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domingo, abril 15, 2007

CUENTOS DE CANTERBURY // SECCION VIII

SECCIÓN OCTAVA

1. PRÓLOGO DE LA SEGUNDA MONJA.
2. EL CUENTO DE LA SEGUNDA MONJA.
3. EL PRÓLOGO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO.
4. EL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO.



1. PRÓLOGO DE LA SEGUNDA MONJA

Todos deberíamos hacer lo posible para evitar esta pro­motora y servidora de los vicios, esta portera del um­bral de los placeres, cuyo nombre es ociosidad; debe­ríamos combatirla con su oponente, es decir, con la laborio­sidad o diligencia, para que el diablo no se apodere de noso­tros por nuestra indolencia. Pues una vez observa a un hombre ocioso, ese que nos está acechando de continuo esperando atraparnos con sus mil sutiles engaños, lo caza con su red, no dándose cuenta este hombre de que está agarrado por el ene­migo hasta que lo tiene ya por la solapa.
Deberíamos trabajar en serio para oponer resistencia a la ociosidad, pues aunque solamente nos preocupamos de esta vida, resulta evidente que dicha ociosidad es una maldita tor­peza de la que no se deriva nada bueno o beneficioso. La pe­reza tiene a la ociosidad al otro extremo de la correa, sirvien­do solamente para dormir, comer, beber y devorar el produc­to del trabajo de los demás. Con el fin de alejar de nosotros el tipo de ociosidad que es causa de tantas calamidades, he tratado aquí de traducir fielmente de la Legenda Áurea su glo­riosa vida y pasión, ¡oh tú, cuya guirnalda está entretejida de lirios y rosas!. Me refiero a ti, Santa Cecilia, virgen y mártir.


INVOCACIÓN A LA VIRGEN MARÍA

Tú que eres la flor de todas las vírgenes; tú, de quien San Bemardo gozaba escribiendo; a ti te invocó la primera en este principio. Permíteme celebrar, oh tú, que consuelas al desgraciado pecador, la muerte de tu doncella que, por méri­tos propios, conquistó la vida eterna y obtuvo su victoria so­bre el enemigo, como podréis leer en la historia que sigue. Tú, Doncella y Madre, hija de tu Hijo; tú, fuente de gracia, bálsamo de las almas pecadoras, en la que Dios en su bon­dad eligió residir: humilde y, sin embargo, exaltada por enci­ma de todas las criaturas, tú ennobleciste nuestra pecamino­sa naturaleza hasta tal punto que el Creador no desdeñó el vestir y arropar a su Hijo en carne y huesos y hacer de Él un ser humano. Dentro del bendito claustro de tus entrañas, el eterno amor y la eterna paz -del mundo trino, Señor y Guía, a quien la tierra, el mar y el cielo alaban eternamente sin cesar- tomó la forma humana. Y tú, Virgen Inmacula­da, llevaste en tus entrañas al Creador de todas las criaturas y, sin embargo, retuviste tu pureza de doncella.
En ti la magnificencia está tan unida a la gracia, a la bon­dad y a la compasión, que tú, sol de excelencias, no solamen­te ayudas a los que te rezan, sino que incluso antes de que los hombres soliciten tu ayuda, a menudo, por tu gran benigni­dad, anticipas con largueza sus plegarias y te conviertes en el médico de sus vidas. ¡Oh, hermosa Virgen, dulce y bendita, ayuda ahora a una desterrada en este páramo de amargura! Recuerda a la mujer de Canaán que dijo: «Los perros comen las migajas que caen de la mesa del dueño»; y aunque yo soy una indigna hija de Eva y, por tanto, pecadora, acepta, sin embargo, mi fe. Y como sea que la fe sin obras es estéril, dame el ingenio y la oportunidad de trabajar tanto que pue­da escaparme de esta oscurísima región.
¡Oh, tú, que eres hermosa y te has visto tan favorecida, Madre de Cristo, amada hija de santa Ana, sé mi abogada en ese altísimo lugar en el que el Hosanna se canta eternamente! Ilumina con tu luz mi alma aprisionada, turbada por el con­tagio de mi cuerpo y por el peso de la lascivia terrenal y por los falsos afectos. ¡Oh, tú, mi puerto y refugio! ¡Oh, salva­ción de los que sufren penas y aflicciones, ayúdame ahora, pues estoy a punto de iniciar mi tarea!
Sin embargo, ruego al que lea lo que escribo que me per­done si no me preocupo de adornar el cuento, pues estoy presentando las palabras y el sentido de lo que uno escribió en reverencia por la santa. Yo simplemente sigo el curso de su vida y os ruego que mejoréis mi trabajo allí donde resulte necesario.

INTERPRETACIÓN DEL NOMBRE DE CECILIA

Primeramente me gustaría explicar la etimología. del nom­bre de Santa Cecilia bajo la luz de su historia. En inglés sig­nifica «lirio del cielo» (coeli lilia), en representación de la pura castidad de la virginidad; o quizá se llamó «lirio» por tener la blancura de la honra, la lozanía de la conciencia y el dulce sa­bor de la buena fama. Alternativamente, Cecilia equivale a decir «sendero de los ciegos» (caecis via), debido al ejemplo de su enseñanza. O también, según he leído, Cecilia está com­puesto por cielo (coelum) y Lea. Aquí, figurativamente, cielo significa su santa contemplación, y Lea, su incesante acti­vidad.
Cecilia puede también interpretarse de la siguiente forma: «carente de ceguera» (caecitate carens), por la gran luz de su sa­biduría y sus resplandecientes virtudes. O también quizá el nombre de esta radiante virgen proviene del cielo (coelum) y leos, pues ella puede muy bien ser llamada con toda justicia «un cielo para la gente» (un ejemplo de todas las obras bue­nas y juiciosas). Pues leos significa «gente» en inglés, y de la misma forma que desde el cielo se ven el Sol, la Luna y las estrellas, también en el sentido espiritual uno puede ver en esta noble virgen la magnanimidad de fe, la perfecta claridad de su sabiduría y muchas obras brillantes y excelentes. Los cultos han escrito que las esferas celestes son veloces, redon­das y ardientes; también era así la blanca y hermosa Cecilia, siempre veloz y diligente en las buenas obras, perfecta y en­tera en su perseverancia, siempre ardiente con la radiante lla­ma de la caridad. Acabo de explicar su nombre.


