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domingo, abril 15, 2007

CUENTOS DE CANTERBURY // SECCION I

SECCIÓN PRIMERA
1. PRÓLOGO GENERAL.
2. EL CUENTO DEL CABALLERO.
3. DIÁLOGO ENTRE EL ANFITRIÓN Y EL MOLINERO.
4. EL CUENTO DEL MOLINERO.
5. PRÓLOGO AL CUENTO DEL ADMINISTRADOR O EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR. PRÓLOGO AL CUENTO DEL COCINERO.
6. EL CUENTO DEL COCINERO.


1. PRÓLOGO GENERAL

Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mi­tad de su camino en el signo de Aries; las avecillas, que duer­men toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos. En esta época la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir que les ayudó cuando esta­ban enfermos.
Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Ta­bardo», de Southwark, en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. Pertenecían a diversos esta­mentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury.
Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibi­mos el cuidado más esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me habían acepta­do en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para empren­der el viaje como les voy a contar.
Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la his­toria, describir, mientras tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran, de qué cla­se social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero.
El Caballero era un hombre distinguido. Desde los inicios de su carrera había amado la caballería, la lealtad, honorabi­lidad, generosidad y buenos modales. Había luchado con bravura al servicio de su rey. Además había viajado más le­jos que la mayoría de los hombres de tierras paganas y cris­tianas. En todas partes se le honraba por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría. Casi siempre se le otorgó el lugar de honor con preeminencia a los caballeros de todas las otras naciones cuando estuvo en Prusia. Ningún otro caba­llero cristiano de su categoría había participado más veces en las incursiones por Lituania y Rusia. También había interve­nido en el sitio de Algeciras en Granada, luchado en Benma­rin y tomado Ayar y Atalia, y en expediciones por el Medi­terráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas batallas y entablado combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y siempre había dado muerte a su rival. Este dis­tinguido Caballero había asistido al rey de Palacia en sus lu­chas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre con­siguió una gran reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la modestia de una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie. A decir verdad, era un perfec­to caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus montu­ras eran excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Ves­tía un sobretodo de algodón grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus expediciones y se disponía a peregrinar.
Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, apren­diz de Caballero y enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría, al parecer los veinte años. Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza. Ha­bía intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía. En tan poco tiempo se había comportado excelen­temente y esperaba obtener el favor de su dama. Iba adoma­do como pradera repleta de frescas flores, rojas y blancas. Todo el día tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de mayo. Su túnica, corta y de anchas y largas mangas.
Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la letra de sus canciones, lidiar en tor­neos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un amante tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor. Era cortés, modesto, servicial y corta­ba la carne para su padre en las comidas.
El Asistente era el único criado que acompañaba al Caba­llero en aquella ocasión: así lo había querido. Iba vestido de verde -jubón y capucha-, con un haz de agudas flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano en bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los apa­rejos de su grado: sus flechas nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien dispuestas.
En la mano llevaba un potente arco. Su tez era morena, su cabello cortado a cepillo y era hábil en todo lo relacionado con el trabajo de la madera. Llevaba el brazo protegido por una pieza de cuero, y a un costado, la espada y el escudo; al otro, una daga de buena montura, aguda como la punta de una espada; sobre el pecho, una medalla de San Cristóbal de plata brillante. De un cinturón verde, en bandolera, le colga­ba el cuerno. Era un verdadero hombre de los bosques
También había una Monja, una Priora que sonreía de modo natural y sosegado; su mayor juramento era: «¡Por San Eligio!». Se llamaba señora Eglantine. Cantaba bonitamen­te las horas litúrgicas, pero entonadas con voz nasal. Habla­ba un francés bueno y elegante, según la escuela de Strafford at Bow, porque desconocía el francés de París .
En la mesa mostraba en todo sus buenos modales. De su boca nunca caía migaja alguna o se humedecían sus dedos por meterlos codiciosamente en la salsa. Cuando se llevaba la comida a la boca tenía cuidado en no derramar gota alguna sobre su toca. Mostraba gran interés por los buenos modales. Se secaba el labio superior con tanto cuidado, que no dejaba la más mínima señal de grasa en el borde de su copa después de haber bebido. Al comer tomaba los alimentos con delica­deza. Era muy alegre, agradable y amistosa. Se esforzaba en imitar la conducta cortesana y cultivar un porte digno, de for­ma que se le considerase persona merecedora de respeto.
Era tan sensible y de corazón tan delicado y lleno de com­pasión que lloraba si veía a un ratón atrapado, sobre todo si sangraba o estaba muerto. Cuidaba unos perrillos, a los que alimentaba con carne frita, leche y pan de la mejor calidad. Si uno de ellos moría o alguien cogía un palo amenazándo­los, lloraba amargamente. Era todo sensibilidad y ternura de corazón. Llevaba su toca adecuadamente plegada. Su nariz estaba bien formada; sus ojos eran grises como el vidrio; su boca, pequeña, pero suave y roja. Su frente, sin embargo, era amplia; posiblemente tendría un palmo de amplitud. A decir verdad, estaba bastante desarrollada.
Sus vestidos eran, a mi entender, elegantes. Llevaba en el brazo un rosario de pequeñas cuentas de coral, intercaladas con otras grandes y verdes; de él colgaba un broche dorado y brillante que tenía escrita una A coronada y debajo el lema: Amor vincit omnia.
Como secretaria y ayudante le acompañaba otra Monja, su capellán y tres sacerdotes. Se hallaba también un Monje de buen aspecto, adminis­trador de las posesiones del convento y amante de la caza; un hombre cabal con cualidades más que sobradas para con­vertirse en abad. Guardaba muchos y hermosos caballos en el establo. Mientras cabalgaba, se podía escuchar a pleno viento silbante el tintineo de las campanitas con la misma claridad y fuerza que el de la campana de la capilla del con­vento filial del que era prior. Como la regla de San Mauro o de San Benito le resultaba anticuada y demasiado estricta a este monje, descuidaba las normas pasadas de moda y se guiaba por otras más modernas y mundanas.
Le importaba un comino el texto en donde se afirmaba que los cazadores no pueden ser santos; o que monje que no guar­de la clausura, o sea, monje fuera del convento, es como un pez fuera del agua; para él todo esto eran tortas y pan pintado.
Su opinión me parecía correcta. ¿Por qué debía estudiar y malgastar su talento en libros de convento, o dedicarse al tra­bajo manual y trabajar como lo ordenó San Agustín? Que se quede Agustín con su trabajo manual. Por eso era un cazador empedernido de a caballo. Poseía podencos veloces como pájaros. Todo su placer consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar en gastos.
Vi que sus bocamangas estaban ribeteadas con pieles, gri­ses y costosas, las mejores del país. Le sujetaba la capucha un broche labrado en oro, rematado con un complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante como bola de cristal, al igual que la cara; parecía que la hubieran ungi­do. Estaba rechoncho y gordinflón.
Sus ojos, saltones e inquietos, relampagueaban como as­cuas bajo el caldero. Llevaba unas botas flexibles y su caballo era perfecto. Más parecía un vistoso prelado que un ajado es­píritu. Su plato favorito era el pavo cebado rustido. Su mon­tura, de color castaño bayo.
Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de aspecto solemne. No existía en las cuatro Ordenes mendicantes nadie que le superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas jóve­nes. Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran consideración y recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así como de las señoras ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un simple párroco: era licencia­do de su Ordene. Escuchaba las confesiones con dulzura y ab­solvía con gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La generosidad con una Orden mendicante era, para él, la me­jor señal de una buena confesión. Ante la dádiva se vanagloria­ba de conocer el arrepentimiento de un hombre. A tanto llega la dureza de corazón, que mucha gente, aun con remordi­miento sincero, no puede llorar. Por consiguiente, las oracio­nes y lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero a los pobres frailes. Llevaba siempre la capucha cargada de cu­chillos y agujas para hermosas mujeres.
¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón mejor que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hom­bre de tan distinguida posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni lucrativo tratar con semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por esto ofrecía humil­de y amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada.
Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendi­cante de su comunidad. Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún miembro de su fratemi­dad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.
Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasi­vo resultaba su In Principio, que siempre obtenía alguna pe­queña dádiva antes de partir. Lo que recogía superaba con creces a sus ingresos legales.
En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda. Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de estudiante.
Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde. Tartamudeaba un tanto, con cierto amaneramien­to para hacer su inglés más atractivo. Cuando tocaba el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo las cejas como estrellas en noche de helada. Este singular fraile se ape­llidaba Hubert.
Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas. Sobre la cabeza, un sombrero flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos benefi­cios que obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwe quedaran navegables a cualquier precio.
Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su cerebro en provecho propio. Todos ig­noraban que estaba adeudado (tan dignamente ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un personaje nota­ble, pero, en verdad, no recuerdo su nombre.
También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando lógica. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para ejercer un empleo.
Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudi­ción todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las almas de los que le facilitaban di­nero para proseguir su formación. Dedicaba la máxima aten­ción y cuidado al estudio.
Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siem­pre con circunspección, brevedad y concisión, y selecto vo­cabulario. Sus palabras impulsaban hacia las virtudes mora­les. Disfrutaba estudiando y enseñando.
No faltaba también un Magistrado, prudente y habilido­so, que frecuentaba los porches, y era muy conocido, dis­creto y distinguido; o al menos así lo parecía; sus palabras re­zumaban sabiduría. Había actuado como juez en los proce­sos por real decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y vestidos. Nunca compró nadie propiedades por tan poco; los asuntos más embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga.
Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, toda­vía lo parecía más de lo que en realidad lo estaba. Conocía todos los casos legales y decisiones que se habían dictamina­do en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Con­quistador. Se sabía las leyes de memoria.
Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de margarita. Era de temperamento san guíneo. Por las mañanas le apetecía pan remojado en vino.
Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto, nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad en sumo grado. Era el San Julián de su comarca. Su pan y cerveza poseían una calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos se­lectos. La despensa rebosaba de tortas, pescados, carne... Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los refi­namientos que imaginarse puedan y variaba los platos y co­midas de acuerdo con las distintas estaciones del año.
Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de agua dulce, brecas y lucios, en un estan­que. ¡Ay del cocinero si no condimentaba la salsa fuerte y pi­cante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su comedor siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles co­mensales.
Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido elegido representante por su conda­do. De su cinto colgaba una pequeña daga y una bolsa blanca cual leche recién ordeñada. Había desempeñado tam­bién el cargo de sheriffy de supervisor en el pago de impues­tos. En resumen, era un respetabilísimo terrateniente.
Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y un Tapicero, todos ataviados con li­brea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no terminaban en latón, sino que estaban delicadamente mon­tadas con plata forjada cincelada, haciendo juego con sus cinturones y bolsas. Cada uno parecía un auténtico ciuda­dano de burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa consistorial y su capacidad y buen juicio, aparte de sufi­cientes posesiones e ingresos, para ostentar el cargo de conce­jal. Para esto todos ellos contarían con el entusiasta asenti­miento de sus esposas -de lo contrario, dichas señoras me­recerían total reprobación. Pues resulta muy agradable ser llamada «Doña» y desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y que le lleven a una el manto con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal ocasión, a un Cocinero que se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de tuétano, sazonándolo con pimienta y especias. ¡Y lo bien que conocía el sabor de la cerveza de Londres!. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero era una verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos así pensaba yo, pues hacía budín de arroz condi­mentado con salsa blanca con los ejemplares de pollo más selectos.
Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental del país; me imagino que procedía de Dartmouth. Cabalgaba lo mejor que podía, montado so­bre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que le llegaba a las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa que le rodeaba el cuello. El cálido ve­rano había tostado su piel; era todo un pillastre, capaz de echarse al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos mientras los mercaderes dormían. No tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía, arrojaba a sus prisione­ros por la borda y les enviaba a casa por mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a Cartagena no había quien le igualara en conocimientos marinos para calcular mareas, co­rrientes y calibrar los peligros que le rodeaban; o en su expe­riencia de puertos, navegación y cambios de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su barba había recibido el azote de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los puertos existentes entre Gottland (Suecia) y el cabo Finiste­rre y todas las ensenadas de Bretaña y España. Su barco se llamaba Magdalena.
Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar remedios a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más propicio para fabricar talismanes para sus clientes. Sa­bía diagnosticar toda suerte de enfermedades y decir qué or­gano o cuál de los cuatro humores -el caliente, el frío, el húmedo o el seco-- era el culpable de la dolencia. Era un médico modelo. Tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la medicina corres­pondiente, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en beneficio del otro -su asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado en los autores antiguos de la clase médi­ca: Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall, Galeno, Serapio, Rhazes, Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino, Ber­nardo, Gaddesden y Gilbert. Era moderado para su propia dieta: no contenía nada superfluo, sino sólo lo que era nutri­tivo y digestivo. Raramente se le veía con la Biblia en las ma­nos. Vestía ropajes de color rojo sangre y azul grisáceo, forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era ningún manirro­to, sino que ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste. En la medicina, el oro es un gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial.
Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que proce­día de las cercanías de la ciudad cle Bath; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a superar incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante. Ninguna mujer de su pa­rroquia osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino lienzo; y me atrevo a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza pesaba diez libras. Sus medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba tensas; calzaba relucientes zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión, altanera, y su talante, gracioso. Toda su vida había sido una mujer respetable. Se había casado consecutivamente por la Iglesia con cinco maridos, sin con­tar sus varios amores de juventud, de los que no es preciso hablar ahora. Había visitado Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos ríos del extranjero; había estado en Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de Compostela y en Colonia, por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que tenía los dientes separados. Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza. Una fal­da exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus ta­lones llevaba un par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras carcajadas. Sin duda conocía to­dos los remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra.
Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad, pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre culto, un erudi­to que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y en­señaba con devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador y paciente en la adversidad -pues había estado sometido con frecuencia a duras prue­bas-, se sentía reacio a excomulgar a los que dejaban de pagar el diezmo. A decir verdad, solía repartir entre los po­bres de su parroquia lo que le habían dado los ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas y muy distantes entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie, con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más alejados, tanto si eran de alta alcurnia como de baja condición. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar, luego predicar. Era un precepto que había sacado del Evangelio, al que aña­día este proverbio: «Si el oro puede oxidarse, ¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura en el que confiamos está co­rrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre corrien­te se corrompa también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una vergüenza que el pastor se halle cubierto de es­tiércol mientras sus ovejas están limpias?
Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin mácula. Él no era de los que recogían su be­neficio y dejaban a las ovejas revolcándose en el fango mien­tras coman a la catedral de San Pablo en Londres en pos de una vida fácil, como una chantría, en la que, les pagaran para cantar misas por el alma de los difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino de los que permanecían en casa vi­gilantes sobre su rebaño para que el lobo no le hiciese daño. Era un pastor de ovejas, no un sacerdote mercenano. Pero, a pesar de su virtud, no despreciaba al pecador. Su forma de hablar no era ni distante ni severa; al revés, se mostraba con­siderado y benigno al impartir sus enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para el cielo mediante el ejemplo de una vida modélica. Sin embargo, si alguien -sin importarle su rango- se empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una severa amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor sacerdote. Nunca busca­ba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio de Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de la letra.
Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de es­tiércol que había llevado en el carro este buen y fiel trabaja­dor! Vivía en paz y armonía con todos. En primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo. Trillaba, cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el au­mento de su ganado, sin escatimar nada. Cabalgaba humilde­mente sobre una yegua y vestía una holgada camisa de labriego.
Por último, había un Administrador, un Molinero, un Al­guacil, un Bulero, un Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravi­llas en las justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su bar­ba era pelirroja como el pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su anchura, semejante a una azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga de la que surgía un penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. Sus fosas nasales eran inmensas y negras. En bandolera ceñía espada y escudo. Tenía una boca­za ancha como la puerta de un horno y su hablar era general­mente obsceno y picante. Contaba chistes irreverentes y era todo un parlanchían goliárdico. Y hay que ver lo bien que se sabía todos los trucos de su oficio, como sisar grano y co­brar tres veces el justo valor; sin embargo, era bastante hon­rado para ser molinero. Vestía una chaqueta blanca y una ca­peruza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la gaita.
Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra. Ahora bien, ¿no es nota­ble ejemplo de la gracia de Dios que el ingenio de un hom­bre sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un grupo de hombres cultos? Sus superiores eran más de trein­ta, y todos ellos eruditos y expertos en cuestiones legales. Ha­bía una docena de ellos en el Colegio capaces de manejar las rentas y las tierras de cualquier par de Inglaterra de modo que, a no ser que éste fuese un loco despilfarrador, podría vi­vir honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al menos, del modo sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un condado sobre cualquier pleito que pudie­ra surgir. A pesar de todo ello, este tal administrador podía engañar a todos ellos juntos.
Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte superior de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un sacer­dote. Sus piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no se veían. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía con él. Observando la se­quía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con bastan­te precisión el rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su dueño, tanto bovino como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y las aves de corral, estaban a cargo de este hombre, que había tenido que rendir cuentas desde que su amo cumplió los veinte años. Nadie podía de­mostrar que iba atrasado en los pagos. Estaba al corriente de todos los trucos y timos realizados por los administradores, vaqueros y trabajadores de la granja, por lo que le temían como a la peste. Residía en una bonita casa sombreada por frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar mejor que su dueño y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy ducho en obsequiar a su amo con re­galos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de carpintero. Montaba una robus­ta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba «Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada herrumbrosa. Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en Norfolk. Llevaba el gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y siempre era el que cerraba el cortejo cuando cabalgábamos.
En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menu­dos ojos y rostro encendido como el de un querubín, total­mente cubierto de granos. Era cachondo y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas ce­jas negras y su escuálida barba. Ni el mercurio, el blanco de plomo, el azufre, el bórax, el albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y queman podían librarle de las blancas pústulas o de los botones granulentos que llenaban sus mejillas. Tenía una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros y por beber un fuerte vino tinto, rojo como la san­gre de toro, que le hacía bramar y charlar como si estuviera chiflado; cuando estaba realmente borracho de vino no ha­blaba más que en latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido de algún edicto, lo que no es de extrañar, puesto que oía latín durante todo el día, pues, como se sabe, cualquier individuo puede enseñar a un grajo a pronunciar wat igual que el mismísimo Papa. Sin embargo, si se hurga­ba más en él, se descubría que era poco profundo; todo lo que sabía hacer era repetir como un loro questio quid juns una y otra vez.
Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan imaginar. Por un litro escaso de vino permi­tía a cualquier camarada conservar su concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de se­ducir a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartela­do con una chica, solía decirle que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal caso, a menos que creye­ra que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues era pre­cisamente en la bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del Arcediano», solía decir. Pero estoy seguro de que mentía como un bellaco; los culpables deben temer el signi­ficavit porque destruye el alma de la misma forma que la ab­solución la salva, y, por consiguiente, también debía estar al cuidado del mandato judicial que los metía en la cárcel. To­das las prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su confidente y único ase­sor y consejero. Este alguacil había colocado sobre su cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las facha­das de las cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta.
Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival, su ami­go y compañero del alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba en voz alta «Acérca­te, amor», mientras el alguacil entonaba la parte baja con mas estridencia que una trompeta. El cabello de este Bulero tenía el color amarillo cual la cera y lo llevaba lustroso y bri­llante como madeja de lino; los rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde descansa­ban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo cuando andaba sin caperuza, que llevaba meti­da en un hato. Por el hecho de llevar el cabello suelto y sin cubrir, salvo por un pequeño solideo, pensaba estar a la últi­ma moda. Tenía unos grandes ojos saltones como los de un conejo. En la parte interior del solideo llevaba cosida una pe­queña reproducción del lienzo de la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su regazo, iba llena a reventar de indulgen­cias, todavía calentitas, procedentes de Roma. Tenía una voz delgada como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de barba, que parecía no tener ganas de crecer; su cu­tis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé por castra­do o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde Berwick a Ware no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en su bolsa guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo de Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca perte­neciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio lleno de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo cam­pesino sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo en dos meses. Es decir, por medio de una des­carada adulación y un poco de pases y visajes se metía al clé­rigo y a su gente en el bolsillo. Si queremos ser justos con él, en la iglesia era, desde todos los puntos de vista, un buen eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o una parábola, pero sobresalía en el himno del ofertorio, porque después de haberlo cantado, consciente de que tenía que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar dinero a los fieles con su hablar meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y alegría.
Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo y número que formaba nuestro gru­po y la razón por la que se reunieron en esta excelente posa­da de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La Cam­pana». Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos la noche en que llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del resto del peregrinaje. Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en no atri­buirme falta de refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sen­cillo al dar cuenta de su conversación y conducta y reproduz­co las palabras exactas que utilizaron. Pues ya saben ustedes tan bien como yo que quien repite una historia o un cuento que ha explicado otro, debe hacerlo reproduciendo con la máxima fidelidad posible las palabras que se le han confiado, por grosero o descuidado que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar el cuento o reinventarlo o encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre sea su hermano, no debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cuales­quiera que fueren. En la Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero, como ustedes saben, esta con­dición no constituye ningún atentado al buen gusto. Ade­más, Platón dice (como cualquiera que le lea puede compro­bar por sí mismo): «Las palabras deben corresponder a la ac­ción». Por ello les ruego que me perdonen si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el or­den en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer.
Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a to­dos y nos asignó inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un adecua­do maestro de ceremonias para cualquier sala. Era corpulen­to, de ojos saltones (no hay ciudadano en Cheapsides con mejor presencia que él), atrevido en el hablar, pero astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además era bastante bromista, puesto que, después de cenar, cuando habíamos pagado cada uno la cuenta, empezó a hablar de proporcio­narnos diversión, diciendo:
-Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si afirmo que no he visto compañía más agra­dable bajo mi techo en lo que va de año. Si supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión... Pero acaba de ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un penique. Ustedes van a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo mártir les recompense! Sin embar­go, pueden divertirse relatando cuentos durante el camino. No tiene sentido cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les acabo de decir, idearé un juego que les aporte algu­na diversión. Si les gusta, acepten unánimemente mi deci­sión y hagan lo que les indicaré cuando partan mañana. Les juro por el alma de mi padre que podrán cortarme la cabeza si no lo pasan bien. Ni una palabra más. ¡Levanten todos la mano!
No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja al­guna en discutir su propuesta, por lo que la aceptamos sin re­chistar y le rogamos que nos diese las órdenes pertinentes.
-Damas y caballeros -empezó el anfitrión-, háganse a sí mismos un favor y escuchen lo que voy a decir y no menos­precien mis palabras. En resumen, he ahí mi propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto, de­berá contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la vuelta. Cuentos del estilo de «érase una vez...». El que relate su historia mejor -con el argumento más edificante y divertido- será obsequiado con un banque­te a costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en cabalgar junto a ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se someta a mi decisión deberá pagar todos los gastos del trayecto. Aho­ra, si ustedes están de acuerdo, háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y efectuaré los preparativos pertinentes.
Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que, tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos y que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser gobernados por sus decisiones en todo, por lo que unánime­mente nos sometimos a su buen juicio. Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos bebido, nos fui­mos a la cama sin dilación.
A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al rom­per el alba, nos despertó y nos reunió a todos en grupo. Sali­mos cabalgando un poco más rápido que al paso, hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss, donde nuestro an­fitrión tiró de la brida de su caballo y dijo:
-Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si en esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién le toca contar el primer cuento. El que se rebele contra mis disposiciones ten­drá que pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más beba ni una sola gota. Ahora, an­tes de proseguir, echemos suertes.
-Señor caballero -dijo él-, ¿quiere su señoría echar las suertes?, pues ésta es mi voluntad. Acérquese más, mi señora priora, y usted también, señor erudito; abandonen esa timi­dez y actitud comedida. ¡Todos a echar suertes!
Todos pusieron manos a la obra. Por cierto que, sea por ca­sualidad, destino o fatalidad, la verdad es que le tocó la chi­na al caballero, para deleite de todos. Por lo que ahora le co­rresponde a él relatar su historia, de acuerdo con lo estipula­do y según lo descrito. ¡¿Qué más puedo decir yo? Cuando el buen hombre vio cómo estaban las cosas, con gran sensatez cumplió la promesa que había hecho libremente, y dijo:
-Ya que me corresponde a mí iniciar el juego, así sea, ¡por Dios! y ¡bendita sea mi suerte! Ahora sigamos cabal­gando y escuchad lo que voy a decir.
Proseguimos nuestro viaje a caballo y enseguida empezó su animado relato con estas palabras.


