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martes, junio 29, 2010

Fedor Dostoiewski -- Novela en nueve cartas




Fedor Dostoiewski

Novela en nueve cartas


I


(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)


Muy señor mío y apreciadísimo amigo Ivan Petro­vich:

Puede decirse, apreciadísimo amigo, que desde ante­ayer corro tras usted para hablarle de un asunto muy urgente y no le encuentro en ninguna parte. Ayer, y re­firiéndose cabalmente a usted en casa de Semyon Alek­seich, decía mi mujer en broma que usted y Tatyana Petrovna están hechos un buen par de zascandiles. Aún no hace tres meses que están casados y ya ni se cuidan siquiera de sus penates domésticos. Todos nos reímos mucho claro que por el sincero afecto que les tene­mos , pero, bromas aparte, amigo mío, me trae usted de cabeza. Semyon Alekseich dijo que quizá estuviera usted en el club, en el baile de la Unión Social. No sé si era cosa de reír o llorar. Figúrese usted mi situación: yo en el baile, solo, sin mi mujer... Al verme solo, Ivan Ándreich, que tropezó conmigo en la conserjería, con­jeturó sin más (¡el muy bribón!) que soy un apasiona­do ardiente de los bailes de sociedad y, cogiéndome del brazo, trató de llevarme a la fuerza a una clase de baile, diciendo que en la Unión Social había muchas apreturas, que la sangre moza no tenía donde revolver­se, y que el pachuli y la reseda le daban dolor de cabeza. No encontré a usted ni a Tatyana Petrovna. Ivan Andreich dijo que estarían ustedes sin duda viendo la obra de Griboyedov que ponen en el Teatro Aleksandrinski.

Fui volando al Teatro Aleksandrinski. Tampoco es­taba usted allí. Esta mañana esperaba encontrarle en casa de Chistoganov y nada. Shistoganov mandó a pre­guntar a casa de los Perepalkin lo mismo. En fin, que quedé molido. Usted dirá si no fue ajetreo. Ahora le escribo a usted (no hay más remedio). Mi asunto no tiene nada de literario (¿usted me comprende?). Lo mejor será que nos veamos a solas. Me es absolutamen­te necesario hablar con usted cuanto antes; por ello le ruego que venga hoy a mi casa con Tatyana Petrovna a tomar el té y a pasar la velada. Mi mujer, Anna Mi­hailovna, se pondrá contentísima con la visita de uste­des. Nos dejarán obligados hasta el sepulcro, como dijo aquél.

A propósito, estimadísimo amigo ya que estoy con la pluma en la mano lo diré todo, sin omitir una coma­- debo ahora reprocharle un poco y aun reprenderle, res­petadísimo amigo, por una picardía, al parecer muy inocente, que me ha jugado usted... ¡so pillo, so des­vergonzado! A mediados del mes pasado presentó usted en mi casa a un conocido suyo, a Evgeni Nikolaich por más señas, avalándole con la amistosa y, por supuesto, para mí sagrada recomendación de usted. Me alegré de la oportunidad, recibí al joven con los brazos abiertos y con ello me puse un dogal al cuello. Con dogal o sin él, vaya jugarreta que nos ha hecho usted, como dijo aquél. No es éste el momento de explicarlo, ni es cosa para encomendar a la pluma. Sólo pregunto a usted muy humildemente, malicioso amigo y compañero, si no hay modo de sugerir a ese joven delicadamente, en­tre paréntesis, al oído, a la chita callando, que hay otras muchas casas en la capital además de la nuestra. ¡Que esto ya no hay quien lo aguante, amigo! Caemos de rodillas ante usted, como dice nuestro amigo Simone­vich. Ya le contaré todo cuando nos veamos. No es que el joven no tenga garbo y cualidades espirituales, ni que haya metido la pata en nada. Muy al contrario, es amable y simpático. Pero espere a que nos veamos; y si mientras tanto tropieza usted con él, dígale eso al oído, muy respetuosamente, por lo que usted más quiera. Yo mismo se lo diría, pero ya conoce usted mi carácter: no puedo, eso es todo. Al fin y al cabo, usted fue quien lo recomendó. Pero en todo caso esta noche hablaremos. Y ahora hasta la vista. Quedo de usted, etc.

