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domingo, abril 15, 2007

CUENTOS DE CANTERBURY // SECCION VI

SECCIÓN SEXTA

1. EL CUENTO DEL DOCTOR EN MEDICINA.
2. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL MÉDICO Y AL BULERO.
3. PRÓLOGO DEL BULERO.
4. EL CUENTO DEL BULERO.


1. EL CUENTO DEL DOCTOR EN MEDICINA

Según Tito Livio, hubo una vez un caballero de gran ho­nor y distinción, rico en amigos y muy acaudalado. El caballero tuvo de su esposa una única hija. Esta hermo­sa muchacha sobrepasaba a todas las demás en la perfección de su belleza, pues la Naturaleza la había moldeado con un cuidado especial como para pavonearse diciendo: «Mirad. Así es cómo yo, la Naturaleza, puede dar forma y color a una cria­tura viviente cuando me lo propongo. ¿Quién puede imitar­me? Ni Pigmalión, aunque esculpiese, pintase, forjase y marti­llease eternamente, y me atrevo a decir que si Apeles y Zeuxis se atreviesen a intentar falsificarme, trabajarían en vano marti­lleando, forjando, pintando y esculpiendo. Pues nada menos que el Creador fue el que me nombró su Vicario General para dar forma y color a las criaturas terrenas exactamente como me plazca. Todas las cosas, tanto en luna menguante como en luna creciente, están a mi cuidado. No pido nada por mi tra­bajo, pues mi Maestro y yo estamos totalmente de acuerdo. Yo la hice para el culto de mi Maestro, del mismo modo que hago a mis otras criaturas en la forma y el color que sean.»
Esto es lo que me pareció que la Naturaleza me decía.
La muchacha en quien la Naturaleza tanto se complació tenía catorce años de edad, y así como ella pinta al lirio de color blanco y a la rosa la hace roja, del mismo modo pintó las hermosas extremidades de esta bella criatura con estos co­lores en los lugares adecuados, antes de que ella naciese; y Febo tiñó sus gruesas trenzas del color de sus rayos. Pero si su belleza era perfecta, era ella mil veces más virtuosa y no carecía de ninguna cualidad de las que elogia el discemi­miento. Era casta de cuerpo y alma, por lo que su virginidad florecía plenamente en humildad, abstinencia, paciencia, templanza y modestia en el vestir y en el comportamiento. Podía decirse que era tan sabia como Palas; sin embargo, sus respuestas eran siempre circunspectas y su conversación sen­cilla y femenina, pues no utilizaba circunloquios para pare­cer culta. Cuando hablaba, jamás se daba importancia; todo lo que decía proclamaba su virtud y buena crianza. Era tími­da, con timidez de doncella; su corazón era firme y siempre estaba ocupada para mantenerse apartada del ocio y de la holganza. Baco, el dios de los borrachos, no ejercía ningún dominio sobre su boca, pues el vino y la juventud aumentan la lujuria, como el aceite y la grasa arrojados sobre el fuego.
Movida únicamente por su natural bondad, frecuente­mente simulaba estar enferma para evitar hallarse en lugares donde se cometían tonterías, como en fiestas, verbenas y bailes, en donde la ocasión de flirtear es grande. Tales cosas, como sabéis, abren demasiado los ojos de los niños y les tor­na precoces. Este ha sido siempre el mayor peligro, pues una muchacha pronto se halla versada en osadías cuando pasa a convertirse en mujer.
No os ofendáis por mis palabras vosotras, damas de me­diana edad que tenéis a vuestro cargo a las hijas de personas de calidad; recordad que os las han puesto a vuestro cuidado por una de dos razones: o porque vosotras mismas habéis sa­bido guardar vuestra propia castidad, o bien porque fuisteis frágiles y caísteis y, por consiguiente, conocéis muy bien el juego y, por ende, habéis abandonado para siempre el mal camino. Por tanto, por Dios, procurad instruirlas, sin cesar, en la virtud. Un ladrón de venados que ha jurado abandonar su vieja profesión resulta mejor guarda jurado que nadie. Guardad, pues, muy bien a vuestras pupilas, pues si queréis, podéis, y procurad no entregaros a ninguna clase de vicio para no resultar condenadas por vuestra malvada conniven­cia. Prestad mucha atención a lo que voy a decir: de todas las traiciones, la más pestilente y más condenable es la traición a la inocencia.
Vosotros, padres y madres, si tenéis uno o más hijos, re­cordad que la responsabilidad de su vigilancia es vuestra, mientras están bajo vuestro cuidado. Atended pues, si por culpa de vuestros ejemplos o por vuestra negligencia en co­rregirles sucumben, me atrevo a asegurar que lo pagaréis muy caro. Muchos carneros y ovejas han sido destrozados por el lobo, por ser su pastor descuidado y perezoso. Pero un ejemplo es más que suficiente por ahora, debo volver a mi relato.
La muchacha cuya historia voy a contar era su propia sal­vaguarda y no necesitaba institutriz, pues en la vida que lle­vaba, otras podían leer como en un libro las palabras y accio­nes que más convienen a una doncella virtuosa. Tan buena y prudente era, que la fama de su belleza y su extraordinaria bondad se extendieron por todas partes, hasta que por todo el país todos los amantes de la virtud cantaban sus elogios (con la única excepción de la Envidia, que se apena con la fe­licidad de los demás y celebra alegremente sus penas y desgracias). Este ejemplo es de San Agustín.