2. EL CUENTO DE LA SEGUNDA MONJA

Según consta en su Vida, la hermosa virgen Cecilia na­ció de una noble familia romana y fue educada desde la cuna en la fe de Cristo, cuyo Evangelio nunca estu­vo ausente de sus pensamientos. Y he visto escrito que jamás cesó de amar y temer a Dios o rezarle para que le conservase su virginidad. Ahora bien, cuando ella iba a casarse con un joven llamado Valenano y llegó el día de la boda, era tal la humildad y la piedad de su espíritu, que llevaba sobre la piel una tela de saco, oculta bajo una túnica dorada que le senta­ba muy bien. Y cuando el órgano sonó una pieza musical, ella, en lo recóndito de su corazón, entonó a Dios el siguien­te cántico:
-Oh, Señor, guarda mi alma y mi cuerpo y manténlos sin mácula, para que no perezca. (Cada dos días ayunaba y se entregaba a rezos continuos y fervientes por el amor de Aquel que murió en el madero.) Llegó la noche, y cuando, según la costumbre, debía irse a la cama con su esposo, le habló en privado a éste y le dijo: -Dulce, querido y amantísimo esposo. Existe un secreto que puede ser que te guste oír. Te lo contaré si me prometes que no lo vas a revelar.
Valeriano se comprometió bajo juramento a que nunca le traicionaría en circunstancia alguna, pasase lo que pasase. Al fin le dijo ella:
-Tengo un ángel que me ama con un amor tan grande, que tanto si estoy despierta como dormida siempre está aler­ta vigilando mi cuerpo. Si él se da cuenta de que tú me tocas o me das amor carnal, te matará en el acto sin dudarlo ni un momento, por lo que morirías en la flor de la juventud. Pero si me proteges con un amor puro, gracias a tu pureza te ama­rá tanto como a mí y te revelará su resplandor y su gozo.
Valeriano, inspirado de esta forma de acuerdo con la vo­luntad de Dios, repuso:
-Si tengo que confiar en ti, déjame ver a este ángel y dar­le un vistazo. Si resulta ser un verdadero ángel, actuaré como me has pedido; pero si amas a otro hombre, entonces, crée­me os mataré a ambos, aquí mismo con esta espada.
A lo que Cecilia replicó inmediatamente:
-Verás el ángel si así lo quieres, pero ha de ser con la con­dición de que creas en Cristo y recibas el bautismo. Sal y di­rígete a la Vía Apia, que está solamente a tres millas de esta ciudad, y habla a la gente pobre que vive allí, según te instrui­ré. Diles que yo, Cecilia, te envío a ellos para que te lleven hasta el buen anciano Urbano por motivos secretos y una santa finalidad. Cuando tú veas a San Urbano, dile lo que te he contado; y cuando hayas sido bautizado y estés limpio de pecado, entonces, antes de irte, verás a ese ángel.
De acuerdo con estas instrucciones, Valeriano se fue hacia dicho lugar y allí encontró a este santo varón Urbano, tal como se lo había dicho, oculto entre las catacumbas de los santos.
No perdió tiempo en darle el mensaje. Después de recibir­lo, Urbano alzó las manos de alegría y dejó que las lágrimas resbalasen por sus mejillas.
-Dios Todopoderoso, ¡oh Señor Jesucristo! -dijo él-. Tú, Sembrador del ideal casto y Pastor de todos nosotros, toma para ti el fruto de esta semilla de castidad que Tú has sembrado en Cecilia. Como una abeja, laboriosa e inocente, tu doncella Cecilia te sirve continuamente. El esposo que ha tomado, que estaba como un león rampante, lo ha enviado aquí hacia ti, suave como un corderito.
Y mientras el anciano estaba hablando, otro anciano ves­tido con ropajes de una blancura radiante, que llevaba en su mano un libro escrito con letras de oro, se apareció súbita­mente y se quedó inmóvil de pie frente a Valeriano. Al verlo, Valeriano cayó al suelo aterrorizado y como muerto, a lo que el otro, asiéndole, empezó a leer el libro:
-Un Señor, una Fe, un Dios solamente; una Cristiandad, un Padre para todos vosotros, omnipresente y supremo. Todas estas palabras estaban escritas en oro. Cuando ter­minó de leerlas, el anciano exclamó:
-¿Crees o no crees en estas palabras? Responde sí o no. -Todo esto creo -replicó Valeriano-. Pues me atrevo a sostener que ningún hombre puede concebir nada más cier­to bajo el cielo.
Después de ello el anciano se desvaneció en el aire, sin que él supiera adónde había ido, y el Papa Urbano hizo un cris­tiano de él allí mismo.
Valeriano regresó a casa y encontró a Cecilia de pie en su habitación con un ángel. El ángel llevaba en sus manos dos guirnaldas, una de rosas y otra de lirios; tengo entendido que dio la primera a Cecilia y luego la segunda se la entregó a su marido Valeriano.
-Conserva siempre estas guirnaldas, con pureza de cuer­po y mente sin mácula -dijo él-. Las he traído a vosotros desde el Paraíso; os aseguro que no se marchitarán nunca, ni perderán su dulce aroma, ni la verá ninguna persona, a me­nos de que sea casta y odie la maldad. En cuanto a ti, Vale­riano, por haber reaccionado tan rápidamente al buen conse­jo, puedes pedirme lo que desees y te será concedido.
A esto Valeriano replicó:
Tengo un hermano al que amo más que a ningún hom­bre. Te ruego que le dejes tener la gracia de conocer la verdad como yo la he conocido aquí.
-Tu petición -respondió el ángel- es agradable a Dios: ambos asistiréis a su fiesta celestial portando la palma del martirio.
Mientras hablaba llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano. Percibiendo el aroma que se desprendía de las rosas y de los lirios, quedó profundamente asombrado en su fuero interno.
-¿De dónde proviene este dulce olor a rosa y lirio que se nota en este aposento y en esta época del año? -dijo-. Ei aroma difícilmente sería más penetrante si estuviese cogiéndolas con la mano. La dulce fragancia que percibo en mi co­razón ha cambiado todo mi modo de ser.
-Tenemos -le contó Valeriano- dos brillantes y res­plandecientes guirnaldas: una blanca como la nieve; la otra, roja rosada, que tus ojos no pueden ver. Pero como sea que recé para que tú pudieses olerlas, querido hermano, también las verás, si te apresuras a creer y a conocer la pura verdad.
Tiburcio repuso:
-¿Me estás diciendo esto a mí o lo estoy oyendo en un sueño?
-Estate seguro, hermano, que los dos hemos estado so­ñando hasta ahora -replicó Valeriano-; pero ahora, por primera vez, estamos en la verdad.
-¿Cómo lo sabes y de qué modo? -preguntó Tiburcio. -Te lo explicaré -replicó Valeriano-.
La verdad me la enseñó el ángel de Dios que tú también podrás ver si renun­cias a los ídolos y quedas limpio; pero no podrás si sigues así. San Ambrosio decidió hablar sobre el milagro de las dos guirnaldas en uno de sus prefacios. El excelente y amador Doc­tor, solemnemente, dice así: «Para recibir la palma del martirio, Santa Cecilia, llena de la Gracia de Dios, abandonó el mundo e incluso su lecho de matrimonio; fue testigo de la conversa­ción de Tiburcio y Valeriano, a quien Dios en su bondad le pro­porcionó dos guirnaldas de flores suavemente perfumadas y se las envió por medio de su ángel. La doncella llevó a los dos hombres a la gloria eterna. El mundo ha aprendido verdadera­mente la recompensa de la casta devoción al amor espiritual.
Entonces Cecilia demostró claramente a Tiburcio que to­dos los ídolos eran manifiestamente inútiles, pues no sola­mente son mudos, sino sordos; y le conminó a repudiarlos.
-El que no cree esto, verdaderamente no es más que una bestia del campo -dijo Tiburcio.
Al oír esto, ella le besó el pecho, contenta hasta más no poder de que pudiese ver la verdad.
-Desde hoy te tengo por camarada mío -le dijo esta bendita doncella, hermosa y amada-. Pues –prosiguió- del mismo modo que el amor de Cristo me hizo esposa de tu hermano, por este mismo motivo, ya que estás dispuesto a renunciar a tus ídolos, te tomo por camarada mío aquí y ahora. Ve ahora con tu hermano y que te bauticen; purifica­te, además, para poder contemplar el rostro del ángel del que ha hablado tu hermano.
-Querido hermano -contestó Tiburcio-, primero dime adónde debo ir y a quién debo presentarme.
-¿A quién? -exclamó Valeriano--. Esto sería algo mila­groso, me parece. ¿Quieres decir a ese Urbano que ha sido condenado a muerte tantas veces y vive en agujeros y rincones, hoy está aquí, mañana, allí, y no se atreve ni una sola vez a sacar fuera la cabeza? Si se le encontrase o se le denun­ciase, le quemarían en una hoguera y a nosotros también para hacerle compañía. Y mientras buscamos a esta Deidad que se oculta allí en el cielo, en este mundo vamos a acabar ardiendo en la hoguera.
Cecilia le contestó con decisión:
-Mi querido hermano, los hombres podrían muy bien temer, y con razón, el perder sus vidas si no existiese otra vida que ésta. Pero no temas: hay otra vida que nunca po­drá perderse. A través de su gracia, el Hijo de Dios nos lo ha dado a conocer. El Hijo de aquel Padre que hizo todas las cosas; y, ciertamente, el espíritu que procede del Padre ha dotado de alma a todas las criaturas con inteligencia y capacidad de raciocinio. En sus parábolas y milagros, mientras estaba en este mundo, el Hijo de Dios nos ha mostrado que hay otra vida donde los hombres pueden re­sidir.
-Querida hermana -replicó a esto Tiburcio-, ¿no me acabas de decir ahora mismo algo parecido a esto: que no hay más que un Dios, un único verdadero Señor? ¿Cómo es que ahora me hablas de tres?
Te lo explicaré antes de que haya acabado -dijo ella-. De la misma forma que un hombre posee tres facultades, memoria, imaginación y raciocinio, igualmente puede haber tres Personas en un único Ser Divino.
Entonces ella comenzó a predicarle en serio sobre la veni­da de Cristo al mundo y le relató todo lo referente a sus sufrimientos y particularidades de su Pasión: cómo, para redimir a la Humanidad que estaba sumida en pecado mortal, el Hijo de Dios se vio obligado a vivir en este mundo. Todas es­tas cuestiones se las explicó a Tiburcio. Después de esto, lleno de santa aspiración, se fue con Valeriano a ver al Papa Urbano, que dio gracias a Dios y le bautizó con el corazón lleno de gozo y contento. Allí y entonces completó su ins­trucción y le convirtió en caballero de Dios. Después de esta ceremonia, Tiburcio alcanzó tal gracia, que cada día veía al ángel de Dios en este mundo temporal, y todas las gracias que le pedía a Dios se le concedían rápidamente.
Sería muy dificil relacionar los muchos milagros que Jesús realizó por su mediación; pero, finalmente, los oficiales de la ciudad de Roma les buscaron y prendieron, llevándoles ante el prefecto Almaquio, quien les examinó e interrogó hasta averiguar sus objetivos e intenciones. Entonces les envió ha­cia la estatua de Júpiter diciendo:
-Esta es mi sentencia: el que no ofrende sacrificios a Jú­piter será decapitado.
A continuación, un tal Máximo, oficial subordinado del prefecto, arrestó a los mártires a que me refiero, pero sintió compasión de ellos y se puso a llorar mientras se llevaban a los santos. Y cuando Máximo escuchó sus enseñanzas, obtu­vo permiso de los verdugos y se los llevó inmediatamente a su casa. Antes de que anocheciera, esas enseñanzas no sola­mente libraron a Máximo y a toda su familia de sus falsas creencias, sino también a sus ejecutores, e hicieron que todos ellos creyesen en un único Dios.
Al caer la noche, Cecilia vino con sacerdotes y les bautiza­ron a todos juntos. Más adelante, cuando clareó, les habló con suma gravedad:
Ahora, queridos soldados de Cristo, arrojad de vosotros todas las obras de las tinieblas y armaos todos con la armadu­ra de la luz. Habéis luchado una gran batalla en pos de la ver­dad; vuestra carrera ha sido corrida y habéis mantenido la fe. Id y recibir la corona inmarcesible de luz que el buen juez, a quien habéis servido, os dará según vuestros merecimientos