P.S. Hace ocho días que tenemos al pequeño indis­puesto y cada día está peor. Le están saliendo los dien­tes. Mi mujer no hace más que cuidarle. La pobre sufre. Vengan ustedes. De veras que nos darán un alegrón, esti­madísimo amigo mío.


II

(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)


Muy señor mío:

Recibí su carta ayer y su lectura me dejó perplejo. Me anduvo usted buscando por Dios sabe qué sitios y yo estaba sencillamente en casa. Estuve esperando a Ivan Ivanych Tolokonov hasta las diez. Seguidamente, acom­pañado de mi mujer, tomé un coche de punto y me planté en casa de usted a eso de las seis y media. No es­taba usted y su esposa nos recibió. Le esperé hasta las diez y media; más tiempo no pude. Tomé un coche de punto, llevé a mi mujer a casa y yo fui a la de los Pe­repalkin, pensando que quizá le encontraría allí, pero me llevé otro chasco. Volví a casa, no dormí en toda la noche por la inquietud y esta mañana fui a casa de usted tres veces, a las nueve, a las diez y a las once; más gastos, tres veces, con el alquiler de coches, y de nuevo me dejó usted con un palmo de narices.

La lectura de su carta me dejó, pues, atónito. Habla usted de Evgeni Nikolaich, me dice que le indique algo confidencialmente pero no me dice qué. Alabo su cau­tela, pero no todas las cartas son iguales, y yo a mi mujer no le doy papeles importantes para que haga rizadores para el pelo. Me pregunto, a decir verdad, qué sentido quiso usted dar a lo que me escribió. Por lo demás, si las cosas han llegado a ese extremo, ¿para qué mezclarme a mí en el asunto? Yo no meto la nariz en cada tejemaneje que se presenta. En cuanto a despe­dirle, usted mismo puede hacerlo. Sólo veo que tene­mos que hablar con más claridad y precisión; amén de que el tiempo pasa. Yo ando en apuros y no sé cómo arreglármelas si usted da esquinazo a lo que tenemos convenido. El viaje se nos viene encima, cuesta dinero, y, por añadidura, mi mujer me gimotea para que le mande hacer una capota de terciopelo a la última moda. En cuanto a Evgeni Nikolaich, me apresuro a decir a usted que por fin ayer, sin perder más tiempo, me in­formé acerca de él cuando estuve en casa de Pavel Se­mionych Perepalkin. Es propietario de quinientos sier­vos en la provincia de Yaroslav y, además, espera he­redar de su abuela otros trescientos en las cercanías de Moscú. No sé qué dinero tiene, pero pienso que eso puede usted averiguarlo más fácilmente que yo. Final­mente, ruego me diga dónde podemos encontrarnos. Ayer vio usted a Ivan Andreich quien, según usted, dijo que yo estaba con mi mujer en el Teatro Aleksan­drinski. Yo por mi parte, digo que miente y que es imposible darle crédito en estas cosas, y que anteayer, sin ir más lejos, estafó a su abuela 800 rublos. Tengo el honor de reiterarme, etc.

P.S. Mi mujer ha quedado embarazada. Es, además, asustadiza y algo inclinada a la melancolía. En las re­presentaciones teatrales hay a veces tiroteos y se imita al trueno por medio de máquinas. Por ello, temiendo que se asuste, no la llevo al teatro. Yo tampoco tengo a éste mucha afición.