Un día la muchacha fue a la ciudad con su amada madre, como suelen hacer las muchachas jóvenes, para efectuar una visita al templo. Sucedió que en aquella ciudad vivía por aquel entonces un juez, gobernador del distrito. Casualmen­te su mirada se detuvo en la muchacha, que pasaba por de­lante de donde él estaba, y se fijó en ella. Inmediatamente quedó tan impresionado por su belleza, que su corazón le dio un vuelco y sus pensamientos tomaron una nueva direc­ción. Dijo para sí:
-Esta chica debe ser mía, no importa cómo.
Entonces el diablo penetró en su corazón en un santia­mén y le mostró cómo podría conquistar a la muchacha para sí mediante una estratagema.
Supo desde el principio que ni la fuerza ni el soborno po­drían serle de ayuda, pues ella tenía amigos poderosos; ade­más, si ella había vivido una vida sin tacha durante tanto tiempo, sabía perfectamente bien que nunca podría conse­guirla induciéndole al pecado con su cuerpo. Por lo que des­pués de deliberar consigo mismo durante bastante tiempo, envió a buscar a uno de sus parásitos que vivía en la ciudad y sabía que era un tipo muy osado y astuto. Luego, en estric­ta confidencia, este juez contó al hombre su propósito, ha­ciéndole jurar que nunca lo repetiría a nadie bajo pena de ser decapitado. Cuando el tipo dio su asentimiento al perverso plan, el juez, encantado, le prodigó gracias, halagos y le en­tregó ricos y costosos presentes.
Una vez que su ingenioso ardid -que pronto os explica­ré- para satisfacer su lascivia había sido acordado hasta el menor pequeño detalle, este tipo, que se llamaba Claudio, volvió a casa. Y el nada honrado juez, Apio (tal era su nom­bre, pues esto no se trata de una leyenda, sino de una anéc­dota histórica conocidísima: no hay duda de que esto es cier­to en lo esencial), rápidamente se puso a trabajar para efec­tuar todo lo necesario a fin de acelerar la consumación de su deseo.
Por ello, según el relato, pocos días después, mientras el di­soluto juez se hallaba juzgando diversos casos, aquel pérfido tipo corrió hacia él y le dijo:
-Os suplico, señoría, hagáis justicia en esta pequeña loca­lidad por la que elevo una queja contra Virginio; si él dice que no es verdad, lo demostraré y presentaré fidedignos tes­tigos que confirmen la veracidad de mi petición.
-No puedo dar un juicio definitivo sobre esto en su au­sencia -le replicó el juez-. Que lo manden comparecer ante mí y escucharé vuestro caso con mucho gusto. Tú ten­drás plena justicia y no se cometerá injusticia.
Virginio se presentó para averiguar la decisión del juez, y la villana petición le fue leída inmediatamente. En esencia venía a decir esto:
«A Su Excelencia, Apio. Señoría: Vuestro humilde criado Claudio se presenta para afirmar que el caballero llamado Virginio retiene contra la ley, la equidad y mi expreso deseo, a mi criada y legítima esclava, que me fue robada de mi casa una noche, cuando todavía era de tiema edad. Puedo presen­tar pruebas, Señoría, para demostrar esto a vuestra satisfac­ción. Ella no es su hija, diga él lo que diga. Por consiguiente, os ruego, mi señor juez, que me entreguéis a mi esclava, por favor.» Esta era, en esencia, su solicitud.
Virginio se quedó atónito mirando al individuo, pero an­tes de que pudiese dar su propia versión o demostrar, por su palabra de caballero o por el testimonio de muchos testigos, que todo lo que su adversario decía era falso, el infame juez rechazó de plano esperar más o incluso escuchar una sola pa­labra de Virginio y emitió el siguiente veredicto:
-Ordeno que a este hombre se le devuelva la esclava in­mediatamente. No debéis tenerla en casa ni un momento más. Id a buscarla y colocadla bajo mi custodia. Este hombre debe tener a su esclava. Este es mi veredicto.
El buen Virginio, forzado por el veredicto del juez a entre­gar a su amada hija a Apio para que satisficiese su lascivia, emprendió el camino hacia su casa. Al llegar se sentó en el salón y mandó que le trajesen a su hija. Con la cara lívida contempló su dulce semblante. Su corazón de padre sintió una lástima infinita, pero no se desvió de su resolución.
-¡Hija mía! -dijo él-, mi Virginia. Hay dos alternativas que tú debes sufrir: o la muerte o la vergüenza y el deshonor. ¡Ojalá no hubiese nacido! Pues tú no has hecho nada para merecer la muerte por cuchillo o espada. ¡Oh, hija mía que­rida, fin de mi vida a quien tanto me ha gustado criar y edu­car; nunca te has alejado de mi pensamiento! ¡Oh, hija mía, la última pena y la última alegría de mi vida! ¡Oh, gema de castidad, acepta tu muerte con resignación, puesto que así lo he resuelto decidido! Tu muerte está decidida por amor, no por odio: será mi propia mano amante la que cortará tu ca­beza. ¡Ay! ¿Por qué puso jamás Apio sus ojos en ti? Este es el infame veredicto que ha dado sobre ti en el día de hoy. Y aquí le explicó toda la situación. Como vosotros ya habéis oído, no es preciso que recapitule.
-¡Oh, padre mío, tened piedad de mí! -exclamó la mu­chacha; y con estas palabras le echó los brazos al cuello, como era su costumbre. Lágrimas amargas brotaron de sus ojos-
Querido padre, ¿es preciso que muera? -dijo ella-. ¿No hay perdón, no hay remedio?
