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domingo, abril 15, 2007

CUENTOS DE CANTERBURY // SECCION V

SECCIÓN QUINTA

1. PRÓLOGO DEL ESCUDERO.
2. EL CUENTO DEL ESCUDERO.
3. LO QUE EL TERRATENIENTE DIJO AL ESCUDERO Y EL ANFITRIÓN AL PRIMERO.
4. PRÓLOGO DEL TERRATENIENTE.
5. EL CUENTO DEL TERRATENIENTE.


1. PRÓLOGO DEL ESCUDERO

Venid aqui, escudero, por favor, y contadnos algo acer­ca del amor. Seguro que sabéis tanto de él como cual­quier otro.
-No, señor -replicó él-, pero haré lo que pueda con todo mi corazón, pues no quiero ir en contra de vuestros de­seos. Yo contaré un relato, pero si lo cuento mal, espero que me perdonaréis. Lo haré lo mejor que pueda. Ahí va.

2. EL CUENTO DEL ESCUDERO

En Tsarev, en las tierras de Tartana, vivía un rey que gue­rreaba contra Rusia; y en dichas contiendas muchos hombres valientes perdieron la vida. Este noble rey se llamaba Gengis-kan. En sus tiempos gozaba de fama, pues en ninguna parte, ni por tierra ni en los mares, había un se­ñor tan excelente como él en todos aspectos. No carecía de ninguna de las cualidades que un rey debe tener. Mantenía su jurada fidelidad a la fe en la que había nacido. Además, era poderoso, rico, sabio, clemente y siempre justo; fiel a su palabra, honorable, benevolente y de temperamento, cons­tante y firme, animoso, joven y fuerte; en las armas, tan es­forzado como cualquier caballero de su palacio. Atractivo y afortunado, vivía en tal real esplendor que no había nadie que pudiese comparársele.
Este gran rey, Gengis-kan, el tártaro, tuvo dos hijos de su esposa Elfeta. El mayor se llamaba Algarsif, y el otro, Cam­balo. También tenía una hija, cuyo nombre era Canace, la más joven de los tres. Pero me faltan palabras y elocuencias para lograr describir la mitad de su belleza. No voy a atrever­me a una tarea tan dificil; en todo caso, mi lengua no da para tanto. Para describirla a ella por completo se necesitaría a un gran poeta, diestro en retórica, y como yo no lo soy, sola­mente puedo hablar lo mejor que sé.
Resultó que, cuando Cambuscán había llevado la diade­ma durante veinte años, mandó (como creo que era su cos­tumbre anual) que se proclamasen celebraciones de su cum­pleaños por toda la ciudad de Tsarev, para el día preciso en que cayesen, según el calendario, los últimos Idus de marzo. Febo, el Sol, brillaba alegre y claro, pues estaba cerca del pun­to de exaltación en la cara de Marte y en su mansión del ca­liente y furioso signo de Aries. El tiempo era benigno y agra­dable, por lo que los pájaros, con el verdor de las hojas nuevas y en esta estación del año, cantaban alegremente sus amores a la brillante luz del sol, pues les parecía que habían conseguido protección de la fría y desnuda espada del invierno.
Este Gengis-kan del que hablo, vestido con sus ropajes rea­les y llevando su diadema, estaba sentado en lo alto de un es­trado en su palacio, celebrando el festival por todo lo alto, con tal esplendor y magnificencia como jamás se ha visto en el mundo. Tardaría un completo día de verano en describir todo el espectáculo. Sin embargo, no es necesario detallar el orden por el que se sirvieron los platos, no hablaré de las so­pas exóticas ni de los cisnes y garzas reales que se sirvieron asados, pues resulta, como suelen decirnos los caballeros an­cianos, que algunos alimentos son allí apreciados como man­jares exquisitos y, en cambio, en este país no están bien con­siderados.
Nadie podría informar sobre las cosas. La mañana va avanzando y no quiero deteneros; en cualquier caso, no se­ría más que una inútil pérdida de tiempo. Por lo que volveré a donde empecé.
Ahora, después de que hubiesen traído el tercer plato, es­tando el rey sentado en medio de sus nobles y escuchando a sus juglares que tocaban una deliciosa música ante su asien­to en la mesa, de repente un caballero montando un relu­ciente corcel entró en tromba por la puerta del salón. En su mano llevaba un gran espejo de cristal y en su dedo pulgar, un anillo que brillaba como el oro, mientras que una espada desenvainada colgaba de su lado.
Tan grande era el asombro ante este caballero, que no se oyó ni una palabra mientras se acercaba montado a la mesa presidencial. jóvenes y viejos le contemplaban fijamente.
Este extraño caballero que había efectuado esa repentina aparición iba totalmente cubierto por una rica armadura, pero no llevaba nada en la cabeza. Primeramente saludó al rey y a la reina; luego, a todos los nobles por el orden en que estaban sentados en el salón, con tan profundo respeto y de­ferencia, tanto en palabras como con el gesto, que sir Ga­wain, con su clásica cortesía, dificilmente podría superarle si pudiese regresar del país de la fantasía.
Entonces con voz enérgica expuso su mensaje ante la mesa presidencial (no dejándose nada en el tintero, de acuer­do con el estilo elegante de su lenguaje). Para dar más énfasis a sus palabras adoptó el gesto al significado de lo que decía, según el arte de la elocuencia prescribe a los que lo estudian. Y aunque no sabría imitar su estilo -que era demasiado ele­vado para que yo pueda llegar a él-, diré que lo que sigue es, si lo recuerdo bien, la idea general de lo que él trató de ha­cer entender.
Este fue su relato:
-Mi señor feudal, el rey de Arabia y de la India os envía sus mejores saludos en esta ilustre ocasión. En honor de vuestro festival os envía, a través de mí, que estoy aquí para lo que vos mandéis, este caballo de latón. Llueva o haga sol os llevará fácil y cómodamente a donde queráis dentro del espacio de tiempo de un día natural -es decir, veinticuatro horas-, y os transportará vuestro cuerpo, sin que sufráis el menor daño, con tiempo bueno u horroroso, a cualquier punto que queráis visitar. O bien si deseaseis volar por el aire, tan alto como un águila por las alturas, este mismo caballo os llevará a donde queráis ir aunque os durmáis sobre su lomo; y, en menos que canta un gallo, volverá de nuevo. El que lo fabricó era diestro en maquinaria y conocía numero­sos conjuros y hechizos mágicos y esperó mucho tiempo a que hubiese una favorable combinación de los planetas an­tes de terminarlo.
»Y este espejo que sostengo en mi mano es de tal poder, que los que miran en él verán qué peligro amenaza a vuestro reino o a vos mismo. Revelará quién es vuestro amigo y quién vuestro enemigo. Pero además de todo esto, también si alguna bella dama ha puesto su corazón en un hombre, este espejo le mostrará la falacia del hombre si fuese falso y traidor, así como a su nueva enamorada y todas sus mañas, de forma tan clara que nada quedará oculto. Por consiguien­te, ante la venida de la agradable estación veraniega, ha enviado este espejo y este anillo que aquí veis a vuestra excelen­te hija, mi señora Canace, aquí presente.
»Si queréis saber el poder de este anillo, es éste: tanto si ella decide llevarlo en el pulgar como en su bolso, no hay pá­jaro que vuelva por el cielo cuya canción no entienda ella perfectamente, así como su significado con toda claridad y precisión, al que podrá responder con su propia habla. Tam­bién conocerá ella las propiedades de toda hierba que crece y a quién beneficia, por profunda y anchas que sean sus he­ndas.
»Esta espada desenvainada que cuelga a mi lado tiene el poder de hendir y cortar a través de la armadura de cualquier hombre al que ataquéis, aunque la armadura sea tan gruesa como un roble robusto, y el que queda herido por su golpe no sanará jamás, hasta que vuestra compasión os haga acari­ciar con la parte plana el lugar donde ha sido herido; es de­cir, tenéis que acariciar la herida con la parte plana de la es­pada, y entonces la herida se cerrará. Esta es la pura verdad, sin adornos; nunca fallará mientras siga en vuestro poder.
Habiendo dado cuenta de lo expuesto, el caballero salió sobre su caballo del salón y desmontó. Su caballo quedó in­móvil en el patio, brillando como el sol. Luego el caballero fue conducido hasta su cámara, se despojó de las armas y tomó asiento en el banquete.