III

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)


Apreciadísimo amigo Ivan Petrovich:

Tengo la culpa, la tengo, mil veces la tengo, pero me apresuro a excusarme. Ayer entre cinco y seis, y en momento justo en que recordábamos a usted con sin­cera simpatía, llegó corriendo un recadero de parte de mi tío Stepan Alekseich con la noticia de que mi tía estaba grave. Sin decir palabra a mi mujer para no asustarla, pretexté tener que atender a un asunto urgen­te y fui a casa de mi tía. La encontré en las últimas. A las cinco en punto le había dado un ataque, el tercero en dos años. Karl Fiodorych, el médico de cabecera, dijo que quizá no saliera de la noche. Imagínese mi situación, apreciadísimo amigo mío. Toda la noche de pie, yendo y viniendo, abrumado de pena. Cuando llegó la mañana, con las fuerzas agotadas y abatido por la de­bilidad física y mental, me acosté en un diván sin acor­darme de decir que me despertaran a tiempo, y cuando abrí los ojos eran las once y media. Mi tía estaba mejor. Fui a ver a mi mujer. La pobre estaba deshecha, espe­rándome. Tomé un bocado, di un beso al pequeño, tran­quilicé a mi mujer y fui a buscarle a usted. No estaba en casa. Quien sí estaba era Evgeni Nikolaich. Volví a mi casa, cogí la pluma y ahora le escribo. No se enfade conmigo, mi buen amigo, ni rezongue contra mí. Pé­gueme, córteme esta cabeza culpable, pero no me prive de su afecto. Me enteré por su esposa de que esta noche van a casa de los Slavyanov. Allí estaré sin falta. Le esperaré con gran impaciencia. Por ahora quedo de usted, etc.

P.S. El pequeño nos tiene verdaderamente deses­perados. Karl Fiodorych le ha recetado ruibarbo. Llori­quea. Ayer no conocía a nadie. Hoy ya empieza a co­nocer a todos y balbucea: papá, mamá, bu... Mi mujer se ha pasado llorando toda la mañana.



IV


(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)


Muy señor mío:

Le escribo en su casa, en su cuarto y en su escri­torio: pero antes de tomar la pluma le he estado espe­rando más de dos horas y media. Ahora, Pyotr Ivanych, permita que le dé sin rodeos mi opinión sincera sobre esta situación ignominiosa. Por su última carta supuse que le esperaban a usted en casa de los Slavyanov. Me citó usted allí, fui, le estuve esperando cinco horas y no asomó usted. Ahora bien, ¿es que se propone usted convertirme en el hazmerreír de la gente? Perdón, señor mío... He venido a su casa esta mañana esperan­do encontrarle, sin imitar, pues, a ciertas personas escu­rridizas que buscan a la gente en sabe Dios qué sitios, cuando pueden encontrarla en casa a cualquier hora decorosa. En su casa no había ni sombra de usted. No sé qué me impide decirle ahora toda la dura ver­dad. Diré sólo que, por lo visto, quiere usted zafarse del convenio que usted conoce. Y ahora, después de considerar todo el asunto, no puedo menos de confesar que me asombra el sesgo astuto del pensamiento de usted. Ahora veo claro que viene usted alimentando sus torcidas intenciones desde mucho tiempo atrás. Prueba de ello es que la semana pasada se adueñó usted, harto impropiamente, de la carta, dirigida a mi nombre, en la que usted mismo exponía, aunque de modo bastante os­curo e incoherente, nuestro acuerdo sobre lo que usted sabe. Tiene usted miedo a los documentos, por eso los destruye y yo me quedo haciendo el primo. Pero yo no permito que se me tenga por tonto, pues nadie hasta ahora me ha tenido por tal, y en ese particular siempre he obrado con beneplácito de todos. He abierto los ojos. Usted quiere sacarme de mis casillas, ofuscarme con Evgeni Nikolaich; y cuando ante la carta del 7 del corriente, que todavía me resulta indescifrable, le pido explicaciones, me da usted citas falsas y se esconde de mí. ¿Piensa usted acaso, señor mío, que soy incapaz de darme cuenta de todo eso? Usted prometió com­pensarme por servicios que le son muy notorios, a saber la presentación de varias personas, y mientras tanto se las arregla usted no se como para sacarme elevadas cantidades de dinero, sin recibo, como ocurrió la sema­na pasada sin ir más lejos. Pero ahora, después de em­bolsarse el dinero, se oculta usted, más aún, niega usted los servicios que le presté con relación a Evgeni Niko­laich. Quizá cuenta usted con que me vaya pronto a Simbirsk y con que no haya tiempo para liquidar. Pues bien, le participo solemnemente, bajo palabra de honor, que si las cosas llegan a ese punto estoy más que dis­puesto a quedarme dos meses enteros en Petersburgo hasta concluir mi negocio, lograr mi propósito y en­contrarle a usted. Aquí también sabemos ganarle por la mano al prójimo. En conclusión, le hago saber que si no me da hoy una explicación satisfactoria, primero por carta y después personalmente, cara a cara, y si en su carta no expone de nuevo los puntos principales del convenio entre nosotros y no pone en claro lo tocante a Evgeni Nikolaich, me veré precisado a recurrir a me­didas que serán muy desagradables para usted y que a mí mismo me resultan repugnantes. Me reitero de us­ted, etc.