-Ninguno en absoluto, queridísima hija -repuso él. -Entonces dame tiempo, padre mío -replicó ella-, para lamentarme de mi propia muerte durante unos momen­tos, pues incluso Jefté dio a su hija tiempo para lamentarse antes de matarla, y Dios sabe que ella no tenía más culpa que la de haberse adelantado a ser la primera en dar a su padre la adecuada bienvenida.
Al decir esto, cayó desmayada al suelo.
Cuando le pasó el desmayo se levantó y dijo a su padre: -Loado sea Dios de que muera virgen. Dame la muerte antes de que el deshonor me manche. Cumple tu voluntad sobre tu hija en nombre de Dios.
Acabado que hubo de decir esto, le rogó una y otra vez que la golpease dulcemente con la espada y, al decirlo, cayó desmayada de nuevo.
Con el corazón lleno de pena su padre le cortó la cabeza y cogiéndola por los cabellos se la llevó al juez, que todavía se hallaba juzgando.
Según dice el relato, cuando el juez la vio ordenó que Vr­ginio fuese arrestado y colgado allí mismo. Pero, en aquel momento, miles de personas, llenas de piedad y compasión, penetraron en la sala para salvar al caballero, pues se había difundido el horrible crimen.
La gente pronto penetró en sospechas sobre aquel asunto; por la forma en que aquel tipo había presentado y forjado su acusación adivinaron que lo había hecho con el consentimiento y anuencia de Apio, pues su lascivia era muy conoci­da, por lo que se dirigieron hacia Apio y le arrojaron a la cár­cel, donde él se suicidó. En cuanto al criado de Apio, el tal Claudio, fue sentenciado a morir colgado de un árbol, y si no hubiese sido por Virginio, que pidió que le desterrasen en vez de ejecutarle, ciertamente hubiera muerto. El resto de los que intervinieron en este infame asunto sufrieron la muerte por la horca.
Aquí podéis ver qué clase de recompensa recibe el pecado. Pero, ¡cuidado!, nadie sabe a quién Dios piensa castigar, ni cómo el gusano de la conciencia puede conmoverse por un comportamiento perverso, aunque sea tan secreto que sola­mente Dios y el pecador lo sepan. Sea lerdo o sabio, nadie puede adivinar cuándo sobrevendrá el castigo, por lo que os doy este consejo: evitad el pecado antes que el pecado os abandone a vosotros.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MÉDICO

2. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL MÉDICO Y AL BULERO

Nuestro anfitrión comenzó a blasfemar como un loco. -¡Ay! -dijo-. ¡Por los clavos y la sangre de Cristo! ¡Qué juez tan sinvergüenza! ¡Vaya tipo em­bustero! ¡Que la muerte más infame e inimaginable sobre­venga a estos jueces y secuaces! Por desgracia, esta infeliz murió. Pagó un elevado precio por su belleza. Siempre lo digo: resulta evidente que los dones de la fortuna y la naturaleza son fatales para muchos. De ambos surge con mucha frecuencia más daño que provecho.
»Pero, mi querido señor, fue el suyo un cuento conmove­dor. Pero no importa, prosigamos. Le pido a Dios que le sal­ve a usted al igual que sus frascos, medicamentos, jarabes y cajas de remedios; que el Señor y Santa María les bendigan. Debo admitirlo: sois un varón perfecto. Por San Ronón que podríais ser obispo. ¿No es cierto? No puedo emplear pala­bras eruditas, pero me has conmovido tan profundamente que casi me da un ataque de corazón. ¡Rediez! Dadme un calmante, o un trago de cerveza nueva y fuerte, o apresuraos a contar una historia alegre no sea que mi corazón se me pare a causa de esa chiquilla... Venga, bulero, proseguid. Contadnos algunos chistes, o algo divertido, rápido.
-Se hará como decís -replicó el bulero-. Por San Ro­nón. Pero antes -dijo- quiero echar un trago y tomar un bocado en esta posada.
Pero la compañía empezó a comentar:
-No nos cuentes nada inmoral. Cuéntanos algo que con­tenga enseñanza moral y que nos guste escuchar. -Concedido -replicó el bulero-. Pero tomaré una be­bida mientras pienso en algo decente.

3. PRÓLOGO DEL BULERO

Caballeros -empezó-. Cuando predico en las iglesias me esfuerzo en aparentar un porte majestuo­so y ahuecar la voz como si fuese una campana. Me sé los sermones de memoria. Mi tema favorito ha sido -y es- siempre el mismo: La avaricia es la causa de todos los vicios
4.
En primer lugar indico de dónde vengo y a continuación enseño todas mis credenciales. Para empezar, muestro las li­cencias del obispo para que ningún clérigo ose interrumpir­me en mi cristiano trabajo. Las historias vienen después. En­seño bulas papales, y de cardenales, patriarcas y obispos. Acto seguido digo unas palabras en latín para razonar mi ser­món y avivar la devoción. Expongo a continuación los reli­carios rebosantes de huesos y trozos de tela -son reliquias, o al menos así se lo creen. También tengo una paletilla de un patriarca judío, montada en latón, y comienzo:
-Buena gente -digo-, escuchad con atención. Si su­mergís este hueso en un pozo, todas las vacas, terneras, ove­jas o bueyes enfermos por haber ingerido gusanos o picados por serpientes que beban de sus aguas, quedarán curados al instante. Incluso más: todas las ovejas que beban de él que­darán indemnes de la viruela, escabro y de cualquier llaga. Pensad también esto: todo dueño de ganado que una vez por semana, antes de que cante el gallo, beba un trago del pozo en ayunas como el santo judío enseñó a nuestros an­tepasados, verá multiplicado y acrecentado sus bienes y ga­nado.