2. EL CUENTO DEL CABALLERO

Nos cuentan viejas leyendas que había una vez un du­que llamado Teseo, dueño y señor de Atenas. No existía por entonces conquistador más poderoso bajo el sol. Había conquistado muchos reinos de inigualable riqueza y, por su caudillaje y valor caballeresco, incluso el país de las Amazonas, que por aquel entonces se llamaba Escitia, y se había casado con Hipólita, su reina. Se la llevó a vivir con él a su propio país, con la mayor pompa y esplen­dor, junto con Emilia, la hermana menor de aquélla. Y aquí dejo a este noble duque y a sus huestes armadas cabalgando victoriosamente y al son de la música hacia Atenas.
Si no resultara demasiado largo de narrar, describiría por­menorizadamente cómo fue vencido por Teseo y sus caballe­ros el país de las Amazonas y, muy especialmente, la encona­da batalla que sostuvieron los atenienses con ellas; cómo Hi­pólita, la feroz y hermosa reina de Escitia, fue asediada; la fiesta que se celebró cuando su boda y la gran tormenta que les sobrevino en la travesía hacia su patria. Pero, de mo­mento, debo omitir estos detalles, pues Dios sabe muy bien que tengo un gran campo que arar y que dispongo de débi­les bueyes para tal menester. El resto de mi relato es bastante largo, y no quiero robar el tiempo a los demás. Que cada uno relate su cuento cuando le corresponda, y veremos quién gana el banquete. Voy, pues, a reanudar mi narración donde la dejé.
El duque del que iba hablando estaba ya en las inmedia­ciones de la ciudad cuando, en medio de su alegría y triunfo, observó por el rabillo del ojo a un grupo de mujeres vestidas de negro, arrodilladas de dos en dos, en hilera, a lo largo del camino. Sus lloros y lamentos eran tales que jamás criatura viviente alguna había oído algo semejante; no cesaron en sus gemidos hasta que consiguieron agarrar la brida y la rienda de su caballo.
-¿Quiénes sois que así turbáis mi regreso al hogar y la ale­gría general con vuestras lamentaciones? preguntó Te­seo. ¿Por qué os quejáis y lamentáis así? ¿Acaso os moles­ta que reciba estos honores? ¿0 es que alguien os ha insulta­do u ofendido? Decidme qué es lo que debo enderezar y por qué razón vais así vestidas de negro.
Casi a punto de desmayo, con un semblante pálido como la muerte que partía el corazón, la dama de más edad empe­zó a hablar:
-Mi señor, a quien la diosa Fortuna ha concedido la victoria y todos los honores dignos de un conquistador, no nos molestan ni vuestros laureles ni vuestro triunfo, sino que os pedimos ayuda y gracia. ¡Tened piedad de nuestra pena y de nuestro infortunio! Que de la nobleza de vuestro corazón caiga al menos una gota de piedad sobre nosotras, pobres mujeres, pues, mi señor, no hay ninguna de nosotras que, en el pasado, no haya sido duquesa o reina. Pero ahora, como podéis ver, somos las más infelices de las mujeres, gracias a la rueda traicionera de la diosa Fortuna que hace que los asun­tos no nos sean propicios. Creednos, mi señor: hemos esta­do aguardando vuestra llegada en el templo de la diosa de la Piedad durante dos semanas enteras. Ahora, señor, ¡ayudad­nos, ya que podéis hacerlo!
»Yo, que lloro aquí mi desgracia, fui en el pasado la espo­sa del rey Capaneo, el que sucumbió en Tebas. ¡Maldito sea aquel infausto día! Todas las que aquí sollozamos, vestidas de negro, perdimos a nuestros esposos durante el asedio de la ciudad. ¡Ay de nosotras! En este preciso momento, el an­ciano Creón, ahora señor de Tebas, lleno de cólera e iniqui­dad está deshonrando sus cadáveres: con desprecio tiránico ha hecho amontonar los cuerpos degollados de nuestros es­posos y no quiere ni oír hablar de quemarlos o de darles se­pultura, sino que, lleno de desprecio, los arroja a los perros para que los devoren.
Al decir esto cayeron de bruces, gritando lastimosamente: -Tened compasión de nosotras, infortunadas mujeres, y dejad que nuestro dolor penetre en vuestro corazón. Cuando el duque les oyó hablar, de un salto se apeó del caballo, con el corazón lleno de compasión al ver la desgra­cia y abandono de aquellas mujeres que habían tenido tan alto rango. Sintió tan intensa piedad, que parecía que el co­razón le iba a estallar. Levantó con sus brazos a cada una de ellas y trató de infundirles ánimo, jurando por su condición de caballero que utilizaría todo su poder en vengarlas del ti­rano, hasta que toda Grecia conociera la forma en que Teseo iba a dar a Creón

la muerte a que se había hecho acreedor. Entonces, desplegó de inmediato su estandarte para congre­gar a sus hombres y se dirigió contra Tebas con todo su ejér­cito. Ni siquiera media jornada se acercó a Atenas para des­cansar, sino que aquella noche pernoctó en el camino que conducía a Tebas. Envió a la reina Hipólita y a su joven y en­cantadora hermana Emilia a la ciudad de Atenas para que permanecieran allí mientras él seguía cabalgando. ¿Qué más puedo decir?
La roja imagen de Marte con su lanza y escudo resaltaba su gran estandarte blanco hasta que su reflejo brilló en todos los puntos de los campos que atravesó, junto al estandarte llevaba un pendón de oro, bordado con la figura del Mino­tauro, que había conquistado en Creta. De esta guisa el du­que conquistador cabalgó con sus huestes -la flor de la ca­ballería- hasta llegar a Tebas, donde se desplegaron en per­fecto orden de batalla.
Para abreviar el relato: luchó con Creón, el rey de Tebas, y le mató en noble combate, como corresponde a un valiente caballero. Entonces, tras derrotar a los hombres de Creón, asaltó la ciudad, derribando murallas, vigas y puntales. Lue­go, Teseo restituyó a las mujeres los cadáveres de sus esposos para que recibieran sepultura siguiendo los ritos funerarios de costumbre. Tardaría demasiado en describir el griterío de las mujeres como expresión de su dolor cuando fueron inci­nerados los restos de sus esposos o en relatar la solemne ce­remonia con que el noble conquistador de Teseo las obse­quió en su despedida, pues quiero que mi cuento sea lo más breve posible.
Tras haber matado a Creón, tomado Tebas y dispuesto de todo el reino a su antojo, el noble duque Teseo pemoctó en el campamento al aire libre. A continuación dispuso del país a su gusto; los saqueadores se dedicaron al pillaje de los ca­dáveres, despojándolos de armas y ropajes. Sucedió que en­tre los cuerpos amontonados encontraron a dos jóvenes caballeros, que yacían uno al lado del otro y que iban vestidos con el mismo escudo de armas. Sus armaduras, ricamente elaboradas, estaban perforadas por varios golpes mortales. Uno de los caballeros se llamaba Arcite; el otro, Palamón. Aunque estaban medio vivos o medio muertos, como que­ráis, los heraldos los reconocieron, sobre todo por su equipo y sus escudos de armas, como primos y miembros, a su vez, de la real casa de Tebas. Los saqueadores los apartaron del montón de cadáveres y los transportaron con todo cuidado a la tienda de Teseo, quien, rechazando cualquier clase de res­cate, los envió inmediatamente a Atenas condenados a cade­na perpetua. Después de dictar estas disposiciones, el noble duque y su ejército se dirigieron directamente a casa, corona­dos con los laureles conquistados allí, y, no hace falta decir­lo, vivió honrado y alegre el resto de sus días.
Mientras, Pala­món y su amigo Arcite permanecían encerrados para siempre en un torreón, sufriendo pena y oprobio. Con ninguna can­tidad de oro podría comprarse su libertad.
Así transcurrían los días y los años. Una mañana del mes de mayo ocurrió que Emilia -más hermosa que un lirio en su tallo verde y más lozana que el mes de mayo en su flori­do esplendor, pues su tez competía ventajosamente con las rosas- se había levantado y vestido antes de romper el alba como solía hacer a menudo.
Las noches de mayo no son propicias para el sueño. En esta época del año los corazones nobles se agitan y salen a su conjuro de su sopor:
-¡Levántate y rinde homenaje a la primavera!
Esto hizo recordar a Emilia que debía rendirse a los encantos del mes de mayo y se levantó de la cama. Imagináosla vestida con ropajes nuevos, con su cabello de un dorado rubio cayén­dole por la espalda en forma de trenza de casi una yarda de lon­gitud, vagando sin rumbo por el jardín al amanecer para reco­ger flores blancas y rojas y tejer con ellas una guirnalda para su cabeza y cantando con voz celestial como la de un ángel.
Un torreón enorme, de gruesos y recios muros, en el que estaban encarcelados los dos caballeros protagonistas de mi relato, constituía la mazmorra más importante del castillo y tenía una pared común con el muro que rodeaba el jardín en el que Emilia se estaba solazando. El sol brillaba aquella ma­ñana con todo su esplendor y el pobre cautivo Palamón se había levantado como de costumbre. Por condescendencia de su carcelero paseaba por una habitación elevada desde la que podía contemplarse la bella perspectiva de la ciudad y también el verdoso jardín por el que Emilia, tan radiante y lozana, se estaba paseando. Mientras, el cautivo Palamón andaba tristemente de un extremo a otro del aposento, com­padeciéndose de sí mismo y lamentándose en voz alta con cierta frecuencia: «¡Ay de mí! ¿Por qué habré nacido?» Fuera por casualidad o porque el destino lo había dispuesto así, su mirada se posó en Emilia, a través de una ventana fuertemen­te protegida con barrotes de hierro, cuadrados y macizos como si fueran estacas de madera. Al verla retrocedió dando un grito que le brotó de lo más profundo de su corazón. Al percibir el ruido, Arcite se puso en pie y preguntó:
-¿Qué te pasa, primo? ¿Por qué tienes esta mortal pali­dez? ¿Por qué has gritado? ¿Qué te ha alterado de esta for­ma? ¡Por el amor de Dios!, resígnate con nuestro encierro. No tienes otra alternativa. Estas penalidades son el designio de la diosa Fortuna; alguna disposición maligna de Saturno y de las constelaciones lo permite, a pesar de todo lo que po­damos hacer. Estaba ya escrito en las estrellas cuando naci­mos; por duro que sea, debemos aceptar nuestro destino. Palamón replicó:
-Verdaderamente, primo, estás muy equivocado. No fue esta cárcel la que me ha hecho gritar, sino porque mi ojo ha sido herido por una saeta que me ha llegado al corazón y me temo que resulte mortal. La belleza de la dama que he visto vagar por el jardín ha sido la única causa de mi grito y mi do­lor. No puedo asegurar si se trata de una diosa o de una mu­jer, pero creo que se trata de la propia Venus.
Entonces cayó de rodillas y dijo:
Venus, si es tu voluntad manifestarte en este jardín a una criatura tan apenada y desgraciada como yo, ayúdanos a es­capar de esta cárcel; sin embargo, si mi destino está irrevoca­blemente escrito y debo morir en cautividad, ten piedad de esta noble sangre humillada por la tiranía.
Pero mientras Palamón estaba hablando, los ojos de Arci­te divisaron también a la dama que paseaba por el jardín. Quedó tan conmovido ante su belleza, que si Palamón había resultado herido, Arcite lo fue también en el mismo o mayor grado. Con tristeza dijo: -La lozana belleza de esa muchacha que pasea por ahí me ha asestado un golpe tan repentino como mortal; si no llego a obtener su piedad y su favor para que, al menos, pue­da verla, seré hombre muerto. Es todo lo que puedo decir.
Cuando Palamón oyó estas palabras, replicó secamente: -¿Dices esto en broma o en serio?
-En serio y de buena fe -repuso Arcite-. Dios es testi­go de que no estoy de humor para chanzas.
Palamón frunció el ceño y contestó:
-No te honraría mucho serme desleal o traicionarme, si consideras que no solamente soy tu primo, sino tu hermano por juramento. Estamos unidos mutuamente por las más solemnes promesas hasta que la muerte nos separe. Ni tan sólo la muerte por tortura debe permitir que uno de nosotros es­torbe al otro en cuestiones de amor o de cualquier otra naturaleza. Al revés. Tú, mi querido hermano, debes acudir en mi ayuda fielmente, de la misma forma en que yo debo acudir en la tuya. Esta fue la promesa que nos juramos, y sé perfec­tamente que no te atreverás a negarlo. Por esta razón yo con­fié completamente en ti; pero ahora tú estás tratando traicio­neramente de amar a la dama que deberé querer y servir siempre hasta que mi corazón deje de latir. No, tú no lo ha­rás, falaz Arcite, ¡te aseguro que no lo harás! Yo fui el prime­ro en amarla; te comuniqué lo que me pasaba porque, como te dije, tú eres el confidente de mis secretos. Mi hermano por juramento dio su palabra de acudir a ayudarme y, por tanto, está obligado, en su calidad de caballero, a prestarme toda la ayuda que requiera. En otro caso te llamaré perjuro.
Arcite le reconvino desdeñosamente:
-Tú eres, más que yo, el que mayor probabilidad tiene de cometer perjurio. Tú si que has faltado a tu promesa, te lo digo francamente. Yo la amé con verdadera pasión antes que tú. ¿Qué dices a eso? Hasta ahora no sabías aún si era mujer o diosa. Tu amor es un efecto espiritual, mientras que el mío es el amor de un ser humano; por eso te he contado lo que me ha sucedido, como primo mío y hermano por ju­ramento.
»Demos por supuesto, dentro de esta discusión, que tú la amas en primer lugar. ¿No has oído jamás el viejo adagio que dice: "¿Quién puede imponer la ley a un amante?”. Por mi alma te aseguro que el amor es una ley más poderosa que cualquier otra decretada por hombres mortales. Por consi­guiente, todas las leyes hechas por los hombres y mandatos parecidos son quebrantados cada día por motivos de amor por todo tipo de gente. Un hombre ama contra toda razón.
Aunque tuviera que costarle la vida no tiene escapatoria, tan­to si ella es doncella, viuda o esposa. De todas formas, es muy dificil que uno de los dos conquistemos sus favores, puesto que, como muy bien sabes, estamos condenados a prisión perpetua y no existe rescate que pueda redimimos.
»Estamos peleando como aquellos dos perros que lucha­ron todo el día por un hueso y no lo consiguieron; mientras ellos reñían, llegó un gavilán y se lo llevó delante de sus pro­pias narices. Por ello, hermano mío, como en la alta política, que cada uno luche por sí mismo. Esto es todo lo que se pue­de hacer. Ámala si quieres, pero yo la amo y siempre la ama­ré. Querido hermano, cada uno de nosotros debe soportar estas cadenas y aceptar su suerte. Eso es todo.
Si tuviera tiempo describiría con todo detalle su larga y en­conada pelea, pero para abreviar os diré que, al final, un no­ble duque llamado Peroteo, que había sido amigo del duque Teseo desde que eran niños, llegó un día a Atenas. Solía ha­cer esto para tomarse unas vacaciones y visitar a su antiguo compañero de juegos. No había nadie a quien quisiera más en este mundo, y Teseo, en justa correspondencia, lo aprecia­ba con la misma intensidad y ternura. Tan grande era el apre­cio mutuo que se tenían, que los ancianos escribas refieren que cuando uno de ellos murió, su amigo fue y le bajó a bus­car a los infiernos. Pero ésa es otra historia.
El duque Peroteo sentía un gran aprecio por Arcite, pues durante muchos años le había tratado en Tebas. Después de mucho insistir, a instancias de Peroteo, el duque Teseo dejó salir a Arcite de la cárcel sin pagar rescate alguno y con liber­tad de ir a donde quisiera bajo la siguiente condición.
En términos sencillos, el convenio entre Teseo y Árcite fue éste: si Arcite era cogido vivo a cualquier hora del día o de la noche en los dominios de Teseo, sería decapitado; no tenía otra alternativa que despedirse y, sin dilación, volver a su patria. Era conveniente que no olvidase: el precio era su cabeza.
¡Qué angustia sufrió entonces Arcite! Sintió a la muerte penetrar en su corazón; lloró y se lamentó y lanzó quejidos lastimeros, esperando secretamente una oportunidad para suicidarse.
-¡Ay del día en que nací! -gritaba-, pues ahora mi cár­cel es más dura que antes. Estoy eternamente condenado a vivir, y no en el purgatorio, sino en el infierno. ¡Ay de mí! ¿Por qué conocí a Peroteo? De lo contrario habría permane­cido con Teseo, encadenado en su cárcel para siempre. En­tonces hubiera vivido en la felicidad en vez de la desespera­ción. El simple hecho de ver a la mujer que adoro habría sido más que suficiente para mí, aunque nunca conquistase su ca­riño. Querido primo Palamón -prosiguió-, en este caso saliste ganando. ¡Con qué felicidad sigues en la cárcel! ¿Qué digo? ¿Cárcel? ¡Paraíso!
»La diosa Fortuna ha cargado los dados en tu favor: tú dis­frutas de la presencia de Emilia, yo sufro su ausencia. Y es posible (pues tú estás cerca de ella y eres un caballero valien­te lleno de recursos) que tú, por casualidad -pues la Fortu­na es veleidosa-, más tarde o temprano alcances lo que de­seas. En cuanto a mí, exiliado y desprovisto de toda esperanza, me hallo en tal estado de desesperación, que ni la tierra, ni el fuego, ni el agua, ni el aire, ni criatura alguna hecha de estos elementos puede proporcionarme consuelo o remedio. Bien puedo perecer de desesperación y tristeza. ¡Adiós vida, alegría y felicidad!
»¡Ay! ¿Por qué la gente, en general, se queja de lo que dis­ponen Dios o la Fortuna, quienes con frecuencia y de tan di­verso modo arreglan los acontecimientos mejor de lo que ellos mismos podrían imaginar? Uno tiene riquezas, que pue­den causar su muerte o pérdida de la salud; otro es liberado de la cárcel, sólo para perecer bajo el cuchillo de sus criados al llegar a casa. Infinitas calamidades provienen de esta for­ma de proceder: no sabemos qué es lo que pedimos en ora­ción a los dioses aquí abajo. Nos comportamos como un hombre borracho como una cuba: sabe perfectamente que tiene un hogar al que dirigirse, pero desconoce dónde se ha­lla. Y el hombre bebido camina por senda resbaladiza. Así es como nosotros andamos por el mundo, en busca desespera­da de la felicidad, pero, generalmente, donde no se encuen­tra. Esto es cierto para todos nosotros, pero muy particular­mente para mí. Yo que tenía la idea de que si lograba escapar de la prisión mi felicidad y bienestar estarían asegurados, ahora me encuentro en el exilio y sin reposo para mi espíri­tu. Si no puedo verte, Emilia, no soy mejor que un cadáver viviente; no hay solución.
Cuando Palamón comprobó que Arcite se había marcha­do, dio tales gritos que la gran torre vibró con sus voces des­compasadas. Los grilletes que cercaban sus hinchados tobi­llos quedaron humedecidos por sus saladas y amargas lá­grimas.
-¡Oh primo Arcite! -exclamó-, Dios sabe que has sali­do el mejor librado en nuestra pelea. Ahora puedes andar a tus anchas por Tebas sin pensar en mi desgracia. Siendo un hombre astuto y decidido, tienes ocasión de reunir nuestras gentes y declarar contra Atenas una guerra tan feroz, que me­diante un ataque osado o algún tratado consigas a Emilia por dama y esposa -por quien yo debo perecer aquí. Compa­rando nuestras posibilidades, tu situación es muy superior a la mía, pues aquí estoy muriendo enjaulado. Tú eres un prín­cipe que ya no está en prisión, sino en libertad. Pero yo ten­go que llorar y lamentar toda mi vida la desgracia que acarrea el estar encarcelado, más las punzadas de dolor que provoca en mí el amor, lo que duplica mi tormento y mi pena.
Entonces se encendió en su pecho la llama de los celos y agarró su corazón con tal fuerza, que el color de su piel adop­tó el del boj o el de las cenizas de un fuego apagado, y gritó:
-¡Oh, vosotros, dioses crueles que gobernáis el mundo, sometiéndolo con vuestras leyes implacables y escribiendo vuestras decisiones y decretos eternos en tablas diamantinas!, ¿cómo puede preocuparos más la humanidad que las ovejas de un redil? Pues el hombre muere igual que cualquier otro animal y, a menudo, sufre arrestos y cárcel o padece pestes y adversidades sin culpa alguna. ¿Qué designio figura en vues­tra presciencia al atormentar al inocente y al que carece de toda culpa? Y lo que acrecienta toda esta penitencia es que el hombre se ve obligado a caminar según las leyes de Dios y debe reprimir sus deseos, mientras que una bestia es libre de hacer lo que le parece; una vez muerto, no se siente dolor; sin embargo, después de la muerte el hombre debe llorar y sufrir aunque haya padecido mucho en este mundo. No hay duda de que, como están las cosas, se debe dejar a los teólogos que proporcionen la respuesta; pero de una cosa estoy se­guro: que aquí en la tierra hay muchos padecimientos. »¡Ay!, veo a una víbora, a un ladrón que ha hecho daño a muchos hombres buenos, quedar libre para ir a donde le plazca, mientras yo tengo que languidecer en prisión porque Saturno y Juno en su furor celoso han destruido por comple­to la mejor sangre de Tebas, cuyas espesas murallas yacen ahora derruidas, y por otro lado Venus me mata de celos y te­mor por causa de Arcite.
Ahora voy a dar descanso a Palamón y lo dejaré en prisión, mientras me extiendo en mi relato sobre Arcite.
Pasa el verano y sus largas noches doblan los violentos tor­mentos del amante Arcite y del prisionero Palamón. No sé cuál de los dos es el que debe soportar más dolor. Para abre­viar, Palamón está condenado a prisión perpetua, cargado de cadenas y grilletes hasta que muera. Arcite, en cambio, exilia­do bajo pena de muerte, no podrá ver jamás a su dama en los dominios de Teseo.
Ahora, vosotros que amáis, dejadme que os formule una pregunta: ¿quién sufre más por ello, Arcite o Palamón? ¿El que ve a su dama diariamente, pero está encerrado para siem­pre, o el que es libre de ir donde le plazca, pero no verá nun­ca más a su dama? Aquellos de vosotros que podáis, elegid entre las dos situaciones a voluntad; yo, por mi parte, conti­nuaré como he empezado.