V

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)


11 de noviembre


Amabilísimo y respetadísimo amigo Ivan Petrovich: Su carta me hirió en lo más profundo del alma. ¿Es que no tiene usted reparo, apreciado aunque injusto amigo, en tratar así a quien le tiene la mejor voluntad? ¡Desbocarse así, sin poner en claro todo el asunto, y acabar por insultarme con sospechas tan injuriosas! Me apresuro, no obstante, a responder a sus acusaciones. No me encontró usted ayer, Ivan Petrovich, porque fui llamado, de repente e inesperadamente, a la cabecera de una moribunda. Mi tía Evfimiya Nikolavna falleció ayer a las once de la noche. Por acuerdo ge­neral de los parientes quedé encargado de las tristes y dolorosas gestiones. Hubo tanto que hacer que no tuve tiempo esta mañana de verle a usted ni de poner­le siquiera un renglón para avisárselo. Lamento de todo corazón la mala inteligencia que ha surgido entre nosotros. Lo que dije acerca de Evgeni Nikolaich, que fue de paso y en broma, lo entendió usted en sentido contrario al que tenía; y ha dado usted a todo el asunto una interpretación ofensiva para mí. Saca usted a relu­cir lo del dinero y se manifiesta usted inquieto con respecto a él. Ahora bien, estoy dispuesto a satisfacer sin equívocos todos sus deseos y exigencias, aunque no puedo menos que recordarle que los 350 rublos que recibí de usted la semana pasada no fueron a título de préstamo, sino como parte del convenio que usted sabe. Si hubiera sido préstamo existiría, por supuesto, un recibo. No me rebajo a contestar los otros puntos que menciona usted en su carta. Veo que se trata de una incomprensión, veo en ello sus consabidos arrebatos, su vehemencia y su franqueza. Sé que la bondad y el carácter sincero de usted no permiten que anide la sospecha en su corazón y que, en defintiva, será usted el primero en alargarme la mano. Se equivoca usted, Ivan Petrovich, se equivoca usted de medio a medio.

A pesar de que su carta me ha ofendido hondamen­te, yo, hoy mismo, sería el primero en reconocerme culpable e ir a verle si no fuera porque el mucho aje­treo de ayer me ha dejado enteramente rendido y ape­nas puedo tenerme de pie. Para colmo de desgracias, mi mujer ha caído en cama y me temo que se trate de algo grave. En cuanto al pequeño, a Dios gracias va mejor. Pero dejo la pluma, los quehaceres me llaman y tengo un montón de ellos. Quedo de usted, aprecia­dísimo amigo, etc.



VI


(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)


14 de noviembre


Muy señor mío:

He esperado tres días y he tratado de emplearlos con provecho. Durante ese tiempo, creyendo que la cor­tesía y el decoro son los principales adornos del hom­bre, no le he llamado la atención sobre mí ni de palabra ni de obra desde mi última carta fechada el 10 del corriente, en parte para que pudiera usted cumplir con calma sus deberes cristianos para con su tía, y en parte también porque necesitaba tiempo para hacer ciertas gestiones e indagaciones con respecto a nuestro asunto. Ahora me apresuro a poner las cosas en claro, final y categóricamente.