»También es un buen remedio contra los celos. Si aconte­ciese que alguien tuviera celos de su mujer, que utilice agua de ésta para el caldo. Nunca más desconfiará de su mujer, aunque sepa que los deslices son verdaderos, incluso si hu­biese caído con dos o tres curas.
»Aquí tenéis un guante. Vedlo. Cualquiera que se lo pon­ga encontrará que sus cosechas de trigo o avena serán supera­bundantes. Con una condición: que dé una limosna de che­lines o peniques. Pero, buena gente, debo advertiros de una cosa: cualquier persona aquí presente en esta iglesia que haya cometido algún pecado inconfesable; si alguna mujer, joven o vieja, ha puesto cuernos a su marido, entonces no tiene ni la facultad ni el favor de presentar ofrendas a mis reliquias. Pero todos los que estén libres de estas faltas pueden presen­tarse y efectuar las ofrendas en nombre de Dios. Los absolve­ré según la autoridad que me otorgan las bulas papales.
Esta treta me ha hecho ganar cien marcos anuales desde que empecé en este oficio de bulero. Me yergo en el púlpito como un cura. Los ignorantes toman asiento y entonces les predico lo que acabáis de escuchar y otras cien patrañas. Me esfuerzo en estirar el cuello y gesticular con la cabeza de un lado a otro al igual que paloma en el granero. Mis manos y lengua trabajan con tanta rapidez que da gusto verlas. Toda mi prédica versa sobre la avaricia y sus perniciosas conse­cuencias para que así me den limosnas abundantes. Mi único objetivo es el provecho económico. No me importa corre­gir el pecado. Me importa un bledo que, cuando se mueran, se condenen.
No hay duda, la mayoría de las predicaciones están funda­das en malas intenciones. Unas veces para agradar a la gente, adularla u obtener una promoción hipócrita; otras, a causa de la vanidad o malicia. Si no me atrevo a atacar a alguien por otros medios, entonces le zahiero con mi lengua viperi­na en un sermón. De este modo no podrá eludir la calumnia o la difamación por haberme ofendido a mí o a alguno de mis compañeros. Aunque no le mencione directamente, to­dos saben perfectamente quién es por mis indirectas y deta­lles. Así pago yo a la gente que nos molesta y escupo veneno con la apariencia de santidad, piedad y verdad.
Os contaré brevemente mi intención: sólo predico por di­nero. Por este motivo mi lema ha sido y es: La raíz de todos los males esta en la avaricia. Así sé cómo predicar contra la avari­cia, el vicio que mejor practico. Aunque caigo en este peca­do, conozco el modo de convertir a los demás y hacer que se arrepientan de ella. Aunque no sea éste mi principal objeti­vo. Predico sólo por dinero. Creo que con esto ya basta.
Luego les cuento unas narraciones con moraleja, viejas y antiquísimas historias. A los necios les gustan; así es la clase de cuentos que pueden recordar y repetir. ¿Os creéis que si gano plata y oro con mis sermones voy a vivir en pobreza? ¡Mil veces, no! Nunca me pasó por el caletre tal cosa. Predi­caré y mendigaré por los más distantes lugares. No me dedi­caré al trabajo normal o fabricaré cestos para mantenerme. El mendigar da para vivir. No voy a imitar a los apóstoles. Ten­dré dinero, lana, queso y trigo, aunque me lo proporcione el muchachito o viuda más indigente del lugar, o aunque sus hijos se estén muriendo de hambre. No; beberé vino y ten­dré una amante en todas las ciudades.
Pero, señoras y caballeros, escuchad la conclusión: deseáis que os cuente un cuento. Ahora que he bebido un trago de cerveza fuerte, estoy preparado. Espero contaros algo que a la fuerza os va a gustar. Puedo ser todo lo vicioso que queráis. Sin embargo, soy también muy capaz de relataros algo mo­ral y al estilo de lo que predico para sacar dinero.
¡Silencio! Ahí va mi cuento.

4. EL CUENTO DEL BULERO

Habia en antaño en Flandes una pandilla de jóvenes en­tregados a toda clase de disipación tales como el jue­go, orgías, frecuentación de prostíbulos y tabernas, donde día y noche jugaban a los dados y bailaban al son del arpa, laúd y guitarra, comiendo y bebiendo más de lo debido.
De este modo, con los excesos más abominables, dedica­ron al diablo los más viles sacrificios en aquel templo del de­monio: la taberna. Se os pondría la carne de gallina si escu­chaseis los terribles juramentos y blasfemias con los que des­trozaban el sagrado cuerpo de Nuestro Señor, como si los judíos no lo hubiesen ya desfigurado bastante.
Se divertían con la perversidad de los demás, y entonces entraban las bonitas bailarinas, los cantores con sus arpas, y mujeres jóvenes vendiendo fruta y caramelos, siendo éstas las auténticas representantes del diablo en atizar y avivar el fue­go de la lascivia, que sigue a la gula: las Sagradas Escrituras son testigo de que la lascivia surge del vino y de las borra­cheras.
Fijaros cómo, sin saberlo, Lot, completamente borracho, se acostó con sus dos hijas, contra naturaleza; tan bebido es­taba, que no sabía lo que hacía. Cuando Herodes (como comprobaréis si consultáis las historias) estaba saturado de vino celebrando un banquete en su propia casa, ordenó la muerte del inocente Juan, el Bautista. Y Séneca tiene, indu­dablemente, mucha razón cuando afirma que no sabe distin­guir entre un borracho y un loco (ahora bien, la locura, cuan­do ataca a un pecador dura mucho tiempo más que una borrachera). ¡Ah, infame gula, causa primera de nuestra per­dición, origen de nuestra condenación, hasta que Jesucristo nos redimió con su sangre! En pocas palabras, ¡cuán caro he­mos pagado este maldito vicio! Todo el mundo está corrom­pido debido a la gula.
