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domingo, abril 15, 2007

CUENTOS DE CANTERBURY // SECCION III

SECCIÓN TERCERA


1. PRÓLOGO DE LA COMADRE DE BATH.
2. LA DISPUTA ENTRE EL FRAILE Y EL ALGUACIL.
3. EL CUENTO DE LA COMADRE DE BATH.
4. PRÓLOGO DEL FRAILE.
5. EL CUENTO DEL FRAILE.
6. PRÓLOGO DEL ALGUACIL.EL CUENTO DEL ALGUACIL


1. PRÓLOGO DE LA COMADRE DE BATH

Si no existiera libro alguno que tratase del tema, mi ex­penencia personal me daría perfecto derecho a hablar de las penas del matrimonio; pues, señoras y caballeros, desde mis doce años -¡loado sea Dios sempiterno!­me he casado ya cinco veces por la Iglesia (si se me hubiera permitido casarme con tanta frecuencia). Cada uno de mis maridos fue una persona de categoría dentro de su propia esfera.
Ciertamente, no hace mucho me dijeron que como Jesucristo sólo asistió a una boda una vez, en Caná de Galilea, con tal precedente Él me demostró que yo no debería haber contraído matrimonio más de una vez. Tened también en cuenta las duras palabras que Jesús, Dios y Hombre, pronun­ció en cierta ocasión junto a un pozo al reprochar a la mujer de Samaria: «Tú has tenido cinco maridos, y aquel con el que ahora vives no es tu mando».
En verdad, ésas fueron sus palabras, pero se me escapa el significado que Él quiso dar a semejante afirmación. Me li­mito a preguntar lo siguiente: ¿Por qué el quinto hombre no era el marido de la samaritana? ¿Cuántos podía tener ella en matrimonio? En toda mi vida no he oído jamás que se con­cretase la cantidad. La gente puede suponer e interpretar lo que quiera; todo lo que yo sé con certeza es que Dios nos mandó crecer y multiplicarnos: un texto excelente que en­tiendo a la perfección. Y sé también muy bien que Él afirmó que mi marido debería dejar padre y madre y tomarme. Pero sin hacer mención alguna de la cantidad, de bigamia o de oc­togamia; por tanto, ¿por qué la gente debe hablar de ello como si fuese algo malo?
Ved, por ejemplo, a aquel rey tan sabio, Salomón; apues­to a que tuvo más de una mujer. ¡Ojalá Dios permitiese que fuese legal para mí solazarme la mitad de las veces que él! ¡Qué regalo celestial debe de haber otorgado a cada una de sus esposas! Nadie en la actualidad tiene cosa que se le parez­ca. Por lo que deduzco, Dios sabe que este noble rey tuvo muchas alegres batallas con cada una de ellas en la primera noche, ¡tan lleno de vida estaba! ¡Bendito sea Dios, que ha permitido que me casase cinco veces! Me apoderé de lo me­jor que guardaban en el fondo de sus bolsas y en sus cajas fuertes; de la misma forma que el frecuentar distintas escue­las perfecciona al erudito, y diferentes tareas especializan al trabajador, a mí me han entrenado cinco maridos.
¡Bienvenido sea el sexto cuando venga! La verdad es que no deseo permanecer casta eternamente. Tan pronto como mi marido se marcha de este mundo, otro cristiano tendrá que desposarse conmigo, pues, como dice el apóstol, soy libre de hacerlo donde quiera, en nombre de Dios. No afirma que el casarse sea pecado, sino que mejor es casarse que quemarse.
¿Qué importa que la gente critique a aquel perverso La­mech y su bigamia? Todo lo que sé es que Abraham -al igual que Jacob- era un hombre santo. Y ambos (como mu­chos otros santos varones) tuvieron más de dos esposas. ¿Po­déis decirme en qué lugar Dios Todopoderoso ha prohibido el matrimonio alguna vez de forma explícita? Tened la ama­bilidad de responderme. O bien, ¿dónde ha exigido la virgi­nidad? No importa, vosotros sabéis tan bien como yo que cuando el apostol Pablo habló de virginidad, dijo que carecía de precepto para ella. A una mujer se le puede aconsejar que se quede soltera, pero un consejo no equivale a una or­den. Lo dejó a nuestro criterio, pues si Dios nos hubiese exigido guardar virginidad, por el hecho de hacerlo hubiera condenado el matrimonio. Y, con toda certeza, si no se sem­brase nunca semilla, ¿de dónde vendría la virginidad? De cualquier modo, Pablo no se atrevió a ordenar una cosa so­bre la que su Maestro no dio pauta. Hay premio para el que opta por la virginidad: que lo consiga el que pueda; veremos quién es el que mejor corre.
Pero esta llamada no es para todos, se reserva solamente para el que Dios, en su poder, elige concedérsela. Conozco que el apóstol era virgen; y aunque dijo que deseaba que to­dos los hombres fuesen como él, ésa es toda la exhortación que hizo en favor de la virginidad. Y me permitió que me convirtiese en esposa, como concesión especial, de modo que si mi marido moría, no fuera pecado el casarse conmigo, ni tan sólo bigamia. Sin embargo, «no deja de ser laudable para un hombre no tocar carnalmente a una mujer; el san­to quería decir en su cama o lecho, pues es arriesgado juntar fuego y lino. Ya entendéis la metáfora. Bueno, a grandes rasgos, él sostuvo que la virginidad era preferible al matrimonio porque la carne es débil (débil la llamo yo, a menos que ma­rido y mujer piensen vivir en continencia toda su vida matri­monial). Os concedo esto: no me cuesta admitir que la virgi­nidad debe preferirse a la bigamia. Complace a algunos man­tenerse puros de cuerpo y alma; en mi caso, yo no alardearé de ello. Como sabéis, el dueño del hogar no tiene de oro to­dos sus utensilios; algunos son de madera y, sin embargo, tie­nen mucha utilidad. Dios llama a la persona de modo dife­rente y cada uno percibe de Dios su propio don peculiar (al­gunos, una cosa; otros, otra, según los designios divinos). En la virginidad radica una gran perfección y también en la de­vota continencia entre casados; pero Jesucristo, manantial de perfección, no dijo a todos que deberían ir y vender todo lo que tenían y dárselo enteramente a los pobres, y seguir sus pasos. Él habló a los que desean llevar una vida de perfec­ción. Yo, si no os importa, señoras y caballeros, no soy una de ellos. Pienso dedicar los mejores años de mi vida a los ac­tos y compensaciones que proporciona el matrimonio.
Decidme: ¿para qué objeto fueron hechos los órganos re­productores y con qué fin fue creado el hombre? Podéis es­tar seguros que no fueron creados para nada. Dadle las vuel­tas que queráis, discutid por doquier para demostrar que fue­ron hechos para evacuar la orina, que nuestras pequeñas diferencias tienen por objeto único distinguir al macho de la hembra -¿alguien dijo no? La experiencia nos enseña que no es así.
Para no contrariar a los eruditos afirmaré lo siguiente: fue­ron creados para ambas finalidades, es decir, tanto para la función como para el placer de la reproducción, en lo que no desagradamos a Dios. A ver, ¿por qué otro motivo debe­ría haberse dejado escrito en los libros que un hombre debe «pagar el débito a su mujer»?. ¿Y con qué efectuaría él el pago sin utilizar su inocente instrumento? De ello se deduce que se dio a todas las criaturas vivientes para dedicarlo tanto a la procreación como para evacuar la orina.
Sin embargo, no estoy afirmando que todo el que esté equipado para los actos a los que me he referido deba poner­se a utilizarlo para el acto de la procreación. En tal caso nadie se preocuparía de la castidad. Jesucristo, como más de un santo desde que el mundo es mundo, era virgen y estaba configurado como un hombre; con todo, siempre vivió en perfecta castidad. No tengo nada en contra de la virginidad. Que las vírgenes sean panes de la harina más fina y llamad­nos a nosotros las que somos esposas, pan de cebada; sin embargo, a pesar de ello, San Marcos puede explicaros que Jesucristo alimentó a millares con pan de cebada. Yo persevera­ré en el estado para el que Dios me ha llamado; no soy muy melindrosa. Como esposa utilizaré mi instrumento, con la misma generosidad con que mi Creador me lo dio. Si fuese reacia, ¡que el Señor me castigue! Mi esposo lo tendrá maña­na y noche, siempre que lo quiera y venga a «pagarme» lo que me adeuda. No seré yo quien le detenga a toda costa. Debo tener un esposo que sea a la vez mi deudor y mi escla­vo; y, en tanto que yo sea su esposa, él tendrá su «tribulación de la carne». Mientras esté viva, es a mí a quien se da «el po­der de su propio cuerpo» y no a él. Esto es lo que el apóstol San Pablo me explicó; y encargó a nuestros esposos que nos amasen bien. Estoy totalmente de acuerdo con su punto de vista...
Al oír estas palabras, se alzó el bulero y dijo:
-Bueno, señora, por Dios y por San Juan que sois una es­tupenda predicadora sobre este tema. ¡Ay! Yo estuve a punto de casarme con una mujer; pero me preguntó: ¿por qué debe mi cuerpo pagar semejante precio? Casi preferiría no casar­me, por ahora, con ninguna mujer.
-Tú espera -repuso ella-. Mi relato no ha empezado. No, si tú vas a beber de otro barril antes de que haya conclui­do, que no sabrá tan bien como la cerveza. Cuando yo haya terminado de contarte las tribulaciones del matrimonio -en lo cual soy una experta de toda la vida, es decir, yo mismo he sabido ser un azote-, entonces podrás decir si quieres pro­bar del barril que voy a espitar. Vete con cuidado antes de que te acerques demasiado a él, pues te contaré más de una docena de cuentos para tomar precauciones. «Aquellos que no quieren ser advertidos por otros se convierten ellos mis­mos en advertencias para los demás.» Estas son las mismísi­mas palabras de Ptolomeo, tal como podrás encontrarlas, si lees su Alma, gesto.
-Señora -dijo el bulero-; perdone si le ruego que ten­ga la amabilidad de proseguir tal como ha empezado: cuen­te su relato y no deje títere con cabeza. Enséñenos a los jóve­nes su método.
-Muy bien, entonces, ya que parece que esto te compla­ce -dijo ella-. Solamente espero que ninguno de los aquí presentes se ofenda si digo lo que me pasa por la cabeza, pues lo único que yo intento es divertir. Ahora, señores, pro­sigo mi relato. Que no vuelva nunca a beber ni una sola gota de vino o cerveza si miento: tres de mis esposos me salieron buenos, y dos, malos. Los tres buenos eran ricos y viejos, y a duras penas podían mantener vigente el contrato de nuestra unión (ya comprendéis el significado de mis palabras). Que Dios me perdone por ponerme a reír cada vez que recuerdo cuán despiadadamente les hacía trabajar por las noches. Pero no me daba cuenta de ello, lo juro. Ellos me habían dado sus tierras y su tesoro, por lo que no tenía que molestarme más para conquistar su amor o en mostrarles respeto. ¡Dios mío! Me amaban tanto, que yo no le daba ningún valor a ello.
Una mujer sensata solamente se preocupa de conquistar amor allí donde no lo hay. Pero yo les tenía en el saco y ya me habían dado todas sus tierras. Entonces, ¿por qué moles­tarme en complacerles excepto para mi propio provecho y diversión? Palabra que los trabajé bien (más de una noche les hice aullar). No supongo que hayan ganado la Dunmow Flitch, como algunos. Sin embargo, les goberné tan bien a mi propio aire, que cada uno de ellos fue totalmente feliz; siempre estaban dispuestos a traerme cosas bonitas de la fe­ria. ¡Qué contentos se ponían cuando les hablaba con suavi­dad! Pues solamente Dios sabe con cuánta saña les reñía. Ahora escuchad vosotras, sabias esposas que sabéis a qué me refiero, y os contaré lo bien que me las arreglaba. Este es el modo de hablarles y hacerles sentir culpables. Pues no hay hombre que sepa mentir y perjurar ni la mitad de bien que una mujer. No me refiero a las esposas listas, sino a las que co­meten errores. Una mujer realmente inteligente que sepa lo que lleva entre manos puede hacer creer a su marido que lo negro es blanco y llamar a su propia doncella para que tes­tifique en su favor. Pero escuchad el sistema que utilizaba.
¿Es esto lo mejor que sabes hacer, viejo mentecato? ¿Por qué está la esposa de mi vecino tan elegante y alegre? Ella es respetada por dondequiera que vaya, mientras que a mí me toca seguir en casa; no tengo vestidos dignos para ponerme. ¿Qué es lo que haces en casa de ella? ¿Tan bonita es? ¿Tan enamoriscado estás? ¿Qué estabas susurrándole a nuestra doncella? ¡Tú, viejo lujurioso, déjate de artimañas! Y siempre que yo tengo una inocente charla con un amigo o voy a su casa para divertirme un poco, tú te pones a rugir como un diablo. Vienes a casa borracho como una cuba, y te sientas en tu banco a sermonear: ojalá revientes. Vosotros decís que es una gran desgracia casarse con una mujer pobre debido al coste; pero si ella es rica y mantiene buenas relaciones, en­tonces decía que es una tortura tener que aguantarle su orgu­llo y sus malos humores. ¡Tú, sinvergüenza! Si ella es bonita, decís que todos los lujuriosos irán tras ella, y que su castidad no durará ni un minuto si es asediada por todas partes.
Tú me dices que algunos nos quieren por nuestras rique­zas, otros por nuestro tipo, otros por nuestra belleza; mien­tras algunos desean a una mujer pozque sabe cantar o bailar; o por su buena crianza y retozar; o por sus armoniosos bra­zos o manos (y así, según contáis, el diablo se lleva el resto). Una fortaleza sitiada por todas partes no puede resistir largo tiempo (así lo decís). Y si ella es fea, entonces decís que desea todo hombre al que pone sus ojos encima y va tras ellos como un perro faldero hasta que encuentra a uno que quiera «comercian» con ella. Según decís, no hay ninguna oca en el lago que sea tan gris y fea que no encuentre a su ganso. Y luego afirmáis que es dificil poseer una chica a la que na­die está dispuesto a guardar. ¡Desgraciado! Así es cómo sigues hablando cuando vais a la cama, murmurando que ningún hombre en su sano juicio necesita casarse, ni tampoco inten­ta ir al cielo. Que el rayo y el trueno quebrante tu arrugado cuello. Vosotros decís que un techo agrietado, una chimenea que eche humo y una esposa gruñona ahuyentan al hombre de su propio hogar.
¡Oh, que Dios bendiga a todas! ¿Qué le duele al viejo que así refunfuña?
A continuación comentaba que nosotras, las mujeres, esta­mos dispuestas a ocultar nuestros defectos hasta que el nudo del matrimonio está bien atado, y que luego os los mostra­mos; un proverbio canallesco donde los haya.
Tú me replicas que se pueden probar sin prisas bueyes, asnos, caballos y perros antes de comprarlos, así como cubas, palanga­nas, cucharas, taburetes y otros utensilios domésticos parecidos, aparte de pucheros, vestidos y trajes; pero que nadie prueba a una esposa antes de contraer matrimonio. ¡Pobre mentecato! Y luego, según afirmáis, revelamos nuestros defectos.
También comentas que me molesta el que no estés dicien­do constantemente lo bonita que soy, contemplando mi ros­tro o haciéndome cumplidos por dondequiera que vayamos; o si te olvidas de agasajarme el día de mi cumpleaños, o si no eres cortés con mi dueña, mi ayuda de cámara o la familia y amigos de mi padre; tales son tus comentarios, viejo barril re­pleto de mentiras.
Tú incluso has sospechado -equivocadamente- de nuestro aprendiz Jankin por su rizado pelo dorado y por el modo que me atiende adondequiera que vaya. No le desea­ría ni aunque te murieses mañana. Pero, desgraciado, contés­tame: ¿Es que acaso no ocultas de mí las llaves de tu armario o cómoda? ¡Por el amor de Dios! Sabes muy bien que es tan­to mi propiedad como la tuya. ¿Qué? ¿Es que quieres que tu esposa pase por tonta? Ahora bien, te juro por Santiago que tendrás que elegir entre mi cuerpo y tus bienes. No im­porta lo que hagas: tendrás que prescindir de uno o de otro.