Confieso con franqueza que tras la lectura de sus dos primeras cartas pense en serio que usted no enten­día lo que yo quiero; por eso prefería en cada caso verle a usted y hablar cara a cara del asunto, porque la pluma me asusta y me acuso de falta de claridad en trasladar mis pensamientos al papel. Usted sabe que carezco de educación y de buenas maneras y que soy ajeno a representar lo que no soy, ya que por triste experiencia he llegado a saber lo falsas que son a me­nudo las apariencias y cómo bajo las flores se oculta a veces la víbora. Pero usted me entendió, y si no me contestó como era debido fue porque con perfidia, ya había decidido usted faltar a su palabra de honor y pervertir las relaciones amistosas que han existido entre nosotros. Harto bien ha demostrado usted esto en su abominable comportamiento conmigo en días recientes, comportamiento perjudicial para mis intereses, que yo no esperaba y en el que me he resistido a creer hasta el último momento; porque, cautivado al comienzo de nuestras relaciones por su actitud sensata, su fino trato, su conocimiento de los negocios, así como por las ventajas que se sucederían de mi asociación con usted, supuse que había encontrado a un verdadero amigo, compañero y persona de buena voluntad. Ahora, sin embargo, comprendo que hay muchas personas que, bajo un aspecto lisonjero y brillante, esconden veneno en el corazón, que aplican su entendimiento a maquinar contra el prójimo e inventar intolerables supercherías, y que por ello temen la pluma y el papel, y que, por último, se sirven de las buenas palabras, no en provecho del prójimo y la patria, sino para fascinar y adorme­cer el juicio de quienes se han asociado con ellos en diversos acuerdos y asuntos. La perfidia de usted para conmigo señor mio, se revela en lo que manifiesto a continuacion.

En primer lugar, cuando de manera clara y tajante le describí en mi carta mi situación y le preguntaba ade­más en mi primera carta ~que queria dar usted a entender, señor mío, con ciertas frases y alusiones re­ferentes en particular Evgeni Nikolaich, trató usted de no darse por enterado, y después de provocar mi indignación con dudas y sospechas, decidió usted, sin más, esquivar el asunto. Más tarde, después de hacerme víctima de actos a los que no cabe dar nombre deco­roso, empezó usted a decirme por carta que se sentía herido. ¿Qué calificativo, señor mío, cabe dar a esto? Luego, cuando cada minuto me era precioso y usted me obligó a persegitirle por toda la capital, me escribió usted, so capa de amistad, cartas en las cuales omitía deliberadamente toda referencia a nuestro asunto y me hablaba de cosas impertinentes, por ejemplo, de las dolencias de su esposa de usted, señora para mí muy respetable en todo caso, y de que a su pequeño le ha­bían recetado ruibarbo porque le estaban saliendo los dientes. A todo esto aludía usted en cada una de sus cartas, con regularidad que me resultaba indigna e injuriosa. Comprendo, por supuesto, que los padeci­mientos de un hijo atormenten el alma del padre, pero ¿a qué aludir a ellos cuando lo que importa es otra cosa mucho más apremiante y necesaria? Mantuve silencio y me cargué de paciencia; pero ahora, cuando ya ha pasado tiempo, considero mi deber hablar claro. En fin, que con haberme dado citas falsas a menudo y con perfidia, usted me ha obligado, por lo visto, a hacer un papel de bobo y payaso que nunca he tenido intención de representar. Más tarde, después de invi­tarme previamente a su casa y, naturalmente, de enga­ñarme, me dice usted que ha sido llamado a la cabecera de su tía enferma, quien ha sufrido un ataque a las cinco en punto, justificándose así con vergonzosa pre­cisión. Por fortuna, señor mío, he tenido tiempo de hacer indagaciones en estos tres días y me he enterado de que su tía tuvo el ataque en la víspera del 8, poco antes de medianoche. Veo, pues, que se aprovecha usted de la santidad de las relaciones familiares. Para engañar a quienes le son enteramente extraños. Para concluir, en su última carta habla usted de la muerte de su pariente como si hubiera ocurrido en el momento preciso en que yo debía presentarme en casa de usted para hablar de los asuntos que usted sabe. En este caso la bajeza de los cálculos y embustes de usted re­basa los límites de lo probable, ya que por informes del todo fehacientes, a los que afortunadamente he podido recurrir muy a propósito y oportunamente, supe que su tía falleció 24 horas después de cuando usted dice mendazmente en su carta que ocurrió el falleci­miento. Si fuera a contar todos los indicios por los que he llegado a saber su perfidia para conmigo sería el cuento de nunca acabar. Al observador imparcial le bastaría con ver cómo en todas sus cartas me llama usted su muy sincero amigo y me colma de nombres lisonjeros, cosa que, por lo que colijo, hace sólo para acallar mi conciencia.

