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domingo, abril 15, 2007

CUENTOS DE CANTERBURY // SECCION IX

SECCIÓN NOVENA


1. PRÓLOGO DEL INTENDENTE.
2. EL CUENTO DEL INTENDENTE.



1. PRÓLOGO DEL INTENDENTE

¿Conoceis el lugar donde se halla un pequeño pueblo llamado Bob-up-and-Down, bajo el bosque de Blean, en el camino de Canterbury? Allí fue el lu­gar donde nuestro anfitrión empezó a soltar sus chistes:
-Vamos, caballero, Dun ha quedado atascado en el fan­go. ¿Quién le sacará de él? ¿No quiere nadie despertar a nues­tro amigo de atrás, por cariño o dinero? Algún ladrón podría fácilmente robarle y dejarle amarrado. ¡Vedle ahí roncando a gusto! ¡Por los huesos del gallo! ¡Pero si va a caerse del caba­llo de un momento a otro! ¿Es ése el condenado cocinero de Londres? Hacedlo salir (ya sabe el castigo). Juro que nos con­tará un cuento, aunque éste no valga ni lo que un manojo de paja. ¡Despierta, cocinero, maldita sea! ¿Qué es lo que te pasa, que vas dormido en plena mañana? ¿Es que te han es­tado picando las pulgas toda la noche o es que estás bebido? ¿O es quizá que te has pasado toda la noche sudando enci­ma de una concubina hasta que no pudiste levantar cabeza?
Completamente pálido y descolorido, el cocinero respon­dió al anfitrión:
-Que Dios me proteja, pero me ha entrado una pesadez tal (ignoro por qué), que antes preferiría echar una cabezada que beberme un galón del mejor vino en Cheapside.
-Bueno -dijo el intendente-, si os sirve de consuelo, maese cocinero, os perdonamos de momento si contáis vues­tro relato. Es decir, si nadie de los que cabalga en este grupo tiene algo que objetar en contra y nuestro anfitrión tiene la bondad de dar su asentimiento, pues, por la salvación de mi alma, me parece que vuestro rostro está excesivamente páli­do, vuestros ojos se ven también como aturdidos, y vuestro aliento huele a agrio, signo evidente de que no estáis en bue­na forma. Ciertamente no voy a adularos. Vedle cómo boste­za este gamberro borracho. Parece que se nos fuera a tragar a todos aquí mismo.
»No abráis la boca, hombre, por el amor de Cristo. ¡Que el diablo de los infiernos meta el pie en ella! Vuestro horrible aliento nos va a envenenar a todos. Por favor, cerdo apesto­so, por favor, imorid de una santa vez! Ah, señores, mirad bien a este guapo mozo. ¿Queréis probar vuestra destreza en el juego de lanza a caballo, dulce señor, y esquivar el saco de arena? Yo diría que estáis en espléndida forma para ello. Ha­béis estado bebiendo a destajo, apostaría, y cuando la gente bebe así, va lista.
Al oír este parlamento, el cocinero se enojó y enfureció. Incapaz de hablar, hizo violentos gestos con la cabeza hacia el intendente, y su caballo le tiró al suelo; y allí se quedó has­ta que le recogieron. ¡Buen jinete era ese cocinero! ¡Lástima que no prefiriese el cucharón! Cuántos apuros y trabajos, cuánto empujar y alzar, antes no lograron volverle a situar encima de la montura; pues este pálido e infeliz fantasma re­sultaba difícil de manejar.
Entonces nuestro anfitrión volvióse al intendente y dijo:
-Por mi alma que este hombre está tan vencido por la be­bida, que probablemente su cuento le saldría enfarfullado. No sé si es vino lo que ha estado bebiendo, o si era cerveza nueva o vieja, pero ha estado hablando por la nariz, bufando como si tuviese un resfriado de cabeza. Y ya ha hecho más de lo que podía manteniéndose él y su caballo de arrastre fuera del fango. Si vuelve a caerse de su rocín, tendremos tra­bajo en levantar su pesado esqueleto de borracho. Empezad vuestra historia. Ya estoy harto de él. De todas formas, inten­dente, creo que habéis abusado de este alcornoque burlán­doos de sus fallos en público, como lo habéis hecho. Otro día, quizá, él os tenderá una trampa y os pedirá cuentas (quiero decir que se meterá en una o dos cosas, buscando fa­llos en vuestras cuentas, lo cual no os favorecería en nada si pudiese probarlo).
-No. Sería bastante molesto -asintió el intendente-. Él podría fácilmente hacerme tropezar; antes preferiría la ye­gua en la monta que empezar una pelea con él; procurare, si puedo, no causarle enojo. Lo que antes dijo, solamente fue una broma; pero ¿sabe qué? Tengo aquí en esta calabaza un vino para beber -sí, de una buena cosecha-, y le mostraré dentro de un momento una broma rara. Procuraré hacer que el cocinero beba un poco de él. No va a decir que no, estoy seguro. Apostaría mi vida en ello.
Resultó que el cocinero echó un largo trago de vino de la calabaza, más de lo necesario, ¡lástima! ¿Por qué tanto? Ya había bebido bastante. El cocinero, después de interpretar una tonadilla con la calabaza, se la devolvió al intendente y, evidentemente complacido con la bebida, le dio las gracias como mejor pudo.
Entonces nuestro anfitrión soltó una carcajada y dijo:
-Veo con claridad que es necesario llevar buena bebida con nosotros dondequiera que vayamos, pues convierte los agravios y el rencor en amor y armonía y apacigua muchos enojos. ¡Oh, Baco, que puedes así transformar la seriedad en chanza, bendito sea tu nombre! ¡Honor y loor a tu divini­dad! Bueno, ya no digo nada más sobre ello. Ahora, inten­dente, os ruego que empecéis vuestro cuento.
-Muy bien, señor -replicó él-. Ahora, escuchadme.


