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domingo, abril 15, 2007

CUENTOS DE CANTERBURY // SECCION II

SECCIÓN SEGUNDA


1. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL GRUPO.
2. PRÓLOGO DEL MAGISTRADO.
3. EL CUENTO DEL MAGISTRADO.
4. EPÍLOGO.


1. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL GRUPO

El anfitrión constató que el luciente sol había recorrido la cuarta parte y algo más de media hora en su trayec­to diurno. Aunque no muy versado en ciencia astro­nómica, sabía de sobra que era el 18 de abril, el mensajero de mayo, y que la sombra de los árboles medía exactamente igual que ellos.
De modo que, por las sombras, reconoció que Febo, bri­llante y claro, había remontado cuarenta y cinco grados en su carrera. Por el día y la latitud, debían de ser las diez de la mañana. A esta conclusión llegó el hospedero. Súbitamente retuvo a su montura y dijo:
-Señores, les aviso que ha transcurrido la cuarta parte del día. Por amor de Dios y San Juan, no perdamos más tiempo. Éste se consume de día y de noche. Se nos escapa sigilosa­mente -ya estemos dormidos o despiertos-, si somos des­cuidados. El tiempo es huidizo como una corriente que nun­ca regresa, sino que fluye de la montaña al llano. Séneca y otros filósofos lamentaron más profundamente la pérdida del tiempo que la del oro. El tiempo perdido no se recupera.
El oro, sí. No se nos devuelve, una vez pasado, lo mismo que la virginidad de Molly, a merced de la vida licenciosa. No encallezcamos en la pereza.
-Señor Magistrado -siguió diciendo-, tal como queda­mos, venga vuestra narración. Libremente habéis asumido esta responsabilidad. Ahora estáis sujeto a mi juicio. Cum­plid vuestro deber de la mejor forma posible.
-Hospedero -replicó-, por mi vida que lo voy a hacer. No tengo intención de romper este compromiso. Lo prome­tido es deuda, y me propongo mantener mi palabra y reinte­graros el importe. Más no puedo decir. Las leyes que un hombre impone a otro deben ser respetadas por ambos. Así dice el texto. Pero en este preciso momento no recuerdo nin­gun cuento interesante. Pero Chaucer, aunque a veces utiliza horteramente la métrica y la rima, ha narrado cuentos en el inglés que él domina, como es de todos sabido.
»Y si no los ha escrito en un libro, mi querido hermano, los ha escrito en otro. Sus relatos sobre amantes superan a las antiguas y clásicas Epístolas de Ovidio. ¿Por qué relatar ahora lo que ya hace tiempo que ha sido contado?
»En su juventud escribió sobre Ceix y Alción. Desde en­tonces ha cantado a estas nobles mujeres y sus amantes tal como descubrirán los que examinen su voluminoso texto. Se titula La leyenda de los santos de Cupido. En él podréis ver cómo Chaucer describe las profundas heridas de Lucrecia y las de la babilónica Tisbea; la fiel espada de Dido a causa de la falsa Aenea; podréis presenciar la muerte de Filis, con­vertida en árbol por amor a Demofón; el llanto de Diani­ra y Hermión, o de Áriadna e Hipsípilo; la isla estéril ro­deada por el mar; el valeroso Leando, ahogado por amor a Fiero. Podréis ver las lágrimas de Helena y la desgracia de Briseida y de Laodamia. La crueldad de la reina Medeal con sus hijitos ahorcados cuando Jasón la despreció. ¡Oh Hipimestra, Penélope, Alcestes!. ¡Cómo alaba vuestra fe­menidad!
»Pero, ciertamente, no escribe acerca del malvado ejemplo de Canacea, que amó a su propio hermano de forma peca­minosa. (¡Al cuerno con todas estas malvadas historias!) Tampoco cuenta nada de Apolomo de Tiro y del rey Antío­co, que desposeyó a su hija de su virginidad. Es un relato te­rrible. La arrojó al suelo en su depravada acción. En sus escritos, Chaucer no contó acciones tan horripilantes. Por poco que yo pueda, voy a hacer lo mismo.
»¿Qué voy a hacer yo con mi cuento? No me gustaría ser comparado a las nuevas Piérides. Las Metamorfosis relatan esto. Sin embargo, me importa un comino si, en compara­ción con Chaucer, salgo malparado. Yo hablo en posa, las rimas las dejo a él.
Y, dichas estas palabras, de forma sobria empezó el relato tal como oiréis.

2. PRÓLOGO DEL MAGISTRADO

Que desgraciado es ser pobre o ser humillado por la sed, hambre o frío, y avergonzarse de pedir limos­na! Y si no se pide, la misma carencia, a pesar del cuidado en ocultarlas, descubre las escondidas heridas: indi­gencia, robo, mendicidad y pedir prestado.
Criticáis a Cristo y os lamentáis amargamente de que dis­tribuyera equivocadamente los bienes terrenos. Acusáis a vuestro vecino de forma pecaminosa porque decís que tiene de todo y vosotros apenas nada. «¡Por Dios! -exclamáis-, va a ser condenado.» Sentirá los efectos del fuego por no ha­ber auxiliado a los menesterosos.
Escuchad el proverbio de los sabios: «Es mejor morir que ser indigente». «A causa de su pobreza, el vecino será des­preciado». Despídete de la consideración si eres pobre.
Considera también esta frase de los sabios: «Los días de los hombres menesterosos son malvados». Procura, pues, no llegar a esta situación.
Si eres pobre, tu hermano te odia. Tus amigos se escabu­llen. ¡Qué desgracia! ¡Oh ricos mercaderes! ¡Llenos de riquezas! ¡Nobles y prudentes gentes! ¡Sois afortunados! Vuestras bolsas no están repletas de dobles ases, sino con un cinco-seis que os convierte en ganadores. La Navidad os dará pretex­to para bailar.
Escudriñáis tierra y mar para incrementar vuestras ganan­cias. Como hombres sagaces, sois sabedores de las diversas situaciones políticas de los vecinos. Facilitáis noticias acerca de la paz y la guerra. Si no fuese por un mercader, ahora no tendría cuento que contar. Recuerdo el que me refirió hace mucho tiempo. Decía así:

3. EL CUENTO DEL MAGISTRADO

Habia una vez en Siria una rica compañía de mercade­res, gente sobria y honrada, que exportaba sus espe­cias, paño de oro y satenes de vivos colores, a lo lar­go y ancho del mundo. Tan original y barata era su mercan­cía, que todos estaban dispuestos a venderles género y hacer negocio con ellos. Sucedió un día que algunos de los merca­deres decidieron ir a Roma, alojándose en el barrio que les pareció más conveniente para sus menesteres.
Estos mercaderes pasaron una temporada a sus anchas en la ciudad, pero sucedió que llegó a oídos de cada uno de ellos noticia de la excelente fama de la hija del emperador, doña Constanza. La información que recibieron decía: «Nuestro emperador en Roma, cuya vida guarde Dios mu­chos años, tiene una hija; si sumas su bondad a su belleza, no ha habido otra igual desde que el mundo es mundo. Que Dios proteja su honor; merece ser reina de toda Europa. En ella hay gran belleza sin vanidad, juventud sin desenfreno ni capricho; la virtud guía todas sus acciones; con su humildad pone freno a toda arrogancia; es el espejo de la cortesía; su corazón es un ejemplo de santidad y su mano es generosa repartiendo caridad.»
Y toda esta información era tan veraz como Dios es verda­dero. Pero volviendo a la historia que estaba relatando, cuan­do los mercaderes acabaron de cargar sus barcos y hubieron visto a esta bendita doncella, regresaron satisfechos a su ho­gar en Siria y prosiguieron con sus negocios como antes. No puedo deciros nada más, sino que vivieron prósperamente para siempre. Ahora bien, ocurría que estos mercaderes se hallaban en buenas relaciones con el sultán de Siria, por lo que siempre que regresaban de un país extraño, él los recibía con generosa hospitalidad y les interrogaba sobre los diver­sos países para estar bien informado de todas las maravillas y portentos que pudieran haber visto y oído. Y, entre otras co­sas, los mercaderes le hablaron particularmente de doña Constanza y le facilitaron una explicación circunstanciada de su gran valía con tal seriedad, que su imagen se apoderó de la mente del sultán y le obsesionó totalmente hasta que su único deseo fue el de amarla hasta el fin de sus días.
Quizá estaba escrito en las estrellas desde su nacimiento -aquel gran libro al que los hombres llaman cielo- que se­ría desgraciado y moriría de amor. Pues en las estrellas está es­crita la muerte de cada hombre, con mayor claridad que si fuese cristal, para los que saben leer en ellas. Muchos años antes de que naciesen Héctor, Aquiles, Pompeyo y Julio Cé­sar, de que tuviese lugar la guerra de Tebas y ocurrieran las muertes de Sansón, Turnus y Sócrates, todo eso estaba es­crito en las estrellas. Pero la sabiduría humana está tan embotada que nadie las sabe interpretar completamente.
El sultán envió a buscar a su Consejo Privado y en pocas palabras les contó lo que pasaba por su mente y les dijo que, con toda certeza, moriría, a menos que tuviese la fortuna de conquistar con presteza el corazón de Constanza. Por consi­guiente, les encargó que, a toda prisa, ideasen algún medio de salvarle la vida. Diversos consejos propusieron distintas soluciones y debatieron, aportando numerosísimas y sutiles sugerencias. Hablaron de magia y de conjuros, pero al final llegaron a la conclusión de que no había ventaja alguna en dichos medios y que la mejor salida era el matrimonio. Pero en esta solución, debido a los argumentos en contra, previe­ron muchísimas dificultades. A causa de la diferencia de creencias en los dos países, dijeron que no creían que ningún príncipe cristiano permitiría de buena gana que su hija se ca­sara de acuerdo con las leyes que les habían sido enseñadas por Mahoma.
Pero él replicó:
-Os aseguro que me bautizaré antes que perder a Cons­tanza. Debo ser de ella. No tengo otra elección. Por favor, ce­sad de discutir. Tratad de salvarme procurando conseguir a la dama que tiene mi vida en sus manos, pues no podré vivir mucho tiempo más con esta angustia.
No es preciso que me extienda más. Sólo diré que a fuerza de tratados, embajadas y la mediación del Papa, apoyado por toda la Iglesia y la nobleza, aceptaron abolir la idolatría y ex­tender la bendita ley enseñada por Jesucristo. Cada una de las partes aceptó, mediante juramento, el tratado siguiente: el sultán, sus nobles y todos sus súbditos serían bautizados a cambio de la mano de Constanza, que sería entregada en matrimonio, junto con una suma de oro (ignoro qué canti­dad) y suficiente garantía de que esto se cumpliría. Y ahora, bella Constanza, ¡que Dios Todopoderoso sea tu guía!
Supongo que algunos esperarán que les describa todos los preparativos que el emperador, en toda su magnificencia, rea­lizó para su hija, doña Constanza; pero ya sabéis muy bien que es imposible relatar en pocas palabras los complicados arreglos que se efectuaron para una ocasión tan importante. Se nombraron obispos, caballeros, damas y famosos señores, junto con mucha otra gente -la lista era interminable- para que la acompañaran. Se ordenó a toda la gente de la ciudad que orase devotamente a Jesucristo para que bendijera este ma­trimonio y les concediera un próspero viaje por el mar.
Llegó el día de la partida: un día fatal y melancólico. Ya no podía retrasarse más, pues todos los que formaban parte del séquito estaban ya listos para embarcar. Pálida y embargada de pena, Constanza se levantó y se preparó para la marcha, pues veía claramente que no tenía otra alternativa. No debe sorprendemos que llorara al separarse de sus amigos, que, con tanto cariño, habían cuidado de ella, para ir a vivir con un pueblo extraño y verse sometida a un hombre cuyo carác­ter le era totalmente desconocido. Como saben las esposas, todos los maridos son buenos y siempre lo han sido, por lo que no diré nada más.
-Padre -dijo ella-, y tú, madre mía, mi mayor alegría sobre todas las cosas excepto Jesucristo en los cielos: vuestra desdichada hija Constanza, que habéis criado con todo esmero se encomienda una vez más a vuestros corazones. Como tengo que ir a Siria, nunca más os veré con estos ojos. ¡Ay! Ya que lo deseáis, me iré a este pueblo de bárbaros. ¡Que Jesucristo, que murió por nuestra salvación, me dé fuerzas para obedecer sus mandatos! No importa que perezca, ¡infe­liz de mí! Las mujeres hemos nacido para sufrir y estar some­tidas al dominio de los hombres.
Diré que ni en Troya, cuando Pirro derribó la muralla an­tes de incendiar Ilión, ni en la ciudad de Tebas, ni en Roma, asolada por Aníbal, quien por tres veces venció a los romanos, se oyó un llanto tan desgarrador como el que se escuchó en aquel aposento cuando ella se despidió. Pero, llorase o no, tenía que marcharse.
Ahora bien, en los inicios de este terrible viaje, esta despia­dada esfera, cuyo movimiento diurno presiona todas las co­sas, arrojando desde el Este hacia el Oeste lo que natural­mente debía ir en dirección opuesta, dispuso el cielo de tal modo que el planeta Marte tenía que destrozar el matrimo­nio. El signo de Aries, ascendiendo oblicuamente, presagia­ba desgracia, mientras que el descendiente Marte, que lo rige, empujando implacablemente desde su ángulo hacia Escor­pión, la mansión más oscura, era aquí una influencia malig­na, con la luna débilmente colocada (pues por haberse movi­do desde una posición favorable, ahora se hallaba en una conjunción desfavorable). ¿Es que ese imprudente empera­dor de Roma no tenía astrólogo en toda la ciudad?
En casos como éste, ¿acaso carece de importancia el día que se fija para la partida? ¿Es que no vale la pena elegir as­trológicamente las fechas propicias para iniciar el viaje por mar, especialmente cuando se hallan afectadas personas de alto rango y se conoce la hora de su nacimiento? La dejadez y la ignorancia tienen la culpa.
Con pompa y circunspección, la hermosa e infeliz mucha­cha fue conducida al barco.
-Que Jesucristo quede con vosotros -dijo ella. Y le respondieron:
Adiós, bella Constanza.
Eso fue todo. Ella hizo lo que pudo para ocultar su emo­ción. Pero la dejaré que zarpe en el barco, mientras retomo el hilo de mi relato.
Aquel pozo de maldad, la madre del sultán, percatándose del indiscutible propósito de su hijo de olvidar sus antiguas costumbres sagradas, convocó inmediatamente a sus conseje­ros. Cuando hubieron venido y se hallaban todos reunidos para escuchar lo que pensaba, ella tomó asiento y dijo:
-Señores, todos vosotros sabéis que mi hijo está a punto de renegar de las sagradas leyes del Corán, dadas por Maho­ma, el mensajero de Alá. Yo hago solamente votos a Alá To­dopoderoso: mi corazón dejará de latir antes que la ley de Mahoma sea arrancada de él. ¿Qué puede traernos esta nue­va religión, excepto sufrimiento y esclavitud para nuestros cuerpos y, después, el ser arrastrados al infierno por haber re­nunciado a nuestra creencia en Mahoma? Pero, señores, ¿es­táis dispuestos a jurar y hacer lo que diga y a aceptar mi con­sejo? Si así lo hiciereis, os prometo la salvación eterna.
Ellos juraron: cada uno prometió apoyarla en vida y muer­te, y cada uno, dentro de sus posibilidades, reclutó amigos que le respaldasen. Entonces, ella emprendió el plan que voy a describir y les arengó así:
-En primer lugar, debemos simular nuestra conversión al cristianismo -el agua fría no nos hará mucho daño-, y pre­pararé un banquete para ajustar cuentas con el sultán. Por blanca que haya sido bautizada la esposa, necesitará agua a raudales para lavar tanta sangre.
¡Oh, sultana perversa, fuente de iniquidad, arpía, segunda Semíramis! ¡Serpiente en forma de mujer, como surgida de lo más profundo de los infiernos! ¡Mujer traidora, nido ma­ligno de todo vicio nefando en que se cría todo lo que pue­da confundir virtud e inocencia! ¡Oh, Satanás, perpetuo en­vidioso desde que te arrojaron de tus lares, cómo sabes el ca­mino que conduce al corazón de las mujeres! Tú hiciste que Eva nos trajese la esclavitud, y ahora estás a punto de destruir este matrimonio cristiano. ¡Qué lástima que cuando quieras desviamos del buen camino utilices a las mujeres como ins­trumento!
La sultana, objeto de mis maldiciones, despidió secreta­mente a sus consejeros. ¿Por qué prolongar la historia? Un día, ella se fue a visitar al sultán, diciéndole que estaba dis­puesta a renegar de su fe y recibir el bautismo de manos de un sacerdote. Dijo que estaba arrepentida de haber sido pa­gana durante tanto tiempo y le pidió que le concediese el ho­nor de invitar a los cristianos a un banquete. A lo que le re­puso el sultán:
-Se hará como pides.
Él se arrodilló y le agradeció la petición. Tan contento es­taba, que apenas sabía qué decir. Ella besó a su hijo y se vol­vió para su casa.