AQUÍ TERMINA LA PARTE PRIMERA Y COMIENZA LA SEGUNDA

Cuando Arcite llegó a Tebas, repetidas veces caía desma­yado o se ponía a gritar, pues nunca más podría ver a su dama. Su angustia era tan grande, que tal vez ninguna criatu­ra viviente ha sufrido tanto o es probable que sufra mientras el mundo exista. Privado del sueño, alimento y bebida, Ar­cite se quedó delgado y seco como un palo; sus ojos se hun­dieron en sus cuencas y adquirieron un aspecto cadavérico; su cara y tez se iban volviendo cetrinas y lívidas. Andaba siempre solo, lamentando sus males durante toda la noche y rompiendo a llorar de modo incontenible en cuanto percibía el son de la música o de una canción. Su espíritu se debilitó de tal manera y él mismo sufrió un cambio tan grande, que nadie reconocía su voz o modo de hablar. En cuanto a su conducta, andaba por todas partes como si sufriera no una simple nostalgia de amor, sino una verdadera manía engen­drada por algún humor melancólico dentro de su frente, donde la imaginación tiene su asiento. En pocas palabras, el comportamiento y carácter del príncipe Arcite, el angustiado amante, habían cambiado por completo.
Pero no es preciso que pase todo el día describiendo sus sufrimientos. Había ya padecido esta cruel angustia y tor­mento durante un año o dos en Tebas (su país natal, como dije). Una noche, mientras se acostaba para dormir, creyó ver ante él al alado dios Mercurio, que le hablaba para animarle. El dios tenía en su mano, en posición vertical, la vara con la que imparte sueño, y llevaba un casco encima de su lustroso cabello. Permitidme que haga observar aquí que el dios iba vestido como cuando adormeció a Argos.
-Debes ir a Atenas -dijo a Arcite-. Allí terminarán tus aflicciones.
Dichas estas palabras, Arcite despertó y se incorporó. -Iré a Atenas inmediatamente, por grande que sea el ries­go -dijo-. El temor a morir no me detendrá ni me privará de ver a mi dama a quien amo y sirvo. En su presencia no me importará morir.
En diciendo esto, se miró en un gran espejo y se dio cuen­ta de que su color había cambiado por entero y que su rostro estaba completamente alterado. Entonces le sobrevino una idea. Su rostro había quedado tan desfigurado por la enfer­medad, que podría fácilmente vivir en Atenas sin ser recono­cido y ver a su dama casi a diario, si su comportamiento no despertaba sospecha. Enseguida cambió de vestimentas, se disfrazó con ropas de humilde trabajador y emprendió el ca­mino de Atenas por la vía más rápida, acompañado de un escudero a quien había relatado todas sus cuitas, vestido tam­bién con ropas tan miserables como las suyas.
Un día se acercó a palacio y ofreció sus servicios en la puerta para realizar cualquier tarea dura que pudiera precisar­se. Y os diré que consiguió trabajo a las órdenes de un chambelán, que pertenecía al séquito de Emilia: un individuo as­tuto que no perdía de vista a ninguno de sus sirvientes, con el fin de que cumplieran con su deber. Como Arcite era joven, alto, bien formado y de excepcional fortaleza, destacó cortando leña con el hacha y sacando agua del pozo, pues sa­bía hacer cualquier cosa que le pidieran.
Bajo el supuesto nombre de Filostrato pasó un año o dos al servicio de la bella Emilia en calidad de paje de cámara, y nadie que ostentaba idéntico cargo en la corte era ni la mitad de apreciado que él. Su carácter era tan noble, que se hizo fa­moso en todo el palacio. Se reconocía como una acción me­ritoria el hecho de que Teseo le promoviese a una posición más digna en la que ejercer sus talentos. Y así, andando el tiempo, su reputación de cortés y servicial llegó a oídos de Teseo, quien le escogió para su servicio personal, nombrán­dole escudero de cámara y dándole dinero para que pudiera sostener su nueva posición. Aparte de eso, cada año se le en­viaba, secretamente, dinero desde su propio país, que gasta­ba con tal prudencia y discreción, que nadie le preguntaba cómo lo conseguía. De esta forma vivió tres años, portándo­se tan bien en tiempos de paz y de guerra, que se ganó como nadie la estima de Teseo. Ahora voy a dejar a Arcite en esta feliz situación y hablaré de Palamón durante un rato.
Palamón, consumido por la angustia y la desesperación, había pasado estos siete años en la horrible oscuridad de su inexpugnable prisión. ¿Quién siente doblemente dolor y pena, si no es Palamón, a quien el amor aflige en tal grado que está a punto de perder el juicio de tanto infortunio? Para colmo, se halla en prisión, no por un año o más, sino para toda la vida. ¿Quién es capaz de describir en cristiano una idea justa de su martirio? Desde luego, yo no; y así pasaré esto por alto.
Según los antiguos escribas que explicaron esta historia con mucho más detalle, la tercera noche del mes de mayo del séptimo año de su encarcelamiento sucedió (sea por casualidad o fatalidad, pues una vez que algo está escrito, debe necesariamente suceder) que Palamón, auxiliado por un ami­go, se escapó de la cárcel poco después de medianoche y huyó de Atenas tan deprisa como pudo. Para ello había dado a beber a su carcelero una taza de un licor sazonado con es­pecias y miel, compuesto de un determinado vino, narcóti­cos y refinado opio tebano, con lo que el carcelero durmió el resto de aquella noche. Por mucho que le hubieran sacudi­dlo, nadie habría sido capaz de despertarle. Y así Palamón se escapó a toda velocidad.
Como la noche era corta y se acercaba ya la luz del día, Pa­lamón tuvo que ocultarse, y para ello se dirigió sigilosamen­te a una arboleda cercana. En pocas palabras, tenía la inten­ción de esconderse durante el día y luego caminar de noche hacia Tebas para, una vez allí, pedir a sus amigos ayuda para declarar la guerra a Teseo. Su intención era, o perecer, o con­quistar a Emilia por esposa.
Ahora, volvamos nuevamente a Arcite, quien poco pensa­ba lo cerca que estaba de una calamidad. La diosa Fortuna es­taba a punto de urdirle una trampa.
La bulliciosa alondra, mensajera de la luz del día, saludó con su alegre canto el amanecer, mientras el ardiente Febo se alzaba esplendoroso. Todo el Oriente se alegró con su emba­jador y sus rayos secaron las gotas de rocío que pendían de las hojas de los helechos. Arcite, escudero principal de la cor­te real de Teseo, se levantó y por la ventana contempló el ri­sueño día. Para rendir homenaje al mes de mayo -mientras pensaba todo el tiempo en el objeto de su deseo- y para divertirse montó un brioso corcel y cabalgó por la campiña ale­jándose un par de millas de la corte. Dio la casualidad que di­rigió su montura hacia la arboleda que acabamos de mencio­nar, para fabricarse una guirnalda con hojas de escajo o ma­dreselva. Con fuerte voz cantó a la luz del sol:
Quiero darte, mes de mayo florido y hermoso, mi bienvenida con tus flores y tus hojas, que espero recoger para ti alegre y gozoso.
Saltó alegre del caballo y rápido se dirigió hacia el huerto. Penetró en él por un sendero que recorría el seto en el que Palamón, temiendo por su vida, se había escondido para que no le viesen. Palamón no tenía la menor idea de que se trata­se de Arcite. El cielo sabe que dificilmente se le hubiera po­dido ocurrir semejante idea. Pero el antiguo proverbio reza acertadamente: «Los campos tienen ojos, pero los bosques, oídos.»
Es muy conveniente no perder la serenidad, pues se en­cuentra siempre a la gente cuando uno menos lo espera. ¡Cuán lejos estaba Arcite de imaginar que su amigo, agazapado e inmóvil detrás de un arbusto, estaba lo suficientemente cerca para escuchar todas sus palabras!
Cansado de ir de acá para allá, Arcite terminó su alegre canción. Entonces, se puso a meditar profundamente. Esta es la extraña costumbre de los amantes, cuyo talante sube y baja como el cubo de un pozo: ora se halla en lo alto de los árboles, ora se hunde entre la maleza. De hecho, la capricho­sa Venus cubre de nubarrones el corazón de sus seguidores exactamente como en un viernes, que aparece despejado y después diluvia; y al igual que los viernes son caprichosos, volubles y tornadizos (pues viernes es el día de Venus), del mismo modo la diosa cambia de talante (un viernes raras ve­ces es un día como los demás de la semana).
En cuanto terminó su canción, Arcite empezó a suspirar y después se sentó.
-¡Maldito sea el día en que nací! -dijo--. ¡Oh, despia­dada Juno!, ¿cuánto tiempo más vas a estar haciendo la gue­rra a Tebas? ¡Ay!, la sangre real de Cadmo y Anfión ha sido destruida; Cadmo, que fundó Tebas antes de que existiera la ciudad y fue el primer rey coronado de la misma. Yo soy de su sangre, desciendo en línea directa de la familia real; y aho­ra soy un esclavo tan miserable y desgraciado, que sirvo de simple escudero a mi más mortal enemigo. Sin embargo, Juno todavía me colma más de vergüenza, pues no me atre­vo ni a reconocer mi propio nombre -cuando solía ser lla­mado Arcite, ahora me llaman Filostrato. ¡Qué tontería!-. ¡Oh, implacable Marte! ¡Oh, Juno! Vuestra cólera ha borrado toda mi familia de la faz de la tierra excepto a mí y al pobre Palamon, a quien Teseo martiriza en prisión. Y, además de todo esto, como para aniquilarme del todo, Amor Cupido ha lanzado su flecha encendida, llameante, atravesando mi pecho y quemándolo de tal forma que parece como si me hubiera preparado la muerte desde antes de mi nacimiento. ¡Oh, Emilia!, una mirada de tus ojos me ha destrozado. Muero por tu causa. No prestaría la menor atención a ningu­na de mis aflicciones si pudiera hacer algo que te agradara.
Después de esto cayó en prolongado trance, levantándose luego de un salto.
Palamón, al que parecía que le acababan de atravesar el co­razón con una espada helada, se encolerizó. No podía aguan­tar ni un momento más. Después de escuchar a Arcite hasta el final, salió de la maleza, con el rostro lívido como el de un orate, gritando:
Arcite, ¡malvado traidor! Ya te tengo. ¡Tú que amas a la dama por la que sufro y peno! ¡Tú, hermano de sangre, mi confidente por juramento, como te he hecho recordar mu­chas veces! ¡Tú que, a escondidas, has cambiado tu nombre y engañado al duque Teseo! ¡Uno de los dos tiene que mo­rir! ¡Tú no vas a amar a Emilia, nadie excepto yo puede amarla, pues soy Palamón, tu mortal enemigo! Aunque no tengo ningún arma aquí, ya que sólo he tenido la suerte de escapar de prisión; no temas: o mueres o dejas de amar a Emilia. Eli­ge, pues no escaparás.
Así que Arcite le reconoció y escuchó sus palabras, rebosó su corazón rabia y desprecio. Con la ferocidad de un león, desenvainó la espada y exclamó:
-¡Por Dios, que está en los cielos! Si no fuese porque el amor te ha sorbido el seso y careces de arma, te aseguro que antes de que salieras de la arboleda moriría a mis manos, pues reniego de los pactos que según tú hice contigo. ¡Tú, imbécil!, métete esto en la cabeza: el amor no tiene barreras, y seguiré amándola a pesar de lo que hagas. Pero como tú eres un caballero honrado, dispuesto a mantener en el cam­po de batalla tu pretensión por ella, te doy mi palabra de ho­nor de que mañana compareceré aquí, sin que lo sepa nadie, vestido de caballero y trayendo conmigo las armas y corazas necesarias para ti, de modo que puedes elegir las que te pa­rezcan mejor y dejes las peores para mí. Esta noche te traeré comida y bebida suficientes, así como mantas para que pue­das dormir. Y mañana, si ganas tu dama y me matas en este seto, entonces, por lo que a mí concierne, será tuya.
Palamón replicó: -De acuerdo.
Y, después de haberse dado mutuamente palabra, se sepa­raron hasta el día siguiente.
¡Inexorable Cupido, cuyo imperio no admite rival! Dice bien el proverbio: «Ni el amor ni el poder toleran amistad», como Arcite y Palamón saben muy bien. Arcite regresó di­rectamente a la ciudad. A la mañana siguiente, antes de rom­per el alba, preparó en secreto dos equipos completos de ar­madura con la que dirimir en batalla entre los dos la cuestión pendiente. Él solo transportó estas armaduras con su caballo. En la arboleda, en el momento y lugar fijados previamente, Arcite y Palamón se enfrentaron. Sus rostros empezaron a mudar de color, de la forma que cambian los rostros de los monteros tracios que están de vigilancia en un claro del seto con sus lanzas, cuando salen a la caza de osos o leones, y oyen a la bestia que se abalanza a través del escajo, quebran­do ramas y hojas, y piensan: «Aquí llega mi mortal enemigo. Sea como sea, a uno de nosotros le toca morir: o lo mato cuando salga de la espesura, o la bestia me matará si cometo una equivocación.» De esta misma guisa los dos caballeros mudaron de color, al conocer cada uno el valor y la destreza del adversario.
Sin intercambiar ninguna clase de saludo, directamente y sin pronunciar palabra, procedieron a ayudarse mutuamente a ponerse la armadura, como si fuesen hermanos. Luego se atacaron con sus potentes y afiladas lanzas durante horas. Viéndoles luchar, cualquiera hubiera creído que Palamón era un furioso león, y Arcite, un tigre implacable. En su rabiosa furia, se lanzaban el uno contra el otro como salvajes jabalíes con sus fauces llenas de espumarajos, hasta que la sangre ya les cubría hasta los tobillos.
Dejémosles en esta enconada lucha y volvamos a ver qué hace Teseo entretanto.
Tan fuerte es el Destino, ministro máximo, que cumple en todas partes la providencia que le dicta Dios, que aconteci­mientos que todos jurarían imposibles de suceder, tarde o temprano llegan a cumplirse, aunque ello ocurra una sola vez en un milenio. A decir verdad, nuestras pasiones están gobernadas por una providencia superior, tanto en la guerra como en la paz, en el odio como en el amor. Todo esto pue­de aplicarse al gran Teseo, cazador tan apasionado, especial­mente para la captura del ciervo en mayo, que el amanecer jamás le encontraba en la cama, sino ya vestido y dispuesto a partir con sus monteros, trompetas y jaurías de perros. Tanto gozaba cazando, que el matar ciervos se había convertido en su máxima pasión: después de Marte, dios de la guerra, se­guía a Diana cazadora.
Como dije antes, era un día hermoso cuando Teseo partió de caza alegremente con su agraciada esposa, la reina Hipóli­ta, y con Emilia, todos vestidos de verde y con atavíos reales.
El duque Teseo dirigió su caballo directamente a una espesu­ra cercana, en donde le habían dicho que se escondía un cier­vo. Fue recto hacia un claro, probable refugio del ciervo; sal­tó un arroyo y continuó su camino. El duque esperaba correr tras el ciervo una o dos veces con los perros que había elegi­do de los de la jauría.
Cuando el duque llegó al claro y miró a su alrededor, pro­tegiéndose los ojos de la fuerte luz solar, divisó a Arcite y Pa­lamón que luchaban como dos toros furiosos. Las relucien­tes espadas hendían el aire con tal fuerza, que el menor de sus golpes parecía suficiente para derribar un roble.
No tenía la menor idea de su identidad. ¡El duque espoleó a su corcel y de un salto estuvo entre los dos. Sacando la es­pada, gritó:
-¡Deteneos! ¡No sigáis, bajo pena de muerte! Por el pode­roso Marte, el primero al que vea dar otro mandoble, muere aquí mismo. Pero ¿queréis decirme qué clase de hombres sois que lucháis aquí con tal encarnizamiento sin juez ni ar­bitro, como si fuera un torneo real?
Palamón se apresuró a contestar:
-Señor, no hay nada que decir. Ambos merecemos la muerte. Somos dos pobres desgraciados, dos cautivos, cuyas vi­das representan sendas cargas para sí mismo. Ya que sois un príncipe y juez justiciero, no nos concedáis ni gracia ni perdón. Por caridad, señor, matadme primero a mí y luego a mi compa­ñero junto conmigo, o bien primero matadle a él, pues poco sabéis que se trata de vuestro mortal enemigo, Arcite, a quien habéis prohibido entrar en vuestro país bajo pena de muerte; por eso sólo ya la merece. Él es el hombre que se acercó a la puerta de vuestro palacio haciéndose llamar Filostrato. Todos estos años os ha estado engañando hasta que le nombrasteis vuestro escudero principal, y ése es el hombre que ama a Emi­lia. Ahora que mi último día ha llegado, voy a abriros mi cora­zón: yo soy el desgraciado Palamón que, ilegalmente, se esca­pó de vuestra cárcel. Soy vuestro mortal enemigo. Y estoy tan enamorado de la bella Emilia, que me hallo dispuesto a morir ante sus ojos en este mismo instante. Por consiguiente, pido para mí mismo la pena de muerte. Pero matad a mi compañe­ro al mismo tiempo, pues ambos la merecemos.
A esto el noble duque repuso inmediatamente:
-La decisión es rápida. Por esta confesión, vuestra propia boca os ha condenado y yo confirmo la sentencia. No es ne­cesario torturaros para que habléis. ¡Por el todopoderoso Marte, morid!
En aquel momento rompió a llorar la reina, movida por femenina compasión, y lo mismo hicieron Emilia y todas las damas del séquito. Pensaban que era una gran lástima que tal destino se abatiera sobre ellos, ya que eran nobles de alto ran­go y solamente el amor era la causa de su pelea.
Y cuando ellas vieron sus sangrientas heridas, profundas y abiertas, todas a una gritaron:
-¡Señor, por nosotras, tened piedad! y cayeron sobre sus desnudas rodillas, dispuestas a besar los pies de Teseo allí mismo donde estaba, hasta que su cólera disminuyó; pues la piedad pronto brota de los corazones nobles.
Aunque, de momento, temblaba de ira, pronto reconside­ró aquella transgresión y la causa que la motivó; y al mismo tiempo que su cólera ponía de relieve su culpa, su razón en­contraba excusas para disculparles a ambos.
Pensó para sí mismo que cualquier enamorado procurará escaparse de la cárcel, si puede. Y su corazón se apiadó de las mujeres que estaban llorando juntas; y en su magnanimidad, reflexionó, diciendo para sus adentros: «Vergüenza ha de te­ner el gobernante que no tenga piedad, si actúa y habla como un león a los que están arrepentidos y temerosos, del mismo modo que a los poderosos y altaneros que persisten en sus propósitos. Un príncipe tiene escaso discernimiento si no sabe distinguir en casos así y pasa al orgullo por el mismo rasero que a la humildad.» Cuando se hubo calmado su eno­jo, levantó la vista animosamente y dijo en voz alta:
-¡Qué grande y poderoso señor es el dios del Amor! No existen obstáculos que prevalezcan contra su fuerza. Sus mi­lagros le facultan a que se le llame dios, pues, a su modo, puede modelar los corazones en la forma que le plazca. Mi­rad aquí a Arcite y Palamón; libres de mi cárcel, podían ha­ber vivido en Tebas como príncipes que son. Saben que soy su mortal enemigo y que sus vidas están en mis manos. Sin embargo, el amor les ha traído aquí a ambos con los ojos bien abiertos a morir en este lugar en que estamos. Si pensáis bien en ello, ¿no es el colmo de la insensatez? ¿Existe mayor insensato que un enamorado? ¡Por Dios, en los cielos! ¡Mi­radles! ¡Ved cómo sangran! ¡Mirad en qué estado tan lasti­moso están! Así es cómo su señor, el dios del Amor, paga sus salarios y recompensa sus servicios.
»Sin embargo, los devotos del Amor se consideran a sí mis­mos perfectamente racionales, no importa lo que suceda. Y lo más chocante y ridículo de todo es que la causante de todo este espectáculo no tiene más razón para agradecérselo que la que tengo yo mismo. ¡Por los cielos benditos! Ella sabe tanto acerca de estos furiosos acontecimientos como una liebre o un cucú. Sin embargo, todo se debe probar alguna vez, no importa el qué; un hombre o es un joven insensato o es un insensato viejo. Esto lo descubrí yo mismo hace mucho tiem­po, pues en mis tiempos también yo fui uno de los esclavos del Amor. Y es por ello -como quien ha sido cogido fre­cuentemente en su trampa- por lo que entiendo cómo son las heridas de amor y de qué forma pueden afectar a un hom­bre, y que, porque me lo piden tanto la reina, aquí arrodilla­da, y mi querida hermana Emilia, perdono completamente vuestro delito. A cambio, ambos tenéis que jurar que no cau­saréis daño a mi país otra vez o que me haréis la guerra, sino que me demostraréis amistad de todas las formas que podáis. Libremente, pues, perdono vuestra transgresión.
Ambos juraron lo que él les había pedido, rindiéndole ho­menaje en la forma debida y rogándole protección y gracia, que Teseo, sin más, les concedió. Entonces les dijo:
-Aunque ella fuese reina o princesa, en lo que a sangre real se refiere, cada uno de vosotros es apto para aspirar a ca­sarse con ella a su debido tiempo. Pero, sin embargo y hablo en nombre de mi hermana Emilia, causa de vuestros ce­los y de vuestros sinsabores-, como sabéis muy bien, po­dríais luchar eternamente, pero jamás podrá casarse con dos hombres a la vez; por ello, uno de vosotros, le guste o no, se quedará sin ella. No hay otra opción. En otras palabras, ella no puede casarse con ambos, por celosos o enojados que estéis. Por consiguiente, lo mejor que puedo hacer ahora es arreglar los asuntos de modo que cada uno de vosotros ten­ga el destino que le está reservado. Si escucháis, os lo explicaré. Este es vuestro destino en el arreglo que os sugiero.
»He aquí mi decisión: para terminar con este engorroso asunto de una vez por todas sin discusión y que vosotros podéis o no aceptar-, cada uno de vosotros queda libre para ir, sin rescate y con plena seguridad, a donde le plazca, pero dentro de doce meses, contando a partir del día de hoy, ni un día más ni un día menos, cada uno de vosotros deberá traer cien caballeros completamente equipados y armados para un torneo, y estar dispuesto a batirse para reivindicar su pretensión sobre Emilia.
»Y yo os prometo solemnemente, por mi honor de caba­llero, que al que venza de vosotros dos -es decir, tanto si mata a su contrario o le arroja de la lid con la ayuda de los cien caballeros de que acabo de hablar- le otorgaré la mano de Emilia al que la Fortuna le conceda sus favores. Yo cons­truiré las instalaciones para el torneo en este mismo lugar y, que Dios se apiade de mi alma, demostraré ser juez veraz y justo. Uno de vosotros debe caer muerto o prisionero: nin­gún otro desenlace me dará satisfacción. Si mi propuesta os parece bien, decidlo, consideraos afortunados. Y aquí acaba la cuestión para vosotros.
¡Qué feliz se ve a Palamón! ¡Cómo brinca Arcite de ale­gría! ¿Cómo podré describir el alborozo de todos los presen­tes por el generoso gesto de Teseo? Todos se arrodillaron y le dieron las gracias una y otra vez desde el fondo de sus cora­zones, en especial los dos tebanos. Entonces, con el corazón ligero, lleno de esperanza, se despidieron y cabalgaron hacia su patria, hacia las antiguas y anchas murallas de Tebas.