No hay duda: por este vicio nuestro padre Adán y su espo­sa, Eva, fueron arrojados del Paraíso a sufrir trabajos y pena­lidades. Según yo lo veo, mientras Adán ayunó, permaneció en el Paraíso, pero a partir del momento en que comió el fru­to prohibido, fue arrojado a sufrir miseria y dolor. Tenemos todos los motivos para lamentarnos de la intemperancia. ¡Ah! Si un hombre supiera solamente cuántas enfermedades son consecuencia de la gula y las borracheras, cuánto mode­raría su dieta al sentarse a la mesa. ¡Oh! Cuánto hacen traba­jar a los hombres el breve placer de tragar y el delicado pala­dar -en Oriente y Occidente, al Norte y al Sur, por tierra y por mar y en el aire- para que les traigan los manjares y las bebidas más exquisitas a los glotones.
Con qué acierto trata el apóstol este asunto. Así dice San Pablo: «El alimento para el vientre, y éste para los alimentos: Dios los destruirá». Por la salvación de mi alma, qué desagra­dable resulta pronunciar esta palabra; sin embargo, el acto to­davía lo es más; debido a su falta de discernimiento un hom­bre bebe vino blanco y vino tinto hasta que convierte su gar­ganta en su dios mediante esta maldita debilidad.
También con lágrimas en los ojos dijo el apóstol: «Muchos de los que yo os he dicho caminan -os lo digo llorando y con piadoso lamento- siendo enemigos de la cruz de Cris­to. Su fin es la muerte y su dios es el vientre».
¡Panza! ¡Vientre! Bolsa hedionda llena de excremento y corrupción que produce ruidos inmundos por ambos extre­mos. ¡Qué terrible trabajo y gasto cuesta mantenerte satisfe­cha! ¡Cómo se esfuerzan esos cocineros machacando, tritu­rando y filtrando para que un plato no sepa igual que otro, todo para satisfacer vuestro libidinoso apetito! Extraen el tué­tano de los huesos más duros, pues no desperdician nada que pueda deslizarse y engullirse dulcemente; para hacerlo todo más sabroso preparan salsas deliciosas mezclando espe­cias de hoja, raíz y corteza. Sin embargo, puede asegurarse que el que se sumerge en tales placeres está muerto mientras vive en esos vicios: el vino excita la lascivia y las borracheras comportan peleas y desdichas.
Tú, imbécil, tienes el rostro lleno de manchas, tu aliento es acre y tus brazos disgustan; a través de tu nariz de borra­cho parecen venir unos ruidos como si dijeses una y otra vez: «Sansón, Sansón», aunque sabe Dios que Sansón nunca cató el vino. Y caes desplomado como un cerdo.
Tu lengua te ha abandonado y también tu propia estima­ción, pues una borrachera es una verdadera tumba para la in­teligencia y el buen juicio. Nadie que esté bajo la influencia de la bebida sabe guardar un secreto: esto es indiscutible. Por lo que manteneos apartados del vino, blanco o tinto, no im­porta, y muy especialmente alejaos del vino blanco de Lepe que se vende en Fish Streets y en Cheapside.
Pues de un modo misterioso este vino español parece con­taminar los vinos que se crían cerca de él y de la mezcla se desprenden vapores de tal fuerza que, después de beber tres vasos un hombre que se cree en su casa de Cheapside, se en­cuentra en España (no en la Rochela o en Burdeos, sino en la mismísima villa de Lepe) repitiendo: «Sansón, Sansón.»
Pero escuchad, caballeros, solamente otra palabra más, por favor. Dejadme señalar que por gracia del Dios verdadero, que es omnipotente, todas las victorias y hazañas del viejo Testamento se ganaron y realizaron con abstinencia y ora­ción. Consultad la Biblia y veréis.
Ved Atila, el gran conquistador, que murió en la vergüen­za y el deshonor, sangrando por la nariz en su dormitar de borracho. Un capitán debe mantenerse sobrio. Sobre todo debéis prestar mucha atención a la orden dada a Lemuel -no Samuel, sino Lemuel, digo. Si queréis saber cuál es, no tenéis más que leer la Biblia y ver en ella el lugar donde se señala de forma explícita sobre el dar vino a los que están sen­tados juzgando. Pero dejemos correr esto, ya he hablado su­ficiente.
Ahora, después de haber hablado de la gula, os voy a pre­venir contra el juego. Jugar es el verdadero origen de menti­ras, engaños, perjurios detestables, blasfemias contra Jesucristo, homicidios y dilapidación de tiempo y dinero. Ade­más, tener fama de jugador constituye una mancha y una deshonra para el buen nombre de una persona. Cuanto más elevada sea su posición, más se le rehúye. Pues si un prínci­pe es un jugador empedernido, su reputación para dirigir asuntos y negocios públicos quedará perjudicada ante la opinión general.
Cuando Estilbón, el sabio embajador que se envió con gran pompa desde Esparta para establecer alianza con Corin­to, llegó a esta ciudad, encontró a todos los principales hom­bres del país jugando a los dados, por lo que emprendió el re­greso a su propio país lo antes que pudo diciendo:
-No pienso perder mi buena reputación allí ni hacerme acreedor al reproche de que me he aliado con un hato de ju­gadores. Enviad a otro embajador, pues yo, por mi honor, antes prefiero morir que haceros aliados con jugadores de da­dos. No quiero ser el agente de un tratado entre jugadores y una nación tan gloriosa en honor como la vuestra.