TERMINA AQUÍ LA PRIMERA PARTE Y EMPIEZA LA SEGUNDA

Los cristianos llegaron y desembarcaron en Siria con una numerosa e ilustre comitiva. El sultán inmediatamente des­pachó un mensajero para anunciar la llegada de su esposa, en primer lugar a su madre y, luego, a todo el país. Para honrar el reino, rogó a la sultana, su madre, que saliera a recibir a la reina.
Los sirios y los romanos se encontraron con un gran gen­tío dispuesto con extraordinaria fastuosidad. La madre del sultán, ricamente vestida y con semblante alegre, recibió a Constanza con el mismo afecto con que una madre hubiera recibido a su hija. Con gran pompa cabalgaron lentamente hacia la ciudad cercana. No creo que el triunfo de César, del que Lucano alardea tanto, hubiese podido ser más magnífico y mejor preparado que el conjunto de aquella sonriente mul­titud. Sin embargo, a pesar de todos sus halagos, esta figura sádica y maligna, esta sultana de corazón de escorpión, es­taba preparándose para dar un aguijonazo mortal. Poco después llegó el sultán con espléndido boato y dio la bienveni­da a Constanza con todos los signos de felicidad y deleite. Aquí les voy a dejar regocijándose. Sólo me interesa explica­ros el final de la historia. A su debido tiempo se creyó opor­tuno terminar la celebración y tomarse un descanso.
Y llegó el momento en que la sultana fijó el día para el banquete del que os hablé. Todos los cristianos, jóvenes y viejos, se prepararon para el festín. Fue un espectáculo magnífico, y gozaron de más manjares deliciosos que los que puedo describir; pero todo ello lo tuvieron que pagar muy caro antes de levantarse de la mesa.
El dolor repentino sigue siempre a la felicidad terrena, que está sin cesar sembrada de amargura, pues la pena, resultado de nuestro goce en nuestros esfuerzos terrenales, vive siem­pre detrás de nuestra felicidad. Escuchad mi consejo si que­réis estar en lugar seguro: en el día de vuestra felicidad acor­daos de que la pena o la calamidad inesperada viene siempre a continuación.
En una palabra: aquel día, el sultán y todos los cristianos, con la única excepción de Constanza, fueron apuñalados y descuartizados mientras se hallaban en la mesa. Este hecho atroz fue realizado por esta abominable vieja comadre, la sul­tana, con la colaboración de sus amigos. Ella quería gobernar el país personalmente. Ni uno solo de los sirios que se habían convertido y tenían la confianza del sultán llegó a levan­tarse de la mesa: todos fueron hechos trizas. Los asaltantes rá­pidamente se apoderaron de Constanza y la pusieron a bor­do de un barco sin timón, diciéndole que aprendiera a navegar desde Siria hasta Italia, su patria.
Le dieron una cierta parte del tesoro que había venido con ella y (quiero hacerles justicia) una gran cantidad de víveres. También llevaba vestidos. Así fue cómo ella zarpó mar aden­tro. ¡Oh, Constanza, llena de amabilidad y dulzura, hija que­rida del emperador, que el Dios de la Fortuna sea tu guía! Se persignó y rezó a la cruz de Jesucristo con voz lastimera:
-¡Oh, altar resplandeciente y bendito, Santa Cruz, teñida con sangre compasiva del Cordero que lava la antigua iniqui­dad del mundo, sálvame del diablo y sus garras el día en que me ahogue en este mar profundo! Árbol victorioso, protec­ción de los fieles, que por sí solo pudiste sostener al herido Rey de los cielos, al blanco Cordero traspasado por la lanza. Tú tienes poder para arrojar los demonios del hombre y de la mujer, a quien extiendes tus benditos brazos. Guárdame y dame fuerzas para remediar mi vida.
Pasaron los días y transcurrieron los años surcando el bar­co los mares de Grecia hasta que la suerte la llevó a los es­trechos de Marruecos; ella comía poco y muchas veces bus­có la muerte, antes de que las embravecidas olas la arrojasen al lugar al que el destino la había de llevar.
La gente se preguntará: «¿Por qué no fue ella degollada junto con los demás en el banquete? ¿Quién estuvo allí para salvarla?» A estas preguntas contestaré: Dios salvó a Daniel en aquel terrible cubil en el que -juntos, dueños y escla­vos- todos fueron devorados por los leones; todos, excepto Daniel, porque lloraba a Dios en su corazón. Por medio de ella, Dios eligió mostrar su poder milagroso para que los de­más pudiéramos ver sus grandes obras. Los filósofos saben que Jesucristo (que es el remedio seguro para todo mal) em­plea inadecuados instrumentos para fines incomprensibles al entendimiento humano. Nuestra ignorancia no puede com­prender su sabia providencia. Sin embargo, como no fue de­gollada en el banquete, ¿quién la salvó evitando que las olas la ahogasen? ¿Quién rescató a jonás del vientre de la ballena, hasta que fue arrojado sobre Nínive? Como sabéis, el mismo que salvó al pueblo hebreo de ahogarse cuando atravesó el mar a pie enjuto. Y ¿quién manda a los cuatro espíritus de la tormenta y les da poder para hostigar la tierra entera? Norte, Sur, Este y Oeste, no muevas hoja, olas ni tierra. Con toda se­guridad él fue quien mandó que esta mujer, tanto dormida como despierta, quedase protegida de la tormenta. ¿Dónde pudo ella encontrar alimentos y bebida y cómo pudieron du­rar sus víveres más de tres años? ¿Quién alimentó a María de Egipto en el desierto y la cueva? Con toda certeza fue Jesucristo. Hizo un milagro tan grande como cuando alimentó a cinco mil personas con sólo cinco panes y dos peces. Dios le envió su abundancia en la necesidad.
Fue arrastrada por los furiosos mares de nuestro océano hasta que las olas la arrojaron cerca de un castillo, cuyo nom­bre ignoro, en Northumberland. Su barco quedó firmemen­te aprisionado por las arenas, sin que la marea lo liberase, siendo la voluntad de Jesucristo que ella permaneciese allí. El guarda del castillo bajó a ver los restos del naufragio. Regis­tró minuciosamente el barco y encontró a la mujer casi ex­hausta por los apuros que había sufrido. También descubrió el tesoro que ella traía consigo. Le pidió en su propia lengua que tuviera piedad de ella y le rogó que aceptase su vida y la liberase de tanto infortunio. Habló en una especie de latín corrompido, pero de todas formas le entendió perfecta­mente. Cuando el guarda tuvo bastante, llevó a la pobre mu­jer a la playa. De rodillas, dio gracias a Dios por su ayuda, pero -para bien o para mal- nadie pudo convencerla para que dijese quién era. Su cabeza, dijo, había sufrido tanto en el mar, que había perdido la memoria. El guarda y su mujer sintieron tal compasión, que lloraron de piedad. Y ella resul­tó tan diligente e incansable en servir y complacer, que todos los que contemplaban su rostro la querían.
El guarda y su mujer, doña Hermenegilda, eran paganos, como todos los demás habitantes del país. Sin embargo, Her­menegilda llegó a querer a Constanza entrañablemente. Cons­tanza permaneció allí largo tiempo dedicándose a llorar y a re­zar, hasta que, por la gracia de Jesucristo, la esposa del guarda se convirtió.