Los regalos -es decir, la espada y el espejo- fueron lleva­dos inmediatamente, con toda pompa, hasta la alta torre por oficiales especialmente nombrados para este fin, mientras que el anillo fue llevado ceremoniosamente a Canace, que estaba sentada en la mesa principal. En cuanto al caballo de latón -y esto es realidad, no fábula-, no pudo ser retirado de donde estaba, como si estuviese pegado al suelo con cola. Nadie lo pudo ni tan sólo mover del sitio, incluso ni con la ayuda de polea y cabrestante, por la simple razón de que na­die sabía cómo funcionaba. Por ello tuvieron que dejarlo allí hasta que el caballero les mostró cómo moverlo, cosa que vais a oír dentro de un momento.
Una gran multitud se agolpó de aquí y de allí para con­templar el inmóvil caballo. Era tan alto, ancho y largo y tan bien proporcionado y fuerte como un corcel lombardo; más que eso, tenía una mirada tan rápida y tenía tanto de corcel que hubiera podido ser un caballo de carreras de la Apulia. Todos estuvieron de acuerdo en que era perfecto desde la ca­beza hasta la cola y que no podía ser mejorado ni por la Na­turaleza. Pero lo que les maravillaba más era cómo podía marchar, siendo como era de latón; cuestión de magia, pen­saron.
Cada uno tenía una noción diferente de la cuestión: había tantas ideas como cabezas. Murmuraban como si fuesen un enjambre de abejas, forjando teorías de acuerdo con sus fan­tasías; citaron a los poetas antiguos y dijeron que era como Pegaso, el caballo volador, o quizá el caballo de Sinón, el griego, que llevó a Troya a la destrucción, según puede leerse en las viejas crónicas. Decía uno:
-El temor no ceja de embargar mi corazón, pues estoy se­guro que en sus entrañas hay hombres annados que tienen la intención de ocupar la ciudad. Lo mejor sería que mirásemos en su interior.
Otro susurraba en voz baja a un amigo suyo:
-Está equivocado: se parece más a una de esas ilusiones mágicas que los juglares practican en los grandes banquetes. Así discutían, comentando sus diversas aprensiones, siem­pre dispuestos a interpretar las cosas de la peor forma, como suelen hacerlo las personas de poca instrucción cuando ex­presan su opinión sobre asuntos demasiado sutiles para que su ignorancia pueda comprenderlos.
Algunos se preguntaban cómo era que podían verse mara­villas en el espejo que había sido llevado a la torre principal. Otro tenía la respuesta diciendo que podría muy bien haber una explicación natural y que funcionaba mediante una dis­posición conveniente de ángulos y de reflejos ingeniosamen­te combinados. «Hubo uno así en Roma», señaló.
Fueron mencionados Alhacén, Vitello y Aristóteles, pues, como to­dos los que han leído sus obras, durante su vida escribieron sobre curiosos espejos y la ciencia de la óptica.
Sin embargo, otros se maravillaban de aquella espada que podía atravesarlo todo. Empezaron comentando la maravi­llosa lanza del rey Telefo7 y de Aquiles, que podía tanto herir como curar, exactamente igual como la espada de la que aca­báis de oír hablar. Se debatieron los distintos métodos de templar el acero y cómo y cuándo debe hacerse el templado, todo lo cual, al menos para mí, es un misterio.
Luego comentaron sobre el anillo de Canace. Todos esta­ban de acuerdo en que jamás habían oído hablar de algo tan maravilloso hecho por manos de orfebres, excepto que Moi­sés y el rey Salomón también tenían fama de ser diestros en el arte de la orfebrería8. Así hablaba la gente, formando pe­queños grupos. Algunos, no obstante, señalaron que era no­table que el cristal fuese fabricado partiendo de cenizas de helechos y que no obstante no tuviese parecido con la ceni­za de esta planta; pero como sea que esto se conoce desde hace mucho tiempo, la gente dejó de hablar y de maravillar­se por ello. Muchos especularon, con la misma seriedad, so­bre la causa del trueno, de la pleamar y bajamar, de la niebla, de la composición de los hilos de la telaraña y de toda clase de cosas, hasta que supieron las respuestas. Así charlaron y discutieron hasta que el rey se alzó de la mesa presidencial.
Febo había dejado ya la décima mansión al mediodía; la bestia real, el noble Leo, con la estrella Aldirán9 entre sus zar­pas, estaba todavía ascendiendo, con lo que ya pasaban dos horas desde el mediodía, cuando el rey tártaro Gengis-kan se alzó de la mesa donde había estado comiendo con toda pompa.
Unos sonoros acordes musicales le precedieron hasta que lle­gó al salón de las audiencias donde varios instrumentos musi­cales sonaban en celestial armonía. Entonces los adoradores de la alegre Venus empezaron a danzar, pues su señora se hallaba en su exaltación en Piscis y les contemplaba complacida.
Cuando el noble rey estuvo sentado en su trono, el caba­llero forastero fue traído inmediatamente a su presencia. Fue él quien condujo a Canace a la danza. Aquí todo era alegría y jolgorio, como ningún perro bobo puede soñar; es preciso un hombre que conozca bien el amor y su servidumbre -al­guna persona tan lozana como Mayo- para poderos descri­bir el espectáculo.
¿Quién podría describir su exótico estilo de bailar, sus her­mosos rostros, sus miradas al desgaire, sus disimulos para que no se percatasen los celosos? Nadie podría, salvo Lance­lote, y éste está ahora muerto. Por tanto, pasaré por alto esta alegría y jarana y no diré más; pero dejémosles en su jolgorio hasta la hora de la cena.
La música sonaba. El mayordomo ordenó que se sirviera el vino y las especies con celeridad. Los mozos y escuderos corrieron a cumplir la orden. Pronto regresaron con los que habían ido a buscar, y todos comieron y bebieron. Y cuando todo esto terminó se dirigieron al templo como convenía y era propio. ¿Qué necesidad hay de describir los manjares? Todos saben muy bien que en un banquete real hay abun­dancia de todo para todos, sean de alto rango o de baja esto­fa. Además suelen abundar platos exquisitos, mucho más de los que yo conozco.
Cuando la cena hubo terminado, el noble rey, acompaña­do por todo un séquito de señores y damas, se fue a ver el ca­ballo de latón. Se admiró más a este reluciente caballo que en el sitio de Troya, donde un corcel fue también objeto de admiración. Al final el rey preguntó al caballero acerca de la fuerza y posibilidades del mismo y le rogó que le explicase cómo se le controlaba.
Cuando el caballero puso mano a las riendas, el caballo in­mediatamente empezó a brincar y a retozar.
-No hay dificultad en ello, sire -dijo él-. Cuando de­seéis dirigiros con él a cualquier parte, no tenéis más que retor­cer un alambre que está fijado dentro de su oreja. Ya os diré cuál cuando estemos solos. También debéis decirle el nombre del lugar o país al que queráis dirigros. Cuando lleguéis al punto en que queráis deteneros, le decís que descienda y tor­céis otro alambre, pues así es como funciona todo su mecanis­mo; entonces os obedecerá y descenderá. Y allí permanecerá quieto en el lugar como si le hubiesen salido raíces, sin que na­die en la tierra pueda llevárselo o moverlo de sitio. Ahora bien, si deseáis que se vaya, torced este alambre y, al instante, desa­parecerá de la vista de todos; pero volverá en el momento que decidáis llamarle para que regrese, sea de día o de noche. Lue­go os lo mostraré, cuando estemos los dos solos. Montad en él para ir a donde queráis; esto es todo lo que tenéis que hacer.
Habiendo captado perfectamente el principio de funcio­namiento del artefacto tal como le había comunicado el ca­ballero, el noble y valiente Gengis-kan regresó complacido a sus jolgorios. La brida fue llevada a la torre y guardada junto a sus más preciadas y valiosas joyas, al mismo tiempo que el caballo desapareció de la vista (cómo, no sé). Y esto es todo lo que conseguiréis de mí. Ahora dejaré a Gengis-kan agasajando a sus nobles con festejos y jarana hasta casi el amanecer.