Esto es lo que dijo el sabio filósofo.
Ved también al rey Demetrio. La Historia nos cuenta que el rey de Partia 1e envió un par de dados de oro en señal de desprecio, ya que era un jugador empedernido, por lo que no daba ningún valor a toda la gloria y al renombre de Demetrio. La gente importante debería encontrar otros méto­dos mejores de matar el tiempo.
Ahora comentaré la cuestión de proferir palabrotas y co­meter perjurio, según la consideran las autoridades antiguas. La blasfemia es una abominación, pero el perjurio es todavía más reprensible. Dios no permite el decir palabrotas. Ved lo que San Mateo y, sobre todo, lo que el santo profeta Jere­mías decían sobre el asunto de jurar:
«Pero jurar en vano es un pecado. Venid a contemplar lo que dicen la primera parte de las Tablas de la Ley; el segun­do de los Mandamientos del Señor es éste: No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano».
Observad que Él prohibe este tipo de juramento antepo­niéndolo al asesinato y otros pecados abominables. Ved dón­de está en el orden de los mandamientos: todo el que los conoce sabe que se trata del segundo Mandamiento de Dios. Y además os diré sin ambages que si los juramentos de un hombre son demasiado ultrajantes, la venganza no se aparta­rá de su casa.
«¡Por el Sagrado Corazón! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Por la sangre que Jesucristo derramó en el Calvario, mis dados ganaron con un siete, los tuyos fueron un cinco y un tres!» Esta es la cosecha de los dados, estos malditos pe­dacitos de hueso: perjurio, ira, estafa, crimen... Ahora, por amor de Cristo que murió por nosotros, evitemos toda clase de juramentos. Pero, ahora, señores, me toca relatar mi cuento.
Mi historia es sobre tres trasnochadores. Mucho antes de que la campana tocase para las oraciones de las seis, ya hacía rato que estaban bebiendo dentro de la taberna. Mientras se hallaban allí sentados, oyeron una campanilla que sonaba precediendo a un cadáver que era conducido a la tumba. Uno de esos tres llamó al mozo y le dijo:
-Corre y averigua de quién es el cadáver que llevan. Es­pabílate y mira de enterarte bien del nombre.
-Señor -repuso el muchacho-, no hay necesidad de ello, pues me lo dijeron dos horas antes de que ustedes llega­sen aquí. Se trata, por cierto, de un viejo amigo de ustedes. Fue muerto de repente la noche pasada, mientras se hallaba tendido sobre un banco, borracho como una cuba. Se le acercó un ladrón -al que llaman Muerte-, que anda por ahí matando a todos los que puede en la comarca, y le atra­vesó el corazón con una lanza, yéndose luego sin pronunciar palabra. Ha asignado a millares en la presente peste, y me pa­rece, señores, que es preciso que toméis precauciones antes de enfrentaros con un adversario así. Debéis estar siempre preparados por si os sale al encuentro (mi madre así me lo advirtió). No os puedo decir nada más.
-¡Por Santa María! -intervino el posadero-. Lo que dice el muchacho es cierto. Este año ha matado a todo hom­bre, mujer, niño, trabajador en la granja y criado en un gran pueblo que se halla a más o menos una milla de aquí, que es, por cierto, el lugar en el que, creo, vive. Lo más juicioso re­sulta estar preparados para que no os hiera.
-¿Eh? -dijo el trasnochador-. ¡Por el Sagrado Cora­zón! ¿Tan peligroso resulta toparse con él? ¡Por los huesos del Señor, juro que le buscaré por calles y caminos! Escuchad, amigos: nosotros tres somos uno; cojámonos de la mano y jurémonos eterna hermandad recíprocamente, y en­tonces salgamos a matar a este falso traidor llamado Muerte. Por el esplendor divino, este asesino deberá morir antes de medianoche.
Los tres juntos dieron su palabra de honor de vivir o mo­rir por los demás, como si se hubiese tratado de hermanos de la misma sangre. Entonces se levantaron, borrachos de ira, y se pusieron en camino hacia el pueblo del que el posadero había hablado. Durante todo el trecho fueron desmembran­do el santo cuerpo de Jesús con sus infames juramentos. Da­rían muerte a la Muerte si podían ponerle la mano encima.
No habían andado aún media milla entera cuando un hombre pobre se topó con ellos en el mismo momento en que iba a subir las escalerillas de una cerca.
El anciano les saludó humildemente:
-¡Que Dios les guarde y les acompañe, señores!
Pero el más altanero de los tres trasnochadores le replicó: -Maldito sea, rústico patán. ¿Por qué vas tapado hasta los ojos? éY cómo es que sigues viviendo con tu chochez? -Porque aunque anduviese desde aquí hasta la India no podría encontrar a nadie en ciudad o aldea que estuviese dis­puesto a cambiar su juventud por mi edad -le dijo el ancia­no mientras le miraba intensamente-. Por lo que debo so­portar mi ancianidad hasta que Dios disponga. Ni la Muerte, ¡ay, Dios mío!, quiere tomar mi vida. Por eso, como un pri­sionero incansable, ando golpeando con mi vara la tierra -la puerta de mi madre- de noche y de día, rogando: «Querida madre, ¡déjame entrar! Mira cómo mi carne, mi sangre y mi piel se marchitan. ¿Cuándo podrán descansar mis huesos? Madre, yo te cambiaría todos los vestidos que tengo en el armario de mi cuarto desde hace tiempo, por un sudario con el que envolverme.» Sin embargo, sigue sin que­rer concederme ese favor. Por eso es mi rostro tan pálido y es­cuálido.