Paso ahora al principal ejemplo de su mala fe y falsía para conmigo, a saber, el silencio ininterrumpido que en días recientes Mantiene usted en todo lo que toca a nuestros intereses comunes; el hurto maligno de la carta en que, de manera oscura y no del todo comprensible para mí, exponía nuestro acuerdo y con­venio, previo préstamo bárbaro y forzoso de 350 rublos, sin recibo, que exigió usted de mí en calidad de consocio; y, por último, en las viles calumnias de que hace objeto a nuestro común conocido Evgeni Niko­laich. Ahora veo claro que lo que quería usted sugerir era, si se permite la expresión, que ese joven es como el macho cabrío que no da leche ni lana, que no es ni fu­ ni fa, ni chicha ni limonada, lo que caracterizaba usted como vicio en su carta del 6 del corriente. Yo, sin em­bargo, conozco a Evgeni Nikoiaich como joven modesto y de buenas costumbres, apto sin duda para merecer, encontrar y ganarse el respeto de todos. También me he enterado de que todas las noches, durante dos semanas enteras, jugando a las cartas con Evgeni Nikolaich, ha llegado usted a embolsarse algunas decenas de rublos y, a veces, hasta algunos centenares. Ahora, sin embargo, se retracta usted de todo esto, y no sólo se niega a re­sarcirme por mis esfuerzos, sino que se ha apropiado mi propio dinero, halagándome de antemano con el título de consocio y engatusándome con los diversos benefi­cios que de ello me resultarían. Ahora, después de haberse apropiado ilegalmente mi dinero y el de Evgeni Nikolaich, se niega usted a compensarme y recurre a una calumnia con la que denigra injustamente a quien presenté en su casa a costa de grandes afanes y esfuer­zos. Pero, por otro lado, según dicen los amigos, está usted ahora a partir un piñón con él y se hace pasar ante todo el mundo como su mejor amigo, aunque no hay tonto, por muy tonto que sea, que no se dé cuenta de adónde apuntan las intenciones de usted y qué sig­nifican en realidad sus relaciones amistosas. Yo, por mí, diré que significan engaño, perfidia, olvido del deco­ro y los derechos humanos, todo ello en ofensa de Dios y de todo punto abominable. Me pongo a mí mismo como ejemplo y muestra. ¿En qué le he ofendido yo a usted para que me trate de forma tan desvergonzada?

Cierro esta carta. He puesto las cosas en claro. Ahora, para terminar, si usted, señor mío, tan pronto como reciba la presente no me devuelve en su totalidad 1) la cantidad que le entregué, 350 rublos, y 2) no me manda las otras cantidades que, según promesa suya, me corresponden, recurriré a todos los medios posibles para obtener la restitución, tanto a la fuerza pura y simple como al amparo de las leyes; y, por último, le manifiesto que obran en mi poder ciertos testimonios que, mientras sigan en manos de este su servidor y ad­mirador, pueden manchar y destruir el nombre de us­ted a los ojos del mundo entero. Me reitero, etc.