¿Y para qué te sirve toda tu vigilancia y cuidados? Algunas veces pienso que te gustaría guardarme encerrada en tu caja fuerte. Lo que tendrías que decirme es esto: «Querida espo­sa, ve donde quieras y diviértete; no daré oídos a las habladu­rías. Doña Alicia, sé que eres una fiel y leal esposa.» Nosotras no podemos amar a un hombre que mantenga un control de nuestras idas y venidas; debemos ser libres.
Que el sabio filósofo Ptolomeo sea bendito por encima de todos los demás, pues él escribió este proverbio en su Alma­gesto: «El más sabio de todos es el que no se preocupa ni piz­ca de que alguien sea más rico que él.» De este proverbio de­berás colegir que no hay que lamentarse de lo bien que viven algunos, si tú ya tienes bastante para ti. Pues, mentecato, no te preocupes; tendrás suficiente placer sexual esta noche si lo quieres. ¿Es que jamás ha existido alguien tan tacaño como para negar a otros encender su candela con su linterna? ¿Es que alumbrará menos por ello? ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué te quejas, si tienes bastante?
Luego decís que nuestra castidad está en peligro si nos ade­rezamos con vestidos y joyas. Y entonces tú, ¡imbécil!, tienes que apoyarte en este texto de San Pablo: «Que las mujeres se adornen modestamente, con recato y sobriedad -dice el apostol-, y no con trenzas y finas joyas, ni con oro, perlas o atavíos caros». Pues bien, haré tanto caso de tus textos y de tu cita como si yo fuese una pulga.
Y una vez dijiste que yo era como una gata, a la que si se le chamusca la piel, permanece en casa, pero en cuanto su pelaje es bonito y elegante no se queda ni medio día dentro, sino que lo primero que hace por la mañana es salir a lucirlo y a maullar como si estuviese en celo. Lo que quieres decir, imbécil mío, es que si yo quiero parecer elegante es solamen­te porque quiero escaparme y exhibir mis harapos.
¿De qué te sirve espiarme? Incluso si rogase a Argos que me guardase lo mejor que supiese con sus cien ojos, te asegu­ro que no lograría guardarme a menos que yo lo desease; se lo haría ante sus narices, así te lo debo confesar.
Tú también me dices que hay tres cosas que perturban toda la tierra y que nadie puede soportar la cuarta. ¡Oh, mi querido imbécil! ¡Que Jesús te acorte la vida! Y pensar que vas por ahí pregonando que una mujer odiosa es una de es­tas desgracias. ¿Es que no tienes otras comparaciones para emplearlas en tus parábolas que el colocar en ellas a una es­posa infortunada?
Y luego vas y comparas el amor de una mujer con el infier­no, con una tierra seca y yerma y con nafta ardiendo; cuan­to más arde, más dispuesta está a consumir todo lo combus­tible. Del mismo modo que los gusanos destrozan un árbol, una esposa puede destruir a su marido. Todos los que están encadenados a una mujer lo saben. ¡Esto es lo que decís!
Como podéis ver, señoras y caballeros, así es cómo hice creer a mis ancianos esposos, fuera de toda duda, de que ta­les eran mis palabras cuando estaban bebidos; todo eran mentiras, pero logré que mi sobrina y Jankin corroborasen cuanto decía. ¡Oh, Dios! ¡Cuántos trastornos y penas les cau­sé! Y ellos -¡pobrecitos!- eran del todo inocentes. Yo, como un caballo, les mordía e inmediatamente relinchaba para que me acariciasen. Yo solía reñirles, incluso cuando no tenía razón; o me hubiesen matado si no lo hubiese hecho. Cuando lleváis harina a moler, el que primero llega al moli­no es el primero que se sirve; pues bien, yo era la primera en empezar con mis reproches y así detenía la pelea. Ellos estaban más que contentos de encontrar una rápida excusa por cosas de las que jamás en su vida habían sido culpables.
Yo solía acusar a mi esposo de mujeriego, cuando la ver­dad es que estaba ya tan enfermo que apenas si se sostenía de pie; sin embargo, aquello le producía un cosquilleo en el co­razón, pues pensaba que así le demostraba cuánto le quería. Cuando yo salía por las noches le juraba que era para ir a es­piar a las chicas con las que se había acostado, lo que me daba coartada para mucha diversión.
Este ingenio femenino se nos da ya al nacer. Dios nos ha otorgado que, por naturaleza, todas las mujeres tengamos lá­grimas, mentiras y capacidad de liar las cosas. De una cosa sí alardeo: al final siempre ganaba a mis esposos de todos mo­dos, sea por la fuerza, picardía o por cualquiera otro reme­dio, como el de estarles gruñendo constantemente. En don­de especialmente se les terminaba la suerte era en la cama; allí era donde solía reñirle y acabar con su diversión. Cuan­do yo notaba que se me acercaba el brazo de mi marido, no me quedaba ni un momento en cama, hasta que había paga­do su propio rescate; entonces le permitía jugar conmigo; y, por consiguiente, este cuento va dirigido a todos los hom­bres. Yo siempre propago que todo tiene un precio. ¿Quién puede atraer a un halcón a su casa con las manos vacías? Para conseguir lo que yo quería, solía tolerar toda su lascivia e in­cluso simular que tenía ganas de ella, aunque, la verdad sea dicha, nunca me ha gustado el tocino viejo. Esto era, real­mente, lo que me volvía gruñona.
Ciertamente no era tacaña en mis gruñidos; incluso cuan­do estábamos en la mesa les devolvía cada uno de sus «favo­res» con una regañina, os lo aseguro.
Que Dios me perdone, pero si tuviese que hacer mi volun­tad y testamento aquí y ahora, os aseguro que no habría pala­bra de regañina que les debiese, que no les fuese totalmente pagada. Me las arreglé siempre con tal inteligencia, que ellos descubrieron que lo mejor era dejarlo correr, pues de lo contra­rio nunca hubiésemos tenido descanso. Ya podía él poner cara de león enfurecido, que no se salía con la suya. Yo le decía en­tonces: «Querido, mira a Wilkin, nuestro cordero. ¡Qué dócil es! Acércate, cariño, que quiero darte un beso en la mejilla. Tú también debes ser más dócil y paciente y tener una conciencia dulce y escrupulosa, ya que siempre estás sermoneando sobre la paciencia de Job. Ten siempre mucha paciencia; practica lo que predicas, pues si no lo haces, te enseñaré cuánto mejor es que la paz reine con tu mujer y paz en casa. Es innegable que uno de los dos tiene que someterse, y, como sea que el hom­bre es más razonable que la mujer, debes ser tú el que ceda. ¿Qué es lo que te hace protestar y lamentar tanto? ¿Es que sólo quieres que mi coño sea únicamente para ti? Pues bien, ¡tómalo y disfruta! ¡Por San Pedro! Hay que ver cuánto lo quieres. ¿No ves que si pusiese en venta mi "sexo" podría ir vestida como una princesa, pero que lo guardo para ti? El cie­lo sabe que eres tú quien tiene culpa. Yo me limito a decirte la verdad.» Así es como nuestras discusiones solían discurir.
Ahora os hablaré de mi cuarto esposo.
Mi cuarto marido era un calavera, es decir, tenía una amante; y yo era joven y muy apasionada y turbulenta, fuer­te, obstinada y festiva como una cotorra. En cuanto había bebido un vaso de vino dulce, bueno, un laúd me hacía bai­lar y cantar como un ruiseñor. Aquel asqueroso rufián, Mete­lio, el cerdo que mató a su mujer de una paliza sólo porque bebía vino, no me hubiese disuadido a mí de beber si hubie­se sido su esposa. Además, el beber vino me lleva a pensar en Venus, por lo que, por la misma razón que el frío engendra granizo, un rabo goloso encaja con una boca laminera. Lle­nad a una mujer de vino y se queda sin defensas, como mu­chos lujuriosos seductores saben por experiencia.
¡Ay, Jesucristo, Dios mío! Cuando lo recuerdo todo y me acuerdo de mi juventud y alegría, el cosquilleo me llega a lo más hondo del corazón. Hasta la fecha hace bien a mi cora­zón el recordar el empuje de mi juventud. Pero la edad, ¡ay!, que todo lo estropea, me ha despojado de mi belleza y de mi auge. ¡Adiós! ¡Que se vayan y el diablo cargue con ellos! ¿Qué puedo decir? He vendido toda la harina y ahora debe­ré vender el salvado lo mejor posible. Pero incluso intentaré pasármelo lo mejor que pueda. Ahora os contaré de mi cuar­to esposo.
Os decía que mi corazón se irritaba de que se deleitase con cualquier otra mujer, pero ¡por Dios y por San Judoco, quedó bien servido! Le fabriqué una cruz de la misma made­ra. Pero no vergonzosamente para mi cuerpo, aunque trata­ba a los hombres en tal forma que le tenía en ascuas, lleno de rabia y de celos. ¡Por Dios que fui su purgatorio en la tierra! Ahora debe de estar en el paraíso, pues Dios sabe que el za­pato llegó a dolerle muchísimo. Nadie, excepto Dios y él, sabe cuán penosamente y de cuántas formas le atormenté. Falleció cuando regresé de Jerusalén y ahora yace enterrado en el presbiterio bajo la peana de la cruz; aunque su tumba no se parece en nada a aquel sepulcro elaborado de Darío, tan exquisitamente trabajado por Apeles. Hubiese sido un derroche darle tan rica sepultura. ¡Que Dios le acompañe y dé reposo a su alma! Ahora yace en su tumba y en su ataúd.
Os hablaré, acto seguido, de mi quinto marido. Ruego a Dios que no deje que su alma vaya al infierno. Y, sin embar­go, para mí fue el peor sinvergüenza; lo noto en cada una de mis costillas y lo notaré hasta el día en que muera. Pero en la cama era alegre y animado; especialmente me adulaba cuan­do deseaba poseerme. Aunque me hubiese pegado en todos los huesos del cuerpo, sabía reconquistar mi amor en un ins­tante. Creo que le amaba precisamente porque era parco en su amor hacia mí. Nosotras las mujeres tenemos ideas raras al respecto y no os miento. Todo lo que nos cuesta de conse­guir, nos pasamos el día entero pidiéndolo y llorando por ello. Prohibidnos una cosa y, acto seguido, ya estamos de­seándola; perseguidnos y salimos huyendo. No solemos es­tar dispuestas a exponer todo lo que tenemos en venta; mu­cha gente en el mercado hace subir el precio de la mercancía; si éste es demasiado bajo, la gente cree -como sabe muy bien toda mujer juiciosa- que no vale nada.
Mi quinto esposo -¡que Dios bendiga su alma!-, al que tomé por amor y no por dinero, fue en cierta época un estu­dioso de Oxford, pero dejó la Facultad y se alojó en casa de mi mejor amiga, que vivía en nuestra ciudad. ¡Que Dios la bendiga! Se llamaba Alison. ¡Vive Dios, conocía mi corazón y mis pensamientos secretos mucho mejor que el cura de mi parroquia! Todo se lo confiaba. Si mi esposo hubiera orina­do en una pared, pues iba y se lo contaba. Si hubiese hecho algo mi esposo que hubiera podido costarle la vida, se lo habría contado a ella, a otra buena mujer y a mi sobrina tam­bién, pues la tenía en mucha estima. Les he contado todos y cada uno de los secretos de mi esposo. Dios sabe que lo hacía con bastante frecuencia y que, a menudo, tuvo mi mari­do que ruborizarse hasta las orejas y hasta avergonzarse mientras se culpaba a sí mismo por haberme contado sus secretos más íntimos.
Sucedió, pues, que una cuaresma (yo siempre visitaba a mi amiga, pues me gustaba divertirme y salir a pasear por ahí en marzo, abril y mayo, yendo de casa en casa para oír chismes diferentes), Jankin, el estudioso, mi amiga Alison y yo sali­mos de excursión al campo. Mi marido estuvo en Londres toda aquella cuaresma y tuve más tiempo libre para divertir­me y ver y ser vista por la gente alegre. ¿Cómo podía saber dónde o en qué lugar cambiaría mi suerte? Por ello, iba a fes­tivales nocturnos, procesiones, peregrinajes, bodas y a ver es­tas funciones teatrales sobre milagros. También escuchaba sermones, vestida en mis alegres ropajes de color escarlata.
Creedme: ninguna polilla, gusano o insecto tuvo la opor­tunidad de zampárselos. ¿Por qué? Pues porque los usaba constantemente. Ahora os diré qué me sucedió. Como decía, íbamos andando por el campo este estudioso y yo, y tan bien nos aveníamos, que yo empecé a pensar en el futuro y dije que si fuese viuda me casaría con él. Ciertamente -no hablo por pretensión-, nunca me faltó la previsión en cues­tión de matrimonio y en otros asuntos. El corazón de un ra­tón que solamente posee una guarida no vale un puerro, pues si ésta falla, todo se ha terminado.
Le hice creer que me había hechizado (mi madre me ense­ñó este truco). También le dije que soñaba con él durante toda la noche y que en el sueño él intentaba matarme allí donde yacía y que la cama estaba empapada de sangre. A pe­sar de ello, esperaba que él me diese suerte, pues la sangre sig­nifica oro, o así me lo habían contado. Y todo eran mentiras. No soñaba nada que se le pareciese. Pero en esto como en muchas otras cosas yo seguía, como de costumbre, las ense­ñanzas de mi madre.
Pero ahora veamos: ¿qué iba yo a decir? ¡Ajá! Ya lo tengo. Había perdido el hilo.
Es igual, cuando mi cuarto esposo yacía en su túmulo, llo­ré y aparenté estar de duelo, como deben hacer las esposas -es la costumbre- y cubrí mi rostro con un pañuelo. Pero como ya estaba provista de amante, os prometo que lloré muy poco.
Al día siguiente mi esposo fue llevado a la iglesia, seguido por un cortejo de vecinos que vinieron a rendirle sus últimos respetos. Uno de ellos era Jankin, el estudioso. Que Dios me perdone, pero, cuando le vi caminar detrás del féretro, pen­sé: «¡Qué hermosos par de piernas y pies!» Y todo mi cora­zón se me fue tras él. Creo que él tenía unos veinte años, y yo, para decir la verdad, ya contaba cuarenta. Pero, sin em­bargo, todavía sentía deseos lascivos. Yo tenía los dientes se­parados, pero me sentaba bien; llevaba la marca de nacimiento de santa Venus. Que Dios me perdone, pero era una chica alegre, bonita y rica, joven y divertida; verdaderamen­te, según habían dicho mis esposos, tenía el mejor «eso» que se pueda imaginar. Ciertamente Venus influye sobre mis sentimientos; Marte, en mi valor. Venus me dio el deseo y la lujuria; Marte, mi descarada osadía. Tauro estaba en ascen­diente cuando nací y Marte se hallaba en él.
¡Ay, ay!, que el amor deba ser pecado... Siempre seguí mis inclinaciones, guiada por las estrellas, las cuales hicieron que jamás pudiese negar mi cámara de Venus a cualquier mozo que la quisiese. Sin embargo, en mi rostro tengo la marca de Marte y también en otro lugar íntimo. Tan cierto como Dios es mi salvación: nunca utilicé el comedimiento en el amor; siempre seguí en cambio mis apetitos, ya fuese el hombre moreno o rubio, alto o bajo. Mientras él me gustase, no pres­taba atención ni a la pobreza ni a su rango.
¿Qué se puede decir más? Bueno, a finales de aquel mes, este guapo estudioso, el garboso Jankin, se había casado con­migo con toda la debida ceremonia, y yo le di todas las tie­rras y rentas que me habían sido dadas anteriormente. ¡Con cuánta amargura me arrepentí luego de ello! Él no me deja­ba hacer nada de lo que quería. ¡Por Dios! Una vez, por ha­berle arrancado una hoja de un libro suyo, me dio tal bofeta­da en la oreja que me quedé sorda de golpe. Yo era tozuda como una leona y tenía una lengua muy peleona y solía ir de casa en casa -como había hecho antes-, aunque él asegu­rase que no debía hacerlo. Debido a ello él me sermoneaba y me relataba historias de la vieja Roma, de cómo un tal Sim­plicio Galo dejó a su mujer y la repudió para siempre, úni­camente porque la había visto un día asomarse por la puerta sin llevar el sombrero puesto. También me hablaba de otro fulano, romano también, que había abandonado a su mujer porque ella había asistido a los juegos de verano sin que él lo supiese. Y luego cogía la Biblia y leía aquel proverbio del Eclesiástico que prohibe a los hombres, inequívoca y absolu­tamente, el que permitan a sus esposas vagar por ahí. Luego, no temáis, siempre me salía con la cuarteta:
El que construye una casa de madera de sauce,
o cabalga en un caballo ciego por los barbechos,
o deja a su esposa correr tras los halos de los santos,
merece realmente ser colgado de la horca.