TERMINA LA PRIMERA PARTE Y EMPIEZA LA SEGUNDA

El sueño, que cuida de la digestión, les hizo un guiño y les dio un aviso: beber mucho y hacer ejercicio exige descanso. Bostezando les besó, diciéndoles que era tiempo de acostar­se porque era la hora en que el humor caliente y húmedo de la sangre tiene la supremacía:
-Vigilad vuestra sangre; es amiga de la Naturaleza -afir­mó él.
También bostezando y de dos en dos o de tres en tres le dieron las gracias y todos empezaron a retirarse a descansar como el sueño les exigía. Todos sabía que era para su bien.
Sus sueños no van a ser contados, en lo que a mí se refie­re, pues sus cabezas estaban repletas de los vapores de la be­bida y, por consiguiente, no tenían significado especial. Muchos de ellos durmieron hasta tarde, excepto Canace; como muchas mujeres, era muy dada a la templanza y se había des­pedido de su padre para irse a la cama temprano aquella no­che. No quería que se la viese pálida y fatigada por la mañana, por lo que tuvo su primer sueño y luego despertó. Tanto el es­pejo mágico como el anillo habían alegrado su corazón de tal modo que, no menos de dos veces, le subieron y perdió los colores. El espejo le había impresionado tanto, que ella soñó con él mientras dormía. Por lo que antes de que el sol se hu­biese alzado en el firmamento, llamó a su dueña y le dijo que deseaba levantarse. La dueña, preguntona como suelen serlo las mujeres viejas, repuso enseguida:
-¿Adónde diablos queréis ir a esta hora tan temprana, se­ñora, cuando todos están dormidos?
-Deseo levantarme y salir a dar un paseo, pues no quie­ro dormir ya más -replicó ella.
Su dueña convocó a un gran número de mujeres del séqui­to, y unas diez o doce de ellas saltaron de la cama. Entonces también se levantó la propia Canace, tan lozana y fresca como una rosa o como el sol recién estrenado que, a la hora en que ella estaba ya lista, no se alzaba más de cuatro grados por encima del horizonte. Ella caminó con andar pausado, vestida ligeramente como convenía para tener libertad de movimientos y a la dulce y agradable estación del año. Sin más acompañamiento en su séquito que cinco o seis damas, fue por un sendero atravesando el parque por donde había árboles.
La neblina que se levantaba del suelo hacía que el sol apa­reciese enorme y rubicundo; sin embargo, la escena era tan hermosa que deleitaba sus corazones, tanto por la temprana mañana como por la estación del año y el cantar de los pája­ros. Pues, por sus canciones, entendió enseguida lo que ellos querían decir y cuáles eran sus sentimientos.
Si uno retrasa el llegar al objeto del relato hasta que el in­terés de todos los que escuchan se ha enfriado, cuanto más se extienda, tanto mejor sabor tendrá su prolijidad. Por dicha razón, me parece a mí que ya es hora que condescienda en abordar el objeto del cuento y hacer que termine el paseo de Canace.
Mientras ella transitaba plácida y perezosamente, pasó junto a un árbol seco, blanco como si fuese de yeso; encima de él, en la parte más alta, se hallaba posado un halcón hembra llorando con tal compunción, que todo el bosquecillo resonaba con su lamento. Había batido sus alas tan sin pie­dad contra sí misma, que su roja sangre resbalaba tronco aba­jo del árbol en que se encontraba. Continuamente emitía agudos chillidos y lamentos, mientras se clavaba el pico so­bre el cuerpo, gimiendo con tal fuerza que ningún tigre, ni bestia cruel de las que habitan los bosques, hubiera dejado de conmoverse y llorar si pudiesen hacerlo. ¡Ah, si yo supie­se describir bien a los halcones! Pues ningún hombre vivo ja­más ha oído hablar de uno de más hermoso plumaje, noble­za de forma y otros atributos, dignos de notar. Dicha hembra parecía ser un halcón peregrino procedente de algún país ex­tranjero. De vez en cuando desfallecía por falta de sangre, hasta que llegó un momento en que estuvo a punto de caer desplomada del árbol.
Como sea que la encantadora princesa Canace llevaba puesto en su dedo el anillo mágico que le permitía entender perfectamente el lenguaje de cada ave y poderle responder en su propia lengua, pudo entender todo lo que el halcón hem­bra estaba diciendo; y tanta compasión le dio, que la prince­sa estuvo a punto de caerse muerta. Ella apresuró sus pasos hacia el árbol. Mirando compasivamente el halcón, extendió su regazo, pues era evidente que el halcón se desplomaría la próxima vez que, por falta de sangre, desfalleciese. La prince­sa estuvo largo tiempo de pie contemplando al halcón, has­ta que finalmente le habló con estas palabras:
-¿Cuál es la causa, si puede saberse, de que estés sufrien­do este tormento infernal? -dijo ella al halcón, que se halla­ba por encima de su cabeza-. ¿Es de duelo por una muerte o es por la pérdida de un amor? Pues estas dos cosas son, se­gún creo, la causa de la mayoría de las penas que afligen a un noble corazón. Otro tipo de desgracias no vale la pena mencionarlas. Veo que te estás infligiendo castigo a ti misma, lo cual demuestra que tu cruel agonía es causada o por la amar­gura o por el desespero, ya que no veo que nadie quiera ca­zarte.
»Por favor, ten compasión de ti misma por el amor de Dios, o, si no, dime cómo puedo ayudarte. En ninguna par­te del mundo he visto yo pájaro o bestia maltratarse a sí mis­mo con tal saña. Siento tal compasión por ti, que realmente tu pena me está matando. Por amor de Dios, baja del árbol. Soy realmente hija de un rey, y cuando sepa la verdadera cau­sa de tu aflicción, la solucionaré antes de que termine el día, si es que está en mi mano, pues seguramente el gran Dios de la Naturaleza me prestará ayuda. Además encontraré muchas hierbas que curarán rápidamente tus heridas.
Al oír esto, el halcón chilló todavía más lastimosamente que antes y de repente cayó al suelo como en mortal desma­yo, pues quedó inmóvil en el suelo. Canace colocó al halcón hembra en su regazo hasta que empezó a recobrar el conoci­miento. Cuando el halcón hembra se recuperó del desvane­cimiento, dijo algo como esto en el lenguaje de los halcones.
-La compasión surge rápidamente de los nobles corazo­nes que sienten los agudos aguijonazos que sufren otros como en su propia carne; eso es algo que se demuestra cada día, tanto en los libros como en la vida real, pues un noble corazón declara su nobleza. Hermosa Canace, veo claramen­te que sientes compasión por mi desasosiego debido a la ter­nura de corazón femenino que la Naturaleza ha implantado en tu carácter. Sin esperanza alguna de mejorar mi situación, pero solamente para obedecer a tu generoso corazón y para que otros tomen aviso de mi caso -de la misma forma que un león se acobarda si ve cómo se pega a un perro ante él-, por esa razón y con ese objeto te contaré mis penas antes de irme, ahora que tengo tiempo y ocasión.
Y así, mientras una contaba sus penas, la otra lloraba con tal desconsuelo como si quisiese deshacerse en lágrimas, has­ta que el halcón le suplicó que parase de llorar y, con un sus­piro, empezó su relato como sigue:
-Yo nací -¡oh, día desgraciado!- en una roca de már­mol gris y fui cuidada con tal ternura, que nada me causó trastorno; y no supe lo que significaba la adversidad hasta que pude elevarme muy alto bajo el firmamento. Cerca de mí vivía un halcón peregrino macho que parecía la nobleza personificada; aunque estaba lleno de perfidia y traición, se envolvía de modales modestos, del color de la honradez, de una gran atención y deseo de complacer, hasta tal punto que nadie hubiese podido pensar que todo era simulación: tan a fondo había teñido la tela con estos falsos colores. De la mis­ma forma que una serpiente se esconde entre las flores espe­rando el momento de atacar, igual hizo este hipócrita, éste no va más de los enamorados, siendo exageradamente galan­te y cortés, manteniendo la apariencia de atención que suele acompañar a un noble amor. Y de la misma manera que un sepulcro es hermoso por encima, mientras que se sabe que abajo hay un cadáver descomponiéndose, igual era este hipó­crita: ardiente por fuera y glacial por dentro. Y llevó su perfi­dia hasta tal extremo que, a menos de que fuese el diablo en persona, nadie sabía lo que pretendía conseguir.
»El lloró y lamentó durante tanto tiempo y durante tantos años simuló adorarme que, creyendo en sus promesas y jura­mentos, mi corazón, demasiado tierno y alocado (completamente inocente de su consumada maldad, temiendo que él pudiese morir, pues me pareció que esto podía muy bien su­ceder), le concedió su amor bajo la condición de que mi honra y mi buen nombre se mantuviesen siempre inviola­dos, tanto en público como en privado.
»En otras palabras, como parecía digno, le entregué toda mi alma y mi corazón -si no, Dios sabe y él también sabe que nunca se los hubiese entregado-, y cambié mi corazón por el suyo para toda la eternidad. Pero hay un viejo prover­bio que dice verdad: "Un hombre honrado y un ladrón nun­ca pueden pensar igual."
»Por tanto, cuando él vio que las cosas habían llegado tan lejos y que yo le daba todo mi cariño tal como he descrito y le rendí mi fiel corazón con tanta entrega como él me juró que me había dado el suyo, entonces, lleno de duplicidad, este tigre cayó de rodillas ante mí con suprema humilde de­voción y profunda reverencia. En aspecto y conducta tan propio de un enamorado sincero, tan encantado estaba, se­gún parece, que nunca, ni Jasón ni París, el troyano –dije antes Jasón?, de verdad ningún hombre desde Lamech que, como se ha escrito, fue el primero en amar a dos mujeres-, nunca nadie, desde que nació el primer hombre, podría ha­ber imitado ni una millonésima parte de su destreza en enga­ños y supercherías o hubiese sido digno de desatar los cordo­nes de su zapato, allí donde la doblez y la simulación reinan (de tal forma hubiese agradecido algo a una criatura viviente, como me dio las gracias a mí).
»Ninguna mujer, por prudente que fuese, hubiese podido resistir sus gracias celestiales, tan bien educado y respetuoso era tanto en conversación como en porte. Y así fue como le amé por su deferencia y la honradez que creí anidada en su corazón, de tal forma, que la cosa más pequeña capaz de causarle pena sabía que me haría sentir que la muerte hacía presa de mi corazón. Para abreviar, las cosas llegaron tan le­jos, que mi voluntad se convirtió en instrumento de la suya (quiero decir que en todo lo que permitían los límites del de­coro y de mi honra obedecí su voluntad: Dios sabe que a na­die amé tanto ni a nadie podré amar así).
»El que yo sólo imaginase cosas buenas de él duró un año, quizá dos o más. Pero al final eso fue lo que ocurrió: la For­tuna quiso que él se marchase del lugar en el que yo vivía. No hace falta decir el dolor que esto me causó; no puedo ni empezar a describirlo; pero una cosa sí diré: me demostró en qué consiste la condena a muerte, tal fue el tormento que su­frí al verle marchar. Así que un día se despidió de mí y con tales muestras de pena, que cuando yo le oí hablar y vi cómo había cambiado su color, realmente supuse que sentía tanto dolor como yo. Sin embargo, creí que era fiel y que realmen­te volvería de nuevo después de un tiempo; había también razones de honor, como a menudo sucede, que le forzaban a marchar; por lo que hice una virtud de la necesidad y me lo tomé bien, viendo que no había más remedio. Ocultando mi pena de él lo mejor que pude, le tomé la mano y juré por San Juan: "Ved, soy toda vuestra; sed para mí como yo he sido y seguiré siendo eternamente para vos."
»No es preciso que repita lo que me dijo por respuesta. ¿Quién sabía hablar mejor que él o comportarse peor? Él po­día hablar con elocuencia y no hacer nada. "Quien cena con el diablo necesita una cuchara larga", o así he oído decir. Por lo que al fin tuvo que partir y marchó a donde tenía que ir. Cuando decidió detenerse, me imagino que tenía este adagio en mente: "Todo goza cuando vuelve a su natural inclina­ción" (o, por lo menos, así creo que reza). Los hombres sien­ten una tendencia natural hacia la novedad, al igual que los pájaros enjaulados que una alimenta. Pues aunque les cuidéis de día y de noche, poniendo en su jaula paja de la más fina, de la que parece seda, y les deis azúcar, miel y pan, su hambre por la novedad es tal, que en el momento que la puerta está abierta, volcarán la tacita con sus patitas y se irán volando al bosque a nutrirse de gusanos; tienen un amor natural por lo nuevo, y ninguna nobleza de sangre impedirá que se vayan.
»Así sucedió con este halcón macho, ¡maldito sea el día! De cuna noble, animoso, alegre, guapo, modesto y generoso como era, un día vio a un milano hembra y de repente se enamoró perdidamente de ella, con lo que su amor por mí terminó en seco. Así, de este modo, quebró su palabra, y así mi amor se convirtió en adorador del milano y me ha olvidado para siempre sin remedio.
Y habiendo dicho estas palabras, el halcón hembra dio un grito y se desmayó nuevamente sobre el pecho de Canace. Grande fue la pena de Canace y de todas las mujeres [de su séquito] por las desgracias del halcón; no sabía cómo conso­lar al animal. Pero Canace se la llevó a casa en su regazo y con todo cuidado la vendó y enyesó donde se había hecho daño en el pico. Todo lo que Canace pudo hacer ahora fue cavar en tierra para encontrar hierbas medicinales y preparar nuevos ungüentos para curar al halcón, mediante hierbas ra­ras y multicolores. Se ocupó de ello con todas sus fuerzas de noche y de día. A la cabecera de su propia cama dispuso un receptáculo para el halcón cubriéndolo de terciopelo azul, pues el azul representa la fidelidad propia de las mujeres, pero lo pintó de verde por fuera, con representaciones de to­dos los pájaros infieles, tales como los herrerillos, halcones machos y lechuzas; mientras que a su lado, para burla, se pin­taron urracas gruñéndolas.
Ahora dejaré a Canace cuidando a su halcón, y de mo­mento no diré nada más sobre su anillo hasta que llegue el momento de relatar cómo el halcón hembra consiguió supe­rar el amor de su enamorado -arrepentido según la histo­ria- por la mediación del hijo del rey, Cambalo, de quien ya os he hablado. Desde este momento, en mi cuento os ha­blaré de aventuras y de batallas y de maravillas más grandes de las que jamás hayáis oído. Primero os hablaré de Gengis­kan, que capturó tantas ciudades de su época [de reinado]; luego os explicaré cómo Algarsif ganó a Teodora por esposa.
Estuvo muchas veces en peligro por ella, de no haber teni­do la ayuda del caballo de latón. Y después de ello os habla­ré de otro Cambalo que peleó en liza con los dos hermanos para conseguir a Canace, lo que al fin logró. Pero ahora vol­veré a donde dejé la historia.