2. EL CUENTO DEL INTENDENTE
Cuando Febo habitaba aquí abajo en la Tierra (como nos cuentan los libros antiguos), no era solamente el más brioso joven caballero del mundo, sino también el mejor arquero, pues un día exterminó a la serpiente Pitón mientras estaba durmiendo al sol. También podréis leer rela­tos de muchas otras extraordinarias hazañas que realizó con su arco. Sabía tocar cualquier instrumento musical, y, cuan­do se ponía a cantar, los claros registros de su voz eran autén­tica música. Es seguro que Anfión, el rey de Tebas, que cons­truyó las murallas de aquella ciudad en medio de cánticos, nunca cantó ni la mitad de bien que él. Además, era el hom­bre más apuesto de la Tierra.
Pero ¿para qué describir sus rasgos? Simplemente no había hombre viviente con mejor porte y aspecto. Y, por si era poco, estaba dotado de nobleza, honor y excelencia a más no poder.
Febo, este joven sin igual en generosidad y capacidad ca­balleresca, solía llevar un arco en la mano, tanto por deporte como por símbolo de su victoria sobre Pitón. O, al menos, así lo refiere la Historia.
Ahora bien, Febo tenía en su casa un cuervo enjaulado que hacía mucho tiempo llevaba educando y al que había enseñado a hablar, de la misma forma que se enseña a los arrendajos.
Este cuervo era blanco como un cisne albino y sabía imi­tar la voz de cualquier persona que estuviera contando un cuento. Además, no había ruiseñor en todo el mundo que cantase ni la millonésima parte de bien y con semejante ale­gría.
Febo tenía también en la casa a una esposa a la que ama­ba más que a su propia vida. Procuraba complacerla y hon­rarla noche y día, salvo en una cosa. A decir verdad, él era ce­loso y demasiado propenso a no perderla de vista, pues le daba mucha rabia que pudiesen tomarle el pelo --como le su­cede a todo el mundo en su mismo caso-, aunque, ¿de qué sirve todo eso? Nunca puede hacerse nada para remediarlo. Una buena esposa -que sea pura de palabra y obra- no de­bería estar nunca balo vigilancia; igualmente cierto, trabajo en vano es montar guardia para vigilar a una prostituta; sim­plemente, no sirve para nada. Creo que perder tiempo del trabajo para vigilar a la propia esposa resulta una completa estupidez. Los viejos estudiosos lo llevan dicho frecuente­mente en sus libros.
Pero volvamos al tema. Este excelente Febo hacía todo lo posible para hacerla feliz, suponiendo que su agradable modo de ser, su hombría y su conducta serían suficiente ga­rantía para que nadie le desbancase a los ojos de ella. Pero sabe Dios que hay una cosa que nadie puede conseguir: alte­rar un instinto que haya sido implantado por la Naturaleza en una criatura.
Coged cualquier pájaro: colocadlo en una jaula, mante­nedlo lo más limpio posible y poned todo el corazón y el ce­rebro en alimentarlo con las más deliciosas e imaginables co­midas y bebidas. Con todo, el pájaro, aunque lo tengáis en la más alegre de las jaulas doradas, preferirá mil veces volar ha­cia el frío y cruel bosque y comer gusanos y otras porquerías por el estilo; nunca cesará en su intento de escapar de su jau­la; siempre estará ansiando la libertad.
Tomad un gato: alimentadlo bien con leche y carne tierna, y dadle cama de seda, pero en cuanto vea a un ratón corrien­do por el suelo junto a la pared, abandonará la leche, la carne y lo demás, todos los lujos de aquella casa: tal es el apeti­to que siente por los ratones. Como veis, el instinto siempre vence y el apetito hace que la prudencia desaparezca.
Una loba tiene también un vil modo de ser: cuando está en celo elegirá al lobo más fiero y de peor fama que encuentre. Pero todos los ejemplos que he facilitado se refieren a los hombres que son infieles, de ningún modo a las muje­res, pues los hombres jamás carecen de un apetito lascivo de gozar con criaturas inferiores antes que con sus esposas; por bonitas, fieles y dulces que éstas sean. Tan codiciosa de novedad es esta maldita carne nuestra, que no disfrutamos durante mucho tiempo de cualquier cosa que represente virtud.