AQUÍ TERMINA LA PARTE SEGUNDA Y COMIENZA LA TERCERA

Supongo que me vais a reprochar el que omitiera describir la suntuosa magnificencia con que Teseo se puso a erigir las lizas reales. Me atrevo a decir que no hubo terreno más sun­tuosamente adornado en todo el mundo. Con murallas de piedra rodeadas por fuera con un foso, el circuito tenía una milla de radio. Era de forma circular, como una brújula, con gradas hasta la altura de setenta pies, de forma que un hom­bre sentado en cualquier fila no obstruyera la vista de su ve­cino. Un portal de mármol blanco se levantaba en el extre­mo oriental; otro similar se erguía en el extremo opuesto, ha­cia Occidente. A decir verdad, no había edificio como aquél, considerando el corto tiempo empleado en erigirlo. Pues en el país no hubo artesano conocedor de la geometría o de la aritmética, ningún pintor o escultor a quien Teseo no le pa­gase manutención y salario para la construcción y el adorno del terreno de lucha. Encima de la puerta oriental instaló un altar y un templo para el culto a Venus, diosa del amor, don­de realizar los ritos y sacrificios.
Sobre la puerta occidental levantó otro igual dedicado a Marte, que costó casi una carretada de oro. También encargó una maravillosa capilla, dedicada a la casta Diana, que daba gusto contemplar; la hizo construir en alabastro blanco y co­ral rojo en una torrecilla encima de la muralla septentrional.
Casi me olvidaba describir los espléndidos bajorrelieves, cuadros, formas, rostros y figuras que se hallaban en estos tres templos. En primer lugar, veíais -realizadas en los muros dentro del templo de Venus- conmovedoras representa­ciones del insomnio, de los suspiros que parten el alma, de las lágrimas sagradas y de los sentidos anhelos que los escla­vos del Amor sufren en su vida; los juramentos que enlazan sus votos: Placer, Esperanza, Deseo, Osadía, Belleza, Juven­tud, Alegría, Riquezas, Filtros amorosos y Fuerza, Mentiras, Halagos, Despilfarro, Intrigas; los Celos llevando una guir­nalda de margaritas amarillas con un cucú posado en su mano; Fiestas, Música, Canciones, Bailes, Gozo y Diversión. Todos los fenómenos del amor que he enumerado o estoy a punto de enumerar estaban pintados por este orden sobre los muros, aparte de muchos más de los que puedo mencionar.
Por cierto que toda la montaña de Citerión, en donde Ve­nus tiene su trono principal, figuraba en los frescos con to­dos sus jardines y su alegría. No se olvidaron de la Pereza, la portera, ni del hermoso Narciso de los tiempos pretéritos; la insensatez del rey Salomón; la enorme fuerza de Hércu­les, las brujerías de Medea y Circe, el fiero valor de Turnus y el opulento Creso en la desgracia y cargado de cadenas. La moraleja era que ni la sabiduría, la riqueza, la belleza, la astucia, la fuerza ni el valor pueden compararse con Venus, que puede gobernar el mundo como le plazca, pues toda esta gente quedó atrapada en su cepo hasta que en su agonía gri­taron de nuevo. Uno o dos ejemplos servirán, aunque podría contar un millar más.
Había una espléndida estatua de Venus desnuda, flotando sobre un mar sin orillas. Desde el ombligo hacia abajo que­daba oculta por verdes olas que brillaban como el cristal. Sostenía una cítara con la mano derecha. Unas palomas ale­teaban encima de una hermosa guirnalda de rosas frescas y olorosas que llevaba en la cabeza. Cupido, su hijo, se halla­ba de pie ante ella, alado y ciego (como se le representa fre­cuentemente), portando un arco con agudas y relucientes flechas.
Podría muy bien proseguir describiendo los frescos de los muros del templo dedicado a Marte. Estaban pintados en toda su longitud y anchura, como ocurre en el interior del deprimente edificio conocido como el gran templo de Mar­te en Tracia (una región fría y helada en donde Marte tiene su principal palacio).
El primer fresco era un bosque deshabitado por cualquier hombre o bestia: un bosque de añosos árboles nudosos, des­provistos de hojas y carcomidos; de astillados y feos escala­bomes a través de los cuales corría el retumbante ruido del viento, como si una galerna estuviese quebrando cada rama. A medio camino de una colina, en la mitad de la pendiente, debajo de una loma, se levantaba el templo de Marte Armi­ potente construido totalmente de acero bruñido. Tenía una entrada larga, estrecha y tenebrosa, de la que surgía una furio­sa ráfaga de viento que hacía temblar todo el portal. Un leve resplandor invernal penetraba por las puertas, pues no había ventanas en los muros para dar luz.
La puerta estaba hecha de durísimo y eterno diamante, cruzado vertical y transversalmente con duros pernos de hie­rro. Para dotar de mayor fortaleza al templo, cada uno de sus pilares era grueso como un barril y construido con relucien­te hierro.
Allí percibí, en primer lugar, las fúnebres imágenes de la Traición y de todas sus intrigas; la Ira cruel, roja como las bra­sas incandescentes; el ladrón y el macilento Miedo; el de ri­sueño aspecto con el cuchillo debajo de la capa; negro humo elevándose de establos en llamas; el alevoso asesinato en una cama; la fétida Guerra, de heridas sangrantes; la Discordia, con el cuchillo goteando y miradas amenazadoras. Un ruido chirriante llenaba este horripilante lugar. Y allí podía verse a los suicidas, con la sangre de su corazón empapándoles el ca­bello; la cabeza durmiente hendida por un clavo, y detrás, te­mible, la Muerte con la boca entreabierta. Con la faz triste e incómodamente sentada en medio del templo estaba la Des­gracia. Allí podíais ver a la Locura reír con frenesí; la rebelión armada, el clamor de la protesta, y el despiadado ultraje; al cadáver de carroña arrojado sobre un arbusto con la gargan­ta cercenada; a un millar de muertos, víctimas de Marte, ni siquiera uno por causa de la peste; al tirano forcejeando con su presa despojada; ciudades como cloacas y desperdicios es­parcidos. Veíanse barcos que retrocedían y ardían en el mar, el cazador despedazado por osos salvajes, a la marrana devo­rando a su cochinillo en la propia cuna; al cocinero, escalda­do hasta los huesos a pesar de su largo cucharón; al carrete­ro, aplastado por la rueda de su carro; no se olvidó ningún aspecto de la mala suerte que trae Marte. También se repre­sentó a los que se hallan bajo la influencia de Marte: al bar­bero, al camicero y al herrero que forja afiladas hojas de es­pada en su yunque. En lo alto, pintada sobre una torre, vi a la Conquista sentada en el trono, con una afilada espada col­gando de un fino hilo sobre su cabeza.
Estaban también gráficamente representados los asesina­tos de Julio César, Nerón y Antonio, aunque ninguno de ellos había nacido todavía; sin embargo, sus muertes estaban prefiguradas en el templo por las amenazantes profecías de Marte, mostradas en aquellas pinturas como expresan las es­trellas del cielo quién va a ser asesinado y quién va a morir de amor. Un ejemplo sacado de la leyenda debería servir, aun­que desease no darlos todos.
La efigie armada de Marte, con su rostro horrendo y frené­tico, se hallaba de pie montada en un carro de guerra. Sobre su cabeza centelleaban dos figuras estelares, que se nombran en las obras antiguas de astrología y geomancia: una era Pue­lla, y la otra, Rúbeo. El dios de la guerra estaba representa­do acompañado de un lobo que, con los ojos inyectados en sangre, yacía a sus pies, como si estuviera dispuesto a devorar a un hombre. Todo esto estaba dibujado con sutil pincel en reverencia de la gloria de Marte.
Ahora voy a efectuar una rápida descripción del templo de la casta Diana. Los muros estaban cubiertos de escenas de caza e imágenes de modestia y castidad. Podía verse cómo Calis­topea era transformada de mujer en osa cuando Diana se enojó con ella; más tarde se convirtió en la Estrella Polar. O así estaba representada: no os puedo decir más. Pero su hijo es también una estrella, como podéis ver.
Estaba también Dana (no quiero decir la diosa Diana, sino la hija de Péneo, Dafne, que se convirtió en árbol).
Aparecía Acteón convertido en un hermoso ciervo en cas­tigo por haber visto a Diana desnuda, y cómo fue atrapado y devorado por su propia jauría de perros, que no le recono­cieron.
Un poco más adelante había una pintura de Atlanta cazan­do jabalíes con Meleagro y muchos otros. Diana le persi­guió por esto. Había muchas otras escenas maravillosas que no hace falta recordar.
La diosa estaba sentada sobre el lomo de un ciervo; unos perritos jugaban a sus pies y debajo se hallaba una luna que crecía y menguaba.
La estatua vestía ropajes verdes con un arco en la mano y un carcaj lleno de flechas, los ojos bajos en dirección del te­nebroso reino de Plutón. Delante de ella, una mujer con los dolores de parto pedía en su nombre a Lucina por el hijo nonato, para que, al fin, pudiese darle a luz: «¡Sólo tú puedes ayudarme!» El pintor no fue tacaño con los colores y lo pintó de la manera más real.
Cuando las lizas estuvieron ya a punto, Teseo, que había equipado los templos e instalado todo el terreno con gran boato, quedó complacido del resultado final. Pero dejad que me olvide de Teseo por un momento y vuelva a hablar de Pa­lamón y Arcite.
Se acercaba el día en que debían volver, cada uno con un centenar de caballeros para decidir la batalla, según expliqué. Ambos, fieles a su promesa, se presentaron en Atenas con un centenar de caballeros bien armados y preparados para el combate. Realmente hubo muchos que pensaron que jamás por tierra o por mar tan pocos habrían constituido un grupo tan impresionante de esplendor caballeresco, pues todo hombre que sentía afición a la caballería y estaba ansioso de labrarse un nombre había rogado que se le permitiera tomar parte en la competición. Los elegidos tuvieron suerte: si un torneo así tuviera que celebrarse mañana en Inglaterra o en cualquier otra parte, podéis imaginaros que todo caballero y enamorado, capaz de ello, estaría allí para entablar batalla por una dama. Os puedo asegurar que sería un espectáculo digno de contemplarse.
Y esto es lo que ocurrió con los muchos caballeros que acompañaban a Palamón. Algunos iban recubiertos con cota de malla, con corazas pectorales y guerreras, y ceñían arma­duras plateadas; otros llevaban escudos prusianos o bien pro­tectores ligeros; algunos protegían sus piernas cuidadosa­mente con metal y llevaban un hacha de batalla o una maza de acero (todas estas nuevas armas provienen de modelos más antiguos). Todos iban armados del mejor modo posible, tal como he descrito.
Cabalgando junto a Palamón habríais visto la expresión poderosa con su negra barba del gran rey de Tracia, el propio Licurgo. Las pupilas de sus ojos resplandecían con una luz entre roja y amarilla bajo su negro y velludo ceño. Miraba a su alrededor con el aire de un grifo con cabeza de águila. Con sus enormes piernas y brazos, anchos hombros y músculos fuertes y poderosos, se alzaba imponente en un carro de gue­rra dorado, tirado por cuatro bueyes blancos con ameses al estilo de su país. En vez de una sobrecubierta, llevaba sobre su armadura una piel de oso, negra como el carbón por el tiempo; sus garras pintadas brillaban como el oro. Su largo cabello, peinado hacia atrás, centelleaba con una negrura que hacía palidecer a la de una pluma de cuervo, bajo una pesadísima corona de oro, gruesa como el brazo, y montada con deslumbrantes joyas, finos rubíes y diamantes. Más de veinte perros-lobo blancos seguían su carro de guerra, cada uno de ellos tan grande como un toro y entrenados para la caza del venado y el león. Llevaban apretados bozales y co­liares dorados provistos de agujeros. Su séquito consistía en un centenar de nobles de corazón fuerte y bien armados.
Las leyendas afirman que Emetro, el gran rey de la India, vino con Arcite cabalgando, como el dios de la guerra, sobre un caballo bayo revestido de acero, cubierto con un paño de oro primorosamente bordado. Llevaba un sobretodo de seda de Tartaria con grandes perlas blancas y redondas. Su silla de montar era de oro recién batido y bruñido. De sus hombros caía un manto repleto de rojos rubíes que centelleaban como el fuego. Amarillos y relucientes como el sol, sus cabellos crespos estaban peinados en forma de anillos. Con su nariz larga y los ojos color limón, labios carnosos, tez rubicunda y unas pocas pecas negras y rubias esparcidas por el rostro, cuando lanzaba miradas a su entorno tenía el aspecto de un león. Calculo su edad en veinticinco años. Su barba había ya brotado y le cubría la cara casi por completo: su voz tenía el timbre metálico de una trompeta. Sobre su cabeza llevaba una alegre guirnalda de laurel verde, recién cortado. Por de­porte llevaba un águila domesticada, blanca como un lirio, en el puño. Con él cabalgaban un centenar de nobles con la cabeza descubierta, pero, no obstante, completamente arma­dos y suntuosamente equipados. Duques, condes y reyes se habían reunido voluntariamente formando este noble grupo para exaltar la caballería. Muchos leones y leopardos domes­ticados merodeaban alrededor del rey.
De esta forma llegaron juntos todos estos caballeros a la ciudad, a eso de las nueve de la mañana del domingo, y allí descabalgaron.
Cuando el noble duque Teseo les hubo escoltado hasta el interior de la ciudad y alojado en ella, de acuerdo con su ran­go, se tomó tanto empeño en festejarles, agasajarles y hacer­les los honores, que la gente comenta todavía que nadie hu­biera podido mejorar su recepción o su hospitalidad.
No diré nada sobre los juglares, el servicio en el banquete, los regalos entregados a la gente de alcurnia y de baja estofa, la rica decoración del palacio de Teseo, el orden de preceden­cia en el estrado; qué dama era la mejor bailarina o la más hermosa, o quién sabía cantar o bailar mejor o hablar de amor con mayor vehemencia; qué halcones reposaban arriba o qué perros yacían en el suelo. No diré nada de todo esto, pero hablaré de lo esencial; creo que es lo mejor que puedo hacer.
Y llegamos ya al meollo de la cuestión. Escuchad si que­réis.
El domingo por la noche, antes de romper el alba, Pala­món oyó cantar la alondra, a falta de dos horas para el ama­necer. Pero cantó la alondra, y también lo hizo Palamón. Se levantó muy animado para efectuar su peregrinaje con devo­to corazón hacia la bendita y clemente Citerea -quiero de­cir Venus, la augusta y venerada. En la hora que ella impuso se dirigió andando lentamente a las lizas, al lugar donde se le­vantaba el templo, y, con humildad, se arrodilló diciendo más o menos:
-Bella entre las bellas, hija de Júpiter y novia de Vulcano, Dama Venus, que lleváis la alegría a la montaña de Citerea: por este amor que tuviste por Adonia, tened piedad de mis ardientes y amargas lágrimas y acoged en vuestro corazón mi humilde plegaria. ¡Ay de mí! No tengo palabras para daros una idea del infierno que me atormenta. Mi corazón no sabe explicar su sufrimiento. Estoy tan confuso, que sólo sé decir: «¡Gracias, radiante señora, por entender mis pensamientos y ver las heridas que siento!» Considerad todo este pesar y apiadaos de mi dolor; a partir de ahora, mientras esté en mi mano, seré vuestro fiel servidor y haré siempre guerra contra la castidad. Este es mi voto, si me ayudáis; no quiero alardear de hazañas guerreras, ni os pido la victoria mañana, ni ganar fama o cualquier tipo de vano renombre en este asunto, ni que mi proeza en la batalla sea proclamada por doquier a to­que de trompeta, sino sólo poseer a Emilia y morir en vues­tro servicio; la forma la dejo en vuestras manos, decidirlo. Tanto si les venzo como si me vencen, no significa nada para mí, si puedo abrazar a mi dama entre mis brazos. Aunque Marte sea el dios de la guerra, vuestro poder en el cielo es tan absoluto, que yo puedo fácilmente poseer mi amor si así lo deseáis. A partir de ahora os veneraré siempre en vuestra ca­pilla; encenderé velas y ofreceré sacrificios en vuestros altares por donde quiera que vaya. Pero si ésta no es vuestra volun­tad, dulce señora, entonces rogaré para que mañana Arcite pueda atravesar con su lanza mi corazón. Si muero, no me importará que Arcite la consiga como esposa. Esta es toda mi oración: ¡oh querida y bendita señora, concededme mi amor!
Una vez Palamón hubo concluido su plegaria, hizo humil­demente el sacrificio con el ceremonial prescrito, aunque no describiré sus devociones. Pero, al final, la estatua de Venus se movió e hizo una señal, por la que él entendió que su oración, aquel día, había sido aceptada. Aunque la señal sugería un retraso, entendió perfectamente que su petición le había sido otorgada. Por esto se dirigió rápidamente a su casa con el corazón alegre.
Tres horas después de que Palamón hubiera dirigido sus pasos al templo de Venus, salió el sol y con él se levantó Emi­lia para encaminarse presurosa al templo de Diana. Las don­cellas que llevó consigo llevaban fuego debidamente prepa­rado, incienso, vestimentas y todo lo necesario para un sacri­ficio: cuernos rebosantes de aguamiel, como era costumbres, y todo lo demás.
El humo del incienso llenó el templo, de cuyos muros col­gaban espléndidos tapices. Con el corazón acelerado, Emilia lavó su cuerpo con agua del pozo, pero no me atrevo a describir detalladamente cómo efectuó los rituales, aunque pu­diera resultar placentero oírlo. Si se es hombre de buena vo­luntad, no resulta perjudicial; no obstante, es mejor dejarlo a la imaginación de cada uno. Su cabello brillante estaba pei­nado y suelto, y una corona de hojas de roble siempre verdes adornaba bellamente su cabeza. Empezó por encender dos fuegos sobre el altar y efectuó las ceremonias que podéis leer en la Tebiada, de Estatio, y otros libros antiguos. Una vez encendido el fuego, empezó a implorar a Diana con estas pa­labras:
-¡Oh casta diosa de los bosques verdes, que contemplas el cielo, la tierra y el mar; señora del tenebroso reino de Plu­tón en las profundidades del mar; diosa de vírgenes, que durante tantos años habéis comprendido mi corazón y sabéis lo que desea! Libradme de vuestros enojos y del terrible cas­tigo que infligisteis a Acteón. Casta diosa, conocéis mi deseo de vivir virgen y de no ser nunca ni esposa ni amante. Como sabéis, todavía pertenezco a vuestro cortejo; soy una virgen cazadora que antes vagaría por los bosques silvestres que casarme y quedar preñada. No deseo la compañía de los hombres. Ahora, señora, socorredme, pues tenéis el poder y el co­nocimiento en los tres aspectos de vuestra divinidad. En cuanto a Palamón, que siente tal atracción por mí, y a Arci­te, que me ama con tan gran desespero, este único favor os pido: poned paz y amistad entre los dos, desviad sus corazo­nes de mí, apagad o dirigid hacia otra parte su ardiente pa­sión y deseo, todo su incesante y doloroso tormento.
»Pero si no me concedéis este favor, y uno de los dos ha de ser mi destino, dejad que sea el que más me desee. Diosa de la castidad y de la pureza, contemplad las lágrimas amargas que resbalan por mis mejillas. Virgen, guardiana de todos nosotros, mantened y poned a salvo mi doncellez, que pue­da vivir como virgen a vuestro servicio.
Mientras Emilia oraba, los fuegos ardían sobre el altar. Pero, súbitamente, vio un fenómeno muy curioso: de repen­te, uno de los fuegos se apagó y volvió a encenderse nuevamente; pero después se apagó el otro totalmente, y al apa­garse hizo el ruido silbante que hace el fuego de ramas mo­jadas al arder; algo como gotas de sangre se condensó en el extremo de cada haz de leña. Ante aquel espectáculo, Emi­lia se asustó tanto, que casi se desmayó y se puso a gritar, no entendiendo lo que aquella misión significaba; temerosa empezó a llorar sin consuelo. En aquel momento se le apa­reció Diana con el arco en la mano y aspecto de cazadora, que dijo:
-Hija, seca tus lágrimas; los dioses han decidido en las al­turas y han decretado que debéis desposaros con uno de esos dos que están pasando tantos pesares y sufriendo tanto por causa vuestra, pero no puedo decir con cuál de ellos. Adiós, pues no puedo permanecer aquí por más tiempo; pero los fuegos que arden en mi altar te aclararán, antes de que te va­yas, cuál va a ser tu destino.
Después de hablar así, chocaron y resonaron las flechas en el carcaj de la diosa. Ella dio un paso hacia adelante y desa­pareció. Emilia inquirió asombrada:
-¿Qué significa todo esto? Me pongo bajo vuestra protec­ción y acato vuestra voluntad, ¡oh Diana!
Y se encaminó a su casa por el sendero más corto; esto fue todo.
A la hora siguiente, que pertenecía a Marte, Arcite se diri­gió a grandes zancadas al templo del fiero dios de la guerra para efectuar su sacrificio con todos los ritos de su fe pagana. Con el corazón suplicante y devoto oró así a Marte:
-Oh tú, Dios fuerte, venerado en la fría región de Tracia, en donde eres señor; tú que en todos los reinos y todos los paí­ses manejas las riendas de la guerra y alternas a tu capricho las victorias, acepta este mi humilde sacrificio. Si por mi juven­tud merezco tus favores, si mi fuerza es adecuada para servir­te como uno de tus fieles, te ruego que te apiades de mis su­frimientos, por los tormentos y llamas abrasadoras en los que tú una vez ardiste en deseo, cuando la belleza de Venus, hermosa, joven, lozana y libre, era tuya para gozarla y la te­nías en tus brazos a tu antojo, aunque, desgraciadamente, las cosas no salieron como tú querías y Vulcano te apresó en su trampa y te encontró yaciendo con su esposa. Por el dolor y la pasión que entonces tuviste, apiádate de mis sufrimientos. Como sabes, soy joven e ignorante, y, supongo, más ator­mentado por el amor que ninguna otra criatura viviente, pues a la que me hace sufrir este tormento no le importa si nado o me hundo. Me doy perfecta cuenta de que, antes de que ella me conceda su amor, debo vencer por fuerza en la liza. Yo bien sé que toda mi fortaleza no me servirá de nada sin tu ayuda y favor. Así pues, ayúdame, señor, en la batalla de mañana, no sólo por las llamas que te abrasaron una vez, sino también por el fuego que me consume ahora, y haz que mañana consiga la victoria. Deja que el trabajo sea mío y tuya la gloria. Veneraré siempre tu templo soberano más que a todos los demás lugares e incluso me dedicaré a lo que más te deleita y a tus artes marciales; en tu templo colgaré mi es­tandarte y las armas de mis compañeros; mantendré fuego ardiendo eternamente en tus altares hasta el día en que mue­ra. Además me ligo con este voto: a ti te dedicaré mi barba y estos largos rizos que me cuelgan y que no han tocado jamás ni navaja ni tijeras y seré tu servidor por el resto de mi vida. Ten piedad, señor, de mis pesadas aflicciones y otórgame la victoria; no pido más.
Cuando el poderoso Arcite hubo terminado su plegaria, los arcos que cuelgan de la puerta del templo y hasta las pro­pias puertas empezaron a hacer un ruido estruendoso y violento; Arcite se acobardó. Los fuegos del altar crecieron has­ta iluminar todo el templo, mientras un dulce olor se des­prendía del suelo. Entonces Arcite levantó su mano y echó al fuego más incienso y realizó otras ceremonias, hasta que la cota de malla que cubría la estatua de Marte tintineó, y con aquel ruido oyó como un suave murmullo que decía: «¡Victoria!» Entonces rindió pleitesía y homenaje al dios. Lleno de alegría y con la esperanza de que todo saldría bien, Arcite re­gresó a su alojamiento, alegre como un pájaro a la luz del día.
Pero arriba, en los cielos, estalló una fuerte discusión entre Venus, la diosa del amor, y Marte, el fiero dios de la guerra, sobre la concesión de su favor. Júpiter hubo de ponerse serio tratando de poner paz, pero, al final, el pálido Saturno, muy versado en antiguas estratagemas, dada su larga experiencia, se las arregló para idear una solución que satisficiera a ambas partes. Como dice el refrán: «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», posee sabiduría y experiencia que pueden ser superadas, pero no burladas. Aunque no está en la natu­raleza oponerse a las disensiones y al miedo, Saturno pronto encontró la forma de solventar la disputa.
-Mi querida hija Venus -dijo Sararno-, la mía es la tra­yectoria más amplia alrededor del Sol, y mi poder es mayor que el que los hombres suponen; a mí me pertenece la muerte por ahogo en el triste mar, el encarcelamiento en oscuras bóvedas, el estrangulamiento y el morir ahorcado, el amoti­namiento y la rebelión de las turbas, las quejas, los envene­namientos clandestinos; cuando estoy en Leo, la venganza y el desquite son míos; y míos son la ruina de los altos palacios y el derrumbamiento de torres y muros sobre mineros y car­pinteros; yo maté a Sansón derribando la columna; y mías son las enfermedades mortales, las negras traiciones y conspi­raciones. Mi aspecto engendra pestilencia. Vamos, deja de llorar: haré lo que pueda para que vuestro caballero Palamón tenga la dama como prometiste, aunque Marte ayudará a su propio caballero. Sin embargo, tarde o temprano deberá ha­ber paz entre vosotros, a pesar de vuestro temperamento tan distinto, causa de estas riñas diarias. Soy vuestro abuelo, dis­puesto a cumplir vuestros deseos. Vamos, seca tus lágrimas, que haré lo que deseas.
Valga lo dicho sobre Marte, sobre Venus, la diosa del amor, y los dioses de allí arriba; y voy a llegar ya, y detallarlo con sencillez, al punto culminante de mi historia.