TERMINA LA SEGUNDA PARTE Y COMIENZA LA TERCERA

Apolo había subido tan alto con su carro, que entró en la mansión de Mercurio, el astuto dios ....





3. LO QUE EL TERRATENIENTE DIJO AL ESCUDERO Y EL ANFITRIÓN AL PRIMERO

Escudero, palabra de honor de que habéis cumpli­do perfectamente vuestro cometido. Os felicito por vuestro talento -dijo el terrateniente-. Con­siderando vuestra juventud, habláis con tanto sentimiento y fervor, que no puedo dejar de aplaudiros. Si proseguís, en mi opinión nadie logrará superaros en elocuencia. ¡Que Dios os dé suerte y que aumenten vuestros conocimientos! Disfruto muchísimo con vuestra conversación.
Tengo un hijo y ¡por la Santísima Trinidad! que preferiría tener a un hombre de criterio como vos que poseer veinte libras de valor en tierras, aunque ahora mismo me las diesen aquí. ¿De qué sirve tener posesiones si un hombre carece de conocimientos? Bastantes veces he reprendido a mi hijo, y veo que no tiene ningún in­terés en estas cosas: todo lo que hace es jugar a los dados, ti­rar el dinero por ahí y perder lo que tiene. Y antes prefiere hablar con un joven servidor que sostener una conversación con algún caballero del que pueda aprender verdaderos bue­nos modales...
-¡Un pimiento vuestros buenos modales! -exclamó nuestro anfitrión-. ¿Qué es todo eso, señor terrateniente? Por favor, sabéis perfectamente que cada uno de los presen­tes debe, por lo menos, contar un cuento, si no quiere que­brantar su promesa.
-Ya me doy cuenta de ello, señor -repuso el terrateniente-; pero, por favor, no penséis mal de mí si cruzo unas pa­labras con este joven.
-Ni una palabra más -le replicó el anfitrión-. Empe­zad vuestra historia.
-Con mucho gusto, señor anfitrión -contestó él-. Me inclino ante vuestra voluntad, por lo que escuchad lo que voy a contar. Hasta donde alcanzan mis luces, no me opon­dré a vos en ningún sentido. Ruego a Dios que os complaz­ca, pues si [mi cuento] os gusta, ya me sentiré satisfecho.

4. PRÓLOGO DEL TERRATENIENTE

En su tiempo, el noble pueblo de los bretones solía componer trovas de todo tipo de aventuras, versifica­das en su primitiva lengua bretona. Y, o bien cantaban dichas baladas acompañadas de instrumentos musicales, o las leían para su propio solaz. Ahora mismo me acuerdo de una que tendré mucho gusto en relatársela lo mejor que pue­da y sepa.
Pero, caballeros, debo advertiros que soy un individuo sencillo, por lo que debo pediros, antes de empezar, que me perdonéis por mi estilo casero. Ciertamente no he estudiado nunca el arte de la retórica, por lo que todo lo que diga será claro y simple.
Nunca he dormido en el monte Parnaso ni he estudiado a Marco Tulio Cicerón. No sufráis error. Yo ignoro todos los trucos retóricos para dar colorido al lenguaje (los únicos co­lores que conozco son los que se ven en el campo, con los que la gente fabrica tintes o pinturas). Los colores de la retó­nca me son demasiado dificiles; mi corazón no tiene ningu­na predilección para este tipo de cosas. Pero, si lo deseáis, oíd mi cuento.