En todo el país no había cristiano que se atreviera a reunir­se con otros para practicar el culto: todos los cristianos ha­bían huido del país cuando los paganos conquistaron por tierra y por mar todas las regiones del norte del país. El cris­tianismo había huido con los bretones (los antiguos habitan­tes de las islas) a Gales, donde habían encontrado momentáneo refugio. No obstante, no habían desaparecido todos los cristianos bretones, y había unos pocos que engañaban al pa­gano y, secretamente, veneraban a Jesucristo. Tres de ellos re­sidían cerca del castillo. Uno de ellos era ciego y no podía ver excepto con los ojos de la mente, con los que los ciegos pue­den averiguar cosas.
El sol brillaba resplandecientemente aquel día de verano, cuando Constanza, junto con el guarda y su mujer, tomaron el sendero que lleva directamente al mar, pensando divertir­se y pasear arriba y abajo una media milla. Pero en su paseo se toparon con este hombre viejo, ciego y encorvado, con sus ojos completamente cerrados.
-¡Doña Hermenegilda -exclamó el viejo bretón-, en nombre de Jesucristo, devuélveme la vista!
Al oír esto, la dama se asustó temiendo que su esposo la mataría por su amor a Jesucristo. Pero Constanza le infundió valor diciéndole que realizara la voluntad de Jesucristo como una hija de la Iglesia.
Desconcertado por lo que veía, el guarda exclamó: -¿Qué significa todo esto?
Constanza le replicó:
-Señor, es el poder de Jesucristo el que salva a la gente de las garras del diablo.
Y empezó a explicar su fe con tal vehemencia y elocuencia, que antes de la noche el guarda se había convertido y creía ya en Jesucristo. Ahora bien, el guarda no era, ni mucho menos, el que mandaba en aquel lugar en que encontró a Constanza. Él lo guardó durante muchos años bajo el poder de Alla, rey de toda Northumbria, quien, como sabéis, fue el astuto rey que frenó a los escoceses con mano de hierro.
Pero dejad que vuelva a mi historia.
Satanás, que está siempre agazapado esperando hacemos caer en su trampa, vio cuán perfecta era Constanza, por lo que maquinó el medio para vengarse de ella. Hizo que un joven escudero que vivía en la ciudad se enamorase perdida­mente de ella, con tal pasión libidinosa, que llegó a creer que moriría si no conseguía poseerla tarde o temprano. Pero cuando la cortejó no consiguió absolutamente nada: ella no se dejó tentar. En su furor, él ideó el medio de hacerla morir de vergüenza. Esperó el momento en que el condestable se hallaba de viaje, y una noche penetró sigilosamente dentro del aposento de Hermenegilda mientras dormían.
Tanto Constanza como Hermenegilda estaban durmiendo, cansadas y fatigadas de tanto rezar y estar en vela. Tentado por Satanás, el escudero se deslizó hasta la cama y le cortó el cue­llo a Hermenegilda. Dejó el cuchillo manchado de sangre al lado de Constanza y se escabulló. ¡Que Dios le maldiga!
Poco después, el condestable regresó a su casa con Alla, el rey del país, y se encontró con que su esposa había sido cruelmente asesinada. Lloró de pena y se retorció las manos, cuando allí en la cama junto a doña Constanza descubrió el cuchillo tinto en sangre.
Ay! ¿Qué podía decir ella si la pena le embargaba y no le dejaba razonar? Al rey Alla se le infor­mó de esta calamidad y también del momento y lugar y de­más circunstancias en las que doña Constanza había sido ha­llada en el barco del que ya habéis oído hablar. El corazón del rey se conmovió de piedad al ver una criatura tan buena y gentil en tal tribulación y angustia. Como un cordero que se envía al matadero, esta pobre inocente estaba de pie ante el rey, mientras el infame escudero que había cometido el cri­men aseguraba falsamente que era ella la que lo había perpe­trado. Sin embargo, la gente prorrumpió en gran clamor, de­clarando que no podían imaginarla capaz de un acto tan monstruoso, pues habían visto que siempre se había portado bien y el cariño que profesaba a Hermenegilda. Todos los de la casa, con la única excepción del escudero que había matado a Hermenegilda con su cuchillo, dieron el mismo testi­monio. Sin embargo, fue este testimonio el que facilitó al rey una pista y le hizo pensar que debía investigar más a fondo para descubrir la verdad.
Sin embargo, Constanza no tenía quien la defendiera, ni ella podía hacerlo; pero Él, que pereció por nuestra reden­ción y venció a Satanás -que todavía sigue donde cayó-, sería este día su magnífico abogado. A menos que Jesucristo hiciera un milagro a la vista de todos, a pesar de su inocen­cia, la muchacha debía ser inmediatamente ejecutada. Ella se arrodilló y oró:
-Dios inmortal que salvaste a Susana de las falsas acu­saciones, y tú, Virgen María, hija de Santa Ana, ante cuyo Hijo los ángeles cantan Hosanna, socórreme si soy inocente de este crimen; y si no lo soy, que muera.
¿Quién no ha visto alguna vez un pálido rostro entre la multitud, el rostro del que es conducido a la muerte después de habérsele rehusado el perdón? Tal es el color del que está en peligro, que podéis reconocer su rostro del resto de la multitud. Este aspecto tenía Constanza cuando miró a su al­rededor.
Todas vosotras, reinas, duquesas y damas que nadáis en la prosperidad, ¡compadeceos de su adversidad! La hija de un emperador está sola sin nadie a quien acudir para que la so­corra. Es su sangre real la que se halla comprometida, sus amigos se hallan lejos en este momento de necesidad.
Pero el rey Alla, pues los corazones nobles siempre son compasivos, se apiadó de ella hasta tal extremo que hasta lá­grimas fluyeron de sus ojos.
-Rápidamente, id a buscar un libro -dijo él-, y si este escudero jura que ella mató a esa mujer, consideraremos nuestra sentencia.
Se trajo un libro británico en el que figuraban los Evange­lios. El escudero juró inmediatamente sobre ese libro que ella era culpable: y, de repente, a la vista de todos los presen­tes, una mano le hirió en el cuello, desplomándose como una piedra, con sus ojos fuera de las órbitas. Todos oyeron una voz que dijo:
-Tú has acusado a una inocente hija de la Santa Iglesia en presencia del rey. Y habiendo hecho esto, ¿debo yo per­manecer callado?
Ante este milagro la multitud quedó aterrorizada y todos, excepto Constanza, permanecieron como anonadados, te­miendo la venganza de los cielos.
Todos los que, injustamente, habían sospechado de la san­ta e inocente Constanza estaban arrepentidos y temerosos. Debido al milagro y a la mediación de Constanza, al fin, el rey y muchos otros de los presentes se convirtieron, gracias a Jesucristo.
Alla sentenció al escudero mentiroso a ser ejecutado inme­diatamente por su perjurio; sin embargo, Constanza lamen­tó profundamente su muerte. Entonces, en virtud de su gra­cia, Jesús hizo que Alla se casara con esta hermosa y santa doncella con solemne ceremonia. De este modo Jesucristo hizo de Constanza una reina.
Pero, para decir verdad, ¿quién se sintió ofendida por este matrimonio? Pues Doneguilda, la tiránica anciana madre del rey. Se opuso tanto a la decisión de su hijo, que le pare­ció que su maldito corazón iba a partírsele en dos. Le pare­cía un deshonor que su hijo, el rey, tomase por esposa a una mujer extranjera.
No quiero pasar más tiempo entretenido en lo superfluo de mi relato, sino que voy a ir al grano. ¿Por qué tendría que contaros la pompa con que se celebró la boda, el orden en que se sirvieron los platos del banquete, quién tocó la trom­peta y quién la trompa? Todo puede resumirse en esto: co­mieron, bebieron, bailaron, cantaron y se divirtieron. Y se fueron a la cama como correspondía. Las esposas pueden ser santas criaturas, pero por la noche deben soportar paciente­mente todos los actos que proporcionan placer a sus mari­dos, que se casan con anillos, y, de momento, deben dejar un poquito de lado su santidad. Son cosas inevitables.