ACABA LA PARTE TERCERA Y COMIENZA LA CUARTA


Aquel día se celebró un gran festival en Atenas. Además, la alegre época de mayo elevó el ánimo de todos, de modo que aquel lunes bailaron durante todo el día y celebraron justas o pasaron el tiempo en el distinguido servicio de Venus. Pero como debían levantarse temprano para presenciar el gran tor­neo, por la noche se retiraron a descansar.
A la mañana siguiente, al romper el alba, resonó el eco de armaduras y repiqueteo de cascos de caballo por las inmedia­ciones de todas las posadas y hostales: grupos de nobles cabalgaban sobre briosos corceles y palafrenes hacia el palacio. Allí podían verse extrañas armaduras de ricos diseños, ejem­plos magníficos de orfebrería, forja y bordado; escudos, vise­ras y jaeces relucientes; yelmos, cotas de malla y sobrecubier­tas de oro forjado; príncipes espléndidamente equipados so­bre sus corceles; los caballeros del séquito y los escuderos fijando puntas de lanza a varas de madera, abrochando yel­mos y sujetando escudos con correas de cuero entrelazadas.
Nadie holgaba, pues el trabajo era mucho. Podían verse ca­ballos espumajeando por la boca luciendo bridas doradas, y maestros armeros que iban febrilmente de acá para allá con limas y martillos, campesinos a pie y enormes multitudes de gente ordinaria armada con palos cortos; cornamusas, trom­petas, timbales y clarines aullaban pidiendo sangre; el pala­cio estaba lleno de gente por todas partes; aquí un grupito de tres, allí un grupo de diez, comentando, debatiendo y es­peculando sobre las probabilidades de los dos caballeros tebanos. Uno decía una cosa, otro algo diferente; algunos apo­yaban a Barba Negra, otros a Cabeza Pelada, o bien a Cabe­llos de Estopa. «¡Este de aquí parece fuerte!» «¡Aquél, un luchador!» «¡El hacha de batalla de éste pesa veinte libras!» Cuando ya el sol estaba en todo lo alto, el gran sol bullía en conjeturas.
El gran Teseo, arrancado del sueño por la música y el mur­mullo de la gente, permaneció en sus habitaciones hasta que los caballeros tebanos (que recibieron idéntico honor) fue­ron conducidos a palacio. Sentado en un trono como un dios, el duque Teseo se hallaba junto a una ventana. Rápida­mente la gente se acercó para verle, rendirle homenaje y oír sus órdenes.
Desde un catafalco, un heraldo impuso silencio hasta que el ruido de la muchedumbre cesó. Cuando se hubieron calla­do anunció el deseo del gran duque:
-En su elevada discreción, el príncipe considera que la destrucción de sangre noble en este torneo sería demasiado grave si la batalla se librara hasta la muerte. Por consiguiente, desea modificar sus condiciones originales con el fin de sal­var vidas.
»Por ello, y bajo pena de muerte, ningun hombre podrá llevar a la liza ninguna clase de arma arrojadiza, hacha o daga; nadie sacará o llevará espadas cortas, afiladas, de las que pueden matar; nadie efectuará con su lanza de punta afi­lada más de un embate contra su oponente; se permitirá cla­var armas punzantes sólo cuando se esté pie al suelo, y, aun así, únicamente en defensa propia. Cualquiera que sea derri­bado será apresado, no muerto, y llevado a una estaca que habrá a cada uno de los dos lados; deberá ser llevado allí a viva fuerza y permanecer en la estaca. Si el jefe de uno u otro bando es apresado o muerto por su oponente, el torneo fina­lizará en aquel mismo instante. Ahora, id con Dios. Adelan­te y luchad con ardor. Satisfaced vuestras ansias de lucha con espadas y mazas. Vamos, id; es la voluntad del duque.
El cielo resonó con el alegre vocerío de la multitud: -¡Viva el buen duque, que no quiere que se derrame mu­cha sangre!
Se elevaron las trompetas hacia el cielo y sonaron en un brillante floreo; todos los contendientes se dirigieron a la lu­cha con la debida compostura a través de la gran ciudad, en­galanada con paños preciosos.
El noble duque cabalgó solemnemente con los dos teba­nos, uno a cada lado, seguido por la reina y Emilia, y detrás de ellos, en otro grupo, venía todo el resto ordenados según su rango. De este modo atravesaron la ciudad, hasta que lle­garon al terreno donde debían celebrarse enseguida los torneos.
Aún no eran las nueve de la mañana cuando Teseo tomó asiento en el lugar de honor con la reina Hipólita, Emilia y en su alrededor las otras damas según su categoría. La multitud también se sentó. Por el extremo occidental, Arcite entró por la puerta de Marte, con un rojo pendón y los cien caba­lleros de su grupo, mientras que al mismo tiempo Palamón, por los portales de Venus, penetró con aspecto decidido por el extremo oriental, portando un pendón blanco. Habría que recorrer el mundo de uno a otro extremo para ver dos comi­tivas tan iguales; nadie podía decir cuál parecía tener más va­lor, rango o edad: con tanta igualdad habían sido seleccio­nados.
Se dispusieron en dos formaciones impresionantes. Cuando se pasó lista (no podía haber trampa en cuanto a su número respectivo), se cerraron las puertas y se oyó en el recinto:
-¡Jóvenes y orgullosos caballeros, cumplid con vuestro deber!
Los heraldos se retiran y suenan las trompetas y clarines. Sin más preámbulos, las lanzas se ponen en ristre con serie­dad mortal para el ataque, y todos los contendientes clavan sus espuelas en los caballos. Pronto se verá quién sabe justar y cabalgar mejor. Las varas vibran al chocar contra los grue­sos escudos, y alguno siente el empuje de una lanza que pe­netra en su costillar. Las lanzas saltan veinte pies por el aire; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de plata; los yelmos son heridos y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos quedan quebrados por las pesadas mazas. Un hombre intenta pasar por donde más densa es la lucha, donde incluso los caballos más fuertes tropiezan; to­dos caen derribados; otro cae al suelo como una pelota, se vuelve a poner en pie, empuja con la vara de su lanza y derri­ba a otro caballero del caballo; a otro le atraviesan el cuerpo, es apresado y llevado, en lucha desesperada hasta la estaca donde, según las reglas, debe permanecer; otro del bando contrario es capturado también del mismo modo. De vez en cuando, Teseo les hace descansar, refrescarse y beber algo, si lo desean.
Los dos tebanos se enfrentaron e hirieron recíprocamente muchas veces durante el transcurso del día. Dos veces cada uno de ellos descabalgó al otro. Un tigre del valle de Garga­fia, al que hubieran arrebatado un cachorro, no atacaría al cazador con mayor saña que lo hacía Arcite a Palamón en su pasión de celos; y ningún león cazando en Benmarín se mostraría más feroz y frenético, hambriento y sediento de la sangre de su presa, que lo estaba Palamón buscando matar a su enemigo Arcite. Los mandobles que reparten, llenos de celos, hienden sus yelmos y brota la sangre de sus cabezas.
Pero todo llega a su fin. Antes de que el sol hubiera decli­nado, el poderoso rey Emetrio cazó a Palamón mientras lu­chaba con Arcite. Su espada se hendió profundamente en su carne y fueron necesarios veinte hombres para arrastrar a Pa­lamón -que no cedía- hasta la estaca. El poderoso rey Li­curgo, que acudía en ayuda de Palamón, cayó derribado. Pero antes de ser capturado, Palamón le dio al rey Emetrio tal mandoble, que, a pesar de su gran fuerza, lo envió a una yar­da de su montura. Pero todo ello no sirvió de nada. Palamón fue llevado a rastras hasta la estaca, donde su valor ya no po­día servirle de nada: una vez apresado, tenía que permanecer allí, obligado tanto por la fuerza de las armas como por las regias del torneo.
Palamón se sentía desgraciado al no poder luchar nueva­mente. Cuando Teseo vio lo sucedido, ordenó a todos los combatientes:
-Deteneos. ¡Basta! ¡Todo ha terminado! Seré un juez jus­to y no tomaré partido: Emilia será para Arcite de Tebas, quien ha tenido la suerte de ganarla limpiamente.
Al oír esto, la multitud prorrumpió en un grito tan es­truendoso de alegría, que pareció como si los muros del re­cinto se fueran a derribar.
¿Qué podía hacer ya la encantadora Venus? La reina del amor sólo pudo romper a llorar de decepción, de modo que sus lágrimas cayeron sobre las lizas. Exclamó:
-Estoy desacreditada sin remedio. Pero Saturno le replicó:
-¡Silencio, hija! Marte se ha salido con la suya, pues a su caballero le ha otorgado su favor; pero te juro que pronto te verás satisfecha.
Sonaron de nuevo las trompetas y la música, y los heral­dos proclamaron y gritaron su satisfacción por el triunfo del príncipe Arcite. Pero tened paciencia conmigo y no os impa­cientéis, pues pronto sabréis el milagro que ocurrió.
El feroz Arcite se quitó el yelmo y cabalgó a lo largo de todo el campo de combate para mostrar su rostro. Levantó sus ojos hasta Emilia, que le devolvió la mirada con dulzura (pues las mujeres, por regla general, sienten inclinación a se­guir a los favorecidos por la Fortuna). Ella constituía el delei­te del corazón de Arcite. Pero del suelo surgió una Furia infernal enviada por Plutón, a petición de Saturno, y el caballo de Arcite dio un respingo, tropezó y cayó, con lo que Arcite, antes de saber qué estaba pasando, rodó de cabeza y quedó como muerto en el terreno de combate, con su pecho aplas­tado por el arco de su montura. Allí quedó en el suelo, con su cara ennegrecida al fluir su sangre a ella. Se le transportó penosamente desde las lizas hasta el palacio de Teseo, donde le recortaron la armadura para sacarlo de ella y ponerlo inme­diatamente en la cama, todavía vivo y consciente, mientras llamaba con insistencia a Emilia.
El duque Teseo y su cortejo regresaron a la ciudad de Ate­nas con alegre pompa. A pesar de este accidente, no quiso que cundiera el pesimismo entre todos. Se dijo que Arcite no moriría, sino que se recuperaría de su percance. Otra cosa que complacía a todos era que nadie había resultado muerto, aunque algunos estaban malheridos, sobre todo el hombre del costillar atravesado por una lanza. Como remedios para sus heridas y brazos rotos, algunos tenían ungüentos; otros, hechizos y hierbas medicinales, en particular un brebaje de sabios que se bebía para recuperar el uso de sus extremida­des. Por ello, el duque, que tenía gran habilidad para estas co­sas, hizo que todo el mundo se sintiera cómodo y les rindió honores. Como correspondía, estuvo de juerga con los prín­cipes visitantes, durante toda la noche. Ninguno de ellos se sintió más derrotado que si hubiera estado en una justa o en un torneo. De hecho, nadie sufrió descrédito, pues una caída la puede tener cualquiera. Tampoco resulta vergonzoso para un hombre que lucha por sí mismo ser capturado por veinte caballeros y arrastrado por la fuerza hasta la estaca, sin ceder un ápice, a pesar de los puntapiés y bofetadas, mientras su ca­ballo es alejado a palos por campesinos y muchachos. Nadie puede llamar cobardía a eso.
El duque Teseo, para poner fin a cualquier manifestación de celos o rencor, mandó proclamar que ambos bandos con­tendientes lo habían hecho bien y que habían estado a la misma altura como si hubieran sido hermanos. Les dio rega­los de acuerdo con su rango y posición y celebró una gran fiesta que duró tres días; después proporcionó a los caballe­ros una honorable escolta hasta fuera de la ciudad para des­pedirles y desearles buen viaje. Todos regresaron a sus hoga­res por el camino más corto: «¡Adiós!» «¡Buena suerte!» Y todo se acabó. No voy a decir nada más de la batalla, pero volve­ré a referirme a Palamón y Arcite.
El pecho de Arcite se hinchó, y la herida cercana al cora­zón empeoró cada vez más. A pesar de todos los esfuerzos de los doctores, la sangre coagulada se iba corrompiendo y ulceraba su cuerpo. Ni el sangrar las venas, ni los tratamien­tos con hierbas servían de nada. La expulsión, o fuerza ani­mal, llamada «natural» por esta función, no podía desplazar ni expeler el veneno que había en la sangre vivificante. Las venas del pulmón empezaron a hincharse. La ponzoña y la gangrena le destrozaban los músculos del pecho. No obtenía ningún provecho ni de los laxantes ni de los vómitos, aun­que su vida dependía de ello. Toda aquella parte de él estaba como hecha añicos; la Naturaleza había perdido su imperio, y donde la Naturaleza no quiere trabajar, lo único que se puede hacer es despedir al médico y llevarse el hombre a la iglesia. En pocas palabras, Arcite tenía que morir, por lo que mandó buscar a Emilia y a su querido primo Palamón, a los que habló de esta manera:
-A vos, señora, a quien más amo, el angustiado espíritu que anida en mi pecho no sabe expresaros ni en la más pe­queña medida lo atroz de mi pena. Pero puesto que mi vida no puede durar ya mucho, a vos, más que a otra criatura vi­viente, confio el servicio de mi espíritu. ¡Oh, la pena y do­lor tan violentos que he sufrido por vos durante tanto tiem­po! ¡Oh, Muerte! ¡Oh, Emilia! ¡Oh, separación! ¡Oh, reina de mi corazón, esposa mía, señora de mi corazón, fin de mi vida! ¿Qué es este mundo? ¿Qué se desea tener? Un mo­mento estás con tu amor; al siguiente, solo y sin amigos en la tumba fría. Adiós, Emilia, mi dulce enemiga. Tomadme dulcemente en vuestros brazos, por amor de Dios, y dejad­me hablar.
»Por amor a vos y a causa de mis celos ha habido rencor y peleas entre mi primo Palamón y yo durante bastantes días. Pero que el sabio Júpiter dirija mi alma para hablar con la verdad y como debe ser del enamorado y de sus atributos, es decir, verdad, honor, caballerosidad, sabiduría, humildad, rango, sangre noble y franqueza, y todas las cosas que perte­necen al amor, pues como congo en que Júpiter protegió mi alma, en este momento no conozco en todo el mundo a na­die más digno de amor que Palamón, que os sirve y os servi­rá toda su vida. Y si alguna vez tuvierais que casaros, no os olvidéis de este hombre bueno que es Palamón.
Acababa de pronunciar estas palabras y le empezó a fallar el habla. El estertor de la muerte le subió de los pies al pecho y le venció, mientras la fuerza vital abandonaba sus brazos y se perdía totalmente. Muy pronto, la razón que seguía sola en su pecho enfermo y malherido le empezó a fallar en cuan­to la muerte tocó su corazón. Sus ojos perdieron brillo y su respiración empezó a decaer, pero todavía seguía mirando a su dama. Su última palabra fue:
-¡Piedad, Emilia!
Su alma abandonó su morada y se fue a donde no sé de­cir, pues nunca estuve allí; prefiero callar. Las almas no en­tran dentro del tema de esta historia y no deseo discutir teo­rías acerca de ello, aunque se hayan escrito libros sobre este asunto. Arcite está muerto, que Marte cuide de su alma. Ahora hablaré de Emilia.
Emilia dio un grito; Palamón gimió; Teseo se llevó a su hermana, a punto ya de desmayarse, y la condujo lejos del cadáver de Arcite. No hace falta que alargue mi historia explicando cómo lloró día y noche. En casos semejantes, las mujeres que han perdido a sus maridos sienten la vida más profunda, y la mayor parte de ellas o sienten el duelo de esta forma o caen en una desgana que incluso llega a ocasionar­les la muerte.