Poco después de haberles dirigido esas palabras fueron conducidos a efectuar el sacrificio. Sin embargo, cuando lle­garon al lugar, se negaron en redondo tanto a ofrendar sacri­ficios como incienso; en su lugar se arrodillaron con el cora­zón humilde y una firmísima devoción.
Fueron decapitados allí mismo; sus almas subieron direc­tamente al Rey de la gracia. Máximo, que lo había visto todo, fue testigo de todo, y llorando amargamente anunció que ha­bía visto a sus almas elevarse hacia el cielo ayudadas por án­geles de claridad y luz.
Sus palabras convirtieron a muchos, y, por dicho motivo, Almaquio hizo que le azotasen con tal severidad con un láti­go de plomo, que su vida le abandonó.
Entonces Cecilia recogió su cadáver y, con gran secreto, le en­terró, junto a Tiburcio y a Valeriano, bajo una piedra de su pro­pio cementerio. Al enterarse, Almaquio ordenó inmediatamen­te a sus oficiales que fuesen en busca de Cecilia para que, públi­camente, pudiese realizar sacrificios y ofrecer incienso a Júpiter ante su presencia. Pero aquéllos, que habían sido convertidos por sus sabias enseñanzas, lloraron amargamente y, dando completo crédito a lo que ella afirmaba, gritaron una y otra vez:
-Cristo, el Hilo de Dios y su Co-Igual -que es servido por tan buen criado, es el verdadero Dios-, ésta es nuestra creencia y esto lo sostenemos unánimemente, aunque luego perezcamos.
Al enterarse de estos sucesos, Almaquio ordenó que le tra­jesen a Cecilia para poder verla. Y esto fue lo primero que él le preguntó:
-¿Qué clase de mujer eres? -Nací noble -dijo ella.
Te estoy preguntando por tu fe y tu religión, aunque esto puede ocasionarte problemas.
-Has empezado tu interrogatorio de un modo estúpido -replicó ella-. Tú esperas dos respuestas a una sola pregun­ta. Preguntaste como un tonto.
Ante esta insolencia, Almaquio replicó:
-¿De dónde sacas estas respuestas tan despectivas?
-¿De dónde? -respondió Cecilia-. De la conciencia y de una fe franca y buena.
-¿No tienes respeto a mi autoridad? -añadió Almaquio.
-Tu poder no tiene nada para infundir temor; el poder de los hombres mortales no es más que una vejiga llena de aire. La punta de una aguja puede desinflar su hinchado orgullo.
-Tú empezaste mal y persistes en él -dijo-. ¿Ignoras que nuestros nobles y poderosos príncipes han dispuesto y ordenado que todo cristiano sufra castigo a menos que re­nuncie a su fe y quede libre abjurando de ella?
Tus príncipes están equivocados y también lo están tus nobles -añadió Cecilia-. Nos haces culpables por una ley estúpida, aunque la verdad es que no somos culpables. Eres tú, que te das perfectamente cuenta de nuestra inocencia, que nos imputas el crimen y viertes odio sobre nosotros por­que reverenciamos a Cristo y llevamos el nombre de cristia­nos. Pero nosotros, que conocemos el poder de este nombre, no podemos abjurar de él.
-Tienes dos opciones a elegir -replicó Almaquio-. O bien realizar sacrificios, o renuncias a tu cristianismo. De este modo puedes librarte.
Al oír eso, la bendita y santa virgen se echó a reír. -¡Mira que estar condenada a escuchar semejante san­dez! -dijo ella al juez-. ¿Querrías que renunciase a la ino­cencia y me convirtiese en criminal? Miradle: se está ponien­do en ridículo frente a todo el tribunal; su mente delira, y mira fijo como un loco.
-¡Desgraciada! -exclamó Almaquio-. ¿No te das cuen­ta del alcance de mi poder? ¿No me han concedido nuestros poderosos príncipes poder y autoridad para la vida o la muer­te? ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra con tanta arro­gancia?
-No hablo con arrogancia, sino con firmeza -profirió ella-. Por mi parte, puedo decir que nosotros, los cristianos, tenemos un odio mortal hacia el pecado de orgullo. Y si no tienes miedo de escuchar la verdad, yo demostraré pública­mente y de manera convincente que has proferido una monstruosa mentira. Tú dices que tus príncipes te han otor­gado poder de vida y muerte sobre la gente: tú solamente puedes destruir vidas. Tú no tienes otra autoridad o poder. Lo que tú sí puedes decir es que tus príncipes te han hecho servidor de la muerte. Si pretender ser más, mientes, pues tu poder es escaso.
-¡Ya he tolerado bastante insolencia de tu parte! -excla­mó Almaquio-. Antes de que te vayas, haz sacrificios a nuestros dioses. No me importan los insultos que lances con­tra mí, pues los puedo soportar como un filósofo; pero lo que no soportaré serán los improperios que acumulas contra nuestros dioses.
-Tú, estúpida criatura -contestó Cecilia-. Desde el pri­mer momento en que abriste la boca, cada una de tus pala­bras me han proclamado tu estulticia y me has demostrado por todos los medios que eres un oficial ignorante y un juez impotente. Para lo que te sirven tus ojos corporales, podrías estar completamente ciego, pues una cara que vemos todos es una piedra, lo cual es completamente obvio, una piedra a la que tú llamas un dios. Sigue mi consejo, ya que no puedes hacer caso de esos ojos tuyos. Coloca tu mano sobre ella y pálpala: verás que es una piedra. ¿No te da vergüenza de que la gente se ría de ti y se mofe de tu estupidez? Pues todo el mundo sabe que Dios Todopoderoso está arriba en los cie­los, mientras que estos ídolos, como puedes ver fácilmente, no sirven de nada ni a ti ni a sí mismos; de hecho, no valen ni un cuarto.
Estas y otras parecidas palabras profirió Alicia hasta que Al­maquio se puso furioso y ordenó que se la llevasen a su casa. -Quemadla en un baño de llamas en su propia casa -añadió él.
Y tal como lo mandó, se hizo. La introdujeron en una ba­ñera, que cerraron, y encendieron un gran fuego debajo, que mantuvieron encendido noche y día. Ella se pasó así toda la santa noche y el día siguiente, pero a pesar de todo el fuego y el calor del baño ella seguía fresca y sin sentir dolor alguno, ni siquiera sudaba.
Pero en aquella bañera tenía que perder la vida, pues, en la iniquidad de su corazón, Almaquio envió un mensajero con órdenes de asesinarla allí mismo. El verdugo le asestó tres golpes al cuello, pero no pudo cercenárselo del todo. Y como sea que en aquella época había una ley por la cual nadie po­dría sufrir el castigo de que le asestasen un cuarto golpe, ni ligero ni fuerte, no se atrevió a hacer más, y se marchó deján­dola allí medio muerta con el cuello abierto por los cortes. Los cristianos que estaban a su alrededor recogieron cuidadosamente la sangre en sábanas. Tres días vivió ella en medio de este tormento, sin dejar de enseñar y predicar la fe a los que ella había convertido. Les encargó que entregasen sus bienes y objetos al Papa Urbano diciendo:
-Pedí al Rey del Cielo tres días de respiro, no más, para poder encomendar estas almas a vosotros antes de marchar­me y encargaros que mi casa sea convertida en iglesia para siempre jamás.
San Urbano y sus diáconos se llevaron en secreto su cuer­po y lo enterraron de noche, honorablemente, junto a los de­más santos. Su casa se llama iglesia de Santa Cecilia; San Ur­bano fue quien la consagró como correspondía, hasta hoy, donde Jesucristo y su Santa han sido siempre venerados.