Pero no le servía de nada: no prestaba la más mínima aten­ción a sus proverbios o a su estrofa. Tampoco me dejaría re­formar por él. No aguanto al hombre que me señala mis de­fectos ni tampoco, Dios lo sabe, a que otros los proclamen, excepto a mí misma. Mi actitud le hacía enfurecer y hervir de rabia hacia mí, pero yo no cedía un ápice en ningún punto.
Y ahora, por Santo Tomás, os explicaré la verdadera histo­ria de por qué arranqué una página de su libro y por qué eso hizo que me diese tan fuerte que me dejó sorda.
Él poseía un volumen que le gustaba muchísimo leer. Siempre estaba leyéndolo desde la mañana a la noche; se lla­maba Valerioy Teofrasto y se pasaba todo el rato carcajeándo­se con el libro. Había también un texto Contra jovinniano es­crito por un hombre culto que vivía en Roma, un cardenal llamado San Jerónimo; y libros de Tertuliano, Crísipo, Trótu­la y Eloísa (esta última era una abadesa que vivía no muy lejos de París). También poseía las Parábolas de Salomón y El arte de amar, de Ovidio. Estos y muchos otros estaban todos encuadernados en un solo volumen. Y tanto por la noche como por el día, siempre que tenía tiempo libre de su trabajo, se dedicaba a leer sobre las mujeres perversas que figuran en di­cho libro, hasta que un día supo más leyendas y biogafias de mujeres malas que de mujeres buenas habla la Biblia.
No caigáis en el error de creer otra cosa; es imposible que un estudioso hable bien de las mujeres, excepto cuando se trate de santas del santoral; no hay ciertamente otra clase de mujeres. Es como aquel león que preguntó al individuo que le mostraba un grabado de un hombre matando a un león: «¿Quién fue el pintor?» ¡Decidme quién! Por Dios, si las mu­jeres hubiesen escrito tantas historias que estos estudiosos en­claustrados, habrían relatado más perversión por parte de los hombres que buenos hechos realizados por los hijos de Adán.
Los estudiosos son hijos de Mercurio, las mujeres lo so­mos de Venus, y ambos tienden a oponerse en todo lo que hacen. Pues Mercurio ama la sabiduría y el saber, pero Venus, el jolgorio y el despilfarro. En astrología la exaltación de uno representa el hundimiento del otro, debido a sus distintas na­turalezas. Por eso, cuando en el signo de Piscis, Mercurio -Dios lo sabe muy bien- está hundido, Venus está en lo alto, pero cuando Venus cae, Mercurio se levanta. Por consi­guiente, una mujer nunca es elogiada por un erudito estudio­so, pues cuando éste es senil y sirve tanto para hacer el amor como una bota vieja, entonces el estudioso se sienta a despo­tricar sobre las mujeres que no saben mantener su palabra en el matrimonio.
Pero para volver a la cuestión, os estaba contando que me dio una paliza debido a un libro. Una noche, Jankin, mi ma­rido, estaba sentado leyéndolo junto al fuego. Primeramente leyó sobre Eva, cuya perfidia atrajo la desgracia para toda la Humanidad, de modo que el propio Jesucristo, que nos redi­mió con la sangre de su corazón, fue muerto por su causa. He aquí un texto que dice en forma explícita que la mujer fue la perdición de todos los hombres.
A continuación me leyó cómo Sansón perdió su cabelle­ra: su enamorada se la cortó con unas grandes tijeras cuando dormía, y, debido a su traición, perdió también sus ojos.
Y luego -¡qué pesado!- me leyó la historia de Hércules y Dejanira, que fue la culpable de que él se prendiera fuego. No se olvidó de ninguna de las penas y molestias que tuvo Sócrates con sus dos mujeres; de cómo Jantipa echó orina so­bre su cabeza y el pobre hombre, sentado e inmóvil como un cadáver, secó su cabeza sin atreverse a comentar más que esto:
«Antes de que cese el trueno, cae la lluvia.»
Después saboreó la maldad en la historia de Pasifae, la reina de Creta; pero desgraciadamente es demasiado trucu­lenta, por lo que no hablaré de sus horribles deleites y malos deseos. Luego leyó con la mayor complacencia acerca de Cli­temnestra, la que traicioneramente hizo que muriese su es­poso para poder satisfacer su lujuria.
Me relató también cómo Anfiaro llegó a perder su vida en Tebas. Mi marido sabía un cuento de cómo la esposa de aquél, Erifila, debido a una hebilla de oro, reveló a los griegos el lugar donde su esposo se había escondido; por lo que poco vivió en Tebas.
Me habló también de Livia y Lucilia, porque las dos habían llevado a sus maridos a la muerte: una de ellas por amor, la otra por odio. Livia envenenó a su esposo una no­che porque le odiaba; mientras que la concupiscente Lucilla amaba tanto a su esposo que, para que él solamente pensase en ella, le dio un afrodisiaco tan fuerte que falleció antes del siguiente amanecer. Por lo que los maridos, debido a un mo­tivo u otro, siempre se le cargan.
A continuación me contó cómo un tal Latimio se quejó a su amigo Arrio de un árbol que creía en su jardín y en el cual sus tres esposas se habían ahorcado presas de desespera­ción. «Mi querido amigo -repuso Arrio-, dame un esque­je de ese maravilloso árbol y lo plantaré en mi propio jardín.»
De las esposas de tiempos más recientes, me leyó de qué forma algunas habían asesinado a sus propios maridos en sus camas y de cómo sus amantes las habían poseído mientras el cadáver yacía inerte toda la noche en el suelo; luego de cómo algunas habían hincado clavos en los cerebros de sus esposos mientras éstos dormían, matándoles de esta forma; asimismo, otras vertían veneno en sus bebidas. El corazón no puede concebir las maldades que contó. Además sabía más proverbios que briznas de hierba y césped hay en el mundo. «Mejor es vivir con un león o con un feo dragón que con una mujer dada a reñir», decía él. «Mejor es vivir en un rincón de una buhardilla que con una mujer bravía en una casa; son tan perversas y dadas a llevar la contraria, que siem­pre odian lo que sus maridos aman», afirmaba. «Una mujer arroja su vergüenza, cuando ella arroja su falda», decía él, y añadía: «Una mujer hermosa, a menos que sea también cas­ta, es como una anilla de oro en la nariz de una marrana». ¿Alguien puede concebir o imaginarse el dolor o tormento que presentó para mi corazón?
Pero cuando vi que él nunca terminaría de leer aquel mal­dito libro y que se pasaría toda la noche dale que dale, de re­pente fui y le arranqué tres páginas mientras lo estaba leyen­do y, al mismo tiempo, le pegué tal puñetazo en la mejilla que lo tumbé hacia atrás, cayendo en el fuego. Entonces pegó él un brinco como si fuese una bestia salvaje y me propinó tal manotazo en la cabeza que me desplomé como muerta en el suelo. Cuando él vio lo inmóvil que estaba se llenó de temor, y se hubiese escapado de no haber yo vuelto en mí al fin.
-¡Me has matado, asqueroso bandido! -dije-. ¡Me has matado por mis tierras! Pues bien, antes de morir te daré un beso.
Entonces él se acercó y se arrodilló suavemente junto a mí y me dijo:
-Alicia, amor mío, por Dios te juro que no volveré a pe­garte en mi vida. Pero tú tienes la culpa de que te hiciera lo que hice. ¡Perdóname, por amor de Dios!
Pero yo le aticé una vez más en la mejilla y le dije:
-¡Tú, ladrón, ahora ya estoy vengada! No puedo decirte nada más. ¡Me muero!
Pero, al fin, después de riñas y peleas interminables, se hizo la paz entre nosotros. El me entregó las riendas del ho­gar y yo tuve el gobierno de nuestra casa y de nuestras tierras, así como también de su lengua y su puño. Allí mismo le hice quemar el libro. Desde aquel momento, por tener yo el do­minio del vencedor, le tuve a mi merced y logré que dijese:
-Mi única y verdadera esposa, haz lo que quieras mien­tras vivas, cuídate de tu honor y de mis bienes.
Desde aquel día jamás tuvimos otra pelea.
Que Dios me perdone, pero no hay mujer desde Dinamar­ca hasta las Indias que hubiese podido ser más amable hacia él que yo, o más fiel (como él lo fue para mí). Ruego a Dios que reina en la Gloria que, en su infinita bondad, bendiga su alma. Y ahora, escuchad, que os voy a contar mi relato.


2. LA DISPUTA ENTRE EL FRAILE Y EL ALGUACIL

En cuanto hubo oído esto, el fraile rompió a reír. -Vamos, señora. Por mi salvación, que éste fue un largo preámbulo para el relato -dijo él.
Pero el alguacil intervino en cuanto oyó al fraile que em­pezaba a sermonear.
-¡Ved, amigos! -exclamó el alguacil-. He aquí los bra­zos de Dios. Un fraile siempre tiene que meter sus narices. Mirad, amigos, estos frailes son como las moscas: siempre caen en el plato donde come la gente y se entrometen en to­dos sus asuntos. ¿Qué es lo que quieres decir, a modo de preámbulo? ¡Pues camina, trota, o siéntate y calla! Con tus cosas estás estropeando la diversión.
-¿Así que es esto lo que piensas, mi señor alguacil? -re­plicó el fraile-. Bueno, antes de irme, os doy palabra de que os contaré una o dos historias acerca de un alguacil que hará reventar de risa a todos los que están aquí.
-Lo veremos, fraile. ¡Malditos sean tus ojos! -dijo el al­guacil-. Pero que me condene si, antes de que llegue a Sit­tmgboume, no os cuento dos o tres historias sobre frailes, que te dejarán lamentando (haber abierto la boca), pues veo que estás perdiendo la compostura.
-¡Silencio! ¡Callad enseguida! -bramó nuestro anfi­trión. Entonces prosiguió:
-Dejad que la señora cuente su relato. Os comportáis como si hubieseis bebido demasiada cerveza. Siga, señora; cuente el cuento. Será lo mejor.
-Estoy dispuesta, señor -respondió ella-. Cuando queráis; esto es, si tengo permiso de este buen fraile. -Desde luego, señora -replicó éste-. Contad, que es­cucharé.