Con el tiempo él tuvo de ella un hijo varón. Así cuando debió ir a perseguir a sus enemigos a Escocia, confió su espo­sa al cuidado de su condestable y de su obispo. La dulce y suave Constanza, que llevaba ya tiempo embarazada, se que­dó tranquilamente en su aposento y esperó la voluntad de Jesucristo. A su debido tiempo parió un niño, al que bautizó con el nombre de Mauricio. El condestable mandó llamar a un mensajero y escribió al rey Alla para darle la buena noti­cia, junto con otras nuevas urgentes. El mensajero tomó la misiva y partió, pero esperando mejorar sus propios intere­ses, se dirigió rápidamente a visitar a la madre del rey. Salu­dándole cortésmente le dijo, por propia iniciativa:
-Señora, debéis regocijaros y estar satisfecha y dar mil ve­ces gracias a Dios. Mi señora, la reina, ha parido un niño para alegría y satisfacción de todo el país. Ved, éstas son car­tas selladas con la noticia que debo llevar a toda prisa. Soy siempre vuestro servidor, si es que deseáis decir algo al rey, vuestro hijo.
Ahora mismo, no -replicó Donegilda-, pero me gus­taría que os quedaseis aquí a descansar durante la noche. Ma­ñana os diré lo que deseo.
El mensajero bebió cerveza y vino en abundancia; mien­tras estaba durmiendo como un cerdo, le sustrajeron las car­tas de su caja y le falsificaron otra misiva relativa al asunto, dirigida al rey como si se la mandase el condestable, que sigi­losa e ingeniosamente fue puesta en su lugar con toda mala fe. Esta carta decía que la reina había dado a luz a una criatu­ra diabólica, tan horrible, que nadie en el castillo se atrevía a seguir en él por más tiempo; que la madre era alguna bruja enviada por el Hado fatal o por encantados de hechicería y que todos odiaban su presencia.
Cuando el rey leyó esta carta, quedó muy apenado. Sin embargo, no contó a nadie su tremenda pena. En lugar de ello escribió de su puño y letra una respuesta que rezaba así: «Que todo lo que Jesucristo envíe sea bien venido para mí, ahora que me han enseñado su doctrina. Señor, hágase tu vo­luntad y que lo que Tú desees, sea aceptado. Coloco mis de­seos totalmente a tu disposición. Guarda al niño -sea un monstruo o no- y a mi esposa hasta que regrese a mi hogar. Cuando Jesucristo quiera me enviará un heredero que sea más de mi gusto que éste.»
Ocultando sus lágrimas selló la carta, la cual fue inmediatamente entregada en manos del mensajero, que partió sin más.
¡Qué mensajero! Completamente borracho, con el aliento fétido, el andar tambaleante, sus sentidos embotados, la cara deformada, y charlando como una cotorra, no estaba en con­diciones de callar cualquier confidencia que se le hiciera. En cualquier compañía en la que la embriaguez sea costumbre, es imposible que ningún secreto permanezca oculto. En cuanto a Donegilda, no domino suficientemente mi lengua como para describir con justicia su malicia y crueldad, por lo que la remito al diablo. ¡Que sea éste el que celebre su trai­ción! Su espíritu era tan poco femenino -¿que digo, Dios mío?-, tan diabólico, que os juro que, aunque caminaba so­bre la tierra, su alma estaba ya en los infiernos.
A su regreso de ver al rey, el mensajero llegó de nuevo a la corte de Donegilda, quien le agasajó espléndidamente. El mensajero bebió, llenó el buche de vino hasta que no pudo más, y, luego, durmió como siempre, roncando toda la no­che hasta la salida del sol.
Nuevamente todas sus cartas fue­ron robadas y reemplazadas por falsificaciones que decían: «El rey ordena a su condestable, bajo pena de muerte, que de ningún modo permita a Constanza que permanezca en su reino más de tres días y la cuarta parte de una marea. Se le pondrá a ella y a su retoño y todo lo que le pertenezca en el mismo barco en que se le encontró y se le arrojará del país, conminándola a no regresar jamás.» ¡Ya podía el alma de Constanza sentir temor y soñar pesadillas, mientras Donegil­da tramaba esta orden!
Cuando el mensajero se despertó a la mañana siguiente, tomó el camino más corto hacia el castillo y entregó la carta al condestable, que exclamó una y otra vez, con el corazón compungido, mientras leía la cruel carta:
-Señor Jesucristo -dijo-, ¿cómo puede el mundo so­brevivir si existe tanta maldad en sus criaturas? Dios Todopo­deroso, si ésta es tu voluntad, ¿cómo, siendo Tú un juez justiciero, permites que perezcan los inocentes y que los malos reinen en la prosperidad? ¡Cuánto siento, buena Constanza, tener que ser tu ejecutor o bien morir de muerte infamante! No hay alternativa.
Todos los del lugar, jóvenes y viejos, lloraron por la maldi­ta carta enviada por el rey. Al cuarto día, con el rostro cubier­to de una palidez mortal, Constanza se dirigió al barco. Con gran sumisión aceptó la voluntad de Jesucristo. Se arrodilló en la playa y dijo:
-Señor, sea siempre bien venido todo lo que Tú me en­víes. El que me salvó de las falsas acusaciones mientras esta­ba entre vosotros en tierra, me guardará de todo peligro y de toda vergüenza en el mar, aunque no sé muy bien cómo; pero Él sigue siendo tan poderoso como siempre para salvar, por lo que en Él confío y en su querida Madre, ambos vela y timón de mi alma.
Su bebé se hallaba llorando en sus brazos. Todavía de ro­dillas, le dijo al bebé con gran ternura:
-Cállate, hijito, que no voy a hacerte daño.
Y entonces, cogiendo el pañuelo de su cabeza, lo colocó sobre sus ojitos y le acunó en los brazos.
Alzando los ojos al cielo exclamó:
-María, dulce Virgen y Madre, si bien es cierto que, por causa de la incitación de una mujer, se perdió y condenó toda la Humanidad a la muerte eterna y luego tu Hijo fue crucificado, no lo es menos que tus ojos contemplaron su agonía y no puede haber comparación entre tu dolor y el que sufre cualquier ser humano. Tú viste con tus propios ojos cómo mataron a tu hijo. A mí todavía me vive el mío. Dulce Señora, a quien claman los que gimen, gloria de la fe­minidad, hermosa Virgen, refugio de pecadores, estrella matutina, que en tu dulzura te compadeces de todos los que merecen compasión dentro de su infortunio, ¡apiádate de mi hijo!
»¡Oh, hijito, que todavía no has pecado jamás! ¿Cuál es tu culpa? ¿Por qué querrá tu cruel padre que mueras? ¡Ten pie­dad, condestable! Deja sólo que mi bebé siga aquí contigo; o bien, si no te atreves a salvarlo por miedo a ser reprendido, dale un beso en consideración al padre.
Ella entonces miró de nuevo hacia tierra y dijo: -¡Adiós, despiadado esposo!
Y, levantándose, caminó por la playa hacia el barco, hacien­do callar al niño todo el rato, mientras la gente la seguía. Lue­go se despidió. Se persignó devotamente y subió a bordo.
No temáis, que había víveres abundantes para que le dura­sen largo tiempo y, ¡loado sea Dios!, tenía de todas las demás cosas necesarias que pudiera echar en falta. ¡Que Dios Todo­poderoso modere el viento y el tiempo y la devuelva a su ho­gar! Ella navegó por los mares... No digo más.