Por toda la ciudad no cesaban las lágrimas y las lamenta­ciones de jóvenes y viejos por la muerte del tebano. Hom­bres y muchachos lloraron por él. Realmente los lamentos que hubo cuando Héctor fue llevado a Troya, recién falleci­do, no llegaron ni a la mitad de los que hubo por Árcite. ¡Qué lamentación fue aquélla! Hubo quien se arañaba las mejillas y mesaba los cabellos. Las mujeres gritaron:
-¿Por qué tuviste que morir? ¡Tenías oro suficiente, y a Emilia!
Ninguno pudo consolar a Teseo, excepto su viejo padre, Egeo, que comprendía los cambios de fortuna de este mun­do por haber visto sus altibajos: la alegría tras la pena y la pena tras la felicidad. Le proporcionó ejemplos e ilustraciones.
-De la misma forma que nadie ha muerto -dijo él- sin haber vivido un tiempo sobre la tierra, del mismo modo, na­die ha vivido en este mundo sin morir más tarde o más tem­prano. El mundo no es sino un camino de penas que noso­tros, pobres peregrinos, vamos recorriendo de un extremo a otro. La muerte es el final de todos nuestros problemas terre­nales.
Además de decirlo y repetirlo muchas veces, exhortó a la gente a que se consolase.
El duque Teseo pensó enseguida en el lugar más adecuado para construir la tumba del buen amigo Arcite y la forma de hacerla honorable y de acuerdo con el rango del muerto. Al fin llegó a la conclusión de que el mejor emplazamiento era allí donde Arcite y Palamón lucharon por primera vez entre sí por su amor. En aquel mismo bosquecillo, tan dulce y verde, donde Arcite sintió la ardiente llama del amor y deseo fi­sico y cantó su queja, él construiría una pira donde el fune­ral sería celebrado como correspondía. Entonces dio órdenes para que se talasen los viejos robles y se cortasen en forma de leños y colocaron en hileras a punto de quemar. Los oficia­les se apresuraron a cumplir sus órdenes. Después Teseo mandó a buscar un féretro, sobre el que colocó el más rico paño de oro que poseía, y cubrió a Arcite con el mismo, puso guantes blancos en sus manos, una corona de verde lau­rel sobre su cabeza, y entre sus manos una espada afilada y reluciente. Lo situó sobre el féretro con el rostro descubierto y, entonces, se desmoronó y rompió a llorar. Cuando fue el día, y para que todo el mundo pudiera verlo, lo trasladó a pa­lacio, que resonó con lloros y lamentos.
En aquel momento llegó el tebano Palamón con el corazón destrozado, la barba en desorden y los cabellos enmarañados y cubiertos de ceniza, vestido con ropaje negro salpicado de lágri­mas; Emilia, llorando inconsolable, era la persona más triste de todos los presentes. Para dignificar y enriquecer el servicio fúne­bre, el duque Teseo ordenó que fueran traídos tres caballos en­jaezados con relucientes arreos, cubiertos con las armas del príncipe Arcite. En cada uno de estos grandes caballos blancos cabalgaba un jinete: uno llevaba el escudo de Arcite, otro, su lanza, y el tercero, su arco turco con el carcaj y accesorios de oro bnuïido. Se dirigieron, cabalgando, hacia el bosquecillo con los corazones sumidos en la tristeza. Los más nobles de los griegos allí presentes pusieron el féretro sobre sus hombros; lue­go, con los ojos enrojecidos y húmedos de llanto, lo llevaron a paso lento a través de la ciudad por su calle principal, que se ha­llaba completamente adomada con paños negros; de todos sus elevados edificios pendían colgaduras del mismo género. El an­ciano Egeo caminaba a mano derecha, con el duque Teseo al otro lado, llevando en sus manos vasijas del oro más fino llenas de miel, leche, sangre y vino. A continuación venía Palamón con una gran compañía seguido por la infeliz Emilia, que lleva­ba el fuego para los ritos fúnebres de costumbre.
Los preparativos de la ceremonia fúnebre y la erección de la pira se revistieron de gran solemnidad. La cúspide de la pira casi tocaba el cielo, mientras que su base se extendía en veinte codos. En primer lugar se colocaron cargas de paja, una tras otra; pero no tengo intención de describir cómo se construyó la altísima pira, cómo se talaron los árboles, ni tampoco sus nombres: robles, abeto, abedul, álamo, tem­blón, saúco, encina, chopo, sauce, olmo, plátano, fresno, boj, castaño, tilo, laurel, arce, espino, haya, avellano, tejo, sanguiñuelo; cómo los dioses -ninfas, faunos y hamadria­des- corrían de acá para allá después de haber sido despo­seídos de los hogares en los que vivían en paz y tranquili­dad; cómo las bestias y los pájaros huyeron de pánico cuan­do se talaron los árboles; cómo el suelo, poco habituado a la luz del sol, palideció a la luz; cómo la pira tenía como base una capa de paja, seguida de una capa de tocones par­tidos en tres; luego seguía madera verde, especias, gemas preciosas, paño de oro, guirnaldas floridas, muy perfuma­das como mirra e incienso; cómo Arcite yacía en medio de todo esto y los tesoros que había colocados a su alrededor; cómo Emilia ritualmente encendió la pira fúnebre y se des­mayó al subir el fuego; lo que ella dijo o pensó; qué gamas fueron arrojadas al fuego de la pira, cuando las llamas ha­bían prendido y aquélla ardía furiosamente; cómo algunos arrojaron sus escudos, otros sus lanzas, incluso otros los tra­jes que llevaban, así como vasos de vino, leche y sangre, a las furiosas llamas; cómo una numerosa compañía de grie­gos con la cara vuelta a la izquierda cabalgaron tres veces alrededor de la pira, gritando juntos y tres veces más, hacien­do ruido con las lanzas; cómo las damas lloraron tres veces, y cómo Emilia fue llevada a casa; cómo Arcite fue incinera­do hasta que las cenizas se enfriaron; cómo su velatorio se mantuvo durante toda la noche; cómo los griegos jugaron en los juegos fúnebres... No me interesa explicar quién lu­chó mejor cuerpo a cuerpo, desnudos y untados de aceite, o quién hizo la mejor demostración; no relataré ni tan sólo cómo regresaron a su casa de Atenas después de los juegos, sino que, rápidamente, iré al meollo del asunto y terminaré este cuento tan largo.
Con el tiempo, después de pasar algunos años, cesaron las lágrimas y el duelo de los griegos llegó a su fin. Parece ser ' que, de mutuo acuerdo, se reunieron en parlamento en Ate­nas para comentar algunos asuntos pendientes, uno de ellos el de la alianza con ciertos países y la obtención de plena leal­tad por parte de los tebanos. Por dicho motivo, Teseo, sin ex­plicarle la razón, mandó a buscar a Palamón. Al enterarse de la orden, se presentó apresuradamente, con el corazón triste y vestido de negro. Entonces Teseo mandó buscar a Emilia. Cuando todos se hubieron sentado y reinó el silencio en aquel lugar, Teseo hizo una pausa y dejó que sus ojos se pa­searan por la asamblea antes de hablar con la sabiduría de su corazón. Suspiró calladamente y dio a conocer su pensa­miento con expresión seria:
-Cuando el primer motor y la primera causa crearon ori­ginalmente la gran cadena del amor en el cielo, grande fue su propósito y profunda su consecuencia. Entendió todos los por-qués y por-lo-tantos cuando Él ató con la gran cadena del amor los cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra, para que no se salieran de ciertos límites. Este mismo príncipe y motor-prosiguió- estableció aquí abajo, en este miserable mundo, ciertas temporadas y periodos de duración para todo lo que se engendrase sobre la faz de la tierra, más allá de cuya fecha no pudieron perdurar, aunque sí pueden abreviar fácil­mente dicho periodo. No es preciso que cite a ninguna auto­edad porque esto puede demostrarse por la experiencia. Sin embargo, deseo manifestar mi opinión. Por esta ley resulta evidente que este motor es inmutable y eterno. Y resulta cla­ro para todos, salvo para el imbécil de solemnidad, que toda parte proviene de un gran todo, pues la Naturaleza no surgió de alguna porción o fragmento, sino de una inmutable per­fección, descendiendo desde allí a lo que es corruptible. Y, por consiguiente, su sabia previsión había ordenado las cosas para que todas las especies y procesos de siembra y creci­miento continúen sucesivamente y no sobrevivan eterna­mente. Esta es la verdad: puede verse con una simple mira­da. Mirad el roble que crece tan lentamente desde que em­pieza a germinar; como sabéis, vive hasta una verdad muy avanzada, pero finalmente muere.
»Considerad la piedra que pisamos con nuestros pies al pa­sar: se desgasta mientras está allí en el suelo del camino. »El ancho río, algunas veces, se seca; las grandes ciudades se ven declinar y caer. Es evidente que todas las cosas llegan a su final. Es también evidente que, en el caso de los hom­bres y de las mujeres, inevitablemente deben morir en uno de los periodos de edad -es decir, en la juventud o en la ve­jez-, algunos de ellos en la cama, otros en las profundida­des del mar y otros en el campo de batalla, como sabéis; el rey igual que el paje. Es algo que no tiene remedio; todo el mun­do sigue el mismo camino. Por consiguiente, digo que todas las cosas deben morir.
»¿.Quién es el que gobierna todo esto sino el majestuoso Júpiter, gobernante y causa de todo, que devuelve todo a su fuente original de la que proviene? Contra esto no hay criatura viviente que pueda luchar.
»Por ello, me parece juicioso hacer de la necesidad una vir­tud y aceptar lo inevitable de buen grado, sobre todo aque­llas cosas que están previstas para todos nosotros. No sólo re­sulta inútil oponerse, sino que constituye un acto de rebe­lión contrariar al que gobierna todas las cosas. Y ciertamente el hombre que muere en la flor de su juventud, seguro de su buen nombre, obtiene el máximo honor, pues entonces no avergüenza ni a sus amigos ni a sí mismo. Sus amigos deben estar más contentos de su muerte si su último aliento lo ha dado con honor, que si su nombre se ha apagado con los años y se han olvidado sus gestas. Para legar un buen nom­bre es mejor morir cuando se está en el pináculo de la fama.
»Negar esto sería ser caprichoso. ¿Por qué debemos afli­girnos o sentirnos con el corazón contrito de que Arcite, flor y prez de la caballería, haya escapado de la triste cárcel de la vida con veneración y honor? ¿Por qué deben escatimarle la felicidad tanto su primo como su esposa, aquí presentes? Él los quiso bien. ¿Les daría ahora las gracias? No, Dios bien lo sabe, de ninguna manera. Ambos ofenden tanto su espíri­tu como a sí mismos, sin, por ello, conseguir mayor felicidad para los dos.
»¿Qué conclusión debo extraer de este largo comentario sino aconsejar que la alegría siga a nuestra pena, agradeciendo mientras tanto a Júpiter toda su bondad? Y antes de que nos marchemos de este lugar, sugiero que de dos penas des­tilemos una alegría que dure eternamente. Ahora mirad: allí donde encontremos la pena más profunda, allí empezare­mos la curación.
»Hermana -prosiguió-, ésta es mi opinión profunda­mente meditada, confirmada por el parlamento aquí presen­te: que debéis apiadaros del noble Palamón vuestro caba­llero que os ha servido con toda su alma, corazón y fuerza, desde la primera vez que le conocisteis-, y tomarle por vuestro señor y esposo. Dadme la mano, pues ésta es nues­tra decisión. Ahora, veamos vuestra compasión femenina. Después de todo, es el sobrino de un rey; pero, creedme, aunque no fuese más que un pobre caballero soltero, mere­cería consideración porque os ha servido y ha sufrido tan grandes penalidades durante tantos años por vuestra causa. Una noble compasión debe exceder a la simple justicia.
A continuación habló a Palamón:
-Creo que no hace falta insistir mucho para obtener vuestro consentimiento. Acercaos y tomad a vuestra dama de la mano.
Entonces, el Consejo reunido y los barones establecieron entre ellos la denominada unión o matrimonio. De este modo Palamón convirtió a Emilia en su esposa entre músi­cas y alegría. Que Dios, que ha creado el ancho mundo, les envíe su amor; se lo ganó merecidamente. Ya todo iba bien para Palamón: vivía con riquezas, salud y felicidad. Emilia le amó con tal ternura y él la sirvió con tal devoción, que nun­ca hubo una palabra de celos o de contrariedad entre ellos.
Así termina el cuento de Palamón y Emilia. ¡Que Dios os bendiga a todos! Amén.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CABALLERO

3. DIÁLOGO ENTRE EL ANFITRIÓN Y EL MOLINERO


Cuando el caballero hubo concluido su relato, todos, jóvenes y viejos, sobre todo los miembros de más ca­tegoría del grupo, coincidieron en que era una histo­ria digna de recordarse.
Nuestro anfitrión empezó a reírse y a comentar:
-Esto marcha. Ya se ha roto el hielo. Veamos quién sugie­re otro cuento. El juego ha tenido un buen comienzo. Aho­ra, señor Monje, es su turno. Cuéntenos algo que pueda compararse al relato del caballero.
El molinero, pálido en su embriaguez, que apenas se man­tenía en su montura ni podía quitarse el sombrero y guardar la compostura, exclamó con voz de falsete, soltando maldi­ciones:
-Por los brazos, la sangre y las entrañas de Cristo. Os po­dría relatar ahora algo que haría la competencia al cuento del caballero.
Al ver al anfitrión lo embriagado que estaba el molinero a causa de la cerveza, le cortó:
-Espera, querido hermano Robin. Demos la oportuni­dad en primer lugar a alguien mejor que tú. Espera, hagamos las cosas bien.
-¡Rediez! -contestó el molinero-. No esperaré. Lo hago ahora mismo o me largo.
Nuestro anfitrión le contestó: -¡Caramba! No estás en tus cabales. Eres un necio. Has perdido el juicio.
-Escuchad todos y cada uno de vosotros -dijo el moli­nero-. En primer lugar, sin embargo, confieso que estoy bo­rracho. Lo reconozco en mi voz. Por consiguiente, echadle la culpa a la cerveza de Southwark. Os contaré el cuento y la vida de un carpintero y su esposa y la forma en que un estudian­te les tomó el pelo.
El administrador le respondió diciéndole: -Cierra el pico. Abandona tu libidinosa embriaguez. Pe­cado es y gran locura injuriar o difamar a los hombres y a sus esposas. Conténtate con explicar otras cosas.
El embriagado molinero contestó rápido:
-Mi querido hermano Oswald, el que no tiene esposa no puede ser cabrón. Por lo tanto, no digo que tú lo seas. Exis­ten incontables esposas fieles. Más de mil buenas por una mala. Eso lo sabes tú, a menos que estés loco. ¡.Por qué te en­fadas ahora con mi cuento? Yo tengo esposa como tú la tie­nes. Y por ello no me voy a considerar cornudo. Por mi yun­ta de bueyes que no me debo preocupar en exceso. Un mari­do no debe indagar las interioridades de Dios ni de su mujer. Puede encontrar allí la plenitud divina. Del resto, mejor no preocuparse.
¿Qué más puedo decir? Este molinero no escatimó pala­bras con nadie y contó su relato de modo grosero. Lamento tenerlo que repetir aquí. Pido disculpas a todos los gentil hombres. ¡Por el amor de Dios! No juzguéis equivocadamen­te mi relato. Carece de cualquier mala intención. Relato to­dos los cuentos, buenos o malos. De otra forma no sería fiel testigo de los acontecimientos.
Por consiguiente, si no deseáis escucharlo, girad página y escoged otro. Tendréis donde elegir: cuentos largos y cortos, de trasfondo y hechos caballerescos, moralizantes y santos.
No me condenéis si seleccionas mal. El molinero es un ru­fián. De sobra lo sabéis. Así lo eran el administrador y otros varios. De liviandades es su cuento. Os aviso para que no me echéis la culpa. Además, ¿por qué adoptar una actitud seria ante un juego?