3. EL CUENT0 DE LA COMADRE DE BATH

En los viejos tiempos del rey Arturo, cuya fama todavía pervive entre los naturales de Gran Bretaña, todo el reino andaba lleno de grupos de hadas. La reina de los Elfos y su alegre cortejo danzaba frecuentemente por los pra­dos verdes. Según he leído, ésta es la vieja creencia; hablo de hace muchos centenares de años; pero ahora ya no se ven ha­das, pues actualmente las oraciones y la rebosante caridad cristiana de los buenos frailes llenan todos los rincones y re-. covecos del país como las motas de polvo centellean en un rayo de sol, bendiciendo salones, aposentos, cocinas y dor­mitorios; ciudades, burgos, castillos, torres y pueblos; grane­ros, alquerías y establos; esto ha ocasionado la desapancion de las hadas. En los lugares que frecuentaban los elfos, aho­ra andan los frailes mañana y tarde, musitando sus maitines y santos oficios mientras rondan por el distrito. Por lo que, actualmente, las mujeres pueden pasear tranquilamente jun­to a arbustos y árboles; un fraile es al único sátiro que en­cuentran, y todo lo que éste hace es quitarles la honra. Pues bien, sucedió que en la corte del rey Arturo había un caballero joven y alegre. Un día que, montado en su caballo, se dirigía a su casa después de haber estado dedicándose a la cetrería junto al río, se topó casualmente con una doncella que iba sin compañía y, a pesar de que ella se defendió como pudo, le arrebató la doncellez a viva fuerza.
Esta violación causó un gran revuelo. Hubo muchas peti­ciones de justicia al rey Arturo, hasta que, por el curso de la ley, el caballero en cuestión fue condenado a muerte. Y hu­biese sido decapitado (tal era, al parecer, la ley en aquellos tiempos) si la reina y muchas otras damas no hubieran esta­do importunando al rey solicitando su gracia, hasta que al fin él le perdonó la vida y lo puso a merced de la reina para que fuese ella a su libre albedrío la que decidiese si debía ser eje­cutado o perdonado.
La reina expresó al rey su profundo agradecimiento y, al cabo de uno o dos días, encontró la oportunidad de hablar con el caballero, al que dijo:
-Os encontráis todavía en una situación muy dificil, pues vuestra vida no está aún a salvo; pero os concederé la vida si me decís qué es lo que las mujeres desean con mayor vehemencia. Pero, ¡ojo! Tened mucho cuidado. Procurad sal­var vuestra cerviz del acero del hacha. No obstante, si no po­déis dar la respuesta inmediatamente, os concederé el permi­so de ausentaros durante un año y un día para encontrar una solución satisfactoria a este problema. Antes de que os pon­gáis en marcha, debo tener la certeza de que os presentaréis voluntariamente a este tribunal.
El caballero estaba triste y suspiró con mucha pena; sin embargo, no tenía otra alternativa. Al fin decidió partir y re­gresar al cabo de un año con cualquier respuesta que Dios quisiese proporcionarle. Por lo que se despidió y púsose en marcha.
Visitó todas las casas y lugares en los que pensaba que ten­dría la suerte de averiguar qué cosa es la que las mujeres an­sían más, pero en ningun país encontró a dos personas que se pusiesen de acuerdo sobre el asunto.
Algunos decían que lo que más quieren las mujeres es la riqueza; otros, la honra; otros, el pasarlo bien; otros, los ricos atavíos; otros, que lo que preferirían eran los placeres de la cama y enviudar y volver a casarse con frecuencia. Algunos decían que nuestros corazones se sienten más felices cuando se nos consiente y lisonjea, lo que tengo que admitir está muy cerca de la verdad. La lisonja es el mejor método con que un hombre puede conquistarnos; mediante atenciones y piropos, todas nosotras caemos en la trampa.
Pero algunos afirmaban que lo que nos gusta más es ser li­bres y hacer nuestro antojo y no tener a nadie que critique nuestros defectos, sino que nos recreen los oídos diciendo que somos sensatas y nada tontas; pues, a decir verdad, no hay ninguna de nosotras que no diese coces si alguien le hi­riese en un sitio doloroso. Si no, probad y lo veréis; por ma­las que seamos por dentro, siempre queremos que se piense de nosotras que somos virtuosas y juiciosas.
No obstante, otros opinan que nos gusta muchísimo ser consideradas discretas, fiables y firmes de propósitos, incapa­ces de traicionar nada de lo que se nos diga. Pero yo encuen­tro que esta idea no vale un comino. ¡Por el amor de Dios! Nosotras las mujeres somos incapaces de guardar nada en se­creto. Ved, por ejemplo, el caso de Midas. ¿Os gustaría oír la historia? Ovidio, entre otras minucias, dice que Midas te­nía ocultas bajo su largo pelo dos orejas de asno que le cre­cían de la cabeza. Un defecto que él ocultaba cuidadosamen­te lo mejor que podía; solamente su esposa lo conocía. Él la idolatraba y también le tenía gran confianza. Le rogó que no contase a ningún ser vivo que tenía dicho defecto. Ella juró y perjuró que, por todo el oro del mundo, no le haría aquel flaco favor ni le causaría daño, para no empañar su buen nombre. Aunque fuese por propia vergüenza, no lo divulga­ría. A pesar de ello creyó morir si guardaba este secreto tanto tiempo; le pareció que crecía y se hinchaba dentro de su co­razón hasta tal punto que no pudo más de dolor y tuvo la sensación de que debía hablar o estallaría. Pero, sin embargo, como no se atrevía a decirlo a nadie, se aproximó a una ma­risma cercana -su corazón lleno de fuego hasta que llegó allí- y puso sus labios sobre la superficie del agua como un avetoro que se solazaba en el barro: «Agua, no me traiciones con tu rumor -dijo ella-. Te lo digo yo a ti y sólo a ti: mi marido tiene dos largas orejas de asno. Ahora que lo he sol­tado, no podía callármelo por más tiempo, ya lo creo.» Esto demuestra que nosotras no sabemos guardar nada en secre­to; lo podemos callar por un tiempo, pero a la larga tiene que salir. Si queréis oír el resto del cuento, leed a Ovidio; todo lo hallaréis allí.
Pero regresemos al caballero de mi historia. Cuando se dio cuenta de que no podía descubrirlo -quiero decir lo que las mujeres queremos por encima de todo-, sintió una gran pe­sadumbre en el corazón; pero, con todo, se puso en camino hacia casa, pues no podía esperar más. Había llegado el día en que debía regresar al hogar.
Mientras iba cabalgando lleno de tristeza pasó junto a un bosque y vio a veinticuatro damas o más, que bailaban; se acercó por curiosidad esperando aumentar su sabiduría. Pero antes de llegar hasta donde estaban aquéllas, por arte de bir­libirloque, desaparecieron, sin que él tuviese la menor idea de hacia dónde habían ido. Excepto una sola anciana que estaba allí sentada sobre el césped, no divisaba a un solo ser vi­viente. Por cierto que esta anciana, que era la persona más fea que uno pueda imaginar, se levantó del suelo al acercársele el caballero y le dijo:
-Señor, no hay camino que siga desde aquí. Decidme lo que buscáis; será probablemente lo mejor; nosotros las ancia­nas sabemos un montón de cosas.
-Buena mujer -replicó el caballero-, la verdad es que puedo darme por muerto si no logro poder decir qué es lo que las mujeres desean más. Si me lo podéis decir, os recompensaré con largueza.
-Poned vuestra mano en la mía y dadme vuestra palabra de que haréis la primera cosa que os pida si está en vuestra mano -dijo ella-, y antes de que caiga la noche os diré de qué se trata.
-De acuerdo -dijo el caballero-. Tenéis mi palabra. -Entonces -dijo ella- me atrevo a asegurar que habéis salvado la vida, pues apuesto que la reina dirá lo mismo que yo. Mostradme a la más orgullosa de ellas, aunque lleve el to­cado más valioso, y veremos si se atreve a negar lo que os diré. Ahora partamos y dejémonos de charlas.
Entonces ella le susurró su mensaje al oído, diciéndole que se animase y no tuviera más miedo.
Cuando llegaron a la corte, el caballero anunció que, de acuerdo con lo prometido, había regresado puntualmente y estaba dispuesto a dar su respuesta. Más de una noble matrona, más de una doncella, y muchas viudas también (puesto que tienen mucha sabiduría), se reunieron a escu­char su respuesta, con la mismísima reina sentada en el trono del juez. Entonces hizo llamar al caballero a su pre­sencia.
Se mandó que todos callasen mientras el caballero explica­ba en pública audiencia qué es lo que más desean las muje­res en este mundo. El caballero, lejos de quedarse callado como un muerto, dio su respuesta enseguida. Habló con voz sonora para que todos pudiesen oírle.
-Mi soberana y señora -empezó-, en general las muje­res desean ejercer autoridad tanto sobre sus esposos como so­bre sus amantes y tener poder sobre ellos. Aunque con ello respondo con mi vida, éste es su mayor deseo. Haced lo que queráis; estoy aquí a vuestra merced.
Ni una sola matrona, doncella o viuda en todo el tribunal contradijo tal afirmación. Todas declararon que merecía con­servar la vida. En aquel momento la anciana, a quien el caba­llero había visto sentada en el césped, se puso en pie de un salto y exclamó:
-¡Gracias, soberana señora! Ved que se me haga justicia antes de que este tribunal se disuelva.
Yo di la respuesta al ca­ballero, a cambio de lo cual él empeñó su palabra de que realizaría la primera cosa que pudiera que estuviese en su poder hacer. Por consiguiente, señor caballero, os lo ruego ante todo este tribunal: tomadme por esposa, pues sabéis muy bien que os he librado de la muerte. Si lo que afirmo es fal­so, negadlo bajo juramento.
-¡Ay de mí! -repuso el caballero-. Sé muy bien que hice esta promesa. Por el amor de Dios, pedidme otra cosa: tomad todos mis bienes, pero dejadme mi cuerpo.
-De ninguna manera -dijo ella-. ¡Que caiga una mal­dición sobre nosotros dos si renuncio! Vieja, pobre y fea como soy, por todo el oro y todos los minerales que están enterrados bajo tierra o se encuentran en su superficie, no quiero nada que no sea ser tu esposa y también tu amante. -¡Mi amante! -exclamó él-. Tú lo que quieres es mi perdición. ¡Hay que ver! Que uno de mi estirpe tenga que contraer tan vil alianza.
Pero no hubo nada a hacer. Al final él se vio obligado a aceptar el casarse con ella y llevar a la anciana a su lecho. Ahora quizá alguno de vosotros me diréis que no me preocupo en describir todas las preparaciones y el regocijo que hubo en la boda por pereza. Mi respuesta será breve: no hubo ni regocijo ni festejo de boda alguno, nada, excepto tristeza y desánimo. A la mañana siguiente él la desposó en secreto y se ocultó como una lechuza durante el resto del día. ¡Se sentía tan desgraciado por la fealdad de su mujer!
El caballero sufrió mucha angustia mental cuando su mu­jer le arrastró a la cama. Él se volvió y revolvió una y otra vez, mientras su anciana esposa le miraba sonriendo acostada. Entonces ella dijo:
-¡Bendícenos, querido marido! ¿.Todos los caballeros se comportan así con su esposa? ¿Es ésta la costumbre en la cor­te del rey Arturo? ¿Todos sus caballeros son tan poco com­placientes? Soy tu esposa y también tu enamorada: la que te salvó la vida. Verdaderamente, hasta ahora, no me he porta­do mal contigo. Por consiguiente: ¿por qué te comportas así conmigo en nuestra primera noche? Te portas como un hombre que ha perdido el seso. ¿Qué es lo que he hecho mal? ¡Por el amor de Dios! ¡Dímelo y lo arreglaré si puedo!
-¿Arreglarlo? -exclamó el caballero--. ¡Ay de mí! Eso nunca, nunca se podrá arreglar. Eres horrorosa, vieja y, ade­más, de baja estirpe. No debe maravillarte que me vuelva y me revuelva. ¡Ojalá quisiera Dios que mi corazón reventase! -¿Esta es la causa de tu desasosiego? -preguntó ella.
-¡Claro que lo es! No debe maravillarte -replicó él. -Pues bien, señor -repuso ella-. Yo podría arreglar eso en menos de tres días si me lo propusiese, con tal que te por­tases bien conmigo.
»Pero ya que tú hablas de la clase de nobleza que proviene de antiguas posesiones y crees que la gente debe pertenecer a la nobleza, por tal razón ese tipo de orgullo no vale un pi­miento. El hombre que es siempre virtuoso, tanto en públi­co como en privado, y que trata siempre de realizar cuantos actos nobles puede, a ése, sí, tómalo por el más grande entre los nobles. Jesucristo quiere que obtengamos nobleza de Él y no de nuestros padres gracias a su riqueza ancestral; pues, aunque puedan darnos toda su herencia -merced a la cual pretendemos ser de elevado linaje-, no puede haber forma de que no dejen en testamento su virtuoso sistema de vida, que es el único que realmente les faculta para poderse llamar nobles y que nos obliga con su ejemplo.
»Sobre este asunto, Dante, el sabio poeta florentino, es particularmente elocuente. Los versos de Dante rezan apro­ximadamente así:
Resulta raro que la alteza del hombre se levante por las ramas, porque Dios en su bondad desea que nosotros le pidamos nuestra nobleza.
»Ocurre, pues, que nosotros no podemos exigir nada de nuestros antepasados, salvo cosas temporales que pueden re­sultarnos dañinas y perjudiciales. Todo el mundo sabe tan bien como yo que si la nobleza fuese implantada por natura­leza en cualquier familia, de modo que toda la línea la here­dase, entonces nunca dejarían de realizar actos nobles, tanto en privado como en público, y serían incapaces de obrar el mal y entregarse al vicio.
»Coge fuego, llévalo a la casa más oscura que exista entre aquí y el monte Cáucaso, luego cierra las puertas y vete; pues bien, el fuego arderá y quemará con el mismo fulgor que si estuviesen allí veinte mil personas contemplándolo; ese fue­go, apuesto mi vida, continuará realizando su función natu­ral hasta que se extinga.
»Puede deducirse claramente de esto que la nobleza no de­pende de las posesiones, ya que la gente no siempre se ajusta al modelo, mientras que el fuego siempre es fuego. Dios sabe con qué frecuencia se ve al hijo de un señor comportarse in­digna y vergonzosamente. El que quiera ser respetado por su rango -por haber nacido en el seno de una familia noble con dignos y virtuosos antepasados- no es noble, aunque sea duque o conde, si él personalmente no realiza actos no­bles o sigue el ejemplo de sus antepasados difuntos: las accio­nes malas y perversas son las que configuran a un sinver­güenza.
»La nobleza no es más que la fama de vuestros antepasa­dos; ellos la ganaron por su bondad, lo que no tiene nada que ver contigo; su nobleza les viene sólo de Dios. Por ello nuestra verdadera nobleza nos llega a través de la gracia; no nos es concedida sin más por nuestra posición.
»Pensad cuán noble (según dice Valerio) fue ese Tulio Hos­tilio que se alzó de la pobreza hasta el rango más elevado. Leed a Séneca y a Boecio también; en ellos encontraréis mencionado en forma explícita que un noble es, indudable­mente, un hombre que realiza hechos heroicos. Por ello, querido esposo, termino diciendo que aunque mis antepasa­dos hayan sido de humilde cuna, Dios Todopoderoso me concederá la gracia de vivir virtuosamente. Solamente cuan­do empiezo a huir del mal y vivir en la virtud, soy noble.
»En cuanto a la pobreza que me reprocháis, el Señor que está en las alturas (y en quien creemos) eligió voluntariamen­te vivir una vida de pobreza. Me parece que resulta evidente para todo hombre, mujer y niño que Jesús, el rey de los Cie­los, jamás hubiese elegido vivir un tipo de vida inadecuado. La pobreza es honorable cuando se acepta animosamente, como Séneca y otros hombres sabios os contarán. El que está contento con su pobreza, le tengo por rico aunque ande descamisado. El que envidia a los demás es un hombre po­bre, porque quiere lo que no puede poseer; pero el que no tiene nada m ambiciona nada, es rico, aunque podáis pensar que no es más que un campesino.
»Juvena tiene una frase feliz sobre la pobreza: «Cuando un hombre pobre sale de viaje, se puede reír de los ladrones.» Yo diría que la pobreza es un bien odioso: es un gran incen­tivo para los esfuerzos activos y un gran promotor de sabidu­ría para aquellos que la aceptan con resignación y paciencia. Aunque pueda parecer dificil de soportar, la pobreza es una clase de riqueza que nadie tratará de quitarte. Si uno es hu­milde, la pobreza generalmente le aporta un buen conoci­miento de Dios y de sí mismo. La pobreza es un prisma ma­gico -me parece-, a través del cual uno puede ver sola­mente a los verdaderos amigos. Por consiguiente, señor, ya que no os ofendo en eso, no podéis reprocharme que sea pobre.
»Luego, señor, me echáis en cara el ser vieja. Pero, realmen­te, señor, incluso aunque no hubiese justificación de la vejez en los libros, los caballeros honorables como vos decís que la gente debe respetar al anciano y le llamáis "señor" en señal de buenos modales. Me imagino podría encontrar autorida­des sobre ello.
»Luego decís que soy vieja y fea, pero por otra parte no te­néis miedo de que os haga cornudo, pues, como que vivo y respiro, la suciedad y edad avanzada son los mejores guardia­nes de la castidad. Pero sé qué es lo que os deleita y satisface vuestros más torpes apetitos.
»Ahora, elegid. Escoged una de estas dos cosas: o me ten­dréis vieja y fea por el resto de mi vida, pero fiel y obediente esposa; o bien me tendréis joven y hermosa, y habréis de ex­poneros a que todos los hombres vengan a vuestra casa por mí, o quizá a algún otro lugar. La selección es vuestra, sea cual sea la que elijáis.
El caballero se lo pensó largamente, suspirando profunda mente todo el rato. Al fin, dio la respuesta:
-Mi señora, queridísima esposa y amor mío. Me confio a vuestra sabia experiencia; haced vos misma lo que creáis que sea más agradable y honroso para los dos. No me impor­ta la elección que hagáis, pues la que os guste me satisfará a mí también.
-Entonces he ganado el dominio sobre vos dijo ella-, ya que puedo escoger y gobernar a mi antojo. ¿No es así? -Claro que sí -replicó él-. Creo que es lo mejor. -Bésame -contestó ella-; no volveremos a pelear, pues por mi honor os aseguro que seré las dos (quiero decir que seré hermosa y también buena). Pido a Dios que me envíe lo­cura y muerte si no soy una esposa buena y fiel como jamás se ha visto desde que el mundo es mundo. Y mañana por la mañana, si no soy más bella que cualquier señora, reina o emperatriz entre Oriente y Occidente, entonces disponed de mi vida como os plazca. Levantad la cortina y contemplad.
Y cuando el caballero vio que era así realmente, que era tan joven como encantadora, la tomó entre sus brazos em­bargado de alegría; su corazón estaba inundado por un océa­no de felicidad. La besó más de mil veces de un tirón y ella le obedeció en todo lo que le podía producir deleite o pro­porcionarle placer.
Y así vivieron alegres y felices por el resto de sus vidas. Que Jesucristo os envíe mandos obedientes, jóvenes y ani­mosos en la cama y que nos conceda la gracia de sobrevivir a aquellos con los que nos casemos. También ruego a Jesús que acorte los días de aquellos que no quieren ser goberna­dos por sus esposas; y en cuanto a los esperpentos viejos, gru­ñones y tacaños, ¡que Dios les confunda!