»Pero, señores, éstos no son modales para hablar tan ruda­mente a un anciano que no os ha ofendido para nada. Como podréis leer fácilmente en las sagradas Escrituras. Por consi­guiente, os doy un consejo: no causéis daño a un anciano ahora, del mismo modo que no querríais que os dañaran cuando seáis ancianos si es que vivís para serlo. Y que Dios os acompañe en vuestro viaje dondequiera que vayáis. Debo proseguir mi camino.
-No, por Dios. No vayáis tan deprisa, anciano -replicó el otro jugador-. Por San Juan, no te vas a librar tan fácil­mente. Ahora mismo hablaste de este traidor llamado Muer­te que mata a todos nuestros amigos de la comarca. Por mi vida que eres espía suyo. Dime dónde está o lo pagarás muy caro, por Dios y el Santísimo Sacramento. Tú y él estáis confabulados para matarnos a nosotros los jóvenes, y ésta es la verdad, tú, esto sí que es verdad, maldito embustero.
-Bueno, señores -replicó-, si tantas ganas tenéis de en­contrar a Muerte, subid por esta carretera serpenteante; os juro que le dejé sentado bajo un árbol en aquel bosquecillo esperando y os aseguro que vuestra baladronada no le hará esconder. ¿Veis aquel roble? Allí mismo lo encontraréis. ¡Que el Salvador os guíe y proteja!
Así habló el anciano, a lo que cada uno de los trasnocha­dores apretó a correr hasta llegar al árbol, donde encontraron un montón de florines de oro recién acuñados: casi ocho fanegas les pareció que había. Al verlos dejaron de buscar a Muerte y se sentaron al lado de aquel precioso montón, ex­citados y alegres a la vista de aquellos hermosos y relucientes florines.
El peor de los tres fue el primero en hablar:
-Hermanos -dijo-. Mirad lo que os digo, pues aunque hago bromas y el tonto, soy más listo de lo que parezco. La Fortuna nos ha dado este tesoro para que podamos pasar el resto de nuestras vidas alegres y en plena francachela. Lo que llegó con facilidad se diluye rápidamente. ¡Loado sea Dios bendito! ¿Quién se podía imaginar que tendríamos tanta suerte? Ahora bien, si este oro pudiese ser transportado y lle­vado a mi casa -o a la vuestra, quiero decir-, estaríamos en el séptimo cielo. Pues resulta evidente que todo este oro es nuestro. Naturalmente, esto no lo podemos hacer de día. La gente diría que somos salteadores de caminos y nos ahorca­rían por robar nuestro propio tesoro. No, debe ser transpor­tado de noche y con todas las precauciones y prudencia que sea posible. Por tanto, sugiero que lo echemos a suertes y ve­remos en quién recae. El que saque la paja más larga deberá ir corriendo a la ciudad lo más rápidamente que pueda y nos traerá pan y vino sin despertar sospechas, mientras los otros dos mantienen una constante vigilancia sobre el tesoro. Si no se entretiene, esta misma noche transportaremos el tesoro al lugar que consideremos más apropiado.
Se colocó las tres pajas en el puño y dijo a los demás que sacasen una para ver en quién recaía la suerte. La sacó el más joven de los tres, quien inmediatamente se encaminó hacia la ciudad.
Tan pronto como se hubo ausentado, uno de los que que­daban dijo al otro:
-Como sabes, tú eres mi hermano por juramento, y aho­ra te voy a decir algo que te beneficiará. Como has visto, nuestro amigo se ha marchado y aquí hay oro en abundancia para repartírnoslo entre los tres. Pero supón que pudiese arre­glarlo de manera que nos lo repartiésemos entre nosotros dos. ¿No te beneficiaría esto?
-No sé cómo puede hacerse -repuso el otro-. Él sabe que el oro está aquí con nosotros.
¿Qué es lo que podemos hacer? ¿Qué le diremos?
-¿Debe ser un secreto? -dijo el primer bribón-. En­tonces te diré en dos palabras lo que vamos a hacer para lle­vámoslo.
-Conforme -dijo el otro-. No tengas miedo; te doy mi palabra y no te defraudaré.
-Bueno -replicó el primero-. Como sabes, somos dos, y dos son más fuertes que uno. Espera que se siente; entonces te levantas como si fueras a pelear con él en broma y yo mira­ré de atravesarle; y, mientras tú haces ver que forcejeas con él, procura hacer lo mismo con tu daga. Entonces, amigo mío, podremos repartimos todo este oro entre tú y yo y podremos jugar a los dados a placer y hacer lo que queramos.
Así fue cómo estos dos canallas se pusieron de acuerdo para matar al tercero según he contado.
Ahora bien, el más joven de ellos, el que le tocó ir a la ciu­dad, estuvo todo el rato dando vueltas y más vueltas al asun­to, pensando en la belleza de aquellos relucientes florines de oro. «Oh, Dios -musitó él-, si pudiese tener todo el teso­ro para mí solo, ¿qué hombre bajo la bóveda celeste podría vivir más feliz que yo?» Y al final, el diablo, nuestro común enemigo, puso en su mente la idea de comprar veneno con el que matar a sus dos compinches.