3. EL PRÓLOGO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

Cuando se terminó el relato de la vida de Santa Ceci­lia -no habíamos corrido más de cinco millas a ca­ballo-, nos alcanzó un hombre en Boughton-un­der-Blean
7. Iba vestido con ropas negras y llevaba una sobre­pelliz blanca debajo. Parecía como si hubiese espoleado fuer­te en las últimas tres millas, ya que su rocín, de color gris mo­teado, estaba completamente empapado de sudor, mientras que el caballo sobre el que montaba su criado estaba tan re­cubierto de espuma que apenas si podía continuar. La espu­ma sobre el arnés del pecho era tan espesa y estaba salpicado de tal forma, que parecía una urraca.
Sobre la grupa tenía una bolsa de cuero que llevaba dobla­da; parecía que transportaba poca cosa y viajaba con una im­pedimenta ligera de verano. Estaba preguntándome de quién se trataba, cuando observé la forma en que su caperuza iba cosida a su capa. Por ello, después de reflexionar un poco, pensé se trataba de una especie de canónigo.
Su sombrero colgaba de su espalda por un cordel, pues ha­bía cabalgado más rápido que al paso o al trote: había estado galopando como un loco. Llevaba una hoja de bardana de­bajo de la caperuza para que no se le pegase el sudor y man­tener la cabeza fresca. Era algo digno de ver de qué forma sudaba: su frente goteaba como un alambique lleno de cañarroya o panetana. A1 acercársenos manifestó:
-Dios bendiga a este grupo tan alegre; he estado galopan­do de firme por vuestra culpa. Quería alcanzaros e integrar­me a esta feliz comitiva.
Su criado, también de modo muy cortés, comentó: -Señores, os vi cuando salisteis esta mañana de la hospe­dería, montados en vuestros caballos; por lo que se lo comu­niqué a mi señor y dueño aquí presente, pues tiene muchas ganas de cabalgar junto a vosotros para su diversión, ya que le encanta charlar.
-Habéis tenido suerte en decírselo, amigo mío -dijo nuestro anfitrión-, pues vuestro dueño ciertamente parece ser una persona de recursos, o así lo creo yo, y lleno de mu­cho ánimo. Le agradeceré que nos cuente uno o dos cuentos agradables para divertir a la concurrencia.
-¿Quién, señor? ¿Mi dueño? ¡Ya lo creo que sí! Sabe más de lo necesario sobre diversiones y juegos. Creedme, señor, si le conocieseis tan bien como yo, os quedaríais sorprendidos de su destreza y capacidad en toda clase de asuntos. Se ha en­cargado de muchos grandes proyectos que resultarían muy dificiles para cualquiera de los presentes de llevar a cabo, a menos que él os enseñase cómo hacerlo. Aunque tiene un as­pecto corriente cabalgando así junto a ustedes, descubriréis que vale la pena conocerle. Llegaría incluso a apostar todo lo que poseo a que pagaríais una suma considerable por haber­le conocido. Os haré una advertencia: se trata de un hombre distinguido, de un hombre verdaderamente notable.
-Bueno -dijo nuestro anfitrión-. Entonces decidnos si se trata o no de un clérigo. Decidnos quién es.
-No, es mucho más que un clérigo, ciertamente -res­pondió el criado-. Os contaré algo de su profesión en po­cas palabras. Permitidme que os diga que mi dueño conoce artes secretas (pero no todos aprenderéis sus secretos de mí). Yo le ayudo un poco en su trabajo; podría volver patas arri­ba todo el terreno por el que cabalgamos hasta la ciudad de Canterbury y pavimentarlo todo de oro y plata.
Cuando el criado manifestó eso, nuestro anfitrión ex­clamó:
-¡Dios nos bendiga! Me parece bastante maravilloso que vuestro dueño sea tan ingenioso y sepa tanto al respecto y se preocupe tan poco de su aspecto. Lleva una capa que no vale un pito. ¡Maldita sea! Está sucia y andrajosa. ¿Cómo es que vuestro dueño va tan desastrado si tiene poder económico para comprar mejor paño? Suponiendo, claro está, que sea cierto lo que decís. Explicádmelo, por favor.
-¿Por qué me preguntáis a mí? -dijo el criado-. ¡Que Dios me perdone! Nunca mejorará (aunque jamás admitiré haber dicho esto, por lo que, por favor, guardáoslo para vos). En mi opinión, es demasiado inteligente y me quedo corto. Suficiente ya es igual que un banquete, como suele decirse; demasiado es un error. Este es el motivo por el que le creo tonto e idiota. Cuando un hombre tiene demasiado cerebro, ocurre que lo utiliza mal. Esto es lo que le pasa a mi amo. Es para mí una maldición, si Dios no lo arregla. Esto es todo lo que puedo deciros.
-No os importe, buen criado -añadió nuestro anfi­trión-; pero como conocéis los talentos de vuestro dueño, permitidme que os presione para que me digáis qué es lo que hace, y a qué es tan mañoso e ingenioso. ¿Dónde vive, si es que puede preguntarse?
-En las afueras de una ciudad -respondió él-, escon­diéndose por rincones y callejuelas en los que se reúnen co­rrientemente ladrones y asaltadores, viviendo constantemen­te ocultos y temerosos como todos los que no se atreven a mostrar el rostro; así es como vivimos, si es que hay que de­cir la verdad.
-¿Puedo preguntaros algo más? -prosiguió nuestro anfitrión-. Decidme, ¿por qué vuestro rostro está tan des­colorido?
-¡Por San Pedro! -exclamó el criado-. He sido desafor­tunado, he aquí el por qué. Estoy tan acostumbrado a soplar el fuego, que, supongo, eso me ha cambiado el color. No me paso el tiempo mirándome en los espejos, sino trabajando hasta matarme y aprendiendo a transmutar metal en oro. Nos llegamos a marear mirando fijamente el fuego; pero, a pesar de todo, no conseguimos lo que esperamos y nunca al­canzamos nuestro objetivo. Engañamos a bastante gente y les pedimos prestado, digamos una libra o dos, o diez, o doce, o incluso sumas mayores de oro, y les hacemos creer que, por lo menos, podemos doblar su dinero. Pero todo son mentiras, aunque tenemos fundadas esperanzas de que pue­de hacerse y seguimos tratando de conseguirlo. Sin embargo, la ciencia de la alquimia está tan lejos de nosotros, que no podemos ponemos al corriente, digamos lo que digamos; se nos escapa tan deprisa.... que al final acabaremos mendigando.
Mientras el criado estaba diciendo todo esto con su parlo­teo, el canónigo se acercó a él y oyó todo lo que decía. Este canónigo siempre sospechaba de la gente habladora. Pues, como dice Catón, los que tienen culpa creen que todo el mundo habla de ellos. Este fue el motivo por el que se acercó más al criado para oír sus comentarios.
Entonces gritó al criado y le dijo:
-Contén tu lengua. No digas ni una palabra más. Si no te callas, haré que te arrepientas. Me estás difamando ante es­tas personas y, lo que es más, les estás revelando lo que debe permanecer oculto.
-Está bien -añadió el anfitrión-. Seguid contando. No me importa el qué. Y no hagáis el menor caso de sus amenazas. -¡Pues claro que no le haré caso! -replicó el criado.
Y cuando el canónigo vio que no había nada a hacer y que su criado estaba dispuesto a contar todos sus secretos, contra­riado y humillado, se volvió y salió huyendo.
-¡Ah! -exclamó el criado--. Pues nos divertiremos con eso. Ahora, viendo que se ha ido, os contaré todo lo que sé.... ¡que el diablo le ahogue! Desde ahora, os prometo que no tendré nada más que ver con él, tanto si me ofrece libras como peniques. ¡Que penas y oprobios caigan sobre su cabe­za! Fue el primero en arrastrarme a este juego (que no ha sido para mí ningún juego, os lo aseguro). Pensad lo que penséis, estos son mis sentimientos. Sin embargo, a pesar de toda la infelicidad, aflicciones, trabajos y desgracias que el asunto me trajo, nunca me decidía a separarme del mismo. ¡Ojalá Dios quisiese que tuviera cerebro para contaros todo lo que se relaciona con esta ciencia! Con todo, os diré algo sobre eso. Como sea que mi amo se ha marchado, no me callaré nada. Contaré todo lo que sé.