TERMINA AQUÍ LA SEGUNDA PARTE Y EMPIEZA LA TERCERA


No había pasado mucho tiempo cuando el rey Alla regre­só a su castillo y preguntó por su esposa y su hijo. El corazón del condestable quedó helado, pero con palabras sencillas le contó todas las circunstancias que habéis oído y que he rela­tado lo mejor que he podido. Mostró al rey la carta con el se­llo diciéndole:
-Señor, he ejecutado exactamente lo que ordenaste bajo pena de muerte.
El mensajero fue torturado hasta que mencionó todos los lu­gares en los que había pernoctado y lo confesó todo desde el principio hasta el fin. De este modo, interrogado hábilmente y sacando las oportunas deducciones, llegaron a adivinar el ori­gen del mal. No estoy seguro cómo lo hicieron, pero se descu­brió la mano que había escrito aquella carta y todo el veneno que había vertido en ella. Al fin, como podréis leer en cualquier otra parte, Alla ejecutó a su madre en castigo a su traición. Fue así como Donegilda terminó mal. ¡Dios la maldiga!
No hay lengua capaz de relatar la pena que consumió a Álla día y noche, pensando en su mujer e hijo. Pero ahora volvamos a Constanza, quien Jesucristo así lo quiso- na­vegó a la deriva durante más de cinco años, llena de privacio­nes e incomodidades, hasta que su barco arribó a tierra fir­me. Al final, el mar arrojó a Constanza y a su hijo en las inmediaciones de un castillo pagano, cuyo nombre no sé encontrar en mi documentación. ¡Que Dios Todopoderoso, que salvó a la Humanidad, se acuerde de Constanza y su hijo, otra vez en poder de los paganos y una vez más -como pronto sabréis- a punto de morir! Muchos bajaron del castillo a contemplar boquiabiertos a Constanza y el bar­co. Una noche, el mayordomo del castillo (un felón y un re­negado, ¡Dios le maldiga!) fue solo al barco y le dijo a ella que quería ser su amante, tanto si quería como si no.
La infortunada mujer se hallaba en el mayor de los apuros. Su hijo rompió a llorar y ella misma también derramó lágri­mas copiosas, pero la Virgen acudió prestamente en su ayuda, pues en la furiosa lucha que tuvo lugar, el malvado perdió el equilibrio y cayó por la borda, recibiendo justo castigo, pues se ahogó en el mar. De esta forma Jesucristo conservó a Cons­tanza sin mancha.
Ved los efectos despreciables de la lascivia, que no sólo debilita la mente, sino que llega a destruir el cuerpo. El re­sultado de los deseos lujuriosos no es más que la desgracia. ¡A cuántos se ve morir o ser destruidos, no por el acto en sí, sino por la intención de cometer este pecado!
¿Dónde pudo encontrar esta débil mujer las fuerzas para defenderse de ese renegado? A Goliat, con su inmensa esta­tura, ¿cómo pudo David derribarle?. Tan joven y escasa­mente armado, ¿cómo osó mirar cara a cara a tan temible rostro? Es evidente que sólo por la gracia de Dios. ¿Quién dio a judit el valor y la osadía de degollar a Holofemes en su tienda y así librar del desastre al pueblo elegido? El mismo que dio a Constanza fuerza y vigor.
Su barco atravesó el estrecho que separa Gibraltar de Ceu­ta, y siguió navegando, a veces hacia Occidente, a veces ha­cia el Norte, el Sur o el Este, durante largos días, hasta que la Madre de Jesucristo (¡eternamente bendita sea!), en su infali­ble bondad, quiso que terminaran definitivamente las pena­lidades de Constanza.
Pero dejemos un rato a Constanza y pasemos a hablar del emperador. Por cartas procedentes de Siria se enteró de la masacre de los cristianos y del deshonor causado por aquella serpiente oculta en la hierba (quiero decir aquella malvada sultana que había hecho matar a todos y cada uno de los co­mensales del banquete). Debido a ello, el emperador mandó a su senador con un gran número de otros señores, espléndi­damente equipados, para tomar cumplida venganza de los si­rios. Durante muchos días quemaron, mataron y causaron enormes destrozos, pero al final pusieron rumbo a su patria y, según cuentan, navegaban en estilo principesco en su vic­torioso retorno a Roma cuando se encontraron con el barco que iba a la deriva con la pobre Constanza a bordo. El sena­dor no tenía idea alguna de quién era o de cómo había llega­do a tal estado, ni Constanza, por su vida, confesaría a nadie ni su rango ni su condición.
Se la llevó a Roma y puso a Constanza y a su hijito al cuidado de su mujer, con lo que pasaron a vivir con el se­nador. Así fue cómo Nuestra Señora libró a Constanza (como a muchos otros) del infortunio. Allí estaba destina­da a vivir largo tiempo ocupada siempre en hacer buenas obras y, aunque la esposa del senador era su tía, no supo reconocer a Constanza. Pero no me vaya a entretener en eso y dejaré a Constanza al cuidado del senador, mientras vuelvo a referirme al rey Alla que está todavía penando por su mujer.
Para abreviar esta larga historia diré que un día el rey Alla sintió tal remordimiento por haber matado a su madre, que fue a Roma a someterse a la penitencia que el Papa quisiera imponerle y a pedir el perdón de Jesucristo por el mal que había hecho. Los correos que se adelantaron al séquito difun­dieron la noticia (que pronto se extendió por toda la ciudad de Roma) de que el rey Alla venía de peregrinaje. Al enterar­se de ello, el senador, como solía, cabalgó a su encuentro con muchas personas de su familia, tanto para causarle impresión por su magnificencia como para mostrar sus respetos a un rey. El noble senador y el rey Alla intercambiaron cortesías y se obsequiaron mutuamente con gran hospitalidad. Un día o dos más tarde sucedió que el senador asistió a un banquete ofrecido por el rey. Si no estoy equivocado, el hijo de Cons­tanza se hallaba entre los reunidos.
Algunos dicen que el senador llevó al niño al banquete a petición de Constanza. Todos estos detalles escapan a mi co­nocimiento, pero la cuestión es que estaba presente. La ver­dad es que era el deseo de su madre que el niño estuviera en presencia de Alla y viese la cara del rey durante la cena. Al ver al niño, el rey se sorprendió maravillado y, más tarde, pre­guntó al senador:
-¿Quién es aquel hermoso niño que está allí?
-Por Dios y por San Juan, que no tengo la menor idea -repuso el senador-. Tiene una madre, pero, que yo sepa, no tiene padre.