Como veis, el diablo le encontró llevando tan mala vida, que tuvo licencia para acarrearle la perdición, pues el joven pretendía matar a ambos sin sentir el menor remordimiento; y, sin perder más tiempo, se dirigió a un boticario de la ciu­dad y le pidió que le vendiese veneno para matar ratas, pues, dijo, había una mofeta que rondaba su corral y le mataba las gallinas, por lo que estaba resuelto a ajustar las cuentas con el perillán que cada noche le hacía la pascua.
El boticario le contestó:
-Te daré algo. Te aseguro, como espero ganar la gloria del Cielo, que este veneno es tan fuerte que no existe criatu­ra viviente en el mundo que no pierda la vida inmediatamente; así caerá muerto en menos tiempo que canta un ga­llo, tanto si come como si bebe de esta poción, aunque so­lamente sea la cantidad necesaria para empapar un grano de trigo.
El malvado tomó la caja de veneno con la mano y se fue a la calle siguiente, donde encontró un hombre a quien le pi­dió en préstamo tres botellas grandes. Vertió el veneno en dos de ellas y guardó la tercera, limpia, para su uso personal, pues esperaba pasarse toda la noche trabajando, acarreando aquel oro.
Y cuando aquel canalla -que el diablo le lleve- hubo llenado de vino las tres grandes botellas, regresó con sus amigos.
¿Es preciso explicarlo con detalle? Le acuchillaron allí mis­mo como habían planeado, y, cuando hubieron terminado, uno de ellos dijo:
-Ahora sentémonos y bebamos y pongámonos conten­tos. Luego sepultaremos el cuerpo.
Al decir esto cogió una de las botellas que contenían vene­no y bebió, pasándola luego a su amigo, que también bebió, con lo que ambos perecieron allí mismo.
Por cierto que no creo que el gran médico Avicena haya escrito en cualquier sección de su Libro del Canon en Medicina síntomas de envenenamiento más horribles que los que sin­tieron aquellos dos desgraciados antes de morir. Así fue cómo los dos asesinos, al igual que el envenenador, hallaron su fin.
¡Oh, iniquidad de iniquidades! ¡Traidores asesinos! ¡Oh, maldad! ¡Oh, codicia, lascivia y juego! ¡Tú, blasfemo contra Jesucristo con los más infames juramentos surgidos de la so­berbia y de la costumbre! i Oh, humanidad! ¿Por qué eres tan falsa y agresiva hacia tu Creador, que te hizo y te redimió con la sangre de su precioso Corazón?
Ahora, queridos hermanos, que Dios perdone vuestros pe­cados y os salve del pecado de la avaricia. Mi santo perdón puede curaros a todos vosotros si hacéis ofrenda de peniques de plata o de buenas monedas de oro, broches de plata, cucha­ras o anillos. Bajad vuestra cerviz ante este toro sagrado. Acer­caos, señoras, y haced ofrenda de vuestra lana. Yo anotaré vuestros nombres en mi lista, y así iréis al cielo bendito. Por mi santo poder yo os absuelvo y os dejo limpios y puros como el día en que nacisteis, pero sólo a los que presentan ofrendas.
¡Bien! Así es, señoras, como predico. Que Jesucristo, el gran curador de almas, os conceda su perdón por lo mejor. Yo no os engañaré.
Pero, señores, hay una cosa que olvidé mencionar en mi discurso. En mi bolso llevo las mejores reliquias y bulas que podáis hallar en Gran Bretaña y que he recibido de las mis­mas manos del Papa. Si alguno de vosotros quiere hacer una ofrenda devota y recibir mi absolución, que se acerque a mí, se arrodille aquí y, con humildad, reciba mi perdón. También, si queréis, podéis hacerlo mientras vamos de camino; lo tendréis completamente nuevo en cada mojón que pase­mos, mientras repitáis vuestras ofrendas en buena moneda, plata u oro. ¡Qué gran honor para vosotros tener aquí a un buen bulero que os perdone cualquier pecado que cometáis mientras cabalgáis por el país! ¿Quién sabe si uno o dos de vosotros caerá del caballo y se romperá el cuello?
Pensad en la protección que tenéis todos vosotros por el hecho de que yo, que puedo perdonar a nobles y plebeyos cuando el alma abandona el cuerpo, me halle en vuestra compañía. Mi consejo es que nuestro anfitrión sea el que empiece, pues es el que más hundido está en el pecado.
-Adelantaos, señor anfitrión, y haced vuestra ofrenda el primero y besaréis cada una de estas reliquias. Todo por seis peniques. ¡Vamos, abrid vuestra bolsa!
-No, no -exclamó nuestro anfitrión-. Que Jesucristo me condene. ¿Dar dinero? Maldición, si lo hago. Vos me ha­ríais besar vuestros calzones y juraríais que eran la reliquia de un santo, aunque los hubieseis ensuciado con vuestro culo. Por la Vera Cruz que encontró Santa Elena, antes agarraría vuestros cojones con la mano que vuestras reliquias y recuer­dos santos. Desprendeos de ellos y os ayudaré a llevarlos y se los colocaremos en excrementos de cerdo.
El bulero no contestó palabra; estaba demasiado furioso para hablar.
-Bueno, no voy a hacer más broma con ustedes o con cualquiera que pierda los estribos -dijo nuestro anfitrión. Pero, en eso, al ver que todos los demás reían, el caballero intervino y dijo:
-¡Basta de chanzas! Ya es suficiente. Animaos, señor hu­lero, y dignaos sonreímos; en cuanto a vos, señor anfitrión, amigo mío, os pido que hagáis las paces con el bulero, por fa­vor, y riamos y divirtámonos como antes.
A continuación hicieron las paces y prosiguieron su ca­mino.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL BULERO

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