5. EL CUENTO DEL TERRATENIENTE

En Armónca, como se llamaba Bretaña entonces, vivía un caballero que amaba a una dama a la que servía lo mejor que sabía. Antes de conseguirla, realizó una se­rie de tareas y emprendió grandes cosas. Pues, señores, ella era la más hermosa de las mujeres bajo el sol. Además, perte­necía a una familia tan encumbrada, que el caballero apenas si se atrevía a revelarle toda su pena, sufrimientos y ansias. Pero al final, gracias a su valía y especialmente a sus múltiples y humildes atenciones, ella se apiadó de su sufrimiento y tá­citamente consintió en tomarle por esposo y dueño (es decir, con esta especie de dominio que los hombres tienen sobre sus esposas). Y con el fin de vivir juntos más felizmente, él voluntariamente juró por su fe de caballero que mientras vi­viese, nunca ejercitaría su autoridad en contra de los deseos de ella, ni mostraría celos, sino que la obedecería y cumpliría sus deseos en todas las cosas como lo haría cualquier enamo­rado con su dama. Sin embargo, para mantener el honor de su condición de marido, él, en apariencia, seguiría siendo el dueño.
Ella le dio las gracias y le dijo con gran humildad: -Señor, ya que con vuestra magnanimidad me ofrecéis unas riendas tan sueltas, ojalá Dios permita que jamás haya disputa o desacuerdo entre los dos por culpa mía. Aquí, pues, señor, os doy mi palabra de honor: seré vuestra esposa humilde y fiel hasta la muerte.
Por lo que ambos vivieron juntos en paz y sosiego.
Pues, caballeros, hay una cosa que puedo afirmar con toda seguridad: los enamorados que desean vivir juntos por cual­quier periodo de tiempo, deben someterse el uno al otro. El amor no debe ser limitado por el dominio. Cuando aparece el dominio, el dios del Amor despliega sus alas y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparece. El amor es una cosa tan libre como el espíritu.
Las mujeres, por su propia naturaleza, ansían y anhelan la libertad; no desean verse como esclavas, y, si no me equivo­co, los hombres tienen idéntico modo de pensar. En amor tiene la ventaja el que es más paciente. La paciencia es, en verdad, una virtud soberana, pues, de acuerdo con los estu­diosos, conquista allí donde la severidad no consigue nada en absoluto. No se debe reprender o gruñir a cada palabra ás­pera. Aprended a tolerar, o tendréis que aprenderlo a la fuer­za; lo juro, tanto si lo queréis como si no, pues no hay nadie en todo el mundo que no se porte mal en alguna ocasión. La ira, las enfermedades, la influencia de las estrellas, el vino, la pena o un cambio de humor provocan muy a menudo que uno haga o diga lo que no debiera. No se debe tomar ven­ganza por cada entuerto. Todo el mundo sabe cómo tener dominio sobre sí, debe practicar el refrenarse, según las circunstancias. Y, por tanto, para poder vivir en armonía, este juicioso y digno caballero prometió paciencia mientras ella le prometía con la máxima sinceridad que jamás se encontra­ría en falta.
Aquí puede verse un convenio modesto y sensato. Ella le tomaba por servidor y dueño (en amor, su servidor; pero su dueño, en el matrimonio). De este modo él era a la vez due­ño y sirviente. No, no sirviente, sino con dominio superior, ya que él tenía tanto a su dama como a su amor. Ciertamen­te ella era su dama, pero también su esposa; y esto de acuer­do con la ley del amor.
Habiendo alcanzado esta felicidad, se marchó a su casa con su esposa a vivir en su propia tierra, no lejos de la punta o cabo Penmarch, donde tenía su residencia, y allí vivió en plena felicidad y goce. ¿Quién, si no es un marido, puede re­latar la alegría, la tranquilidad y la comodidad que comparten un marido y su mujer? Este estado feliz duró más de un año, hasta que este caballero del que hablo (su nombre era Arveragus de Caerrud) decidió ir a vivir un par de años a In­glaterra -que también se llamaba Bretaña- en busca de ho­nores y nombradía en hechos de armas, pues todo su cora­zón estaba puesto en tales hazañas. Allí, dice el libro, vivió durante dos años.
Ahora dejaré de hablaros de Arveragus y os contaré de su mujer Dorígena, que amaba a su esposo con todo su cora­zón. Ella lloraba y suspiraba durante su ausencia, como sue­len hacerlo las damas nobles cuando están enamoradas. Se afligía, considerando la separación, y se quejaba, ayunaba y se lamentaba; estaba tan atormentada anhelando su presen­cia, que nada de lo que hay en el mundo le importaba en lo más mínimo. Viendo su humor triste, sus amigas la consola­ban como podían; la exhortaban día y noche diciéndole que se estaba matando sin razón alguna. Se ocupaban en darle todo el consuelo que podían darle en aquellas circunstancias para que abandonase su melancolía.
Como todos sabéis, si tratáis de grabar algo en una roca durante el tiempo suficiente, en el curso del tiempo logrará imprimirse una imagen en ella. Ellas la consolaron tanto tiempo, que, con la ayuda de la esperanza y del sentido co­mún, quedó marcada en ella la señal del consuelo, por lo que su enorme pena empezó a remitir. No hubiese podido soportar eternamente una pena tan violenta.
Además, durante este periodo de infelicidad, Arveragus enviaba a su hogar misivas explicándole que estaba bien y que regresaría inmediatamente. De otro modo, su pena hu­biera roto su corazón en pedazos.
Viendo que su pena disminuía, sus amigas se arrodillaron y le rogaron que, por amor de Dios, saliese con ellas a pasear para distraerse de sus pensamientos lúgubres. Finalmente, al ver que todo era para su provecho, accedió.
Ahora bien, resulta que su castillo se hallaba al borde mismo del mar. Para distraerse solía caminar frecuente­mente con sus amigas por encima del acantilado, desde donde veía muchos barcos y barcazas en rumbo hacia su punto de destino. Pero esto llegó a convertirse en parte de su aflicción, pues una y otra vez se decía: «¡Ay de mí! ¿No hay barco, de los muchos que veo, que quiera traerme a casa a mi marido? Pues así mi corazón quedaría curado de sus amargas heridas.»
En otras ocasiones solía sentarse allí a pensar, mirando ha­cia abajo por el borde del precipicio; pero en cuanto veía las terribles rocas negras del fondo, su corazón era sacudido por tal terror, que luego apenas podía mantenerse en pie. Enton­ces se sentaba sobre la hierba, mirando tristemente hacia el mar y, entre profundos y tristes suspiros, exclamaba:
-Dios Eterno, que con tu providencia guías el mundo con mano firme; se dice que Tú no haces nada en vano. Pero, Se­ñor, ¿por qué habéis creado una cosa tan irracional como es­tas endiabladas, horribles rocas negras que más parecen la obra de un espantoso caos que la bella creación de un Dios tan per­fecto, sabio e inmutable? Pues no hay ser humano, bestia o pá­jaro que se beneficie de ellas en ninguna parte del mundo. Que yo sepa, no hacen ningún bien, sino solamente mal. ¿No ves, Dios mío, que la Humanidad perece con ellas?
»Aunque nadie se acuerde de ellos, los cuerpos de cien mil hombre han caído muertos a causa de las rocas. Y, no obstan­te, la especie humana es una parte tan hermosa de tu Crea­ción, a la que hiciste según tu propia imagen. Entonces, pa­recía que sentías gran amor hacia los humanos. Por tanto, écómo puede ser que hayas inventado tales medios para ani­quilarles, cosas que no producen bien alguno, sino solamen­te daño? Que digan lo que quieran los estudiosos, lo sé muy bien; demostrarán con su lógica que todo es para nuestro bien, aunque no pueda comprender las razones.
»Que Dios, que ha creado el viento que sopla, guarde a mi esposo. Esa es mi conclusión. Yo dejo las disputas para los es­tudiosos. Pero yo quisiera que Dios hiciese que estas rocas se hundiesen hasta el infierno por su bien. Estas rocas infunden terror en mi corazón.
Así habló ella mientras lloraba tristemente.
Sus amigas, viendo que el vagar junto al mar no le re­presentaba ningún placer, sino que le causaba más bien desazón, determinaron encontrarle diversión en alguna otra parte. La llevaron a ríos y manantiales y a otros lugares deliciosos, donde bailaron y jugaron al ajedrez y al chanquete.
Así, una hermosa mañana se dirigieron hacia un jardín cerca­no, en donde dispusieron todas las vituallas y otras cosas nece­sarias y se divirtieron a lo largo de todo el día. Era la sexta ma­ñana de mayo y el mes había pintado el jardín con sus suaves aguaceros y lo había llenado de hojas y flores. Manos diestras lo habían arreglado tan exquisitamente, que no había otro jardín de semejante belleza, salvo quizá el Paraíso propiamente dicho. Tan lleno estaba de belleza y deleite, que el aroma de las flores y la visión de su brillante colorido hubieran alegrado a cual­quier corazón, excepto en el caso de que éste sufriese la pesada carga de una enfennedad o de una pena demasiado grande.
Después de la comida empezaron a bailar y cantar, con la única excepción de Dorígena, que siguió suspirando y la­mentándose, pues entre los que bailaban no podía contem­plar al que era su esposo y enamorado a la vez. Sin embargo, ella tuvo que permanecer allí por un rato y permitir que la es­peranza calmase su pena.
Entre los que bailaban había un escudero danzando ante Dorígena. A mi modo de ver era más alegre e iba vestido con más colores que el propio mes de mayo; danzaba y cantaba mejor que ningún hombre desde que el mundo es mundo. Para dar una idea de cómo era además de ser uno de los más dotados hombres de su época, pues era joven, fuerte, talento­so, rico, inteligente y popular: estaba muy bien considerado. En resumen, si no me equivoco, sucedía que este gallardo es­cudero, servidor de Venus, llevaba dos largos años amando a Dorígena más que a ninguna criatura viviente, sin que ella tu­viera la más pequeña idea.
Él nunca se había atrevido a contarle su tormento. Sufría una tortura interior más allá de toda medida. Andaba deses­perado, temeroso de decir nada, aunque solía revelar algo de su pasión por medio de sus canciones. Decía, por ejemplo, en una queja o lamento general, que él amaba y no era co­rrespondido. Sobre este tema compuso muchas canciones, letrillas, quejas, coplas, trovas y virolais. Como fuese que no se atrevía a confesar su tormento, sufría atroces torturas como una de las Furias en el Averno.