4. EL CUENTO DEL MOLINERO

Erase una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford. Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un estu­diante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una irresistible pasión por el estudio de la astrología. Sabía calcular respuestas a ciertos problemas; por ejemplo, uno po­día preguntarle cuándo las estrellas predecían lluvia o sequía, o vaticinar acontecimientos de cualquier clase. No puedo re­lacionarlos todos.
Este estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo tiempo ingenioso y extremadamen­te discreto. En su alojamiento ocupaba un aposento privado, muy bien cuidado con hierbas olorosas. El mismo era tan de­licioso como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto y otros libros de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astro­labio y las tablas de cálculo que precisaba para su ciencia estaban situados en estanterías a la cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro de planchar vestidos, y so­bre éste tenía un salterio que tocaba cada noche, llenando su aposento de agradables melodías; solía entonar el Angelus de la Virgen, cantando a continuación la Tonadilla del rey. La gen­te elogiaba a menudo su timbrada voz. De este modo pasaba el tiempo este simpático estudiante, con la ayuda de los in­gresos que tenía y de lo que sus amigos proveían.
El carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la que amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era viejo, los celos le mo­vieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se ha­bía imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el consejo de Catón de que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca. Los hombres deben contraer nupcias con mujeres de posición y edad similar, ya que la juventud y la vejez, generalmente, no concuerdan: es­tán a matar. Pero al haber caído en la trampa, tuvo que pasar sus apuros como otros.
Era ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cim­breante y flexible como el de una nutria. Rodeándole el talle lle­vaba un delantal de un blanco deslumbrante, una faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello todo bordado alrede­dor con seda negrísima por dentro y por fuera. Se adornaba con una cofia blanca con cintas que hacían juego con el cuello de la camisa y una ancha cinta de seda ciñéndole la parte superior de la cabeza. Debajo de sus arqueadas cejas, delgadas y negras como endrinas, mostraba unos ojos profundamente lascivos.
Era más deliciosa de mirar que un peral en flor y más sua­ve que los añinos al tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le pendía del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar en una chica como ésa o en semejante preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro recién acuñada en la Torre; cantaba con la alegría y la claridad de una golondrina posada en el granero; solía sal­tar y retozar como una cabritilla o un ternero que corre tras su madre; su boca era dulce como la miel o el arrope, o como una manzana colocada sobre heno; era retozona como un potrillo, alta como un mástil y erguida como una flecha. De la parte baja del cuello colgaba un broche grande como el remate de un escudo, y los cordones de sus zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de San Pablo, por las pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pim­pollo, un bombón para la cama de un príncipe o esposa dig­na de algún acaudalado labrador.
Ahora bien, señores, sucedió que un día, cuando su mari­do se hallaba en Oseney, Nicolás, el Espabilado -estos es­tudiantes son unos tíos hábiles y astutos-, empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la palpó en sus partes y le dijo:
-Querida, si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.
Y prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:
-Por el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.
Ella se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza diciendo:
-Vete, no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo so­corro. ¡Quítame las manos de encima! ¿Es éste modo de comportarse?
Pero Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemen­cia, que, al fin, ella se rindió y juró por Santo Tomás de Can­terbury que sería suya tan pronto como pudiera encontrar la ocasión.
-Mi esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás -dijo ella-. Por eso, debemos mantenerlo en secreto.
-No te preocupes por ello -dijo Nicolás-. Si un estu­diante no se las sabe más que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.
Por ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión propicia.
Arreglado esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego la besó dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.
Pero ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrum­pió sus faenas domésticas, se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la iglesia de su parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en aquella iglesia había un sa­cristán llamado Absalón. Su rizado cabello brillaba como el oro y se extendía como un gran abanico a cada lado de la raya que le recorría el centro de la cabeza. Era un individuo enamoradizo en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una tez rosada, ojos grises de ganso y vestía con gran estilo, calzando medias y zapatos escarlatas con dibujos tan fantás­ticos como el rosetón de la catedral de San Pablo. La chaque­ta larga de color azul claro le sentaba muy bien: con encajes ribeteados, estaba cubierta por un vistoso sobrepelliz de co­lor blanco que semejaba un conjunto de retoños en flor. A fe mía que era todo un buen mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender documentos legales; sabía bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo la moda de aquellos días procedentes de Oxford, con las piernas que salían disparadas a uno y otro lado); cantaba con un agudo falsete acompa­ñándose de un violín de dos cuerdas. También tocaba la gui­tarra. No había posada o taberna de la ciudad que no hubie­ra animado con su visita, especialmente las que había con vi­varachas muchachas de mesón. Pero, para decir verdad, era un poco pesado: se tiraba ventosidades y tenía una conversa­ción latosa.
En aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario, se puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras las incensaba; dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del carpintero; era tan bella, dulce y apetecible, que le parecía que podría pasar­se toda la vida contemplándola. Si ella hubiera sido un ratón y Absalón un gato, juro que se le hubiera arrojado encima in­mediatamente. Tan chalado estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos de las mujeres al hacer la colecta; su buena educación se lo impedía, según comentaba.
Aquella noche la Luna brillaba intensamente cuando Ab­salón cogió la guitarra para ir a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que llegó a la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca de un ventanal que sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y suave, acompañándose con su guitarra:
Queridísima dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.
El carpintero se despertó y le oyó.
-Alison -dijo a su mujer-, ¿no oyes a Absalón cantan­do bajo el muro de nuestro dormitorio?
Ella replicó:
-Sí, Juan; claro que oigo cada nota.
Las cosas prosiguieron como podéis suponer. El alegre Ab­salón fue a cortejarla diariamente, hasta que se puso tan des­consolado, que no podía dormir ni de día ni de noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por inter­mediarios, y prometió que sería su esclavo, le hacía gorgori­tos como un ruiseñor y le enviaba vino, aguamiel, cerveza es­peciada y pasteles recién salidos del homo; le ofreció dinero, pues ella vivía en una ciudad en la que había cosas que com­prar. Algunas pueden ser conquistadas con riquezas; otras, a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y habilidad.
En una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el papel de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto amaba ella a Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; sólo recibía burlas por sus desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un mono bufón y su devoción en chanza. He aquí un proverbio que dice gran verdad: «Si quieres avanzar, acércate y disimu­la. Un amante ausente no satisface su gula.»
Ya podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, sólo por estar presente, lo desbancaba sin esfuerzo.
¡Vamos, espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Ab­salón con su gimoteo! Sucedió que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison convinieron que idea­rían alguna estratagema para engañar al pobre esposo celoso, de modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche en sus brazos, como ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que ya no podía esperar más, llevó silencio­samente a su aposento suficiente comida y bebida para un día o dos. Entonces, Nicolás dijo a Álison que cuando su es­poso preguntara por él, ella le contestase que no le había vis­to en todo el día y que ignoraba dónde podía hallarse; aun­que creía que debía de haber caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a llamarle, él no había replicado, a pesar de las grandes voces que dio.
Así, Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo, durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la noche del sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué dia­blos podría ocurrirle a Nicolás:
-¡Por Santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero, Dios mío, que no haya fallecido repenti­namente. Este es un mundo poco seguro, en verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de un hombre al que había visto trabajando este lunes. Entonces dijo al muchacho que le servía.
-Sube corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven enseguida a decirme qué es lo que hay.
El muchacho subió decidido las escaleras y voceó y apo­rreó la puerta del aposento
-¡Eh! ¿Qué hacéis, maese Nicolás? ¿Cómo podéis estar durmiendo todo el día?
Pero no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al interior. Al final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca abierta como si tu­viera trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y expli­có a su dueño inmediatamente el estado en que le había en­contrado.
El carpintero empezó a persignarse diciendo: -¡Ayúdanos, Santa Frideswide!. ¿Quién puede prede­cirnos lo que el destino nos depara? A este individuo le ha sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio suyo. ¡Y sabía yo que algo le ocurriría! La gente no debe me­ter sus narices en los secretos divinos. ¡Bendito sea el hombre que no sabe más que el Credo! Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro estudiante del astrobolio que salió a andar por los campos contemplando las estrellas y tratando de adivinar el futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin embargo, ¡por Santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por Jesucristo, que está en el cielo, que le voy a es­carmentar de sus estudios, si es que yo valgo para algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta mientras tú la levantas. Esto pondrá fin a sus estudios, supongo.
Y se dirigió a la puerta del aposento. El criado era un mu­chacho muy fuerte, y la puso fuera de sus goznes en un mo­mento. La puerta cayó al suelo. Allí se hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta tragando aire. El carpintero supuso que estaba en trance de desespera­ción; le agarró fuertemente por los hombros y le sacudió con fuerza diciéndole:
-¡Eh, Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!
Entonces empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro rincones de la casa y la parte exterior del umbral de la puerta:
Jesucristo, San Benito.
Los malos espíritus prohibid: espíritus nocturnos, huid del Padrenuestro.
Hermana de San Pedro, no abandones a este siervo vuestro.
Después de un rato, Nicolás el Espabilado suspiró profun­damente y dijo:
-¡Ay! ¿Debe el mundo terminar tan pronto? El carpintero contestó:
-¿De qué hablas? Conga en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el sudor de su frente.
A lo que replicó Nicolás:
-Vete a buscarme una bebida y te diré -en la más estric­ta confianza, te advierto-algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo diré a nadie más.
El carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada uno hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al carpintero junto a él diciéndole:
-¡Querido Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que nunca revelarás este secreto a na­die, pues te revelaré el secreto de Jesucristo, y estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues éste será el castigo: si me traicio­nas, te convertirás en un loco rematado.
-¡Que Jesucristo y su santa sangre me protejan! -repuso el ingenuo carpintero-. No soy ningún boquirroto y, aun­que está mal que lo diga, no soy nada locuaz. Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos: no lo re­petiré a hombre, mujer o niño alguno.
-Pues bien, Juan -dijo Nicolas-. Te aseguro que no miento: por mis estudios de astrología y mis observaciones de la Luna cuando brilla en el cielo, he averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo -prosiguió-, que todo el mundo se ahogará en menos de una hora, y la Humanidad perecerá.}
Al oír eso, el carpintero exclamó:
-¡Pobre esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!
Quedó tan impresionado, que casi se desmayó.
-¿No puede hacerse nada? -preguntó.
-Sí, ya lo creo que sí -dijo Nicolás-; pero solamente si te dejas guiar por un consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer brillantes. Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te alegrarás de ello.» Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te prometo que nos salvaremos los tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes cómo Noé fue salvado cuando el Señor le ad­virtió por anticipado que todo el mundo perecería bajo las aguas?
-Sí -dijo el carpintero-, hace mucho, muchísimo tiempo.
-¿No has oído también -prosiguió Nicolás- lo que le costó a Noé y a todos los demás conseguir que su esposa su­biera a bordo del arca? Me atrevo a asegurar que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella tuviera una barca sólo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podría­mos hacer? Esto requiere actuar con rapidez, y en una emer­gencia no hay tiempo para parloteos ni retrasos. Corre y trae enseguida a casa una amasadera o una gran tina poco profun­da para cada uno de nosotros tres y asegúrate que sean lo su­ficientemente grandes para poderlas utilizar como barcas. Pon alimentos en ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas retrocederán y desaparecerán a eso de las nue­ve de la mañana siguiente. Pero tu muchacho Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a Gillian, la cria­da; no preguntes por qué, pues incluso si me lo preguntaras, no revelaría los secretos de Dios. A menos que estés loco, de­bería ser suficiente para ti el ser favorecido igual que el pro­pio Noé. No te preocupes: salvaré a tu mujer. Ahora, vete y busca bien.
»Cuando tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus preparativos. Cuando hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los alimentos en cada una de ellas, no te olvides de coger un hacha para cor­tar la cuerda y poder huir cuando llegue el agua, ni tampoco de practicar una abertura en la parte alta del tejado por el lado que da al jardín, por donde se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando haya terminado el dilu­vio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un pato blanco detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh, Juan! Animaos, las aguas descienden", tú responderás: "Hola, maese Nicolás. Buenos días. Te veo muy bien, pues es de día." Y entonces seremos los reyes de la Creación para el resto de nuestras vidas, igual que Noé y su mujer.
»Pero te tengo que advertir una cosa: cuando embarque­mos esa noche, procura que ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos rezar para cum­plir las órdenes divinas.
»Tú y tu mujer deberéis estar lo más alejados que podáis el uno del otro para que no exista pecado entre vosotros, ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual. Esas son tus instrucciones. Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos duerman, nos meteremos en nuestras amasade­ras y permaneceremos allí sentados confiando en que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de seguir hablando de esto. La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu aliento." Pero tú eres tan listo, que no necesitas que nadie te enseñe. Anda y salva nuestras vidas. Te lo ruego.
El ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el se­creto a su mujer, que ya sabía la finalidad de todo el plan mu­cho mejor que él. Sin embargo, simuló estar asustadísima.
-¡Ay! -exclamó-, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu esposa verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar nuestras vidas.
¡Qué poder tiene la fantasía! La gente es tan impresiona­ble, que puede morir de imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a ver cómo el di­luvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su dul­ce mujercita, Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se la­mentó y se sintió muy desgraciado. Luego, después de haber encontrado una amasadora y un par de grandes tinas, las me­tió subrepticiamente en la casa y, en secreto, las colgó de lo alto. Con sus propias manos hizo tres escaleras de mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las tinas que colga­ban de las vigas. Luego puso provisiones, tanto en la amasa­dera como en las dos tinas, de pan, queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente para todo un día. Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho que le servía y a la criada a Londres a hacer unos recados. El lunes, cuando se acercaba la noche, cerró la puerta sin encender las velas y comprobó que todo estuviera como es debido. Un momen­to más tarde, los tres subieron a sus tinas respectivas y se sentaron en ellas, permaneciendo inmóviles unos cuantos minutos.
-Ahora reza el Padrenuestro -dijo Nicolás-, y ¡chitón! -¡Chitón! -respondió Juan.
-¡Chitón! -repitió Alison.
El carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.
Tras un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dor­mido como un tronco a eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas hicieron que empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su cabeza no descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin hacer ruido. Sin pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el carpintero solía dor­mir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y Nicolás es­tuvieron allí acostados, ocupados en gozar de los placeres de la cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los mai­tines y los frailes empezaron a cantar en el presbiterio.
Aquel lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspi­rando de amor como de costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando, casualmente, preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de Juan, el carpin­tero. El hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le dijo:
-No sé; no le he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a buscar madera para el abad; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda en la granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se halla.
Absalón pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto; no le he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al cantar el gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a Alison todo mi amor. Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas formas, y como me llamo Absalón, seguro estoy que conseguiré alguna satisfacción. Mi boca me ha dolido todo el día: buen augurio de que al menos la besaré. Pensar que he estado soñando toda la noche que estaba en un banquete... Ahora haré una siesta de una o dos horas, y así esta noche podré estar despierto y divertirme un poco.»
Al primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su aliento fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando que esto le haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero y, silenciosamente, se colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan bajo que le llegaba a la altura del pecho) y en voz baja y medio reprimida, dijo:
-¿Dónde estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de cane­la? ¡Despierta, amor mío, háblame! No pienses en mi infor­tunio; sin embargo, languidezco de amor por ti, cuando te deseo tanto como el cordento ansía la ubre de su madre. De verdad, cariño, estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una paloma enamorada y como menos que una chiquilla.
-¡Aléjate de la ventana, mastuerzo! -respondió ella-. Por Dios que no vas a tener mis besos; amo a otro -tonta sería si no le amase-, un hombre mucho mejor que tú: Ab­salón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te arrojaré una piedra!
-¡Córcholis y recórcholis! -repuso Absalón-. Jamás fue el amor verdadero tan mal recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor de Dios y por amor a mí.
-Prometes marcharte si lo hago? -le replicó ella. -Sí, desde luego, amor mío -respondió Absalón. -Entonces, prepárate -repuso ella-, que ahora vengo. Y susurró a Nicolás:
-No hagas ruido, que podrás reír a gusto. Absalón se dejó caer de rodillas diciendo:
-De todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más, espero. ¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.
Apresuradamente ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo: -Vamos, acabemos de una vez.
Y añadió:
-No te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea. Absalón empezó por secarse los labios. La noche era oscu­ra como boca de lobo, negra como el carbón, cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió que Absalón, antes de comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un so­noro beso. Pero retrocedió inmediatamente: había algo que no concordaba bien, pues notó una cosa áspera y peluda, y sabía que las mujeres no tienen barba.
-¡Uf! ¿Qué he hecho?
-¡Ja, ja, ja! -exclamó ella, y cerró la ventana de golpe. Absalón se quedó meditando su triste caso.
-¡Una barba! ¡Una barba! -gritó Nicolás el Espabilado-. Por Dios, ésta sí que es buena.
El pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los la­bios de rabia. Se dijo a sí mismo:
-¡Te haré pagar por esto!
¡Si supierais lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja, trapos y raspaduras!
-¡Que el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este in­sulto antes que llegar a poseer la ciudad entera -se repetía a sí mismo-. ¡Ay, si al menos me hubiera echado para atrás!
Su ardiente amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó el culo, se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por una mujer her­mosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres velei­dosas, llorando como un niño al que acababan de zurrar.
Lentamente cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese Gervasio, que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando rastrillos y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:
-Abre, Gervasio, y deprisa, por favor. -¿Qué? ¿Quién esta ahí?
-Soy yo: Absalón.
-¡Cómo, Ábsalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios nos bendiga! ¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que quiere, supongo. ¡Por San Nedo! Sé lo que quieres decirme.
Absalón no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cues­tión era mucho más complicada de lo que imaginaba Gerva­sio. Así que fue y le dijo:
-¿Ves aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chime­nea, amigo? Pues déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.
Gervasio contestó:
-Por supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa llena de soberanos. Pero, en nom­bre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?
-No te preocupes -repuso Absalón-. Cualquier día te lo explicaré.
Y cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy si­lenciosamente salió por la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió y luego llamó a la ventana, igual que lo había hecho antes.
Alison respondió:
-¿Quién está ahí llamando? Seguro que es un ladrón. -¡Oh, no! -dijo Absalón-. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es muy bo­nito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro beso. Nicolás, que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:
-Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.
Entonces, Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó medio ciego por la explo­sion; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo apli­có al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior, haciéndole saltar la piel en un ruedo del an­cho de una mano. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angus­tia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:
-¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!
El carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como si estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»; sin más, se levantó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los tableros del suelo, donde quedó casi sin sentido.
Alison y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:
-¡Socorro, que quiere matarnos!
Todos los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había roto un brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado to­davía, pues tan pronto intentó hablar, Alison y Nicolás le in­terrumpieron. Explicaron a todo el mundo que estaba loco de atar: aterrorizado por un imaginario diluvio como el de Noé, había comprado tres amasaderas y las había colgado de las vigas, rogándoles por el amor de Dios que se sentasen allí con él y le hiciesen compañía.
Todos empezaron a reír de sus propósitos, mirando embo­bados hacia las vigas en lo alto y chanceándose de sus apu­ros. Era inútil cuanto dijese el carpintero: nadie podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la ciudad le creyó loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de acuerdo en que estaba como una regadera, y todos se rie­ron mucho de este asunto. Y así es cómo, a pesar de todos sus celos y precauciones, la esposa del carpintero fue jodida, Absalón le besó su hermoso culo y a Nicolás le marcaron el suyo con un hierro candente.
Así acaba esta historia, y que Dios nos proteja.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MOLINERO


5. PRÓLOGO AL CUENTO DEL ADMINISTRADOR


El grupo aceptó complacido el divertido relato de Absa­lón y Listo Nicolás; y aunque hubo diversidad de opi­niones, la mayoría lo acogió con risas y chanzas. Na­die se enfadó, si exceptuamos al administrador, Oswold, pues era carpintero de profesión. Con ira apenas contenida, se quejó y murmuró un rato:
-Por vida mía, ojalá pudiera devolverte esta jugada. Sin duda alguna podría ofuscarte con mi relato. Pero la edad se­nil no es mezquina. Se ha acabado el verano, y llega el turno al invierno. Mis blancos cabellos, al igual que mi corazón, denuncian mi edad. Pero me sucede a mí lo que a los níspe­ros. Tales frutos sólo son comestibles si están pachuchos o se­cos. Igual acontece con los entrados en años: maduramos cuando envejecemos; bailamos si suena la música. Nuestro deseo se ve ensombrecido por una cruz; tenemos hojas blancas y apéndice verde, como los puerros. Aunque nuestra vitalidad decrezca, no carecemos de deseos lujuriosos. Ha­blamos sobre lo que no podemos ejecutar. Bajo nuestras ce­nizas se esconden rescoldos ardientes.
»Poseemos cuatro fuegos: vanidad, falsedad, ira y avaricia, que perviven hasta la más avanzada edad. Aunque nuestros miembros estén imposibilitados, estos fuegos siguen activos. Yo tengo dientes de potrillo, aunque ha pasado mucho tiempo desde que empecé a disfrutar de la vida. Desde que nací, la muerte ha destapado el barril de la vida, y ésta ha fluido in­cesantemente, de forma que el tonel está casi vacío. Mi arro­yo vital ya sólo gotea por el borde. La lengua halagadora pue­de rememorar «hazañas» de antaño. Pero la senectud sólo tie­ne chochez.
Cuando nuestro anfitrión hubo escuchado este exordio tomó la palabra con mayestática realeza:
-¿En qué se resume toda esta sabiduría? ¿En hablar toda la mañana sobre las Escrituras? ¿El diablo que convierte a administradores en predicadores? ¿Podría hacerlo igual con zapateros, marineros o médicos? Adelante con tu cuento. No pierdas tiempo. Mira; ya que estamos en Deptford, ya son las siete y media de la mañana. Greenwich patria de muchos rufianes, se divisa a lo lejos. Ya es tiempo de que empieces.
-Escuchen, señores -replicó el administrador-: espero que nadie se quejará si le propino al molinero un buen revol­cón. Es algo legítimo: donde las dan, las toman.
»Este borracho de molinero nos ha contado cómo fue bur­lado un carpintero para tomarme el pelo a mí, que también soy de este oficio. Con vuestro permiso me voy a desquitar empleando sus mismos términos groseros. Le pido a Dios que le parta su dura cabeza. Puede ver la mota en mi ojo sin distinguir la viga en el suyo.

5. EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR


En Trumpington, no lejos de Cambridge, serpentea un arroyo cruzado por un puente. A una ribera de esta corriente se yergue un molino en donde y os estoy contando la verdad- vivió un molinero durante muchos años. Era orgulloso y pagado de sí mismo como un pavo real; sabía tocar la gaita, cazar, pescar, remendar las redes, fa­bricar cazos de madera en un torno y luchar cuerpo a cuer­po. Colgado del cinto llevaba siempre un largo alfanje de hoja muy afilada, y en su faltriquera guardaba un puñal pe­queño, muy bonito, que era un peligro para el que se le acer­caba. Además, en sus calzas llevaba oculto un largo puñal de Sheffield. Calvo como el trasero de una mona y con una cara redonda de perro pachón, era la perfecta figura de un mata­siete de mercado.
Nadie se atrevía a ponerle un solo dedo encima, pues ha­bía jurado que el que se atreviera lo pagaría muy caro. Era, a decir verdad, un bribón muy taimado. Solía robar trigo y ha­rina. Se le apodaba Fanfarrón Simkin. Tenía esposa de muy buena familia: su padre era el sacerdote de la ciudad, quien para conseguir que Simkin la aceptase había tenido que dar­le una importante dote. La mujer había sido educada en un colegio de monjas, lo que para Simkin tenía gran importan­cia, pues, con el fin de mantener su posición de pequeño te­rrateniente, dijo que no tomaría esposa, a menos que ésta es­tuviera bien educada y fuera virgen. La mujer era orgullosa y lista como una urraca.
Era un espectáculo ver a esta pareja en domingo: él la pre­cedía por la calle con la cabeza cubierta por una caperuza; ella le seguía, con un vestido de color rojo, que hacía juego con las medias de él. Nadie osaba llamarla o dirigírsele sin decirle «Señora», ni a piropearla por la calle, a menos que de­sease que Simkin le degollara con alfanje, cuchillo o daga (los celosos siempre han sido sujetos peligrosos o, por lo menos, esto es lo que pretenden que sus esposas crean). Como que su reputación no era muy clara, la mujer mantenía la gente a distancia (el agua de las acequias hace lo mismo) con altivo desdén. Creía que se le debía respeto, tanto por la familia de la que procedía como por haber sido educada en un colegio de monjas.
Esta pareja había traído al mundo una hija, que frisaba los veinte años; hijo, sólo habían tenido un arrapiezo que toda­vía estaba en la cuna, pues contaba seis meses. La muchacha estaba bien desarrollada y era algo llenita; tenía una nariz respingona, ojos grises, anchas nalgas, pechos empinados y redondos, y debo reconocer que su cabello era muy hermo­so. Como era tan bonita, el sacerdote de la ciudad pensaba nombrarla heredera de la casa y sus tierras y ponía dificulta­des a que se casara, puesto que quería que hiciera un buen matrimonio con alguien que perteneciese a una digna fami­lia de rancio abolengo. Las riquezas de la Santa Madre Igle­sia debían caer en manos de alguien cuya sangre procedía de ella, por lo que él tenía intención de honrar la sangre divi­na, aunque para ello tuviera que devorar a la Santa Madre Iglesia.
Por cierto, que mucha gente acudía a él con el trigo y la ce­bada de toda la comarca circundante. En particular, había un gran colegio en Cambridge llamado King's Hall, cuyo tri­go y cebada molía. Un día sucedió que su administrador cayó enfermo y pareció que iba a morir sin remedio. A con­secuencia de ello, el molinero empezó a robar cien veces más harina y trigo que antes. Hasta entonces él se había conten­tado con una mesurada expoliación, pero ahora era ya un la­drón a la descarada. El director se encolerizó y armó un zipi­zape, pero el molinero no cedió ni un ápice; profirió amena­zas y negó la acusación en redondo.
Ahora bien, en el colegio del que hablo había dos jóvenes estudiantes, unos tipos testarudos dispuestos a todo. Simple­mente por deseo aventurero, solicitaron del director permiso para ir a ver moler el grano del colegio. Estaban dispuestos a jugarse el cuello a que el molinero no conseguiría robarles, por la fuerza o por fraude, ni media espuerta de trigo. Al final, el director cedió y les dio permiso. Uno de ellos se llama­ba Juan; el otro, Alano. Ambos habían nacido en la misma ciudad, un lugar llamado Strotherl, situado muy al norte del país.
Alano cogió todas sus pertenencias y cargó un saco de gra­no sobre el caballo. Luego, Juan y Alano partieron, cada uno con su buena espada y broquel al cinto. No necesitaron guía, pues Juan conocía el camino. Cuando hubieron llegado al molino, echaron el saco de grano al suelo.
Alano habló en primer lugar:
-¡Ah de la casa! Hola, Simón. ¿Cómo están tu esposa y tu chica?
-Bienvenido, Alano -dijo Simkin-. ¡Por mi vida! ¡Si está aquí Juan también! ¿Cómo os van las cosas? ¿Qué os trae por aquí?
-¡Vive Dios! Nos trae, Simón, la necesidad, que no cono­ce leyes -dijo Juan-. «Si no tienes sirviente, cuídate a ti mismo o eres un imbécil», como dicen los sabios. Nuestro administrador esta a punto de morir de dolor de muelas, y por eso he venido con Alano a que tritures nuestro grano para luego llevárnoslo a casa. Espero que te des prisa en des­pacharnos.
-Ahora mismo lo haré; confiad en mí -dijo Simkin-. Pero ¿qué haréis mientras estoy trabajando?
-Yo me situaré junto a la tolva -le replicó Alano- y mi­raré cómo entra el grano. En mi vida he visto funcionar esta tolva tuya.
-Hazlo, Juan -repuso Alano-. Yo me pondré debajo para ver cómo la harina cae en esa artesa. Creo que lo haré bien, puesto que tú y yo somos tan parecidos, Juan. Soy tan mal molinero como tú.
El molinero sonrió para sí y pensó: «Esto es sólo una argu­cia: creen que nadie puede burlarles; pero, a pesar de su inte­ligencia y filosofia, a fe de molinero que lograré engañarles. Cuanto más inteligentes sean los trucos que utilicen, más les robaré al final. Incluso llegaré a darles salvado por harina. Como le dijo la yegua al lobo, “los que más saben no son los más listos”. Me río yo de todo lo que han aprendido en los li­bros.»
Cuando tuvo ocasión, se deslizó silenciosamente por la puerta y buscó el caballo de los estudiantes hasta que lo ha­lló atado a un espeso arbusto detrás del molino. Se dirigió decididamente hacia la montura y le quitó la brida. Una vez suelto el animal, caminó hacia el pantano en donde había unas yeguas salvajes en libertad, y dando un relincho las per­siguió a campo través.
El molinero regresó y no dijo una palabra; prosiguió con su trabajo haciendo broma con los dos estudiantes hasta que todo el grano estuvo totalmente molido. Pero cuando la ha­rina estuvo en el saco y Juan salió y descubrió que el caballo no estaba gritó:
-¡Socorro! ¡Socorro! El caballo se ha escapado. Por el amor de Dios, Alano, muévete. Sal enseguida, hombre. Se nos ha extraviado el palafrén del director.
Alano se olvido de la harina, del trigo y de todo. La nece­sidad de no quitar ojo de encima de las cosas se esfumó como por encanto.
-¿Cómo? ¿A dónde ha ido? -gritó.
La mujer del molinero entró corriendo y dijo:
-¡Ay! Vuestro caballo se ha ido con las yeguas salvajes del pantano, galopando tan deprisa como podía. La mano que lo ató era inexperta. Debiste haber hecho un nudo mejor con las riendas.
-¡Ay! -exclamó Juan-. Alano, desenvaina la espada; yo haré lo mismo. Dios sabe que no valgo más que un cor­zo, pero, ¡vive Dios!, no se escapará a nosotros dos. ¿Por qué no lo pusiste en ese establo? ¡El diablo te lleve, Alano; eres un imbécil!
Y los dos simples salieron corriendo lo más rápidamente posible hacia el pantano. Cuando el molinero observó que se habían ido, tomó dos arrobas de su harina y le dijo a su mujer que con ella hiciese un pastel.
-Te aseguro que voy a dar un susto a esos estudiantes -le espetó-. Un molinero puede chamuscar la barba de un estudiante, a pesar de los libros que hayan leído. Déja­les que corran. Contémplales y ve cómo se van. ¡Que jue­guen los niños! ¡No van a recuperarlo fácilmente, por mis barbas!
Los pobres estudiantes corrían de acá para allá gritando: -¡Ojo! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Ahí! ¡Vigila por detrás! Tú le silbas y yo le agarro.
En pocas palabras, por mucho que lo intentaron, el caba­llo corría tanto, que no pudieron cogerlo hasta que al ano­checer lo acorralaron en una zanja.
Los pobres Juan y Alano regresaron sudados y cansados como el ganado bajo la lluvia. Decía Juan:
-¡Ojalá no hubiera nacido! Hemos sido burlados. Se ha reído de nosotros. Ha robado nuestro grano, y todos nos lla­marán tontos: el director, nuestros compañeros y, lo que es peor, también el molinero.
Así refunfuñaba Juan al caminar hacia el molino llevando a su bayardo de la rienda. Encontraron al molinero sentado junto al fuego. Como era de noche y no podían ir a ningún otro sitio, le rogaron al molinero que, por amor de Dios, les diese comida y albergue a cambio de dinero.
Profirió el molinero:
-Si hay sitio, tendréis vuestra parte; pero ocurre que mi casa es muy pequeña. Ahora bien, como vosotros habéis es­tudiado, sabréis cómo arreglároslas para convertir un espacio de veinte pies de anchura en una milla. Ahora, veamos si el espacio os conviene. Siempre lo podréis hacer mayor hablan­do, que es como arregláis las cosas los que sois sabios.
-Oye, Simón -dijo Juan-, aquí nos tienes cogidos. Por San Cuzberto, cómo te burlas de nosotros. Pero muy bien dice el proverbio: «Un hombre solamente podrá tener una de estas dos cosas: o lo que encuentra o lo que trae.» Buen hombre, por favor, acógenos y danos comida y bebida, que te pagaremos a tocateja. No puedes cazar un halcón con las manos vacías. Mira; aquí están nuestras monedas, listas para gastar.
El molinero les asó una oca y mandó a su hija a la ciudad a por pan y cerveza; ató su caballo para que no se soltara de nuevo y les preparó una buena cama con sábanas y mantas en su propia habitación, a menos de doce pies de su propio lecho.
Allí cerca, en el mismo aposento, su hija tenía una cama para ella sola. Era aquél el mejor lugar que podían tener, por la simple razón de que no había ningún otro más en la casa donde dormir. Cenaron, charlaron, hicieron jolgorio y bebie­ron toda la cerveza que les vino en gana, hasta que hacia la medianoche se acostaron.
El molinero se había embriagado a fondo, pero la bebida no le había hecho subir los colores, sino más bien estaba pá­lido; le sacudía el hipo y hablaba por la nariz como si tuvie­ra asma o un resfriado de cabeza. Se acostó junto con su mu­jer; ella estaba alegre como un grajo, pues también se había remojado el gaznate. La cuna estaba al pie de la cama para poder mecer al niño o darle de mamar. Cuando hubieron terminado la jarra, la hija se fue directamente al lecho, segui­da de Alano y Juan. No quedó ni una gota de vino, y no tu­vieron necesidad de ninguna poción para dormir. El moline­ro la había cogido de órdago, pues roncó como un caballo mientras dormía, dando ruidosos graznidos después de cada ronquido; pronto su mujer le acompañó en el coro, metien­do más ruido que él, si cabe. Se les podía oír roncar a medio kilómetro de distancia. Para no dejarles solos, la hija también roncaba a placer.
Después de escuchar esta sonora melodía, Alano dio un codazo a Juan y le dijo:
-¿Estás dormido? ¿Oíste alguna vez graznidos semejan­tes? ¡Vaya concierto! Así les dé sarna. Es la cosa más horrible que he escuchado jamás. Y esto va de mal en peor. Ya veo que no pegaré ojo en lo que queda de noche; pero no impor­ta, todo será para bien, pues te aseguro, Juan, que intentaré trabajarme esa chica si puedo. La ley nos permite alguna compensación, Juan, pues hay una ley que dice que si un hombre es perjudicado de alguna forma, debe ser compensa­do de otra. No hay quien niegue que nos robaron el grano. Hemos tenido mala suerte todo el día; pero como sea que no da satisfacción por la pérdida que he tenido, me tomaré la compensación. ¡Por Dios que va a ser así!
-Mira lo que haces, Alano -repuso Juan-. Ese moline­ro es un tipo de cuidado, y si despierta de repente, puede dar­nos un disgusto.
-Una pulga me da mas miedo que él -repuso Alano, quien se levantó y se deslizó hasta donde se hallaba la chica, que estaba profundamente dormida panza arriba, pero cuan­do lo vio, estaba tan cerca que era ya tarde para gritar. En otras palabras, que pronto llegaron a un acuerdo. Pero deje­mos a Alano divirtiéndose y hablemos de Juan.
Juan se quedó donde estaba unos cuantos minutos y em­pezó a lamentarse.
-¡No le veo la diversión! -se dijo-. Solamente puedo decir que me han tomado el pelo a fondo sin que, como mi compañero, obtenga algo a cambio. El, por lo menos, tiene a la hija del molinero en sus brazos. Ha probado fortuna y le ha salido bien, mientras yo sigo aquí acostado como un saco de patatas. Y cuando se cuente esta aventura algún día, parecerá que he estado haciendo el imbécil. Me acercaré a tomar fortuna y ¡que pase lo que Dios quiera!, como suele decirse.
Por lo que se levantó y, sin hacer ruido, se acercó a la cuna, la cogió y sigilosamente la llevó al pie de su propia cama. Poco después, la mujer del molinero dejó de roncar y se despertó. Se fue a orinar, regresó y no encontró la cuna. En la oscuridad buscó a tientas aquí y allá, pero no la pudo lo­calizar. «¡Dios mío! -pensó-. Por poco me equivoco y me meto en la cama de los estudiantes. Dios me proteja, pues me habría encontrado con un buen lío.»
Y siguió buscando hasta que localizó la cuna.
Entonces siguió tocando los objetos con las manos a tien­tas hasta que encontró la cama, pensando que era la suya, pues la cuna estaba junto a ella. No sabiendo exactamente dónde estaba, se introdujo en el lecho del estudiante. Se que­dó quieta y se hubiese dormido si Juan, cobrando vida, no se hubiera echado encima de la buena mujer. Ésta pasó el me­jor rato que había gozado en años, pues él la trajinó como un loco, entrando a por uvas con fuerza. Así fue cómo los dos estudiantes lo pasaron tan ricamente hasta bien avanzado el alba.
Por la mañana, Alano empezó a cansarse de tanto trabajo nocturno y susurró:
Adiós, dulce Molly; ya llega el día; no me puedo quedar más. Pero, por mi vida, que mientras viva y respire seré tu hombre, dondequiera que esté.
-Entonces ve, cariño, y adiós -dijo ella-; pero te diré una cosa antes de irte: cuando os marchéis a casa, al pasar frente al molino, detrás de la puerta, encontraréis un pastel hecho con dos arrobas de vuestra harina, que ayudé a mi pa­dre a robar. ¡Que Dios te bendiga y te proteja, cariño!
Y al decir esto casi se puso a llorar.
Alano se levantó y pensó: «Me deslizaré dentro de la cama de mi amigo antes de que rompa el día.» Pero su mano tropezó con la cuna y pensó: «Dios mío, sí que es­toy errado. Mi cabeza me da vueltas después del trabajo de esta noche, y por esto no sé caminar recto. Por la cuna, veo que me he equivocado de ruta. Aquí duermen el molinero y su mujer.»
Así quiso el diablo que el estudiante se metiera en la cama en la que dormía el molinero. Pensando que se metía al lado de su amigo Juan, se colocó al lado del molinero, le echó el brazo alrededor del cuello y dijo en voz baja:
-Tú, Juan, imbécil, despierta, por Dios, y escucha, ¡por Santiago! Esta noche he jodido a la hija del molinero tres ve­ces, mientras tú has estado aquí hecho un flan, temblando de frío.
-¿Qué has hecho, bandido? -gritó el molinero-. ¡Por Dios que voy a matarte, mequetrefe, traidor! ¿Cómo te atre­ves a deshonrar a mi hija, ella que es de cuna tan noble?
Y agarró a Alano por la nuez, quien a su vez se revolvió y le dio un puñetazo en la nariz. Un chorro de sangre le bajó por el pecho, y los dos se revolcaron por el suelo como dos cerdos en la pocilga, sangrando por la boca y la nariz, y se ati­zaron de lo lindo hasta que el molinero tropezó con una pie­dra y cayó de espaldas sobre su mujer, que no se había ente­rado de esta tonta pelea. Acababa de dormirse en los brazos de Juan, que la había retenido toda la noche, pero la caída la despertó sobresaltándola.
-¡Socorro, Santa Cruz de Bromeholme!-exclamó-. A tus manos me encomiendo, señor. ¡Despierta, Simón! Tengo un diablo encima. Mi corazón estalla. ¡Ayúdame, que me muero! Tengo a alguien sobre mi estómago y sobre mi ca­beza. ¡Ayúdame, Simkin! Estos malditos muchachos están peleándose.
Juan saltó de la cama lo más deprisa posible que pudo y, a tientas, buscó un palo por la pared. La mujer del molinero se levantó también y, conociendo la habitación mejor que Juan, pronto encontró uno apoyado junto a la pared. Por la débil luz que daba la resplandeciente luna al filtrarse por la rendija de la puerta distinguió a la pareja que estaba lu­chando, pero sin poder saber quién era quién, hasta que su vista distinguió algo blanco. Suponiendo que eso blanco era el gorro de dormir de uno de los estudiantes, se acercó con el palo con la intención de darle un buen estacazo a Alano, pero le dio a su marido en plena calva, que cayó al suelo dando voces.
-¡Socorro, me han matado!
Los estudiantes le dieron una buena paliza y le dejaron ten­dido en el suelo. Entonces se vistieron, recogieron su caballo y la harina y se fueron, no sin antes detenerse en el molino para recobrar el pastel hecho con sus dos arrobas de harina.
De esta manera el fanfarrón molinero recibió una buena paliza, perdió su paga por moler el grano y tuvo que apoqui­nar todo lo que había costado la cena de Alano y Juan y aca­bó cornudo y apaleado. Le jodieron a la mujer y a la hija. Este es el pago que recibió por ser molinero y ladrón. Ya dice bien el proverbio: «Quien a hierro mata, a hierro muere.» Los timadores, al final, acaban siendo ellos mismos timados. Y Dios, que se halla con toda su majestad en la gloria, bendi­ga a todos los que me han escuchado. Así he correspondido yo al molinero con mi cuento.


AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR


7. PRÓLOGO AL CUENTO DEL COCINERO


Mientras hablaba el administrador, el cocinero de Londres estalló en carcajadas como si le hicieran cosquillas en la espalda.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Por la Pasión de Cristo! Los razonamientos so­bre el hospedaje le han acarreado penosas consecuencias a este molinero. Ya lo dijo Salomón: «Vigila a quien cobijas en tu casa». Es peligroso que un forastero pernocte en casa ajena. Quien da cobijo debe ser consciente de estos peligros. Que el Señor me dé miserias y penas si, así como me llamo Hodge de Ware, escuché relato alguno con molinero más trasquilado. Las tretas nocturnas funcionaron a la perfección. Pero Dios no permite que nos paremos aquí. Si queréis escu­char mi cuento, os relataré lo que sucedió en mi ciudad, de la mejor forma posible.
-Tienes permiso, Roger. Procura que sea bueno. Has re­bajado la salsa de muchos estofados. Has vendido muchos Jacks de Dover doblemente recalentados y enfriados. Mu­chos peregrinos te han maldecido sobremanera porque pade­cieron los efectos de tus perejiles cuando probaron tus viejos gansos rellenos de rastrojos. Muchas moscas andan sueltas por tu cocina. Empieza tu relato, mi querido Roger. Te ruego no te enfades si te tomo el pelo. De broma, se pueden decir muchas verdades.
-Por mi vida que tienes razón -dijo Roger-. Los fla­mencos

dicen: «Una broma en serio es una mala broma.» Por consiguiente, Harry Bailey, no des rienda suelta a tu en­fado antes de que nos separemos si mi relato es acerca de un hospedero. Sin embargo, no tengo intención de contarlo aún. Te pagaré antes de que nos despidamos.
A continuación empezó a reírse y a bromear y contó lo que a renglón seguido escucharéis.


8. EL CUENTO DEL COCINERO

Una vez vivía un aprendiz en nuestra ciudad que tra­bajaba en un comercio de comestibles. Era más ale­gre que un jilguero suelto por el bosque. Era un mu­chachote guapo, pero algo bajito, muy moreno y llevaba su pelo negro elegantemente peinado.
Bailaba tan bien y tan animadamente, que le apodaban Ja­ranero Perkin. Toda chica que se juntaba a él tenía suerte, pues él estaba lleno de amor y lascivia como una colmena de miel.
Bailaba y cantaba en todas las bodas y le tenía más afición a la taberna que a la tienda, pues siempre que había una pro­cesión por Cheapside salía disparado de la tienda tras ella y no regresaba hasta que había bailado lo suyo y había visto todo lo que había que ver. Alrededor suyo reunió a una ban­da de tipos como él, para bailar, cantar y divertirse. Se reunía en una calle o en otra para jugar a los dados; pues no había ningún aprendiz en la ciudad que echase los dados mejor que Perkin. Además, de hurtadillas, era un derrochador. Esto lo descubrió su amo a sus expensas, pues muchas veces se encontró con el cajón del dinero vacío. Podéis estar segu­ros que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los da­dos, jugando y con mujeres, es el dueño de la tienda el que lo paga con sus caudales, aunque no comparta el jolgorio.
Aunque el aprendiz sepa tocar el violín y la guitarra, sus juer­gas y juego los paga el robo. Pues, como podéis ver, la hon­radez y la buena vida siempre andan disociados, cuando se trata de gente pobre.
Aunque le regañaban noche y día y algunas veces era lleva­do a bombo y platillo a la cárcel de Newgate, el alegre apren­diz permaneció con su dueño, hasta que casi terminó su aprendizaje. Pero un día, el dueño, revisando su contrato de aprendizaje, se acordó del proverbio que reza: «Más vale arrojar la manzana podrida que dejarla que pudra a las de­más.» Lo mismo ocurre con el criado protestón: es mejor de­jarle marchar que permitirle que estropee a los demás criados de la casa. De modo que el dueño le dejó libre y le ordenó que se marchara, con maldiciones sobre su cabeza. Así fue cómo el alegre aprendiz consiguió su libertad. Ahora podría hacer jarana toda la noche, si así le apetecía. Pero, como sea que no hay ladrón que no tenga un compinche que le empu­je a saquear y estafar al que ha robado o estrujado, Perkin in­mediatamente envió su cama y el resto de su ajuar a casa de un compañero inseparable que era tan aficionado a los da­dos, al jolgorio y a la disipación como él. La esposa de este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las aparien­cias, pero se ganaba la vida traficando con su cuerpo.


(Chaucer dejó este cuento sin concluir.)

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