4. EL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

Llevo viviendo siete años con este canónigo y no he ad­quirido casi nada de su ciencia. Por ella, he perdido todo lo que tenía, como -Dios lo sabe- muchos otros además de mí. Hubo un tiempo en que solía ser alegre y animoso y tenía buenos trajes y adornos; ahora, un viejo calcetín me sirve de gorro. Mi rostro era fresco y lozano; aho­ra, es plomizo y marchito. Meteos en la alquimia y veréis con cuánta amargura os arrepentiréis. Mis ojos todavía lagrimean por la forma con que se me ha tomado el pelo. ¡Ved lo que se consigue con la alquimia!
Esta ciencia resbaladiza me ha dejado con lo puesto. Me he quedado sin recursos. Y, además, para colmo, la verdad es que estoy tan endeudado por el oro que he tomado prestado que, mientras viva, no alcanzaré a pagarlo. Ojalá sea yo una seria advertencia para todos. Cualquiera que se meta en ella, ya va listo si persiste. Esto es lo que opino. Pues todo lo que conseguirá será un cerebro embotado y el bolsillo vacío. Y cuando todos sus bienes se hayan arriesgado y perdido por su locura e insensatez, excitará a otros, que también perderán lo suyo, como lo perdió él. Los sinvergüenzas encuentran que es una diversión y un consuelo el tener compañeros en la desgracia, o, por lo menos, así me lo enseñó un estudioso. Pero no importa: os contaré lo que hacemos.
Parecemos muy sabios en el laboratorio -nuestra jerga es muy rara y técnica-, en donde practicamos esta recóndita ciencia nuestra. Yo soplo el fuego hasta que el corazón no puede más. ¿Por qué tengo que daros todas las proporciones de los ingredientes? Por ejemplo, cinco o seis onzas de plata, o alguna cantidad parecida. O entretenerme dándoos sus nombres: oro, pimentel, huesos quemados, limaduras de hierro molidas hasta convertirlas en polvo fino, y describir cómo se ponen dentro de una cazuela de loza (se pone sal y pimienta antes de colocar los polvos que ya he mencionado), cubriéndola herméticamente con una placa de vidrio, junto con muchas otras cosas; de la forma con que el vidrio y la ca­zuela se cierran herméticamente con arcilla para que no se pueda escapar el aire; de cómo se regula el fuego, de vivo a moderado; de los esfuerzos y trastornos que pasamos vapori­zando nuestros ingredientes, amalgamando y calcinando la plata viva, llamada también mercurio crudo.
A pesar de aplicar todo nuestro ingenio, nunca consegui­mos resultado positivo alguno. Nada sirve de nada, ni el oro­pimentel, ni el mercurio sublimado, ni el protóxido de plo­mo molido en un mortero de pórfido, tantas onzas de cada uno: todos nuestros esfuerzos resultan vanos. Ni los gases que se desprenden, ni los sólidos que se quedan pegados en el fondo de la cazuela tienen la menor utilización para el tra­bajo que hacemos. Todo nuestro afán y sus correspondientes horas perdidas son inútiles. Y todo nuestro capital queda también volatilizado. ¡Así se lo lleve el diablo!
Hay tantas cosas referentes a esta ciencia nuestra, que por no tener instrucción, no las podré repetir ordenadamente. Sin embargo, las iré enumerando tal y como me vengan a la memoria, aunque no sepa situarlas en la categoría adecuada: arcilla armenia, verdete, bórax, varios recipientes de vidrio y loza: orinales, retortas, redomas, crisoles, vaporizadores, re­tomas de calabaza, alambiques y materiales diversos que no valen ni un pimiento. No hace falta relacionarlo todo: agua rubificada, hiel de toro, arsénico, sal, amoniaco, azufre... Y si quisierais perder el tiempo podría recitar toda una serie de hierbas: agrimonia, valeriana, lunaria, etc..., y otras muchas que no es preciso mencionar.
Nuestras lámparas ardían noche y día tratando de conse­guir resultados; nuestros hornos para calcificar, o para albifi­cación del agua, cal viva, yeso blanco del hueso; diversos pol­vos, ceniza, excremento, orina, arcilla, receptáculos encera­dos, salitre, vitriolo; las distintas formas de arder de la made­ra y del carbón vegetal; potasa, álcali, sal preparada, tostados, coagulados, arcilla mezclada con pelo de caballo o pelo hu­mano, aceite tártaro, alumbre de roca, levadura, mosto, tárta­ro en bruto, rejalgar. Y, asimismo, la incorporación de otras sustancias absorbentes: nuestra plata citronizada y sustancias en fermentación o selladas herméticamente; nuestro moldes, nuestras probetas y todo el resto.
Os lo repetiré tal y como me lo enseñaron: los cuatro es­píritus y los siete cuerpos, por su orden. Así se los he oído nombrar a mi dueño.
El primer espíritu se llama plata viva (o azogue); el segun­do, oropimentel; el tercero, sal amoniaco, y el cuarto, azufre. Aquí tenemos ahora a los siete cuerpos: el oro, que corres­ponde al Sol; la plata, a la Luna; el hierro, a Marte; la plata viva, a Mercurio; el plomo, a Saturno; el estaño, a Júpiter, y el cobre, a Venus. ¡Como que soy hijo de mi padre!
Nadie que se meta en esta condenada ciencia obtendrá lo suficiente para ir tirando: perderá cada penique que se gaste en ella. De esto no albergo ni la más pequeña duda. ¿Alguien quiere ponerse en ridículo? Que estudie alquimia. Si tenéis dinero, también podréis ser alquimista. ¿Creéis quizá que es demasiado fácil de aprender? No, no, cien veces no. Tanto si sois monjes, frailes, sacerdotes, canónigos, no importa el qué, y os paséis sentados días y noches con vuestros libros es­tudiando esta ciencia tenebrosa y maravillosa, Dios sabe que será en vano, y -¡por Dios!- peor que en vano.
En cuanto a enseñarla a un hombre sin cultura... ¡Bah! No habléis de ello: no puede hacerse. Pero tanto si habéis estu­diado libros como si no, al final, lo mismo da. Por mi salva­ción, si estudiáis alquimia, cuando terminéis, estaréis exacta­mente donde estabais al principio: es decir, no habréis llega­do a ninguna parte.
Pero -ahora que me acuerdo- olvidé relacionar los áci­dos, las limaduras de metal, los modos de reblandecer y de endurecer sustancias, los óleos, abluciones y metales fusibles (la lista completa excedería a cualquier libro existente). Sería conveniente que me diese un descanso y dejar de recitar to­dos estos nombres, pues juro que he repetido los suficientes para hacer alzar del infierno al más ceñudo de los diablos. ¡Ah, no! ¡Que se vaya a la porra!
Todos nosotros buscamos la Piedra Filosofal o Elixir, como también se la llama. Si al menos la hubiéramos conse­guido, estaríamos salvados. Pero declaro -como hay Dios en el cielo- que, a pesar de toda nuestra maña y todo nues­tro ingenio, y de haberlo hecho, no quiso salirnos. Nos hizo desperdiciar todo lo que poseíamos, un pensamiento que casi nos volvería locos si no fuese por la constante esperanza que alimentaba nuestros corazones, incluso en los momen­tos más amargos, de que la Piedra Filosofal conseguiría final­mente salvarnos. Tales suposiciones son duras y dolorosas, os lo advierto muy seriamente.
Constituye una investigación sin fin. El confiar en el tiempo futuro hace que los hombres se separen de todo lo que tienen. Sin embargo, de esta ciencia nunca tienen bas­tante. Parece conllevar un fatal encantamiento. Pues aun­que no tuviesen más que una sábana para envolverse por las noches o una vieja capa para cubrir sus espaldas duran­te el día, se las venderían para gastarse el dinero en la alqui­mia. No pueden detenerse hasta que ya no queda nada. Además, dondequiera que vayan se les puede reconocer por el olor a azufre que desprenden. Despiden vaho como las cabras. Creedme, su hedor es tan caliente y tan cameril, que se les huele a una milla de distancia. Por consiguiente, si lo deseáis, podéis descubrir que se trata de gentes así, tan­to por su mal olor como por sus harapos deshilachados. Y si les llamáis aparte y les preguntáis por qué van tan mal vestidos, os susurrarán al oído que si les descubriesen, se­rían condenados a muerte por su alquimia. Así es cómo despluman al inocente.
Basta de esto. Continuaré mi relato.
Antes de que la cazuela sea puesta al fuego, mi maestro y nadie mas que él- calienta una cierta cantidad de meta­les -ahora que se ha ido puedo hablar-, pues dice de él mismo que es un experto; al menos sé que se ha ganado di­cha reputación. Sin embargo, siempre se está metiendo en lios. ¿Me preguntáis cómo? Generalmente suele suceder que la cazuela estalla, y así, ¡adiós a todo!
Estos metales son tan combustibles que nuestras pare­des podían resistirlos únicamente si estuvieran construidas de piedra y mortero; pues sucede que atraviesan directa­mente los muros y parte del material se filtra por el suelo. De esta forma hemos perdido algunas libras, ya que parte queda esparcida por el suelo y el resto sale disparado hacia el techo.