Tenía que morir, afirmaba, como Eco por Narciso, que temía confesarle su pena. Esta era la única forma con la que se atrevía a revelar su íntima tortura a ella; salvo, quizá, algu­nas veces en los bailes en los que los jóvenes cortejan, en que, de tanto en tanto, miraba su rostro como el que solicita una gracia, pero ella estaba completamente ajena de lo que él quería decirle. Sin embargo, antes de marcharse del jardín, sucedió -pues él era su vecino, un hombre de honor y repu­tación, y ella le conocía desde hacía mucho tiempo- que iniciaron una conversación; poco a poco, Aurelio la condu­jo hacia su propósito, y cuando vio una oportunidad dijo:
-Señora, por ese Dios que hizo este mundo, si hubiese estado seguro de que podía haberos hecho feliz, ojalá que el día en que vuestro Arveragus cruzó el mar, yo, Aurelio, hu­biera ido a donde jamás se vuelve. Pues sé muy bien que mi devoción es en vano y que mi recompensa no es más que un corazón roto en pedazos. Señora, tened piedad de mis crue­les sufrimientos, pues una sola palabra vuestra puede o ma­tarme o salvarme. Ojalá Dios hubiese querido que estuviese aquí enterrado a vuestros pies. No hay tiempo ahora de decir más. Tened piedad, amor mío, o haréis que muera.
Ella se volvió, miró fijamente a Aurelio y le dijo: --¿Sentís de verdad lo que estáis diciendo? Antes de esto nunca sospeché lo que pensabais, pero ahora, Aurelio, que conozco vuestras intenciones, juro por el Dios que me dio vida y alma que, en donde de mí dependa, nunca seré una es­posa infiel, ni de palabra ni de obra. Quiero pertenecer a aquel con quien me casé y estoy casada. Tomad esto como mi respuesta definitiva.
Pero después dijo ella, burlonamente:
-Por amor de Dios, Aurelio, ya que os lamentáis de for­ma conmovedora, consentiré en ser vuestro amor... el día que quitéis todas las rocas, piedra por piedra, desde un extre­mo de Bretaña hasta el otro confin, hasta que no impidan ya el paso de cualquier bote o barco. Esto digo: cuando hayáis despejado la costa de rocas, de modo que no se vea piedra al­guna, entonces os amaré más que a cualquier otro hombre. Os doy mi palabra, hasta donde yo pueda prometer algo. Pues sé que no puede suceder nunca. Dejad que estas ideas locas dejen en paz vuestro corazón. ¿Qué satisfacción puede encontrar alguien en la mujer de otro que pueda poseerla tantas veces como desee?
Aurelio suspiró profundamente.
-¿Esta es toda la compasión que podéis ofrecer? -dijo él. -Sí, por el Dios que me creó -respondió ella.
Al oír esto, Aurelio, profundamente afligido y con el cora­zón sumido en la tristeza, dijo:
-Señora, esto no es posible. Significa, pues, que deberé morir en la mayor desesperación.
Y después de haber dicho esto, dio media vuelta y se marchó.
Inmediatamente llegó un grupo de sus amigos y amigas, de los que vagaban arriba y abajo por los senderos del jardín, totalmente ajenos a lo que acababa de ocurrir, pues ensegui­da reanudaron su jolgorio, que prosiguió hasta que el brillan­te sol perdió su color, al robarle su luz el horizonte (lo que equivale a decir que había caído la noche), cuando todos re­gresaron a su casa felices y contentos, con la única excepción de Aurelio, que volvió con el corazón pesándole como plo­mo, pues no veía el modo de evitar la muerte; le parecía sentir cómo su corazón se enfriaba. Elevando sus manos en di­rección al cielo, cayó de rodillas al suelo y, en medio de una especie de frenesí, inició una plegaria. Se le había extraviado la razón de tanto dolor y no sabía lo que decía.
Pero cuando con el corazón roto empezó su lamento a los dioses, dirigido en especial al Sol, exclamó:
-Apolo, señor y dueño de toda planta, hierba, árbol y flor; tú que das, de acuerdo con tu distancia del ecuador ce­lestial, su tiempo y estación a cada uno, mientras tu situación en la eclíptica varía de arriba abajo; señor Febo, baja tus ojos misericordiosos al pobre Aurelio, que se siente completa­mente perdido. Contempla, ¡oh Señor!, cómo, exento de culpa, mi dama me ha condenado a muerte, a menos que tú, en tu magnanimidad, te apiades de mi moribundo corazón. Pues sé, señor Febo, que, si quieres, eres el que mayor ayuda puede facilitarme, salvo únicamente mi dama. Permíteme que te diga cómo puedo ser ayudado y de qué forma:
»Tu gloriosa hermana, la resplandeciente y hermosa Luci­na14, es la reina y excelsa diosa del mar (aunque Neptuno pueda ser su dios, ella es emperatriz por encima de él). Señor, sabes muy bien que de la misma forma que ella desea ser en­cendida por tu fuego y que, por esta causa, te sigue con fer­vor, del mismo modo el mar, por su propia naturaleza, le si­gue a ella; pues no es solamente diosa del mar, sino también de todos los ríos, grandes y pequeños. Por tanto, señor Febo, ésta es mi petición:
»¡Oh!, realiza este milagro o se partirá mi corazón; cuando el Sol esté nuevamente en el signo de Leo y en la cumbre de su poder en oposición a la Luna, pídele a tu hermana que produzca una marea tan alta que por lo menos se alce cinco brazas por encima de la roca más alta de la Bretaña Armóri­ca y permite que esta pleamar persista durante dos años. En­tonces podré decir tranquilamente a mi dama: las rocas se han ido; ahora, cumple tu palabra.
»Señor Febo, haz este milagro por mí. Pide a la Luna que se mantenga en su sitio mientras sigues en tu órbita; pide a tu hermana que durante dos años no siga su curso más veloz­mente que tú. Entonces ella estará constantemente en el punto máximo y la marea de primavera continuará día y no­che. Pero si ella no desea concederme a mi amada dama y so­berana de este modo, entonces puede que hunda todas y cada una de las rocas en su propia región abismal en donde habita Plutón; si no, nunca conquistaré a mi dama. Haré des­calzo mi peregrinación a tu templo en Delfos. Señor Febo, mira las lágrimas que resbalan por mis mejillas y apiádate de mi dolor.
Terminada su perorata, cayó en un desmayo y permaneció allí largo rato en un trance ininterrumpido.
Su hermano, que conocía su tribulación, le recogió y le lle­vó a su lecho. Ahora dejaré a esta infeliz criatura yaciendo en cama, sufriendo su desesperado tormento y con su mente ex­traviada. Por lo que de mí depende, puede vivir o morir, como quiera.
Arveragus, la flor de la caballería, regresó a su hogar con otros distinguidos caballeros, prósperos y cubiertos de hono­res. Ahora Dorígena se hallaba en el séptimo cielo: su valien­te esposo entre sus brazos, su osado caballero y digno guerre­ro que la amaba más que a la vida misma. Él, ni remotamen­te podía sospechar o imaginar que alguien hubiera podido hablarle de amor a ella durante su ausencia. De eso no tenía temor alguno. Por lo que bailó, celebró justas y se divirtió con ella. Ahora les dejaré viviendo inmersos en felicidad y goce y volveré a referirme a Aurelio.
El desgraciado Aurelio continuó enfermo en cama, su­friendo atroces tormentos durante más de dos años, hasta que pudo nuevamente poner los pies al suelo. Durante todo este tiempo su único consuelo fue su hermano, un estudio­so, que sabía de todos sus trastornos y penas, pero que, po­déis estar seguros, jamás se atrevió a dejar escapar ni una pa­labra sobre el asunto a ninguna alma viviente. El lo escondió dentro de su pecho con mayor secreto que Pánfilo ocultó su amor por Galatea. Exteriormente su pecho aparecía sin he­ridas, pero una flecha profunda seguía en su corazón. Como sabéis, en cirugía, la cura de una herida solamente en la su­perficie es peligrosa, a menos que se consiga arrancar la fle­cha o legar hasta ella.
En secreto, el hermano de Aurelio lloraba y se lamentaba hasta que, un día, se acordó de que cuando se hallaba en Or­leáns de Francia, yendo tras los conocimientos de ciencias ocultas por todos los rincones (con muchas ganas de leer so­bre eses ciencias, como todos los estudiantes jóvenes), había visto un día en su estudio de Orleáns un libro de magia blan­ca que un amigo suyo (aunque estaba allí para aprender otra profesión y en aquella época daba lecciones de Derecho) ha­bía escondido en su mesa de escritorio. Este libro contenía mucha información referente al funcionamiento de las vein­tiocho mansiones de la Luna y tonterías parecidas que, actualmente, no valen un comino, pues la fe de la Santa Iglesia y nuestro credo no nos permitirá que suframos daños por ta­les quimeras.
Cuando se acordó del libro, su corazón bailó de contento y se dijo para sí: «Mi hermano pronto se curará, pues estoy seguro de que hay artes por las cuales se pueden producir di­versas ilusiones, como las que crean expertos magos. Pues he oído frecuentemente que en los banquetes tales magos pue­den hacer aparecer agua y una barcaza surcándola arriba y abajo del salón; algunas veces ha parecido venir un fiero león; algunas veces han hecho surgir flores como en un prado; otras veces, unas vides con uvas blancas y rojas; algunas veces, un castillo de cal y canto; y los hacían desaparecer en el aire en cuanto querían. O así se lo parecía a los ojos de los presentes. Por tanto, he llegado a la conclusión de que si puedo encon­trar en Orleans a algún viejo amigo que tenga estas mansio­nes de la Luna almacenadas en la mente o cualquier otra ma­gia blanca podrá muy bien hacer que mi hermano tenga su amor. Pues, por medio de alguna ilusión, un mago podría ha­cer ver a los ojos humanos que todas y cada una de las piedras negras de Bretaña habían sido desalojadas, que los barcos po­dían ir y venir a lo largo de la costa, y podría mantener esta ilu­sión durante toda una semana. Entonces mi hermano queda­ría curado de su aflicción, pues ella tendría que cumplir su pa­labra o, por lo menos, ser expuesta en la picota.»
¿Por qué alargar la historia? Se acercó a la cabecera del en­fermo y le apremió con tanto calor que fuese a Orleáns, que se levantó inmediatamente y pronto estaba ya en camino, es­perando verse librado de su desgracia.
Cuando ambos casi habían llegado a la ciudad y estaban a unos dos o tres estadios de ella, encontraron a un joven estu­dioso caminando solo, que les saludó cortésmente en latín y entonces les dejó atónitos al decirles:
-Sé por qué habéis venido.
Antes de que hubiesen dado otro paso más les contó todo lo que ellos tenían intención de hacer.