AQUÍ TERMINA EL CUENTO DE LA COMADRE DE BATH

4. PRÓLOGO DEL FRAILE

Aquel digno recaudador, el buen fraile, estuvo todo el rato lanzando negras miradas hacia el alguacil. Por decencia se había abstenido hasta ahora de insultar, pero al final espetó a la mujer de Bath:
-Dios os bendiga, señora. Creedme: habéis tocado un tema muy dificil y debatido en las escuelas. Debo decir que habéis acertado en muchos puntos, pero, señora, no es preci­so comentar solamente los temas más ligeros mientras hace­mos camino cabalgando. Por amor de Dios, dejemos los li­bros, las autoridades, los predicadores y las escuelas de teolo­gía.
Pero si los presentes no ponen obstáculo, les contaré una buena historia sobre un alguacil -¡Dios sabe que basta pro­ferir su nombre para saber que no puede decir nada bueno de ellos!-, y ruego que ninguno de los presentes se sienta ofendido. Un alguacil es un tipo que va por ahí haciendo proclamas para convocar a juicio y recibe palizas en las afue­ras de todos los pueblos.
-Ah, señor -intervino aquí nuestro anfitrión-, un hombre de su posición debería ser más cortés y educado. No habrá peleas entre los presentes. Contad vuestra historia y de­jad al alguacil en paz.
-No importa -afirmó el alguacil-. Que me diga lo que le parezca; cuando me llegue el tumo, ¡por Dios!, que se lo haré pagar hasta el último céntimo. Ya le diré yo qué honorable es ser un recaudador lisonjero. Ya le diré qué clase de ocupación tiene, no temáis.
-¡Callad! -repuso nuestro anfitrión-. ¡Basta de todo esto!
Y entonces, volviéndose al fraile, le dijo: -Mi querido señor, empezad vuestro cuento.