A pesar de todos los grandes méritos de Febo, éste, que no sospechaba nada, fue engañado. Ella llevaba otro hombre a remolque, un hombre de poca importancia, que, en compa­ración, no valía nada. ¡Tanto peor! Esto sucede con frecuen­cia, y acaba con mucho trastorno y aflicción.
Así, pues, ocurría que, en cuanto Febo se ausentaba, su mujer enviaba enseguida a buscar al hombre del que estaba encaprichada. ¿Hombre de capricho? Es un modo bastante rudo de decirlo, pero os pido perdón.
Dijo el sabio Platón, como podréis leer en sus obras, que es indispensable que la palabra corresponda a la acción. Es decir, si uno tiene que expresar algo adecuadamente, la pala­bra debe acompañar a la acción. Yo soy un hombre sin pelos en la lengua, y lo que digo es. Entre una dama de alto cope­te que es infiel con su cuerpo y una mujer vulgar -dado que ambas se portan mal- no hay más diferencia que ésa: la dama, al ser de rango más elevado, se dirá de ella que es una «amiga», mientras que la otra, al ser una mujer pobre, será lla­mada «amante» o «querida». Dios sabe, mi querido amigo, que tan baja está una como la otra.
De modo parecido afirmo que no existe diferencia entre un tirano usurpador y un forajido o salteador de caminos. Esta definición se aplicó a Alejandro Magno, porque siendo un tirano y teniendo un ejército y, por consiguiente, ma­yor poder para hacer masacres y mandar quemar hasta los ci­mientos casas y hogares y dejarlo todo arrasado-, se le lla­ma general, mientras que a un forajido, como son pocos los que le siguen y no puede causar mucho daño o acarrear la misma ruina a todo un país, se le llama ladrón de caminos o bandolero.
Como no tengo cultura libresca, no puedo citar a un en­jambre de autoridades, pero proseguiré contando el cuento que empecé.
La esposa de Febo envió a buscar a su amante y ambos sa­tisfacieron inmediatamente sus fugaces apetitos carnales. El cuervo blanco que estaba allí colgado dentro de su jaula les vio en plena faena, pero no dijo palabra; pero cuando el due­ño de la casa regresó a su hogar, el cuervo cantó:
-¡Cor-nu-do! ¡Cor-nu-do! ¡Cor-nu-do!
-¿Qué cantas, pájaro? -exclamó Febo-. ¿Qué clase de canción es ésta? Solías cantar muy bien y con sones tan ale­gres que mi corazón se complacía en escucharte, pero ¿cuál es el significado de esta canción? ¡Vamos, di!
-Por Dios que resulta muy adecuada -contestó el cuer­vo-. Febo, a pesar de toda tu belleza, valía y crianza, de toda tu música, canciones y vigilancia, te la ha pegado con uno sin importancia -a tu lado, no vale ni lo que un rena­cuajo-, como que vivo y respiro. Pues le he visto joder a tu esposa en tu propia cama.
¿Qué más queréis? Sin hacer remilgos, el cuervo le contó entonces la gran deshonra y desaire que su mujer le había ocasionado por su lascivia, dándole buena prueba de ello y repitiéndole lo que había visto con sus propios ojos. Febo se volvió; tuvo la sensación de que su desgraciado corazón iba a partírsele en dos. Luego tensó su arco, introdujo una flecha en él y, furioso, mató a su mujer.
Así es como terminó.
¿Qué más puedo añadir? En pleno remordimiento rom­pió sus instrumentos musicales: arpa, laúd, guitarra y salte­rio; luego quebró su arco y las flechas y dijo al pájaro:
-¡Traidor! Tu lengua de escorpión me ha traído la ruina. ¿Por qué nací? ¿Por qué no estoy muerto? ¡Oh querida espo­sa! ¡Oh joya de goce, que me eras tan constante y fiel! Aho­ra yaces muerta y tu rostro está pálido y macilento, siendo, como eres, totalmente inocente. ¡Sí, lo juro! Una mano temeraria e imprudente te ha causado un daño muy vil. ¡Oh mente ofuscada! ¡Oh rabia insensata que, sin pensar, sacrifi­cas al inocente! ¡Oh desconfianza, llena de sospechas infun­dadas! ¿Dónde está tu sabiduría? ¿Dónde tu ingenio? ¡Oh, haz que los hombres desconfien de la precipitación! ¡No creáis nada sin tener pruebas absolutas! ¡No levantéis la mano demasiado pronto, antes de saber lo que hacéis! ¡Sope­sad las cosas calmosa y cuidadosamente antes de desatar vuestra ira por la mera sospecha! ¡Ay! Millares han perecido y han sido convertidos en polvo por la insensata ira. ¡Ay de mí! Me moriré de pena.
En cuanto al cuervo, le dijo:
-¡Traidor! ¡Villano! Pronto te haré pagar por tu falsa his­toria. Una vez cantaste como un ruiseñor; ahora, falaz la­drón, te quedarás sin tu canción y sin ninguna de esas plu­mas blancas, y jamás podrás hablar más mientras vivas. Este es el castigo de un traidor: tú y tus hijos serán negros para siempre y nunca produciréis sonidos dulces, sino que grazna­réis antes de que llegue la tempestad y la lluvia, como señal de que mi esposa fue muerta por culpa tuya.
Y al instante se precipitó sobre el cuervo y le arrancó todo su blanco plumaje. Entonces lo hizo negro, le despojó de su facultad de cantar y hablar y lo puso en la puerta, mandán­dole al diablo, a quien se lo recomendó. Por dicha razón, hoy en día, todos los cuervos son negros.
Os ruego, caballeros, que toméis nota de la parábola y os fijéis en lo que digo. Nunca jamás en la vida digáis a un hom­bre que otro ha dado placer a su esposa, pues vendrá a odia­ros a muerte. Los estudiosos cultos dicen que el gran Salo­món nos enseña a tener cuidado con nuestra lengua. Pero, como he dicho, carezco de cultura libresca.
Empero, esto es lo que mi madre me enseñó:
«Hijo mío, por amor de Dios, acuérdate del cuervo. Vigila tu lengua y conserva a tus amigos, hijo mío. Una lengua vi­perina es peor que un diablo, pues, hijo mío, contra un dia­blo podemos protegernos mediante la señal de la cruz. Hijo mío, Dios puso murallas a la lengua, situándola entre los la­bios y los dientes para que un hombre pueda pensar antes de hablar. Las personas cultas nos han enseñado, hijo mío, con qué frecuencia muchas han perecido por hablar demasiado; pues, a grandes rasgos, nadie sufre daños por hablar demasia­do poco o con deliberación. Hijo mío, contén tu lengua en todo momento, excepto cuando trates de hablar con Dios en el culto y en la oración. La primera virtud, si es que quieres aprenderla, hijo mío, es la de dominar tu lengua y mantener una gran vigilancia sobre ella. Esto es lo que aprenden los ni­ños. Hijo mío, mucho daño surge de la locuacidad mal acon­sejada, en donde una palabra o dos hubieran bastado. Esto es lo que me dijeron y enseñaron. ¿Sabes cómo funciona una lengua temeraria? Del mismo modo que una espada divide un brazo por la mitad, de igual modo una lengua destruye una amistad. Un charlatán resulta abominable a Dios. Lee al sabio y honorable Salomón, lee los salmos de David, lee a Séneca. Nunca hables, hijo mío, cuando puedas pasar asin­tiendo con la cabeza. Simula que eres sordo si oyes a un char­latán que habla de un asunto peligroso. Los flamencos dicen (y te puede resultar útil) que “cuanto menos se habla, más fá­cil es de arreglar”. Hijo mío, si no has hablado mal, no debes nunca temer una traición. Y te digo esto: el que habla mal no puede nunca recobrar sus palabras. Lo que está dicho, dicho está, y la palabra, le guste o no -aunque se arrepienta de ello-, sigue rodando. El que dice algo de lo que se pueda arrepentir está en poder del otro. Hijo mio, ten cuidado. No seas jamás fuente de cotilleo, sea falso o cierto, sino que estés donde estés, tanto entre los poderosos como entre los humil­des, vigila tu lengua y acuérdate del cuervo.»

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