VII


(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)


15 de noviembre


Ivan Petrovich:

Cuando recibí su misiva tan grosera como extraña sentí al pronto el deseo de hacerla pedazos, pero la guardé como cosa curiosa. Por lo demás, lamento de corazón las incomprensíones y contrariedades que han surgido entre nosotros. Estuve por no contestarle, pero me es indispensable hacerlo. Cabalmente con estos renglones quiero indicarle que me será muy desagradable en todo momento recibirle a usted en mi casa, y que lo mismo digo de mi mujer. Anda delicada de salud y no le sienta bien el olor del alquitrán.

Mi mujer envía a la esposa de usted un libro que dejó en nuestra casa, Don Quijote de la Mancha, y le queda muy agradecida. En cuanto a los chanclos que dice usted que se dejó aquí en su última visita, debo informarle que desgraciadamente no aparecen por nin­guna parte. Se seguirán buscando, pero si no se en­cuentran, le compraré unos nuevos. Quedo de usted, etc.


VIII


(El 16 de noviembre Pyotr Ivanych recibe por correo interior dos cartas dirigidas a su nombre.

Abre la primera y saca de ella una nota, cuidado­samente doblada, en papel color de rosa claro. La letra es de su mujer. Está dirigida a Evgeni Niko­laich con fecha 2 de noviembre. No hay nada más en el sobre. Pyotr Ivanych lee:)


Amado Eugéne: Fue del todo imposible ayer. Mi marido permaneció toda la velada en casa. Ven mañana sin falta a las once en punto. Mi marido se va a Tsars­koye a las diez y media y no volverá hasta media noche. Estuve furiosa toda la noche. Te agradezco el envío de la correspondencia y noticias. ¡Qué montón de pa­peles! ¿De veras que ella los ha emborronado todos? Por otra parte, tiene estilo. Gracias, veo que me quieres. No te enfades por lo de ayer y, por lo que más quieras, ven mañana.


A.


(Pyotr Ivanych abre el segundo sobre.)


Pyotr Ivanych:

Ni que decir tiene que de todos modos no hubiera vuelto a poner los pies en casa de usted; en vano, pues, me lo dice usted por escrito.

La semana que viene salgo para Simbirsk. Como apreciadísimo y estimadísimo amigo le queda a usted Evgeni Nikolaich. Buena suerte y no se preocupe usted por lo de los chanclos.


IX


(El 17 de noviembre Ivan Petrovich recibe por correo interior dos cartas dirigidas a su nombre. Abre la primera y saca de ella una nota escrita de prisa y con descuido. La leta es de su mujer. Está dirigida a Evgeni Níkolaich con fecha 4 de agosto. No hay nada más en el sobre. Ivan Petrovich lee:)


¡Adiós, adiós, Evgeni Nikolaich! Que Dios le premie también por esto. Sea usted feliz, aunque para mí sea cruel el destino. ¡Qué horrible! Así lo quiso usted. Si no hubiera sido por mi tía, no hubiera depositado mi con­fianza en usted. No se burle de mi tía ni de mí. Mañana nos casan. Mi tía está contenta de haber hallado a un hombre bueno que me acepta sin dote. Hoy me he fija­do bien en él por primera vez. Parece que es muy bue­no. Me dan prisa. Adiós, adiós, amado mío. Acuérdese de mí alguna vez; yo no le olvidaré nunca. Adiós. Firmo esta última como firmé la primera. ¿Recuerda?

Tatyana


(La segunda carta reza así:)


Ivan Petrovich:

Mañana recibirá usted unos chanclos nuevos. Yo no acostumbro a sacar cosas de bolsillos ajenos, ni gusto de recoger basura por esas calles.

Evgeni Nikolaich va a Simbirsk dentro de unos día por asuntos de su abuelo y me pide que le gestione un compañero de viaje. ¿Se anima usted?


FIN

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