El estudioso bretón les preguntó por amigos a los que ha­bía conocido en viejos tiempos, pero los otros replicaron que estaban muertos, lo que provocóle un gran llanto.
Entonces Aurelio descabalgó de su caballo y se fue con el mago a su casa, en donde se instalaron cómodamente. La buena comida no escaseaba. Aurelio jamás había visto una casa tan bien surtida en toda su vida.
Antes de ir a cenar el mago le mostró bosques y parques llenos de animales silvestres. Allí vio ciervos con enormes comamentas, las mayores que jamás ojos humanos contem­plaron; divisó perros de jauría matando a un centenar de ellos y muchos otros heridos por crueles flechazos; y mien­tras se despachaban estos animales silvestres, divisó en la ori­lla de un río a unos halconeros, cuyos halcones acababan de matar a una garza real. Luego observó a unos caballeros cele­brando unas justas en una llanura; después de lo cual el mago se dio el gusto de mostrarles a su dama en pleno baile, en el cual parecía que él mismo también tomaba parte.
Cuando el que les mostraba esta magia creyó que ya era su­ficiente, dio una palmada y, ¡oh!, todo aquel espectáculo se des­vaneció. Sin embargo, ni por un solo momento se habían au­sentado de la casa mientras contemplaban estas maravillas, sino que estuvieron tranquilamente sentados en donde él guardaba sus libros, no habiendo nadie más allí que ellos tres.
El astrólogo llamó a su escudero y le dijo:
-¿Está lista nuestra comida? Hace ya una hora que te dije que preparases nuestra cena cuando entré con estos caballe­ros en mi estudio donde guardo los libros.
-Señor, la comida está dispuesta para cuando gustéis elijo el escudero-, incluso si queréis que la sirva en el acto. -Entonces vayámonos a cenar-dijo él-. Creo que será lo mejor. La gente que está enamorada debe alimentarse de vez en cuando.
Después de cenar se pusieron a discutir el importe de los honorarios que el astrólogo debería percibir por eliminar to­das las rocas de Bretaña desde la Gironda hasta la desembocadura del Sena.
Al principio se negó, jurando que no aceptaría menos de mil libras por el trabajo, vive Dios. Tampoco se sentía dema­siado inclinado a hacerlo por dicha suma.
Pero Aurelio, cuyo corazón estaba rebosante de felicidad, pronto replicó:
-¡Ya está bien por mil libras! Si fuese el amo del mundo, que dicen que es redondo, te lo daría todo. El trato está he­cho y todos estamos de acuerdo. Cobraréis hasta el último céntimo; os doy mi palabra de honor. Pero procurad que, por pereza o negligencia, no nos quedemos aquí más tarde de mañana.
-No -replicó el astrólogo-. Os doy mi palabra. Aurelio se fue a la cama cuando tuvo ganas y durmió casi toda la noche. Con todas las fatigas del día y la esperanza de felicidad, su triste corazón encontró alivio en su sufrimiento. Al clarear a la mañana siguiente, Aurelio y el mago tomaron la ruta más corta hacia Bretaña y al llegar a su destino descabalgaron. Esto era -así me lo dicen los libros- durante la fría y helada estación de diciembre.
Febo había envejecido y tenía el color del cobre, el mis­mo que antes, durante el caliente solsticio de verano, había brillado como oro bruñido con rayos resplandecientes; pero ahora, habiendo descendido hasta Capricornio, me atrevo a decir que brillaba con palidez mortecina. En todos los jardines, las fuertes heladas habían destruido las plantas verdes después de neviscar y llover. Ahora, Jano, el de la barba bífida, estaba sentado al calor de la lumbre bebiendo vino de su enorme cuerno; la carne de colmillosos jabalíes estaba enfrente de él, y todos los hombres exclaman: «¡Ma­los tiempos!»
Aurelio hizo que su astrólogo se sintiese como un hués­ped bien tratado y agasajado por todos los medios a su alcan­ce, y luego le rogó que hiciese todo cuanto pudiese para li­brarle de aquel cruel tormento, pues, si no, se abriría el cora­zón con la espada. Aquel experto mago se compadeció tanto de aquel hombre, que se apresuró todo lo que pudo. Noche y día estuvo vigilante esperando la hora favorable para reali­zar su experimento astrológico, es decir, produciendo me­diante algún conjuro (desconozco la adecuada terminología astrológica) una ilusión por la cual Dorígena y todos los de­más pensasen, y dijesen, que las rocas de Bretaña habían desaparecido o hundido bajo la tierra.
Al fin encontró el momento correcto para la ejecución de su maldito y diabólico conjuro. Sacó sus recién corregidas tablas toledanas de astronomía y todo lo que necesitaba: ta­blas sobre el movimiento de los planetas durante periodos redondos, tablas para las subdivisiones de los periodos y longitudes para ciertas fechas que proporcionasen bases para el cálculo; y todo el resto de su parafemalia, tales como cen­tros y ángulos de cálculo y sus tablas de proporcionales para computar los movimientos de los planetas, para poder hacer así todas sus ecuaciones. Por el movimiento de la octava es­fera, supo exactamente cuánto se había movido Alnath, desde el primer punto de Aries arriba, que se cree que está en la novena esfera; todo esto, la cantidad exacta de la prece­sión, de los equinoccios, lo había calculado expertamente.
Habiendo encontrado la primera mansión de la Luna, pudo hacer el cómputo del resto proporcionalmente y decir cuándo se elevaría la Luna y en qué relación con los planetas y sus lugares en el zodiaco, y todo lo demás. Supo exacta­mente qué mansión de la Luna era la apropiada para el expe­rimento y también todas las demás ceremonias rituales que son necesarias para tales ilusiones, así como otras malas prác­ticas que utilizaban los paganos por aquellos tiempos. Por tanto, no se retrasó más, y durante una semana o dos pareció que todas las rocas habían desaparecido.
Aurelio, todavía en ascuas sobre si iba a conquistar su amor o bien perder su oportunidad, esperó aquel milagro no­che y día. Pero cuando comprobó que todos los obstáculos se habían ido y todas las rocas habían desaparecido, cayó a los pies del astrólogo y le dijo:
-Yo, el triste y desgraciado Aurelio, te doy las gracias, maestro, así como a la diosa Venus, que me ha ayudado a sa­lir de estos penosos tormentos míos.
Y se dirigió al templo donde sabía que vería a su dama. Luego, viendo que era su oportunidad, avanzó a saludar a su amada y soberana dama, y así empezó el desgraciado:
-Señora mía, reina mía -le dijo con actitud humilde y el corazón trémulo-, a quien con todo mi corazón más temo y amo que a nadie en todo el mundo, a quien más mal me sabría ofender; si no fuese que sufro tanto por vos que es­toy a punto de caer muerto a vuestros pies aquí y ahora, nada me introduciría a revelaros cuánto me oprime la desgracia; pero la verdad es que hablo o muero. Sin que yo tenga cul­pa alguna, me estáis matando con el tormento más atroz. Pero incluso si no tuvieseis piedad y dejaseis que muriese, reflexionad un momento antes de romper la palabra que me disteis. Por ese Dios que reina en las alturas, pensadlo bien, antes de matarme porque os amo.
»Pues, señora, sabéis muy bien lo que me prometisteis (no es que reclame nada de vos como derecho, mi señora, sino vuestro consentimiento), que en aquel lugar de ese jardín, bien vos sabéis lo que me prometisteis; dándome vuestra mano, disteis vuestra palabra y promesa de amarme más que a nadie. Dios es testigo de lo que dijisteis, aunque yo sea in­digno de vuestro amor. Señora, estoy hablando más por res­peto a vuestro honor que para salvar la vida de mi corazón. He cumplido lo que me mandasteis, como podréis compro­bar si vais a verlo. Haced lo que queráis; recordad vuestra promesa; pues, muerto o vivo, aquí me encontraréis. Queda totalmente en vuestras manos el que viva o muera, pero esto sí sé: las rocas ya no están.
Así se despidió él, mientras ella quedó muda de asombro sin una gota de sangre en las mejillas. Nunca creyó ella caer en una trampa así.
-¡Quién iba a pensar que sucediese algo semejante! -ex­clamó ella-. Pues nunca soñé que pudiera haber la posibili­dad de que aconteciera un prodigio o maravilla tan fenome­nal. Va en contra del curso de la Naturaleza.
Y regresó a su casa convertida en una infeliz mujer. Y tan esanimada estaba, que apenas si podía caminar. Durante todo el día siguiente y el otro lloró y lamentó, desmayándo­se frecuentemente. Era algo que daba pena verlo. Pero ella no dijo a nadie el motivo de su desazón, pues Averagus se había ausentado de la ciudad. Con el rostro cubierto de mor­tal palidez y el semblante descompuesto, ella habló consigo misma y expresó su lamento de esta forma:
-¡Ay de mí! -exclamó ella-. Es contra ti, Fortuna, que elevo mi queja. Tú me has cogido desprevenida y me has ro­deado con tus cadenas, de las que nada puede salvarme, sal­vo mediante la muerte o la deshonra. Me veo forzada a ele­gir entre una de las dos. Sin embargo, antes perdería mi vida que deshonrar mi cuerpo, saberme infiel o perder mi buena fama.
Seguro que con mi muerte quedo libre de este dilema. ¿No se han suicidado muchas esposas y vírgenes honradas antes que transgredir con su cuerpo?
»Ya lo creo que sí, y las siguientes historias así lo demues­tran. Cuando los Treinta Tiranos, con sus corazones llenos de iniquidad, hubieron matado a Fidón en un banquete celebrado en Atenas ordenaron detener a sus hijas, a las cuales, para satisfacer sus torpes deseos, se les ordenó comparecer ante ellos totalmente desnudas y que bailasen así por encima de la sangre de su padre que cubría el suelo. ¡Que la maldi­ción de Dios caiga sobre ellos! Y así, según cuentan los li­bros, estas pobres vírgenes, llenas de terror, se escaparon y saltaron al interior de un pozo, en donde se ahogaron. Todo antes que perder su virginidad
»El pueblo de Mecenas también buscó y halló a cincuen­ta vírgenes de Lacedemonia, con el objeto de satisfacer su las­civia con ellas. Sin embargo, no hubo una sola que no se ma­tase, prefiriendo morir antes de consentir que les robasen su virginidad. ¿Por qué yo, pues, debo temer la muerte?