Aunque el diablo nunca se nos aparece, apuesto cualquier cosa a que el viejo enredón está allá haciéndonos compañía. Es dificil que en el infierno, donde ése es amo y señor, haya más cólera, rabia y rencor. Pues cuando nuestra cazuela salta en pedazos por los aires, como he dicho, entonces todos em­piezan a reñir y a sentirse fastidiados.
-Esto es por la forma en que se hizo el fuego -dice uno. Otro afirma:
-No, los que enredaron la cosa fueron los fuelles (y en­tonces me asusto, pues ésa es mi tarea).
-Los materiales -exclama un tercero- no tenían la pro­porción adecuada. No sabéis de qué estáis hablando.
-No -dice un cuarto-, callad y escuchadme: eso ocu­rrió porque en el fuego no había haya: esa es la única y sola razón. ¡Que me confunda si miento!
Yo, personalmente, no tengo idea de qué fue lo que pasó; sólo sabía que me hallaba en medio de una fuerte discusión. -Bueno -dice mi amo-, no se puede remediar. Ya evi­taré esos riesgos en el futuro. Estoy segurísimo de que la ca­zuela estaba agrietada; pero sea como sea, ¡no te quedes ahí pasmado con la boca abierta! Anímate, barre el suelo como de costumbre y cobra ánimos. ¡No te descorazones!
Entonces barría los residuos amontonándolos, se ponía una lona en el suelo y toda esa basura se arrojaba sobre un ta­miz, se tamizaba y la operación se repetía una y otra vez.
-Dios mío -decía uno-, aquí todavía hay algo de nuestro metal, aunque no lo tengamos todo. Aunque las co­sas hayan ido mal por el momento, otra vez saldrán quizá bien. Si no especulas, no acumulas. Que Dios nos perdone, pero a un comerciante no siempre le van bien las cosas, créeme. Algunas veces sus géneros van a pique; otras, llegan a tie­rra sanas y salvas.
-¡Silencio! -responde mi maestro-. La próxima vez encontraré medio de que nuestro barco llegue a casa de un modo diferente. Y si no lo encuentro, no me culpéis. Algo fue mal en alguna parte, ya lo sé.
Otro comenta que el fuego estaba demasiado caliente; so­bre si estaba demasiado caliente o frío solamente diré esto: cada vez sale mal. Fracasábamos en nuestro objetivo, pero, sin embargo, proseguíamos con nuestra desvarada locura. Cuando estamos todos juntos, cada uno de nosotros parece tan sabio como Salomón, pero ya os he dicho que no es oro todo lo que reluce, ni -diga lo que diga la gente- sanas to­das las manzanas que alegran la vista. Y eso es lo que nos pasa a nosotros: el que parece más sabio, es -cuando se lle­ga a la demostración- el más grande tonto; y el que parece más honrado, resulta ladrón. ¡Jesús! Esto os resultará eviden­te para cuando termine mi relato.
Hay entre nosotros un canónigo que podría contaminar a una ciudad del tamaño de Nínive, Roma, Alejandría, Troya y otras tres, todas juntas. Aunque viviese mil años, ningún hombre podría registrar todos sus trucos y desvergonzado engaño. En todo el ancho del mundo no hay nadie que le llegue a la suela del zapato como timador. Cuando habla a alguien lo hace con una jerga tan complicada y retorcida, y con argumentos tan sutiles, que en dos minutos tiene al suje­to completamente embaucado, a menos que, casualmente, sea un diablo procedente del infierno como él.
Hasta la fecha lleva engañados a centenares de personas y seguirá engañando a muchos más mientras tenga aliento. Y, sin embargo, hay personas que, ignorando su verdadero carácter, viajan muchas millas para verle y conocerle. Carác­ter que, si tenéis paciencia en escucharme, os revelaré aquí y ahora.
Vosotros, honorables canónigos seculares, no creáis que estoy difamando vuestra hermandad, aunque mi cuento se refiera a uno de vuestra cofradía. Dios sabe que hay sinver­güenzas en todas las corporaciones religiosas, pero Dios no quiera que toda la hermandad pague la estupidez o locura de un solo individuo. No tengo ni la más pequeña intención de difamaros; yo sólo pretendo criticar lo que va mal. Este cuen­to no va dirigido a vosotros en particular, sino que puede aplicarse también a muchos más. Como muy bien sabéis, ninguno de los doce apóstoles de Cristo, salvo el propio ju­das, fue traidor. ¿Por qué, entonces, marcar a los demás con un estigma, si son inocentes? Os diré que ocurre lo mismo en vuestro caso, salvo por una cosa, si me escucháis: si hay un judas entre vosotros seguid mi consejo, libraos de él ense­guida si teméis la ruina o caer en desgracia por su causa. Por favor, no os ofendáis. Escuchad antes lo que voy a deciros so­bre este caso en particular.
Hubo un sacerdote prebendado que había vivido duran­te muchos años en Londres. Se hizo tan agradable y colmó de tantas atenciones a la dueña de la casa en la que se alo­jaba, que ésta no le permitía pagar ni un solo penique ni por la pensión ni por la ropa: tan sencillo y cortés se mos­traba siempre. Tenía mucho dinero para gastar. Pero esto no importa.
Ahora proseguiré con mi relato del canónigo que arruinó al sacerdote.
Un día este sinvergüenza de canónigo visitó al sacerdote en el aposento en el que se alojaba y le pidió que le prestase una cierta cantidad de oro, prometiéndole que se lo devolve­ría en su integridad.
Le dijo:
-Prestadme un marco de oro, sólo por tres días, y os lo devolveré puntualmente. Si os engaño, al tercer día me man­das ahorcar.
El sacerdote le prestó el marco de oro allí mismo. El ca­nónigo le dio las gracias repetidamente, se despidió y se marchó.
Al tercer día trajo el dinero y se lo devolvió al sacerdote. Éste quedó tan satisfecho, que dijo:
-Realmente no me sabe mal el prestar a alguien un do­blón o dos, o incluso tres, o lo que lleve encima, si este al­guien es de la clase de personas honradas que devuelven el dinero como un clavo, pase lo que pase. Nunca tendré un «no» para un hombre así.
-¡Cómo! -exclamó el canónigo-. ¿Yo poco honrado? Esto sí que sería algo nuevo. Que Dios me perdone, pero mi palabra es una cosa que siempre mantendré hasta el día que me halle en la tumba. Creed en eso como creéis en el Credo. Dios sea alabado -creo que es un buen momento para de­cirlo-, ningún hombre ha salido perdiendo jamás por pres­tarme oro o plata, pues nunca mi corazón ha albergado el más pequeño engaño. Pues bien, señor -prosiguió él-, ya que habéis sido tan generoso y me habéis mostrado tanta amabilidad, os revelaré algo que conozco en secreto, como pago parcial de vuestra bondad. Por si quisieseis aprenderla, os haré una clara demostración de mi destreza en alquimia. Ahora fijaos bien: con vuestros propios ojos me veréis reali­zar un milagro antes de que me vaya.
-¿De veras? -dijo el sacerdote-. ¿De veras que lo ha­réis? ¡Por Santa María! Hacedlo, hacedlo. Os lo ruego. --Como queráis, pues -profirió el canónigo- Dios no permita que obre de otro modo.
Pero ¡qué bien sabía aquel canónigo trapacero presentar sus servicios! ¡Cuán verdad es la de que, como testifican las viejas autoridades, «el servicio ofrecido huele mal»! Y muy pronto se verá que esto era cierto en el caso de este canóni­go, padre de todo fraude, cuya mayor satisfacción y alegría consistía en llevar a la gente cristiana a su destrucción, pues su endiablado corazón estaba lleno de planes perversos. ¡Que Dios nos guarde de sus engañosos embustes!
El sacerdote no sabía nada del hombre con quien estaba tratando, ni albergaba la menor sospecha de lo que le espera­ba. ¡Oh sencillo sacerdote! ¡Pobre inocente, a punto de que­dar cegado por su propia codicia! Infeliz individuo: tu capa­cidad de comprensión está totalmente obnubilada; no tienes ni la menor idea del engaño que este zorro ha planeado; no podrás escaparte de sus astutas estratagemas. Así que, pobre infeliz, para que llegue antes la consumación de tu ruina, me apresuraré a relatar, hasta donde mi habilidad lo permita, tu insensata locura y la duplicidad de aquel otro desgraciado.
¿Os pensáis quizá que este canónigo es mi dueño? Señor anfitrión, juro por la Reina de los Cielos que no se trata de él, sino de otro, cien veces más astuto, que ha timado a la gente una y otra vez (mi cerebro se nubla al contemplar su doblez). Cuando hablo de su poca honradez, mis mejillas se tiñen de rubor por la vergüenza que siento por su causa, o al menos empieza a arder, ya que, como sabéis, no tengo colo­res en el rostro debido a los diversos vapores que se despren­dían de los metales que he consumido y despilfarrado.
Ahora, observad la villanía de este canónigo.