5. EL CUENTO DEL FRAILE

Antiguamente, vivió una vez un arcediano, hombre de elevada posición y un severo ejecutor de castigos por brujería, fornicación, difamación, adulterio, ro­bos en iglesias, quebrantamientos de testamentos y contra­tos, incumplimiento de los sacramentos, simonía y usura y muchos otros tipos de delito que no es preciso que detalle ahora.
Donde hacía sentir con mayor fuerza el peso de su justicia era con los lujuriosos. Si se les cogía les hacía chillar de do­lor, y a los que no habían pagado por completo sus diezmos les echaba un rapapolvo en cuanto alguien se quejaba de ellos; nunca perdía la ocasión de multarles. Si los diezmos y ofrendas eran demasiado pequeños, hacía que la gente canta­se más fuerte. Antes de que el obispo les enganchase caían bajo la jurisdicción del arcediano, que tenía poder para visi­tarles y castigarles.
Tenía un alguacil a mano. No había fulano más astuto en toda Inglaterra. Había montado una ingeniosa red de espías que le tenía bien informado de cualquier cosa que pudiese resultarle ventajosa. Perdonaba a uno o dos traficantes de prostitutas si éstos le llevaban un par de docenas más. No im­porta si el alguacil aquí se enfurece más que un perro rabio­so; no suavizaré mi relato de su bellaquería. Nosotros los frai­les estamos fuera del alcance del poder, no tienen jurisdic­ción sobre nosotros ni la tendrán mientras vivan...
-¡Por San Pedro! Tampoco las mujeres del lupanar están bajo ella -exclamó el alguacil.
-Callad de una vez, ¡córcholis! -gritó nuestro anfi­trión-. Dejadle que siga con su historia. Seguid, señor, no os calléis nada; no hagáis caso de las protestas del alguacil.
-Este embustero y ladrón, este pregonero prosiguió el fraile-, tenía siempre putas a su disposición, como cebos para un halcón, que le contaban todos los secretos que averiguaban, pues su amistad no era pasajera. Eran sus espías particulares y, a través de ellas, hacía un buen agosto; su due­ño no siempre sabía cuánto conseguía. Podía requerir sin au­torización a un palurdo analfabeto bajo pena de excomu­nión, y éste gustosamente se apresuraría a llenarle los bolsi­llos o a invitarle a opíparos yantares en la cervecería.
Judas era un ladrón y tenía la bolsa; así de ladrón era él, pues su amo obtenía menos de la mitad de lo que le corres­pondía. Hagámosle justicia: era un ladrón, un chulo de pu­tas, en fin, ¡era un pregonero! Y tenía putas en su nómina, por lo que tanto si el reverendo Roberto o el reverendo Hugo se acostaban con ellas, o Diego, o Rafael, o quienquie­ra que fuese, enseguida se lo iban a contar. Tenía un concier­to con la chica: él conseguía una citación falsificada y les convocaba a ambos a comparecer ante el capítulo, en donde esquilaba al hombre y soltaba a la chica. Entonces le decía: «Amigo, en tu favor tacharé el nombre de la chica de nuestra lista negra. Soy tu amigo; haré cuanto pueda por ti.»
Sabía más estafas que las que podría contar, aunque estu­viese hablando dos años sin parar. Ningún perro de caza sabe atrapar mejor a un venado herido que este pregonero en atornillar a cualquier chulo, adúltero o mujer de vida licen­ciosa. Y como fuese que esto era lo que le rendía mayores be­neficios, dedicaba todo su empeño en ello.
Bueno, un día ocurrió que este pregonero, que, como siempre, estaba a la que salta, salió a caballo a requerir en ci­tación a un vejestorio de mujer, a una viuda, con la idea de robarle con una excusa cualquiera. Acertó a ver, cabalgando delante de él, junto al linde del bosque, a un hacendado la­brador ricamente ataviado que llevaba un arco y un carcaj con relucientes flechas afiladas. Llevaba una corta capa verde y en la cabeza un sombrero con una orla negra.
-¡Saludos! -dijo el alguacil-. Bien hallado, señor. -Bien venido seáis vos y todos los hombres honrados -repuso el otro-. ¿Hacia dónde vais por el bosque? ¿Vais muy lejos hoy?
-No -repuso el alguacil-. Solamente voy ahí cerca a cobrar una renta que deben a mi señor.
-Entonces, ¿sois administrador? -Sí -le dijo él.
No se atrevía a admitir que era un pregonero, por el opro­bio y mala fama que lleva el nombre.
-¡Dios os bendiga! -replicó el hacendado-. Mi queri­do amigo, yo también soy administrador. Me gustaría cono­ceros, pero soy forastero por estos andurriales; también qui­siera vuestra amistad si queréis. Tengo oro y plata ahorrados; si alguna vez se os ocurre visitar nuestro condado, lo pondré a vuestra disposición en la cantidad que queráis.
-Muchísimas gracias, en verdad -exclamó él.
Ambos se estrecharon las manos y se comprometieron a ser hermanos por juramento por el resto de sus vidas. Luego siguieron cabalgando y charlando alegremente.
Este alguacil de la historia tenía tanta verborrea como un buitre ojeriza. Siempre estaba formulando preguntas. -¿Dónde vivís, hermano? -preguntó, para el caso de que un día quiera ir a veros.
-Lejos, en la comarca del Norte, amigo mío, donde espe­ro veros algún día. Os daré instrucciones tan detalladas, an­tes de que nos separemos, que no podréis por menos que encontrar la casa -le replicó dócilmente el hacendado.
-Bueno, hermano -dijo el alguacil-. Mientras vamos cabalgando me gustarla pediros que me enseñaseis algunos de vuestros trucos, y decidme francamente cómo sacar el máximo provecho de mi empleo, ya que sois administrador como yo. No permitáis que cualquier escrúpulo de con­ciencia os retenga: de amigo a amigo, decidme cómo os las arregláis.
-Bueno, en verdad, amigo mío -replicó él-, si os ten­go que dar fiel cuenta, debo deciros que mi salario es peque­ño y bastante esmirriado; mi amo es un hombre tacaño y duro, y por otra parte, mi empleo es muy oneroso; por lo que me gano la vida mediante extorsiones. De hecho cojo todo lo que me dan. De todas formas, por las buenas o por las malas, consigo cubrir gastos de un año para otro. Franca­mente, esto es lo más que puedo decir.
-Bueno, realmente, es lo que me ocurre a mí también -contestó el alguacil-. Dios sabe que estoy dispuesto a co­ger lo que pueda, siempre que no esté demasiado caliente o pese demasiado. No tengo escrúpulos en absoluto sobre lo que pueda conseguir en un trato particular marginal. Si no fuese por mis extorsiones, no podría vivir. Estos trucos inofensivos me los callo en la confesión. No tengo conciencia de ninguna clase, ni estómago de compasión. ¡Que el diablo se lleve a todos los padres confesores! ¡Por Dios y por Santia­go! ¡Qué suerte haberos encontrado! Bueno, ahora, querido hermano mío, decidme vuestro nombre -dijo el alguacil.
Mientras hablaba, el hacendado empezó a sonreír un poco.
Amigo mío -dijo-. ¿De verdad queréis que os lo diga? Soy un diablo: resido en el infierno y he salido a cabal­gar por aquí de negocios, para ver si la gente me da algo. Mi cosecha constituye todos mis ingresos. Parece que vos cabal­gáis con la misma finalidad: sacar provecho, no importa cómo, lo mismo me pasa a mí, pues en este mismo momen­to iría hasta el fin del mundo para coger mi presa.
-¡Ah! -espetó el alguacil-. Dios nos bendiga. ¿Qué de­cís? Yo pensé que realmente erais un hacendado. Tenéis el as­pecto de un hombre como yo; ¿tenéis alguna forma fija pro­pia en el infierno, donde estáis en vuestro estado natural?
-No, por cierto, no tenemos ninguna forma allí -repli­có el otro-, pero podemos adoptar una cuando queramos, o bien haceros creer que tenemos formas, algunas veces de hombre, otras de simio; incluso puedo ir por ahí bajo el as­pecto de un ángel. No hay nada de maravilloso en ello: cual­quier mago infeliz puede engañaros. Y, perdonadme, pero conozco la táctica mucho mejor que ellos.
-¿Por qué vais por ahí bajo distintos aspectos en vez de usar el mismo todo el tiempo?-preguntó el alguacil. -Porque deseamos tomar la forma que nos permita atra­par mejor a nuestra presa -replicó el otro.
-¿Y por qué os tomáis toda esa molestia?
-Hay muchísimas razones, mi señor emplazador -dijo el diablo-; pero hay tiempo para todo; el día es corto, ya son más de las nueve ahora, y, de momento, no he cogido nada hoy. Si no os importa, me concentraré en mis negocios en vez de comentar nuestros talentos. De todas formas, her­mano mío, vuestra inteligencia es demasiado escasa para entenderlos aunque os lo explicase. Pero ya que preguntáis por qué nos tomamos toda esa molestia es porque, a veces, so­mos instrumentos de Dios y, cuando a El le viene de gusto, somos un medio de llevar a cabo sus órdenes sobre sus cria­turas en diversos modos y formas. Es verdad que no tenemos poder sin Él, si se empeñase en ponerse en contra nuestra. Algunas veces, a solicitud nuestra, obtenemos permiso de molestar el cuerpo sin dañar el alma (por ejemplo, a Jobs, al que atormentamos); algunas veces tenemos poder sobre am­bos, es decir, tanto sobre el alma como sobre el cuerpo. Otras veces se nos permite acercarnos a un hombre para atormentar su alma, pero no su cuerpo. Todo es para lo me­jor: si resiste nuestra tentación, es causa de su salvación, a pesar de que nuestro objetivo es cogerle, no que se salve. Al­gunas veces estamos al servicio del hombre, como en el caso del arzobispo de San Dunstan: yo mismo fui criado de los Apóstoles.
-Ahora, decidme la verdad -dijo él-. ¿Siempre tomáis formas corporales nuevas partiendo de elementos como éste?
-No -repuso el diablo-. A menudo las simulamos; al­gunas veces nos ponemos los cuerpos de los muertos de mu­chas diversas maneras y hablamos con la facilidad y claridad con que Samuel habló a la pitonisa de Endor (aunque hay gente que dice que no fue Samuel; pero no tengo tiempo para vuestra teología). Chistes aparte, os advierto de una cosa (de todas maneras vais a averiguar cuál es nuestra verdadera forma). A partir de ahora, amigo mío, vendréis a un lugar en donde no tendréis ninguna necesidad de aprender de mí. Vuestra propia experiencia os permitirá dar conferencias so­bre la materia como un catedrático, mejor que cuando vivía Virgilio, o cuando el Dante. Ahora cabalguemos deprisa, pues me gustaría acompanaros hasta el momento en que me abandonéis.
-Esto no sucederá nunca -exclamó el alguacil-. Soy un hacendado, y bastante conocido; siempre cumplo mi pa­labra, como en este caso. Aunque fueseis el mismo Satanás en persona sería fiel a mi hermano por juramento, ya que en este asunto cada uno de nosotros ha jurado ser verdadera­mente hermano del otro y colaborar en los negocios como socios. Tomad vuestra parte de lo que la gente os dé, y yo to­maré la mía; así los dos nos ganaremos la vida. Y si uno de nosotros gana más que el otro, que sea honrado y lo compar­ta con su amigo.
-De acuerdo -replicó el diablo-. Mi palabra va en ello.
Y prosiguieron su camino a caballo. Pero precisamente a la entrada del pueblo al que el alguacil pensaba ir vieron a un carretero que conducía un carro lleno de heno. Como la ca­rretera era todo un lodazal, el carro se le quedó atascado; el carretero gesticulaba y gritaba como un loco: «¡Arre, Broak! ¡Vamos, Scott! ¡No hagáis caso de las piedras! El diablo os lle­ve con piel y todo con lo que nacisteis. ¡Ya me habéis dado bastantes molestias! ¡Que el diablo se lo lleve todo: caballos, carro y heno!»
-Nos vamos a divertir aquí -dijo el alguacil. Y, disimu­ladamente, se acercó al diablo y, como si éste no se hubiese dado cuenta de nada, le susurró a la oreja:
-¿Oísteis eso, hermano? ¡Escuchad! ¿No oísteis lo que dijo el carretero? Tomadlo; os lo ha dado: heno, carro y sus tres jamelgos incluidos.
-¡Oh, no! Ni un pellizco --dijo el diablo-. Creedme: no es eso lo que quiere decir. Preguntadle vos mismo si no me creéis, o, si no, un momento y veréis.
El carretero zurró ruidosamente las grupas de los caballos y éstos empezaron a esforzarse y tirar con fuerza. «¡Vamos, ahora! ¡Que Dios os bendiga y a toda su obra, grande y pe­queña! ¡Tiras bien, tú, grisín! ¡Este es mi muchacho! ¡Que Dios y San Eloy te guarden! ¡Gracias a Dios, mi carro ha sa­lido del lodazal!»
Ahí tienes, hermano -dijo el diablo-. ¿Qué te dije? Esto te enseñará: el palurdo decía una cosa, pero quería de­cir otra. Sigamos nuestro camino; no hay tajada para mí aquí.
Cuando habían ya salido un poco de la ciudad, el alguacil susurró a su amigo:
-Hermano, aquí vive un vejestorio de mujer que casi pre­feriría cortarse el cuello que soltar un penique de su perte­nencia. Yo pienso arrancarle doce peniques, aunque ello le haga perder el tino; si no puedo, la citaré para que se presen­te en nuestro tribunal, aunque vive Dios, que yo sepa, no tie­ne vicios. Pero como parece que tú no sabes ganarte la vida por esta zona, no me pierdas de vista y te daré una lección. El alguacil llamó a la puerta de la viuda.
-¡Sal fuera, vieja bruja! -gritó-. Seguro que tienes ahí a un cura o a un fraile contigo.
-¿Quién llama? -exclamó la mujer-. ¡Dios bendito! ¡Dios os salve, señor! ¿Qué desea su señoría?
-He aquí un mandato judicial: so pena de excomunión, que te presentes mañana ante el arcediano para responder de ciertos asuntos ante el tribunal -dijo el alguacil.
-Señor -exclamó ella-, que Jesucristo, Rey de Reyes, me ayude, pues no puedo. Llevo bastantes días enferma, no puedo ir tan lejos. Sería la muerte para mí: me duele tanto el costado... ¿No podría tener una copia del mandato, buen señor, y que mi abogado respondiese por lo que se me acu­sa, sea de lo que sea?
-Muy bien -repuso él-. Paga enseguida. Veamos: sí, doce peniques bastarán y te exculparé. No consigo mucho con ello, pues es mi dueño el que saca provecho, no yo. Va­mos, traédmelos; tengo prisa en marchar. ¡Dame doce peni­ques! No puedo quedarme aquí todo el día.
-¡Doce peniques! -exclamó ella-. Que Nuestra Seño­ra, la Virgen María, me libre de toda aflicción y pecado. Aun­que tuvieseis que darme todo el ancho mundo, no tengo doce peniques en mi bolsillo. ¿No podéis ver que soy vieja y pobre? ¡Tened piedad de una pobre desgraciada como yo!
-¡Nunca! -replicó él-. Aunque fuese ruina. Que el dia­blo me lleve si te dejo escapar.
-¡Ay de mí! -exclamó ella-. Dios sabe que no he he­cho ningún mal.
-¡Paga! O por la dulce Santa Ana que me llevaré tu ves­tido nuevo como pago de la vieja deuda que me debes. Yo pagué tu multa al tribunal aquella vez que pusiste cuernos a tu marido.
-¡Mientes! -gritó ella-. Por mi salvación que hasta la fecha no he sido jamás citada a comparecer ante un tribunal en toda mi vida, ni como esposa ni como viuda. Mi cuerpo ha sido siempre fiel. ¡Que el negro diablo te lleve, a ti y a mi vestido!
Cuando el diablo la oyó maldecir de rodillas con tal vehe­mencia, le dijo:
Vamos, vamos, buena madre Mabel, asientes de verdad lo que dices?
-Que el diablo se lo lleve antes de morir, con el vestido y con todo, si no muda de parecer -dijo ella.
-No es probable, vieja carcamal -exclamó el alguacil-. No tengo intenciones de arrepentirme de nada por tu causa. Antes te arrancaría la blusa y todos los vestidos.
-Vamos, tómalo con calma, hermano -dijo el diablo-. Tu cuerpo y este vestido son míos por derecho; esta noche vendrás conmigo al infierno, donde aprenderás más secretos nuestros que cualquier doctor en teología.
Y diciendo esto, le agarró fuertemente y, en cuerpo y alma, se fue con el diablo a ocupar el lugar destinado a los al­guaciles.
¡Ojalá Dios, que ha hecho a la especie humana a su ima­gen y semejanza, nos guíe y proteja a todos y a cada uno y permita que los alguaciles se vuelvan buenas personas!
Damas y caballeros -continuó el fraile-: si este alguacil aquí presente me diese tiempo, os habría contado, basándo­me en las enseñanzas de Jesucristo, San Pablo, San Juan y muchos otros maestros nuestros, unos tormentos tan horro­rosos que llenarían de terror vuestros corazones. Aunque no haya lengua que los pueda describir, así pasase mil años explicándoos las torturas que se practican en aquella maldita casa del infierno. Pero, para evitar ir a aquel maldito lugar, re­cemos y oremos pidiendo la gracia de Jesús, para que nos guarde del tentador Satanás.
Escuchad este proverbio y reflexionad: «El león está siem­pre al acecho para matar al inocente si puede.» Mantened alerta vuestros corazones para resistir al diablo, que siempre lleva la intención de convertiros en su esclavo. A él no se le permite probaros por encima de vuestra fuerza, pues Jesucristo será vuestro campeón y vuestro caballero. Recemos para que éstos den pruebas de arrepentimiento de sus malas obras, antes de que el diablo los cace.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL FRAILE





6. PROLOGO DEL ALGUACIL

El alguacil se puso en pie sobre los estribos de su mon­tura, ciego de rabia contra el fraile, estremeciéndose de ira como una hoja de álamo temblón. -Caballeros -dijo él-, solamente les pido un favor: ahora que acaban de escuchar las mentiras de este fraile hipócrita, les ruego que me permitan contarles un cuento. El frai­le alardea de que lo sabe todo sobre el infierno, y Dios sabe que no hay que maravillarse por ello, pues hay poco que es­coger entre frailes y diablos. ¡Rediez! Creo que habréis escu­chado con demasiada frecuencia la historia de aquel fraile que tuvo una visión de que su alma era arrebatada hacia el infierno; y cuando el ángel le llevó a mostrarle todos los tor­mentos, no vio un solo fraile en todo el lugar, aunque vio muchísima otra gente que lo pasaba muy mal. Por lo que el fraile le dijo al ángel:
-Decidme, señor: ¿acaso los frailes poseen tanta gracia que ninguno llega aquí?
Al revés -dijo el ángel-. Hay millones de ellos. Y se lo llevó abajo a visitar a Satanás.
-Como ves, Satanás tiene un rabo mayor que la vela principal de una carraca -afirmó él.
-¡Eh, tu Satanás! Levanta tu rabo y muéstranos tu culo: deja ver al fraile dónde anidan los frailes en el infierno.
Al instante, como enjambre de abejas de una colmena, se dispersó un tropel de veinte mil frailes del culo del demonio y zumbaron por todo el infierno antes de regresar lo más rá­pido que pudieron, deslizándose cada uno de ellos en las profundidades del culo del demonio.
Cuando [todos estuvieron dentro] cerró con su rabo el orificio y se quedó quieto. Como el fraile había ya visto su­ficiente acerca de los tormentos que se dan en aquel lugar, Dios, en su infinita bondad, devolvió su alma al cuerpo y el fraile despertó. Sin embargo, incluso entonces tembló de terror, pues no se podía sacar de la cabeza cuál era el hogar natural de toda su tribu: las posaderas del demonio. Que Dios os proteja, salvo a este maldito fraile. Y así termino mi prólogo.