Y en pocas palabras contó a Alla cómo había sido hallado el niño.
-Y Dios sabe -prosiguió el senador- que de todas las mujeres terrenales, casadas o vírgenes, nunca vi o supe de al­guna que fuera más virtuosa en toda mi vida. Me atrevería a asegurar que antes preferiría que un cuchillo le atravesara el pecho que ser una pecadora. No existe hombre que pudiera incitarla a cometer pecado.
Ahora bien, este niño era lo más parecido a Constanza que se puede imaginar. El rostro de Constanza estaba grabado en la memoria de Alla y empezó a preguntarse si, por alguna afortunada casualidad, la madre del niño podía ser su esposa. Suspirando en secreto se fue de la mesa lo más deprisa que pudo. «Dios mío -pensó-, estoy imaginando cosas; según toda lógica, mi mujer debe de hallarse en el fondo del mar.» Pero un momento más tarde, se contestó a sí mismo:
-¿Cómo sé que Jesucristo no ha podido traer a mi espo­sa hasta aquí, a través del mar, del mismo modo que Él la lle­vó a mi propio país desde donde vino?
Y por la tarde, Alla fue a la casa del senador para ver si esta milagrosa coincidencia podía ser cierta. El senador le hizo to­dos los honores y envió a buscar a Constanza a toda prisa. Cuando ella comprendió el motivo por el que la mandaban a buscar, podéis comprender fácilmente que no tuvo humor de bailar, pues realmente apenas si podía sostenerse en pie.
Cuando Alla vio a su mujer la saludó con cortesía, pero in­mediatamente se derrumbó. Pues desde el primer momento que la vio, supo quién era realmente. Por su parte, a ella la pena la dejó clavada en el suelo y sin poder hablar, su cora­zón se le había parado de tanto dolor, pues recordó su cruel­dad. Dos veces se desmayó ante sus ojos, mientras él lloraba y trataba de explicarle entre sollozos:
-Que Dios y todos sus santos gloriosos se apiaden de mi alma -dijo-, pues tan inocente soy del daño que te han hecho como el que le han hecho a Mauricio, mi hijo, cuyo rostro es tu viva imagen; si no es así, que el diablo me lleve.
Las lágrimas y la angustia de ambos no se aplacaron pron­to, pues sus tristes corazones tardaron todavía mucho en en­contrar alivio. Rompía el alma verles llorar, pues sus lágrimas aumentaban su pena. Debo en este momento pediros que me disculpéis de mi tarea, pues he pasado todo el día descri­biendo su aflicción y ya estoy cansado de describir estas esce­nas tan melancólicas. Pero cuando al final se supo la verdad, que Alla era completamente inocente de todos los sufrimien­tos de ella, supongo que se debieron de besar cien veces al menos. Y entre ellos hubo una felicidad tal como no ha vis­to criatura alguna desde que empezó el mundo, excepto la alegría eterna.
Ella rogó a su esposo, muy humildemente, que, como compensación a sus largos y dolorosos sufrimientos, enviara una invitación especial a su padre, rogándole que le conce­diese el altísimo honor de venir a cenar a su casa. También le pidió que por ningún motivo dijese una palabra a su padre sobre ella.
Hay quienes aseguran que fue el niño Mauricio el que en­tregó el mensaje al emperador. Pero yo supongo que Alla no fue tan insensato como para enviar a un niño a una persona de tan soberano honor como el emperador, la gloria de la Cristiandad. Parece mejor suponer que fue él mismo en per­sona. El emperador tuvo la cortesía de consentir en ir a ce­nar, como se le pedía. Y he leído que miró fijamente al niño y pensó en su hija. Cuando Alla volvió a su alojamiento, dis­puso todo lo necesario para preparar el banquete.
Llegado el día, Alla y su esposa se ataviaron y salieron ale­gremente a recibir al emperador. Fue entonces cuando Cons­tanza vio a su padre en la calle. Ella se apeó del caballo y se arrojó a sus pies exclamando:
-Padre, ¿es que has olvidado a tu tierno retoño? Soy tu hija Constanza, a quien enviaste a Siria hace mucho tiempo. Pues soy yo, la que fue enviada a navegar y condenada a pe­recer. Ahora, querido padre, te pido una gracia: no me vuel­vas a enviar a país pagano y agradece a éste, mi marido, la amabilidad que ha tenido conmigo.
¿Quién se ve capaz de describir la alegría que embargaba a los tres al reunirse? Pero debo terminar ya mi relato; el día ya casi termina y no quiero ocasionar ningún retraso. Esta gen­te feliz se sentó al banquete donde les dejaremos alegres y di­vertidos, mil veces más felices de lo que yo pueda decir.
Su hijo Mauricio, más adelante, fue hecho emperador por el Papa. Llevó una vida cristiana y aportó mucha gloria a la Iglesia. Pero dejaré esta historia colgada, pues mi relato trata únicamente de Constanza. La vida de Mauricio la podéis en­contrar en las viejas historias romanas. Yo la he olvidado.
El rey Alla escogió el momento oportuno y regresó a In­glaterra por el camino más rápido, llevándose consigo a su dulce y santa esposa Constanza. Allí vivieron en paz y felici­dad. Ahora bien, yo os aseguro que la felicidad terrena dura sólo breve tiempo; cambia como la marea, pasando de la no­che al día.
¿Quién ha vivido un solo día en completa felicidad, sin verse sacudido por la conciencia, la ira, el deseo, la envidia, el orgullo, la pasión, el daño o por alguna especie de temor? Únicamente lo menciono para poner de relieve que la felici­dad de Alla con Constanza sólo duró una temporada en ale­gría y satisfacción plenas pues la muerte, que elige a sus víc­timas entre los poderosos y los humildes, se llevó al rey Alla de este mundo al cabo de un año aproximadamente. Cons­tanza sintió un gran desconsuelo -¡que Dios la bendiga!-, y luego se encaminó a Roma, donde esta santa criatura en­contró a sus amigos en perfecta salud. Sus aventuras habían terminado. Cuando estuvo frente a su padre, cayó de rodillas al suelo llorando tiernas lágrimas, pero con el corazón lleno de felicidad, dando alabanza a Dios cien mil veces. Vivieron padre e hija virtuosamente, dando muchas limosnas, y no se separaron ya más hasta que la muerte lo hizo.
Ahora, adiós; mi relato ha terminado. ¡Que Jesucristo, que tiene poder para enviar alegría después de las penas, nos mantenga en gracia de Dios y nos guarde a todos los que es­tamos aquí! Así sea.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MAGISTRADO