»Considerad también el caso del tirano Aristóclides, que amaba a una virgen llamada Estímfalis. Cuando mataron a su padre una noche, ella corrió directamente al templo de Diana y se agarró a su imagen con ambas manos. De aquella estatua no quiso soltarse y, realmente, nadie pudo sacarla de allí hasta que la mataron. Ahora bien, si las vírgenes sienten tal horror en verse mancilladas por el placer de un hombre perverso, cuánto más, me parece a mí, debería una esposa preferir la muerte antes que verse profanada.
»¿Y qué decir de la esposa de Asdrúbal, que se quitó la vida en Cartago? Pues cuando vio que los romanos habían conquistado la ciudad, ella cogió a todos sus hijos y se echó al fuego, prefiriendo morir antes de que cualquier romano pudiese violarla. ¿Y no se mató la pobre Lucrecia en Roma después de haber sido forzada por Tarquinto, ya que le pare­ció vergonzoso seguir viviendo después de haber perdido su honra?
»¿Y las siete vírgenes de Mileto que se mataron a sí mis­mas de pena y desesperación, antes que tolerar que los galos las violaran? Supongo que podría relatar más de mil historias más referentes al tema. Por ejemplo, después de que Abrada­tes fuese muerto, su amada esposa se acuchilló a sí misma y dejó que su sangre cayese en las aberturas de las heridas de su esposo gritando: "Por lo menos ningún hombre va a manci­llar mi cuerpo si puedo impedirlo."
»¿Por qué tengo que contar tantos ejemplos, cuando tan­tas han preferido matarse antes que ser violadas? Conside­rando todas estas cosas, es mejor que me mate que verme asaltada. Seré fiel a Arveragus, o me mataré de algún modo, como hizo la amada hija de Democio, que no quería ser desflorada.
»¡Oh, Escedaso! ¡Qué conmovedor leer cómo murieron tus pobres hijas, que se suicidaron por una razón similar! Fue tan conmovedor, si no más, como cuando la virgen te­bana, por culpa de Nicanor, se suicidó por el mismo mo­tivo. Otra virgen tebana hizo lo mismo porque un mace­donio la había forzado y con su muerte remedió su perdi­da virginidad. ¿Y qué diré de la esposa de Nicerato, que se suicidó en parecidas circunstancias? ¡Cuán fiel fue tam­bién el amor de Alcibíades, que prefirió morir antes que permitir que su cuerpo quedase sin enterrar! ¡Pensad qué clase de esposo fue Alcestes, que pidió ser sacrificado en lugar de su esposa, dando un hermoso ejemplo de fideli­dad conyugal!
»¿Qué dice Homero de la buena Penélope? Toda Grecia sabe de su castidad. También se cuenta de Laodamia que cuando Protesilao fue muerto en Troya, no quiso sobrevivir­le ni un solo día. Algo similar podría decir de la noble Porcia que no supo vivir sin Bruto, a quien había entregado todo su corazón. Y de la perfecta fidelidad de Artemisa que se vene­ra por todos los países bárbaros, ¿qué puedo decir? En cuan­to a ti, reina Tauta, tu castidad de esposa puede servir de es­pejo y ejemplo para todas las esposas. También puedo decir lo mismo de Biliea, de Rodaguna y de Valeria.
Así se lamentó Dorígena durante un par de días, y mien­tras tanto estaba decidida a morir. Sin embargo, a la tercera noche el digno caballero Arveragus regresó a su hogar y le preguntó por la causa de su llanto tan amargo. Lo que hizo que arreciase en su llanto todavía más.
-¡Ay de mí! -exclamó ella-. ¡Ojalá no hubiese nacido! He dicho... He prometido... y se lo contó todo tal como lo habéis oído. No es preciso que lo repita de nuevo.
Pero su esposo, con el semblante- sereno y voz amable, le repuso, como contaré ahora mismo:
-¿Aparte de lo que me has contado, hay algo más, Dorí­gena?
-No, no -exclamó ella-. ¡Como que Dios es mi auxi­lio! Y ya es demasiado, aunque sea la voluntad de Dios. -¡Ah, mujer! -dijo él-. Deja que las cosas sigan su cur­so. Quizá todo termine bien todavía. Tú cumplirás tu pala­bra, lo juro. Pues, como que espero merecer el Cielo, es tan grande el amor que te tengo, que antes prefiriría ser acuchi­llado hasta morir que tolerar que tú faltes a tu palabra. No hay nada más sagrado que mantener la palabra dada.
Pero no bien hubo comentado esto rompió a llorar. Lue­go añadió:
-Mientras haya aliento en ti, te prohibo, bajo pena de muerte, que hables con nadie de este asunto yo soportaré mi aflicción lo mejor que sepa-, y no des muestras de tris­teza, no sea que la gente adivine o sospeche que algo pasa.
Entonces mandó venir a un escudero y a una criada. -Id con Dorígena -dijo él- y llevadla enseguida a don­de ella desee ir.
Ellos se despidieron y partieron, pero sin saber la causa o el porqué ella iba allí. El no quiso comunicar a nadie la in­tención que llevaba.
Muchos de vosotros pensaréis quizá que fue estúpido po­niendo a su mujer en una situación tan peligrosa como ésa, pero escuchad la historia antes de que lloréis por ella. Puede haber salido mejor librada de lo que pensáis; juzgad vosotros mismos cuando hayáis oído el relato.
Aurelio, el escudero que tan enamorado estaba de Doríge­na, la encontró casualmente en medio de la calle más concu­rrida de la ciudad mientras ella se preparaba para dirigirse di­rectamente al jardín donde había efectuado su promesa. Él también se dirigió al jardín, pues mantenía vigilancia y sabía cuándo ella se ausentaba de su casa para dirigirse a alguna parte. Pero sucedió que, fuese por casualidad o debido a la Providencia, se encontraron. El la saludó alegremente y le preguntó hacia dónde se dirigía. Y ella replicó, casi como si estuviera loca:
-Al jardín tal y como me dijo mi esposo, para mantener mi promesa. ¡Ay de mí! ¡Pobre de mí!
Al oír esto, Aurelio empezó a asombrarse y en su corazón sintió una gran compasión por ella y por su pena, así como por Arveragus, el noble caballero que le había pedido que ella cumpliese su promesa, pues no podía tolerar ni soportar que su esposa quebrantase la palabra dada. Esto tocó su co­razón hasta tal punto que, considerándolo todo, creyó que era mejor negarse el placer de cometer un acto tan malvado Y ruin ante tan generosa magnanimidad. Por lo que dijo esas pocas palabras:
-Señora, decid a vuestro marido Arveragus que habiendo yo visto su gran magnanimidad hacia vos y habiendo vis­to también vuestra desazón y sabiendo que él preferiría ver su deshonor -lo que sería mil veces de lamentar- antes que contemplar cómo vos quebrantáis la palabra que me dis­teis, que más prefiero sufrir eterno tormento que romper el amor que vosotros dos os profesáis. Señora, os devuelvo la palabra y os relevo de todo compromiso hacia mí que hubie­seis pronunciado desde que nacisteis. Os doy mi palabra de que nunca os reprocharé no haber cumplido promesa algu­na. Aquí me despido de la mejor y más fiel mujer que he co­nocido en toda mi vida.
¡Que todas las mujeres vayan con cuidado al prometer algo! Por lo menos que se acuerden de Dorígena. No hay duda de que un escudero puede comportarse con tanta no­bleza como un caballero. Arrodillada, ella le dio las gracias y se fue hacia su casa, donde al llegar le contó a su esposo todo lo que os he relatado.
Os aseguro que estuvo complacido de tal forma, que me resulta imposible describirlo. ¿Por qué debo alargar el cuen­to? Arveragus y su esposa, Dorígena, vivieron en perfecta fe­licidad hasta el fin de sus días. Nunca más hubo diferencias entre ellos, ni entonces ni más tarde. Él la cuidó y la mimó como a una reina y ella le fue fiel por siempre jamás. Y esto es todo lo que, sobre esos dos, sabréis de mí.
Habiendo perdido todo su capital, Aurelio empezó a mal­decir el día que había nacido
-¡Ay de mí! -decía-. Ojalá no hubiese prometido a aquel astrólogo mil libras de peso de oro fino. ¿Qué haré? Por lo que veo, estoy completamente arruinado; tendré que vender mi herencia y ponerme a mendigar. No puedo vivir más aquí y perjudicar a todos los míos en esta ciudad, salvo que le pueda convencer de que me tenga cierta indulgencia. Sin embargo, trataré de convencerle de que acepte un pago anual a plazo fijo y le agradeceré su gran amabilidad. Y no le fallaré: cumpliré mi promesa.
Con el corazón encogido se fue al arcón donde guardaba su tesoro y llevó oro por un valor aproximado de quinientas libras al astrólogo rogándole que tuviese la generosidad de darle tiempo para pagarle el resto.
-Maestro -le dijo-, puedo alardear de que jamás he faltado a mi palabra hasta la fecha. Mi deuda con vos será pa­gada pase lo que pase, aunque tenga que ir a mendigar por ahí, sin nada más que mi chaqueta. Pero si me concedéis -con garantía- un respiro de dos o tres años, entonces po­dré hacerlo; de otro modo tendré que vender mi herencia; no digo más.
-¿Acaso no he cumplido mi trato con vos? -repuso el astrólogo con semblante serio al oír estas palabras.
-Si, por cierto. Bien y fielmente -añadió el escudero. -¿Y no habéis disfrutado de vuestra dama como desea­bais?
-No -contestó él-. No. Y suspiró tristemente.
-¿Por qué no? Decidme la razón si podéis.
Entonces Aurelio empezó su relato y se lo contó todo, como ya me habéis oído contarlo, por lo que no hace falta volverlo a repetir.
Habló así:
Arveragus, en su magnanimidad, antes hubiese muerto de pena y vergüenza que permitir que su mujer faltase a su palabra dada.
También le contó lo afligida que estaba Dorígena, cuán mal le sabía ser una esposa infiel, tanto que hubiera preferi­do morir allí mismo; que ella le había dado aquella palabra con toda la inocencia, no habiendo sabido jamás de ilusio­nes mágicas
-Esto hizo que me compadeciera tanto de ella -conti­nuó Aurelio-, que, con la misma largueza con que él me la envió, con la misma largueza se la devolví. Esto es todo. No tengo más que decir.
Amigo mío -replicó el filósofo-, cada uno de voso­tros ha actuado con nobleza respecto al otro. Vos sois un es­cudero; él, un caballero. Pero que Dios no permita que un estudioso (como yo) deje de portarse tan noblemente como cada uno de vosotros. ¡No temáis! Os perdono, señor, vues­tras mil libras como si ahora empezarais a existir y jamás hu­bieseis puesto los ojos sobre mí. Señor, no tomaré ni un pe­nique de vos ni por mis mañas ni por mi trabajo. Vos ya pagasteis generosamente mi estancia [aquí]. Ya es suficiente. Adiós. Id con Dios.
Y montó en su caballo y partió.
Ahora, caballeros, quisiera preguntaros: ¿cuál de ellos os parece el más generoso de todos? Decídmelo antes de pro­seguir nuestro viaje. Yo ya no digo más. El cuento ha terminado.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL TERRATENIENTE

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