-Ahora, señor -le dijo al sacerdote-, haced que vues­tro criado vaya a por algo de mercurio para poderlo tener aquí enseguida. Que traiga dos o tres onzas. Cuando llegue con él, veréis una cosa maravillosa que jamás se ha visto.
-Vuestro encargo será ejecutado sin falta -respondió el sacerdote, y ordenó a su criado que fuese a buscar el metal. Éste obedeció prontamente: salió y regresó con tres onzas de mercurio, no menos, que entregó al canónigo, el cual las de­positó cuidadosamente; luego dijo al criado que trajese un poco de carbón vegetal para poner manos a la obra inmedia­tamente.
El carbón fue traído sin dilación. El canónigo se sacó del pecho un crisol, que mostró al sacerdote.
-¿Veis este instrumento? Tomadlo con vuestra mano y vos mismo poned una onza de este mercurio. Ahora, en el nombre de Cristo, empieza vuestro cursillo de alquimista. Hay muy pocos a los que haya ofrecido revelarles esto de mi ciencia. Pues ahora contemplaréis un experimento, por el cual transformaré o reduciré este mercurio y lo haré maleable -sin engaño y ante vuestros ojos- y lo convertiré en plata pura y fina como la que haya en vuestra bolsa o en la mía, o en la que cualquier otra persona. Si no, podréis llamarme es­tafador e indigno de mostrar el rostro entre la gente honrada. Aquí tengo unos polvos que me costaron muchísimo. Ellos serán los que hagan el truco, pues constituyen la base de mi poder, que estoy a punto de revelaros. Mandad a vuestro criado que se vaya del aposento y se quede fuera. Mantened la puerta cerrada mientras nos ocupamos de asuntos secretos, para que nadie nos espíe mientras estamos manos a la obra con esta ciencia.
Todo se hizo como él pidió. El criado fue enviado afuera inmediatamente. Su dueño cerró entonces la puerta y ambos se pusieron enseguida a trabajar. A requerimiento de este ca­nónigo sinvergüenza, el sacerdote colocó el material sobre el fuego, que avivó soplando con gran diligencia, mientras el ca­nónigo salpicaba de polvos el interior del crisol (ignoro lo que eran, yeso o vidrio o cualquier cosa que no vale ni una maldición) para burlar al sacerdote.
Luego le indicó que se apresurara a amontonar carbón ve­getal en la parte superior del crisol.
-Como señal de aprecio que os tengo -dijo el canóni­go-, todo lo que tengo que hacer se hará con vuestras pro­pias manos.
-Un millón de gracias -respondió el satisfecho sacerdo­te mientras amontonaba carbón vegetal, tal como le indica­ba el canónigo.
Durante esta operación, ese condenado bribón, ese canó­nigo sinvergüenza -¡que el diablo se lo lleve!- cogió un carbón de madera de haya, en el que se había practicado cui­dadosamente un agujero, y puso en su interior una onza de limaduras de plata, taponando el agujero con cera para evitar que las limaduras saliesen. Entended esto: este artilugio frau­dulento no lo hizo allí mismo, sino que ya lo traía prepara­do de antes, como otras cosas que llevaba encima y sobre las que luego os contaré. El canónigo había planeado con anterioridad hacerle el truco al sacerdote y, desde luego, se lo hizo antes de separarse.
No podría cejar hasta que hubiese dejado al otro comple­tamente sin blanca. Cuando hablo de él se me turba la men­te; le haría pagar por todas sus mentiras, si supiese cómo. Pero éste hoy está aquí y mañana ya ha volado. Es tan inquie­to, que jamás permanece en el mismo sitio.
Ahora, por amor de Dios, fijaos en eso, caballeros. Toman­do el fragmento de carbón vegetal del que he hablado antes, el canónigo lo mantuvo oculto en la mano mientras el sacer­dote estaba entretenido amontonando carbones como os he dicho, y expuso en voz alta:
-Amigo, lo estáis haciendo todo al revés: no tiene el asiento bien hecho, pero pronto lo arreglaré. Dejadme mani­pular un poco.
-Pero, ¡por San Gil! Sí que lo siento. ¡Tenéis tanto calor!
Puedo ver cómo el sudor os cae a gotas; tomad este paño y secaos.
Y mientras el sacerdote se secaba la cara, el canónigo -¡que el diablo se lo lleve!- cogió su pedazo de carbón y lo colocó encima del centro del crisol y luego sopló con fuer­za hasta que los carbones empezaron a arder vivamente.
-Bebamos ahora algo -dijo el canónigo-. Confiad en mí. Todo estará dentro de un instante. Sentémonos a refres­carnos.
Y cuando el carbón de madera de haya se quemó, todas las limaduras salieron del agujero y cayeron dentro del crisol como era lógico que sucediese, ya que estaban colocadas encima mismo de su abertura. Pero de esto el buen sacerdo­te no sabía nada. No tenía ni idea del engaño que se fragua­ba contra él, pues creía que todos los carbones eran idénticos y sin manipular.
Cuando creyó que había llegado el momento, el alquimis­ta dijo:
-Levantaos ahora, señor cura, y quedaos de pie junto a mí. Como sea que estoy seguro de que no tenéis ningún molde, salid y conseguidme un pedazo de yeso; con suerte lo cortaré dándole la forma de molde. Luego me traéis un cazo o palangana de agua y veréis lo bien que sale nuestro trabajo. Y para que no desconfiéis o sospechéis de mí mien­tras estáis fuera, no me apartaré de vuestro lado, y saldré y volveré con vos.
Para abreviar, abrieron la puerta del aposento, la cerraron con llave, se la llevaron con ellos, salieron y regresaron. Pero bueno, ¿por qué tengo que pasarme todo el día detallando? El canónigo cogió el yeso y lo talló en forma de molde como voy a describir. Escuchad.
De su manga saco una pequeña barrita de plata -¡la hor­ca es demasiado poco para él!- que no pesaba más de una onza. Ahora observad su condenada prestidigitación.
Cortó el molde a la misma anchura y longitud de dicha barrita, pero con tal maña que podéis estar seguros que el sa­cerdote jamás la vio; luego la escondió otra vez en la manga. A continuación quitó el crisol del fuego y, con expresión sa­tisfecha, vertió su contenido en el molde; después, cuando estuvo a punto, lo introdujo en una vasija llena de agua, al mismo tiempo que decía al sacerdote:
-Veamos qué hay aquí. Meted la mano y buscad con ella. Creo que encontraréis plata. ¿Qué otra cosa podría ser si no? Limaduras de plata. ¡Pardiez!
El sacerdote metió la mano y pescó una barrita de plata pura. Cuando vio lo que era, la alegría le recorrió todas sus venas y exclamó:
-¡Bendito sea Dios y su santa Madre también! Que la bendición de todos los santos caiga sobre vos, señor canóni­go. Os pido solamente que me enseñéis este noble arte y ciencia y seré vuestro mientras pueda. Si no, que su maldi­ción caiga sobre mí.
Respondió el canónigo:
-No importa. Voy a hacerlo una segunda vez para que podáis seguirme de cerca y convertiros en un experto. Otra vez, si fuese necesario, podríais probar sin que esté yo y prac­ticar esta ingeniosa ciencia. Ahora no discutamos.
Y prosiguió:
-Tomad otra onza de mercurio y haced lo mismo con ella que con la otra que ahora es de plata.
El sacerdote se puso entonces a trabajar e hizo lo mejor que pudo todo lo que le ordenaba este canónigo perverso, soplando furiosamente a los carbones con la esperanza de conseguir lo que su corazón deseaba; pero, mientras tanto, el canónigo se preparó para hacerle el truco al sacerdote una vez más. Como si fuese ciego, llevaba en la mano un bastón hueco -ahora fijaos bien en esto- en cuyo extremo (como en el caso del pedazo de carbón vegetal) había colocado pre­viamente una onza de limaduras de plata; este extremo esta­ba bien taponado con cera para conservar en su interior to­das y cada una de las limaduras.
Cuando el sacerdote estaba más ocupado, el canónigo se acercó hasta él con su bastón y salpicó de polvos el interior del crisol como antes (¡ojalá que, por sus mentiras, Dios per­mita que el diablo le flagele hasta desollarle!). Cada uno de sus pensamientos y obras eran falsos. Y removió los carbones que se hallaban encima del crisol con su bastón trucado has­ta que la cera empezó a fundirse (como todos deben saber, a menos que sean tarugos), con lo que todo su contenido fue a caer directamente en el interior del crisol.
Señores, no podía hacerse mejor. Cuando hubo sido enga­ñado nuevamente, el sacerdote -que no sospechaba nada­estaba que no cabía en sí de alegría. No puedo ni empezar a describir su felicidad y satisfacción. Una vez más ofreciose en cuerpo y alma al canónigo.
-Bueno -le respondió él-, pobre podré serlo, pero ha­bréis visto que sé una cosa o dos. Os advierto que todavía hay más. ¿Tenéis algo de cobre por aquí?
-Creo que sí -le respondió el cura.
