labios transparentes; 
y salió ufana diciendo 
a cuantos por verla vienen 
que la vida con que vive 
sólo a Juan Ruiz se la debe. 
Éste, a pretexto de amigo
del triste que en polvo duerme, 
no se aparta de su lado 
hasta que la noche viene.
Entonces a lentos pasos
la esquina inmediata tuerce, 
y en las revueltas del barrio 
como un fantasma se pierde. 
Mas no faltó en él alguno 
que a media voz se atreviese 
a decir que cuando pasa 
por ante el Cristo se tiene, 
y el embozo hasta los ojos, 
el sombrero hasta las sienes, 
cruza azaroso la calle, 
como si alguien le siguiese. 
En estas conversaciones, 
cada vez menos frecuentes
pasaron al fin los años,
uno, dos, tres, hasta siete.
VI
Pagada la Catalina
de amistad tan firme y tierna, 
de tanto afán y desvelos, 
de tan rendida fineza, 
escuchó a Juan una tarde, 
los ojos fijos en tierra, 
dulces palabras de amores 
de la balbuciente lengua. 
Instó un día y otro día, 
quedó siempre sin respuesta ; 
volvió a sus ruegos Juan Ruiz,
volvió a su silencio ella. 
Pasóse un mes y otro mes, 
y tornó Ruiz a su tema, 
y tornó a callar la niña
entre enojada y risueña.
Mas tanto lidió el galán,
tanto resistió la bella,
que al cabo la linda viuda
dijo a Juan de esta manera:
-Puesto que es muerto Medina
(¡Dios en su gloria le tenga!),
y por siete años cumplidos
mi fe le he guardado entera,
y él ha visto nuestro amor
allá de la vida eterna,
os daré, Juan Ruiz, mi mano,
y mi corazón con ella.
Amigo de Pedro fuisteis,
y yo os debo la existencia; 
conque es justo, a mi entender, 
os cobréis entrambas deudas. 
Púsose Juan Ruiz de hinojos 
a los pies de la doncella, 
y asiéndola las dos manos 
humildemente las besa. 
Acordáronse las bodas, 
mas Catalina aconseja 
que sean cuando él quisiese, 
pero que sin ruido sean. 
Las malas mañas o antojos 
o tarde o nunca se dejan, 
y Juan en su mocedad 
gustó de bulla y de fiesta. 
Así, aunque pocos convida 
para que a las bodas vengan, 
buscó unos cuantos amigos 
que le alegraran la mesa. 
Trajo vinos los mejores,
y viandas las más frescas,
y apuntó por hora fija
de noche las diez y media. 
Gustaba Juan sobre todo 
de cabezas de ternera, 
y asábalas con tal maña,
que a cualquier gusto pluguieran. 
Gozaba en esto gran nombre 
entre la gente plebeya, 
de tal modo que le daban 
el apodo de Cabezas. 
Ocurrióle a media tarde 
darse a luz con tal destreza, 
y embozándose en la capa, 
salió en busca de una de ellas. 
Mataban aquella tarde
en el Rastro una becerra;
compró el testuz y cubrióle
asido por una oreja.
Volvió a doblar el embozo
y contento con la presa
de la calle en que vivía
tomó rápida la vuelta.
Iba Juan Ruiz con la sangre
dejando en pos roja huella
que marcaba su camino
sobre las redondas piedras.
En esto entrando en su barrio,
al doblar una calleja,
dos ministros de justicia 
le pasaron muy de cerca.
Él siguió y pasaron ellos 
advirtiendo con sorpresa
la sangre con que aquel hombre 
el sitio que anda gotea.
Él siguió y tornaron ellos
por sobre el rastro que deja,
hasta entrar en otra calle
obscura, sucia y estrecha.
En un rincón embutida
a la luz de una linterna,
de Cristo Crucificado
se ve la imagen severa. 
Paróse Juan; los corchetes, 
que en el mismo punto llegan, 
viendo que duda y vacila 
en faz de preso le cercan.
"-¡Fuera el embozo! -gritaron-: 
muestre a la luz lo que lleva." 
Volvió los ojos al Cristo 
Juan, y helósele en las venas, 
a una memoria terrible, 
cuanta sangre hervía en ellas. 
-¡Fuera el embozo ! -repiten-, 
y él acongojado tiembla, 
sintiendo un cambio espantoso 
que pasa en su mano mesma. 
Quiso hablar, y atropellado, 
un "¡Dejadme!" balbucea. 
Deahiciéronle el embozo, 
y mostrando Ruiz la diestra, 
sacó asida del cabello 
de Medina la cabeza. 
-¡Acorredme, Santo Dios!, 
grita aterrado y la suelta; 
mas la cabeza oscilando 
entre los dedos le queda.
-¡Yo le maté! -clama entonces 
hoy ha siete años, por ella. 
Y sin voz ni movimiento 
cayó desplomado en tierra.
CONCLUSIÓN
Y así fue: que aquella noche 
de sangrienta confusión, 
en que al ruido de una riña 
Pedro a la calle bajó 
con el estoque en la diestra 
y en la siniestra el farol, 
no era en ella otro que Ruiz 
quien llevaba lo mejor. 
Como un imán a una aguja 
arrastra constante en pos,
como una serpiente a un pájaro, 
a una paloma un halcón 
entorpecen y fascinan, 
sin que ala ni pie veloz 
para huirle les acudan,
a impulsos de su pasión
anduvo así Juan vagando
de la fiesta en derredor.
Y. oía por las ventanas
de danza el confuso son.
Y vía cruzar las sombras,
una a una, y dos a dos,
en fantástica carrera
y en monótona ilusión.
Así lloraba acosado
de sus celos y su amor,
cuando oyó de una pendencia
vivo y cercano rumor:
cerróse en ella a estocadas
tan sin acuerdo y razón,
que a cuantos hubo a las manos
adelante se llevó.
En esto acudió Medina,
y Catalina al balcón,
de la suerte recelando,
acelerada salió.
Mas al ver cuán afanosa
curaba ella de otro amor,
cegaron a Ruiz los celos,
el despecho le embriagó,
y al tiempo que alzaba Pedro 
el brazo con el farol, 
matóle a la faz de Cristo, 
como villano, a traición.
De entonces, en los siete años, 
después del hecho traidor, 
ni una sola vez, de miedo, 
por ante el Cristo pasó. 
Llegó la primera al cabo, 
y en ella al Cielo ocasión 
demostrar que hay infalibles 
tribunales sólo dos 
de irrevocable sentencia, 
sin cotos ni apelación. 
Para verdades, el TIEMPO, 
y para justicias, Dios.



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