7. EL CUENTO DEL ALGUACIL

Señoras y caballeros: creo que hay en Yorkshire una re­gión pantanosa llamada Holderness, donde había una vez un fraile que iba por ahí predicando, y también mendigando, desde luego.
Sucedió un día que este fraile había predicado en una igle­sia según su estilo habitual. En su sermón exhortó especial­mente a la gente a que, sobre todo, pagase misas por los muertos y que, para mayor gloria de Dios, diesen todo lo ne­cesario para la construcción de conventos en donde se cele­bran oficios divinos, en vez de malgastar el dinero en banali­dades o darlo a quien no lo necesita, como, por ejemplo, a los clérigos beneficiarios, quienes, ¡Dios sea loado!, pueden vivir en la comodidad y en la abundancia.
Las misas por los difuntos -decía él- rescatan las almas de vuestros amigos, tanto viejos como jóvenes, del purgato­rio. De veras, aunque se celebren con celeridad: que no pien­se nadie que un fraile es frívolo y amante de los placeres por­que solamente cante una misa diaria. ¡Oh, librad enseguida esas pobres almas! ¡Qué cosa tan terrible asarse y arder, des­garrados en garfios para la carne, y escupidos como si fueran leznas! ¡Apresuraos, apresuraos, por amor a Jesucristo! Y cuan­do él hubo tocado todos los puntos, el fraile dio la bendición y prosiguió su camino.
Cuando los fieles le hubieron dado lo que creían adecua­do, partió sin aguardar un minuto más. Él siguió escudriñan­do por las casas, arremangado con su bolsa y su bácula con pomo de cuerno mendigando harina, queso o un poco de grano. Su compañero llevaba una vara de la que colgaba un cuerno, un par de tabletas de marfil para escribir y un stylus elegantemente pulido, con el que anotaba los nombres de to­dos los que daban algo, como si quisiera garantizarles que re­zarían por ellos. «Dadnos una media de trigo, o de malta, o de cebada, o simplemente un bollo o un poco de queso, o lo que sea (no somos nosotros a quienes nos toca elegir); medio penique o un penique para misas; o dadnos un poco de vuestra carne en gelatina si es que tenéis; un pedazo de vues­tra manta, dulce señora, amadísima hermana -¡mirad!, es­toy escribiendo vuestro nombre-; tocino, carne, lo que encontréis.»
Un robusto muchacho que servía a los huéspedes en su hostal, siempre iba tras ellos llevando un saco a sus espaldas, en donde metían todos los donativos. Una vez fuera, borraban los nombres que acababan de escribir en las tabletas; lo único que les daba el fraile eran fábulas y faramalla.
-¡Aquí mientes tú, alguacil! -exclamó el fraile.
-Por la Santa Madre de Jesucristo, ¡callad! -gritó nues­tro anfitrión-. Seguid con vuestra historia y no os dejéis nada en el tintero.
-Confiad en mí, que así lo haré.
Así que siguió de casa en casa hasta que llegó a una en la que solía ser mejor agasajado que en cualquier otra de las de­más. El dueño de la casa, propietario de la finca, yacía enfer­mo, acostado sobre un camastro.
-El Señor esté contigo. Buenos días, amigo Tomás -dijo el fraile con voz suave y cortés-. ¡Que Dios os recompense, Tomás! ¡Cuántas veces en tiempos felices he estado en este banco; cuántas comidas espléndidas he comido aquí!
Espantó al gato para que saliese del banco, y, dejando su bastón, su sombrero y su bolsa, se aposentó cómodamente. (Su compañero se había ido a la ciudad con el muchacho de servicio, con el fin de hospedarse en el hostal y pernoctar allí.) -Querido maestro -dijo el enfermo-, ¿cómo os han ido las cosas desde principios de marzo? Llevo más de dos se­manas sin veras.
-Dios sabe que he estado trabajando duro -repuso él-. He estado rezando mis mejores oraciones para vuestra salvación y la de nuestros demás amigos. ¡Que Dios les ben­diga! Hoy he estado en vuestra iglesia a oír misa y he predi­cado un sermón, lo mejor que he sabido con mis modestas fuerzas; no he seguido a la letra el texto de las Sagradas Escri­turas, que me imagino encontraréis demasiado dificil.
Ese es el motivo por el cual tengo que interpretarla para todos vosotros. Ciertamente que la interpretación es algo espléndido. «La letra mata», como decimos los eruditos. Les enseñé a ser caritativos y a gastar su dinero juiciosamen­te. Y vi a vuestra buena señora allí. Por cierto, ¿dónde está?
-Supongo que está fuera, en el jardín -dijo el hom­bre-. Ahora vendrá.
-¡Ah, maestro! Bien venido seáis. ¡Por San Juan! -excla­mó su mujer-, ¿estáis bien?
El fraile se levantó galantemente y, poniéndose en pie, le dio un fuerte abrazo y la besó dulcemente, gorjeando con sus labios como un gorrión.
-¡Nunca mejor, señora! Vuestro servidor en todo. ¡Alaba­do sea Dios, que os dio alma y vida! ¡Que Dios me perdone, pero no vi hoy en la iglesia a mujer más hermosa que vos!
-Bueno, que Dios corrija mis defectos -dijo ella-. De todas formas, sed muy bien venido. ¡De veras!
-Un millar de gracias, señora; siempre lo he sido. Pero si tuviese la indulgencia de perdonarme -no os vayáis, os lo ruego-, tengo que mantener una pequeña charla con To­más. Estos curas son tan negligentes y lentos en cuanto se re­fiere al examen delicado de la conciencia en el confesiona­rio... Pero la predicación es mi fuerte, así como el estudio de las palabras de San Pedro y San Pablo. Yo voy por ahí pescan­do almas cristianas para dar a Jesucristo su justo merecimien­to; no pienso en nada más que propagar su Evangelio.
-Entonces, si no os importa, querido señor -replicó ella-, dadle un verdadero rapapolvo, pues por la Santísima Trinidad que es tan gruñón como un oso, aunque tiene todo lo que pueda querer. Aunque le cubro cada noche y le man­tengo caliente y le pongo el brazo o la pierna encima, no para de gruñir como un cerdo en nuestra pocilga. Esta es toda la diversión que consigo de él; no hay forma de compla­cerle.
-¡Oh, Tomás, je vous dis, Tomás, Tomás! Eso es el diablo haciendo de las suyas; esto debe arreglarse. La cólera es una de las cosas que prohibe el Todopoderoso; tendré que deci­ros unas palabras sobre el tema.
-Bien, señor -contestó la mujer-; antes de que me vaya, ¿qué os gustaría comer? Precisamente voy a preocupar­me de ello.
-Bueno, señora -dijo él-, os aseguro que una comida sencilla con vos sería suficiente; pero si pudiese comer un pe­queño hígado de pollo y la rebanada más delgada de vuestro tierno pan, y después de eso -sólo que no quiero que ten­gáis que matar a ningún animal por mi causa, espero- la ca­beza de un puerco asada... Necesito muy poco para sostener­me, pues mi espíritu se alimenta de la Biblia. Este pobre cuer­po mío está tan habituado a la vigilancia y a la contemplación, que mi estómago está siendo destruido. Querida señora, quiero que no interpretéis mal el que me confie a vos con tanta franqueza, ¡por el Señor!
Os aseguro que no existen muchas personas a las que cuente estas cosas.
-¡Oh, señor! -afirmó ella-, solamente unas palabras con vos antes de que me vaya. En estas dos semanas, casi en­seguida de que os hubieseis marchado de la ciudad, mi hijo murió.
-Vi su muerte en una revelación mientras me hallaba en nuestro dormitorio en casa -repuso el fraile-. Como que Dios es mi juez, me atreveré a deciros que en mi visión le vi entrar en el cielo a la media hora de haber pasado a mejor vida. Igual que lo hicieron nuestro sacristán y nuestro enfer­mero, que llevan cincuenta años siendo fieles frailes: acaban de celebrar su jubileo (¡Dios sea alabado por sus muchas bon­dades!), y ahora pueden caminar sin compañía cuando salen del convento. Y yo me levanté, del mismo modo que lo hizo el resto del convento, sin ningún ruido ni repicar de campa­nas; las lágrimas resbalaban por mis mejillas, y solamente cantamos el Tedéum -con la salvedad de que yo le ofrecí una oración a Jesucristo en acción de gracias por su revelación-. Creedme, querido señor y querida señora: nuestras oraciones tienen mayor afectividad que las de los laicos -aunque sean reyes-, y vemos mayor cantidad de secretos de Jesucristo. Nosotros vivimos en la pobreza y la abstinencia, mientras que la gente ordinaria vive bien y gasta enormes sumas en ali­mentos, bebidas y placeres impuros. Nosotros despreciamos todos los placeres que da el mundo.
»Dives y Lázaro llevaron vidas distintas, y, como resulta­do, obtuvieron distintas recompensas. El que reza debe ayu­nar y mantenerse puro: ceba el alma, pero mantén el cuerpo magro. Nosotros hacemos lo que dijo el apóstol: alimentos y vestidos son más que suficientes, por pobres que sean. El ayuno y la pureza de nosotros, los frailes, hacen que Jesucristo acepte nuestras oraciones.
»Recordad que Moisés ayunó durante cuarenta días y cua­renta noches antes de que el Todopoderoso le hablase en la montaña del Sinaí. Fue con la panza vacía, después de ha­ber ayunado varios días, como recibió la Ley escrita por el dedo de Dios. Como sabéis muy bien, Elías ayunó y medi­tó sobre el monte Horeb mucho antes de que hablase con Dios, el salvador de nuestras almas. Aarón, que tenía el templo a su cargo, así como todos los demás sacerdotes, nun­ca quiso beber, bajo ningún concepto: nada que emborra­chase cuando tenía que acudir al templo para efectuar sus ce­lebraciones y rezar por la gente. Al revés, meditaban y ban allí en total abstinencia para no perecer. ¡Tomad buena nota de lo que digo! A menos que los que rezan por la gen­te estén sobrios (fijaos bien en lo que digo). Pero ¡basta! Ya he dicho suficiente.
»La Biblia nos enseña que Nuestro Señor Jesucristo nos puso el ejemplo de ayunar y rezar. Por consiguiente, noso­tros, los mendicantes, nosotros, simples frailes, estamos casa­dos con la pobreza, la continencia, la caridad, la humildad y la frugalidad; [estamos condenados] a ser perseguidos por ser justos y honrados; y atados a las lágrimas, a la compasión y a la pureza. Por ello, con todos nuestros festines en la mesa, podéis ver que nuestras oraciones -me refiero a nosotros, los mendicantes- resultan más aceptables para el Todopo­deroso que las vuestras. Si no me equivoco, fue la gula la que causó la expulsión del hombre del Paraíso. En el Paraíso, con toda seguridad, era casto.
»Ahora, escuchad, Tomás, lo que voy a deciros. No puedo afirmar que tenga un texto que lo refrende, pero se ve claro por los comentarios que Nuestro Señor Jesucristo se refería especialmente a los frailes cuando dijo: "Bienaventurados los pobres de espíritu"
Repasad todo el Evangelio y ved si se acerca más a nuestros votos o a los de los clérigos beneficia­dos que se regodean de sus posesiones -¡qué vergüenza, toda su codicia y pompa! Les desprecio por su ignorancia. Me parece que son como Joviniano: gordos como una balle­na y anadeando como un cisne, tan llenos de vino como las botellas de una bodega.
»¡Oh, sí, son muy reverentes cuando rezan! Mientras oran por las almas de los difuntos y dicen el salmo de David, van y sueltan un eructo. Cor meum eructavit "Mi corazón se complace en algo agradable", y sueltan otro eructo. ¿Quién sigue los pasos de Cristo y su Evangelio sino nosotros los hu­mildes, castos y pobres, ejecutores y no escuchadores de la palabra de Dios? Y deja la misma forma que un halcón vuela alto en el aire al subir como una flecha, igualmente ascien­den como una flecha hacia los oídos de Dios las oraciones de los caritativos, castos y activos frailes.
»Tomás, Tomás, como que vivo y respiro, si no fueseis nuestro hermano, jamás prosperaríais, ¡no, por San Ivo!. Nosotros rogamos a Cristo noche y día en nuestro capítulo para que os envíe salud, fuerza y el uso de vuestras extremi­dades.
-Dios sabe que no noto la menor diferencia -aseveró el enfermo-. Así que ojalá me ayude Jesucristo; estos últimos años llevo gastadas libras y más libras en toda clase de frailes y no he mejorado en absoluto. He agotado casi todos mis re­cursos, ésta es la verdad. Puedo decir adiós a mi oro; se ha ido todo.
-¡Oh, Tomás! -añadió el fraile-, ¿es esto lo que habéis estado haciendo? ¿Qué necesidad teníais de buscar «toda cla­se de frailes»? Cuando un hombre tiene el mejor doctor de la ciudad, ¿para qué necesita ir a buscar a otros? Vuestra incons­tancia es vuestra ruina. ¿Así que no considerabais suficiente que yo rezara por vos, ni mi convento tampoco? ¡Tomás, esto pasa de broma! Si estáis enfermo es porque nos habéis dado demasiado poco. «¡Eh, dad a ese convento medio cuar­terón de avena!» «¡Eh, dad a ese otro veinticuatro medidas de avena a medio moler!» «¡Eh, dad a este fraile un penique y que se vaya!» No, no, Tomás, eso no está bien. Parte un cha­vo en doce partes y ¿qué es lo que vale? Mirad; nada que es completo en sí mismo es más fuerte cuando se divide. To­más, no conseguiréis que os halague; vos lo que queréis es todo nuestro trabajo por nada. Dios, Nuestro Señor, que hizo todo el mundo, nos enseña que el obrero merece un jornal. Ahora bien, Tomás, en lo que a mí concierne, no quiero un penique de vuestras riquezas; solamente que el convento reza con tanta devoción por vos y hay también tanta necesidad de construir la iglesia de Cristo también... Tomás, si quisieses aprender a hacer buenas obras, podrías descubrir por la vida de Santo Tomás de la India que el cons­truir iglesias es una buena obra.
»Aquí yacéis vos, lleno de cólera e ira con los que el diablo enciende vuestro corazón riñendo a esta pobre inocente: vuestra dócil y paciente esposa. Por consiguiente, Tomás (os lo advierto por vuestro propio bien, creedme), no peleéis con vuestra esposa. Os ruego que tengáis este proverbio en cuen­ta -es lo que el sabio dice sobre este asunto: "No seáis un león en vuestra casa, ni oprimáis a vuestros criados, ni hagáis que vuestros amigos huyan de vosotros”.
»Por ello, Tomás, otra vez os advierto: ¡cuidado con quien duerme en vuestro regazo! ¡Cuidado con la serpiente de aguijón sutil que repta oculta en la hierba! ¡Cuidado, hijo mío!: escúchame con paciencia, y recuerda que veinte mil hombres fueron destruidos por discutir y luchar con sus es­posas o sus enamoradas. En cualquier caso, Tomás, ya que te­néis a una dócil v santa mujer, ¿qué necesidad tenéis de dis­cutir?