4. EPÍLOGO


El hospedero se incorporó sobre los estribos y exclamó:
-Hombres de Dios, escuchad todos. Éste ha sido un relato provechoso y adecuado. Señor cura, por los huesos de Cristo, contadnos algo, mientras seguimos nuestro camino. Vosotros los estudiosos estáis llenos de saber, que re­sulta beneficioso y agradable a Dios.
El cura le contestó:
-¡Dios Santo! ¿Por qué este hombre blasfema de este modo tan pecaminoso?
El anfitrión le replicó:
-¿Estás aquí, Jenkin? Olfateo un Lolardo en el viento. Es­cuchadme, hombre de Dios, no os escapéis, por la Pasión de Cristo. Prédica tenemos. Este Lolardo quiere sermoneamos. El marino exclamó:
-De ninguna manera. Éste no predicará. No nos cansará con sus explicaciones sobre el Evangelio. Aquí todos cree­mos en Dios. Empezaré con relatos heréticos y a sembrar cizaña entre nuestro limpio trigo. Por tanto, hospedero, te avi­so de antemano: este insignificante menda tiene cuento que contar. Os haré campanas tan alegres que despertaré a toda la concurrencia. No trataré sobre temas filosóficos, ni médi­cos ni términos legales. En mi buche encontraréis muy poco latín.

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