-Si no lo tuvieseis, id a comprarlo sin perder un instante. Vamos, señor, no os entretengáis. Apresuraos.
El cura salió corriendo y regresó con el cobre.
El canónigo lo tomó con las manos y separó una onza, pesándolo.
Mi lengua no me sirve como instrumento para expresar lo que pienso de la taimada astucia de este canónigo, padre de la villanía. Para los que no le conocéis, diré que se parecía a un amigo, pero en el fondo de su corazón y de su mente era un dia­blo: me cansa hablaros de toda esa bellaquería. Sin embargo, quiero seguir haciéndolo para que se le conozca bien, aunque no sea más, verdaderamente, que para aviso a los demás.
Colocó la onza de cobre en el crisol y lo puso inmediata­mente sobre el fuego (haciendo, como antes, que fuese el cura el que soplase, ya que se tenía que doblar para ejecutar esta tarea), rociándolo también con sus polvos. Todo no era más que un engaño: este sacerdote era víctima de una toma­dura de pelo total. Después vertió el cobre derretido en el in­terior del molde y, finalmente, lo introdujo en la escudilla de agua. Luego metió la mano (os he dicho antes que tenía una barrita de plata camuflada en la manga), sacudió disimulada­mente -¡el muy sinvergüenza!- y dejó caer la barrita al fondo de la escudilla ¡Y el cura sin enterarse de su prestidigi­tación! El canónigo revolvió por el agua y, con gran presteza y ligereza de dedos, se apoderó de la barrita de cobre -el cura seguía en el limbo- y la escamoteó.
A continuación puso la mano sobre el hombro del sacer­dote y burlonamente le dijo:
-Señor, esto no marcha. Inclinaos y ayudadme como hace un momento os ayudé yo: meted vuestra mano dentro y ved qué hay allí.
El sacerdote pronto pescó la barrita de plata, a lo que el ca­nónigo dijo:
-Llevad estas tres barritas que acabamos de fabricar a un orfebre, a ver de qué son. juro que es plata pura. Si no lo es, me comeré el sombrero. Pero pronto lo sabremos.
Llevaron las tres barritas de plata a un orfebre que las en­sayó con fuego y martillo. Nadie pudo negar que eran autén­ticas.
¿Quién estaba más feliz que aquel entontecido sacerdote? No hay pájaro que esté más contento al romper el alba, nin­gún ruiseñor canta con más ganas en verano, ninguna dama está más inclinada a bailar o -hablando de señores y da­mas- ningún caballero más ansioso de conquistar el favor de su dama con algún hecho de armas, que el sacerdote en cuestión interesado en aprender este desgraciado arte. Esto es lo que dijo al canónigo:
-Si es que me lo merezco de vos, por el amor de Aquel que murió por todos nosotros, ¿podríais decirme cuánto cuesta esta fórmula? Por favor, decídmelo.
-Por la Virgen Nuestra Señora -respondió el canóni­go-, os lo advierto. Es cara. Aparte de un fraile y yo, no hay nadie más en Inglaterra que la conozca.
-No importa -exclamó el otro-. Vamos, señor, por el amor de Dios, decidme cuánto. ¡Decídmelo, os lo imploro! -En serio -replicó el canónigo-. Os digo que es muy cara. En una palabra, señor, si queréis tenerla tendréis que pa­gar cuarenta libras, y que Dios me perdone. Y si no fuese por la amistad que me mostrasteis hace poco, tendríais que pagar más, ya lo creo.
El sacerdote fue a buscar inmediatamente las cuarenta li­bras en doblones y se las entregó todas al canónigo en pago de dicha fórmula. Toda la operación no fue sino un fraude y un engaño.
-Señor cura -dijo él-, no pretendo conseguir alaban­zas por mi habilidad, pero preferiría mantenerla oculta; si en algo me estimáis, guardadla en secreto. Pues si la gente llega­se a conocer mis poderes, por Dios que sentirían tanta envi­dia de mi alquimia que podría costarme la vida. En eso no hay alternativa.
-¡Dios no lo quiera! -exclamó el sacerdote-. No os preocupéis. Antes de crearos problemas, tendría que volver­me loco y vender todo lo que poseo.
-Gracias por vuestros buenos deseos, señor -repuso el canónigo-. Y ahora, adiós, y mil gracias.
Y se marchó.
En cuanto al sacerdote, jamás logró volver a ponerle la vis­ta encima desde aquel día. Y cuando en el momento que cre­yó adecuado, empezó a ensayar la fórmula -¡oh, sorpresa!-, no funcionó. Y así quedó triste y engañado.
De esta manera se presentaba, pues, el canónigo a la gente y conseguía que se arruinasen.
Contemplad, caballeros, cómo en cada escala de la vida los hombres luchan por él, que casi no queda ya oro alguno. Hay tantos que resultan atrapados por la alquimia que, ver­daderamente, esto explica su escasez. Los que practican el arte de la transmutación hablan con una terminología tan confusa que nadie la entiende, si es que realmente tienen hoy día la ciencia. Dejadles hablar y parlotear como grajillas y dedicar su entusiasmo y energía en pulir su jerga, pues ja­más alcanzarán su objetivo. ¡Ya es bastante para un hombre aprender a transmutar sus bienes y convertirlos en nada!
Esta imbecilidad ofrece unos señuelos tan deslumbrantes que la felicidad de un hombre se convierte en su desespera­ción, deja vacía la bolsa más repleta y pesada, y consigue las maldiciones de los que le han sacrificado sus bienes. Debe­rían sentir vergüenza. ¿Es que la gente que se ha quemado los dedos no sabe apartarse del fuego?
Si os habéis metido en la alquimia, seguid mi consejo: de­jadla correr antes de perderlo todo. Es mejor tarde que nun­ca pues jamás podréis encontrar la Piedra Filosofal. Sois tan osados como el ciego Bayardo, el viejo caballo que tropieza y le importa un comino el peligro. Se meterá en dificultades con la misma decisión con que se aparta a un lado.
Vosotros los alquimistas sois iguales. ¡Os lo digo yo! Si no podéis mirar adelante, al menos procurad que vuestras mentes no queden ofuscadas. Pues aunque mantengáis los ojos abiertos y jamás parezcáis tan despiertos, nunca ganaréis una pizca en esta empresa, sino que despilfarraréis todo lo que podáis mendigar o pedir prestado.
Calmad vuestro ardor, para que el fuego no arda demasia­do deprisa. Con ello quiero decir: no os ocupéis más de la al­quimia, pues si lo hacéis se habrá terminado vuestra buena suerte Y aquí y ahora os diré lo que los verdaderos alquimis­tas dicen sobre esta cuestión.
He aquí lo que Arnoldo de Vilanova
9 afirma literalmente en su Rosanum Philosophorum: «La transformación o reduc­ción del mercurio no puede efectuarse sin la ayuda de su her­mano.» Pero el primero en advertirlo claramente fue Hermes Trimegisto10, el padre de la alquimia, que afirma: «El dragón no morirá a menos de que su hermano muera con él.» Es de­cir, por dragón debe entenderse «mercurio», y por hermano del dragón, «azufre»; pues éste viene del Sol -que es el oro-, y aquél, de Luna -que es la plata. «Y, por consiguien­te -sigue, y fijaos bien en su precepto-, que ningún hom­bre se moleste en seguir esta ciencia a no ser que pueda en­tender los objetivos que pretenden y la terminología que usan los alquimistas; si no se trata de un imbécil. Pues este arte y ciencia es realmente el misterio de los misterios.»
Hubo también un discípulo de Platón que una vez formu­ló una pregunta a su maestro (como su libro Senioris Zadith Tabula Chimica registra). Esta es la pregunta que formuló: -Decidme el nombre de la Piedra Filosofal. Y Platón respondió:
-Es la piedra que la gente llama Titanio. –¿Y qué es eso? -contestó el otro.
-Lo mismo que Magnesia -repuso Platón.
-¡Ya esta bien, señor! Esto es ignotum per ignotius (es decir, «explicar lo desconocido mediante lo más desconocido aún»). Por favor, ¿qué es Magnesia, señor?
-Digamos que es un líquido compuesto de los cuatro elementos -replicó Platón.
-Querido maestro, decidme, si os place, el principio esencial de este líquido.
-Ciertamente, no -contestó Platón-. Todos los alqui­mistas están ligados por juramento de que nunca lo revelarán a nadie ni, incluso, lo escribirán en un libro. Pues es algo tan querido y precioso a Cristo, que Él no desea que se revele, salvo cuando plazca a su Mente Divina inspirar a los hom­bres; a los demás se lo prohibe, porque El así lo desea. Eso es todo.
Así termino: ya que Dios en el Cielo no desea que los al­quimistas expliquen cómo puede descubrirse esa piedra, a mi modo de ver, lo mejor que puede hacerse es dejarlo correr.
Nunca prosperará quien haga de Dios su adversario, traba­jando contra su voluntad. No lo logrará, así se esté alquimi­zando hasta el término de sus días.
Aquí me quedo. Mi cuento ha terminado. Que Dios envíe a todos los hombres buenos remedio para sus penas.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

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