»Ciertamente, si pisaseis la cola de una serpiente, no sería tan cruel ni la mitad de insensato que hacerlo con una mujer encolerizada (la venganza es entonces su único deseo). La có­lera es un pecado, uno de los siete pecados capitales abomi­nable al Dios de los Cielos y destructivo para el pecador. Cualquier cura o párroco analfabeto os explicará que el ho­micidio nace de la ira; verdaderamente es el agente activo del orgullo. Si tuviese que hablar de los sinsabores que la ira aporta, mi homilía duraría hasta el amanecer. Por lo que pido a Dios, noche y día, que no conceda poder a un hombre lle­no de ira. Es lastimoso y también muy perjudicial situar a un hombre lleno de ira en una posición de poder.
»Según nos enseña Séneca, hubo en cierta ocasión un ma­gistrado colérico. Un día, durante su periodo de ejercicio, dos caballeros salieron juntos a cabalgar. La fortuna quiso que uno regresase a su casa, pero el otro, no. Con el tiempo, el caballero tuvo que comparecer ante el juez, que le dijo:
»Habéis matado a vuestro compañero; por ello os con­deno a muerte.
»Y mandó a otro caballero:
»Id a llevadle a que muera; éstas son mis órdenes.
»Ahorá bien, cuando iban por el camino hacia el lugar donde debía morir el condenado, el caballero al que se supo­nía muerto apareció de improviso; por lo que se creyó que lo más oportuno era llevar a los dos a que compareciesen una vez más ante el juez.
»Pero dijeron:
»Señor, el caballero no mató a su compañero; helo aquí, sano y salvo.
»Debéis morir, y que Dios me perdone. Y con ello no quiero decir uno o dos, sino los tres -repuso el juez.
»Al primer caballero le dijo:
»Yo os condené; debéis morir de todos modos. En cuanto a vos, debéis morir también, ya que sois la causa de su muerte.
»Y al tercer caballero le dijo:
»No cumplisteis las órdenes que os di. »E hizo matar a los tres.
»Cambises, además de ser un hombre colérico, era también un borracho, y siempre disfrutaba comportándose como un sinvergüenza. Un día, un noble de su séquito que amaba la vir­tud y la moralidad habló con él en privado y le dijo:
—Si un señor es un hombre vicioso, está perdido; y el ser un borracho es una mancha sobre la reputación de cualquie­ra, especialmente si trata de la de un señor. Hay muchísimos ojos y oídos en constante vigilancia de un señor, sin que éste pueda decir dónde se hallan. ¡Por el amor de Dios, gastad más templanza cuando bebáis! ¡De qué forma tan ruin hace el viento que el hombre pierda el control de su mente y su cuerpo!
—Pronto veréis que es al revés -replicó Cambises-. Vuestra propia experiencia afirma que el vino no hace tanto daño a la gente. Me gustaría conocer el vino que me prive de la firmeza de mi mano o de mis ojos.
»Por perfidia empezó a beber cien veces más de lo que so­lía antes, e inmediatamente este vil y airado sinvergüenza or­denó que el hijo del caballero fuese traído a su presencia, al que mandó permanecer de pie delante de él. De pronto, co­gió su arco y tensó la cuerda hasta su oreja y dejó salir una flecha, que mató al chico en el acto.
»-¿Qué os parece? ¿Es firme mi mano o no? -dijo él-. ¿He perdido mi fuerza y mi buen juicio? ¿Me ha robado el vino algo de mi vista?
»¿Por que no dio respuesta el caballero? Su hijo estaba muerto; no había más que decir. Por ello, tened cuidado cuando tratéis con los grandes. Dejad que "placebo" sea vuestro grito de guerra, o bien "lo haré si puedo", a menos que sea un hombre pobre aquel con quien tratéis (la gente debería decir a un pobre sus defectos, pero nunca a un señor, aunque deba ir al infierno).
»Y si no, ved a Ciro, aquel airado arquero persa que des­truyó el río Gindes porque uno de sus caballos se ahogó en él cuando partió para la conquista de Babilonia. Él redujo aquel río hasta que las mujeres pudieron vadearlo. ¿Y qué dijo Salomón, el gran maestro?: "No hagáis amistad con un hombre colérico; y no vayáis con un hombre furioso; si no, os arrepentiréis". No diré ni una palabra más.
»Ahora, Tomás, mi querido hermano, olvidad vuestra ira. Descubriréis que os trato justamente. No continuéis con el puñal del diablo apuntando a vuestro corazón -la ira os espabila demasiado. Más vale que me hagáis una confe­sión total.
-No, por San Simeón -exclamó el enfermo-. Hoy ya he sido confesado por mi párroco. Le conté todo. Por consi­guiente, no es preciso que me confiese de nuevo, a menos que lo haga por humildad.
-Entonces dadme algún dinero para construir el claustro -dijo el fraile-, pues para levantarlo nuestro alimento ha sido a base de mejillones y ostras, mientras que los demás vi­vían plácida y cómodamente. Incluso ahora, Dios bien lo sabe, apenas si han completado los cimientos y no se ha puesto ni una sola baldosa en el suelo de nuestros edificios. ¡Por Dios, debemos cuarenta y cuatro libras solamente en piedras!
»¡Ayúdanos, Tomás, por el amor de aquel que puso en cin­tura el infierno! Pues si no, deberemos vender nuestros li­bros.\y si vosotros carecéis de nuestras enseñanzas, todo el mundo irá a su destrucción. Pues, perdonadme, Tomás, pero quien priva al mundo de nuestra presencia, priva al mundo de su sol. Pues ¿quién puede enseñar y trabajar como noso­tros? Y esto no por corto tiempo -dijo él-, pues he encon­trado registrado que los frailes -¡Dios sea loado!- han lle­vado sus vidas caritativas desde el tiempo de Elías o Eliseo. ¡Vamos, Tomás, ayudadnos, por caridad!
Y cayó de rodillas allí y entonces.
El enfermo estaba casi loco de furia; le hubiera gustado ver al fraile arder con sus hipócritas mentiras.
-Solamente puedo danos lo que tengo en mi poder y nada más-añadió—. ¿No estabais diciendo ahora mismo que soy vuestro hermano?
-Ciertamente que sí -repuso el fraile-. Podéis estar se­guro de ello. Traje a vuestra esposa vuestra carta de fratemi­dad con nuestro sello.
-Muy bien, pues -replicó el enfermo-. Daré algo a vuestro santo convento mientras esté vivo, y lo tendréis en vuestra mano en un instante, pero con esta condición, única condición, que es, querido hermano, que la dividáis de modo que cada fraile tenga una parte igual. Debéis jurar [ha­cer] esto, sin fraude ni reparos, por los votos de vuestra pro­fesión.
-Por mi fe, lo juro -dijo el fraile poniendo su mano en la del otro-. Aquí tenéis mi promesa, no os defraudaré. -Ahora poned vuestra mano en mi culo -le espetó el enfermo- y explorad con cuidado. Allí, debajo de mis nal­gas, encontraréis algo que he escondido en secreto.
«¡Ah -pensó el fraile-. Esto me lo voy a quedar.» Y me tió su mano hasta la hendidura situada entre las nalgas del enfermo, esperando encontrar un donativo allí. Cuando el enfermo notó que el fraile estaba palpando allí y allá por su culo, soltó un pedo (ningún caballo de los que arrastran carro jamás soltó uno tan ruidoso) en la mismísima mitad de su mano. El fraile dio un brinco como el de una fiera salvaje.
-¡Ah, traicionero palurdo! -exclamó—. ¡Por los huesos de Dios! ¡Lo has hecho a proposito por despecho! ¡Pagarás por este pedo! Ya me ocuparé yo de eso.
Al oír la pelea, los criados del enfermo acudieron presuro­sos y echaron al fraile. Morado de ira, salió en busca de su compañero y sus pertenencias, haciendo relinchar sus dien­tes con tanta furia que lo hubieseis tomado por un jabalí. Con paso vivo se dirigió a la mansión en la que vivía un hombre muy importante de quien había sido confesor desde el principio. Este digno creyente era el señor de la mansión.
Estaba sentado a la mesa comiendo cuando entró el fraile hecho una furia, casi incapaz de proferir palabra. Pero al fi­nal, a duras penas, pudo sacar un «¡Dios te bendiga!».
El señor de la mansión se le quedó mirando fijamente y luego dijo:
-¡Cielos! ¿Qué es lo que os pasa, fray Juan? Es evidente que algo marcha mal: parece como si el bosque estuviese lle­no de ladrones. Vamos, sentaos y decidme qué es lo que así os perturba. Si puedo, lo arreglaré.
-¡Es un ultraje! -exclamó el fraile-. Hoy, abajo, en vuestro pueblo -Dios os recompensa-, el zagal más mise­rable sobre la faz de la tierra se hubiese disgustado por el modo en que he sido maltratado en vuestra ciudad. Pero no hay nada que me duela más que aquel viejo carcamal de pa­lurdo haya ofendido a nuestro santo convento también.
-Vamos, maestro -dijo el señor de la mansión-. Os ruego...
-No maestro, sino criado, señor -profirió el fraile-, aunque las escuelas me hayan hecho tal honor. Dios no quie­re que se nos llame Rabbi ni en el mercado ni en vuestra gran casa.
-Dejaos de eso -añadió él- y contadme todas vuestras cuitas.
-Señor -dijo el fraile-, hoy se me ha hecho una odio­sa ofensa tanto a mi orden como a mí mismo, y, por tanto, per consequens, a toda la jerarquía de la Santa Iglesia. ¡Que Dios lo repare pronto!
-¡Vos sabéis que es lo mejor que se puede hacer, señor! -dijo el señor de la mansión. No os trastornéis: vos sois mi confesor, la sal y el sabor de la tierra. Por el amor de Dios, calmaos y contadme lo que os agita.
Entonces le explicó lo que habéis oído (bueno, ya sabéis de sobra lo que ocurrió). La señora de la casa guardó absolu­to silencio hasta que oyó que el fraile había salido.
-¡Eh! ¡Madre de Dios! -exclamó ella-. ¡Bendita Vir­gen! ¿Hay algo más? Decidme la verdad.
-¿Qué decís de ello, señora? -preguntó el fraile.
-¿Que qué digo de ello? -exclamó ella-. ¡Que Dios me perdone! Diré que es el acto vulgar de un individuo vul­gar. ¿Qué más puedo decir? ¡Que Dios le colme de desgra­cias! Su cabeza enferma está llena de estupidez; supongo que tuvo una especie de ataque.
-Por Dios, señora -dijo él-. Si no me equivoco, puedo ser vengado de otra forma; le denigraré por doquiera que predique. Este mentiroso blasfemo que me pidió que divi­diese en partes iguales lo que no puede dividirse. ¡Que el dia­blo le lleve!
Pero el señor de la mansión permaneció allí sentado calla­damente, como un hombre en trance, rumiando todo en [en fondo de] su corazón. «¿Cómo es que este tipo tuvo la imaginación de poner al fraile en este predicamento? Nunca ha­bía oído algo parecido. Estoy seguro de que el diablo se lo puso en la cabeza. Nunca hubo un acertijo así en toda la ciencia aritmética hasta ahora. ¿Cómo podría nadie probar que cada uno tuvo su parte justa del ruido y del olor de un pedo? Un tipo vanidoso y estúpido. ¡Malditos sean sus ojos!»
-Oíd, caballeros -exclamó el señor-. ¡Maldita sea! ¿Quién había oído algo semejante antes? Una parte justa para cada uno. ¡Decidme cómo! Es imposible, no puede ha­cerse. ¡Ah, qué tipo tan estúpido! ¡Que Dios le colme de des­gracias! Como todos los demás sonidos, el ruido de un pedo no es más que una reverberación del aire que se acaba gra­dualmente. Palabra que nadie podría juzgar que ha sido dis­tribuido equitativamente. ¡Y que sea uno de los de mi pue­blo quien lo haya propuesto! Sin embargo, con qué desfa­chatez habló a mi confesor hoy. Para mí que es un redomado lunático. Vamos, comed vuestro yantar y dejad a ese tipo en paz. ¡Que él mismo se cuelgue y el diablo le lleve!
Pero el escudero del señor, que estaba cortando la carne de pie junto a la mesa, oyó cada palabra que se dijo sobre los asuntos que he contado.
-Perdonadme, señor -dijo él-, pero por un corte de tela con el que poderme hacer un traje os podría decir si qui­siera, maestro fraile, con tal que vos no os enojéis, cómo un pedo así podría ser distribuido equitativamente en vuestro convento.
-Decidlo y tendréis vuestro corte de traje en menos que canta un gallo. ¡por Dios y por San Juan! -replicó el señor de la mansión.
-Señor -empezó el escudero-, tan pronto como haga buen tiempo, cuando no haya buen viento ni se mueva el aire, haced traer una rueda de carro a esta casa, pero ved que tenga todos sus doce radios (es el número usual que tiene una rueda de carro). Entonces traedme doce frailes. ¿Y por qué? Creo que trece frailes hacen un convento; por ello, vuestro confesor aquí presente vale para completar el núme­ro. Entonces, que todos se arrodillen juntos, cada fraile colo­cando fijamente su nariz al extremo de cada radio, así. Vues­tro noble confesor -¡que Dios le salve!- debe meter su na­riz exactamente debajo del cubo, es decir, del centro de la rueda. Luego mandáis traer a este individuo aquí con su pan­za tiesa y tirante como un tambor, situadle exactamente en­cima del eje de la rueda del carro y hacedle que suelte un pedo. Luego, apuesto en ello mi vida, veréis la prueba de­mostrable de que el sonido y el mal olor viajan a la misma velocidad hasta los extremos de los radios, excepto este dig­no confesor vuestro, que recibirá las primacías como corres­ponde a un hombre de tan particular eminencia. Los frailes todavía mantienen la excelente costumbre de servir a la gen­te importante en primer lugar, y en el caso de vuestro confe­sor la distinción es ciertamente merecida. Hoy nos ha sermo­neado tan bien desde el púlpito, que, en lo qué a mí concier­ne, le concedo que tenga la primacía de oler tres pedos, e igual opinarán los demás de su convento, estoy convencido, pues se comporta de un modo tan magníficamente santo.
El señor de la mansión y su esposa y todos, con la sola ex­cepción del fraile, estuvieron de acuerdo en que Jankin había tratado el asunto con la destreza de un Euclides o de un Pto­lomeo. En cuanto al anciano enfermo, todos estuvieron de acuerdo en que únicamente una gran astucia e inteligencia pudieron hacerle hablar como lo hizo; evidentemente, no se trataba de un tonto o de un loco. De esta forma Jankin con­siguió su nuevo traje. Así termina el cuento. Casi hemos lle­gado a la ciudad.


AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ALGUACIL

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